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Julio Verne

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Beschreibung

Con esta sensacional novela, aparece la anticipación más asombrosa e increíble de cuantas surgieron de la poderosa fantasía de Julio Verne: la predicción de los viajes interplanetarios. Para la ciencia de la segunda mitad del siglo XIX el viaje a la Luna era la más absurda de las creaciones imaginativas del gran escritor y, de hecho, su relato De la Tierra a la Luna es el que causó más escándalo en el mundo serio y comedido de los científicos. No se aceptaba ni siquiera como probable en teoría que un aparato semejante al ocupado por el alegre Michel Ardan, el impetuoso capitán Nichols y el solemne Barbicane pudiera traspasar la atmósfera terrestre con destino a la Luna. Para muchos se trataba de una aberrante fantasía que no podía hacer más que embaucar a mentes poco fundamentadas. A lo largo de un siglo, sin embargo, desde la publicación en 1865 de De la Tierra a la Luna hasta el prodigioso viaje de Armstrong, Aldrin y Collins en julio de 1969 a bordo del Apolo XI, el escepticismo científico que tanto vituperó a Verne se desautorizaría por completo y la verdadera ciencia le daría la razón, haciendo posible lo narrado en su novela de la forma más indiscutiblemente real. Todo el mundo pudo contemplar cómo el hombre llegaba efectivamente a la Luna. La realización concreta de esta empresa no coincidió, por supuesto, con todas las condiciones ideadas por Julio Verne. No obstante, la predicción exacta de algunos detalles todavía asombra hoy en día. En primer lugar acertó en el número de astronautas. En todos los vuelos espaciales a la Luna siempre se ha repetido el número tres, como copia exacta de Ardan, Nichols y Barbicane. Por otra parte, existen varias coincidencias entre el proyectil imaginado por Verne y la nave Apolo VIII, la que tripulada por Borman, Lovell y Anders fue la primera en llevar en 1968 a unos seres humanos fuera del campo gravitacional de la Tierra, rodear la Luna y regresar a nuestro planeta. El peso de ambos vehículos, la velocidad empleada y el lugar de amerizaje resultaron increíblemente aproximados.

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De la Tierra a la Luna
Julio Verne
Century Carroggio
Derechos de autor © 2023 Century Publishers s.l.
Rservados todos los derechos.Introducción: Juan Leita.Traducción: Antonio Pascual.Diseño de portada: Santiago Carroggio.
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Introducción AL AUTOR, SU ÉPOCA Y LA OBRA
De la Tierra a la Luna
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVII
Capítulo XXVIII
Introducción AL AUTOR, SU ÉPOCA Y LA OBRA
Con la publicación de este volumen, en el cual se incluye una de las obras más famosas e importantes de Julio Verne, coincide prácticamente la celebración en todo el mundo del 190 aniversario del nacimiento de este singular escritor que logró captar como nadie la atención de jóvenes y de adultos, de científicos y de literatos, de investigadores y de idealistas aventureros.
Cuando se conmemoró en 1928 el centenario de su nacimiento, el diario Politiken de Copenhague convocó un concurso entre los jóvenes daneses con el fin de elegir a un muchacho que realizara un viaje semejante al descrito en La vuelta al mundo en ochenta días. Resultó ganador un chico de quince años llamado Paul Huld, el cual llevó a cabo la misma hazaña de Phileas Fogg, el protagonista de la célebre novela, en sólo 43 días, para acabar visitando la tumba de Julio Verne en la población francesa de Amiens.
En esta ocasión, a los 193 años de la venida al mundo del genial autor, no se han promovido hazañas parecidas a las que se narraron en sus fantásticas novelas ni ningúnperiódico ha lanzado, por ejemplo, la idea de que un muchacho de quince años llevara a cabo un vuelo espacial a la Luna, conforme al itinerario trazado en otra de sus famosísimas obras. Sin embargo, el recuerdo de Julio Verne se ha suscitado actualmente de una forma más profunda y entrañable, como quien celebra en familia el aniversario de un padre ya anciano cuya obra en la vida se valora y se aprecia verdaderamente. Porque, en efecto, precisamente con el paso del tiempo ha ido comprobándose que la poderosa imaginación de Julio Verne podía hacerse una maravillosa realidad y que su talento literario era muy superior a la exigua categoría a la que en su época querían relegarlo.
Los científicos de la segunda mitad del siglo xix afirmaban convencidos que todo lo descrito por el autor de De la Tierra a la Luna y de tantas novelas de idéntica fantasía era una ficción desorbitada, absurda e imposible de realizar. Al mismo tiempo, los críticos literarios se empeñaban en negarle las cualidades más elementales, asegurando que era un escritor de poquísima monta.
La ciencia más moderna, no obstante, se ha encargado de corroborar la perfecta posibilidad de aquella «ficción absurda y desorbitada» y la crítica literaria le ha otorgado finalmente el justo lugar que le correspondía, reconociendo sus méritos y descubriendo en sus obras las cualidades sobresalientes de experto narrador y de potente urdidor de historias. ¿Quién no pensaba con asombro en Julio Verne, viendo hace unos años por la televisión cómo el Apolo XI llegaba realmente a la Luna? ¿Quién puede negar el hecho de que su obra ha ido extendiéndose cada vez más entre el público lector, como prueba fehaciente de su gran viveza y amenidad? A este último respecto, afirmaba muy recientemente el prestigioso ensayista científico Miguel Masriera: «Hay algo en la obra de Verne que, incluso antes de emprender su análisis, se nos impone irrefutablemente y es que en estos últimos tiempos —en que las famas son tan fugaces, la actualidad tan devoradora de hombres y muchas glorias son flor de un día— nos hallamos con el hecho de que la labor de Verne ha encontrado el favor del público, sin desfallecimientos y más bien yendo en aumento, desde antes de su muerte hasta ahora, es decir, en el lapso de tres generaciones.» Ciertamente no fue un Balzac ni un Stendhal, como observa también Miguel Masriera, pero sí que ha sido un hombre con la singularísima cualidad de poder complacer, quizá por su manera clara y directa de escribir, a las generaciones más diversas.
El escritor que quiso nacer en el futuro
Julio Verne nació en Nantes, Francia, el 8 de febrero de 1828, en el seno de una familia burguesa que se disponía a ofrecer a sus hijos una vida agradable y un porvenir asegurado, si aceptaban las directrices generales que se les establecerían. Su padre, un abogado de gran reputación, esperaba que el muchacho cursara los estudios de leyes y que siguiera la misma profesión que tantos beneficios le había reportado a él mismo.
Sin embargo, aquel niño distraído y revoltoso no daba muestras de ser un buen estudiante. Pasaba muchas horas contemplando los barcos que llegaban por el Loire hasta el puerto de Nantes, procedentes de las Antillas y cargados de olorosos toneles de ron de la Martinica, de caña de Jamaica, de café, de monos exóticos y de loros multicolores. Llenaba los cuadernos escolares de mapas y de máquinas extrañas, de aparatos voladores y de paisajes submarinos. Le encantaba oír las historias que le contaba un tío abuelo, que tenía la costumbre de erigirse como protagonista real de unas aventuras fantásticas en Europa y en América. La imaginación del pequeño Julio corría así mucho más de prisa que la breve línea que llevaba simplemente a un despacho de abogado como meta final.
Esta ferviente inquietud por el mar, por los viajes y por las aventuras se manifestó de pronto durante el verano de 1839 de una manera aguda y sorprendente: aquel chico de once años se escapó del cómodo hogar paterno, para embarcarse rumbo a las Antillas en una nave correo que partía del puerto de Nantes. Avisado a tiempo su padre, Pierre Verne logró atrapar al muchacho en Paimboeuf, el último punto donde hacía escala el correo antillano. De regreso a casa, fue castigado sin demasiada severidad e hizo una promesa a su madre que en muchos sentidos sería un presagio: «A partir de hoy no viajaré más que en sueños».
A los veinte años, el joven Verne se trasladó a París, con el fin de comenzar la carrera que tanto complacía a su padre. Cursó, en efecto, los estudios de Derecho y llegó a ocupar un cargo en la Bolsa que le auguraba un buen futuro en el terreno profesional y económico. No obstante, aquella forma de vida le resultaba terriblemente monótona y muy pronto buscó la manera de poder verter en la literatura todas sus ilusiones y toda su desbordante imaginación. Al principio, Julio Verne creyó que el teatro sería el campo propicio para llevar a cabo sus propósitos y, junto con su amigo Michel Carré, llegó a estrenar dos operetas en 1848, así como dos comedias por cuenta propia que le proporcionaron un éxito muy escaso. Al mismo tiempo, empezó a colaborar en la revista Le Musée des Familles, publicando una serie de relatos de viajes fantásticos que eran ya el preludio del género que lo haría verdaderamente famoso.
El triunfo, sin embargo, no llegaría con demasiada facilidad. Escribió una novela dentro del campo de las aventuras y de los viajes prodigiosos por mundos inexplorados que tituló Cinco semanas en globo. Convencido del valor y de las posibilidades de interés y de atracción que tenía su obra, Julio Verne se dedicó a la ardua tarea de encontrar a un editor. Visitó hasta quince. Pero nadie compartía el parecer de que aquella novela llegaría a obtener el favor del público. Consideraban que la empresa era muy arriesgada y rechazaron la oportunidad que les brindaba aquel novel escritor. Pero la tenacidad de Julio Verne era muy semejante a la de sus esforzados protagonistas, empeñados en hazañas mucho más peligrosas que encontrar a un editor favorable, y por fin halló al hombre providencial que lo catapultaría a la fama. Se llamaba Hetzel y dirigía una revista titulada Magasin d’éducation et récréation. Leyó el original y, después de exigir a su autor una mejora de estilo, empezó a publicarlo en su Magasin el 24 de diciembre de 1862.
El éxito de Cinco semanas en globo fue tan resonante en toda Francia, que el editor Hetzel propuso a Julio Verne un contrato extraordinario: veinte mil francos por dos novelas al año durante veinte años. La carrera definitiva ya se había iniciado. Bastaba con ponerse a escribir y dar rienda suelta a la fantasía.
En seguida aparecieron nuevos relatos de aventuras, desarrolladas ahora en los impresionantes parajes polares: El desierto de hielo y Las aventuras del capitán Hatteras, y en 1865 se publicaba la segunda producción sensacional de Julio Verne que superaba con mucho todo lo anterior: De la Tierra a la Luna, una obra inmortal dentro de la historia de la literatura juvenil y recreativa.
Mientras tanto, Julio Verne se había casado con Honorine de Viane, de la cual tuvo un hijo: Michel. La formación de esta familia contribuyó poderosamente a que el escritor pudiera trabajar con sosegada y vital regularidad. Su matrimonio fue un éxito y la felicidad hogareña indujo a Verne a entregarse con total dedicación a su fascinante tarea de «viajar en sueños» y de trasladar a sus escritos el alud trepidante de su maravillosa imaginación. Nuevas obras surgieron con éxito inaudito de su pacífica actividad en Crotoy, un pequeño pueblo de pescadores situado en el estuario del Somme donde se había instalado con su esposa y su hijo. Viaje al centro de la Tierra y Los hijos del capitán Grant absorbían con enorme deleite la atención de niños, jóvenes y adultos. Su publicación por entregas, conforme al uso de la época, mantenía en vilo el interés de los numerosos lectores. A este respecto, se cuenta que el hijo de un buen amigo de Verne se agarró con fuerza a las barbas blanquecinas y apacibles del escritor, diciéndole a la vez: «Te soltaré la barba cuando me digas si Mary Grant y su hermano encontrarán a su padre».
El triunfo de la creación literaria de Julio Verne se había confirmado entre tanto con el hecho de que sus obras ya no eran leídas únicamente en Francia, sino que habían traspasado sus fronteras para llegar, igual que sus personajes, a todos los lugares del mundo. Las novelas que se publicaban en francés aparecían casi simultáneamente en todas las lenguas cultas, incluso en japonés y en árabe. Se trataba de un éxito sin precedente alguno en la historia de la literatura universal.
Gracias al dinero adquirido con uno de sus múltiples impactos en el campo de la popularidad novelística, Julio Verne tuvo la oportunidad de llevar a cabo en parte su antigua ilusión de viajar y de visitar nuevos países. Después de haberlo visto ya en construcción en los talleres del Támesis, decidió embarcarse en el Great-Eastern, un gigantesco buque de vapor, con ruedas inmensas, que debía cumplir el glorioso objetivo para el cual había sido destinado: la instalación del primer cable transoceánico. El viaje constituyó para Verne una fuente de gran inspiración.
A su regreso a Francia, la actividad creadora de Julio Verne se acrecentó considerablemente y en pocos años produjo sus mejores y más importantes obras. En torno a la Luna, continuación de su éxito anterior, y la sorprendente y enigmática historia del capitán Nemo fueron, sin duda, dos de sus producciones más destacadas en esta época. Con todo, aún tenían que producirse otros espléndidos y sugestivos frutos de su imaginación.
Instalado en Amiens en 1872, Verne escribiría la novela que para muchos críticos representa el punto culminante de su creación literaria, por la originalidad del relato y la atrayente simpatía de sus personajes:La vuelta al mundo en ochenta días. Fue adaptada casi inmediatamente al teatro y obtuvo una acogida delirante por parte del público, como después ocurriría también con Miguel Strogoff, el correo del zar.Las aventuras del flemático inglés Phileas Fogg y del cómico Passepartout, encarnado un día en el cine por el popular Mario Moreno «Cantinflas», entusiasmarían al mundo entero, hasta el punto de convertir a Julio Verne en un escritor de leyenda. No sólo era el autor preferido de la juventud, sino también de hombres tan concienzudos como Ferdinand de Lesseps, el ingeniero constructor del canal de Suez.
El enorme éxito de su producción literaria otorgó a Julio Verne la posibilidad económica de ser propietario de varios y costosos buques, el Saint-Michel I, el Saint-Michel II y el Saint-Michel III, que le permitieron trasladarse por el Mediterráneo y por las costas del mar del Norte. En 1878 realizó una gira marítima, pasando por Vigo, Cádiz, Gibraltar y Argel. Inspirándose en este recorrido, escribió la novela Héctor Servadac. Más tarde recorrió Irlanda, Escocia y los fiordos de Noruega. Su fantasía, sin embargo, siempre superaba la realidad prosaica y pobre de recursos. Es curioso constatar el hecho, por ejemplo, de que mientras escribía la poderosa epopeya del capitán Nemo, titulada Veinte mil leguas de viaje submarino y dominada por la presencia del potente y descomunal Nautilus, el buque de Julio Verne embarrancó una vez en un banco de arena y tuvo que ser arrastrado por un remolcador a través del Sena.
El mar no sólo inspiraba al gran escritor por lo que se refiere a la creación de sus argumentos y peripecias, sino que ejercía en su salud un notable alivio, ya que desde joven Verne sufría neuralgias y fiebres que llegaron a producirle una parálisis facial. No obstante, aquellos viajes apacibles por el Mediterráneo y por el mar del Norte, que tantos beneficios le aportaron, se vieron truncados de repente por un suceso lamentable y desgraciado.
Una noche de 1886, cuando el célebre escritor regresaba a su casa en la oscuridad, fue atacado por un adolescente que descargó sobre él un revólver. Los disparos hirieron gravemente a Julio Verne, que sólo pudo recuperarse mediante una penosa convalecencia. Tal como se supo más tarde y en terrible ironía del destino, aquel joven desconocido había sido un entusiasta lector de las novelas de su víctima y el absurdo atentado lo había llevado a cabo en un repentino arrebato de locura. A causa de aquel accidente sin sentido, Julio Verne padeció una cojera hasta su muerte que ya no le permitiría moverse prácticamente de su retiro en Amiens.
Los últimos años de la vida de Julio Verne fueron dominados por un profundo pesimismo, causado en parte por su lesión física y también por el desengaño que experimentó con respecto al progreso de la ciencia que parecía no avanzar en su época. Los quinientos millones de La Begun y Robur el conquistador son las dos obras principales en que empezó a manifestar su espíritu angustiado, muy lejos ya de los tiempos generosos de fraternidad humana que había vivido en sus primeros relatos. Encerrado en su estudio de Amiens y trabajando de un modo muy lento, aunque incansable, su carácter se fue agriando progresivamente hasta convertirse en un hombre huraño y despectivo. Las enfermedades se le sucedían ahora continuamente y, a la cojera contraída anteriormente, se le sumó una hemiplejia que lo convirtió en un paralítico casi total. Su mente, sin embargo, permanecía completamente lúcida. Seguía soñando en el futuro y ansiando vivir en una época que hiciera realidad todo cuanto había imaginado.
La muerte de Julio Verne, acaecida el 24 de marzo de 1905, conmovió prácticamente al mundo entero. Su casa de Amiens se llenó de sabios y de escritores, de embajadores y de políticos, de aristócratas y de militares. En medio de aquella solemne reunión de pésame, se cuenta que apareció de pronto un inglés flemático y severamente vestido que había llegado precipitadamente de Londres, pronunciando esas sentidas y breves palabras: «Valor en la dura prueba que os espera». Nadie supo quién era ni cómo se llamaba. Por esto corrió de súbito la voz, extendida rápidamente por todas partes, que se trataba del mismísimo Phileas Fogg, venido de Inglaterra para asistir al homenaje póstumo a su autor.
Las doce anticipaciones de la fantasía
Lo que sin duda llama más la atención en las ciento cuatro novelas de Julio Verne es el hecho de que un escritor, sirviéndose únicamente de su enorme imaginación, de un sentido claro de la realidad y de unos modestos aunque cuidadosos cálculos, haya podido avanzar y predecir tantos ingenios reales de la ciencia moderna. El escepticismo científico de su tiempo consideraba que todo ello era simplemente una ficción para niños, como una especie de país imaginario de maravillas mecánicas destinado al solaz y a la recreación infantiles. No obstante, ahora sabemos que sus fantasías eran auténticas anticipaciones de lo que luego ha ocurrido.
Entre las múltiples predicciones y los numerosísimos detalles de la ciencia del futuro que aparecen en la obra de Verne, hay que destacar naturalmente sus doce grandes anticipaciones que todavía asombran en la actualidad por su novedad reciente y por el prodigio de su realización.
En Los quinientos millones de La Begun nos encontramos con dos predicciones sorprendentes. La primera se refiere al cañón de largo alcance y la segunda a los satélites artificiales, que sólo en octubre de 1957 empezaron a funcionar con el famoso Sputnik soviético.
En Robur el conquistador, escrita en el año fatal de 1886 y dominada ya por el pesimismo, al aparecer por primera vez en las creaciones de Verne un personaje que no obra para el bien de la humanidad, sino que es un megalómano despiadado, se constatan tres anticipaciones científicas de amplísima resonancia en el siglo xx: el avión, el helicóptero y las materias plásticas.
El cine sonoro es otra de sus increíbles profecías, contenida en la novela El castillo de los Cárpatos, la cual, unida a la de la televisión en La jornada de un periodista americano en 2889, predecía no solamente un invento sumamente ingenioso, sino también una nueva forma de vida, determinada por unos medios que son a la vez aptos para la comunicación, el arte y el esparcimiento.
En Cara a la bandera, Julio Verne anticipó la terrible creación de la bomba atómica que hasta 1945 no demostraría sus espantosos efectos en Hiroshima y Nagasaki, mientras que en La sorprendente aventura de la misión Barsac preanunciaba con asombro la fabricación de aparatos teledirigidos.
Por otra parte, hay que resaltar el hecho de que lo planteado en La vuelta al mundo en ochenta días, no dejaba de ser en modo alguno una verdadera anticipación, a pesar de que la magnífica hazaña de Phileas Fogg haya sido superada ya con creces desde hace mucho tiempo. En la época en que se escribió, los medios de locomoción eran todavía muy precarios y nadie podía afirmar con relativa certeza que el vertiginoso viaje era posible. La Tierra se había achicado, ciertamente, con el progreso decimonónico de la industria del vapor. Pero era muy problemático llevar a cabo aquella empresa, cuando apenas existían aún redes ferroviarias que la facilitaran. Por esto el viaje alrededor del mundo efectuado por miss Bly, periodista del Sun, unos años después de la publicación del célebre relato, ya constituyó un alarde y una confirmación impensables, puesto que es necesario reseñar que por entonces aún no se habían tendido los raíles del ferrocarril transiberiano. Por lo demás, miss Bly aventajó en veinte días al flemático y pacífico inglés, creado por Verne. En la actualidad, naturalmente, esto ya no constituye ninguna proeza, ya que los medios de locomoción son incalculablemente superiores y más rápidos.
En Veinte mil leguas de viaje submarino, la emocionante obra que forma parte también de esta selección, nos encontramos con el preanuncio sorprendente del submarino, únicamente llevado a la práctica de forma experimental en el puerto de Barcelona por su real inventor Narciso Monturiol. El Ictíneo, sin embargo, el nombre dado al aparato diseñado por el investigador catalán, estaba muy lejos todavía de poder competir con la perfección y los adelantos imaginados en el submarino de Julio Verne. Sólo el avance extraordinario de la técnica y, más tarde, la aplicación de la energía nuclear consiguieron que de hecho surcasen por el fondo de los mares aparatos semejantes al Nautilus. Precisamente el primer submarino atómicoque navegó por debajo del casquete polar y que podría dar varias vueltas al mundo sin salir nunca a la superficie fue bautizado, en honor del gran novelista francés, con el mismo nombre que ostentaba el fabuloso e imponente ingenio del capitán Nemo.
A este respecto, resulta importante y aleccionador el testimonio aportado por un laborioso y concienzudo hombre de ciencia, llamado George Claude, que reivindicó y confirmó para Julio Verne el enorme mérito de haber sido el precursor inteligente de tantos adelantos científicos: «Julio Verne fue algo más que el entretenedor de la juventud, tal como algunos se obstinan en ver únicamente en él. Sus prodigiosas anticipaciones son las que engendraron en mí la ambición de poner al servicio de la generalidad algunos de los recursos innumerables que nos brinda la naturaleza y de que somos únicamente humildes usuarios. Si Veinte mil leguas de viaje submarino no ha sido para Boucherot y para mí el inspirador directo en el problema de la energía del mar, que es actualmente el objeto de nuestros trabajos, ¿podré decir igualmente que el entusiasmo del capitán Nemo por el mar inmenso y misterioso no ha guiado nuestros pasos inconscientemente hacia él? Si, como me autorizan a pensar numerosas conversaciones, puedo juzgar de otros inventores e investigadores, no hay duda de que es necesario incluir al autor de Veinte mil leguas de viaje submarino entre los más potentes obreros de la evolución científico-industrial, que constituirá una de las características de nuestra época».
Finalmente, en las dos sensacionales novelasDe la Tierra a la LunayEn torno a la Luna,que completan la formación de este volumen, aparece la anticipación más asombrosa e increíble de cuantas surgieron de la poderosa fantasía de Julio Verne: la predicción de los viajes interplanetarios.
En efecto, para la ciencia de la segunda mitad del siglo xix el viaje a la Luna era probablemente la más absurda e incomprensible de las creaciones imaginativas del gran escritor de Nantes y, de hecho, su relato De la Tierra a la Luna es el que causó más escándalo en el mundo serio y comedido de los científicos. No se aceptaba ni siquiera como probable en teoría que un aparato semejante al ocupado por el alegre Michel Ardan, el impetuoso capitán Nichols y el solemne Barbicane pudiera traspasar la atmósfera terrestre con destino a la Luna. Para muchos se trataba de una aberrante fantasía que no podía hacer más que embaucar a mentes poco sabias y fundamentadas.
A lo largo de un siglo, sin embargo, desde la publicación en 1865 de De la Tierra a la Luna hasta el prodigioso viaje de Armstrong, Aldrin y Collins en julio de 1969 a bordo del Apolo XI, el escepticismo científico que tanto vituperó a Verne se desautorizaría por completo y la verdadera ciencia le daría la razón, haciendo posible lo narrado en su novela de la forma más perfecta e indiscutiblemente real. Todo el mundo pudo contemplar, a través de las cámaras de la televisión, cómo el hombre llegaba efectivamente a la Luna.
La realización concreta de esta portentosa empresa no coincidió, por supuesto, con todas las condiciones y todos los medios ideados por Julio Verne. No obstante, la predicción exacta de algunos detalles todavía asombra hoy en día. En primer lugar, es curioso observar que el escritor acertó en el número de astronautas. En todos los vuelos espaciales a la Luna siempre se ha repetido el número tres, como copia exacta de Ardan, Nichols y Barbicane. Por otra parte, existen varias coincidencias entre el proyectil imaginado por Verne y la nave Apolo VIII, la que tripulada por Borman, Lovell y Anders fue la primera en llevar en 1968 a unos seres humanos fuera del campo gravitacional de la Tierra, rodear la Luna y regresar a nuestro planeta. El peso de ambos vehículos, la velocidad empleada y el lugar de amerizaje resultaron increíblemente iguales o aproximados.
Un maestro de la enseñanza por el placer
Han sido numerosos los investigadores y exploradores famosos que han reconocido solemnemente la influencia positiva y espoleadora que ha ejercido en ellos la obra de Julio Verne. Además del testimonio valioso de George Claude, que ya hemos citado anteriormente, podría aducirse una larga lista de declaraciones semejantes. Simon Lake, constructor de un submarino que exploró el fondo del mar, concluía su libro de investigación con estas palabras: «La fantasía de Julio Verne se lea hecho hoy realidad». Belin confesó que la invención del belinógrafo se debía a su entusiasmo de lector de Verne y el almirante Byrd, en el momento de iniciar su vuelo hacia el Polo, no tuvo reparo alguno en manifestar con orgullo y satisfacción: «Es Julio Verne quien me lleva a esta exploración».
En este sentido, el autor de Veinte mil leguas de viaje submarinoy de La vuelta al mundo en ochenta díasno sólo ha sido considerado como un notable escritor y un gran precursor de la ciencia moderna, sino también como un excelente pedagogo. Tenía la virtud de saber incitar la búsqueda y de promover las ansias de investigación y de nuevos conocimientos. Fue un hombre meticuloso en sus cálculos y pasó muchas horas en la biblioteca de la Sociedad Industrial de Amiens, estudiando y preparando el ingente material que luego formaría la base y el fundamento científico de sus novelas. Por esto logró trasmitir en sus creaciones el mismo prurito de exactitud y los deseos de abrir nuevos cauces en el saber humano y en la exploración científica. De ahí que con toda razón Néstor Luján le haya dedicado muy recientemente estas elogiosas palabras: «Julio Verne ha salido triunfante de todo. Sus intentos eran anticipaciones de lo que luego hemos visto. Su estilo humano ha permanecido. Como un gran novelista que es, Julio Verne ha marcado profundamente a los hombres de su época y a los que más tarde han venido». Fue, por tanto, un auténtico pedagogo y un verdadero maestro de la modernidad.
Con todo, es necesario precisar que no puede tomarse a nuestro autor como a un estricto profesor de física, de astronáutica o de ciencias naturales. Evidentemente, a pesar de la sorprendente exactitud de numerosos datos y detalles, Julio Verne trabajaba tan sólo con los medios y los conocimientos científicos de su época y no era un genio capaz de avanzar con plena exactitud todo lo realizado más tarde por la ciencia. Era un escritor dotado de una maravillosa fantasía, visionario de una realidad posible, pero no un científico en el estricto sentido de la palabra.
Notemos, por ejemplo, que el proyectil de aluminio lanzado en De la Tierra a la Luna mediante un cañón de 270 metros de longitud sería incapaz de salvar esta distancia, tal como se finge en el relato. Sólo un cohete podría llevar a cabo esta empresa, como ya lo demostró en 1924 el profesor Robert H. Goddard en sus trabajos preparatorios de la larga aventura espacial.
Por otra parte, existen otros detalles en la misma novela que no resisten las comprobaciones de la veracidad. Según Verne, el cadáver de un perro arrojado al espacio por sus protagonistas puede seguir al proyectil en su ruta hacia la Luna. Hoy en día, sin embargo, ya es sabido que el vacío exterior causaría terribles efectos en el cuerpo del animal y que llegaría a desintegrarlo prácticamente.
No obstante, al abordar las fascinantes narraciones de Julio Verne, el lector ya ha de ser consciente de que no se halla ante un tratado de aeronáutica, sino de una obra que quiere deleitar con una fantasía basada lo más posible en la realidad. A este respecto, son magníficamente puntualizadoras estas palabras de Miguel Masriera, escritas para conmemorar el 150 aniversario del nacimiento de Julio Verne y que constituyen un dignísimo colofón a nuestro prólogo: «No hay que ver en sus novelas tratados de física, química o historia natural. Si queremos una formación básica en estas ciencias, todavía tendremos que continuar buscándola en los tratados sistemáticos.
»Ni los habitantes de la bala disparada para ir a la Luna podrían sobrevivir al disparo, ni es prácticamente factible la obtención de electricidad con pilas como se hace en el Nautilus, ni con un soplete se puede graduar la temperatura del globo de las Cinco semanas, ni tantas cosas que hacen los héroes de Julio Verne se hubieran podido hacer en realidad, al menos en aquella época. Eran plausibles tan sólo en teoría, lo cual ya es mucho.
»Cuando Verne llega a prever el submarino o el vehículo estratosférico, estos intentarán ser tales como se hubieran podido construir entonces y aquí radica precisamente —para mí— otro de los secretos del encanto de Verne: en esta sensación de cosa vivida que tienen hasta sus más fantásticas aventuras y aquí está también su mérito principal, porque no es lo mismo encajar la fantasía dentro de los límites de los recursos de una técnica actual, que poder fantasear gratuitamente sobre hipotéticos progresos del futuro.
»Aquí está el verdadero Verne: el Verne pedagogo, no el pedagogo sistemático, ni muchísimo menos el rutinario, sino el que sabe hacer la ciencia simpática, la exploración y la aventura tentadoras, el que sabe mostrar el lado fascinante de ambas.
»La pedagogía, en el siglo pasado, dio un salto de gigante al pasar de la de “la letra con sangre entra” a la del “instruir deleitando”. El hombre más genuinamente representativo de esta transición se llama Julio Verne».
De la Tierra a la Luna
(Viaje directo en 97 horas 20 minutos)
Capítulo primero
Gun Club
Durante la guerra de Secesión de los Estados Unidos, en la ciudad de Baltimore, en pleno Maryland, se fundó un nuevo club muy influyente. Es bien conocida la energía con que se desarrolló el instinto militar en ese pueblo de armadores, comerciantes e ingenieros. Simples hombres de negocios saltaron por encima del mostrador para aparecer improvisadamente como capitanes, coroneles, generales sin haber pasado por la escuela militar de West-Point.1 Pronto igualaron en estrategia militar a sus colegas del viejo continente e igual que ellos ganaron batallas a fuerza de prodigar proyectiles, millones y hombres.
1. Academia militar de los Estados Unidos. (N. del T.)
Pero fue en la ciencia de la balística donde los americanos superaron ampliamente a los europeos. Sus armas no alcanzaban un mayor grado de perfeccionamiento, pero presentaban dimensiones inhabituales y, por consiguiente, tuvieron un alcance desconocido hasta entonces. Ingleses, franceses, prusianos, no tienen nada que aprender en lo que atañe a tiros rasantes, de sumersión o de desmonte, a tiros de flanco, de enfilada, o al sesgo. Sin embargo sus cañones, obuses y morteros no son más que pistolas de bolsillo comparados con los fantásticos ingenios de la artillería americana.
Lo cual no ha de extrañar a nadie. Los yanquis, primeros mecánicos del mundo, nacen ingenieros como los italianos músicos o los alemanes filósofos. Nada más natural, por tanto, que ver su aportación a la ciencia de la balística en forma de audaz ingenio. De aquí provienen sus gigantescos cañones, mucho menos útiles que las máquinas de coser, pero tan asombrosos como ellas y mucho más admirados. En este género de cosas son conocidas las maravillas de Parrott, de Dahlgreen, de Rodman. Los Armstrong, Pallisser, Treuille de Beaulieu tuvieron que inclinarse forzosamente ante sus contrincantes de ultramar.
De esta forma, durante la terrible guerra entre nordistas y sudistas, los artilleros se llevaron la palma. Los periódicos de la Unión celebraban sus inventos con entusiasmo y no había un insignificante tendero o un ingenuo booby que no se rompiesen la cabeza noche y día calculando trayectorias insensatas.
Ahora bien, cuando un americano tiene una idea busca a un segundo americano que la comparta. Si son tres, eligen un presidente y dos secretarios. Si son cuatro, nombran a un archivero y el despacho funciona. Si cinco, convocan una asamblea general y el club queda constituido. De esta forma sucedió en Baltimore. El primero que inventó un nuevo cañón se asoció con el primero que lo fundió y con el primero que lo horadó. Éste fue el núcleo del Gun Club.1 Un mes después de su fundación contaba con mil ochocientos treinta y tres miembros efectivos y treinta mil quinientos setenta y cinco miembros correspondientes.
1. Literalmente: Club Cañón. (N. del T.)
Una condición indispensable se imponía a cualquiera que quisiera formar parte de la asociación: la de haber imaginado o, al menos, haber perfeccionado un cañón; y si no había cañón, otra arma de fuego cualquiera. Sin embargo, para decirlo todo, los inventores de revólveres de quince disparos, de carabinas de tambor o de pistolas-sables no eran tenidos en gran consideración. Eran aventajados siempre por los artilleros.
—El aprecio que obtienen —afirmó un día uno de los más sabios oradores del Gun Club— es proporcional «a la masa» de su cañón y está «en razón directa del cuadrado de la distancia» alcanzada por sus proyectiles.
¡Un poco más y nos encontramos con la ley de Newton sobre la gravitación universal llevada al orden moral!
Una vez fundado el Gun Club es fácil imaginar lo que el genio inventivo de los americanos fue capaz de producir. Los ingenios bélicos adoptaron proporciones colosales y los proyectiles cortaron en dos, más allá de los límites permitidos, a los inofensivos paseantes. Esos inventos dejaron muy atrás a los balbuceantes instrumentos de la artillería europea. Júzguese por los siguientes datos. Antaño, «en los buenos tiempos», una bala del 36, a una distancia de cien metros atravesaba treinta y seis caballos cogidos de costado y sesenta y ocho hombres. Era la infancia de ese arte. Desde entonces los proyectiles han evolucionado mucho. El cañón Rodman, que lanzaba a doce kilómetros de distancia un proyectil de media tonelada de peso habría derribado fácilmente a quinientos caballos y a trescientos hombres. Incluso se hizo la propuesta en el Gun Club de experimentarlo solemnemente. Pero si los caballos estuvieron de acuerdo en someterse al experimento, desgraciadamente no se encontraron hombres dispuestos a participar en la demostración.
Sea lo que sea, lo cierto es que el efecto de tales cañones era muy mortífero. A cada descarga los combatientes caían como espigas bajo el golpe de la hoz, ¿Qué podían significar después de tales proyectiles la bala famosa que en Coutras, el año 1587, derribó a veinticinco hombres y la otra que en Zondorff en 1758 mató a cuarenta infantes, y en 1742 el cañón austríaco de Kesselsdorf cuyo disparo derribaba a setenta enemigos? ¿Qué representaban los sorprendentes disparos que en Jena o Austerlitz decidían la suerte de la batalla? ¡Tantos otros ejemplos se habían visto en la guerra de Secesión! En la batalla de Gettysburg un proyectil cónico, lanzado por un cañón estriado, alcanzó a setenta y tres confederados, y en el paso de Potomac, una bala Rodman envió a doscientos quince sudistas a un mundo evidentemente mejor. Hay que mencionar igualmente un fantástico mortero inventado por J.-T. Maston, miembro distinguido y secretario perpetuo del Gun Club, cuyo resultado fue mortífero, aunque de otra forma. Cuando se disparó por primera vez, a modo de ensayo, mató a trescientas treinta y siete personas… ¡al estallar!
¿Se puede añadir algo a esas cifras que hablan por sí mismas? Nada. De esta forma se podrá admitir sin discusión el siguiente cálculo obtenido por el experto en estadística Pitcairn: dividiendo el número de víctimas caídas bajo los disparos por el número de miembros del Gun Club, encontró que cada uno de estos había matado por su cuenta y riesgo una «media» de dos mil trescientos setenta y cinco hombres más algunos decimales.
Si se considera semejante cifra, es evidente que la única preocupación de aquella sabia sociedad fue la destrucción de la humanidad con finalidades filantrópicas, junto al perfeccionamiento de las armas bélicas interpretadas como instrumentos de civilización.