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Europa está bajo mínimos, casi sin credibilidad. Necesitada de una profunda revisión de su manera de afrontar los problemas que la atraviesan, su horizonte se abre interna y externamente a situaciones para las que parece no tener una respuesta adecuada. ¿Qué hacer? Este libro reúne a 17 referentes contemporáneas que aportan su perspectiva sobre la situación. Son reflexiones independientes que nacen de diferentes sensibilidades, ideologías y disciplinas que se cuestionan cómo volver a sacar a flote el proyecto de Europa, y que, a su vez, trazan un itinerario homogéneo. Desde valoraciones de conjunto sobre la vocación de lo que se espera que sea Europa a la consideración de cuestiones concretas que marcan su actualidad (el Brexit, la crisis de los refugiados, el problema de la seguridad, el papel de las emociones o el futuro de las religiones, por ejemplo). La principal premisa es que es tarea de todos ponernos manos a la obra para hacer de Europa un proyecto del que sentirse orgullosos y una plataforma útil para construir un mundo mejor. Queda en manos de quien lea este libro validar la pertinencia de las propuestas y sugerencias que aquí se reúnen.
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Seitenzahl: 340
Veröffentlichungsjahr: 2017
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Miquel SeguróDaniel Innerarity(eds.)
¿Dónde vas, Europa?
Con textos de:Marina Garcés · Roberto Esposito · Ramón CotareloAnthony Giddens · Manuel Cruz · Daniel GamperJavier Solana · Josep Ramoneda · Gianfranco RavasiDaniel Innerarity · Eva Illouz · Slavoj ŽižekGianni Vattimo · Santiago Zabala · Victoria CampsFrancesc Torralba · Yves Charles Zarka · Noam Chomsky
Traducción dePatricia Orts
Herder
Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes
Traducción: Patricia Orts, para los artículos de R. Esposito, A. Giddens, G. Ravasi, E. Illouz, S. Žižek, G. Vattimo y S. Zabala, Y. Zarka, N. Chomsky.
Edición digital: José Toribio Barba
© 2017, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3987-2
1.ª edición digital, 2016
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)
Herder
www.herdereditorial.com
Índice
PROEMIO
Raimund Herder
PUNTO DE PARTIDA
Miquel Seguró
DISTANCIAS PRÓXIMAS. LIBERTADY UNIVERSALIDAD EN UN MUNDO COMÚN
Marina Garcés
EL «GRAN ESPACIO» EUROPEO
Roberto Esposito
LA EUROPA REALMENTE EXISTENTE
Ramón Cotarelo
ANOTACIONES PRE Y POST BREXIT
Anthony Giddens
LA POLÍTICA QUE VIENEY LA POLÍTICA QUE SE NECESITA
Manuel Cruz
EUROPA: ENTRE LA REALIDAD NEGATIVAY LA ASPIRACIÓN MORAL
Daniel Gamper
EUROPA HACIA EL EXTERIOR
Javier Solana
LAS INSTITUCIONES MORALES EUROPEAS
Josep Ramoneda
DE LAS «EUROPAS» A UNA «EUR-HOPE»
Card. Gianfranco Ravasi
LA PROMESA SOCIAL EUROPEA
Daniel Innerarity
LAS EMOCIONES DE EUROPA
Eva Illouz
¿QUÉ DICE SOBRE EUROPANUESTRO MIEDO A LOS REFUGIADOS?
Slavoj Žižek
NIHILISMO A LA (UNIÓN) EUROPEA
Gianni Vattimo y Santiago Zabala
EUROPA Y EL ISLAM
Victoria Camps
CONFLICTO AXIOLÓGICO Y PLURALIDAD ESPIRITUAL EN EUROPA
Francesc Torralba
LA LABOR DE LA FILOSOFÍAEN LA ÉPOCA DE LOS CAMBIOS GLOBALES
Yves Charles Zarka
¿NOS ENCONTRAMOS ANTE LA DESCOMPOSICIÓNDE LA INTEGRACIÓN EUROPEA?
Entrevista a Noam Chomsky
AUTORES
Un día, mientras Europa jugaba con sus amigas en una playa, Zeus, el dios de dioses, la vio y rápidamente quedó prendado de ella. A sabiendas de que Europa podría rechazarlo a pesar de ser Zeus, decidió aparecérsele como un toro blanco con grandes cuernos y se rindió a los pies de Europa.
En un principio se asustó mucho, pero al final se montó sobre su espalda. Zeus comenzó a correr sobre las aguas a una gran velocidad y tanto corrió que llegó hasta Creta, y mientras tanto los hermanos y madre de Europa salieron a su búsqueda, pero no dieron con ella.
Zeus consiguió unirse con Europa y tener tres hijos: Minos, Sarpedón y Radamantis. Pero no podía estar todo el tiempo con su amada, así que la recompensó con tres regalos: un perro que siempre conseguía atrapar a su presa, una jabalina que siempre acertaba en el blanco que se hubiera elegido y a Talo, un autómata de bronce que tenía como misión cuidar las costas de Creta. Además, permitió que Europa contrajese matrimonio con Asterión, quien adoptó a los hijos de Zeus.
Fue tal el amor que tenía el dios de dioses por Europa, que cuando esta murió le concedió honores divinos y aquel toro en el que se llegó a convertir Zeus pasó a formar parte de una constelación.
Proemio
Raimund Herder
¿Qué es Europa? ¿Un continente? ¿Una idea? ¿Una cultura? ¿O la historia común de muchos seres humanos? Tal vez sea el gran Leviatán. ¿O es un poco de todo? Sobre todo, Europa parece haberse convertido en una obviedad.
Las fronteras abiertas y el irrestricto intercambio cultural y económico ya no nos llaman la atención. No nos asombra que en 36 horas se pueda viajar en tren desde Lisboa hasta Varsovia sin detenerse en frontera alguna. Y nos parece del todo normal que tantos jóvenes tengan año a año la posibilidad de estudiar en el extranjero, y que, de ese modo, trascendiendo las fronteras lingüísticas, surjan incontables amistades y se constituyan no pocas familias. Y nadie es consciente de que en Europa, donde vive el 8 por ciento de la población mundial, se distribuya el 50 por ciento de las prestaciones sociales a nivel planetario. Europa, la libertad, la paz y nuestro bienestar son hoy en día nuestro estado normal. Pero la historia nos cuenta otra cosa.
Las fronteras geopolíticas del continente surgieron en 1453, cuando Constantinopla fue conquistada por los turcos. El papa en Roma, Nicolás V, llamó a los soberanos cristianos a la unidad y a la lucha en común contra la nueva potencia. Y utilizó, al hacerlo, un nombre que entonces había caído en el olvido: Europa. Pero su llamamiento no halló oídos dispuestos. Bizancio, el viejo imperio situado en la intersección entre Europa y Asia, siguió en manos turcas. Una nueva era comenzaba. El Mediterráneo, que en la antigüedad había sido el centro del mundo, se convirtió en frontera desde Gibraltar hasta el Bósforo.
Al mismo tiempo, se inauguró también, en el ámbito del espíritu, una nueva era que en los siglos sucesivos no solamente produjo las mayores obras de arte y de arquitectura, dio a luz a las universidades y a las ciencias del espíritu y la naturaleza, sino que también generó una nueva idea social. La Europa de la Edad Moderna se convirtió en una sociedad burguesa cuyo espíritu se resume en los conceptos de liberté, egalité y fraternité.
También proviene de esos tiempos otro fenómeno: la idea de la nación y los Estados nacionales, que trajo consigo guerra y muerte. Es la otra cara de nuestra historia, la cara oscura: el autodespedazamiento de Europa en cinco siglos de guerras, que solo terminó cuando dos no europeos, Stalin y Roosevelt, se repartieron el continente.
Esa partición habría sido definitiva si Europa no hubiese recibido una segunda e inesperada oportunidad cuando en 1989 cayeron los muros que la habían separado durante décadas. Antes, políticos visionarios como Schuman, Monnet, De Gasperi, Spinelli y Adenauer supieron tenderse la mano en son de paz por encima de las incontables tumbas de los muertos y crear una estructura que reunió a Europa con el gran objetivo de no permitir que nunca más estallara una guerra fratricida. Los principios de la libertad, de la igualdad ante la ley y de la solidaridad fraternal fueron así colocados sobre el suelo de otro principio aun más importante: la paz.
Cuando los futuros historiadores dirijan su mirada a esta Europa se llenarán de admiración. Haber alcanzado esa unidad en la paz se considerará, tal vez, el mayor logro de la creatividad europea en 500 años.
Solo nosotros, los contemporáneos, parecemos no verlo. Nacionalistas y populistas concitan seguidores como no lo hacían desde las décadas de 1920 y 1930. Después de una campaña basada en mentiras, el Reino Unido es el primer país que vuelve la espalda a Europa. También en otros países los demagogos siguen echando leña al mismo fuego, sin ver aquello que ponen en peligro.
Nos asalta la angustia de que podríamos frustrarlo todo, de que podríamos no estar a la altura de los logros y de los sacrificios de nuestros antepasados, y no mostrarnos dignos de ellos. De esas consideraciones surge la pregunta: ¿Quo vadis? ¿A dónde vas, Europa? Y surge la idea de este libro. Brota del deseo de hacer una aportación a la discusión en torno a Europa, cuyo futuro nos preocupa tanto.
Cuando cayó Bizancio, Gutenberg hacía los primeros intentos de imprimir libros con tipos móviles. La historia de Europa es impensable sin el libro. Son los libros los que propagan el vertiginoso progreso del pensamiento y la investigación europeos. Pocas cosas reflejan el espíritu de Europa como el libro impreso y de amplia difusión. ¿Qué puede resultar más natural y evidente que reflexionar sobre Europa haciéndolo en un libro? Ojalá este encuentre sus lectores, dé sus frutos y se demuestre así, una vez más, que el plomo de los cajistas puede más que el de las balas —aun cuando hoy en día ni se componga ni se dispare ya con plomo.
Punto de partida
Miquel Seguró
Europa está bajo mínimos. Parece ir a la deriva, hacer aguas por todas partes y necesitar con urgencia pasar por el diván. Convulsionada internamente por una serie de cuestiones no resueltas que estallan a la vez, Europa está sumida en una profunda crisis de identidad de imprevisibles consecuencias.
Para empezar, el espacio geográfico que ocupa no está claro. ¿Se trata de un continente o de la parte occidental de un supercontinente? ¿Dónde poner sus fronteras, pensando, sobre todo, en el este? Porque si bien es indudable que Rusia forma parte de la tradición cultural europea, no pertenece a la Unión. Incluso constituye una de sus alternativas geopolíticas. En cambio, Turquía sí que podría en breve pasar a formar parte de la Unión, y no por ello ejemplifica precisamente los fundamentos axiológicos de esa tradición cultural.
¿Qué es, pues, Europa? ¿Un continente, una tradición cultural o algo diferente ? ¿Acaso una federación de estados soberanos que libremente participan de un proyecto común de convivencia llamado Unión Europea?
La idea de una unión supraestatal libremente asumida es, para muchos, un proyecto de lo más atrayente, pero es, en efecto, lo que está más en duda ahora mismo. La credibilidad del proyecto en común de la Unión Europea se ha visto fuertemente zarandeada por el Brexit y la crisis de la deuda en Grecia. En ambos casos se ha puesto de manifiesto la poca consistencia ideológica del proyecto común. Sobre todo en lo que atañe a la gestión de la crisis griega, que ha hecho popular el concepto de troika, triunvirato que conforman la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional. Ha sido la resolución (provisional) del caso griego lo que ha agotado la paciencia a muchos defensores de lo europeo, el postrero episodio de una crisis de legitimidad pública y social de Europa arrastrada desde hace algunos años. Una crisis económica que parece reducir el proyecto de la Unión a mero juego de intereses económicos y, por lo tanto, alejado de cualquier ideal ilustrado o posilustrado de generar una identidad ciudadana común.
De hecho, la actual Unión Europea remite al tratado de Maastricht, en vigor desde 1993, con cuya firma se daban prácticamente por superadas las tres instituciones que hasta entonces estaban vigentes en Europa: la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA), la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom) y la Comunidad Económica Europea. El origen de estas tres comunidades precedentes es, sobre todo, económico y orientado a establecer una conexión de intereses mutuos entre unos países todavía traumatizados por el desastre de la Segunda Guerra Mundial.
El nacimiento de la CECA, por ejemplo, sellada en 1951 y promovida por los franceses Robert Schuman y Jean Monnet, es un claro ejemplo de la intención económica del proyecto común. Considerado como el punto de arranque decisivo para la integración europea, los seis países firmantes (Francia, Alemania Occidental, Países Bajos, Bélgica, Italia y Luxemburgo) crearon una primera institución supranacional para gestionar el Sarre y la zona del Ruhr, prominentes zonas industriales alemanas que estaban a merced de los intereses de los aliados. De este modo, se consolidaba una serie de intereses económicos comunes encaminados a evitar más conflictos y garantizar una paz más estable.
Si Europa debe ser algo más que una inestable alianza económica, su camino ha de transitar por unos derroteros que no sean los de los tratados que gestaron su nacimiento. Y debe hacerlo pronto, porque, aunque la firma del tratado de Lisboa —en vigor desde 2009, tercera revisión del tratado de Maastricht— instauró la personalidad jurídica propia y unitaria de Europa, aún no existe una Constitución vigente para la Unión. El proyecto de dotar a toda Europa de un texto constitucional fue puesto en marcha en 2003 y, a pesar de los esfuerzos del Parlamento Europeo para hacer que los estados miembros lo ratificaran, insignes países como Holanda y Francia (ambos integrantes de la antigua CECA) rechazaron el texto tras no recibir en referéndum el apoyo de la ciudadanía. En España, la Constitución europea sí recibió el refrendo ciudadano, pero la participación apenas superó el 42%, la más baja desde la restauración de la democracia en 1977.
Europa se descubre como un cínico eufemismo del juego de intereses de unos pocos sobre el resto. Es verdad que desde 2000 existe una Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea en la que se habla de principios como la dignidad (capítulo I), la solidaridad (capítulo IV) o la justicia (capítulo VI). Pero la noción de ciudadanía que de ahí emana parece darse de bruces con la realidad de los hechos, con la implacable agenda de lucha de intereses financieros de los gobiernos de los Estados miembros, religados, a su vez, a los dictados de las empresas privadas que condicionan sus agendas. Por eso, las costuras del proyecto parecen ceder en este preciso instante, cuando a la Unión se le exige ser algo más que un juego de intenciones.
A esta preocupante falta de cohesión interna hay que añadirle el momento especialmente convulso por el que pasan las relaciones internacionales y la coexistencia de viejos y nuevos poderes geoestratégicos (China, por ejemplo), además de los males que de esta coexistencia se derivan, sobre todo en Oriente Próximo. Un conflicto que, para mayor complejidad, se agrava con elementos que recuerdan a las guerras de religión.
En 1993, Samuel P. Huntington publicó un controvertido artículo titulado «¿El choque de civilizaciones?», en el queplanteaba que los conflictos planetarios que se darían en el futuro responderían a variables culturales. Esta tesis fue interpretada por sus contemporáneos como una réplica a la proclama del «fin de la historia» de Francis Fukuyama, quien veía en el desmoronamiento de la Unión Soviética la liquidación de la historia como sucesión de luchas ideológicas. Hoy en día, el fenómeno del terrorismo fundamentalista es leído por muchos como un aval a las tesis de Huntington. Ataca los valores de la República, dicen en Francia —es decir, los valores «occidentales» de libertad, fraternidad e igualdad—. A nadie se le escapa que detrás de este conflicto entran en juego otros elementos. Los intereses económicos puestos en danza no son pocos, por eso Rusia tomó rápidamente cartas en el asunto. Pero tampoco sería prudente menoscabar el elemento religioso y cultural como vehículo de tensión.
¿Es Occidente corresponsable de la situación? Sin duda. La historia colonial y sus secuelas así lo demuestran. Pero sería injusto hacer una enmienda a la totalidad de la civilización occidental, europea, por tan cuestionables comportamientos. Porque es tan cierto que es mejorable como que contiene elementos de gran valor para cualquiera de ellas, entre los cuales se cuentan su capacidad de diagnosis y autocrítica, herencias de la mayéutica socrática y la Ilustración. Lo que sí debemos preguntarnos es por qué la universalización de algunos valores que asumimos como humanos, que damos por sentado como un hecho socialmente deseable, es leída desde otros puntos de vista culturales y axiológicos como nueva forma de imperialismo occidental.
Hablamos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) como si fuera algo obvio en sí mismo, y olvidamos que se trata de un fenómeno fundamentalmente europeo, parte de su historia y sus contradicciones. Porque estos derechos no se explican sin los horrores de la segunda Guerra Mundial, sin las diferentes revoluciones sucedidas en la Europa de la Ilustración y sin el sustrato cultural de Atenas y Jerusalén. Nacen en Europa y se entienden desde Europa. No en vano existe también una Declaración de los Derechos Humanos en el Islam (DDHI), conocida como Declaración de El Cairo (1990), llevada a cabo por los Estados miembros de la Organización de la Conferencia Islámica.
Conviene, pues, no olvidar a Jean-François Lyotard y su conocido libro La condición posmoderna, en el que sostenía que el «metarrelato», es decir, la existencia de un solo discurso que explicara toda la realidad, ya no era posible. Eso de buscar un gran paraguas que incluyera todos los microrrelatos de la vida era propio de otros tiempos. Por eso, nuestra condición es posmoderna. Pues bien, han pasado casi cuatro décadas desde la publicación de este libro y parece que la globalización es nuestro nuevo metarrelato. Seguramente no seamos conscientes de ello, porque la entendemos como algo muy neutro —muy light— en comparación con otros metarrelatos mucho más duros. Pero, a fin de cuentas, transmite una ideología. Y una ideología muy europea.
En el conflicto de metarrelatos que mantenemos con el resto de cosmovisiones se hace patente una paradoja: se confirman, a la vez, las tesis de Fukuyama y Huntington. Por una parte, parecemos asumir que con la globalización la historia se dirige de manera irremediable a la irradiación de un modelo de ver la vida —el nuestro— que, además, creemos que es potencialmente bueno para todo el mundo. Y, sin embargo, somos conscientes de que la pretendida bondad de nuestros valores es contestada por una parte significativa de ese mundo, vilmente explotado económicamente por el poder occidental.
Europa está en la encrucijada. Los ciudadanos que la conforman discuten su identidad, sospechosa de enmascarar los intereses económicos de unos pocos. Lejos queda la herencia del relato emancipador de la Ilustración, que, en teoría, constituye el proyecto social de Europa, como en parte corrobora la inquietante ascensión de la extrema derecha. Pero ocurre que este proyecto emancipador tampoco es reconocido como tal desde fuera de sus fronteras naturales, donde se cree que sirve para maquillar la reputación social de un despotismo económico global y neoimperialista.
Este libro quiere ayudar a la urgente revisión que debe hacer Europa respecto de sí misma y de su posición en el mundo. Aquí se reúnen 17 textos de diferentes referentes intelectuales que han querido aportar de manera personal y libre su perspectiva sobre la situación. Son reflexiones independientes que nacen de distintas sensibilidades, ideologías y disciplinas que se cuestionan cómo volver a sacar a flote el proyecto de Europa, que a su vez trazan un itinerario de lectura homogéneo. Desde valoraciones de conjunto sobre la vocación de lo que se espera que sea Europa a la consideración de cuestiones concretas que marcan su actualidad (el Brexit, la crisis de los refugiados, el problema de la seguridad, el papel de las emociones o el futuro de las religiones, por ejemplo).
En manos de quien lea este libro queda el veredicto de su mayor o menor pertinencia. Que cada cual saque sus propias conclusiones. Pero conviene no olvidar que, si bien la autocrítica puede ser una virtud deseable, su exceso es la antesala de la autodestrucción. Como recuerda George Steiner, Europa adolece desde siempre de un exceso de autoconciencia escatológica, como si fuera irreversible su destrucción apocalíptica.
Ni tremendismo ni triunfalismo, pues. El justo medio, como diría Aristóteles; ese es el arte de la prudencia. Y si, como relata el mito, la belleza de Europa hechizó al mismísimo dios de dioses, ¿por qué el atractivo de lo que evoca no puede volver a arrebatarnos? De quererlo, es tarea de todos ponernos manos a la obra para hacer de Europa un proyecto del que sentirse orgullosos y una plataforma útil para construir un mundo mejor. Esta es nuestra responsabilidad común, nuestro legado cívico.
Distancias próximas. Libertad y universalidad en un mundo común
Marina Garcés
El siglo XX, que es el siglo de las grandes guerras mundiales, finalizó con la celebración apoteósica de la globalización. Con la caída del muro de Berlín y el fin de la bipolaridad política, la unificación de capitales y mercados y de las redes de transporte y de comunicación parecían realizar al fin la «utopía planetaria»1 que, según la expresión de Armand Mattelart, había guiado los anhelos europeos desde el siglo XV. La época de la imagen del mundo, según la bautizó Heidegger en la década de 1950, parecía hacerse realidad.
Sin embargo, la globalización ha empezado ya a mostrarnos otros rostros. La promesa de desarrollo mundial se ha venido abajo y el capitalismo global se presenta hoy más como una amenaza que como un futuro alentador. Las crisis financieras, el cambio climático y la creciente desigualdad en el mundo son las nuevas caras de la globalización. Y Europa, núcleo irradiador de esta utopía planetaria, vive con pánico la crisis de su bienestar cultural y económico, protegiéndose tras sus fronteras. Son fronteras físicas, mortíferas para aquellos que las intentan atravesar. Pero también son fronteras culturales y conceptuales, que a pesar de la larga tradición de pensamiento crítico que ha caracterizado a la modernidad europea, no quieren abrirse. Más bien todo lo contrario.
Este escenario de involución, más que de revolución, que tiene a Europa en su epicentro, plantea una cuestión que la filosofía debe afrontar sin rodeos: ¿cómo puede relacionarse la filosofía, en tanto que expresión genuina de la consciencia europea y de su vocación universal, con esta experiencia defraudada de las expectativas de la globalización? ¿Puede ir la filosofía al encuentro de una nueva experiencia del mundo sin quedarse atrincherada, también, entre estrechas fronteras?
En 1978, Michel Foucault mantuvo una conversación con un monje japonés en la que, entre otras cosas, abordaron la decadencia de Occidente y su incapacidad para ofrecer nuevos relatos y horizontes colectivos.2 En esta conversación, Foucault plantea que la crisis de la filosofía es inseparable de la crisis del imperialismo, que es la forma histórica bajo la cual se han concretado estos horizontes. En el marco de esta doble crisis, Foucault lanza una incierta conjetura: «Si existe alguna filosofía en el futuro, tendrá que nacer fuera de Europa o como consecuencia del encuentro y el choque entre Europa y lo que no es Europa». En el tránsito del orden mundial colonial, hegemónicamente europeo, a la globalización multipolar, ¿hay algún indicio de que se hayan producido estos encuentros y choques que nos permitirían hablar de una filosofía nueva, ya no europea, sino mundial?
Vivimos en un mundo común, pero no pensamos en común. A pesar de ello, surgen dentro y fuera de Europa formas de pensamiento que han empezado a descolonizar la filosofía. Descolonizar la filosofía es lo contrario de exportarla como producto acabado al circuito del mercado académico global. No se trata de que haya departamentos de filosofía en cada rincón del planeta, sino de afrontar el reto de pensarnos juntos en un mundo interdependiente. Que la vida es un problema común se ha hecho hoy radicalmente verdad. Vivimos en manos de los otros a un nivel que no hubiésemos llegado nunca a imaginar, porque no solo compartimos vínculos de necesidad, sino que estamos expuestos, todos a la vez, a la posibilidad real de nuestra propia destrucción como especie. Esta es la situación filosófica de nuestro tiempo, que nos exige abrirnos a una nueva experiencia de la totalidad para la que el universalismo europeo, como proyecto difusionista, ha quedado desfasado.
Los dominios de la filosofía
Europa es una provincia del mundo y del pensamiento. Esto es lo que el pensamiento poscolonial, en sus distintos contextos culturales y académicos, ha puesto sobre la mesa o sobre el tablero de juego mundial en los últimos años. Recuperando una expresión de Gadamer, el historiador indio Dipesh Chakrabarty argumentaba hace unos años en un conocido libro que Europa ha sido provincializada. Es decir, que el pensamiento europeo es una expresión cultural y local, tan particular como cualquier otra.3 El pensamiento universalista, por lo tanto, está ya siempre modificado por historias particulares, podamos desentrañarlas o no. Desde ahí, desde esta reubicación del universalismo europeo en lo particular, la cuestión que se plantea es: ¿cómo puede entonces el pensamiento trascender su lugar de origen? ¿Estamos condenados al localismo y al relativismo o podemos pensar en otros modos de encuentro y de puesta en común de las ideas que conforman nuestros modos de vivir?
Si Europa hizo de su particularidad un mensaje universal, la crisis de este espejismo no solo afecta a Europa, sino al mundo entero. Descentrar Europa implica redefinir lo universal desde una perspectiva común y, por lo tanto, diversa, y llegar a una nueva articulación entre lo universal y lo particular que no sea ya monopolizada por una sola cultura. Para ello, es necesario invertir el planteamiento hegeliano, que durante los dos últimos siglos ha dominado la comprensión de la relación entre la filosofía occidental y la historia del conjunto de la humanidad. En unos capítulos de referencia obligada de sus Lecciones sobre Historia de la Filosofía (1833), Hegel afirma y argumenta con contundencia que la filosofía empieza, y solo puede haberlo hecho, en Occidente. Más explícitamente:
No existen entre los orientales la conciencia ni la ética; todo es simplemente un orden natural en el que coexisten lo más malo y lo más noble. Consecuencia de ello es que aquí no pueda abrirse paso un verdadero conocimiento filosófico. […] Por eso hay que excluir de la historia de la filosofía lo oriental.4
La voluntad de Hegel en este texto era neutralizar la tentación que la filología y las nuevas ciencias humanas estaban introduciendo en Europa, cuando descubrieron las lenguas y las grandes obras de otras culturas, especialmente de las orientales. Dos siglos antes, Leibniz se había admirado de la sofisticación de la cultura china y auguraba un encuentro armónico entre los dos extremos del continente euroasiático y sus lejanos espíritus. En pleno siglo XIX, Schopenhauer constataba la maravillosa coincidencia entre su filosofía, de raíz kantiana, y las enseñanzas de la cultura védica más antigua. Frente a posiciones como estas, muy comunes en la Europa moderna, Hegel decidió poner orden.
Con las Lecciones, lo que hace Hegel es delimitar los dominios de la verdadera filosofía, separándolos tajantemente de un afuera y de un antes. Es decir, da a la filosofía un punto de inicio, un origen, en el espacio y en el tiempo. El espacio es Grecia y el tiempo es el de la Atenas clásica. Antes hay, según Hegel, otras formas de comprensión y de experiencia de la totalidad. Fuera, otras experiencias culturales del sentido. Antes, por lo tanto, una prehistoria o una infancia de la filosofía. Fuera, la cuna del espíritu que, como el sol, nace en Oriente. El criterio para demarcar la verdadera filosofía es, para Hegel, uno y determinante: la libertad. Solo donde la libertad de pensamiento se hace consciente de sí misma y solo donde esta libertad se expresa también como libertad política de un pueblo, podemos decir que hay filosofía. Porque la libertad implica la posibilidad de volver sobre uno mismo sin estar atado al mundo, la filosofía es el descubrimiento de la distancia entre el sujeto y su acción en el mundo. Esta es la invención filosófica de Europa y Europa como invento de la filosofía.
La argumentación de Hegel ha sido muy criticada por todos los detractores del sujeto moderno, dentro y fuera de Europa. Pero hay que reconocer que, a pesar de haber sido tan criticada, no ha resultado del todo superada. Gran parte de las críticas han puesto el foco en las consecuencias de la distancia del sujeto frente al mundo. La conciencia frente al mundo, liberada de la inmediatez y de la continuidad natural con las cosas, ha sustancializado al ser, ha cosificado a las otras conciencias y ha objetivado su experiencia de la naturaleza y del propio cuerpo. Bajo estos tres ejes críticos, podemos entender gran parte de los desarrollos de la filosofía del siglo XX hasta hoy. Lo que ha quedado por desarrollar, a partir de este horizonte crítico, es una redefinición de la idea de libertad como condición para el pensamiento. La filosofía crítica contemporánea nos invita, por distintos caminos, a ir al encuentro del mundo, de nuestra continuidad con el ser a través del lenguaje y del cuerpo, y a anular, así, la distancia de la conciencia. Pero entonces, ¿qué significa ser libres? ¿Y qué es la filosofía, si no podemos poner en su punto de partida una experiencia radical de la libertad?
La imposible unidad
Como demuestra la argumentación hegeliana, el universal europeo siempre deja algo fuera, antes o más allá. Europa, como identidad de vocación universal, incorpora la partición. A diferencia de la experiencia china del mundo, por ejemplo, que es autocentrada y unitaria, Europa sabe de la herida de su propio nacimiento. No solo es una mujer raptada, como en el mito griego. La misma Grecia, cuna de esta libertad que invoca Hegel, se sabe fruto de un desgarro respecto a Oriente, se sabe hija de una separación.
Recoge claramente esta autoconsciencia griega la tragedia Los persas, de Esquilo. En una famosa escena, la reina persa, madre de Jerjes, explica el fatídico sueño en el que prevé la derrota de su propio hijo y de su poderoso ejército. En este sueño, la reina invoca las bellas figuras de dos hermanas, engalanadas con vestidos persa y griego, respectivamente. El hijo de la reina, Jerjes, pretende uncirles un lujoso yugo, como si ellas fueran los bueyes de su carruaje. Mientras que la hermana oriental se enorgullece de esta posición subyugada, la griega se rebela ante tal intención. Se arranca del carro imperial con gran violencia y con su gesto lo hace volcar. Este gesto no representa solamente la derrota persa, sino que es la imagen de la libertad que caracteriza al pueblo griego frente al persa, según la metáfora que está empleando Esquilo a través de este sueño.
La alteridad que da nacimiento a la reflexividad y a la libertad griegas es, así, la alteridad que nace de una ruptura autoconsciente respecto a la servidumbre. No es un encuentro frontal con una alteridad exterior y extraña. No se trata tampoco de la contraposición entre dos identidades o esencias que se reconocen como diferentes. Es el acontecimiento mediante el cual Grecia se separa de un destino imperial común. Si la filosofía tiene que ver con este acontecimiento, tiene que ver entonces también con esta partición. Como argumentan Gilles Deleuze y Felix Guattari en el capítulo «Geofilosofía» de ¿Qué es la filosofía?, la filosofía no es griega, sino que tuvo lugar en Grecia.5 Es decir, que no es la expresión de una esencia o de una identidad, sino el efecto de un acontecimiento. Este acontecimiento es la libertad como efecto de una separación. Es decir, volviendo a Hegel, la apertura de una distancia. En este sentido Deleuze y Guattari siguen siendo hegelianos, muy a su pesar. Aunque la critican abiertamente, la posición de Hegel, como decíamos, es difícil de superar.
La alteridad forma parte, así, del nacimiento mismo de la conciencia europea en suelo griego y la imposibilidad de la palabra unitaria, absolutamente plena, forma parte de la razón de ser de la filosofía. La filosofía nace de un gesto de separación. Por eso, la filosofía dice e intenta hacer vivible la imposibilidad de la unidad. A diferencia de la verdad religiosa o de la verdad artística o poética, la palabra filosófica recoge el movimiento de un deseo de saber que no puede coincidir nunca consigo mismo. De ahí la pluralidad de voces y aproximaciones que abre la filosofía como campo de juego y de encuentro. De ahí el vínculo de la palabra filosófica con la finitud, es decir, con la condición mortal del filósofo y con la condición parcial de su voz. Pero de ahí también la aspiración irrefrenable a la verdad universal y eterna como horizonte regular del movimiento siempre insuficiente del pensamiento. La verdad, herida, aspira idealmente a la reconciliación.
La larga historia de la Europa grecocristiana, con todas sus turbulencias, disidencias y rupturas internas, es la historia de este ideal y de su imposición tanto dentro como fuera del territorio estrictamente europeo. La modernidad, a partir de los siglos XV y XVI, viene a complicar esta experiencia de la alteridad como partición y reconciliación, porque la modernidad no es solo el momento del despegue y expansión del dominio europeo sobre el mundo, sino, por ello mismo, el momento de un doble encuentro: con la América «salvaje» y con el Oriente «sofisticado». Desde este doble e irreversible encuentro, que forma parte de la nueva experiencia del mundo como uno y a la vez diverso, el pensamiento europeo se confronta a una alteridad de un nuevo tipo, porque es autosubsistente respecto a la partición originaria. Frente a ello, Europa adopta diversas estrategias, desde la negación aniquiladora hasta la idealización en el exotismo.
Desde este punto de vista, el gran acontecimiento de la modernidad es el descubrimiento de un nuevo afuera, y en él del pensamiento extremo-oriental, como fuente de una larga y compleja tradición, insospechada hasta el momento. Si Hegel, como hemos visto, tiene que elaborar un argumento en defensa del carácter exclusivamente europeo de la filosofía, es porque la Europa de su tiempo no lo tiene tan claro. Junto a Leibniz y a Schopenhauer, Pascal formula en pleno racionalismo francés la inquietante pregunta:
¿Quién de los dos es más creíble, Moisés o China? No se trata de ver esto en general; os digo que hay con qué cegarse y con qué iluminarse. Solo con esta palabra arruino todos los razonamientos. Pero China oscurece, me diréis. Y yo os respondo: China oscurece, pero también hay en ella una claridad. Buscadla.6
Nietzsche, que no es precisamente un orientalista, escribe en la intempestiva dedicada a su maestro Schopenhauer: «Oriente y Occidente son trazos de tiza que alguien dibuja ante nuestros ojos para burlarse de nuestros temores».7 Desde entonces, la duda y el deseo han ganado terreno en la cultura europea hasta convertirse, cíclicamente, en una verdadera obsesión estética, política y filosófica. ¿Qué relación pueden llegar a tener la filosofía y la no filosofía, Europa y no Europa? ¿El único destino posible de la filosofía occidental y su vocación universalista es colonizar las otras formas de pensamiento, o hay, en la partición fundacional de la identidad europea, una grieta desde donde aprender y recibir las experiencias del sentido que se perdieron en ella? Esta cuestión, que se plantea desde entonces, ha dado pie, básicamente, a tres tipos de respuestas.
La primera es la apuesta por la alteridad radical, que situaría los polos oriental y occidental como dos universos categoriales irreductiblemente diferentes, como dos logos absolutamente heterogéneos. Uno de los máximos exponentes de esta posición es el sinólogo François Jullien, cuyos libros han tenido una amplia recepción, no exenta de polémica.
La segunda respuesta pasa por la contextualización de la filosofía dentro de la diversidad del mundo intercultural, es decir, hacer de la filosofía una expresión culturalmente diversificada e identificable, como la literatura, el arte o la música. Para los defensores de esta visión culturalista de la filosofía, como Enrique Dussel desde América Latina, por ejemplo, de lo que se trata es de ver cuál es el núcleo categorial mínimo y fundamental que caracteriza a cada cultura filosófica. Dejar de proyectar con violencia un único patrón de pensamiento sobre las otras culturas pasa, según esta segunda posición, por disolver cualquier tipo de universalidad en la diversidad y la particularidad de las culturas del mundo.
Finalmente, hay una tercera posición que apuesta por desarrollar un nuevo universalismo no totalizador, capaz de retomar la voluntad comprensiva del concepto, más allá de sus contextos históricos y culturales. Así, el concepto puede funcionar realmente como una herramienta de exploración y transformación de la experiencia humana en su conjunto, sin caer de nuevo en las trampas del universal imperialista. En este sentido, autores poscoloniales como el mismo Dipesh Chakrabarty, o el también indio H. Bhabha, en su libro El lugar de la cultura, hablan de un internacionalismo de la frontera, de un pensamiento en movimiento que, lejos de sistematizar, sería capaz de comunicar desde el desplazamiento y desde la disyunción. El pensador africano Achille Mbembe aporta, a estas estrategias, la necesidad de desarrollar un pensamiento-mundo que, lejos de la reconociliación de la que hablaba Hegel, ponga en práctica un entrelazamiento siempre abierto y siempre en transformación. En este tercer caso, ya no se trata de una filosofía intercultural, sino de una filosofía universal entendida como una filosofía inacabada.8
El fondo común de la experiencia humana
En el ámbito de la sinología francesa, tuvo lugar en 2006 un debate que trascendió los círculos especializados. Tuvo lugar entre los defensores de la alteridad radical, concretamente François Jullien, y los que cuestionaban esta idea, liderados por otro reconocido sinólogo, Jean-François Billeter. La escuela de pensamiento del primero se ha basado en la premisa de que hay logos radicalmente distintos y, por lo tanto, universos conceptuales que funcionan de maneras inconmensurables entre sí y solo aproximables por resonancia desde la heterogeneidad. Billeter, en cambio, defiende que hay un fondo común de la experiencia humana que puede ser expresado desde universos filosóficos distintos. Solo así es posible, según Billeter, no caer en la trampa de justificar la injusticia en otros contextos políticos y culturales. Por ejemplo, ¿cómo abordar la crítica al ejercicio del poder en China?, pregunta Billeter. ¿Es una expresión irreductible e inseparable de su concepción del todo, donde no hay espacio para el sujeto individual y, por lo tanto, es absurdo aplicarle concepciones de la justicia de base occidental? ¿O podemos invocar una concepción interhumana de los daños que provoca la sumisión al poder político y económico, sin necesidad de apelar a categorías exclusivamente europeas?
En un mundo común, estas preguntas son relevantes, no solo como cuestiones intelectuales sobre ética o política comparada, sino como problemáticas inevitables de la convivencia mundial y de la política internacional. Aún no sabemos imaginar lo bastante bien en qué consistiría ese debate o encuentro en cuyas manos dejaba Foucault la posibilidad de toda filosofía futura. Lo que sabemos es que no puede limitarse a ser un debate entre diversidades culturales. La filosofía es la elaboración de una razón común a partir de la distancia que implica la libertad de pensamiento. Por tanto, no juega a constatar diferencias y quedarse al margen. Pero tampoco puede seguir ignorándolas y despreciándolas. Es preciso encontrar un lugar desde donde elaborar el fondo común de la experiencia humana, sin jerarquizar modelos ni patrones de comprensión.
Comentando en un artículo el debate entre Jullien y Billeter, el sinólogo vasco Albert Galvany aporta una valiosa noción para resolver esta disyuntiva.9 Es la noción de «diferencia próxima» o «alteridad semejante», que Galvany retoma de los trabajos del historiador de las religiones Jonathan Z. Smith.10 Frente a posiciones que acentúan el análisis comparativo como un instrumento para constatar diferencias y contraponer identidades ontológicamente monolíticas, Jonathan Z. Smith plantea que la noción de alteridad no es descriptiva sino transaccional y que, por lo tanto, solo puede ser utilizada allí donde algún tipo de relación ya es posible. De hecho, para Galvany y Smith, la noción de alteridad presupone la idea de que toda mirada incorpora ya un proyecto lingüístico y político y, por lo tanto, un juicio que puede ser movilizado pero también cuestionado. Lejos de la diferencia radicalmente heterogénea, la diferencia próxima abre la posibilidad de constatar y de cuestionar las propias premisas, prejuicios y coordenadas. Desde esta posibilidad, toda alteridad tiene, paradójicamente, algo cercano, algo semejante. Es algo inverosímilmente cercano que descubre afinidades insospechadas. Esta lógica creativa y no descriptiva de la alteridad recuerda la manera como el filósofo Gilles Deleuze nos invita a descubrir la diferencia no en otra identidad, idéntica a si misma, sino en la posibilidad inexplorada de una relación impensada.
Desde estos paradigmas, apelar al fondo común de la experiencia humana ya no presupone contar ni con una esencia ni con un ideal humanistas. Apunta, más bien, a la posibilidad siempre abierta de una práctica y de un lenguaje de la afinidad, más allá de la identidad y del reconocimiento.
Desde ahí llegamos a la pregunta de la que partíamos: ¿es posible llevar hasta el final la crisis de la filosofía y sus figuras de la subjetividad, sin renunciar a la libertad, tanto política como del pensamiento? ¿Es posible hacerlo desde esta inverosímil afinidad con otros modos de pensar, como el oriental o el resto de culturas no europeas? Hay quien sigue pensando que no: que Occidente es la sede de la subjetividad política y Oriente de la experiencia del vínculo cósmico. Que el primero nos hace sujetos y que el segundo nos ofrece bienestar a cambio de servidumbre. Desde esta dualidad, Occidente queda atrapado en su crisis y Oriente en su universo. Y todos nosotros, habitantes de un mundo común que no quiere escucharse a sí mismo, abocados a la falsa alternativa de tener que escoger entre una existencia política impotente o una existencia cósmica impolítica.
Libertad en común