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¿Será que en el año 1872 era posible dar la vuelta al mundo en 80 días? Phileas Fogg así lo cree. Este caballero inglés y su criado son los protagonistas de esta novela de aventuras que te llevará a descubrir lugares y culturas fascinantes.
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Seitenzahl: 209
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Verne, Julio
La vuelta al mundo en 80 días / Julio Verne ; adaptado por Katherine Martínez Enciso ; editado por Vanesa Rabotnikof ; ilustrado por Martín Morón. - 1a ed. adaptada. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Editorial Camino al sur, 2018.
240 p. ; 20 x 14 cm. - (Literatubers)
ISBN 978-987-47064-9-2
1. Narrativa Francesa. 2. Novela. I. Martínez Enciso, Katherine , adap. II. Rabotnikof, Vanesa, ed. III. Morón, Martín, ilus. IV. Título.
CDD 843
© Editorial Camino al Sur, 2018
Guamini 5007 (C1439HAK), Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina
Reservados todos los derechos.
Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial.
Impreso en la Argentina - Printed in Argentina
Primera edición: Junio de 2018
Idea y desarrollo: Diego Medina, Hector Artiles y Katherine Martínez
Dirección editorial: Diego Medina
Edición: Katherine Martínez Enciso
Adaptación: Katherine Martínez Enciso
Diseño y diagramación: Estudio Cara o Cruz
Diseño de personajes: Martín Morón
Corrección: Vanesa Rabotnikof
Ilustraciones: Martín Morón
ISBN 978-987-47064-9-2
00 |Introducción hacia una vuelta al mundo
01 |Capítulo 1. Phileas Fogg
02 |Capítulo 2. Al fin, una vida tranquila
03 |Capítulo 3. La apuesta
04 |Capítulo 4. El comienzo de la travesía
05 |Capítulo 5. Detective Fix
06 |Capítulo 6. En el Suez
07 |Capítulo 7. En Bombay
08 |Capítulo 8. Un transporte inusual
09 |Capítulo 9. Entre la selva
10 |Capítulo 10. Un rescate imposible
11 |Capítulo 11. Un juicio justo
12 |Capítulo 12. Camino a Hong Kong
13 |Capítulo 13. Los familiares de Aouida
14 |Capítulo 14. La confesión
15 |Capítulo 15. En el puerto de Hong Kong
16 |Capítulo 16. Entre la tormenta
17 |Capítulo 17. Despertar de la embriaguez
18 |Capítulo 18. De criado a circense
19 |Capítulo 19. Atravesar el Pacífico
20 |Capítulo 20. San Francisco
21 |Capítulo 21. La ciudad de los mormones
22 |Capítulo 22. Coronel Steam Proctor
23 |Capítulo 23. Entre juego y disparos
24 |Capítulo 24. Navegar sobre la nieve
25 |Capítulo 25. Cruzar el Atlántico
26 |Capítulo 26. Sin esperanza
27 |Capítulo 27. Suben las apuestas
28 |Capítulo 28. Justo a tiempo
LÍNEA DE TIEMPO
¿Quiénes cultivaron la novela de aventuras además de Julio Verne?
Algunos escritores que desarrollaron este género:
Los relatos de aventuras de hoy en día
Entre los autores que escriben novelas de aventuras en la actualidad podemos mencionar al escritor Wilbur A. Smith (1933) quien ha publicado muchísimos relatos de aventuras ambientados mayormente en África, en particular en las colonias holandesas y británicas de dicho continente, entre los siglos XVI y XVII. Entre sus obras se destacan: la Saga Courtney (compuesta por catorce novelas), la Saga Ballantyne (esta posee cinco obras) y la Serie Egipcia (con un total de seis relatos).
Otro de los autores en lengua inglesa que se destaca en este género es Bernard Cornwell (1944) con Las Aventuras del Fusilero Richard Sharpe, una serie de novelas que están protagonizadas por el soldado del ejército inglés Richard Sharpe y que transcurren durante las Guerras Napoleónicas.
Asimismo, entre los autores en lengua española podemos citar a uno de los precursores del género, Guillermo Enrique Hudson, escritor argentino conocido por su novela La tierra purpúrea (1885).
También se destaca el escritor y periodista español Arturo Pérez-Reverte (1951), autor de Las Aventuras del Capitán Alatriste, una colección literaria compuesta por siete novelas publicadas desde 1996. En 2011 se publicó el séptimo libro, último hasta el momento. Los títulos que forman parte de la colección son: El capitán Alatriste (1996), Limpieza de sangre (1997), El sol de Breda (1998), El oro del rey (2000), El caballero del jubón amarillo (2003), Corsarios de Levante (2006) y El puente de los asesinos (2011).
Por último, mencionaremos a Pablo De Santis (1963), escritor argentino, quien escribe mayormente literatura juvenil. Entre sus novelas de aventuras se encuentran: El inventor de juegos, El juego del laberinto y El juego de la nieve.
En el año 1872, la casa número 7 de Saville Row, de Burlington Gardens, estaba habitada por Phileas Fogg quien, a pesar de parecer querer pasar sin llamar la atención, era uno de los miembros más notables y singulares del Reform Club de Londres.
Por consiguiente, Phileas Fogg era un personaje enigmático, del cual solo se sabía que era un hombre muy galante y de los más cumplidos caballeros de la alta sociedad inglesa. Era inglés de pura cepa; pero quizás no había nacido en Londres. Jamás se le había visto en la Bolsa ni en el banco, ni en ninguno de los despachos mercantiles de la ciudad. Este caballero no figuraba en ningún comité de administración. No era ni industrial, ni negociante, ni mercader, ni agricultor. No formaba parte ni del Instituto Real de la Gran Bretaña, ni del Instituto de Londres, ni del Instituto de los Artistas, ni del Instituto Literario del Oeste, ni del Instituto de Derecho, ni de ese Instituto de las Ciencias y las Artes Reunidas. En fin, no pertenecía a ninguna de las numerosas sociedades que pueblan la capital de Inglaterra; Phileas Fogg era miembro del Reform Club y nada más.
Indudablemente era un hombre rico. ¿Cómo había realizado su fortuna?, hasta ahora nadie lo sabía. En todo caso, aunque no era de mucho gastar, tampoco era avaro, porque en cualquier parte donde hiciera falta auxilio para una causa noble, solía prestarlo.
¿Había viajado? Era probable; no había sitio, por oculto que pudiera hallarse del que no pareciese tener un especial conocimiento. En ocasiones, pero siempre en pocas y claras palabras, rectificaba rumores falsos que solían circular en el club acerca de viajeros perdidos, y lo hacía con tal propiedad que nadie dudaba de que tuviera razón. Era un hombre que debía haber viajado por todas partes. Pero, lo cierto era que, desde hacía varios años, Phileas Fogg no había dejado Londres. A diario realizaba el mismo recorrido desde su casa al club, nunca se lo había visto en otra parte. Era un hombre de pocas palabras y sus únicos pasatiempos eran leer los periódicos y jugar al whist1.
No se le conocía ni mujer ni hijos, cosa que puede ser normal, ni parientes ni amigos, lo cual era algo más extraño. Phileas Fogg vivía solo en su casa de Saville Row, donde nadie entraba y un solo criado le bastaba para su servicio. Almorzaba y cenaba en el club a horas cronométricamente determinadas, en el mismo comedor, en la misma mesa, siempre sin compañía, solo volvía a su casa para acostarse a la medianoche exacta.
El dueño de casa solo exigía de su único criado una regularidad y una puntualidad extraordinarias. Aquel mismo día, 2 de octubre, Phileas Fogg había despedido a James Foster, por el enorme delito de haberle llevado el agua para afeitarse a 28 grados centígrados en vez de 29, y esperaba a su sucesor, que debía presentarse entre once y once y media.
Phileas Fogg, rectamente sentado en su butaca, los pies juntos como los de los soldados en formación, las manos sobre las rodillas, el cuerpo derecho y la cabeza erguida, veía girar el minutero del reloj. Al dar las once y media, el señor Fogg, según su costumbre diaria, debía salir de su casa para ir al Reform Club. En aquel momento llamaron a la puerta de la habitación. El ya despedido James Foster apareció y dijo:
—El nuevo criado.
Un muchacho de unos 30 años se dejó ver y saludó.
—¿Eres francés y te llamas John? —le preguntó Phileas Fogg.
—Juan, si al señor le parece bien —respondió el recién llegado—. Juan Picaporte, apodo que me he ganado por mi natural aptitud para salir de todo apuro. Soy honrado y, a decir verdad, he tenido varios oficios. He sido cantor ambulante; artista de circo, donde daba el salto mortal y bailaba en la cuerda; luego, a fin de hacer más útiles mis servicios, he llegado a profesor de gimnasia y, por último, fui sargento de bomberos en París. Pero hace cinco años que dejé Francia y, queriendo experimentar la vida doméstica, me convertí en mayordomo en Inglaterra. Como me hallo desempleado y he sabido que el señor Fogg es el hombre más exacto y sedentario del Reino Unido, me he presentado aquí, esperando vivir con tranquilidad y olvidar hasta el apodo de Picaporte.
—Picaporte me conviene —respondió el caballero—. Me has sido recomendado. ¿Conoces mis condiciones?
—Sí, señor.
—Bien. ¿Qué hora tienes?
—Las once y veintidós —respondió Picaporte.
—Vas atrasado.
—Perdóneme el señor, pero es imposible.
—Vas cuatro minutos atrasado. No importa. Suficiente con que lo sepas, desde este momento, once y veintinueve de la mañana, miércoles 2 de octubre de 1872, entras a mi servicio.
Dicho esto, Phileas Fogg se levantó, tomó su sombrero, lo colocó en su cabeza mediante un movimiento automático, y desapareció sin decir palabra. Picaporte oyó por primera vez el ruido de la puerta que se cerraba; era su nuevo amo que salía. Luego, escuchó por segunda vez el mismo ruido; era James Foster que se marchaba también.
Picaporte se quedó solo en la casa de Saville Row.
Durante los cortos instantes en que pudo ver a Phileas Fogg, Picaporte había examinado rápida pero cuidadosamente a su futuro amo. Era un hombre que podía tener unos cuarenta años, de figura noble y arrogante, alto de estatura, de pelo lacio, frente tersa y sin señal de arrugas en las sienes, de rostro pálido y dentadura magnífica. Sereno, de mirada pura y sangre fría. Visto en los diferentes actos de su existencia, este caballero despertaba la idea de un ser bien equilibrado, proporcionado con precisión y tan exacto como un cronómetro. Porque, en efecto, Phileas Fogg era la exactitud personificada, lo que se veía claramente en la expresión de su cuerpo.
Phileas Fogg era de aquellas personas matemáticamente exactas de las que economizan sus pasos y sus movimientos. Nunca daba un paso de más. No perdía una mirada dirigiéndola al techo. No se permitía ningún gesto superfluo. Jamás se lo vio ni conmovido ni alterado. Era el hombre menos apresurado del mundo, pero siempre llegaba a tiempo. Pero, desde luego, se comprenderá que tenía que vivir solo y, por decirlo así, aislado de toda relación social. Sabía que, como el rozamiento entorpece, no se rozaba con nadie.
En cuanto a Juan, alias Picaporte, verdadero parisiense, durante los cinco años que había vivido en Inglaterra desempeñando la profesión de mayordomo, en vano había tratado de hallar un amo a quien poder tomar cariño.
Picaporte era un chico de amable fisonomía y labios salientes, un ser apacible y servicial, con una de esas cabezas redondas y bonachonas que siempre gusta encontrar sobre los hombros de un amigo. Sus cabellos castaños siempre enredados iban bien con el azul de sus ojos. Tenía la cara gruesa, el pecho ancho, y músculos y fuerza bien trabajados, gracias a los ejercicios de su juventud.
¿Sería Picaporte ese criado exacto hasta la precisión que convenía a su amo? La práctica lo demostraría. Después de haber tenido, como ya es sabido, una juventud algo vagabunda, aspiraba al reposo. Había oído hablar del metodismo inglés y mesura de los caballeros, y se fue a buscar fortuna a Inglaterra. Pero, hasta entonces, la fortuna le había sido adversa. En ninguna parte pudo echar raíces. Estuvo en diez casas y, en todas ellas, los amos eran caprichosos, desiguales, amigos de correr aventuras o de recorrer países, cosas todas ellas que ya no interesaban a Picaporte. Su último señor, el joven lord Longsferry, miembro del Parlamento, después de pasar las noches en los oysters rooms2, volvía a su casa muy a menudo sobre los hombros de los policías. Queriendo Picaporte ante todo respetar a su amo, hizo algunas observaciones respetuosas que fueron mal recibidas, y lo despidieron. Supo en el ínterin que Phileas Fogg buscaba criado y buscó información acerca de este caballero. Un personaje cuya existencia era tan regular, que no dormía fuera de casa, que no viajaba, que nunca, ni un día siquiera, se ausentaba, no podía sino convenirle.
Picaporte, a las once y media, se hallaba solo en la casa, y no teniendo nada mejor que hacer la recorrió desde la cueva al tejado; y esta casa limpia, arreglada, puritana, bien organizada para el servicio, le gustó. Halló sin gran trabajo en el segundo piso el cuarto que le estaba destinado. Timbres eléctricos y tubos acústicos lo ponían en comunicación con los demás aposentos. Encima de la chimenea había un reloj eléctrico en correspondencia exacta con el que tenía Phileas Fogg en su dormitorio, y de esta manera ambos aparatos marcaban el mismo segundo en igual momento.
Advirtió además en su cuarto una nota colocada encima del reloj. Era el programa del servicio diario. Comprendía desde las ocho de la mañana, hora reglamentaria en que se levantaba Phileas Fogg, hasta las once y media en que dejaba su casa para ir a almorzar al Reform Club, todas las minuciosidades del servicio: el té y las tostadas de las ocho y veintitrés, el agua caliente para afeitarse de las nueve y treinta y siete, el peinado de las diez menos veinte, etcétera. Todo estaba anotado, previsto, regularizado. Picaporte pasó un rato meditando este programa y grabando en su espíritu los diversos artículos que contenía.
En cuanto al guardarropa del señor, estaba perfectamente arreglado y maravillosamente comprendido. Cada pantalón, camisa o chaleco tenía su número de orden, reproducido en un libro de entrada y salida, que indicaba la fecha en que, según la estación, cada prenda debía ser llevada; reglamentación que se hacía extensiva al calzado.
En la casa de Saville Row, no había ni biblioteca ni libros que hubieran sido inútiles para el señor Fogg, puesto que el Reform Club ponía a su disposición sus bibliotecas. No se veía en la casa ni armas ni otros utensilios de caza ni de guerra. Todo indicaba los hábitos más pacíficos. Después de haber examinado la vivienda detenidamente, Picaporte se frotó las manos, y dijo con alegría:
—¡No me disgusta! ¡Ya di con lo que me conviene! Nos entenderemos perfectamente el señor Fogg y yo.
Phileas Fogg había dejado su casa de Saville Row a las once y media, y después de haber dado mil ciento cincuenta y un pasos, llegó al Reform Club y se dirigió inmediatamente al comedor. Tomó asiento en la mesa de costumbre puesta ya para él y con vista al jardín de árboles ya dorados por el otoño. Disfrutó de su almuerzo que se componía de los más exquisitos platos y del más fino gusto.
A las doce y cuarenta y siete del mediodía, este caballero se levantó y se dirigió al gran salón, suntuoso aposento, adornado con pinturas de los más importantes artistas. Allí un criado le entregó el periódico Times, y Phileas Fogg se dedicó a desplegarlo con una seguridad tal que denotaba desde luego la práctica más extremada en esta operación. La lectura del periódico ocupó a Phileas Fogg hasta las tres y cuarenta y cinco, y la del Standard, que sucedió a aquel, duró hasta la hora de la comida, que se llevó a efecto en iguales condiciones que el almuerzo.
Media hora más tarde, varios miembros del Reform Club iban entrando y se acercaban a la chimenea. Eran los compañeros habituales de juego del señor Phileas Fogg, tan aficionados al whist como él: el ingeniero Andrés Stuart, los banqueros John Sullivan y Samuel Fallentin, el fabricante de cervezas Tomás Flanagan, y Gualterio Ralph, uno de los administradores del Banco de Inglaterra, personajes ricos y miembros en aquel mismo club.
—Dime, Ralph —preguntó Tomás Flanagan—, ¿a qué altura se encuentra ese robo?
—Me imagino que —intervino Andrés Stuart— el banco perderá su dinero.
—Al contrario —dijo Gualterio Ralph—, seguramente se atrapará al autor del robo. Se han enviado a los más hábiles inspectores de policía a todos los principales puertos de embarque y desembarque de América y Europa, y le será muy difícil a ese caballero poder escapar.
—Pero qué, ¿se conoce la identidad del ladrón? —preguntó Andrés Stuart.
—Ante todo, no es un ladrón —rio Ralph con la mayor formalidad.
—¿Cómo? ¿No es un ladrón el individuo que sustrajo cincuenta y cinco mil libras en billetes de banco?
—No —respondió Gualterio Ralph.
—¿Es acaso un industrial? —dijo John Sullivan.
—El Morning Chronicle asegura que es un caballero.
El que daba esta respuesta no era otro que Phileas Fogg, cuya cabeza sobresalía entre aquel mar de papel amontonado a su alrededor. Al mismo tiempo, Phileas Fogg saludó a sus compañeros, que le devolvieron la cortesía.
El suceso del que hablaban, y que estaba en primera plana en los diferentes periódicos del Reino Unido, se había realizado tres días antes, el 29 de septiembre. Un legajo de billetes de banco que formaba la enorme cantidad de cincuenta y cinco mil libras, había sido sustraído de la mesa del cajero principal del Banco de Inglaterra. A los que se sorprendían de que un robo tan considerable hubiera podido realizarse con esa facilidad, Ralph se limitaba a responder que, en aquel mismo momento, el cajero se ocupaba de una entrada de tres chelines y seis peniques, y que no se puede hacer todo al mismo tiempo.
En el Banco de Inglaterra no hay guardias, ni ordenanzas, ni redes de alambre. El oro, la plata, los billetes están expuestos libremente y, por decirlo así, a disposición del primero que llegue. Pero, sería indigno sospechar de la caballerosidad de cualquier transeúnte. Tanto es así que, un día en una de las salas del banco, uno de los clientes tuvo curiosidad por ver de cerca una barra de oro de siete a ocho libras de peso que se encontraba expuesta en la mesa del cajero; así que la tomó, la examinó, se la dio a su vecino, este a otro y así, pasando de mano en mano, la barra llegó hasta el final del pasillo, tardando media hora en volver a su sitio original, sin que durante este tiempo el empleado hubiera levantado siquiera la cabeza.
Sin embargo, el 29 de septiembre las cosas no sucedieron del mismo modo. El legajo de billetes de banco no volvió y, cuando el reloj dio las cinco, la hora en que debía cerrarse el despacho, el Banco de Inglaterra no tuvo más recurso que asentar cincuenta y cinco mil libras en el libro de ganancias y de pérdidas.
Una vez se confirmó el robo, los detectives más hábiles fueron enviados a los principales puertos, a Liverpool, Glasgow, Brindisi, Nueva York, etcétera, bajo la promesa, en caso de éxito, de una recompensa de dos mil libras y el cinco por ciento de la suma que se recobrase. La misión de estos inspectores se reducía a observar escrupulosamente a todos los viajeros que se iban o que llegaban.
Y según lo decían los periódicos, se sospechaba que el autor del robo no formaba parte de ninguna de las sociedades de ladrones de Inglaterra. Por el contrario, se había observado que, durante aquel 29 de septiembre, se paseaba por la sala del banco un caballero bien vestido, de buenos modales y aire distinguido. Las indagaciones habían permitido reunir con bastante exactitud las señas de ese caballero, que fueron transmitidas a todos los detectives que hacían parte de la operación. Muchos creían que esto era suficiente para esperar que el ladrón no se escapara.
El honorable Gualterio Ralph no quería dudar del resultado de las investigaciones, creyendo que la recompensa ofrecida debía avivar extraordinariamente el celo y la inteligencia de los agentes. Pero su colega Andrés Stuart no compartía la misma opinión. La discusión continuó entre aquellos caballeros que se habían sentado en la mesa de whist, Stuart delante de Flanagan, Fallentin delante de Phileas Fogg. Durante el juego, los jugadores no hablaban, pero, entre partida y partida, la conversación interrumpida adquiría más emoción.
—Sostengo —dijo Andrés Stuart— que no hay probabilidad de que atrapen al ladrón.
—No hay país en donde pueda refugiarse —respondió Gualterio Ralph—. ¿A dónde quieres que vaya?
—No lo sé —respondió Andrés Stuart—, pero me parece que la Tierra es muy grande.
—Antes sí lo era... —dijo a media voz Phileas Fogg.
—¡Cómo que antes! —dijo Andrés Stuart—. ¿Acaso la Tierra ha disminuido?
—Sin duda que sí —respondió Gualterio Ralph—. Opino como el señor Fogg. La Tierra ha disminuido, puesto que se recorre hoy diez veces más rápido que hace cien años. Y esto es lo que hará que se atrape más rápidamente al ladrón.
Pero el incrédulo Stuart no estaba convencido y dijo al concluirse la partida:
—Hay que reconocer que han encontrado un gracioso modo de decir que la Tierra se ha encogido. De modo que ahora se le da vuelta en tres meses...
—En ochenta días tan solo —dijo Phileas Fogg.
—En efecto, señores —añadió John Sullivan—, ochenta días, he aquí el cálculo establecido por el Morning Chronicle.
De Londres a Suez por el Monte Cenis y Brindisi
- Tren y barco -
7
De Suez a Bombay
- Barco -
8
De Bombay a Calcuta
- Tren -
8
De Calcuta a Hong Kong (China)
- Barco -
13
De Hong Kong a Yokohama (Japón)
- Barco -
6
De Yokohama a San Francisco
- Barco -
22
De San Francisco a Nueva York
- Tren -
7
De Nueva York a Londres
- Barco y tren -
9
Total
80 días
—¡Sí, ochenta días! —exclamó Andrés Stuart. Pero eso sin tener en cuenta el mal tiempo, los vientos contrarios, los naufragios, los descarrilamientos, etcétera.
—Contando con todo —respondió Phileas Fogg— siguiendo su juego.
—¡Pero si los indios o los indoneses quitan las vías! —exclamó Andrés Stuart—; ¡si detienen los trenes, saquean los furgones y hacen bajar a los viajeros!
—Contando con todo —respondió Phileas Fogg quien, mostrando sus cartas, añadió—: dos triunfos mayores.
Andrés Stuart, a quien tocaba dar, recogió las cartas, diciendo:
—Teóricamente tiene razón, señor Fogg; pero en la práctica…
—En la práctica también, señor Stuart.
—Quisiera verlo.
—Solo depende de usted. Partamos juntos.
—¡No lo haría! Pero, apostaría cuatro mil libras a que semejante viaje, hecho con esas condiciones, es imposible.
—Muy posible, por el contrario —respondió Fogg—. ¿La vuelta al mundo en ochenta días?
—Sí. ¿Cuándo?
—Enseguida. Solamente que lo haré a costa de ustedes.
—¡Es una locura! —exclamó Andrés Stuart, que empezaba a molestarse por la insistencia de su compañero de juego—. Más vale que sigamos jugando.
—Entonces, vuelve a dar, porque lo hiciste mal.
Andrés Stuart recogió otra vez las cartas y, de repente, dejándolas sobre la mesa, dijo:
—Pues bien, sí, señor Fogg, apuesto cuatro mil libras...
—Mi querido Stuart —dijo Fallentin—, cálmate. Esto no es formal.
—Cuando dije que apuesto —respondió Stuart— se hizo formal.
—Aceptado —dijo Fogg: y luego, volviéndose hacia sus compañeros, añadió—: Tengo veinte mil libras depositadas en casa de Baring Hermanos. De buena gana las arriesgaría.
—¡Veinte mil libras! —exclamó John Sullivan—. ¡Veinte mil libras, que cualquier imprevisto puede hacer que pierdas!
—No existe lo imprevisto —respondió sencillamente Phileas Fogg.
—Pero, señor Fogg, ¡este transcurso de ochenta días solo está calculado como mínimo!
—Un mínimo bien empleado es suficiente.
—¡Pero para aprovecharlo, es necesario saltar matemáticamente de los ferrocarriles a los barcos y de los barcos a los ferrocarriles!
—Saltaré matemáticamente.
—¡Es una broma!
—Un buen inglés no hace bromas cuando se trata de algo tan formal como una apuesta —respondió Fogg—. Apuesto veinte mil libras contra quien quiera a que yo doy la vuelta al mundo en ochenta días, o menos.
—Aceptamos —respondieron los señores Stuart, Fallentin, Sullivan, Flanagan y Ralph después de haberse puesto de acuerdo.
—Bien —dijo Fogg—. El tren de Douvres sale a las ocho y cuarenta y cinco. Lo tomaré.
—¿Esta misma noche? —preguntó Stuart.
—Esta misma noche —respondió Phileas Fogg—. Por consiguiente —añadió consultando un calendario del bolsillo—, puesto que hoy es miércoles 2 de octubre, deberé estar de vuelta en Londres, en este mismo salón del Reform Club, el sábado 21 de diciembre a las ocho y cuarenta y cinco minutos de la noche, si no es así, las veinte mil libras depositadas actualmente en la casa de Baring Hermanos les pertenecen de hecho y de derecho, señores. He aquí un cheque por esa suma.
Se escribió un documento que formalizaba la apuesta, y firmaron los seis interesados. Phileas Fogg había permanecido sereno. No había apostado para ganar, y no había comprometido las veinte mil libras, mitad de su fortuna, sino porque sabía que tendría que gastar la otra mitad para llevar a buen fin ese difícil, por no decir imposible proyecto. A las siete de la noche se ofreció al señor Fogg la suspensión del juego para que pudiera hacer sus preparativos de viaje.
—¡Yo siempre estoy preparado! —respondió el impasible caballero.