El príncipe y la princesa - Lynn Raye Harris - E-Book
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El príncipe y la princesa E-Book

Lynn Raye Harris

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Beschreibung

El príncipe Cristiano di Savaré no tenía escrúpulos a la hora de conseguir sus propósitos. Su objetivo del momento, Antonella Romanelli, formaba parte de una dinastía a la que él despreciaba... Antonella se vio turbada por el poderoso atractivo de Cristiano. Sin embargo, no se fiaba de él. Pero Cristiano tenía un plan para lograr que se sometiera a sus deseos. Si para conseguirlo tenía que acostarse con ella, su misión sería aún más placentera...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2010 Lynn Raye Harris. Todos los derechos reservados.

EL PRÍNCIPE Y LA PRINCESA, N.º 2076 - mayo 2011

Título original: The Prince’s Royal Concubine

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-309-1

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

EL PRÍNCIPE Cristiano di Savaré se abrochó el último botón de la camisa de su esmoquin y se miró al espejo mientras se estiraba el cuello. El yate se balanceaba suavemente bajo sus pies, pero ése era el único indicio de que se encontraba a bordo de una embarcación y no en la lujosa suite de un hotel. Había recorrido más de tres mil kilómetros para estar allí aquella noche y, aunque no estaba cansado, la expresión de su rostro era seria, tanto que las líneas de expresión marcaban su frente y le daban un aspecto más maduro de los treinta y un años que tenía.

Tendría que esforzarse aquella noche antes de comenzar la caza de su presa. A pesar de que la misión que lo había llevado allí aquella noche no le proporcionaba placer alguno, no podía negarse a hacerlo. Forzó una sonrisa y la estudió en el espejo. Sí, con eso valdría.

Las mujeres siempre se rendían a sus pies cuando utilizaba su encanto.

Se puso la chaqueta y se quitó una mota de polvo con un rápido movimiento de la mano. ¿Qué pensaría Julianne si lo viera en aquel momento? Cristiano daría cualquier cosa por volver a verla. Seguramente, en un instante como aquél, le enderezaría la corbata y le rogaría que no tuviera un aspecto tan serio.

Se apartó del espejo. No deseaba seguir viendo la expresión que tenía en el rostro en aquel momento al pensar en su difunta esposa. Había estado casado durante un espacio tan breve de tiempo... No obstante, de eso había pasado ya tanto que, en ocasiones, no era capaz de recordar el tono exacto del cabello de Julianne o el sonido de su risa. ¿Era eso normal?

Estaba seguro de que así era, lo que le entristecía y lo enojaba a la vez. Julianne había pagado un precio muy alto por casarse con él. Cristiano jamás se perdonaría por haber permitido que ella muriera cuando podía haberlo evitado. Debería haberlo evitado.

Habían pasado cuatro años y medio desde que le permitió que se montara en un helicóptero que tenía como destino la volátil frontera entre Monterosso y Monteverde. A pesar del mal presentimiento que tenía, la había dejado marchar.

Julianne era estudiante de Medicina y había insistido en acompañarlo en una misión de ayuda. Cuando él tuvo que cancelar su visita en el último momento, debería haberle ordenado a ella que se quedara a su lado.

Sin embargo, ella le había convencido de que la princesa heredera debería trabajar para conseguir la paz con Monteverde. Como ciudadana estadounidense, se había sentido lo suficientemente segura visitando los dos países. Había estado completamente segura de que podía ayudar a cambiar las cosas.

Y Cristiano había dejado que ella lo convenciera.

Cerró los ojos. La noticia de que una bomba procedente de Monteverde había terminado con la vida de Julianne y con la de tres cooperantes había desencadenado la clase de ira y desesperación que no había experimentado nunca hasta entonces y que no había vuelto a sentir desde aquel momento.

Todo había sido culpa suya. Julianne seguiría con vida si él se hubiera negado a dejarla ir. Habría seguido con vida si él no se hubiera casado con ella. ¿Por qué había tenido que hacerlo? Se había preguntado estas cuestiones en innumerables ocasiones desde entonces.

No había creído nunca en flechazos o en el amor a primera vista, pero se había sentido muy atraído por ella. El sentimiento le había parecido tan fuerte que el hecho de casarse con ella le había parecido la decisión más acertada.

No lo había sido. Al menos para ella.

La verdad era que lo había hecho por razones muy egoístas. Había necesitado casarse, pero se había negado a permitir que fuera su padre quien dictara con quién tenía que casarse. Por ello, había elegido una mujer valiente y hermosa a la que apenas conocía simplemente porque el sexo era estupendo y a él le gustaba mucho. Le había robado el corazón y le había prometido la luna.

Y Julianne lo había creído todo. Hubiera sido mucho mejor que no fuera así.

«¡Basta!».

Volvió a erigir las barreras mentales para no seguir pensando. No le vendría nada bien si tenía que tratar con los invitados de Raúl Vega. Aquellos días oscuros formaban parte del pasado. Había encontrado un propósito después de todo lo ocurrido y no descansaría hasta que consiguiera alcanzarlo.

Monteverde.

La princesa. Ella era la razón de su presencia allí.

–Hermosa noche, ¿verdad?

La princesa Antonella Romanelli se dio la vuelta al salir de su camarote y se encontró con un hombre apoyado contra la barandilla, observándola. El agua del mar lamía suavemente los costados del yate y el olor a jazmín impregnaba el aire.

Antonella no podía apartar la vista de la oscura forma del hombre. Su esmoquin se fundía con la oscuridad de la noche, lo que le daba el aspecto de una silueta contra las luces de la ciudad de Canta Paradiso. Entonces, él dio un paso al frente y la luz de la cubierta iluminó por fin su rostro.

Ella lo reconoció inmediatamente, a pesar de que no se conocían. El hermoso rostro, de cabello oscuro, afilados rasgos y sensuales labios, sólo podía pertenecer a un hombre sobre la faz de la Tierra. El último hombre con el que ella debía estar hablando en aquellos instantes.

Nunca.

Contuvo la respiración y trató de conseguir la contención por la que era tan famosa. Dios santo, ¿por qué se encontraba él allí? ¿Qué era lo que quería? ¿Acaso sabía lo desesperada que ella se encontraba?

«Por supuesto que no. ¡No seas tonta!».

–Veo que se le ha comido la lengua el gato.

Antonella tragó saliva y trató de recuperar la compostura. Era mucho más guapo en persona de lo que había visto en las fotos. También más peligroso. La tensión emanaba de él envolviéndola con su oscura presencia. Con su inesperada presencia. Las alarmas saltaron en el interior de su cabeza.

–En absoluto. Simplemente me ha sorprendido.

Él la miró de la cabeza a los pies, provocando un hormigueo en la piel de Antonella a su paso.

–No nos han presentado –dijo él suavemente, con una voz tan rica y sugerente como el chocolate–. Soy Cristiano di Savaré.

–Sé quién es usted –replicó Antonella.

–Sí, ya me lo imagino.

Él hizo sonar aquellas palabras como si fueran un insulto. Antonella se irguió con toda la dignidad y la altivez que pudo conseguido.

¿Cómo no iba a reconocer el nombre del Príncipe Heredero de Monterosso?

El mayor enemigo de su país. Aunque la historia entre las tres naciones hermanas de Monteverde, Montebianco y Monterosso no había sido pacífica a lo largo de los años, sólo permanecían en guerra Monteverde y Monterosso. Antonella pensó en los soldados de Monteverde destinados en la frontera aquella noche, en las vallas de alambre de espino, en las minas y en los tanques y experimentó una oleada de oscuros sentimientos.

Estaban allí por ella, por todos los habitantes de Monteverde. Mantenían al país a salvo de invasiones. Ella no podía fallar ni a sus soldados ni al resto de sus súbditos en la misión que la había llevado hasta allí. Su pequeña nación no desaparecería de la faz de la Tierra simplemente porque su padre era un tirano que había dejado en bancarrota al país y lo había conducido al borde mismo de la desaparición.

–No esperaba que fuera de otro modo, principessa –replicó él con frialdad.

Cristiano era un hombre muy arrogante. Antonella levantó la barbilla. Su hermano siempre le había dicho que no debía dejar mostrar sus emociones.

–¿Qué está haciendo aquí?

No había esperado la sonrisa de Cristiano. Unos dientes de un blanco imposible contra la oscuridad de la noche y tan amistosos como los de un león salvaje. Antonella sintió que se le ponía el vello de punta.

–Imagino que lo mismo que usted. Raúl Vega es un hombre muy rico. Podría crear muchos puestos de trabajo en el país que tuviera la suerte de conseguir que invirtiera en él.

Antonella sintió que se le helaba la sangre. Ella necesitaba a Raúl Vega y no aquel hombre arrogante y demasiado guapo que ya tenía todas las ventajas del poder y de la buena posición. Monterosso era un país muy rico. Monteverde necesitaba el acero de Vega para poder sobrevivir. Era cuestión de vida o muerte para los súbditos de Antonella. Desde que su padre había sido obligado a renunciar, su hermano mantenía el país unido a duras penas por su increíble fuerza de voluntad. Sin embargo, no podría aguantar mucho tiempo. Necesitaban el dinero de Vega para salir adelante y demostrar a otros inversores que Monteverde seguía siendo una apuesta segura.

Los créditos astronómicos que su padre había contraído debían satisfacerse muy pronto y no había dinero con los que pagar. No se podían pedir más prórrogas. Aunque Dante y el gobierno habían actuado en el mejor interés de la nación al provocar la renuncia de su padre, las naciones acreedoras habían considerado los acontecimientos con miedo y sospecha. Para ellos, las peticiones de prórroga de los créditos significarían que Monteverde estaba buscando maneras de conseguir que los préstamos se declararan nulos.

Un compromiso con Aceros Vega podría cambiar todo aquello. Si Cristiano di Savaré supiera lo cerca que estaban de desmoronarse...

No. No podía saberlo. No lo sabía nadie, al menos de momento, aunque el país no podría ocultarlo por mucho tiempo más. Muy pronto el mundo lo sabría. Monteverde dejaría de existir. Este pensamiento le insufló valor en las venas.

–Me sorprende que a Monterosso le interese Aceros Vega –dijo fríamente–. Además, el interés que yo siento por el señor Vega no tiene nada que ver con los negocios.

Cristiano sonrió.

–Ah, sí. He oído rumores. Sobre usted.

Antonella se cubrió el hermoso vestido de seda color crema que llevaba puesto con un chal de seda. Cristiano había hecho que se sintiera barata, pequeña, sucia e insignificante sin utilizar una sola palabra malsonante. No había sido necesario. Las implicaciones eran claras.

–Si ha terminado, Su Alteza –dijo ella, fríamente–, me esperan para cenar.

Él se acercó un poco más. Era alto y de anchos hombros. Antonella tuvo que armarse de valor para no dar un paso atrás. Se había pasado años acobardándose ante su padre cuando éste sufría un ataque de ira. Cuando lo arrestaron seis meses atrás, se prometió que no se volvería a acobardar nunca delante de un hombre.

Permaneció rígida, expectante. Temblando y odiándose por esa debilidad.

–Permítame que la escolte, principessa, dado que yo me dirijo en la misma dirección.

Estaba tan cerca y resultaba tan real, tan intimidatorio...

–Puedo encontrar el camino sola.

–Por supuesto –replicó él, aunque la sonrisa no le iluminó la mirada.

Bajo aquel comportamiento tan estudiado, ella sintió hostilidad. Oscuridad. Vacío.

–Pero si se niega –añadió–, yo podría pensar que usted tiene miedo de mí.

Antonella tragó saliva. Un comentario demasiado ajustado a la realidad.

–¿Por qué iba yo a tener miedo de usted?

–Pues eso digo yo –respondió él. Extendió el brazo, retándola para que aceptara.

Antonella dudó, pero se dio cuenta de que no había manera de escapar. Ella jamás saldría corriendo como una niña asustada. Que la vieran con él era una traición para Monteverde, pero estaban en el Caribe. Monteverde estaba a miles de kilómetros. Nadie lo sabría nunca.

–Muy bien.

Cuando le colocó la mano sobre el brazo, estuvo a punto de retirarla por la sensación que experimentó. Tocar a Cristiano era como tocar un relámpago. A ella le pareció que él sentía lo mismo, pero no podía estar segura.

Era su enemigo. Cuando él le colocó una mano por encima de la de ella, se sintió atrapada. El gesto era el que marcaba el protocolo para un caballero que acompaña a una dama a un acto. No era nada y, sin embargo...

El corazón de Antonella dio un salto. Había algo en él, algo oscuro y peligroso, completamente diferente a la clase de hombres que ella conocía.

–¿Lleva mucho tiempo en el Caribe? –le preguntó él mientras avanzaban por cubierta.

–Unos días, pero no he tenido mucho tiempo de visitar la zona.

–Ya me lo imagino.

Antonella se detuvo en seco al escuchar el tono de su voz.

–¿Qué se supone que significa eso?

Cristiano se volvió hacia ella y la miró de nuevo de la cabeza a los pies. Como si estuviera evaluándola. Juzgándola. Sin poderse explicar por qué, ella se encontró deseando saber de qué color eran aquellos ojos que tan intensamente la observaban. ¿Azules? ¿Grises como los suyos? No podía saberlo, pero sí que la dejaron temblando y vibrando a la vez.

–Significa, principessa, que cuando una persona se pasa demasiado tiempo boca arriba, no puede esperar poder hacer mucho turismo.

Antonella contuvo la respiración.

–¿Cómo se atreve a fingir que me conoce?

–¿Y quién no conoce a Antonella Romanelli? En los últimos seis meses, se ha hecho usted muy conocida. Se pasea por toda Europa vestida con los últimos modelos, asistiendo a las mejores fiestas y acostándose con quien le apetece en cada momento. Como Vega.

Si Cristiano le hubiera atravesado el corazón directamente con una flecha, no le habría hecho tanto daño. ¿Qué podría decir ella para defenderse?

Se dio la vuelta, pero Cristiano le agarró una muñeca para que no escapara. De repente, el corazón de Antonella comenzó a latir tan fuertemente que ella temió que fuera a desmayarse. Su padre era un hombre fuerte, un hombre de airado temperamento y de puño rápido cuando se enojaba. Ella había lucido la marca de ese puño en más ocasiones de las que quería recordar.

–Suélteme –le espetó.

–Su hermano debería controlarla mejor –dijo. Ella consiguió zafarse y se frotó la muñeca.

La ira sustituyó rápidamente al miedo.

–¿Quién se cree usted que es? Sólo porque sea el heredero del trono de Monterosso no le convierte en una persona especial para mí. Mi vida no es asunto suyo. Sé lo que piensa de mí, de mi pueblo, pero quiero que sepa también una cosa. No nos ha derrotado en más de mil años y no lo va a conseguir ahora.

–Bravo –comentó él–. Muy apasionada. Uno no puede dejar de preguntarse cómo de apasionada podría ser usted en otras circunstancias.

–Pues tendrá que seguir preguntándoselo, Su Alteza, porque le aseguro que yo sería capaz de tirarme por la borda de este yate antes de compartir mi cama con un hombre como usted...

No es que ella compartiera su cama nunca con ningún hombre, pero él no tenía por qué saberlo. Jamás había encontrado un hombre en el que confiara lo suficiente como para entregarse a él, pero lo único que hacía falta eran unas cuantas fiestas, unos rumores y unas fotos para convertir una verdad en una mentira. La mayoría de los hombres creían que era una mujer sofisticada y mundana y con el único con el que había salido tras librarse de la mano de hierro de su padre se había dedicado a contar la mentira de que se había acostado con ella. Otros habían seguido haciendo lo mismo hasta el punto de que resultaba imposible separar la verdad de los rumores.

Dios, los hombres la ponían enferma y el que tenía delante en aquel momento no era diferente. No podían ver más allá de la superficie, razón por la cual ella se cuidaba y se acicalaba para adoptar el cuidadoso exterior de una mundana princesa. Su belleza era la única faceta de su personalidad que se le había permitido cultivar dado que nunca se le había permitido tener ninguna profesión. También era su escudo. Cuando centraba su atención en su apariencia física, no necesitaba compartir sus secretos ni sus temores con nadie. Podía ocultarse bajo su exterior, segura de saber que nadie podía hacerle daño de esa manera.

El sonido de la risotada de Cristiano la devolvió al presente. Se dio cuenta demasiado tarde de que acababa de hacer lo impensable. Había desafiado a un hombre con una legendaria reputación de acostarse con todas las mujeres que quería. Un hombre del que las mujeres se quedaban prendadas.

Antonella conocía bien los rumores sobre el Príncipe Heredero de Monterosso. Había estado casado en una ocasión, pero su esposa había fallecido. Dado que ninguna mujer era capaz de llamar su atención durante más de unas pocas semanas o un par de meses como mucho, era un seductor y un rompecorazones reconocido. Un lobo con piel de cordero, tal y como lo habría definido su amiga Lilly, la Princesa Heredera de Montebianco.

–Tal vez no haga falta algo como eso –dijo él, acercándose a ella. Antonella dio un paso atrás y entró en contacto con la pared del yate. Cristiano puso una mano a ambos lados de la cabeza de ella, atrapándosela. Entonces, se inclinó hacia ella un poco más, sin tocarla–. Tal vez podríamos poner a prueba esa determinación suya con un beso.

–No puede hablar en serio –replicó ella.

–¿Por qué no?

–¡Usted es el príncipe de Monterosso!

Él volvió a echarse a reír, pero sin alegría. Esto la confundió aún más o tal vez fue simplemente la abrumadora cercanía lo que asombraba por completo sus sentidos.

–Así es, pero usted es una mujer y yo un hombre. La noche es cálida, perfecta para la pasión...

Durante un instante, Antonella se quedó paralizada. Él la besaría en cualquier instante. Entonces, su alma estaría en peligro porque había algo sobre él que le aceleraba el pulso. Los pezones se le irguieron y sintió un ligero hormigueo en la piel. Los lugares más íntimos de su cuerpo parecían suavizarse, deshacerse...

En el último instante, cuando los labios de él estaban a un milímetro de los de ella, cuando el cálido aliento de Cristiano se mezcló con el de ella, Antonella encontró la fuerza suficiente y se zafó del brazo que la aprisionaba agachándose por debajo.

–Muy bien, Antonella, pero veo que tiene usted bastante práctica en este juego, ¿verdad?

Antonella se puso rígida. ¿Por qué sonaba su nombre tan exótico cuando él lo pronunciaba?

–Es usted despreciable. Quiere apoderarse de lo que no es suyo y recurre a la fuerza para conseguirlo. Exactamente lo que yo esperaría de cualquier monterossano.

Si Antonella quería enojarle con estas palabras, se sintió desilusionada. Él simplemente sonrió gélidamente. Tanta frialdad hizo que ella se echara a temblar.

–Excusas, excusas, principessa. Eso es lo que se les da bien a los de su país, ¿verdad? Como no son tan ricos ni tan prósperos como nosotros, nos culpan de sus males. Y toman vidas inocentes para justificar su hostilidad.

–No pienso escuchar nada de esto –replicó ella. Se dio la vuelta para marcharse.

–Eso es, vaya corriendo a buscar a su magnate del acero. Ya veremos lo que valora más, si su amante o su cuenta bancaria.

Antonella se dio la vuelta. La amenaza había resultado más que clara en la voz de Cristiano.

–¿Qué quiere decir con eso?

–Significa, bellísima principessa, que yo también tengo una proposición para Vega. Estoy dispuesto a apostarme lo que sea a que mi dinero derrota a... sus evidentes encantos.

–¿Cómo se atreve a...?

–Creo que ya ha utilizado esa expresión. ¡Qué aburrido!

Antonella se echó a temblar de furia. Aquel hombre era imposible e insoportable... y desgraciadamente también ejercía un increíble efecto en sus sentidos. Seguramente era la ira la que la hacía sonrojarse, la que le provocaba un hormigueo insoportable en la piel. Cristiano estaba amenazando todos sus esfuerzos y arrebatarle a Vega antes de que ella consiguiera atraparlo. Tenía que conseguir esas inversiones para Monteverde. Tenía que hacerlo.

Para alcanzar sus propósitos, tenía que centrarse. Tenía que tranquilizarse. Necesitaba comportarse como la princesa que era, a pesar de cómo le hiciera sentirse aquel hombre, tenía que jugar bien sus cartas.

Poco a poco, sintió que la seguridad y la tranquilidad se apoderaban de ella. Decidió que no dejaría que él la intimidara.

–Tal vez hemos empezado con mal pie –ronroneó. Necesitaba confundirlo. Para conseguirlo, representaría el papel que él le había dado. Le haría creer que existía la posibilidad de tener sexo con ella. Lo haría para distraerlo mientras hacía todo lo posible para hacerse con Aceros Vega antes de que él pudiera arrebatarle aquella victoria.

A pesar de su inexperiencia, no le resultó difícil representar su papel. En momentos como aquél, era capaz de cualquier cosa. Era el único modo de poder fingir ser otra persona. Había conseguido esta habilidad a lo largo de los años vividos junto a un padre que la maltrataba.

Cristiano se mantuvo firme mientras ella levantaba las manos hacia él para acariciar la recién afeitada mejilla, la boca y su barbilla.

Resultaba imposible leer sus ojos. Entonces, algo pareció prenderse en sus profundidades, algo que la asustó y la animó al mismo tiempo. Tal vez estaba yendo demasiado lejos, estaba cometiendo un error...

–Estás jugando con fuego, principessa...

Antonella se esforzó por ignorar las alarmas que empezaron a sonar en su cabeza cuando ella le deslizó la mano por la nuca, hundiéndole los dedos en el cabello y acercándose al mismo tiempo... ¿De verdad sería capaz de hacer algo así?

Sería capaz y lo haría. Ya vería él lo de qué pasta estaba hecha una monteverdiana. Él no la intimidaría. No ganaría.

Lentamente, ella le bajó la cabeza. Muy lentamente. Él no intentó apartarla, simplemente obedeció lo que ella le indicaba. Antonella no se engañó haciéndose creer que ella tenía el control. Cristiano estaba interesado, igual que un gato está interesado por un ratón. Sin embargo, por el momento, él dejaba que ella lo guiara. Era lo único que Antonella necesitaba.

Cuando él estaba a sólo unos centímetros de distancia, Antonella volvió a acariciarle la mandíbula. Sobre la hermosa boca porque no pudo evitarlo. No podía hacerlo demasiado fácil por supuesto, porque si no él vería sus intenciones. Tenía que intentarlo para así ganar tiempo y conseguir que Raúl se comprometiera con Monteverde.

–Saber eso –susurró, con voz sugerente–. Saber que has estado tan cerca del paraíso... –añadió. Se puso de puntillas, acercando los labios a los de él– tan cerca, Cristiano... –repitió utilizando el nombre de él por primera vez– y que no has podido ir más allá.

Entonces, dio un paso atrás con la intención de dejarlo allí, de pie, preguntándose qué era lo que acababa de pasar.

Un segundo más tarde, Cristiano la agarró por la cintura con las dos manos y la acercó con fuerza a su cuerpo. Sin que ella pudiera reaccionar, aplastó su boca contra la de ella con devastadora precisión. El beso fue magistral, dominante, muy diferente a los que ella había experimentado antes. Antonella echó la cabeza hacia atrás mientras él le sujetaba el rostro con dos anchas manos. La besó con fuerza, obligándola a responder. Cuando ella abrió los labios, tal vez queriendo protestar o tal vez para morderle, Cristiano deslizó la lengua en su interior y la enredó con la de ella.

El ardor de la pasión se apoderó de ella como si fuera cera líquida y la convirtió en un ser lánguido, maleable, cuando debería haber sido todo lo contrario. No era la primera vez que la besaban, pero sí era la primera vez que se había sentido a punto de perderse en un beso.

Quería disolverse en él, quería ver adónde la llevaría aquel sentimiento de ardor y deseo si ella lo permitía. Era algo maravilloso, extraordinario...