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Por vulnerabilidad solemos entender todo lo que tiene que ver con la dimensión sufriente de nuestra realidad. Pero ser vulnerable significa principalmente ser afectable. Por lo tanto, lo que tiene que ver con lo humano, también lo positivo y alegre, remite a que todos somos, siempre y en todo momento, seres vulnerables. Este es el punto de partida de este libro, en el cual se invita al lector a pensar la vulnerabilidad en clave existencial. El recorrido filosófico se vertebra en torno a dos áreas fundamentales: la realidad existencial de la vulnerabilidad (su pathos), y la decisión de integrarla y vivirla como engranaje ético y político (su ethos). El autor se apoya en la obra de René Descartes, cuya filosofía presenta, más allá de los tópicos, como una filosofía propicia para meditar sobre la vulnerabilidad, proponiendo una reflexión filosófica que proyecta la vulnerabilidad como condición de la vida humana, en todas sus magnitudes.
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Seitenzahl: 256
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Vulnerabilidad
Herder
Edición digital: José Toribio Barba
© 2021, Miquel Seguró Mendlewicz
© 2021, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN ePub: 978-84-254-4728-0
1.ª edición digital, 2021
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Herder
www.herdereditorial.com
I. Vulnus
II. Pathos de la vulnerabilidad
La pregunta
La expectativa
La duda
Lo previo
Casus vitae
Fe y razón
La razón en el mundo
La razón vulnerable
La razón encarnada
III. Ethos de la vulnerabilidad
El laberinto cotidiano
Procus
La vía del no-criterio
Infirmus
Ética y cuidado: más allá del tópico.
Pensar y curar
El circuito ético
El riesgo de la empatía
Tanatofobia
La matriz de la política
La ficción de la soberanía
IV. Mundus est fabula
Agradecimientos
Bibliografía
Información adicional
Gràcies per tanta vida, mare.
Si todavía no conoces la vida, ¿cómo podrías saber de la muerte?CONFUCIOAnalectas, Libro xi, 12
Nuestras vidas se desarrollan en escenarios que nos trascienden y en circunstancias que no elegimos. Factores que van de lo más externo a lo más íntimo (nuestro entorno medioambiental, nuestro contexto social o nuestro universo emotivo-simbólico, por ejemplo), que afectan decisivamente a la biografía que vamos construyendo. Son circunstancias que influyen en nuestro estar en el mundo y que nos revelan la condición que hace posible todas nuestras experiencias: ser vulnerables.
Vulnerabilidad proviene de vulnus, una palabra latina que traducimos por «herida». Para los antiguos, las heridas guardaban relación directa con la corporalidad, de modo que ser herido significaba ser lastimado físicamente. De ahí que sus dioses, de carne y hueso, estuvieran asimismo expuestos a la vulnerabilidad. Paulatinamente, el significado de herida se ensanchó y pasó a incluir también el sufrimiento anímico, y padecimientos de vida o mal de amores comenzaron a ser referidos como vulnera vitae o vulnere amoris.1
Vulnerar significa para nosotros también dañar y atentar, y en todos los casos remite a una condición: ser vulnerables. Es en los momentos de acusado sufrimiento cuando caemos en la cuenta de que se trata de una realidad que siempre está ahí, pero que, como duele, preferimos no hacerla demasiado presente. Vulnus implica que nuestra situación sea vulnerabilis, que encarnemos la predisposición de que nos sucedan cosas. Pero las cosas nos pueden afectar para bien o para mal. Pueden comportar tanto afecciones como propiciar afectos, o hasta las dos cosas a la vez. Y esto apunta a otra realidad fundamental: que no somos seres estancos y cerrados. Este es el factum con el que se escribe y reescribe nuestro «ser», del que damos testimonio y del que somos protagonistas.
Por vulnerabilidad no hay que entender solamente la realidad sufriente del ser humano. No es que el homo vulnerabilis no sea homo dolens. La enfermedad, la muerte, la angustia de poder enfermar o morir forman parte de nuestra cotidianidad. Pero también lo son la solidaridad, la corresponsabilidad o la alegría de vivir en comunidad. ¿Por qué entonces cuando hablamos de vulnerabilidad solemos asociarla con experiencias negativas y no constructivas?
La vulnerabilidad es una forma entis, un ser y un estar constitutivo de todas y cada una de nuestras experiencias y por eso es la imagen genérica del conjunto de la realidad humana. Una imagen que da pie a nuestro universo simbólico, siendo ella misma, la «vulnerabilidad», un símbolo y un concepto. En este ensayo proponemos un esquema para una filosofía de la vulnerabilidad que asume que todo lo que tiene que ver con lo humano, lo bueno y lo malo, lleva el sello de su vulnerabilidad. Es decir, que la vulnerabilidad es la expresión fundamental de la condición humana.
La vulnerabilidad es un tema de creciente relevancia en el debate público. Es tema y, en cierta forma, puede ser también una moda, lo que puede significar dos cosas: que la vulnerabilidad es la medida de las cosas que nos suceden (eso es lo que significa originariamente «moda»: medida), o que es la corriente legitimada y legitimadora de los discursos, el halo de autoridad que otorga estar de moda. En este libro se explora el primer significado, el impacto real de lo que representa ser vulnerables, teniendo en cuenta los peligros de lo que implica que el asunto esté de moda.
Dado que pensar es, de algún modo, figurarse cómo son las cosas —lo que significa que al pensar algo damos forma a ese algo—, pensamos por medio de imágenes. La imagen que aquí proponemos para pensar la vulnerabilidad es la de un círculo, irregular e imperfecto, que nunca acaba de cerrarse sobre sí mismo. Hablamos de una imagen, pero con ella se pone de relieve la imposibilidad de esa perfección tan ansiada. Incluso quiere dar a entender que lo deseable aquí y ahora es lo no-perfecto. Que en vez de buscar la circularidad terminada y autosuficiente de lo per-fectus, la aventura pase por exponerse a los circuitos de la precariedad y la incertidumbre del a-ffectus. Nuestro círculo tampoco guarda relación con la circularidad completa hegeliana, habida cuenta de que no sabemos si, como propuso el filósofo idealista, todo lo real es racional. Quién sabe dónde está la marca de lo que es real y de lo que no.
Vulnerabilidad es afectabilidad. Afectamos y nos afectan, de ahí que la imagen del círculo que hemos elegido no pueda cerrarse. Podríamos haber recurrido a la sabiduría del ensô, un símbolo también circular muy utilizado en el zen que expresa la iluminación y la completitud espiritual. Algunos artistas y maestros parece que lo cierran, pero otros no, quizás sugiriendo que esa perfección es algo siempre por conseguir. Aquí consideramos que la perfección no forma parte de nuestra realidad, así que nuestro círculo solamente puede ser imperfecto e irregular.
Hay que tener en cuenta que vulnerable se es en primera instancia, de manera que el riesgo de emborracharse de subjetivismo es realmente grande. Y en filosofía nadie debe ser, stricto sensu, el tema de su reflexión. Filosofar significa rehuir tanto el egoísmo lógico como la pretensión de describir de una vez para siempre todo lo que las cosas pueden dar de sí. Aquí sugerimos una imagen para poder pensar tangiblemente algo tan complejo como es la vulnerabilidad, incidiendo en que se trata de una propuesta, una invitación. En el sistema epistemológico kantiano la idea de esquema tiene un papel rector. Es la conjunción que une la sensibilidad y el entendimiento, el procedimiento imaginativo a través del cual un concepto puro y abstracto se concreta sensiblemente (skhema, que en griego significa forma, figura). El esquematismo es, pues, la razón en funcionamiento, la formación estética del mundo y, en nuestro caso, la visualización de lo que implica ser vulnerables.
También en virtud de la condición vulnerable de cualquier filosofía utilizamos la noción de esquema en el sentido más coloquial del término. Este libro dispone una serie de elementos reflexivos como puntos de partida para que se los considere y desarrolle. Pero no es «la» filosofía de la vulnerabilidad su objetivo. Sería del todo improcedente. A veces los discursos que buscan fijar todo lo que hay y cerrar la cuestión fuerzan las cosas para que digan lo que se quiere que digan, dejando fuera todos aquellos elementos que los contradicen.2 Y aquí partimos de la convicción de que la contradicción forma parte también de la condición vulnerable.
Dicho esto, nuestra cautela sería también contraproducente si se la entendiera como el salvoconducto para decir lo que a uno le plazca, sin más aval que la propia opinión. Pues eso no sería cautela sino frivolidad. Se es cauteloso siempre en relación a una voluntad de base, que es la de poder hablar de algo sabiendo que se puede estar equivocado y que siempre quedarán cosas por decir. Lo que en estas páginas se propone es un hilván de elementos críticos y razonados que procura ayudar a pensar esta experiencia transversal que afecta a cualquier experiencia: «la» vulnerabilidad. Una propuesta abierta a la rectificación, claro está.
El libro consta de dos partes. En la primera se esboza el «pathos» de la vulnerabilidad y en la segunda se explora su «ethos». En la primera, se trata la epistemología y la pregunta por la certeza como protagonistas de la experiencia filosófica. En la segunda, la ética y la política toman el relevo como materializaciones de la experiencia de la incertidumbre resultante.
Antes de emprender el camino conviene hacer otra importante consideración: si la vulnerabilidad siempre está ahí como condición, no menos lo está la realidad de la experiencia metafísica. A fin de cuentas toda filosofía es, de un modo u otro, un tipo de acción metafísica. Querer contraponer vulnerabilidad y metafísica hasta llegar a excluirlas es posible. Todo depende de los conceptos de vulnerabilidad y de metafísica que se manejen. Pero lo que no es posible es hacer que los lenguajes de la vulnerabilidad dejen de sustentarse en categorías tan metafísicas como finitud, contingencia o temporalidad. Categorías sin las cuales es impensable razonar y que llevan aparejadas las preguntas por su confín: lo infinito, lo necesario y lo eterno.
Reflexionar sobre la vulnerabilidad es cuestionarnos hasta las últimas consecuencias por el material sensible con el que construimos nuestras experiencias. Es decir, llevar cabo una tarea de arqueología ontológica. Si ser vulnerable es la condición universal y estable de todo ser humano, es que la vulnerabilidad tiene que ver con ser humano. Y si nadie es ajeno a ella por ser la condición de todo lo que somos y de todo lo que podemos llegar a ser, entonces es una realidad que va más allá de cualquier negación. Es metafísica.
Ahora bien, leemos en la primera epístola de Juan que a Dios no lo ha visto nadie jamás. Así que nadie, sea creyente o no, ha tenido la dádiva de saber cuál es la respuesta al gran enigma. Es entonces en la duda donde nos encontramos y, como nos mostrará René Descartes, es en el dudar mismo donde caemos en la cuenta de la realidad de esos misterios. La experiencia metafísica es esa duda que no puede dejar de sondear su propio misterio. Es la realidad vulnerable tomada como elemento centrífugo de la filosofía, como existencia precaria abierta a su trascender.
1G. Maragno, «Alle origini (terminologiche) della vulnerabilità: vulnerabilis, vulnus, vulnerare», en O. Giolo y B. Pastore (eds.), Vulnerabilità. Analisi multidisciplinare di un concetto, Roma, Carocci, 2018, pp. 13-28.
2 M. Foucault, El orden del discurso, Barcelona, Austral, 2018, pp. 46 y 53.
Despertar una pasión es el don del clásico al que siempre hay que volver. René Descartes lo hace. No por su azarosa vida, que como la de tantos y tantas estuvo repleta de gracias y desgracias (y, al menos, las suyas no son tan desconocidas), ni por la fama de sus escritos, merecida y reconocida ya en sus tiempos. Lo que atrae de sus textos es la fascinación que despiertan algunas de sus extravagancias.
Descartes se convierte en un óptimo compañero de reflexión porque la suya es una filosofía de la incertidumbre. Es una filosofía que desea conocer para comprender, asegurar el dato claro y distinto,1 firme e infranqueable, que no obstante constata que no, que eso no es posible, ni siquiera como programa. Y con esa tensión, que atraviesa todas nuestras horas, habitamos el mundo. Su pluma, lejos de representar una enmienda a la existencia vulnerable acaba convirtiéndose en su exponente. La certeza que atesora con el «yo» (el conocido cogito, ergo sum) se descubre insuficiente e impotente para lograr la anhelada seguridad existencial. Explorando el poder de su imaginación Descartes lleva la razón a su máxima contradicción, apuntando incluso más allá de su propia estructura. Si el mundo puede llegar a ser una mentira, ¿cuántas más mentiras pueden esconderse en nuestras razones?
No nos proponemos aquí ofrecer otra interpretación de la obra de Descartes. Primero porque sería temerario. Decir algo relevante al respecto es una pretensión al alcance de muy pocos y hay grandes especialistas en la materia que ya lo han logrado con sobrada solvencia. En este sentido, en las notas a pie de página recogemos algunos debates suscitados en torno a cuestiones nucleares de la filosofía cartesiana. Y segundo porque no es, en sustancia, el objetivo de esta meditación. Nuestro ensayo no trata de Descartes, sino que al hacerlo a través de Descartes, va por otros derroteros. La lectura que aquí se hace de su obra es el soporte para pensar la vulnerabilidad e iluminar la estructura de la experiencia en general.
Hemos anticipado que el asunto va de circularidades, lo que implica que nadie piensa solo, ni tampoco parte de cero. Conviene pues explicitarse a uno mismo con quién y a partir de qué se va a pensar. El supuesto monólogo interior es, en verdad, un diálogo que mira hacia fuera. Un logos, una palabra, un discurso, que metafóricamente pasa a través de las múltiples voces que pueblan el parlamento interior que uno alberga. Esto es, de hecho, dialogar: dejar pasar la palabra a través de sus voces.
Si nos preguntamos si todo el mundo cuando piensa dialoga hay que decir que desde esta perspectiva sí, todo el mundo dialoga. Hacia fuera y hacia dentro. El pensamiento no deja de ser un gran parlamento de discursos y formas que circulan y se retroalimentan. Dónde está la frontera de lo propio y lo impropio es difícil de situar, también porque las influencias y convicciones pueden ir cambiando. No obstante, la apelación al diálogo no se hace en este sentido. Cuando se dice de alguien que convive dialogando es porque se entiende que es capaz de ceder y que puede llegar a reconocer que en sus palabras no se encuentra la mejor de las perspectivas de un hecho o de una situación. Es asumir que el otro puede tener razón en sus posiciones y que, además, estas pueden ser ciertas. Es estar dispuesto a rectificar.
Por otro lado, se piensa desde un aquí y un ahora que forma parte de una biografía, pero también desde una constelación de ideas y creencias que nos trascienden. Se piensa desde un contexto, de carne hueso, y desde una cosmovisión, de ideas y convicciones, que pueblan varios cuerpos. Ambas instancias, lo incomunicable y lo comunicable, se entrecruzan dando pie a una dinámica constituyente que permite concretarse en experiencias. Demasiado orientados al proyecto, al futuro, nos perdemos en el único cruce de caminos que sabemos que es: la experiencia mestiza del ahora.
De hecho, ni siquiera Descartes fue tan original en sus tesis, como se verá más adelante. Fue otro espécimen de los homo sapiens sapiens, si bien un espécimen genial. Fue capaz de dar vida a algo que no existía como tal y el hecho de que aún hoy estemos hablando del alcance de ese acto de gestación lo sitúa desde nuestra perspectiva cultural en la fila de los genios.
Aquí hemos privilegiado la voz de Descartes para dialogar con ella también por su peso y por su relevancia para nuestra cultura. Es verdad que otros tantos pensadores de referencia nos conducen por los caminos de la vulnerabilidad y también podrían ocupar ese lugar. El citado Kant y su Crítica de la razón pura, por supuesto, o el Agustín de Hipona intimista de sus Confesiones, un formato literario siglos más tarde recuperado y recreado por Rousseau. O incluso el más desconocido Helmut Plessner, que hizo de la risa y el llanto objetos de estudio. Tampoco es cuestión de listar un conjunto de autores y temas puesto que cada cual escoge los suyos, y es evidente que no hay una sola vía para emprender el diálogo. Nuestra intuición es que la de Descartes es la senda pertinente para nuestro propósito. Ojalá que quien lea este libro pueda compartir al final del trayecto la idoneidad de nuestra elección.
De Descartes son las Meditaciones metafísicas, publicadas primero en latín en 1641 como Meditationes de Prima Philosophia y luego en francés, en 1647. Una obra de gran envergadura filosófica que ya entonces suscitó numerosas objeciones entre sus contemporáneos (Thomas Hobbes, entre ellos) y que forma parte de los hitos de la historia de la filosofía.
Las meditaciones cartesianas, seis en total, se desarrollan en sendos y sucesivos días. Una por día. Así lo relata Descartes. Y aunque el juego literario es del todo explícito, porque sabemos que al menos ya en 1639 estaba trabajando en ellas,2 de modo que no fue cuestión de días su desarrollo, lo que es relevante es que cada meditación, como episodio de «la» meditación, comporta su temporalidad,3 una relación con el tiempo interior y con la configuración de su exterioridad. De manera que, a pesar de que su objetivo fuese el alcance de un saber atemporal, ese proceso solamente se da como processus: una marcha, un avanzar.
La meditación cartesiana, como toda meditación, es la sucesión de unos tempos. Y en ese transitar toma forma uno de los grandes asuntos de la experiencia humana: la dualidad, es decir, la identidad en la diferencia y la diferencia en la identidad.4 Una relación que afecta, por ejemplo, a la pretensión de alcanzar una sabiduría atemporal estando constituidos por la temporalidad, de catar la infinitud encarnando la finitud, de precisar lo necesario transitando por las contingencias de la vida. Pretensiones y no realidades, porque, en efecto, meditando y yendo paso a paso Descartes trata de dar con el saber atemporal, aquello que nada ni nadie, pase lo pase, puede deshacer. Una pretensión cuanto menos problemática, como veremos.
Pero no nos adelantemos. Si la meditación cartesiana nos sirve de guía para pensarnos en lo particular y en lo compartido, sigamos sus ritmos.
Meditar significa tomar medidas, así que la unidad métrica es absolutamente determinante para cartografiar un asunto. Para poder meditar sobre algo hay que elegir un punto de partida, un criterio de medición. ¿Cuál es la medida para pensar la vulnerabilidad? La respuesta ni puede ni debe ser inmediata porque es el horizonte de este libro. Pero debe haber un inicio, y el nuestro, atendiendo a la naturaleza misma de lo que aquí nos preguntamos, se encuentra, precisamente, en el hecho mismo de que preguntamos por algo. Esto es, que hay «preguntas».
Existir significa, entre otras cosas, estar confrontado por preguntas radicales y de impacto directo para nuestras vidas. Ahora bien ¿qué implica preguntar? Que tengamos preguntas es bastante revelador. Si preguntar significa estar sometido a interrogatorio, es decir, en medio (inter-) de un ruego, de una petición (-rogare), preguntar es en primera instancia testificar que no se está donde se quiere estar. Cuando uno pregunta se pone a descubierto. Experimenta que no tiene cubiertas sus ansias de conocimientos, creencias o sentido y pide, ruega, por la posibilidad de lograr otros conocimientos, creencias o sentidos.
Preguntar implica asumir que estamos a la intemperie, que nos situamos fuera del cobijo de la respuesta. Es decir, que se está suspendido en el aire, sin pisar tierra firme. Con todo, cuando se pregunta no se es por fuerza más ignorante. Cuando se pregunta se sabe más que cuando no se pregunta; se sabe, por ejemplo, que una determinada respuesta hasta ahora dada por buena quizás no lo sea tanto. Y eso constituye, en cierta medida, un avance.
Por otro lado, este proceso de des-ubicarse no es el horizonte definitivo. Es decir, uno no busca desubicarse, sin más. Quien pregunta alberga la profunda expectativa dar con una buena respuesta. Preguntar es desubicarse para tratar de reubicarse al cobijo de una respuesta correcta, o cuanto menos mejor a las que ahora están a disposición. Preguntar es, en esencia, vivir en la expectativa de hacer habitable la propia existencia y estar en disposición de hacerlo correctamente.
Cuatro años antes de publicar sus Meditaciones, aparecía en junio de 1637 en Leiden, Países Bajos, un texto anónimo titulado Discurso del método, y subtitulado Para conducir bien su razón, y buscar la verdad en las ciencias. En una de las muchas cartas escritas por Descartes a su amigo sacerdote, el filósofo y matemático Marin Mersenne (también formado, como Descartes, en el colegio de La Flèche) le especifica5 haber bautizado su texto como «discurso» y no «tratado» porque en él se presentan los temas de manera informal, un discurrir más o menos desenfadado sin demasiada voluntad aleccionadora. Quizás eso explica que el Discurso tenga la apariencia de un largo proemio, una previa a un conjunto más amplio que constaba de tres partes: dióptrica, meteoros y geometría.
El Discurso del método es una de las obras cenitales de la historia de la cultura occidental que trasciende el ámbito de la historia de las ideas. Es un texto presumiblemente escrito entre 1635 y 1637, en tiempo cercano al juicio condenatorio a Galileo (junio de 1633), y compuesto a conciencia por parte de Descartes.6 No se trataba de un mero proemio sino de una consideración filosófica de solvente envergadura. Antes había escrito, aunque no publicado, un tratado que asumía la tesis del heliocentrismo. El mundo o Tratado de la luz, como se titulaba, solo fue publicado completamente en 1664, años después de que Descartes falleciera (1650). Que publicara el Discurso en los Países Bajos, donde el ambiente intelectual era más liberal que en otras zonas de la vieja Europa, y que lo hiciera de manera anónima, eran precauciones que posiblemente no podía permitirse no tomar. Sin embargo, Descartes fue rápidamente reconocido como el autor del Discurso, entre otras cosas porque en la primera parte presenta sucesos relativos a su vida. Cuando en 1637 el texto comenzó a discutirse, incluida alguna de las arriesgadas tesis de El mundo destiladas en la quinta parte del Discurso, Descartes ya sabía a lo que se exponía,7 lo que hace pensar que publicar el Discurso de manera anónima fue más un acto de coquetería que de precaución real.8
El Discurso del método tiene también seis partes y, como indica su título, es un discurso. Discurre, avanza y transita de un lado a otro. También paso a paso, tiempo a tiempo. ¿Con qué objetivo? Aplicar bien el entendimiento, encontrar un camino recto. Esa es la meta que manifiesta Descartes al poco de comenzar. Quiere enderezar el rumbo, que presupone estar perdido y desorientado, y para ello tiene que encontrar una senda, un método (metá-hodós, camino a través). De eso trata la experiencia de la pregunta y ese estar desubicado, aquello que nos empuja a avanzar hacia alguna parte.
Atendamos al subtítulo del Discurso. Escribe Descartes que su discurso es para conducir bien su razón, y buscar la verdad en las ciencias. Importa aquí el posesivo «su» (sa, en francés), que no remite a «la» razón, en abstracto, sino a una particular. Descartes lo refuerza afirmando al poco de comenzar que su propósito no es enseñar el método, el camino, que cualquiera debería seguir, sino solo mostrar cómo ha tratado de conducirse él.9 Sin embargo, parece ser una afirmación que actúa como captatio benevolentiae, ya que choca con la poca modestia que Descartes manifiesta más adelante acerca de la evidencia que ha descubierto a través del raciocinio. Eso sí, es una aseveración que ha permitido considerar la obra como una suerte de autobiografía intelectual, como la reconstrucción personal de un itinerario vital y lo que implica de contingencia, cuando no de arbitrariedad o invención. Parte de la originalidad del discurso cartesiano reside en que tanto en la primera parte como en el inicio de la segunda nos relata, a modo de fábula, su propia formación, la relación con el saber heredado y alguno de los avatares biográficos que contextualizaron la gestación filosófica del Discurso.
En todo caso, la sospecha de no estar en sintonía con la verdad comporta preguntarse por la naturaleza del error, de ese estar fuera de sitio, que es una de las situaciones en las que se encuentra Descartes y que da a entender con el subtítulo del Discurso elegido: si busca la verdad es que no la atesora.
Se busca lo que no se tiene, con la esperanza de poder encontrarlo. A veces uno no sabe ni lo que busca (la mayoría de las veces en la vida), pues es más fácil saber que se está en la búsqueda de algo que saber qué y cómo encontrarlo. Pero constatar que se está en falta, que hay algo que está perdido y hay que dar con ello, es trazar ya un camino que nos orienta hacia ese método ansiado para procurar enderezar el rumbo. Como si hubiera un destello de verdad en el error, como si el hecho de saber que se está errando ya fuese atesorar parte de la verdad. Como si uno no estuviera completamente desubicado.
Comienza Aristóteles su Metafísica afirmando que todos los hombres desean por naturaleza saber. Queremos saber y las sensaciones ayudan a ese propósito, por eso dice el estagirita que son tan amadas. Y sobre todas ellas, las visuales, especifica. Queremos saber porque queremos ver correctamente, siendo nuestra avidez de conocimiento la respuesta apasionada al arrebato que nos produce lo que vemos. Platón, su maestro y predecesor, decía que el origen del saber se encuentra en la admiración, dando pie a una tradición que sitúa el origen de la filosofía, de la pregunta, en la admiración.
Existe otra tradición, no obstante, que sitúa la pasión por saber en la experiencia de la zozobra. Puede haber un gozo en el conocer, un placer en la admirada construcción de la república de los saberes, pero eso no excluye que antes la experiencia sea inquietante y potencialmente dolorosa: se está perdido, y eso zarandea. Es la angustia y la incertidumbre de saber que no se sabe y por lo tanto el sentirse a la intemperie y a merced de eso que llamamos el destino, la fortuna o el absurdo. Para Descartes la vista también es el sentido por excelencia, pero el problema de raíz es que los sentidos pueden engañar. Lo que se ve no siempre es digno de admiración, sino de recelo.
Esta desconfianza permite apreciar que la vulnerabilidad, entendida como afectabilidad, no solamente tiene que ver con el cuerpo, con la condición encarnada de nuestra vida, sino también con la interpretación que hacemos de las vivencias que nos proporciona. Nada hacemos sin el cuerpo, pero la noción de «cuerpo» es ya una construcción simbólica, como explicitaremos más adelante. También es vulnerable, afectable, el lenguaje asociado al ejercicio de la reflexión, muy ligado ciertamente al sentido de la visión (el ojo de la razón o la iluminación de los objetos), pero no únicamente. Otros sentidos son igual o más fundamentales para la vida de los conceptos: el gusto, el oído, el olfato, y por antonomasia, el tacto. Tratemos si no de experimentar sin tocar, sin palpar, de hablar sin mover las manos, de relacionarnos sin usarlas. Entender significa, precisamente, «tender hacia», hasta casi tocar.
Si la filosofía tiene que ver con querer saber, significa que busca su compañía, lo que presupone que, o no tiene ese saber o solamente lo posee en parte. Su némesis es la sofística, creerse demasiado capaz de alcanzar verdades sin darse cuenta de que en el fondo lo único que sostiene en ocasiones esa pretensión es, precisamente, una creencia. La filosofía es la experiencia más clara de la vulnerabilidad epistemológica, ya que al ponerse de pie, otear el horizonte y comenzar a caminar, lo hace sin saber muy bien adónde irá a parar. Entonces es cuando la admiración se convierte en cuestión, nacida de la distancia con el mundo. De repente, todo es extraño. Otras voces pueden servir de referencia, pero nadie puede sobrellevar por otro la propia duda. Embargado y abrumado, Descartes se refugia en lo único que cree que le queda: su razón. Hastiado de buscar fuera de sí, emprende la senda de la propia reflexión en busca de la verdad. Pensar por sí mismo, se dice, que no es otra cosa que tratar de fabular de otro modo.10
Hay que dudar de todo por lo menos una vez en la vida. Por prescripción cartesiana.
La primera parte del Discurso del método es la presentación biográfica con la que Descartes se pone en escena. A modo de fábula (fable), relata cómo la formación recibida y el mundo observado llegaron a colapsar en su mente. Lo que durante un tiempo le pareció tierra firme y cielo claro poco a poco acabó por agrietarse y encapotarse hasta llegar a dejarlo en la más absoluta de las dudas.
Encontrar la verdad era una prioridad existencial para Descartes. Así que cuando constató que ni los libros antiguos con sus fábulas, ni la mejor de las escuelas, ni tampoco las autoridades más doctas habían sido capaces de colmar su inquietud, el mundo se le vino abajo. Las preguntas permanecían indemnes ante cualquier respuesta, y el ansia por encontrar la sólida verdad se transformaba en una pasión punzante. Hallarla no era opción, si no necesidad, de modo que no le quedaba más salida que buscarla por otro camino.
La moraleja cartesiana se ha convertido en unos de los modelos paradigmáticos de lo que significa entregarse a la actitud filosófica. Y en parte es acertado. Pensar es fundamentalmente dialogar con uno mismo y con el resto, y estar dispuesto a cambiar de opinión si las razones son mejores. Sin embargo, Descartes sucumbe pronto a la tentación del saber mesiánico.11 Frente al riesgo de quedarse atrapado en la inquietante y errática experiencia de la búsqueda, asume como axioma que si algo es evidente por sí mismo entonces es que es realmente verdadero. Parece lógico. La evidencia para Descartes es aquello que cae por su propio peso, sin discusión, y por eso debe ser, a su juicio, el gran precepto de la conquista del saber.
Dicho de otro modo: hay fármaco. La fórmula para salir del atolladero es no admitir nunca como verdadero algo que no se pueda conocer por evidencia directa, como exterioridad que arrebata la visión (ex-videre). Lo que presupone que hay verdades ahí fuera y a nuestra disposición, y además que estas verdades permanecen y podemos asirlas. Que algo sea evidente implica que también se lo intuya de manera estable;12 que «eso» sea siempre «eso» y no «aquello». Son, dicho en términos clásicos de metafísica, las esencias de las cosas, lo que hace que las cosas sean lo que son.
La evidencia es la contemplación de las esencias. Pero qué es y qué no es «evidente» es algo, a fin de cuentas, irresoluble. Desconocemos todo lo que podemos llegar a ignorar, de tal manera que solamente lo descubrimos una vez ya no lo ignoramos. Es decir, una vez lo ponemos en cuestión, preguntamos por ello y avanzamos en ese gateo. De ahí que la paradoja mayor de todas sea que, no siendo conscientes de la ignorancia, ignoremos superlativamente. Que permitiendo que la ignorancia se despliegue impedimos convertirnos en unos completos ignorantes, a pesar de que, efectivamente, esta queda afirmada.
La imposibilidad de definir positivamente qué es evidente en sí es una de las tesis de cualquier consideración vulnerable de la experiencia humana y de la circularidad imperfecta que le da forma. Pues definirla sería algo evidente en sí mismo, lo que la haría invulnerable. Esta es la gran lección de la ciencia experimental, siempre expuesta al proceso de su falsabilidad.13