La vuelta al mundo en ochenta días - Julio Verne - E-Book

La vuelta al mundo en ochenta días E-Book

Julio Verne

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La vuelta al mundo en ochenta días (1873) está protagonizada por el señor Phileas Fogg, quien junto a su criado Passepartout, abandonará su vida disciplinada para cumplir una apuesta con los miembros del Reform Club, en la que arriesgará una parte de su fortuna comprometiéndose a dar la vuelta al mundo en ochenta días utilizando los medios disponibles en la época. A lo largo del libro se verán obligados a lidiar con los retrasos en los medios de transporte, así como con la pertinaz persecución del detective Fix, quien se enrola en la aventura a la espera de una orden de arresto por parte de la Corona inglesa, que considera que, antes de partir, Fogg ha robado el Banco de Inglaterra.

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la vuelta al mundoen ochenta días

Julio Verne

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su almacenamiento en un sistema informático, ni su transmisión por cualquier procedimiento o medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro, o por otros medios, sin permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

“Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra”.

© Editorial Ardea, s.l.

ISBN: 978-84-10011-15-1

[email protected]

Capítulo 1

En el que Phileas Fogg y Passepartout se aceptaron mutuamente,el uno como amo y el otro como criado.

En el año 1872, la casa número 7 de Saville-row, Burlington Gardens —casa en la que murió Sheridan, en 1816—, estaba habitada por Phileas Fogg, esq., uno de los miembros más singulares y señalados del Reform Club de Londres, y ello pese a que parecía tener a gala no hacer nada que pudiera llamar la atención.

Sucedía, pues, Phileas Fogg —personaje enigmático del que nada se sabía, salvo que se trataba de un hombre cortés y uno de los más distinguidos caballeros de la alta sociedad inglesa— a uno de los más grandes oradores que honraron a Inglaterra.

Se comentaba su parecido con Byron —por la cabeza, ya que era irreprochable de pies—, pero un Byron con bigotes y patillas, un Byron impasible, que hubiese vivido mil años sin envejecer.

Inglés, sin duda alguna, Phileas Fogg no era probablemente londinense. Nunca se le vio en la Bolsa, ni en la Banca, ni en ninguno de los establecimientos de la City. Ni las dársenas ni los muelles de Londres recibieron nunca un navío cuyo armador fuese Phileas Fogg. Aquel gentleman no pertenecía a ningún consejo de administración. Su nombre nunca había sonado en ningún colegio de abogados, ni en el Temple, ni en el Lincoln’s-inn, ni en el Gray’s-inn. Nunca pleiteó ni ante el Tribunal del Canciller, ni ante el Banco de la Reina, ni ante el Tesoro público, ni ante el Tribunal eclesiástico. No era ni industrial, ni negociante, ni comerciante, ni agricultor. No pertenecía ni a la Institución Real de Gran Bretaña, ni a la Institución de Londres, ni a la Institución de los Artesanos, ni a la Institución Russell, ni a la Institución Literaria del Oeste, ni a la Institución del Derecho, ni a la Institución de las Artes y las Ciencias reunidas, que se encuentra bajo el patrocinio de Su Graciosa Majestad. En fin, no pertenecía a ninguna de las numerosas sociedades que pululan por la capital de Inglaterra, desde la Sociedad de la Armónica, hasta la Sociedad Entomológica, fundada principalmente con el fin de destruir a los insectos dañinos.

Phileas Fogg era miembro del Reform Club, y eso era todo. A quien se asombre de que un gentleman tan misterioso figurase entre los miembros de aquella memorable asociación, habrá que responderle que entró por recomendación de los hermanos Baring, en cuya casa tenía crédito abierto. De ahí una cierta «reputación», debido especialmente a que sus cheques eran regularmente pagados a la vista por el saldo de su cuenta corriente, invariablemente acreedor.

¿Era rico aquel Phileas Fogg? Sin duda alguna. Pero cómo había hecho su fortuna era algo que ni los mejor informados podían explicar, y el señor Fogg era la última persona a quien convendría dirigirse para averiguarlo. En todo caso, no despilfarraba nada, aunque tampoco era avaro, ya que allá donde fuese necesaria una ayuda para una causa noble, útil o generosa, él la prestaba silenciosa e incluso anónimamente.

En definitiva, nadie menos comunicativo que aquel caballero. Hablaba lo menos posible, y parecía tanto más misterioso cuanto silencioso era. No obstante, su vida era de lo más transparente, pero todo cuanto hacía era siempre tan matemáticamente idéntico, que la imaginación, insatisfecha, le buscaba tres pies al gato.

¿Había viajado? Probablemente, ya que nadie conocía mejor que él el mapamundi. No existía lugar, por remoto que fuera, del que no pareciese tener un conocimiento especial. En ocasiones, con pocas palabras, breves y claras, rectificaba las mil versiones que circulaban por el club a propósito de viajeros perdidos o descaminados, señalaba las auténticas probabilidades, y sus palabras parecían a menudo inspiradas por una visión, ya que los acontecimientos acababan siempre por darle la razón. Era un hombre que debía haber viajado por todas partes, al menos con su imaginación.

No obstante, lo cierto es que, desde hacía muchos años, Phileas Fogg nunca abandonó Londres. Los que tenían el honor de conocerlo un poco mejor que los demás atestiguaban que —salvo en el trayecto directo que recorría diariamente para ir de su casa al club— nadie podría pretender haberlo visto nunca en otra parte. Su única distracción consistía en leer los periódicos y jugar al whist. En aquel juego silencioso, tan apropiado a su naturaleza, ganaba con frecuencia, pero sus ganancias nunca entraban en su bolsillo y constituían una suma importante en su presupuesto para obras de caridad. Por otra parte, debemos señalarlo, el señor Fogg jugaba evidentemente por jugar, no por ganar. El juego era para él un combate, una lucha contra una dificultad, pero una lucha sin movimiento, sin desplazamiento, sin cansancio, lo que convenía perfectamente a su carácter.

A Phileas Fogg no se le conocían ni mujer ni hijos —lo que puede ocurrir en las mejores familias—, ni parientes ni amigos —lo que ya es un poco más raro—. Phileas Fogg vivía solo en su casa de Saville-row, donde no entraba nadie. Jamás hablaba de la misma. No necesitaba más que un solo criado. Almorzaba y cenaba en el club a horas cronométricamente determinadas, en la misma sala, en la misma mesa, sin hablar con sus colegas, sin invitar a ningún extraño; regresaba a su casa solo para acostarse, a las doce en punto de la noche, y nunca hizo uso de las confortables habitaciones que el Reform Club tiene a disposición de los miembros del círculo. De las veinticuatro horas del día, pasaba diez en su domicilio, ya fuera para dormir, ya para ocuparse de su aseo personal. Si paseaba, lo hacía invariablemente con pasos regulares, por el suelo entarimado de marquetería del vestíbulo, o por la galería circular coronada por una bóveda de vidrieras azules, que estaba sustentada por veinte columnas jónicas de pórfido rojo. Si cenaba o almorzaba, la cocina, la despensa, la repostería, la pescadería y la lechería del club abastecían su mesa con sus suculentas reservas; los criados del club, graves personajes vestidos de negro y calzados con zapatos de suela de muletón, le servían en una porcelana especial y sobre una admirable mantelería de lienzo de Sajonia; las copas sin igual del club contenían su jerez, su oporto, su clarete mezclado con canela, culantrillo y cinamomo; y, en fin, el hielo del club —hielo traído de los lagos de América— conservaban sus bebidas en un satisfactorio estado de frescor.

Si vivir en tales condiciones puede ser calificado de excentricidad, deberemos acordar que la excentricidad es una buena cosa.

Sin ser suntuosa, la casa de Saville-row se encarecía por su suma comodidad. Además, y dadas las invariables costumbres de su inquilino, el servicio era muy limitado. No obstante, Phileas Fogg exigía a su único criado una puntualidad y una regularidad extraordinarias. Aquel mismo día, el 2 de octubre, Phileas Fogg había despedido a James Forster —el muchacho era culpable de haberle llevado el agua para el afeitado a ochenta y cuatro grados Fahrenheit en lugar de a ochenta y seis—, y estaba esperando a su sucesor, quien debería presentarse entre las once y las once y media de la mañana.

Phileas Fogg, sentado a escuadra en su sillón, con los dos pies unidos como los de un soldado en formación, las manos apoyadas sobre las rodillas, el cuerpo derecho y la cabeza erguida, contemplaba la marcha de la aguja del reloj de pared —un complicado aparato que marcaba las horas, los minutos, los segundos, el día de la semana, la fecha y el año—. A las once y media en punto, el señor Fogg, según su costumbre cotidiana, debería salir de casa para dirigirse al Reform Club.

En aquel momento llamaron a la puerta del saloncito en el que se encontraba Phileas Fogg.

James Forster, el despedido, apareció.

—El nuevo criado —anunció.

Un muchachote de una treintena de años se asomó y saludó.

—¿Es usted francés y se llama John? —le preguntó Phileas Fogg.

—Jean, si no ofende al señor —respondió el recién llegado—. Jean Passepartout, un apodo que me ha quedado y que justifica mi aptitud natural para salir airoso de cualquier trance. Creo ser un hombre honrado, señor, pero, para ser sincero, le diré que he tenido varios oficios. He sido cantor ambulante, artista ecuestre en un circo, caracoleador como Léotard, y funámbulo como Blondin; después, y con el fin de que mis habilidades sirvieran para algo, me convertí en profesor de gimnasia, y, por último, fui sargento de bomberos en París. Tengo incluso en mi historial incendios memorables. Pero hace cinco años que me fui de Francia y, deseando probar la vida familiar, soy ayuda de cámara en Inglaterra. Entonces, como me encontraba sin trabajo, al saber que el señor Phileas Fogg era el hombre más puntual y sedentario del Reino Unido, me he presentado en la casa del señor con la esperanza de vivir tranquilo y olvidar, incluso, el nombre de Passepartout…

—Passepartout me agrada —respondió el caballero—. Poseo muy buenos informes sobre usted. ¿Conoce usted mis condiciones?

—Sí, señor.

—Pues bien. ¿Qué hora tiene usted?

—Las once y veintidós —respondió Passepartout tras haber sacado de las profundidades del bolsillo de su chaleco un enorme reloj de plata.

—Va usted retrasado —le dijo el señor Fogg.

—Que el señor me perdone, pero eso es imposible.

—Retrasa usted cuatro minutos. No importa. Basta con tener en cuenta la diferencia. Por tanto, a partir de este momento, las once y veintinueve de la mañana de este miércoles, 2 de octubre de 1872, está usted a mi servicio.

Dicho esto, Phileas Fogg se levantó, cogió su sombrero con la mano izquierda, lo colocó en su cabeza con un movimiento de autómata y desapareció sin añadir una palabra.

Passepartout oyó cómo se cerraba la puerta de la calle por primera vez: era su nuevo amo, que salía; después, la oyó por segunda vez: era su predecesor, James Forster, que se iba a su vez.

Passepartout quedó solo en la casa de Saville-row.

Capítulo 2

Donde Passepartout se convencede que por fin ha encontrado su ideal.

—Juraría —se dijo Passepartout, un poco turbado al principio—, que conocí en casa de la señora Tussaud tipos tan animados como mi amo.

Habría que señalar aquí que los «tipos» de la señora Tussaud son figuras de cera, muy visitadas en Londres, y a las que tan solo les falta la palabra.

Durante los pocos instantes que vislumbró a Phileas Fogg, Passepartout examinó, rápida pero cuidadosamente, a su futuro amo. Se trataba de un hombre que podría tener cuarenta años, de noble y hermoso rostro, elevada estatura, al que no afeaba la ligera obesidad; cabellos y patillas rubias, la frente tersa y unida sin señal de arrugas en las sienes, rostro tirando más a pálido que a sonrosado, y una dentadura magnífica.

Parecía poseer en su más alto grado eso que los fisonomistas llaman «el reposo en la acción», facultad común a todos aquellos que hacen más trabajo que ruido. Sereno, flemático, de mirada clara y con los párpados inmóviles, pertenecía a ese tipo acabado de ingleses de sangre fría que tanto abundan en el Reino Unido, y cuya actitud un poco académica ha sido tan magistralmente dibujada por el pincel de Angelika Kauffmann. Visto a través de los diversos actos de su existencia, aquel caballero daba la impresión de un ser bien equilibrado, ponderado, y tan perfecto como un cronómetro de Leroy o de Earnshaw. Y es que, en efecto, Phileas Fogg era la exactitud personificada, lo que se veía claramente en «la expresión de sus pies y de sus manos», ya que en el hombre, al igual que en los animales, las extremidades son los órganos más expresivos de las pasiones.

Phileas Fogg era de esas personas matemáticamente exactas que, nunca precipitadas pero siempre dispuestas, son parcos en pasos y movimientos. Nunca daba una zancada de más, yendo siempre por el camino más corto. No se le escapaba ni una sola mirada al techo. No se permitía ningún gesto superfluo. Nunca se le vio ni emocionado ni turbado. Era el hombre menos apresurado del mundo, pero siempre llegaba a tiempo. Por ello se comprenderá que viviese solo y, por así decirlo, lejos de toda relación social. Sabía que en la vida hay que tener relaciones sociales, y como estas entretienen, no se rozaba con nadie.

En cuanto a Jean, alias Passepartout, un auténtico parisiense de París, que vivía en Inglaterra desde hacía cinco años y realizaba en Londres el oficio de ayuda de cámara, había buscado en vano un amo con el que pudiera encariñarse.

Passepartout no era uno de esos Frontines o Mascarillos que, cargados de espaldas, la cabeza erguida y la mirada dura, no son más que bribones insolentes. No, Passepartout era un buen chico, de fisonomía agradable, con los labios un poco salientes, siempre dispuestos a saborear o a acariciar; un ser apacible y servicial, con una de esas cabezas redondas y bonachonas que a uno le gusta estén sobre los hombros de un amigo. Tenía los ojos azules, la tez animada, el rostro lo suficientemente carnoso para que él mismo pudiera verse los pómulos de sus mejillas, el pecho ancho, las caderas fuertes, una musculatura vigorosa, y poseía una fuerza hercúlea que los ejercicios de su juventud habían desarrollado admirablemente. Sus cabellos castaños eran un poco rebeldes. Si los escultores de la Antigüedad conocían dieciocho formas de componer la cabellera de Minerva, Passepartout no conocía más que una sola para arreglar la suya: se la escarmenaba un poco, y ya estaba peinado.

La más elemental de las prudencias no nos permite predecir si el carácter expansivo de aquel muchacho se acomodaría con el de Phileas Fogg. ¿Sería Passepartout el criado profundamente exacto que su amo necesitaba? No lo comprobarían más que con el tiempo. Después de haber tenido, como sabemos, una juventud bastante vagabunda, aspiraba al reposo. Habiendo oído ensalzar el metodismo inglés y la proverbial frialdad de sus caballeros, se fue a Inglaterra en busca de fortuna. Pero hasta entonces la suerte le volvió la espalda. No pudo echar raíces en ninguna parte. Había pasado por diez casas diferentes. En todas eran caprichosos, desiguales, aventureros o viajeros, lo que no podía convenir a Passepartout. Su último amo, el joven lord Longsferry, miembro del Parlamento, frecuentemente regresaba a su domicilio a hombros de los policías después de haber pasado la noche en las «oysters-rooms» de Hay-Market. Passepartout, deseando ante todo llegar a respetar a su amo, se arriesgó a hacerle algunas respetuosas observaciones que fueron mal recibidas, por lo que se despidió. Se enteró mientras tanto de que Phileas Fogg, esq., buscaba un criado. Un personaje cuya existencia era tan regular que no dormía fuera de casa, que no viajaba, que no se ausentaba jamás ni por un día, no podía menos que convenirle. Se presentó y fue admitido en las circunstancias que ya conocemos.

Passepartout —ya habían dado las once y media— se encontró, pues, solo en la casa de Saville-row. Inmediatamente inició su inspección. La recorrió desde la bodega hasta el desván. Aquella casa limpia, arreglada, severa, puritana y bien organizada para el servicio, le agradó. Le hizo el efecto de una bella concha de caracol, pero de una concha iluminada y calentada al gas, pues el hidrocarburo satisfacía todas las necesidades de luz y calor. Passepartout encontró sin trabajo en el segundo piso la habitación que le estaba destinada. Diferentes timbres eléctricos y tubos acústicos la ponían en comunicación con los aposentos del entresuelo y del primer piso. Sobre la chimenea, un reloj eléctrico comunicaba con el reloj del dormitorio de Phileas Fogg, y ambos aparatos marcaban en el mismo instante el mismo segundo.

«¡Esto me gusta! ¡Esto me gusta!» se dijo Passepartout.

También observó en su habitación una nota que estaba fijada sobre la pared encima del reloj. Era el programa del servicio cotidiano. Incluía —desde las ocho de la mañana, hora reglamentaria a la que Phileas Fogg se levantaba, hasta las once y media, hora reglamentaria a la que abandonaba su casa para ir a almorzar al Reform Club— todos los detalles del servicio: el té y las tostadas de las ocho y veintitrés, el agua para afeitarse a las nueve y treinta y siete, el peinado a las diez menos veinte, etc. Después, de once y media de la mañana y hasta medianoche —hora en la que el metódico caballero se acostaba—, todo estaba anotado, previsto, regularizado. Passepartout se ofreció la alegría de meditar sobre aquel programa y de grabar en su memoria los diferentes artículos.

En cuanto al guardarropa del señor, estaba magníficamente instalado y maravillosamente concebido. Cada pantalón, levita o chaleco tenía un número de orden que estaba reproducido sobre un registro de entrada y salida, indicando la fecha en la que, según la estación, aquellas vestimentas deberían ser llevadas por turno. La misma reglamentación había para el calzado.

En definitiva, aquella casa de Saville-row —que debería haber sido el templo del desorden en la época del ilustre pero disipado Sheridan— confortablemente amueblada, revelaba una posición acomodada. No tenía ni biblioteca, ni libros, que no hubiesen sido útiles para el señor Fogg, puesto que el Reform Club ponía a su disposición dos bibliotecas, una consagrada a las letras, y la otra al derecho y a la política. En el dormitorio había una caja fuerte, de tamaño medio, cuya instalación la protegía tanto de un peligro de incendio como del de robo: No había ningún tipo de armas en la casa, ningún utensilio de caza o de guerra. Todo denotaba las costumbres más pacíficas.

Después de haber examinado aquella morada con todo detenimiento, Passepartout se frotó las manos, alegró su ancho rostro, y exclamó gozosamente:

—¡Esto me gusta! ¡Esto es lo que yo quería! ¡El señor Fogg y yo nos entenderemos perfectamente! ¡Un hombre casero y puntual! ¡Una auténtica máquina! ¡Pues bien, no me desagrada servir a una máquina!

Capítulo 3

Donde se entabla una conversaciónque puede costar cara a Phileas Fogg.

Phileas Fogg salió de su casa de Saville-row a las once y media, y, después de haber puesto quinientas setenta y cinco veces su pie derecho delante de su pie izquierdo, y quinientas setenta y seis veces su pie izquierdo delante de su pie derecho, llegó al Reform Club, amplio edificio construido en Pall-Mall, cuya edificación no había costado menos de los tres millones.

Phileas Fogg se dirigió inmediatamente al comedor, cuyas nueve ventanas daban a un bello jardín con árboles ya dorados por el otoño. Allí se instaló frente a su mesa habitual, que ya estaba dispuesta. Su almuerzo se compuso de unos entremeses, un pescado hervido sazonado con una «reading sauce» de primera calidad, un rosbif escarlata guarnecido de «mushroom», un pastel relleno de ruibarbo y grosellas verdes y un trozo de queso, todo ello rociado con unas tazas de un té excelente, cosechado especialmente para el servicio del Reform Club.

A las doce y cuarenta y siete, el caballero se levantó de la mesa y se dirigió hacia el gran salón, una pieza suntuosa ornamentada con cuadros lujosamente enmarcados. Allí un criado le entregó el Times sin cortar, y Phileas Fogg se entregó a un laborioso despliegue con una destreza que denotaba una gran experiencia en la difícil operación. La lectura de aquel periódico entretuvo a Phileas Fogg justo hasta las tres y cuarenta y cinco, y la del Standard —que le sucedió— duró hasta la cena. Esta comida se efectuó en las mismas condiciones que el almuerzo, salvo la adición de una «royal british sauce».

A las seis menos veinte el caballero reapareció en el gran salón y se absorbió en la lectura del Morning Chronicle.

Media hora más tarde, varios miembros del Reform Club hicieron su entrada y se aproximaron a la chimenea, en la que ardía un fuego de hulla. Se trataba de los compañeros de juego habituales del señor Phileas Fogg, y como él empedernidos jugadores de whist: el ingeniero Andrew Stuart, los banqueros John Sullivan y Samuel Fallentin, el hombre de negocios Thomas Flanagan, y Gauthier Ralph, uno de los administradores del Banco de Inglaterra, personajes ricos y considerados, incluso en aquel club, que contaba entre sus miembros con la flor y nata de la industria y las finanzas.

—Bueno, Ralph —preguntó Thomas Flanagan—, ¿qué hay del asunto del robo?

—Bueno —respondió Andrew Stuart—, pues que el Banco perderá su dinero.

—Yo espero, por el contrario —dijo Gauthier Ralph—, que echaremos el guante al autor del robo. Se ha enviado a los más hábiles inspectores de policía a América y Europa, a los principales puertos de embarque y desembarque, y a ese señor le va a resultar muy difícil escapar.

—Pero ¿tienen, entonces, la descripción del ladrón? —preguntó Andrew Stuart.

—Para empezar, no se trata de un ladrón —respondió Gauthier Ralph con toda seriedad.

—¿Cómo? ¿No es un ladrón un individuo que ha sustraído cincuenta y cinco mil libras (un millón trescientos setenta y cinco mil francos) en billetes de banco?

—No —respondió Gauthier Ralph.

—¿Es, entonces, un industrial? —preguntó John Sullivan.

—El Morning Chronicle asegura que es un caballero.

El que dio aquella respuesta no era otro que Phileas Fogg, cuya cabeza emergía en aquellos momentos de un mar de papeles amontonados a su alrededor. Al mismo tiempo, Phileas Fogg saludó a sus colegas, quienes le devolvieron el saludo.

El hecho en cuestión, sobre el que todos los periódicos del Reino Unido discutían ardorosamente, había ocurrido tres días antes, el 29 de septiembre. Un fajo de «bank-notes», que alcanzaba la enorme suma de cincuenta y cinco mil libras, fue sustraído de la mesa del cajero principal del Banco de Inglaterra.

A quien se sorprendía de que tal robo hubiese podido producirse con tanta facilidad, el subgobernador, Gauthier Ralph, se limitaba a responderle que en aquellos momentos el cajero estaba ocupado registrando un ingreso de tres chelines y seis peniques, y que no podía estar atento a todo.

Pero debemos señalar aquí —lo cual lo hace más explicable—, que aquel admirable establecimiento que es el «Bank of England» parece preocuparse extremadamente por la dignidad del público.

¡Ni un guardia, ni un inválido, ni una reja! El oro, la plata y los billetes están expuestos libremente y, por así decirlo, a la merced del primero que llegue. No eran capaces de sospechar ni de la honorabilidad de cualquier transeúnte. Uno de los mejores observadores de las costumbres inglesas cuenta lo siguiente: en una de las salas del Banco, donde se encontraba un día, tuvo la curiosidad de ver de cerca un lingote de oro que pesaba entre siete y ocho libras, y que se encontraba expuesto sobre la mesa del cajero; cogió el lingote, lo examinó, lo pasó a su vecino, este a otro, y, así, hasta que el lingote, pasando de mano en mano, llegó hasta el fondo de un oscuro corredor, y no regresó a su emplazamiento hasta media hora más tarde, sin que el cajero hubiese siquiera levantado la cabeza.

Pero el 29 de septiembre los hechos no se desarrollaron de la misma manera. El fajo de billetes no regresó y cuando el magnífico reloj de pared, situado encima del «drawing-office», señaló a las cinco el cierre de las oficinas, el Banco de Inglaterra no tuvo más remedio que pasar cincuenta y cinco mil libras a cargo de pérdidas y ganancias.

Debidamente reconocido el robo, agentes y detectives elegidos entre los más sagaces fueron enviados a los principales puertos, a Liverpool, a Glasgow, al Havre, a Suez, a Brindisi, a Nueva York, etcétera, con la promesa de que, en caso de éxito, recibirían una recompensa de dos mil libras y el cinco por ciento de la suma que fuese recuperada. Mientras esperaban los informes que debería suministrar la investigación iniciada inmediatamente, aquellos inspectores tendrían como única misión la escrupulosa observación de todos los viajeros que llegasen o partieran.

Ahora bien, precisamente, y así lo decía el Morning Chronicle, se tenía la sospecha de que el autor del robo no pertenecía a ninguna de las sociedades de ladrones existentes en Inglaterra. Durante aquella jomada del 29 de septiembre, se vio a un caballero, elegante, de buenos modales y aire distinguido, ir y venir por la sala de pagos, escenario del robo. La encuesta permitió rehacer con bastante exactitud la descripción de aquel caballero, descripción que fue remitida inmediatamente a todos los detectives del Reino Unido y del continente. Algunas almas cándidas —y, entre ellas, Gauthier Ralph— se creían, pues, con fundamento para pensar que el ladrón no escaparía.

Como puede suponerse, el suceso acaparaba la atención en Londres y en toda Inglaterra. Se discutía apasionadamente en torno a las posibilidades de éxito o fracaso de la policía metropolitana. No debe, pues, extrañar que los miembros del Reform Club se ocuparan del mismo tema, tanto más si tenemos en cuenta que uno de los subgobernadores del Banco se encontraba entre ellos.

El honorable Gauthier Ralph no quería dudar del resultado de las investigaciones y opinaba que la recompensa ofrecida serviría para agudizar sensiblemente el celo y la inteligencia de los agentes. Pero su colega, Andrew Stuart, distaba mucho de compartir esta confianza. La discusión continuó, pues, entre aquellos caballeros, ya sentados a la mesa de whist, Stuart frente a Flanagan y Fallentin frente a Phileas Fogg. Durante el juego, los jugadores no hablaban, pero entre baza y baza la interrumpida conversación se reanudaba animadamente.

—Sostengo —dijo Andrew Stuart—, que la suerte juega a favor del ladrón, el cual es sin duda alguna un hombre muy hábil.

—¡Pero, hombre! —respondió Ralph—. No existe ni un solo país donde pueda refugiarse.

—¡No me diga!

—¿Dónde quiere usted que vaya?

—No lo sé —respondió Andrew Stuart—, pero, después de todo, la Tierra es bastante grande.

—Lo fue en otro tiempo… —dijo a media voz Phileas Fogg, y añadió—: Le toca a usted cortar —al tiempo que le entregaba las cartas a Thomas Flanagan.

La discusión se suspendió durante el juego. Pero pronto la reanudó Andrew Stuart, diciendo:

—¿Cómo que en otro tiempo? ¿Por casualidad la Tierra ha disminuido de tamaño?

—Sin duda alguna —respondió Gauthier Ralph—. Opino como el señor Fogg. La Tierra ha disminuido de tamaño, puesto que hoy en día puede recorrerse diez veces más rápidamente que hace cien años. Y eso, en el caso que nos ocupa, hará la investigación más rápida.

—¡Y también facilitará la fuga del ladrón!

—Le toca jugar a usted, señor Stuart —dijo Phileas Fogg.

Pero el incrédulo Stuart no estaba convencido y, una vez acabada la baza, dijo:

—Hay que reconocer, señor Ralph, que ha encontrado una forma muy curiosa de afirmar que la Tierra ha disminuido de tamaño. Así, porque ahora se puede dar la vuelta al mundo en tres meses…

—En ochenta días solo —intervino Phileas Fogg.

—En efecto, señores —añadió John Sullivan—, en ochenta días desde que se ha abierto la sección del «Great-Indian Peninsular railway», entre Rothal y Allahabad; y he aquí el cálculo establecido por el Morning Chronicle:

De Londres a Suez, por el Monte Genis y Brindisi, por

ferrocarril y en paquebotes 7 días

De Suez a Bombay, en paquebote 13 días

De Bombay a Calcuta, por ferrocarril 3 días

De Calcuta a Hong Kong (China), en paquebote 13 días

De Hong Kong a Yokohama (Japón), en paquebote 6 días

De Yokohama a San Francisco, en paquebote 22 días

De San Francisco a Nueva York, por ferrocarril 7 días

De Nueva York a Londres, en paquebote y ferrocarril 9 días

Total 80 días

—¡Sí, ochenta días! —exclamó Andrew Stuart, quien, por falta de atención, hizo un renuncio—, pero sin tener en cuenta el mal tiempo, los vientos contrarios, los naufragios, los descarrilamientos, etcétera.

—Todo incluido —respondió Phileas Fogg, mientras seguía jugando, ya que aquella vez la discusión no respetaba el whist.

—¿Incluso si los hindúes o los indios arrancan los raíles? —exclamó Andrew Stuart—. ¿Si detienen los trenes, saquean los furgones y quitan el cuero cabelludo a los viajeros?

—Todo incluido —respondió Phileas Fogg, quien, abatiendo su juego, añadió—. Dos triunfos mayores.

Andrew Stuart, a quien le tocaba «dar», dijo, al tiempo que recogía las cartas:

—Teóricamente, tiene razón, señor Fogg, pero en la práctica…

—En la práctica también, señor Stuart.

—Me gustaría verlo.

—Solo depende de usted. Partamos juntos.

—¡Líbreme el cielo! —exclamó Stuart—. Pero apostaría cuatro mil libras a que tal viaje, realizado en esas condiciones, es imposible.

—Por el contrario, es muy probable —respondió inmediatamente el señor Fogg.

—¡Pues muy bien, hágalo usted!

—¿La vuelta al mundo en ochenta días?

—Sí.

—Estoy de acuerdo.

—¿Cuándo?

—Inmediatamente.

—¡Eso es una locura! —exclamó Andrew Stuart, quien comenzaba a sentirse molesto por la insistencia de su compañero—. ¡Anda! ¡Más vale que sigamos jugando!

—Entonces vuelva a dar —respondió Phileas Fogg—, porque ha dado mal.

Andrew Stuart tomó de nuevo las cartas con un gesto febril y, de pronto, dejándolas sobre la mesa, afirmó:

—¡Pues bien, sí, señor Fogg, sí! ¡Apuesto cuatro mil libras!…

—Mi querido Stuart —dijo Fallentin—, cálmese usted. Esto no es serio.

—Cuando digo que apuesto —respondió Andrew Stuart—, lo hago siempre en serio.

—¡Sea! —aceptó el señor Fogg. Y, después, volviéndose hacia sus colegas, añadió:

—Tengo veinte mil libras depositadas en el establecimiento de los hermanos Baring. Estoy dispuesto a arriesgarlas…

—¡Veinte mil libras! —exclamó John Sullivan—. ¡Veinte mil estupendas libras que puede usted perder a causa de cualquier retraso imprevisto!

—Lo imprevisto no existe —respondió Phileas Fogg.

—Pero, señor Fogg, ese lapso de ochenta días no ha sido calculado más que como un mínimo de tiempo.

—Un mínimo bien empleado basta para todo.

—Pero, para no rebasarlo, hay que saltar matemáticamente de los trenes a los paquebotes, y de los paquebotes a los ferrocarriles.

—Saltaré matemáticamente.

—Eso es una broma.

—Un buen inglés no bromea nunca cuando se trata de algo tan serio como una apuesta —respondió Phileas Fogg—. Apuesto veinte mil libras al que quiera a que daré la vuelta al mundo en ochenta días o menos, es decir, en mil novecientas veinte horas, o ciento quince mil doscientos minutos. ¿Aceptan ustedes?

—Aceptamos —respondieron los señores Stuart, Fallentin, Sullivan, Flanagan y Ralph, después de haberse consultado.

—Bien —dijo el señor Fogg—. El tren de Dover sale a las ocho cuarenta y cinco. Lo cogeré.

—¿Esta misma noche? —preguntó Stuart.

—Esta misma noche —respondió Phileas Fogg—. Por tanto —añadió mientras consultaba su calendario de bolsillo—, puesto que hoy es miércoles 2 de octubre, deberé estar de regreso, en Londres, en este mismo salón del Reform Club, el sábado 21 de diciembre, a las ocho cuarenta y cinco de la noche; de no ser así, las veinte mil libras depositadas actualmente en mi cuenta, en el establecimiento de los hermanos Baring, les pertenecerán de hecho y de derecho, señores. He aquí un cheque por dicha suma.

Se levantó acta de la apuesta, que fue firmada de inmediato por los seis interesados. Phileas Fogg estaba tranquilo. Indudablemente, no había apostado para ganar, y no comprometió más que veinte mil libras —la mitad de su fortuna—, porque preveía que podría necesitar la otra mitad para llevar a cabo aquel difícil, por no decir inejecutable proyecto. En cuanto a sus adversarios, parecían inquietos, no a causa del valor de la suma puesta en juego, sino porque sentían una especie de escrúpulo por luchar en tales condiciones.

Acababan de dar las siete de la tarde. Ofrecieron al señor Fogg suspender la partida de whist, a fin de que pudiera hacer sus preparativos para el viaje.

—Estoy siempre dispuesto —respondió aquel impasible caballero, y, dando las cartas, añadió—: Le toca a usted, señor Stuart.

Capítulo 4

En el que Phileas Fogg asombró aPassepartout, su criado.

A las siete y veinticinco, Phileas Fogg, después de haber ganado una veintena de guineas al whist, se despidió de sus honorables colegas y abandonó el Reform Club. A las siete y cincuenta, abría la puerta de su casa y entraba en ella.

Passepartout, que había estudiado concienzudamente su programa, quedó muy sorprendido al ver al señor Fogg, reo de inexactitud, aparecer a aquella hora insólita. De acuerdo con la nota, el inquilino de Saville-row no debería regresar hasta las doce de la noche exactamente.

Phileas Fogg subió primero a su dormitorio, y después llamó:

—Passepartout.

Passepartout no respondió. Aquella llamada no podía serle dirigida a él.

No era la hora adecuada.

—Passepartout —volvió a llamar el señor Fogg, sin elevar el tono de su voz.

Passepartout se presentó.

—Es la segunda vez que lo llamo —observó el señor Fogg.

—Pero aún no son las doce —respondió Passepartout, reloj en mano.

—Lo sé —prosiguió Phileas Fogg—, y no se lo reprocho. Salimos dentro de diez minutos hacia Dover y Calais.

Una especie de mueca se esbozó en el rostro redondo del francés. Resultaba evidente que no había entendido bien.

—¿El señor se desplaza? —preguntó.

—Sí —respondió Phileas Fogg—. Vamos a dar la vuelta al mundo.

Passepartout, con los ojos desmesuradamente abiertos, los párpados y las cejas levantados, los brazos distendidos, el cuerpo hundido, presentaba todos los síntomas del asombro rayando en el estupor.

—¡La vuelta al mundo! —murmuró.

—En ochenta días —respondió el señor Fogg—. Así es que no tenemos ni un instante que perder.

—Pero ¿las maletas…? —preguntó Passepartout, que balanceaba inconscientemente su cabeza de derecha a izquierda.

—Nada de maletas. Solo un bolso de viaje. Ponga dentro dos camisas de lana y tres pares de medias. Otro tanto para usted. Compraremos lo que sea necesario por el camino. Baje mi «mackintosh»y mi manta de viaje. Lleve buenos zapatos. Aunque caminaremos poco o nada. ¡Vamos!

Passepartout habría querido responderle. No pudo. Salió del dormitorio del señor Fogg, subió al suyo, se desplomó sobre una silla, y empleando una frase bastante vulgar de su país, dijo:

—¡Esta sí que es buena! ¡Y yo que quería tranquilidad…!

Y, maquinalmente, realizó los preparativos para el viaje. ¡La vuelta al mundo en ochenta días! ¿Tendría que habérselas con un loco? No… ¿Se trataría de una broma? Iban a Dover, bueno. A Calais, sea. Después de todo, aquello no podía contrariar en exceso al buen mozo, quien, desde hacía cinco años, no había pisado el suelo patrio. Tal vez irían incluso hasta París, y a fe que volvería a ver con agrado la gran capital. Pero indudablemente un caballero tan poco pródigo de sus pasos se pararía allí… ¡Sí, sin duda alguna, pero tampoco era menos cierto que partía, que se desplazaba un caballero tan casero hasta entonces!

A las ocho, Passepartout tenía preparado el modesto bolso que contenía su guardarropa y el de su amo; después, con el espíritu todavía turbado, salió de su dormitorio, cuya puerta cerró con todo cuidado, y se reunió con el señor Fogg.

El señor Fogg ya estaba dispuesto. Llevaba bajo su brazo el Bradshaw’s continental railway steam transit and general guide, que debería suministrarle todas las indicaciones necesarias para el viaje. Cogió el bolso de las manos de Passepartout, lo abrió, y metió en él un abultado fajo de «bank- notes», que son de curso legal en todos los países.

—¿No ha olvidado nada? —preguntó.

—Nada, señor.

—¿Mi «mackintosh» y mi manta de viaje?

—Aquí los tiene.

—Está bien, coja este bolso.

El señor Fogg devolvió el bolso a Passepartout.

—Y tenga mucho cuidado con él —añadió—. Dentro hay veinte mil libras.

El bolso estuvo a punto de caer de sus manos, como si las veinte mil libras fueran de oro y pesaran considerablemente.

El amo y el criado descendieron entonces, y cerraron la puerta de la calle con una doble vuelta de llave.

Al final de Saville-row había una estación de coches. Phileas Fogg y su criado subieron a un «cab» que se dirigió rápidamente hacia la estación de Charing-Cross, terminal de uno de los ramales del South-Eastern railway.

A las ocho y veinte el «cab» se detuvo junto a la verja de la estación. Passepartout saltó a tierra. Su amo lo siguió y pagó al cochero.

En aquel momento, una pobre mendiga, que llevaba un niño de la mano, con los pies descalzos sobre el lodo, tocada con un sombrero andrajoso del que colgaba una pluma lamentable, y con un chal a jirones sobre sus harapos, se acercó al señor Fogg y le pidió una limosna.

El señor Fogg sacó de su bolsillo las veinte guineas que acababa de ganar al whist, y se las ofreció a la mendiga.

—Tome, buena mujer —le dijo—, me alegro de haberme encontrado con usted.

Y siguió su camino.

Passepartout tuvo como una sensación de humedad alrededor de sus pupilas. Su amo había dado un paso en su corazón.

El señor Fogg y él entraron rápidamente en la gran sala de la estación. Una vez allí, Phileas Fogg dio a Passepartout la orden de adquirir dos billetes de primera clase para París. Después, al darse la vuelta, vio a sus cinco colegas del Reform Club.

—Señores, me voy —les dijo—, y los diferentes visados puestos sobre un pasaporte que llevo al efecto permitirán que ustedes puedan, a mi regreso, controlar mi itinerario.

—Oh, señor Fogg —respondió Gauthier Ralph—, ¡eso es innecesario! ¡Confiamos plenamente en su honor de caballero!

—Es mejor así —dijo el señor Fogg.

—No olvide usted que deberá regresar… —señaló Stuart.

—Dentro de ochenta días —respondió el señor Fogg—, el sábado 21 de diciembre de 1872, a las ocho horas cuarenta y cinco minutos de la noche. Adiós, señores.

A las ocho cuarenta Phileas Fogg y su criado se instalaron en el mismo compartimento. A las ocho cuarenta y cinco sonó un silbido y el tren se puso en marcha.

La noche estaba oscura. Caía una lluvia menuda. Phileas Fogg, reclinado en un rincón, no hablaba. Passepartout, todavía conmocionado, apretaba mecánicamente contra sí el bolso de «bank-notes».

Pero cuando el tren todavía no había pasado por Sydenham, Passepartout lanzó un auténtico grito de desesperación.

—¿Qué le ocurre? —preguntó el señor Fogg.

—Pues que… con la emoción… he olvidado…

—¿El qué?

—Apagar el farol de gas de mi habitación.

—Pues bien, muchacho —respondió fríamente el señor Fogg—, arderá a sus expensas.

Capítulo 5

En el que aparece un nuevo valoren el mercado de Londres.

Al partir de Londres, sin duda Phileas Fogg no sospechaba la gran resonancia que iba a provocar su viaje. La noticia de la apuesta se extendió, primero, por el Reform Club, y produjo una auténtica conmoción entre los miembros del honorable círculo. Después, del club, la conmoción pasó a los periódicos a través de los reporteros, y de los periódicos al público de Londres y de todo el Reino Unido.

Aquel «asunto de la vuelta al mundo» fue comentado, discutido, disecado con tanta pasión y ardor como si se hubiese tratado de un nuevo caso del Alabama. Unos tomaron partido por Phileas Fogg, otros —y muy pronto fueron una mayoría considerable— se pronunciaron contra él. Aquella vuelta al mundo que realizar, no ya en teoría o sobre el papel, en un mínimo de tiempo y con los medios de comunicación actualmente existentes, no solo era imposible, ¡era insensata!

El Times, el Standard, el Evening Star, el Morning Chronicle y otra veintena de periódicos de gran tirada se declararon contra el señor Fogg. Tan solo el Daily Telegraph lo defendió, en cierta medida. Phileas Fogg fue tratado generalmente de maníaco, de loco, y sus colegas del Reform Club fueron censurados por haber aceptado aquella apuesta, que denunciaba un debilitamiento de las facultades mentales de su autor.

Aparecieron artículos extremadamente apasionados, pero lógicos, sobre el tema. Bien sabido es el interés que provoca en Inglaterra todo lo concerniente a la geografía. Por eso, ni un solo lector, fuera cual fuese la clase social a que perteneciese, dejaba de devorar las columnas consagradas al caso de Phileas Fogg.

Durante los primeros días, algunos espíritus audaces —las mujeres principalmente— estuvieron con él, sobre todo cuando el Illustrated London News publicó su retrato, tomado de la fotografía depositada en los archivos del Reform Club. Algunos caballeros osaban decir: «¡Eh! Y, después de todo, ¿por qué no? ¡Cosas más extraordinarias se han visto!». Se trataba, sobre todo, de los lectores del Daily Telegraph. Pero muy pronto se advirtió que incluso aquel periódico empezaba a flaquear.

En efecto, el 7 de octubre apareció un extenso artículo en el Boletín de la Sociedad real de geografía. Trató el tema desde todos los puntos de vista, y demostró claramente la locura de la empresa. Después de aquel artículo, todo estaba contra el viajero, tanto los obstáculos humanos como los obstáculos de la naturaleza. Para tener éxito en tal aventura, habría que admitir una concordancia milagrosa de los horarios de salida y de llegada, concordancia que no existía. En rigor, y en Europa, donde se realizan recorridos de una extensión relativamente mediana, se puede contar con la llegada de los trenes a su hora; pero cuando se necesitan tres días para atravesar la India y siete días para cruzar los Estados Unidos, ¿podrían basarse sobre su exactitud los elementos de tal problema? ¿Y los accidentes de las máquinas, los descarrilamientos, los choques, el mal tiempo, la acumulación de la nieve?

¿Es que todo aquello no jugaba contra Phileas Fogg? Y en los paquebotes, ¿no se encontraría, durante el invierno, a la merced de las tormentas o de las nieblas? ¿Era acaso tan raro que los mejores veleros de las líneas transoceánicas experimentasen retrasos de dos o tres días? En consecuencia, bastaría con un retraso, uno solo, para que la cadena de comunicaciones fuese irreparablemente hecha trizas. Si Phileas Fogg perdía, aunque no fuese más que por unos segundos, un paquebote, se vería obligado a esperar al siguiente, y por eso incluso su viaje se vería comprometido irrevocablemente.

El artículo hizo estragos. Casi todos los periódicos lo reprodujeron, y las acciones Phileas Fogg bajaron sensiblemente.

Durante los primeros días que siguieron a la partida del caballero se habían comprometido importantes desafíos sobre la suerte de su aventura. Es bien conocido el mundo de las apuestas en Inglaterra, mundo más inteligente y más relevante que el del juego. Apostar forma parte del temperamento inglés. Por ello, no solo los diferentes miembros del Reform Club cruzaron considerables apuestas a favor o contra Phileas Fogg, sino que la gran masa del público entró en el juego. Phileas Fogg fue inscrito, como un caballo de carreras, en una especie de «studbook». También lo convirtieron en un valor de bolsa, que fue inmediatamente cotizado en el mercado de Londres. Se compraban y se vendían acciones «Phileas Fogg», en firme o con prima, y se realizaron enormes negocios con ellas. Pero cinco días después de su partida, después del artículo del Boletín de la Sociedad de geografía, las ofertas empezaron a afluir. Las Phileas Fogg bajaron. Se ofrecían por lotes. Primero de cinco, después de diez, hasta que no se aceptaron más que los de veinte, cincuenta o cien.

Le quedó un solo partidario. El viejo y paralítico lord Abermale. El honorable gentleman, clavado en su sillón, hubiese dado toda su fortuna por poder dar la vuelta al mundo, ¡incluso en diez años!, y apostó cinco mil libras a favor de Phileas Fogg. Y cuando, al mismo tiempo que la necedad del proyecto, se le demostraba su inutilidad, se contentaba con responder: «Si la empresa es realizable, bueno es que sea un inglés el primero en llevarla a cabo».

Entre tanto, los partidarios de Phileas Fogg se hacían cada vez más raros; todo el mundo, y no sin razón, lo atacaba; ya no se cotizaba más que a ciento cincuenta o doscientos contra uno, cuando, siete días después de su partida, un incidente totalmente inesperado hizo que ya no se cotizase en absoluto.

En efecto, aquel día, a las nueve de la noche, el director de la policía metropolitana recibió un despacho telegráfico que decía así:

Suez a Londres.

Rowan, director policía, administración central, Scotland plaza.

Persigo ladrón de Banco, Phileas Fogg. Envíen sin retraso orden de detención a Bombay (India inglesa).

Fix, detective.

El efecto que aquel telegrama produjo fue inmediato. El honorable gentleman desapareció para dejar sitio al ladrón de «bank-notes». Su fotografía, depositada en el Reform Club junto a las de todos sus colegas, fue examinada. Reproducía, rasgo por rasgo, al hombre cuya descripción había sido suministrada por la encuesta. Se recordó lo misteriosa que era la existencia de Phileas Fogg, su aislamiento, su inesperada marcha, y pareció evidente que aquel personaje, con el pretexto de un viaje alrededor del mundo, y sustentándolo por una apuesta insensata, no tenía otra idea que la de despistar a los agentes de la policía inglesa.

Capítulo 6

En el que el agente Fix demuestrauna impaciencia harto legítima.

He aquí en qué circunstancias fue enviado aquel despacho concerniente al señor Phileas Fogg.