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La metafísica solamente tiene sentido si es consciente de su finitud y su relatividad. Esta es la premisa de la que parte Miquel Seguró en este libro, que analiza la relación entre analogía, finitud y diferencia. Haciendo suyo el agotamiento que transmiten muchos de los grandes relatos especulativos, el autor reivindica la analogía como el mejor reflejo de la condición humana y su impacto en el manejo de las "grandes preguntas". La obra se estructura en ocho capítulos que dialogan con Platón, Tomás de Aquino, Suárez, Tillich o Jaspers, a partir de los cuales se traza un recorrido que desemboca en el reclamo de una metafísica aconfesional e intersubjetiva (hermenéutica), abierta al planteamiento de las cuestiones "últimas".
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Seitenzahl: 368
Veröffentlichungsjahr: 2016
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MIQUEL SEGURÓ MENDLEWICZ
Sendas de finitud
Analogía y diferencia
Herder
Diseño de la cubierta: Herder Editorial
Edición digital: José Toribio Barba
© 2014, Miquel Seguró Mendlewicz
© 2015, Herder Editorial S.L., Barcelona
1.ª edición, 3.ª impresión, 2016
1.ª edición digital, 2016
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3958-2
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Herder
www.herdereditorial.com
Als que em regaleu el do
de la vostra amistat
«El hombre feliz necesita amigos»
ARISTÓTELES,
Ética a Nicómaco, IX
...espero tu comentario, Yoyo
ÍNDICE
PRESENTACIÓN
I. ALMA, CIUDAD Y ANALOGÍA. PREGUNTANDO POR«PLATÓN»
1. ¿Qué significa «ser político»?
2. El sentido de la dialéctica
3. ¿La infeliz conciliación?
II. LA HERMENÉUTICA DELAD UNUMTOMASIANO: EL CONFLICTO DE LAS INTERPRETACIONES
1. La triple senda de atisbar al Infinito
2. La «realidad» de la participación
3. «Dios», entre la meta-física y la meta-física
4. El conflicto de las interpretaciones
III. EN LA SENDA DE LA MODERNIDAD. LADISPUTATIO XXIXDE F. SUÁREZ
1. «Sobre Dios, ente primero y sustancia increada, en cuanto puede conocerse su existencia por razón natural» (Disputación XXIX)
2. Suárez: caballo de batalla
3. En la senda de la Modernidad
IV. ACOGIENDO LA DIFERENCIA. SUÁREZ, CAYETANOY LA HERMENÉUTICA ANALÓGICA (MAURICIO BEUCHOT)
1. El esquema de la atribución: el modelo de Suárez
2. El esquema de la proporcionalidad: el modelo de Cayetano
3. Dimensiones actuales de la pregunta por la analogía
4. Las «sombras» de la analogía
V. DESCIFRANDO LA EXPERIENCIA MÍSTICA (KARL JASPERS)
1. Los ejes de una filosofía: Mundo, Existencia y «Trascendencia»
2. Conviviendo con el límite: «Trascendencia» y cifras
3. El dilema de la unio mystica
4. El fondo sin fondo de la pregunta existencial: dialéctica y límite
5. La sabiduría de la diferencia
VI. ELSERCOMO MEDIACIÓN. ONTOLOGÍA, ESTÉTICA Y ANALOGÍA EN H. U. VON BALTHASAR
1. La ontología estética de Tomás de Aquino
2. La diferencia entre «ser» y «Dios» como ontología teo-lógica
3. Estética, cristología y analogía
4. La senda balthasariana o el dilema de la analogía
VII. LA CIRCULARIDAD HERMENÉUTICA:ANALOGIA FIDEIYANALOGIA ENTIS
1. Primer interludio: Paul Tillich y Wolfhart Pannenberg
2. Segundo interludio: E. Przywara
VIII. POR LOS CAMINOS DE LA CONTINGENCIA
1. Apertura e inestabilidad del «ser»
2. La «Trascendencia» y el confín de la meta-física
IN ITINERE
BIBLIOGRAFÍA
Presentación
Perplejidad. La mayoría de acontecimientos que vivimos, y casi siempre los más relevantes, suceden sin que los elijamos. Para empezar, venimos al «mundo» sin saber por qué; pertenecemos a un determinado tiempo, espacio y entorno sin haberlo decidido; nos descubrimos atravesados por una serie de condicionamientos corporales, afectivos y anímicos que nos son impuestos. Las cosas aparecen como pura contingencia, porque podrían perfectamente ser de otra manera. Y es que nada es más extraño a nosotros mismos que nosotros mismos. Vamos un paso por detrás de todo: nuestra corporalidad, nuestro deseo, nuestro anhelo, nuestra esperanza. Y aun así tenemos la sensación de que dentro del estrecho margen que «todo» esto nos deja podemos interpretar y cuestionarnos qué podemos hacer y de qué modo podemos hacerlo. Podemos darnos cuenta de que estamos, en efecto, condicionados por este «todo» y aún así creemos sentirnos, de algún modo, «libres».
Este resquicio de trascendencia inquieta, de pensamiento vivo, da pie a una multiplicidad de preguntas y cuestiones, cotidianas y existenciales, que no pocas veces nos sobrepasan. Unas cuestiones que, sin tampoco haber elegido tenerlas, debemos afrontar. Qué somos, qué es el mundo, qué significa realidad, qué sentido tiene «todo» esto... Y no como meras cuestiones teóricas, puesto que es en la simplicidad de la cotidianidad donde justamente adquieren su desnuda y radical fuerza.
La analogía es nuestro «estar», nuestro modo de afrontar nuestra existencia y, por derivación, «la» existencia. Analogía significa, literalmente, razón (-logos) que se repite o que está sobre (ana-) las cosas que divergen. Es el recurso epistemológico por el cual se establece una semejanza entre dos o más realidades diversas a partir del descubrimiento de un parecido presente en cada una de ellas que permite relacionarlas más allá (o a pesar) de sus diferencias. La analogía no es patrimonio de ninguna cosmovisión ni creencia porque funda toda cosmovisión. Y tampoco es un capítulo aparte de la «teoría» metafísica, en el peor sentido de la palabra. La analogía forma parte de nuestra cotidianidad: nos planteamos los días a partir de la semejanza que creemos encontrar con los días anteriores; nos relacionamos con las personas a partir de lugares comunes (intereses, emociones, creencias); imaginamos un viaje a partir de los datos que hemos ido recabando y que hacemos nuestros. Es decir, con la analogía vamos adaptando nuestra vida a lo conocido, estableciendo estrategias interpretativas que mitigan eso que tanto nos asusta: la diferencia.
Pongámonos en la siguiente situación: dos o más personas discuten sobre el pigmento con el cual «darán color» a una de las estancias de una casa. Para ello seguramente deban en primer lugar acordar qué tipo de cambio quieren operar, lo que comportará explicitar qué entienden por «dar color». Superado este primer escollo y acordado el sentido del cambio que quieren hacer (pongamos que ganar en luminosidad), el siguiente paso será buscar el tipo de pigmento que mejor exprese ese deseo. En ello es donde probablemente más conflictos de pareceres se sucederán. Es posible que converjan, teóricamente, en un color e imaginen que se corresponderá con lo que buscan. Así, satisfechos con la elección puede que apliquen una primera nota de pigmento para remachar la decisión. Sin embargo, y tras un primer momento de complacencia por «haber acertado» es posible que ese color luminoso lo sea menos por el juego cromático de las sombras. O un imprevisto: supongamos que el pavimento apaga en exceso su fuerza. Aquello tan acertado se convierte así en menos plausible e incluso en desaconsejado. Pronto virarán en su elección y considerarán una solución que teóricamente era menos satisfactoria pero que resulta se ajusta y asemeja más a lo que anhelan. Después de algunos rodeos sentirán que ahora sí, al fin, han dado con el color y con la intención buscada, más allá de las diferencias nominales de unos y otros. Así, lo que para uno era de un tono, para otro es de otro. Convencidos de lo óptimo de su parecer, volverán a imaginar el espacio y lo presentarán, con decisión, a un tercero. Pero la nueva perspectiva adolece de un mal «colindante» insospechado a los ojos obcecados de los electores: el color da luz al espacio, ciertamente, pero por el contexto y el juego de los elementos el espacio queda reducido, de manera que la bondad y preeminencia luminosa buscada a través de ese color hipoteca de tal modo un «bien» fundamental (la sensación de espacio) que debe pasar a un segundo plano... Y los contadores vuelven a ponerse a cero.
Esta situación, tan cotidiana como aparentemente banal, es un vivo ejemplo de la realidad analógica que es el vivir y del dinamismo intencional que nos constituye. Podemos reconocer en esta disputa algunos de los elementos característicos igualmente presentes- en tantos otros episodios de «la» vida, como puede ser la descripción de un viaje que hayamos hecho, la sensación de esfuerzo que sentimos al hacer deporte o la certeza de estar viviendo algo «irrepetible». Y es que no siempre las cosas parecen ser lo que son. O mejor, las cosas son como (a)parecen en toda su amalgama de posibilidades. Nuestra existencia es un devenir dialógico inmiscuido en este abanico de apertura de potenciales datos, de ahí que debamos compartir constantemente hasta qué punto estamos hablando de «lo mismo», o cerciorarnos de si el grado de equívoco que tenemos respecto a algunas de las posiciones fundamentales que tenemos, incluso en las cosas más evidentes y primarias, es más profundo de lo sospechado. Es decir, constatar la impronta de la polaridad de nuestro ser-en-el-mundo: la realidad y la presencia de la diferencia como telón de fondo del vivir y la relatividad de las perspectivas.
La historia de la filosofía es fiel ejemplo de esta tensión analógica. Uno toma un autor, lo lee y ve que lo que sostiene tiene mucha «razón». Luego lee a otro, su reverso, y es posible que también le parezca que la tiene. ¿Cómo puede ser? Y más aún, porque si empieza a reconstruir al primero puede que caiga en la cuenta de que las mismas críticas con las que lo desarma sirven también para el segundo. ¿Resultado? Más perplejidad: si antes ambos tenían razón, ahora parece que ambos están profundamente equivocados.
En un importante trabajo de arqueología filosófica Jean-F. Courtine1 nos traza una reconstrucción de la noción de «analogía del ser», cuya principal paternidad es atribuida generalmente a Aristóteles. En el marco de una clarificación del concepto de «filosofía primera» aristotélico al que se refiere, Courtine se hace eco de Heidegger y su análisis al respecto. Para el autor de Sein und Zeit tal filosofía primera comporta una doble caracterización: la de una ciencia del ser y la de una ciencia de lo soberano, que nacida a raíz de la polisemia de la «catolicidad» (generalidad y/o eminencia) de la consideración del ente como tal, derivará en una confusión del ser con lo divino (máximo Ente). A juicio de Courtine no es Aristóteles sino Tomás de Aquino y el paso del ens commune al ens summum y de este al esse purum el destinatario principal de la sospecha heideggeriana, de manera que cabe repensar qué es en última instancia para el Estagirita la mencionada «filosofía primera» y, por derivación, qué es la metafísica en general. Dicho de otro modo, se confunde la generalidad neutra del ser con la interpretación gradual de la realidad.
En consecuencia, se plantea Courtine si cabe encontrar en la filosofía de Aristóteles algún vestigio del concepto de «dialéctica» de Platón, puntualizando de antemano que cualquier transposición de la concepción platónica de «algo» que estuviera «detrás» de lo ente (algo así como una hiperfísica teológica, dice) supondría desconocer el sentido último del concepto aristotélico de fysis. Con ello se trataría de sortear la imprecisión de la que fueron «víctima» los comentadores griegos, pues el pensamiento aristotélico no busca ningún paso «más allá» de nada, sino una profundización en lo visible, en lo ya presente. Según Courtine sería desde esta óptica desde la que debería leerse la dialéctica aristotélica, que vendría a entenderse como un caminar «a través de» y no como un pasaje a un «más allá de». De ahí que, en segundo lugar, lo que es «primario» o «soberano» deba entenderse según Courtine como algo ligado a la manifestatividad misma del ente, a la presentatividad misma de lo que se da.
Una vez esbozado este esquema hermenéutico de tonos marcadamente fenomenológicos, procede Courtine a delimitar cómo aparece la cuestión de la «analogía» en la reflexión aristotélica. Es una cuestión muy importante porque nos ayuda a comprender qué necesidad viene a llenar la analogía. La problemática queda situada por el Estagirita dentro de un contexto semántico, acota. Es la cuestión que plantea en Categorías y que se resuelve con la tripartición de las posibilidades de relación entre el nombre y su definición esencial: sinónimas, homónimas y parónimas. Será sobre esta última que deberá buscarse lo aristotélico de la analogía del ser, ya que es ahí donde la difícil relación de diferencia y similitud se conjugará. El término paranomia deriva etimológicamente de dos vocablos griegos, ‘pará’ que significa ‘impropio’, y ‘nomos’ que significa ‘nombre’ y, como decimos, tiene como principal preocupación la dimensión semántica de las palabras.
Sin embargo, Courtine muestra como paulatinamente se fue configurando a través de los comentadores neoplatónicos una identificación entre esa similitud de la paronimia y la reducción a lo «uno» típico de la atribución y de la participación. De esta manera, un concepto tan lejano a Aristóteles como es el de «participación» ontológica, entendida como la comunión de los seres en una mismidad original, irá ganando un protagonismo que de antemano no debería por qué tenerlo. Como consecuencia, el enfoque vertical típicamente platónico suplantará la concepción más horizontal de la sinonimia aristotélica, y de este modo el principio de unidad última de referencia universal (Idea) desplazará la concepción más plural de Aristóteles, para quien, reitera Courtine, el ser no se da más allá de sus apariciones, más allá de la multiplicidad de sus acepciones y de su «decir». En otras palabras: la homonomia (‘homo’, mismo; ‘nomos’, nombre) y su ontologización por medio de la participación y la continuidad entitativa que supone sustituirá a la paronimia.
Este «contrasentido» se prolonga para Courtine también en figuras como la de Alberto el Grande, para quien la paronimia se entiende como convenientia, como la referencia unitaria de una serie de términos heterogéneos. O en Tomás de Aquino, donde la analogía de atribución resultante pone de manifiesto ante todo la dependencia causal existente entre la plenitudo essendi original y lo finito. O, sobre todo, con Suárez, con quien se da una comprensión de esa unidad última atendiendo a su simplicidad, lo que hace que la reflexión metafísica gire en torno a un concepto más estrictamente formal, que comprende a todo lo óntico (¡también «Dios»!).
De todo ello resulta que la concepción onto(teo)lógica heideggeriana de la metafísica aristotélica debe buscarse en otro lugar que no sea unilateralmente la obra del Estagirita. En concreto, en la obra del franciscano Duns Escoto. Pero sobre esta cuestión hay que convenir con Courtine que el hecho de que un episodio de la metafísica se resuelva como constitutivamente onto(teo)lógico no significa que el pensar metafísico como tal discurra por los parámetros de la onto(teo)logía. Por eso entiende que quizás el concepto de diferencia ontológica con el que Heidegger pretende «repensar» la historia de la metafísica —que para el caso sería más bien la ausencia de tal diferenciación— puede que responda a un exceso de estrechez en sus miras, a un deseo, curiosamente, de reducción unitaria de la diversidad. Su concepción de la historia de la metafísica se olvida de la diferencia radical e insuperable que el neoplatonismo plotiniano establece, por ejemplo, entre el «uno» y el «ser». Porque en todo caso de lo que se trata, y ahí reside el valor de la obra de Courtine, es de reconocer que la diferencia es la cuestión fundamental con la que se enfrenta el pensamiento a su propia experiencia.
A la luz de esta hipótesis, la presente obra tiene por objeto una aproximación a algunos elementos de la diferencia desde el punto de vista del análisis metafísico. La pluralidad de prismas que «la» realidad nos ofrece ha sido motivo principal del interés de la filosofía. El ser se dice de muchas maneras, apostilló Aristóteles. Pero, ¿hay alguna que lo diga mejor que otra? La tradicional analogía del «ser» se ha centrado en ese intento, tratando de vislumbrar la elasticidad del concepto análogo para su trasposición a las diferentes regiones de la realidad. Así, su tenor ha sido demasiadas veces el de querer reducir la diferencia a la unidad o, a lo sumo, el de domesticarla.
Nuestra postura al respecto es que el dinamismo de la diferencia (y la identidad relativa que presupone) forma parte de la vida del pensamiento porque constituye el vivir. La alteridad que se desvela apunta a una dinámica y a una interpretación mundana que guardan relación con la antropología, una noción igualmente dinámica. A Parménides y Heráclito les fascinó el cambio porque no lograban entender hasta qué punto era posible que la realidad se compusiera de alteridades y aun así permaneciera. Es muy probable que todavía hoy estemos en el mismo punto, y no por demérito nuestro, sino porque así parecen ser las cosas.
Si la «historia» se ha convertido en tema es porque su mismo acontecer es en sí mismo «el» tema. El presente libro toma como preámbulo este hecho para centrarse en algunos episodios de «la» historia de la analogía para ver de qué manera la dinámica propia de la analogía se ha articulado en su curso cronológico y kairológico. Es un estudio sobre la dinámica de la dinámica de la interpretación vital.
Las sendas aquí recogidas responden a una forzosa selección, discutible y ampliable, pero en cualquier caso no caprichosa, de algunos episodios fundamentales para una comprensión de esta dinamicidad y de la diferencia como semántica propia de la experiencia vital. En algunos casos hemos recuperado, ampliado y adaptado algunos trabajos ya publicados anteriormente con el fin de enriquecer la perspectiva metafísica sobre la analogía que queremos transmitir. Así sucede por ejemplo con el primer capítulo, en el que comenzamos analizando la disimetría de la «analogía cívica» de Platón para plantearnos si el cliché histórico «Platón» es posible. La sospecha es que no. Toda reducción a un solo fenómeno hermenéutico dice más de nuestro deseo de unidad que de una realidad plausible. Esto mismo podemos apreciar en autores igualmente complejos como Tomás de Aquino, protagonista del segundo capítulo. En esta ocasión es la interpretación dada por algunos «tomistas» (y otros que no lo son) de la analogía tomasiana su vector. En la disparidad de las opiniones reseñadas en relación a la cuestión de la participación y la onto(teo)logía, del «ser» y de «Dios», se comenzará a dibujar en el horizonte el tema de fondo de la analogía en su traslación al «Absoluto»: ¿es posible no caer en el ontologismo cuando nuestras pretensiones de referimos epistemológicamente a ello son meta-simbólicas?
El tercer capítulo, que tiene a Suárez como interlocutor, incide todavía más en esta encrucijada. A partir de un análisis de la disputación que dedica el Eximio a la cuestión de Dios pretendemos trazar la senda que nos conduce desde sus posiciones a la ontología de la primera Modernidad, porque, como dice Gilson, en ella queda configurado el camino a la logización y cuantificación ordenada del «ser». Con todo, la no consecución del éxito conceptual que se propone la atribución no significa, como es obvio, que la proporcionalidad propuesta por Cayetano, tradicional adversario del atribucionismo, tenga automáticamente las de ganar. Así lo analizamos en el cuarto capítulo, donde nos servimos de esta tradicional disputa como antesala para el planteamiento de la analogía que lleva a cabo Mauricio Beuchot.
La incursión en la obra de Beuchot nos sirve para dar espacio prioritario a autores más contemporáneos. En primer lugar a Karl Jaspers, sugerente y poliédrico pensador cuyas posiciones son fundamentales para comprender el sentido de este libro. A él le sigue Von Balthasar, quien, desde un prisma radicalmente diverso (verdaderamente en sus antípodas, podríamos decir), desglosa su visión analógica en torno al dilema de «la» fe y «la» razón, y su proyección más allá de lo finito y la razón humana. A partir de una personal relectura de algunos pasajes tomasianos, la posición de Von Balthasar tiene mucho que ver con la diferencia, pero desde un punto de partida netamente diverso al de Jaspers. La fe en la revelación del teólogo choca frontalmente con las posibilidades de la fe filosófica del metafísico.
Las preguntas que este análisis nos dejan inciden nuevamente en la cuestión de la analogía en su tradicional uso: la posibilidad de esgrimir un lenguaje adecuado sobre «Dios», lo que a su vez nos remite al corazón mismo de la analogía, el concepto de «ser». Este doble núcleo temático compone el séptimo y octavo capítulos. En primer lugar, nos hacemos eco de la cuestión de la analogía en Paul Tillich y Wolfhart Pannenberg, teólogos sistemáticos protestantes y afines al primado de la fe pero no recelosos de la razón, y en Erich Przywara, erigido como portavoz de la respuesta católica al dilema de la finitud de la analogía y la modestia de su alcance. El trasfondo de este encuentro no es otro que la disputa entre analogia fidei y analogia entis y la posibilidad de reducir a un solo principio la pregunta por el dinamismo mismo de la finitud y la «Trascendencia», que Jaspers contrapone a la noción teísta de «Dios». El análisis nos dará cuenta de la relación de circularidad que una y otra guardan entre sí y de la imposibilidad de reducir el círculo hermenéutico de lo que es «trascendente» a un solo principio. Por eso, en segundo lugar, nos planteamos si el bucle hermenéutico que atraviesa la metafísica no es más que una expresión del juego entre identidad y diferencia que atraviesa al mismo «ser». En este caso echamos mano de Ortega como paradigma del dinamismo fundamental de la vida de los conceptos.
Puesto que toda «historia» es siempre «historia contemporánea» nuestra aproximación a estos autores «clásicos» es desde la consciencia hermenéutica de lo temporal. Así, en buena medida la haremos de la mano de algunas voces contemporáneas que nos ayudan a entender de qué manera podemos aproximarnos hoy a ellos. De ahí que muchos capítulos se conviertan en una auténtica ágora de discusión de diferentes puntos de vista en torno a un fenómeno, pretendidamente unitario («el» ser, «lo» absoluto, «el» concepto...), que irán destilando una cartografía metafísica fundamental que toma la diferencia como necesario correlato. Todos esos resortes son recogidos en el capítulo que cierra la obra, titulado «In itinere», con la intención de constituirse como razones seminales para una posterior geografía filosófica, siempre relativa. Un primer esquema que apunta a la necesidad de plantearse una hermenéutica profunda y real del mismo hecho de interpretarse con todas sus consecuencias.
Quizás no sea mucho, pero por lo menos no será excesivo. Esa es, al menos, la prudencia que lo rige. Porque lo que aquí proponemos es, en definitiva, una aproximación antropológica que asume las intuiciones de «frontera», aquellas que nos empujan a nuestros márgenes (a las preguntas de la vida) como un horizonte de discusión imprescindible y necesario, pero de un modo siempre abierto y no monopolizable. Precisamente por lo cual no puede ser que comprometidamente aconfesional, laica y crítica ante cualquier discurso totalizador de los sentidos profundos del vivir. La idolatría del sistema parece un recurso humano necesario, pero nos habla de nosotros, de nuestra contingencia. Porque si lo Ab-soluto lo es, entonces permanece siempre in-apresable. De ahí que de lo que no se pueda hablar, mejor callar.
I. Alma, ciudad y analogía. Preguntando por «Platón»
Preguntarse cuál es pensamiento político de Platón puede parecer una cuestión sencilla de responder. ¿O es que acaso La República no se tiene como la obra platónica por excelencia?
En los últimos años se han puesto de manifiesto algunas posibilidades hermenéuticas que difuminan la tradicional sistematicidad otorgada al corpus platónico. Según estas, podemos optar por una perspectiva unitaria, esto es, pensar que Platón desarrolla un pensamiento coherente que, si acaso, vive en su última fase un momento de revisión y autocrítica; o bien por una hermenéutica más «metafilosófica» o expositiva. Con ello, lejos de una unidad «verdadera» y sistemática, los Diálogos vendrían a ser una exposición de los diferentes modos de filosofar que hay, lo que presupone, implícitamente, sospechar que la doctrina no escrita de Platón alberga una intención no explicitada, como apuntaron G. Reale2 y la Escuela de Tübingen,3 sobre todo.4
Con todo, es La República, junto con el Fedón, el Fedro y el Banquete el lugar común que constituye el cliché «Platón». Componen lo que tradicionalmente se ha conocido como «los Diálogos de madurez» y donde más se habla de la intuición «platónica» por antonomasia: las relaciones entre lo mundano y lo ideal, entre lo individual y lo colectivo, entre el micro y el macrocosmos.
La obra de G. R. F. Ferrari City and soul in Plato’s Republic5 constituye uno de los análisis más sugerentes de la relación analógica que se establece en La República. Fruto de una serie de lecturas realizadas por el autor en 1999 en el departamento de la Universidad de Macerata (Roma), el libro trata de rastrear la estructura del alma individual y la de la sociedad a lo largo de algunos pasajes del Diálogo platónico. Después de analizar el papel que desarrollan los hermanos de Platón —Glaucón y Adimanto— en la escena de la casa de Céfalo, en el segundo capítulo se centra Ferrari en algunas de las interpretaciones dadas a la relación entre alma y ciudad, ciñéndose sobre todo a la analógica. Subraya que esta viene anticipada en la metáfora de la propia disciplina o vigilancia de la propia alma, que encuentra su fundamento (ejemplo) en la buena disciplina de la ciudad (policía, guardianes...).
La descripción de la ciudad feliz, Calípolis, viene ofrecida por Sócrates desde una pretensión de realismo y rectitud, en el sentido que una ciudad es considerada no solo como una colección de individualidades, o en su defecto una colaboración de estas, sino como una estructura hierática donde unos gobiernan y otros son gobernados. Por eso la relación entre el individuo y la sociedad no puede ser simétricamente análoga. Es decir, si una ciudad es justa es porque sus partes ocupan su lugar proporcionado, porque un individuo actúa apropiadamente para la ciudad, según pertenezca a una superior o inferior parte de la misma.6 La analogía no puede ser, pues, perfectamente simétrica, ya que una ciudad donde todos fueran «sabios» carecería de artesanos y guardianes, de modo que conviene someter a revisión el enfoque que considera que una ciudad es justa si sus miembros lo son. La cuestión es que en La República se delimitan claramente tres estratos o grupos cívicos (artesanos, guerreros y gobernantes), cosa que nos conduce a ver la ciudad justa como la proporción justa de esas clases. Por eso un individuo que tenga un carácter análogo a algún tipo de ciudad no supone que tenga que ser un miembro de ese tipo de ciudad. Y tampoco al revés. La analogía directa no explica cómo se dan virtudes individuales que no se encuentran en sus ciudades.
Podría ser que la relación platónica entre ciudadano y polis según el esquema de internalización (el proceso por el cual la sociedad crea al individuo para el rol que debe desempeñar en ella) y externalización (el proceso por el cual la sociedad se acomoda al individuo y la educación de las posteriores generaciones sigue esos preceptos y preferencias) nos ayudará a superar este desajuste. Sobre este esquema opina recelosamente Ferrari que su aplicación nos llevaría a un epifenómeno de relaciones causales que haría converger los caminos paralelos de la sociedad y el individuo, algo que, de nuevo, difícilmente podría congeniarse con la posición platónica de La República. Ni la internalización ni la externalización juegan un papel relevante en el texto platónico.7
Así las cosas queda un solo camino: explorar las posibilidades de una comprensión metafórica de la relación entre ciudad y alma, es decir, una relación de tipo no causal entre las clases de la ciudad de Calípolis y la disposición anímica de sus partes.8 Una correspondencia metafórica entre la ciudad y el alma que remitiría en última instancia a lo que Aristóteles denominó similitud. Aunque también dirige Ferrari su mirada hacia la herencia de la cultura griega (Píndaro o Aristófanes, por ejemplo), pues no en vano Platón tomó de ella la intuición que afirmaba la necesidad de un liderazgo racional en el alma individual como paso previo para el éxito del liderazgo de los «inteligentes» en la ciudad.9 Así, se destila una relación similar a la existente entre la salud y el cuerpo, que Platón tomó como referencia para la idea de salud cívica. Un concepto de «salud» que, por otro lado, le fue muy útil para entender la analogía alma-cuerpo, pues a esta relación también le es perfectamente aplicable la metáfora de proporción. Para Ferrari la nota definitoria de la relación metafórica proporcional es que es perfectamente reversible.10
Dado que el macro y el microcosmos están orientados a la relación con los otros, de modo que la metáfora de proporción se convierte en un instrumento convertible, esto es, aplicable a la relación ciudad-individuo o individuo-ciudad, parece que la cuestión se aclara. Pero en la realidad la equidistancia efectiva no queda garantizada. Podría parecer en un principio que la correspondencia individuo-sociedad es equilibrada y constante en Platón, pero subraya Ferrari que hay episodios de La República en que se propugna una clara exaltación de lo individual que desborda lo colectivo.11 Veamos el caso del tirano y del filósofo-rey.
Sócrates describe la sociedad tiránica y lo hace, refiriéndose al tirano, como aquel que guarda el poder en él mismo. Si bien parece evidente que no se da en las sociedades una relación analógica directa entre los intereses de lo individual y lo colectivo, en el caso del tirano este tipo de relación sí existe. El tirano tiende a mantener todo el poder en sí, y del mismo modo reduce la ciudad a su propio interés, sometiéndola. Los límites de su poder no se quiebran ante nada, que se expande sobre la totalidad de los hombres. El resultado de ello es el establecimiento de una relación ya no analógica, sino causal entre el individuo y la colectividad, pues es el tirano es para «su» sociedad el origen de «su» propia naturaleza.12
Tal externalización (término aquí sí pertinente) no la hallamos, en cambio, en la figura del filósofo rey, apunta Ferrari. Este, que en principio ha internalizado el orden ideal de las formas, no mira ya hacia sí mismo sino que, en tanto que filósofo, deriva directamente de ese kosmos el modelo por el cual deberá regirse la ciudad. En cierto modo es un «visionario», ya que en la contemplación de lo que fenomenológicamente le viene dado (ya sea «interior» o «exterior») reconoce los reflejos de las formas universales, pudiendo adivinar a través de ello la relación fundamental que une el micro y el macrocosmos. De hecho, el reconocimiento de las formas y el posterior ensayo de su instauración entre la comunidad de los hombres constituye su original e inestimable tarea. Por eso para Platón la filosofía es la mejor de las actividades humanas.
Pero Glaucón duda de que esa ciudad pueda ser algo más que una ciudad de palabras, es decir, u-tópica. Calípolis es una ciudad ideal, pero el que la dibuja en el cielo es un «dios».... Un «dios» de naturaleza humana que nos lega su creación a través de un libro y «no donde descansan las estrellas». Por eso para Platón la «función» del filósofo es la de hacer el Bien para su sociedad, esto es, reproducir lo que le ha sido mostrado en el mundo de las formas. Quizás su artefacto no sea más que un constructo humano, ciertamente, pero sin duda el más bello de todos.13 Por eso el filósofo deberá tener un alma «sana», aunque su meta no radique solo en eso: su total realización se dará cuando se convierta en rey de «todos» ya que solo así su «virtud» quedará completamente manifestada. Nunca se dará, sin embargo, una plena analogía entre los polos de la relación, pues por ejemplo la solidaridad, que se impone naturalmente en el plano individual, requiere del uso de la ley para asegurar su éxito en la ciudad.14 Lo que realmente destaca al filósofo es entonces su capacidad de «ver» la globalidad de las cosas, es decir, lo pequeño y lo grande en los avatares y posibilidades de la sociedad. Una visión de conjunto que está al alcance de unos pocos elegidos a los que hay que dejar libre el paso para que lleven a buen puerto los timones de la sociedad.
En resumidas cuentas el libro de Ferrari nos lega una revisión de la analogía platónica que nos obliga a reconsiderar hasta qué punto existe una correspondencia entre alma y ciudad en Platón y nos invita a reconsiderar cuál es «el» papel que realmente le otorga al político. Algo que el propio filósofo griego llevó a cabo en varios momentos de su trayectoria, pues no hay que perder de vista que Platón dialoga de manera muy distinta sobre esta misma cuestión en otros textos tradicionalmente llamados «revisionistas», como por puede ser, por ejemplo, el Político.
1. ¿Qué significa «ser político»?
Las últimas páginas de la obra de Ferrari nos han legado unas reflexiones que mucho tiene que ver con el nervio central de la cuestión que planteábamos al principio: ¿hay en Platón una idea homogénea en torno a la figura del político? Para tratar de responder a esta cuestión, y a la luz de su exposición hecha, nos toca aquí atender a dos de los «momentos cumbre» de La República y del Político y ver de qué modo podemos ofrecer una respuesta satisfactoria.
Lo que está en juego no es solamente una disputa académica platónica, sino ante todo una reflexión sobre nuestras estrategias de lectura y análisis textuales y conceptuales. Dado que en estas obras se plantean dos modelos diferentes de la función política, se ha sugerido tradicionalmente que eso puede conllevar una idea evolutiva del pensamiento de Platón. Ello presupondría algo así como «un» pensamiento platónico que nos obligaría a leer sus textos desde un epicentro filosófico que relegaría toda «doctrina» dispar a ser un mero extravío o tentativa infructuosa. Sin embargo, como hemos apuntado antes, más recientemente se está proponiendo un bosquejo integral de los puntos de vista existentes que resuelven la diversidad eidética de Platón de un modo no-jerárquico (que no anárquico) que implica la superación del sistema binario de interpretar.
Decimos «momentos cumbre» porque entendemos que, en primer lugar, se trata de momentos donde se dice lo que precisamente se quiere decir, y porque, además, al modo de la silueta que traza una cumbre, hallamos su vértice más alto en el centro de la distancia que hay entre las faldas del monte. Valga esta metáfora para hacer entender que en ambos casos encontramos en este «episodio» central del texto el momento clave de la obra, y que son, para la primera (La República), el mito de la caverna y la visión del Bien que tiene el esclavo-libertador, y para la segunda (Político) la exposición de la justa medida como la ponderada actuación política deseada.
Naturalmente se podrá objetar la arbitrariedad de dicha estrategia hermenéutica y entender como clave interna del texto platónico otros elementos. Pero aquí se asume que en la obra de Platón «el método dialéctico, la concepción política, la teoría de las ideas (...), reenvían a una invención más significativa aún, como lo es la de la filosofía misma».15 Por eso, si bien el cliché «Platón» es sin duda nuestro tamiz de lectura más habitual, no tiene por qué ser «el» único ni, tampoco, «el» correcto. Y es que dicho cliché, resultante de la situación posterior al mismo Platón e incluso a Aristóteles,16 y fruto de toda la historia hermenéutica, debe ser des-centrado para dar lugar a una interpretación de la obra platónica que la desvele como una magna ilustración de lo efectivo y en la que uno debe ser capaz de habérselas con la cosa misma planteada,17 con «lo que hay». Ese es el originario quehacer filosófico.
¿Y qué es lo que hay en torno a «la» política? Comencemos por La República, donde siempre se ha querido situar a «Platón». Este célebre Diálogo transcurre durante una noche y tiene su momento central, tanto en el espacio que ocupa como por su jerarquía temática, en la exposición del Mito de la Caverna (514a-517d). La historia que ahí se relata, conocidísima, pretende mostrar como la contemplación de la luz libera de las cadenas de la mentira y la apariencia. En el plano de la praxis de la ciudad, de la «cuestión de la ciudad», dice Platón que a menos que los filósofos reinen, o en su defecto que los reyes actuales se adiestren en la filosofía, no habrá remedio para los males que azotan la polis (473d-e). Siendo el mal la mentira, al político le gustará más que nada contemplar la verdad (476a), por eso estará siempre en una natural y abierta disposición a un mayor aprendizaje (475d), pues su inclinación última o intencionalidad esencial no es otra que la de adherirse a los seres «en sí» (480a), alejándose en todo lo que pueda del peligro de la apariencia.Desde esta perspectiva, que antecede la exposición propiamente dicha del Mito en el Libro VII, no es difícil comprender por qué el esclavo que ha partido de las profundidades de la cueva deviene en segunda instancia el líder, pues es el que ha subido al punto más alto posible desde el cual poder contemplar el Sol. Con todo, el mismo individuo volverá a descender a la tiniebla para compartir, infructuosamente, la beatitud de la visión con sus prójimos. La imagen, sin duda rica en matices, se completa con otros elementos simbólicos clásicos de la visión de «la» verdad: luz, ceguera posterior a la visión, dolor, incomunicabilidad de la experiencia, incomprensión por parte de los semejantes, etc.18
Si el filósofo y el rey o gobernante deben en lo posible estar identificados, significa que el mando de la ciudad lo ostentará alguien con suficiente adiestro intelectual para llevar las riendas de la polis, lo que implica una idea de educación entendida como una iniciación en el proceso de la contemplación de la verdad. La dialéctica, que es el camino que lleva al conocimiento del principio mismo, del fundamento que a todo le da consistencia, dota de ese especial conocimiento a los que la poseen (533d-535c). Por lo tanto, será entre esos privilegiados del conocer dónde deberá buscarse al que esté «más capacitado» para gobernar la ciudad.
Con todo, el esquema es ideal, ya que no hay sistema político que convenga completamente a la naturaleza filosófica (497b), advierte Platón. Asimismo, la visión del Bien no es algo que esté al alcance de todos esos elegidos, pues es el último eslabón del ya de por sí duro proceso de educación (517c). Dado que es lo que proporciona conocimiento y verdad (508e), y dado que aquel que «tiene» dichas cosas es el filósofo, este es el privilegiado entre los privilegiados. Por eso solamente el filósofo es con propiedad un alma justa, en el sentido que cada una de sus partes ocupa el lugar justo que le toca, y tiene al mando de su totalidad el elemento filosófico de la misma (587a).
La ecuación resultante es fácil de entrever: si el filósofo es el que tiene un alma justa, solamente él podrá gobernar las partes de la ciudad de modo equitativo y justo. Además, él, como dialéctico que se presupone, es el único que tiene una visión de conjunto de las cosas (537c) y así es también el único que tiene a su alcance poder distribuir a cada sector de la polis la parcela justa que le corresponde.
Resumiendo: podemos decir que el esclavo es el que, siendo liberado de las cadenas vuelve la vista a la «luz» y obligado pasionalmente a levantarse tras ella (eros) descubre la potencia del Sol, que todo lo ilumina. Luego, regresa a donde sus compañeros, pero ellos no le pueden comprender porque les falta, precisamente, el «don» de la visión. Aunque el pasaje platónico no deja claro si la situación en la caverna es una situación antinatural del hombre en general o más bien se refiere a la del filósofo en particular (515c), sí manifiesta que en ese contexto de sombra la totalidad de los hombres allí presentes están sujetos a error, y solo por una obligación advenida (¿preludio de la educación?) puede uno de ellos tomar consciencia de la desdichada indigencia —aunque de ahora en adelante es a causa de este saber justo lo contrario: un privilegiado— cognoscitiva y moral, y por lo tanto de injusticia, a la que están sometidos.
Veamos ahora lo que se nos propone en el Político. La cuestión que plantea se refiere a la esencia del hombre político y si este posee o no una ciencia (258b). Una «ciencia» —episteme— que en el Sofista (219a) es enfocada desde la téchnê, un concepto que en Platón tiene su sentido más propio en la referencia al trabajo artesanal. Sin embargo, la cosa lleva su propia respuesta, en el sentido que se apela a la necesidad de no contraponer el saber a priori teórico al práctico, pues en ambos debe darse un conocimiento del modelo inteligible eterno.19Después de esgrimir las posibilidades de la diéresis (método lógico basado en la partición) para concretar las posibilidades de solución a la cuestión, se introduce un mito «corrector» que muestra las carencias del método anterior y, así, la consciencia del propio error. Se plantea concretamente la posibilidad de una reflexión sobre un paradigma (277a-278e) que nos permita considerar un modelo descriptivo fehaciente de la función del político (279a). Tras un breve excurso, se concluye que el más atinado es el que proporciona el arte de tejer, proceso que consiste básicamente en «algún tipo» de combinación (281a), llegando así al punto más interesante del texto, el de la justa medida (283a-287b).
A lo largo del Diálogo se ha venido haciendo referencia a los excesos y los defectos de las cosas, así como al «más» y al «menos». Pero en esta sección se plantea la cuestión de la medida en su forma más radical y explícita y, podríamos decir, ontológica. Dice el Forastero, uno de los personajes del Diálogo que proviene de Elea y que desempeña un rol marcadamente aleccionador en estos pasajes, que la esencia última, o mejor, el «ser esencial», consiste en la producción de la justa medida20 (283 d-e), el término que precisamente permite decir el más y el menos de las cosas. Una consideración sin duda muy ligada a la praxis, pues tanto el arte de tejer como la política se cuidan sin excepción de no caer en el defecto o en el exceso, ya que solo preservando realmente la medida, la justa medida, es posible alcanzar la belleza y la bondad (284b).
Conviene notar aquí una novedad platónica respecto a los pitagóricos. Siempre se ha hecho hincapié en la referencia y deferencia del pensamiento platónico hacia el pitagorismo, y sin embargo aquí Platón piensa diferente de sus antecesores, pues para aquellos el más y el menos solo se dicen por relación entre ellos, mientras que para Platón se dicen en referencia a un mediador entre ellos, una referencia más allá de ellos mismos desde la cual precisamente se puede decir el «más» y el «menos» (284 d-e).21 Es decir, hablando en términos de analogía, no hay proporcionalidad sino fundamentalmente atribución, pues las cosas son en la medida que están contrapuestas a un punto de referencia.
Este importante pasaje, que ha reconducido el Diálogo a una exposición más propiamente metafísica, nos descubre la justa medida como un principio ontológico nuevo, un punto de referencia ineludible para todo discurso y, sobre todo, para cualquier acción (284c). Detrás de cada praxis, de cada decisión, está el logos de la justa medida (¿Heráclito?), la ley que permite legislar, el código que nos permite decir y juzgar sobre las cosas y los hechos. Por eso, en este contexto la función del político es la de entretejer una comunidad.
Para ello no solo se debe saber lo que debe saberse para ejercer el gobierno, sino que además tiene que recibir de los gobernados su consentimiento previo para poder legislar según lo estipulado (lo «tejido»). En efecto, solo si se le entregan las riendas puede el político tratar de conducirlas lo mejor posible, siempre «según el caso». En este sentido, si bien no debería coaccionar ni manipular a los gobernados para obtener más «consentimiento», sí debe imponerse de alguna manera.22 En el fondo, late tras esta compleja cuestión de la autoridad última del político la ambivalencia que el «mundo», en tanto que conjunto de seres libres, mantiene hacia una ley que necesita (la del político-filósofo) pero que asimismo se niega a reconocer (301 a-c).23
Llegados a este punto uno ya no puede dejar de preguntarse: ¿hay contradicción entre ambos textos? ¿Lleva a cabo Platón una revisión de sí mismo en el Político, un texto escrito en los años de «madurez» (367-362 ac)? ¿Qué es más «platónico», el esencialismo de la República o la volatilidad de la praxis del Político?
Para poder acotar mejor las posibilidades de respuesta es bueno recordar lo que decíamos al principio: quizás no haya que interpretar los textos platónicos desde el cliché «Platón», ya prefijado de antemano, sino más bien desde una revisión de ese cliché a la luz de los textos que nos han llegado de Platón. Y la verdad es que según parece, en este segundo Diálogo, «