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Kerabán, un comerciante turco, debe cruzar el Bósforo para atender sus negocios en la orilla oriental de Constantinopla. Por su conocido carácter terco, el modesto peaje recientemente establecido le parece una afrenta. Se negará a pagarlo y preferirá dar la vuelta al mar Negro antes que ceder a la tasa gubernamental, aunque ello le comporte un gasto monumental. El delta del Danubio, Crimea, el Cáucaso, Kurdistán, el litoral turco… desfilan por la novela mientras Kerabán, acompañado de sus pintorescos amigos, no deja de tener aventuras y percances, en parte por la conspiración de rivales interesados en que no llegue a tiempo a la boda entre su sobrino Ahmet y la inteligente Amasia. Una de las novelas más desconocidas de Julio Verne que discurre por los apasionantes escenarios del límite entre Oriente y Occidente y que recuerda a su inmortal La vuelta al mundo en 80 días, publicada diez años antes. Kerabán el testarudo está repleta de humor, dinamismo, crítica social, trata de blancas, tradiciones étnicas ancestrales… que se mezclan en esta novela con un desenlace inesperado y que recupera los rasgos más clásicos de la obra de Verne.
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El día 16 de agosto, a las seis de la tarde, la plaza de Top-Hané, en Constantinopla, tan animada de ordinario por el movimiento y el bullicio de la multitud, se hallaba a la sazón silenciosa, triste y casi desierta. No obstante, todavía presentaba un hermoso aspecto vista desde lo alto de la escalera que desciende hasta el Bósforo. Pero se echaba de menos a los personajes para completar el cuadro, pues tan solo algún que otro extranjero pasaba por allí para subir con rápido paso por las estrechas, tortuosas y sucias callejuelas –obstruidas casi siempre por amarillentos perros– que conducen al arrabal de Pera. Allí se encuentra el barrio reservado a los europeos, cuyas casas, construidas de blanca piedra, se destacan sobre el negro tapiz formado por los cipreses de la colina.
La mencionada plaza resulta siempre pintoresca, aun sin la variedad de toda suerte de trajes de los que por ella pasean, y que animan, por decirlo así, el efecto de su primer término; la mezquita de Mahmud, de esbeltos minaretes; la linda fuente de estilo árabe, falta hoy el techadillo que antes la cubría; tiendas en las que se venden pastas y bebidas de mil clases; escaparates en los que se confunden variadas frutas, sobresaliendo entre ellas las curgas, los melones de Esmirna y las uvas de Escutari, que contrastan con los planos canastillos de mimbre de los vendedores de perfumes y de rosarios; y por fin, los innumerables caiques o barquillas pintarrajeadas, cuyo doble remo bajo las cruzadas manos de los raidjis, más que batirlas, parece que acarician las azuladas aguas del Cuerno de Oro y del Bósforo al irse acercando a la escalera de que ya hemos hecho mención.
¿Dónde se encontraban a dicha hora los acostumbrados paseantes de la plaza de Top-Hané; los persas de elegante gorro de astracán; los griegos luciendo con gracia sus plegadas enagüillas; los circasianos, vestidos casi siempre de uniforme militar; los georgianos, que han permanecido rusos por el traje, aun más allá de sus fronteras; los arnautas, cuya piel, curtida por el sol, aparece bajo el escote de sus bordadas chaquetas, y, por fin los turcos osmanlíes, esos hijos de la antigua Bizancio y del viejo Estambul, dónde se hallaban?
Ciertamente que no se hubiera podido preguntar a dos extranjeros, dos occidentales, quienes, con mirada inquisitorial, alta la cabeza y paso indeciso, se paseaban a aquella hora por la casi solitaria plaza, pues, de seguro, no hubieran sabido contestar.
Es más: en la ciudad propiamente dicha, más allá del puerto, un turista cualquiera habría observado que reinaba el mismo silencio y abandono. Del otro lado del Cuerno de Oro (profunda indentación abierta entre el antiguo Serrallo y el desembarcadero de Top-Hané), en la orilla derecha, que se une con la izquierda por medio de tres puentes de barcas, todo el anfiteatro que formaba la ciudad de Constantinopla parecía dormido. ¿Por ventura nadie velaba entonces en el palacio del Serrallo? ¿No había ya creyentes, ni peregrinos en las mezquitas de Ahmed, de Beyazid, de Santa Sofía ni en la de Suleimán?
¿Dormían la siesta los guardias de las torres de Seraskierat y de Gálata, encargados de vigilar los comienzos de algunos de los muchos incendios tan frecuentes en la ciudad? En realidad, hasta el movimiento del puerto parecía haber cesado un tanto, no obstante la flotilla de vapores austríacos, franceses e ingleses y de los caiques y chalupas que se aglomeraban habitualmente en la proximidad de los puentes y a lo largo de los edificios cuya base bañan las aguas del Cuerno de Oro.
¿Era, en efecto, aquella la Constantinopla tan ensalzada, ese sueño del Oriente realizado por la voluntad de Constantino y de Mehmed II? He aquí lo que se preguntaban los dos extranjeros que discutían por la plaza. Y si no contestaban a dicha pregunta no era ciertamente porque desconociesen la lengua del país, ambos conocían el turco bastante bien. El uno, porque le empleaba hacía ya veinte años en su correspondencia comercial; y el otro, por haber servido con frecuencia de secretario a su amo, a pesar de su calidad de criado.
Los dos eran holandeses, naturales de Róterdam. Jan Van Mitten y su criado Bruno, a quienes su singular destino acababa de arrojar hasta los extremos confines de Europa.
Van Mitten, a quien todo el mundo conoce, es un hombre de cuarenta y cinco a cuarenta y seis años, rubio todavía. Sus ojos son de color azul celeste, la nariz demasiado corta si se atiende al volumen de su cara, en la que, a más de colorados carrillos, luce patillas y perillas de un color amarillento. Su estatura es más que mediana, no obstante la naciente obesidad que en él se observa, y sus pies son, por último, un acabado modelo de solidez, ya que no de elegancia. Tiene, en realidad, todo el aspecto de un buen hombre, y no puede negar el país de donde procede.
En lo que respecta a la parte moral, tal vez Van Mitten pueda parecer un poco blando de temperamento. Pertenece, sin duda alguna, a la categoría de esos hombres de carácter dulce y sociable que huyen siempre de la discusión, que se hallan prestos a ceder en todas ocasiones, nacidos para obedecer y no para mandar hombres. En una palabra, tranquilos, flemáticos, de los que comúnmente se dice que carecen de voluntad, por más que crean tenerla, lo cual, sea dicho de paso, no les hace más malos de lo que realmente puedan serlo. Una vez, tan solo una vez en su vida, Van Mitten, llevado al último extremo, había entablado una discusión cuyas consecuencias habían sido muy graves. Aquel día había perdido los estribos. Pero se serenó rápidamente, volviendo a su carácter pacífico, como el que vuelve a entrar en su casa. Realmente puede que hubiera hecho mejor en ceder, y no hubiese dudado en hacerlo si hubiera sabido lo que el porvenir le reservaba. Pero no conviene anticipar acontecimientos que han de servir de base a esta historia.
—Ya estamos en Constantinopla, señor —dijo Bruno cuando llegaron a la plaza de Top-Hané.
—¡Sí, Bruno, en Constantinopla, o, lo que es lo mismo, a unas mil leguas de Róterdam!
—¿Encontraréis, al fin, que ya nos hallamos bastante lejos de Holanda?
—¡Nada me parecerá nunca bastante lejos! —contestó Van Mitten a media voz, cual si temiese ser oído desde su país.
Van Mitten tenía en Bruno un servidor completamente fiel, y que, en lo físico, se parecía a su amo, hasta lo que el respeto le permitía. La costumbre de vivir juntos desde hacía veinte años, durante los cuales no se habían separado quizás ni un solo día, había hecho que Bruno fuese en la casa algo menos que un amigo y algo más que un criado: servía con método e inteligencia, no vacilaba en dar consejos (los cuales hubieran podido aprovechar a Van Mitten), y aún, algunas veces, se permitía dirigir alguno que otro reproche a su amo, que este aceptaba bondadosamente. Lo que, sobre todo, le ponía fuera de sí, es que este último no supiese resistir a la voluntad de los demás y que tan falto estuviese de carácter.
—Semejante conducta producirá vuestra desgracia al propio tiempo que la mía —le solía decir con frecuencia.
Es preciso añadir que Bruno, que contaba entonces cuarenta años, era sedentario por naturaleza y no podía sufrir andar de un lado a otro, pues a causa de la fatiga se compromete el equilibrio del organismo, se adelgaza, y Bruno, que tenía la costumbre de pasearse todas las semanas, no quería perder nada de su buena planta. Cuando entró al servicio de Van Mitten su peso no llegaba a las cien libras; su delgadez era, por lo tanto, humillante para un holandés. Pero en menos de un año, y gracias al excelente régimen de la casa, había aumentado su peso en treinta libras y podía ya presentarse en cualquier parte. Debía, pues, a su amo, a más del buen aspecto de su cara, las ciento sesenta y siete libras que ahora pesaba, lo que constituía un buen término medio entre sus compatriotas. Por otra parte, era preciso ser modesto, y se reservaba, por lo tanto, para cuando llegase a viejo el alcanzar las doscientas libras.
En resumen, apegado a su casa, a su pueblo natal, a su país (esa tierra conquistada al mar del Norte), Bruno, si graves circunstancias no le hubiesen obligado a ello, jamás se habría resignado a abandonar la habitación del canal de Nieuwe-Haven ni su buena ciudad de Róterdam, que a sus ojos era la primera ciudad de Holanda, así como esta podía ser muy bien el reino más hermoso del mundo. A pesar de ello, Bruno se hallaba en Constantinopla, en la antigua Bizancio, la Estambul de los turcos; la capital, en suma, del Imperio otomano. Después de todo, y para resumir, ¿quién era Van Mitten?
Pues nada menos que un rico comerciante de Róterdam, negociante en tabacos, consignatario de los mejores productos de La Habana, Maryland, Virginia, Barinas, Puerto Rico, y más especialmente de Macedonia, Siria y del Asia Menor.
Hacía ya veinte años que Van Mitten había emprendido considerables negocios de este género con la casa Kerabán, de Constantinopla, la que expedía sus renombrados y garantizados tabacos a las cinco partes del mundo. Del cambio de correspondencia con tan importante casa provenía que el negociante holandés conociese a fondo la lengua turca, o, mejor dicho, el osmanlí, usado en todo el Imperio, y que la hablase como un verdadero súbdito del Bajá o de un ministro el emir El-Mumenin, el Comendador de los creyentes. De ahí proviene también que Bruno, tanto por su simpatía como por estar al corriente de los asuntos de su amo, hablase el osmanlí no menos bien que él.
Se había convenido entre estos dos entes originales, que, en tanto que permaneciesen en Turquía, no emplearían otro lenguaje que el del país, aun en sus conversaciones personales. Realmente, si no hubiese sido por su traje, cualquiera habría podido tomarles por osmanlíes de pura raza, y aunque semejante creencia pudiera halagar el amor propio de Van Mitten, no sucedía lo mismo respecto a Bruno, el cual se resignaba a preguntar todas las mañanas a su amo:
—¿Efendum, emriniz né dir?
Lo que significa; «Señor, ¿qué deseáis?».
Su amo le respondía en buen turco:
—Sitrimi, pantalounymi fourtcha.
O, lo que es lo mismo; «Cepilla mi gabán y mi pantalón».
Se ve, pues, por lo que llevamos dicho, que a Van Mitten y a Bruno no debía costarles gran trabajo discurrir por las calles de Constantinopla. Primero, porque conocían de un modo suficiente la lengua del país, y luego porque no podrían menos de ser amigablemente acogidos en la casa Kerabán, cuyo jefe, habiendo hecho un viaje a Holanda en cierta ocasión, contrajo afectuosas amistades con su corresponsal de Róterdam, y, en virtud de esta misma razón, al abandonar Van Mitten su país, había tenido la idea de ir a instalarse a Constantinopla, siguiéndose de aquí que Bruno se hubiese resignado a seguirle, bien a pesar suyo y de que se hallasen, por fin, errando a la ventura por la plaza de Top-Hané, en la que, en aquella avanzada hora, algunos transeúntes, extranjeros en su mayor parte, comenzaban a mostrarse. Sin embargo, dos o tres súbditos del sultán paseaban y conversaban asimismo, y el amo de un café establecido en el fondo de la plaza arreglaba sin gran prisa las hasta entonces desiertas mesas.
—Antes de una hora —dijo uno de los turcos— el sol habrá desaparecido entre las aguas del Bósforo, y entonces…
—Y entonces —respondió otro— podremos comer, beber y, sobre todo, fumar a nuestro gusto.
—Encuentro que es algo largo este ayuno del Ramadàn.
—¡Como todos los ayunos!
Otros dos extranjeros, que se paseaban por delante del café, cambiaban sus impresiones sobre el particular.
—¡Qué raros son estos turcos! —decía uno de ellos—. En verdad que si un viajero cualquiera visitase Constantinopla, durante esta especie de obligada cuaresma, llevaría una idea bien triste de la capital de Mehmet II.
—Sin embargo —replicó el otro—, Londres no es mucho más alegre los domingos, y si los turcos ayunan durante el día, se desquitan durante la noche, pues con el cañonazo que anuncia la puesta del sol comienzan a tomar las calles su habitual aspecto y a sentirse el olor de la carne asada, mezclada con el perfume de las bebidas y con el humo de los chibuquís y cigarrillos.
En corroboración de lo antedicho, llamó el cafetero al mozo de su establecimiento, diciéndole:
—Es necesario que todo esté dispuesto. Dentro de una hora afluirán los ayunadores y no sabremos cómo entendérnoslas.
Los dos extranjeros continuaron su conversación, diciendo:
—Creo que Constantinopla ofrece más curiosidades en este período del Ramadán. Si durante el día aparece triste, insulsa y lamentable como en un Miércoles de Ceniza, en cambio, son sus noches alegres, ruidosas y desordenadas como un Martes de Carnaval.
—En efecto, es un curioso contraste.
Mientras los dos extranjeros hablaban así, los turcos les miraban, no sin envidia.
—¡Cuán dichosos son esos extranjeros! —decía uno—. ¡Pueden comer, beber y fumar cuando les place!
—Sin duda —respondió el otro—; pero en este momento no hallarían un kebab de camero, ni un pilav de pollo con arroz, ni una galleta de baklava y puede que ni siquiera una tajada de sandía o de pepino…
—¡Porque ignoran, por decirlo así, los escondites donde encontrarlo! ¡Con algunas piastras se hallan siempre vendedores acomodaticios, que tienen dispensas de Mehmet!
—¡Por Alá! —dijo entonces uno de aquellos turcos—. Mis cigarrillos se están secando en mi bolsa, y no es cosa de que yo pierda benévolamente algunos paras de Latakia.
Y aun a riesgo de ser visto, aquel creyente, que tan poco se molestaba por sus creencias, sacó un cigarrillo, lo encendió y arrojó rápidamente dos o tres bocanadas de humo.
—Ten cuidado —le dijo su compañero—, no pase algún ulema poco sufrido y te…
—¡Bueno! —replicó el otro—. Con tragarme el humo, no lo verá, y asunto concluido.
Ambos continuaron su paseo por la plaza y después por las vecinas calles que suben hasta los barrios de Pera y de Gálata.
—Decididamente, amo mío —exclamó Bruno mirando a derecha e izquierda—, es esta una ciudad bien singular. Desde que hemos salido de nuestro hotel no hemos visto más que sombras de habitantes, fantasmas constantinopolitanos. Todo duerme en las calles, en los muelles, en las plazas. ¡Hasta esos perros amarillentos y enflaquecidos, que ni se toman la pena de levantarse para mordemos en las pantorrillas! ¡Vaya, vaya! A despecho de lo que cuentan los viajeros, nada se gana con viajar. En cuanto a mí, prefiero con mucho nuestra buena ciudad de Róterdam y el cielo gris de nuestra vieja Holanda.
—¡Paciencia, Bruno, paciencia! —respondía el tranquilo Van Mitten—. No hace más que pocas horas que hemos llegado: no te ocultaré, sin embargo, que no es esta la Constantinopla que yo había soñado. Me imaginaba que iba a entrar en pleno Oriente. A penetrar, en fin, en un sueño de Las mil y una noches, y me veo, por el contrario, aprisionado en el fondo de…
—¡De un inmenso convento —dijo Bruno—, y rodeado de gentes, tristes como frailes enclaustrados!
—Mi amigo Kerabán nos explicará lo que todo esto significa —respondió Van Mitten.
—Pero, ¿dónde nos hallamos en este momento? —preguntó Bruno—. ¿Qué plaza es esta?, ¿Qué muelle es éste?
—Si no me equivoco —respondió Van Mitten—, nos hallamos en la plaza de Top-Hané, precisamente en el extremo del Cuerno de Oro. He ahí el Bósforo, que baña la costa de Asia, y al otro lado del puerto se percibe la punta del Serrallo y la ciudad turca que se alza sobre aquel.
—¡El Serrallo! —exclamó Bruno—. ¡Cómo! ¿Es aquel el palacio donde vive el Sultán con sus ochenta mil odaliscas?
—¡Ochenta mil son muchas, Bruno! Son demasiadas para un hombre solo, aun tratándose de un turco. En Holanda no tiene más que una mujer cada individuo, y, así y todo, es algunas veces sumamente difícil conservar la paz en el seno del matrimonio.
—¡Bueno, señor, bueno! ¡No hablemos más sobre ese particular! —dijo Bruno, volviendo la vista hacia el café, que continuaba desierto.
—Me parece que aquello es un café —dijo—. La caminata por ese arrabal de Pera ha extenuado nuestras fuerzas. El sol de Turquía abrasa como la boca de un horno, y no me extrañaría que el señor tuviese necesidad de tomar algún refresco.
—¡Buena manera de decir que tienes sed! —respondió Van Mitten—. Entremos, pues, en ese café.
Ambos se dirigieron al establecimiento y tomaron asiento al lado de una de las mesillas colocadas delante de la fachada.
—¡Cawadjí! —gritó Bruno llamando a la manera de los europeos.
Nadie contestó a su llamamiento.
Bruno volvió a llamar alzando más la voz.
El propietario del café apareció en el fondo de su tienda, pero no mostró prisa alguna en acudir.
—¡Extranjeros! —murmuró cuando hubo percibido a los dos clientes sentados delante de la mesa—. Creerán, por ventura, que…
Por fin se decidió a aproximarse a los dos viajeros.
—Cawadjí, servidnos un frasco de agua de cereza, bien fresca —dijo Van Mitten.
—Después de que se oiga el cañonazo —respondió el cafetero.
—¡Y qué necesidad tenemos de oír cañonazo alguno para tomar el agua de cerezas! —exclamó Bruno—. Con menta, cawadjí, con menta es como la queremos.
—Si no tenéis agua de cerezas —replicó Van Mitten—, dadnos un vaso de rahtlokum rosa. Parece que es excelente, si he de creer a mi «guía».
—Después de que se oiga el cañonazo —repitió por segunda vez el cafetero, haciendo un ligero movimiento de hombros.
—Pero, ¿qué diablos de cañonazo es ese? —preguntó Bruno dirigiéndose a su amo.
—Veamos —repitió este con su natural bondad—; si no tenéis rahtlokum, dadnos una taza de moka… un sorbete…, lo que queráis, amigo mío, lo que queráis; pero servidnos algo.
—Después de que se oiga el cañonazo. Ni un minuto antes.
Y sin más ceremonias, volvió a entrar en el establecimiento.
—Vamos, señor —dijo Bruno—, abandonemos esta endiablada tienda. ¿Habrase visto en la vida cosa semejante? ¡Contestar a nuestras preguntas con cañonazos ese zopenco de turco!
Ambos se levantaron dirigiéndose nuevamente a la plaza.
—Ven, Bruno —dijo Van Mitten—, quizá encontremos por ahí algún otro cafetero más complaciente que este.
—Decididamente, mi querido amo, ya deseo encontrar a vuestro amigo el señor Kerabán: ¡ya sabríamos a qué atenemos si le hubiésemos hallado en su despacho!
—Sí, Bruno, sí. Pero ten un poco de paciencia. Nos han dicho que le encontraríamos en esta plaza.
—Pero no antes de las siete, señor, y aquí precisamente al lado de la escalera de Top-Hané debe venir a buscarle su caique para transportarle al otro lado del Bósforo, a su villa de Scutari.
—En efecto, Bruno, ese estimable negociante nos pondrá al corriente de lo que aquí pasa. ¡Ah! Ese es un verdadero osmanlí, uno de tantos fieles del partido de los antiguos turcos, que no quieren admitir ninguna de las actuales cosas, tanto en lo que respecta a las ideas como a los usos y costumbres; que protestan contra todas las invenciones de la industria moderna, que prefieren una diligencia a un ferrocarril, y una embarcación cualquiera de vela a un barco de vapor. En los veinte años que hace que nos tratamos y hacemos negocios juntos, no he observado que las ideas de mi amigo Kerabán hayan variado en lo más mínimo. Cuando, hace tres años, fue a verme a Róterdam, llegó en silla de postas; así es que, en lugar de ocho días que debió haber empleado en el viaje, ¡tardó un mes en llegar! He visto muchas personas testarudas en el transcurso de mi vida, pero tan obcecado como él, ninguna.
—Mucho se va a sorprender al hallamos en Constantinopla —dijo Bruno.
—Así lo creo —respondió Van Mitten—. En fin, al menos en su compañía estaremos verdaderamente en plena Turquía. ¡Ah!, jamás consentirá mi amigo Kerabán en vestir el traje del Nizam, la levita azul y el gorro o casquete encamado de los nuevos turcos.
—Cuando se quitan el casquete —dijo Bruno—, me hacen el efecto de una botella que se destapa.
—Estoy seguro de que mi querido e inmutable amigo Kerabán estará todavía vestido como cuando fue a visitarme a Holanda, al otro extremo de Europa, como quien no dice nada, con su ancho turbante y su caftán de color de canela.
—Sí, un completo mercader de dátiles —interrumpió Bruno.
—Un mercader de dátiles que podría venderlos de oro… y aún hacérselos servir a la mesa en todas las comidas. Pero, ya se ve, ha emprendido el mejor género de comercio en este país: el del tabaco. Y, como es natural, no hay otro remedio sino hacer una fortuna en una ciudad en la que todo el mundo fuma, desde que se levanta hasta que se acuesta, y desde que se acuesta hasta que se levanta.
—¿Qué decís, señor? —interrumpió Bruno—. ¿Dónde veis esos fumadores que yo no veo? Creo, por el contrario, que aquí nadie fuma. Yo que esperaba encontrar grupos de turcos delante de cada puerta, envueltos en los serpentines de sus narguiles o pipas, o bien con el largo tubo de cerezo en la mano y la boquilla de ámbar en la boca. Pero, ¡quiá!, ni por pienso. ¡No he visto todavía fumar un mal cigarro, ni siquiera un cigarrillo!
—Yo tampoco lo comprendo, Bruno. Pues, en honor a la verdad, las calles de Róterdam están mucho más ennegrecidas por el humo del tabaco que las de Constantinopla.
—¡Caramba, señor! —dijo Bruno—. ¿Estáis seguro de que no hemos equivocado el camino? No es posible que esta sea la capital de Turquía. Estoy por apostar que nos hallamos en el lado opuesto, que este no es el Cuerno de Oro, sino el Támesis con sus mil embarcaciones de vapor. Vaya, aquella mezquita que se ve allá abajo no es Santa Sofía, sino San Pablo. Esta ciudad no es Constantinopla. No, señor, no puede ser. ¡Nos hallamos en Londres!
—Modérate, Bruno —respondió Van Mitten—. Ese carácter nervioso no le cuadra a un holandés. Imita mi paciencia y mi flema, y no te extrañes de nada. Hemos abandonado Róterdam a consecuencia… de lo que tú sabes.
—¡Sí… sí…! —dijo Bruno haciendo un movimiento de cabeza.
—Hemos venido por París, hemos atravesado el San Gotardo, Italia, Brindisi, el Mediterráneo, y no creo persistas en asegurar que el vapor de las Mensajerías nos haya dejado en el Puente de Londres después de ocho días de travesía, en vez de dejamos en el Puente de Gálata.
—Sin embargo… —se aventuró a decir Bruno.
—Es más, te ruego que en presencia de mi amigo Kerabán no te permitas chanzas semejantes, podría tomarlas a mal y discutir, y obcecarse.
—Ya tendré cuidado, señor. Pero ya que es imposible refrescar aquí, creo que no habrá inconveniente en encender la pipa. ¿No creéis lo mismo, señor?
—Tal creo, Bruno, y como mercader que soy de tabaco, nada me es tan agradable como ver fumar a todo el mundo. Llego hasta el punto de sentir que la naturaleza no nos haya dado más que una boca. Verdad es que pueden aprovecharse las narices para absorber el tabaco convertido en rapé.
—Y los dientes para mascarlo —añadió Bruno, llenando su enorme pipa de porcelana.
Un momento después, la pipa ardía convenientemente, y de la boca de Bruno se escapaban, con gran satisfacción de este, espesas bocanadas de humo.
Pero, en aquel mismo instante, los dos turcos que habían protestado de un modo tan singular contra las abstinencias del Ramadán, volvieron a aparecer en la plaza. Uno de ellos, precisamente aquel que había encendido su cigarrillo, infringiendo las prescripciones de la ley mahometana, fue quien apercibió a Bruno con la pipa en la boca.
—¡Por Alá! —dijo a su compañero—. He ahí a uno de esos malditos extranjeros que se atreven a infringir el Corán. No lo sufriré.
—Apaga, al menos, tu cigarrillo —le respondió su compañero.
—Sí, tienes razón.
Y al decir esto, arrojó el cigarrillo, y se dirigió en línea recta hacia donde se hallaba el holandés, quien no se esperaba, ciertamente, una tan brusca interpelación.
—¡Después del cañonazo! —dijo con aire irritado el turco, arrancando la pipa de los labios de Bruno.
—¡Eh, mi pipa! —dijo este último, al cual su amo trataba vanamente de contener.
—¡Después del cañonazo, perro cristiano!
—Más perro eres tú, mastín turco.
—Calma, Bruno, calma —dijo Van Mitten.
—Al menos que me devuelva mi pipa.
—¡Después del cañonazo! —repitió por última vez el turco, haciendo desaparecer la pipa entre los pliegues de su caftán.
—Ven, Bruno —dijo entonces Van Mitten—, es necesario no herir las creencias ni las costumbres del país que se visita.
—Sí, sí, buenas costumbres te dé Dios; costumbres de ladrones —contestó Bruno.
—Vamos, te digo. Mi amigo Kerabán debe hallarse en esta plaza a las siete o poco antes. Continuaremos nuestro paseo, y ya le encontraremos a su debido tiempo.
Van Mitten arrastró, por decirlo así, a Bruno, cuyo despecho no conocía límites desde que, de un modo tan violento, le habían arrancado su pipa, hacia la cual, como acontece a los verdaderos fumadores, sentía no poco apego.
Los dos turcos quedaron solos, y el que acababa de arrebatar a Bruno su pipa dijo a su compañero:
—En verdad que estos extranjeros se permiten unas libertades…
—¡Hasta se permiten fumar antes de la puesta del sol!
—¿Quieres fuego? —añadió el otro.
—Con mucho gusto —le contestó su compañero, encendiendo su cigarrillo.
En el instante mismo en que Van Mitten y Bruno seguían el muelle de Top-Hané, del lado del primer puente de barcas de la Sultana, que pone en comunicación a Gálata con la antigua Estambul a través del Cuerno de Oro, un turco volvía rápidamente la esquina de la mezquita de Mahmud y se detenía en la plaza.
Acababan de dar las seis. Por cuarta vez, durante el día, los muecines se asomaban a los balcones de los minaretes, cuyo número, en las mezquitas de fundación imperial, no es nunca menor de cuatro. Sus voces habían resonado por encima de la ciudad, llamado a los fieles a la oración, y lanzando al espacio la consagrada fórmula de; ¡La Ilah il Allah vé Mohamed result Allah! (No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su profeta).
El turco se volvió un instante, dirigió su vista hacia los pocos paseantes que por la plaza circulaban, inspeccionó con visibles muestras de impaciencia el eje de las calles que desembocaban en ella, cual si tratara de ver llegar una persona, que, sin duda alguna, aguardaba.
—¡Ese Yarhud no llegará nunca! —murmuró—. Sabe, sin embargo, que debe encontrarse aquí a la hora convenida.
El turco dio algunas vueltas por la plaza, llegando a avanzar hasta el ángulo norte del cuartel del Top-Hané, miró del lado de la fundición de cañones y, después de golpear repetidas veces el suelo con uno de sus pies, en prueba de lo poco grato que le era aguardar, se dirigió hacia el café donde, momentos antes, Van Mitten y su criado habían tratado vanamente de refrescarse.
El turco fue a colocarse al lado de una de las mesas vacías, y se sentó sin reclamar servicio alguno del cawadjí. Observador escrupuloso de los ayunos del Ramadán, sabía que no era llegada la hora de despachar ninguna de las variadas bebidas otomanas.
Este turco era nada menos que Scarpante, intendente del señor Saffar, rico otomano que habitaba en Trebisonda, esa parte de la Turquía asiática que forma el litoral sur del mar Negro.
Viajaba por entonces el señor Saffar a través de las provincias meridionales de Rusia, y después de visitar los distritos del Cáucaso debía volver a Trebisonda, no dudando un solo momento que su intendente hubiese llegado a obtener un completo éxito en una empresa que muy especialmente le había encomendado. Scarpante, una vez terminada su comisión, debía reunirse con Saffar en el palacio de este último, donde se desplegaba una magnificencia y un fausto dignos tan solo de una riqueza oriental, pues hasta los carruajes de su dueño eran citados en la ciudad como modelo de la más perfecta elegancia e inusitado lujo. El señor Saffar trataba en todas ocasiones de hacer patente el poder que el dinero le proporcionaba, y basado en esto no hubiera jamás tolerado que un hombre al cual él hubiese ordenado vencer, resultase vencido. Obraba, en fin, en todo y por todo, con la misma ostentación de un nabab del Asia Menor.
En lo que respecta al intendente, era un hombre audaz, capaz de todo género de empresas, sin que en ellas le hiciese retroceder obstáculo alguno. Se hallaba, en fin, siempre dispuesto a satisfacer los menores deseos de su amo. Con dicho propósito acababa de llegar aquel día a Constantinopla para acudir a una cita convenida con cierto capitán maltés, tan buen sujeto, poco más o menos, como el mismo Scarpante.
El susodicho capitán, llamado Yarhud, mandaba una pequeña embarcación, el Güidar, en la que habitualmente hacía su viaje al mar Negro. Unía a su comercio de contrabando otro no menos digno de castigo, el de esclavos negros traídos del Sudán, Etiopía o Egipto, y el de circasianas o georgianas, cuyo mercado se halla precisamente situado en el barrio de Top-Hané, a ciencia y paciencia del gobierno, que hace de muy buen grado la vista gorda.
Yarhud no llegaba, y Scarpante, aunque a primera vista permaneciese impasible, se hallaba, sin embargo, dominado en su interior por una cólera sorda que hacía hervir su sangre.
—¿Habrá sobrevenido algún accidente a ese perro? —murmuró—. Ha debido salir de Odesa anteayer, y ya debiera hallarse aquí, en esta plaza, en este café y a esta hora, que es la convenida para la cita…
En ese momento un marino maltés apareció en el ángulo del muelle. Era Yarhud. Miró a todos lados y por fin divisó a Scarpante, que se levantó en seguida, abandonó el café y fue a reunirse con el capitán del Güidar, en tanto que algunos transeúntes, más numerosos que antes, pero siempre silenciosos, iban y venían de un lado a otro de la plaza.
—No tengo costumbre de aguardar, Yarhud —dijo Scarpante, con un tono cuya significación no ofrecía la menor duda.
—Perdonadme, Scarpante, pero me he apresurado todo lo posible por ser puntual a la cita.
—¿Llegas ahora mismo?
—En este instante, conducido por el ferrocarril de Yamboli a Andrinópolis, y si el tren no hubiese sufrido retraso…
—¿Cuándo has salido de Odesa?
—Anteayer.
—¿Y tu barco?
—Me aguarda en el puerto de Odesa.
—¿Estás seguro de la tripulación?
—Completamente seguro, son malteses como yo, y fíeles, además, con quien les paga generosamente.
—¿Te obedecerán?
—En todo y por todo.
—¡Bien! ¿Y qué noticias me traes, Yarhud?
—Buenas y malas a la vez —respondió el capitán, bajando un tanto la voz.
—Pues sepamos primero las malas —dijo Scarpante.
—La joven Amasia, hija del banquero Selim, de Odesa, debe casarse en breve, y su rapto ocasionará más dificultades y apresuramiento, visto que su matrimonio está ya, no tan solo decidido, sino también próximo.
—¡Ese matrimonio no se llevará a efecto, Yarhud! —exclamó Scarpante, elevando su voz más de lo necesario—. ¡Juro por Mahoma que no se efectuará!
—No he dicho yo que se efectúe, Scarpante, sino que debe efectuarse.
—Sea —replicó el intendente—, pero antes de tres días quiere el señor Saffar que esa joven sea embarcada con dirección a Trebisonda. Y si tú lo juzgases imposible…
—Tampoco he dicho que eso sea imposible, nada lo es con audacia y dinero. Lo que solamente os he dicho es que ofrecería dificultades, he ahí todo.
—¡Dificultades! —respondió Scarpante—. ¡No será la primera vez que una joven turca o rusa haya desaparecido de Odesa abandonando el hogar paterno!
—Y no será la última —dijo Yarhud—, o el capitán del Güidar habría por completo olvidado su oficio.
—¿Quién es el hombre que tan en breve debe casarse con la joven Amasia? —preguntó Scarpante.
—Un joven turco, de la misma raza que ella.
—¿Un turco de Odesa?
—No, de Constantinopla.
—¿Y se llama…?
—Ahmet.
—¿Quién es ese Ahmet?
—Es sobrino y heredero único de un rico negociante de Gálata, del señor Kerabán.
—¿A qué se dedica el señor Kerabán?
—Al negocio de tabacos, en el que ha ganado una gran fortuna. Tiene como corresponsal en Odesa al banquero Selim. Hacen unidos importantes negocios y se visitan con frecuencia. En una de dichas visitas Ahmet ha conocido a Amasia, y después, el padre de esta y el tío de aquel han convenido la boda.
—¿Dónde debe tener lugar el casamiento? ¿Aquí, en Constantinopla?
—No, en Odesa.
—¿En qué época?
—No lo sé, pero es de temer que, a instancias de Ahmet, se verifique de un día para otro.
—Así, pues, no tenemos que perder ni un solo instante.
—Ni siquiera uno.
—¿Dónde se halla ahora Ahmet?
—En Odesa.
—¿Y Kerabán?
—En Constantinopla.
—Durante el tiempo transcurrido entre tu llegada a Odesa y tu partida, ¿has tenido ocasión de ver a ese joven?
—Tenía interés en verle y conocerle, Scarpante… y… ya le he visto y le conozco.
—Dame algún pormenor sobre su persona.
—Es un hombre a propósito para gustar a las mujeres, y, por tanto, ha gustado a la hija del banquero Selim.
—¿Es hombre de temer?
—Dicen que es muy bravo y muy resuelto, y en este asunto creo que tendremos que habérnoslas con él.
—¿Es independiente por su posición, por su fortuna? —preguntó Scarpante, que insistía en averiguar los rasgos más salientes del carácter de Ahmet, cuya personalidad le infundía alguna inquietud.
—No, Scarpante —respondió Yarhud—. Ahmet depende de su tío y tutor, el señor Kerabán, que le ama como a un hijo, y que debe ir en seguida a Odesa para la terminación del contrato de boda.
—¿No podríamos, por ventura, retrasar el viaje de ese señor Kerabán?
—Eso sería lo mejor, porque nos daría tiempo para obrar, pero ¿cómo conseguirlo?
—Tú debes pensaren ello, Yarhud —respondió Scarpante—; pero es preciso que la voluntad del señor Saffar se cumpla, y que la joven sea trasladada a Trebisonda. No será la primera vez que el Güidar visite por cuenta propia el litoral del mar Negro. Por otra parte, tú ya sabes cómo pago los servicios…
—Lo sé muy bien, Scarpante.
—El señor Saffar ha visto a esa joven en su casa de Odesa solo un instante, y se ha prendado de su beldad. Así, pues, ella no tendrá por qué arrepentirse al cambiar la casa del banquero Selim por el magnífico palacio de Trebisonda. Se procederá, por lo tanto, al rapto de Amasia, si no por tu conducto, Yarhud, por el de otro cualquiera.
—¡Podéis contar que será por el mío! —contestó el capitán maltés—. Y, ahora —continuó— que os he dicho los malas noticias, voy a daros a conocer las buenas.
—Habla —dijo Scarpante, que, después de dar algunos pasos con aire reflexivo, volvió cerca de Yarhud.
—Si el casamiento proyectado hace más difícil el rapto de la joven, supuesto que Ahmet no la abandona un momento, me proporciona, al menos, la ocasión de penetrar en la casa del banquero Selim, y os diré de qué modo. Como sabéis, además de mi condición de capitán, poseo también la de traficante, y dentro del Güidar se encierra un rico cargamento de telas de seda, pieles de marta y de cebellina, brocado adiamantado, pasamanerías fabricadas por los más hábiles tejedores de oro del Asia Menor, y por fin, otros cien objetos que pueden muy bien excitar la codicia de una joven próxima a casarse. Con este pretexto, puedo, valiéndome de mi habilidad, hacer que vaya a visitar el buque, y una vez en él, aprovechando un viento favorable, hacerme a la mar antes de que puedan apercibirse del rapto.
—Muy bien pensado, Yarhud —dijo Scarpante—. No dudo que obtendrás un feliz éxito. Pero no olvides un solo instante que todo ese plan debe ir acompañado del más profundo secreto.
—Nada temáis, Scarpante.
—¿Te hace falta dinero?
—No, y no me faltará nunca con un señor tan generoso como el vuestro.
—¡Pues no perdamos el tiempo! Porque, una vez verificado el enlace, Amasia será la mujer de Ahmet, y no es seguramente a una mujer ya casada a quien el señor Saffar trata de hallar en Trebisonda.
—Eso se comprende.
—Por lo tanto, en el momento en que la hija del banquero Selim se encuentre a bordo del Güidar, levarás anclas, ¿no es cierto?
—Sí, porque antes de poner manos a la obra procuraré aguardar alguna brisa segura y favorable del oeste.
—¿Cuánto tiempo necesitas para ir directamente desde Odesa a Trebisonda?
—Contando con todo género de retrasos, calmas del estío o los cambios de vientos, tan frecuentes en el mar Negro, puede durar la travesía unas tres semanas.
—¡Bien! —respondió Scarpante—. Hacia esa época yo me hallaré de regreso en Trebisonda, donde mi amo no tardará en seguirme.
—Yo espero llegar antes.
—Las órdenes del señor Saffar son terminantes, y te prescriben todas las atenciones posibles hacia esa joven. ¡Cuando se halle a bordo, nada de brutalidades ni de violencias!
—Será respetada como lo desea el señor Saffar, y como lo sería él mismo.
—¡Cuento con tu celo, Yarhud!
—Os pertenece por entero, Scarpante.
—También cuento con tu destreza.
—Ciertamente, pero no os ocultaré que hubiera estado más seguro del éxito si ese matrimonio sufriese algún retraso. ¡Y podría haberlo si se opusiese algún obstáculo a la inmediata partida de Kerabán!
—¿Conoces tú a ese negociante?
—Es preciso conocer siempre a los enemigos o a los que deben de llegar a serlo —respondió el maltés—. Así, pues, mi primer cuidado al llegar aquí ha sido presentarme en su despacho de Gálata, bajo pretexto de negocios.
—¿Y le has visto?
—Solo un instante, pero ha sido lo suficiente, y…
En este momento Yarhud se aproximó vivamente a Scarpante, diciéndole en voz baja:
—¡Scarpante! La casualidad nos depara un feliz encuentro.
—¿Qué quieres decir?
—¿Veis aquel hombre grueso que baja por la calle de Pera, acompañado de su servidor?
—¡Cómo! ¿Es él?
—El mismo —respondió el capitán—. ¡Separémonos de aquí, y no le perdamos de vista! Sé que todas las noches vuelve a su casa de Scutari, y, si es preciso, le seguiré hasta el otro lado del Bósforo para indagar si piensa partir en breve.
Scarpante y Yarhud se confundieron entre los transeúntes, cuyo número iba aumentando en la plaza de Top-Hané, procurando ponerse a suficiente distancia para ver y oír, cosa fácil, por otra parte, porque el «señor Kerabán» (así se le llamaba habitualmente en el barrio de Gálata) hablaba en alta voz, y no trataba de ocultar su importante personalidad.
Kerabán, valiéndonos de una expresión moderna, era un «hombre de apariencias» tanto en lo físico como en lo moral. Representaba cuarenta años por su fisonomía, y cincuenta, lo menos, por su corpulencia. Aunque, en realidad, no tenía más que cuarenta y cinco. Su rostro, rodeado de una barba gris algo corta y abierta, respiraba inteligencia, reflejándose sobre todo en sus ojos, cuya mirada, incisiva y penetrante, era tan sensible a las más fugitivas impresiones como pudiera serlo el platillo de una balanza de precisión, apreciando las diferencias de la décima parte de un adarme: nariz encorvada, aunque sin exageración. Sus apretados labios dejaban ver al entreabrirse dos hileras de dientes, cuya blancura envidiaría el marfil. En su alta y espaciosa frente, y entre las dos cejas, negras como el azabache, se dibujaba una arruga vertical, verdadero signo de obcecación del que la sustentaba. Diremos, para concluir, que el aspecto general del personaje en cuestión era tan original, tan majestuoso, y, por decirlo así, tan personal y fuera de lo común, que bastaba verle una sola vez para no olvidarle jamás.
El traje de Kerabán era el mismo de los antiguos turcos, fieles a las rancias costumbres del tiempo de los jenízaros: ancho y ahuecado turbante, chaleco sin mangas, guarnecido de grandes botones facetados y de rica pasamanería de seda; un chal de lo mismo rodeaba su cintura y caía sobre su algo abultado vientre, y, finalmente, por debajo de su magnífico y bien plegado caftán, asomaban unos anchos pantalones, cuyos flotantes pliegues caían sobre los pabudj de tafilete que calzaban sus pies. Nada, pues, de modas europeas, lo cual, como es consiguiente, contrastaba con el modo de vestirse de los nuevos orientales de la nueva época. Después de todo, era una manera de rechazar las invasiones del industrialismo, una protesta en favor del color local que tiende a desaparecer, un reto, en fin, a las órdenes del sultán Mahmud, cuya omnipotencia ha decretado el traje nuevo de los osmanlíes.
Inútil es añadir que el criado de Kerabán, hombre de veinticinco años, llamado Nizib y cuya delgadez desesperaría a Bruno el holandés, llevaba asimismo el antiguo traje turco. Como en nada contrariaba a su amo, que era el más testarudo de los hombres, claro está que tampoco le hubiera contrariado en eso. Nizib era un fiel servidor, pero desprovisto en absoluto de ideas propias, pues repetía como un eco todas las frases finales del temido negociante y aseveraba anticipadamente todo cuanto él decía; era el medio más seguro de ser siempre de la misma opinión que su amo y de evitarse uno de aquellos sofiones de los cuales Kerabán se mostraba siempre tan pródigo.
Ambos llegaron a la plaza de Top-Hané por una de las calles estrechas y tortuosas que descienden del arrabal de Pera. Siguiendo su costumbre, Kerabán hablaba en alta voz, sin cuidarse de si podían o no oírle.
—Que Alá nos proteja —dijo—, pero en tiempo de los jenízaros cada cual tenía derecho de ir a su antojo, cuando llegaba la noche. ¡No, jamás me someteré a estos nuevos reglamentos de policía, e iré por las calles sin la linterna en la mano, si así me acomoda, aunque tenga que caer en un barranco, o me muerda algún perro las pantorrillas!
—¡Las pantorrillas! —respondió Nizib.
—¡Y no me canses los oídos con tus estúpidas reconvenciones, o, por Mahoma, te juro que voy a estirar tus orejas de modo que puedan causar envidia a un asno!
—¡A un asno! —repitió Nizib, quien, como el lector habrá observado, no se había permitido hacer la más ligera reconvención a su amo.
—Si el jefe de policía me multa —continuó el testarudo Kerabán—, pagaré la multa. Y si quiere que vaya a la cárcel, iré. Pero no cederé un ápice ni en esto ni en nada.
Nizib hizo un signo de asentimiento: en caso necesario, se hallaba decidido a ser encerrado en la cárcel con su amo.
—¡Ah!, señores turcos modernos —exclamó Kerabán al ver pasar algunos habitantes de Constantinopla, vestidos de gabán y cubierta su cabeza con el fez o gorro encamado—. ¡Ah! ¡Queréis hacernos perder nuestros antiguos usos y costumbres! Pues bien, aun cuando debiera ser el último en protestar… Nizib, ¿has advertido a mi caidji que se encuentre con un caique al lado de la escalera de Top-Hané, a las siete en punto?
—¡A las siete en punto!
—¿Por qué no está todavía?
—¿Por qué no está todavía? —respondió Nizib.
—Quizás no serán las siete.
—No son las siete.
—¿Y tú qué sabes?
—Lo sé, porque vos lo decís, señor.
—¿Y si yo dijese que son las cinco?
—Serían las cinco.
—No se puede ser más estúpido.
—No, señor, no se puede ser más estúpido.
—¡Este muchacho —murmuró Kerabán— a fuerza de no contradecirme concluirá por contrariarme!
En este momento, Van Mitten y Bruno volvían a aparecer en la plaza, y el último decía a su amo con aire disgustado:
—¡Vámonos, señor, vámonos. Partamos en el primer tren que salga. ¿Esto es Constantinopla? ¿Esta es la capital del Comendador de los creyentes? ¡Imposible!
—¡Paciencia, Bruno, paciencia! —respondió Van Mitten.
Comenzaba a oscurecer. El sol, oculto tras las alturas de la antigua Estambul, dejaba ya a la plaza de Top-Hané en una especie de penumbra. Van Mitten no reconoció a Kerabán, que se cruzaba con él en el momento en que se dirigía hacia el muelle de Gálata. Aconteció, pues, que, siguiendo inversa dirección, chocaron ambos, buscando al mismo tiempo pasar a la derecha y luego a la izquierda. De lo contrario de sus movimientos resultó, por espacio de medio minuto, un balanceo algún tanto ridículo.
—¡Eh, señor mío! —dijo Kerabán, que no era, por cierto, hombre de ceder el paso—. ¿Creéis que no pasaré yo antes?
—Pero… —dijo Van Mitten, tratando de apartarse cortésmente, aunque sin conseguirlo.
—Pasaré yo antes —repitió Kerabán.
En este momento Van Mitten reconoció al que de tal modo les disputaba el paso, y exclamó:
—¡Si es mi amigo Kerabán!
—¡Cómo, sois vos, vos… Van Mitten…! —respondió el mercader en el colmo de la sorpresa—. ¡Vos! ¿Aquí…? ¿En Constantinopla?
—Yo mismo.
—¿Desde cuándo?
—Desde esta mañana.
—¿Y no ha sido para mí vuestra primera visita?
—Al contrario —respondió el holandés—, me he dirigido, desde luego, a vuestro despacho. Pero no os hallabais en él y me han dicho que os encontraría a las siete en esta plaza.
—¡Y han tenido razón, Van Mitten! —dijo Kerabán apretando de una manera casi violenta la mano de su corresponsal de Róterdam—. ¡Ah, mi buen Van Mitten, nunca, nunca hubiera creído veros en Constantinopla! ¿Por qué no me habéis escrito?
—¡He abandonado Holanda con tanta precipitación!
—Vamos, ya entiendo, ¿un viaje de negocios?
—¡No… un viaje… de recreo! No conocía Turquía ni Constantinopla, y he querido devolveros la visita que me hicisteis en Róterdam.
—¡Eso está muy bien! ¡Pero, callad! ¿No venís en compañía de la señora Van Mitten?
—En efecto… ¡No, no la he traído conmigo! —respondió el holandés, con cierta vacilación—. La señora Van Mitten no es muy amiga de viajar… pero, traigo a mi criado Bruno.
—¡Ah, es vuestro criado ese muchacho! —dijo Kerabán, designando a Bruno, que creyó de su deber hacer una inclinación al modo turco, y llevarse ambas manos a su sombrero, afectando las dos asas de un ánfora.
—Sí —contestó Van Mitten—, ese buen muchacho, que quería abandonarme y volver a…
—¡Volverse! —exclamó Kerabán—. ¡Volverse sin que yo le haya dado permiso para ello!
—Sí, amigo Kerabán. Mi criado no encuentra muy alegre, que digamos, la capital del Imperio turco.
—¡Esto es un cementerio! —dijo Bruno—. No se encuentra gente en los almacenes ni coches por las calles… ¡Tan solo algunas sombras que pasan por las calles y que os roban vuestra pipa!
—¡Ah, vamos, ya entiendo! —respondió Kerabán—. Debo advertiros, amigo Van Mitten, que nos hallamos en pleno Ramadán.
—¡Ya! —replicó Bruno—. ¡Entonces todo se explica! Pero, ¿podéis decimos, si gustáis, qué es ese Ramadán?
—Cierto tiempo de ayuno y de abstinencia, durante el cual se prohíbe fumar, beber y comer entre la salida y la puesta del sol. Pero dentro de media hora un cañonazo anunciará la terminación del día y entonces…
—¡Gracias a Dios que puedo saber lo que querían decir con su famoso cañonazo! —interrumpió Bruno.
—¡Entonces, cada cual se desquita alegremente, durante la noche, de todas las abstinencias del día!
—Así, pues —preguntó Bruno—, ¿desde esta mañana no habéis tomado nada, porque es el Ramadán?
—Porque es el Ramadán —respondió Nizib.
—He ahí una costumbre que me haría adelgazar y que me haría perder a lo menos una libra de carne cada día —exclamó Bruno.
—¡Cada día! —repitió Nizib.
—El sol está próximo a ocultarse, Van Mitten —dijo Kerabán—. Cuando lo haga por completo, yo os juro que quedaréis maravillado al ver la transformación, casi mágica, que convierte a una ciudad muerta en otra ciudad alegre y bulliciosa. ¡Ah, señores turcos de nuevo cuño, a pesar de vuestras absurdas invenciones no habéis podido modificar ciertas antiguas costumbres! ¡El Corán puede mucho más que vuestras majaderías! ¡Que Mahoma os ahorque!
—Vamos —dijo Van Mitten—. Veo, amigo Kerabán, que sois siempre fiel a las antiguas costumbres.
—¡Es más que fidelidad, Van Mitten, es obcecación! Pero, decidme, mi buen amigo, contáis con permanecer algunos días en Constantinopla, ¿no es verdad?
—Sí… y puede que…
—Entonces me pertenecéis. Me apodero de vuestra persona y ya no me abandonaréis.
—¡Sea… os pertenezco!
—Nizib —añadió Kerabán, señalando a Bruno—. Te encargo muy especialmente que modifiques sus ideas sobre nuestra maravillosa capital.
Nizib hizo un signo de asentimiento y arrastró a Bruno por entre la multitud que comenzaba a hacerse ya más compacta.
—¡Pero, ahora que me acuerdo! —exclamó Kerabán—. Llegáis muy a propósito, pues de hacerlo seis semanas más tarde, no me hubieseis encontrado en Constantinopla, pues estaría ya entonces camino de Odesa.
—¿De Odesa?
—Sí, pero ahora ya nada importa, porque si para entonces estáis todavía aquí, partiremos juntos. Después de todo, no veo motivo alguno para que no me acompañéis, ¿no es verdad?
—Es que… yo os diré… —balbuceó Van Mitten.
—¡Nada, os digo que me acompañaréis!
—Yo contaba con reposar aquí de las fatigas de un viaje que ha sido hecho con alguna rapidez.
—¡Bien! Reposaréis aquí… Después acabaréis de descansar en Odesa durante tres buenas semanas.
—Pero, amigo Kerabán…
—¡Así ha de ser, Van Mitten! Y no creo abriguéis el propósito de contrariarme, ¿no es cierto? Ya sabéis que cuando tengo razón no cedo fácilmente.
—Sí, sí, ya sé —respondió Van Mitten.
—Por otra parte —añadió Kerabán—, vos no conocéis a mi sobrino Ahmet, y es necesario que hagáis conocimiento con él.
—Me habéis hablado, en efecto, de vuestro sobrino…
—Decid más bien mi hijo, puesto que yo no los he tenido. Ya sabéis, siempre ocupado en los negocios, no he podido nunca disponer de cinco minutos para casarme.
—¡Con un minuto basta —respondió gravemente Van Mitten—, y a veces sobra!
—Encontraremos, pues, a Ahmet en Odesa —replicó Kerabán—. Es un guapo muchacho… Eso sí, detesta los negocios. Es un poco poeta, algo artista, pero agradable en extremo, no se parece a su tío, y le obedece sin replicar… Vamos a Odesa con motivo de su casamiento.
—¿De su casamiento?
—¡Sin duda! Ahmet se casa con una joven muy linda, llamada Amasia, hija de mi banquero Selim, que es, como yo, un verdadero turco. ¡Tendremos magníficas fiestas, a las que asistiréis!
—Pero… yo hubiera preferido… —dijo Van Mitten, que deseaba hacer una última objeción.
—Nada, ya está convenido. No tendréis la pretensión de resistiros, ¿no es verdad?
—Aunque quisiera… —respondió Van Mitten.
—No podríais hacerlo.
En este instante, Scarpante y el capitán maltés, que se paseaban por el centro de la plaza, se aproximaron. Kerabán decía entonces a su compañero:
—Está decidido. A más tardar, dentro de seis semanas saldremos ambos en dirección a Odesa.
—¿Y cuándo tendrá lugar el casamiento? —preguntó Van Mitten.
—En seguida que lleguemos —respondió Kerabán.
Yarhud dijo al oído de Scarpante:
—¡Seis semanas! ¡Tenemos tiempo para obrar!
—Sí, pero cuanto más pronto, mejor —respondió Scarpante—. No olvides, Yarhud, que antes de seis semanas el señor Saffar se hallará de regreso en Trebisonda.
Ambos continuaron su paseo con oído alerta y ojo avizor. Entre tanto Kerabán continuaba en conversación con Van Mitten, al cual le decía lo siguiente:
—Mi amigo Selim, siempre con prisas, y mi sobrino Ahmet, más impaciente todavía, querían terminar el casamiento inmediatamente. Tienen, en verdad, un motivo para ello, y es el de que la hija de Selim debe casarse antes de cumplir los diecisiete años, si no quiere perder algo así como cien mil libras turcas que una vieja loca, tía suya, la ha legado con esa condición. Pero la niña no cumple los diecisiete años hasta dentro de seis semanas, por lo cual les he hecho entrar en razón diciéndoles: «Tanto si os conviene, como si no, el casamiento no tendrá lugar antes de los últimos días del próximo mes».
—¿Y vuestro amigo Selim ha quedado convencido? —preguntó Van Mitten.
—Naturalmente.
—¿Y el joven Ahmet?
—Menos fácilmente, porque adora en extremo a la bella Amasia, y yo se lo apruebo. Pero no ocupándose, como no se ocupa, de los negocios, tiene tiempo de sobra, ¿no es cierto? Vos, amigo Van Mitten, debéis hallaros al corriente de todo eso. Vos, que os habéis casado con la señora Van…
—Sí, amigo Kerabán —dijo el holandés—, pero hace tanto tiempo de eso… que apenas lo recuerdo.
—De todos modos, amigo Van Mitten, había olvidado que, si bien en Turquía se lleva muy a mal que se pregunte a un turco por la salud de cualquiera de las mujeres de su harén, no sucede lo mismo respecto a un extranjero ¿Cómo se halla, pues, la señora Van Mitten?
—¡Muy bien…, muy bien! —respondió el aludido, a quien la cortesía de su amigo no producía el menor efecto—. Sí… muy bien… siempre algo delicada… ya sabéis, las mujeres…
—¡No, yo no sé nada! —respondió, riendo, Kerabán—. ¡Yo conocer las mujeres… nunca! ¡Los negocios, y solamente los negocios! Eso sí, preguntadme por el tabaco de Macedonia para nuestros fumadores de cigarrillos; por el de Persia, para los aficionados a fumar en narguiles. Preguntadme después por mis corresponsales de Salónica, Erzurum, Latakia, Bafra, Trebisonda, y, por último, por mi amigo Van Mitten de Róterdam… ¡Ah!, Desde hace treinta años no he hecho otra cosa que expedir fardos de tabaco a todos los rincones del mundo.
—¡Sin contar con el que os habéis fumado! —dijo Van Mitten.
—En efecto… ¡puede asegurarse que he arrojado tanto humo por entre mis labios como el que pueda arrojar la mejor chimenea de una fábrica movida al vapor! Después de todo, ¿conocéis algún otro placer que le iguale?
—No por cierto, amigo Kerabán.
—Hace cuarenta años que fumo, y soy desde entonces completamente fiel a mi chibuquí y a mi narguile. Ese es todo mi harén, pues no hay, a buen seguro, una mujer que valga lo que vale una pipa de tombeki.
—Soy de vuestra opinión —respondió el holandés.
—Bueno —continuó Kerabán—; y ahora, ya que me pertenecéis, no os abandono. Mi caique vendrá a buscarme para atravesar el Bósforo y conducirme a mi quinta de Scutari, donde comeremos.
—Es que yo…
—Os digo que vendréis, ¿o vais a hacer ahora cumplimientos conmigo?
—Nada de eso, amigo Kerabán. Os pertenezco en cuerpo y alma, y acepto.
—Ya veréis —dijo Kerabán—, ya veréis cuán deliciosa y encantadora es la morada que me he hecho construir bajo los oscuros cipreses, en medio de la colina de Scutari, dando vistas al Bósforo y a todo el panorama de Constantinopla. ¡Ah, la verdadera Turquía se halla sobre esa costa asiática! El terreno que ahora pisamos puede llamarse europeo. Pero aquel que desde aquí divisamos, es asiático, y no hay miedo de que nuestros modernos turcos implanten en él sus ideas progresistas, que parecerían ahogadas al tratar de atravesar el Bósforo. Pero basta de eso, y dispongámonos a partir, ya que es cosa convenida que comáis en mi compañía.
—¡Hacéis de mí cuanto queréis!
—Y es preciso que os resignéis a ello. Pero, ¿dónde está Nizib? ¡Eh, Nizib, Nizib!
Este, que paseaba en compañía de Bruno, oyó la voz de su amo, y ambos acudieron al llamamiento.
—Ese «caidji» —preguntó Kerabán—, ¿no acaba nunca de llegar con su caique?
—¿Con su caique? —respondió Nizib.
—Concluiré por hacer que te propinen cien palos —exclamó Kerabán.
—Vamos… vamos —interrumpió Van Mitten.
—¡Cómo que vamos! ¡Le haré dar ochocientos!
—Pero… ¡señor! —dijo Bruno.
—Mil le haré dar, si hay alguien que me contraríe.
—Señor —respondió Nizib—, veo desde aquí a vuestro caique, que acaba de doblar la punta del Serrallo. Antes de diez minutos estará atracado junto a la escalera de Top-Tané.
Mientras Kerabán pateaba de impaciencia, asido del brazo de Van Mitten, Yarhud y Scarpante no cesaban de observarlo.
Por fin llegó el caidji y previno a Kerabán que su caique le aguardaba al pie de la escalera.
En las aguas del Bósforo y del Cuerno de Oro se cuentan los