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¿Tiene sentido todavía hoy día plantearse la cuestión de la analogía? ¿No se trata de algo ya superado y, por lo tanto, irrelevante para las preocupaciones contemporáneas de la filosofía? Aunque pueda parecer que nos remite a un artilugio conceptual alejado de las preoucupaciones actuales que solamente tiene sentido en un determinado marco, la analogía está presente -explícita e implícitamente- en toda la historia de la filosofía. Puede decirse que constituye el eje metódico del pensar metafísico, y, como Miquel Seguró nos muestra, dado que todo meditar humano deber habérselas tarde o temprano con la cuestión propiamente metafísica si de veras aspira a pensar el misterio de lo real, es necesario plantear la cuestión de un modo significativo y relevante para el hombre contemporáneo.
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Seitenzahl: 328
Veröffentlichungsjahr: 2016
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MIQUEL SEGURÓ
LOS CONFINES DE LA RAZÓN
ANALOGÍA Y METAFÍSICA TRASCENDENTAL
Diseño de portada: Michel Tofahrn
Edición digital: José Toribio Barba
© 2011, Miquel Seguró
© 2011, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-3971-1
1.ª edición digital, 2016
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)
Herder
www.herdereditorial.com
Als meus pares ia la meva germana
FAUSTO: ¿Yo retroceder ante ti, engendro de la llama?
¡Soy yo, soy Fausto, tu igual!
EL ESPÍRITU: Te igualas al Espíritu que tú concibes,
no a mí. (...Y desaparece)
GOETHE, Fausto
ÍNDICE
PRÓLOGO
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO 1. LA ANALOGÍA COMO DINAMISMO HACIA LA PLENITUD
1. Joseph Maréchal (1878-1944): dinamismo y conocimiento
2. Emerich Coreth (1919-2006): la pregunta y el Ser Absoluto
2.1. La pregunta y su horizonte
2.2. Analogía y misterio de Dios
3. Karl Rahner (1904-1984): finitud humana y apertura al Misterio
3.1. La analogía y la posesión finita de ser
3.2. Existencia y misterio
4. Johannes B. Lotz (1903-1992): la experiencia profunda del Ser
4.1. El alcance metafísico del juicio
4.2. La dimensión metafísica de la experiencia ontológica
4.3. Analogía y anticipación de la Plenitud
CAPÍTULO 2. LA ANALOGÍA EN J. GÓMEZ CAFFARENA: MÉTODO TRASCENDENTAL Y LÍMITES DE LA RAZÓN
1. Hombre, lenguaje, «sentido»: elementos fundamentales de la Metafísica
1.1. El condicionamiento antropológico de la Metafísica
1.2. La estructura del lenguaje y la posibilidad de un pensamiento metafísico
1.2.1. Lo «dinámico» de la actualización
1.3. Primera disputa: el lugar metafísico del «ser»
1.4. Segunda disputa: Realismo e idealismo. Límites a la dinámica del conocer
2. Absoluto y analogía
2.1. Primera formulación: «Analogía del ser» y dialéctica en la afirmación humana de Dios (1960)
2.2. Segunda formulación: La analogía del ser, método para una afirmación humana de lo absoluto (1970)
2.3. Primado trascendental y tomismo
3. Crítica de la analogía neotomista-trascendental
CAPÍTULO 3. EL «CERCO TRASCENDENTAL» DE LA METAFÍSICA
1. Límites de una ontología trascendental
2. El primado del interés práctico de la razón
3. La analogía como semántica del límite ideal del pensamiento
CAPÍTULO 4. LA ANALOGÍA DE ATRIBUCIÓN COMO FORMA TRASCENDENTALDEL PENSAR
1. La identidad trascendental de «ser» y «conocer»
1.1. Identidad trascendental, subjetividad trascendental y realismo. A propósito de la crítica de Cornelio Fabro a Karl Rahner
2. La analogía de atribución, ¿modelo de ontologismo y de onto(teo)logía?
2.1. La triple razón de Tomás de Aquino
2.2. ¿Ontologismo?
2.3. ¿Onto(teo)logismo?
3. Horizontes para un replanteamiento de la cuestión de la analogía
A MODO DE CONCLUSIÓN
PRÓLOGO
El presente libro de Miquel Seguró nos presenta el problema de la metafísica en nuestro tiempo. Precisamente estamos en un momento que no es nada favorable para la metafísica ni, por ende, para la analogía. Pero el autor hace ver que es un tema muy necesario, y una manera de abordarlo es señalando los límites de nuestro conocimiento, los lindes con que topamos y que tenemos que transgredir para ir más allá, hacia el misterio.
El libro, que nace de las investigaciones doctorales que Seguró realizó en Roma y Friburgo de Brisgovia, presenta la noción de analogía, recurso indispensable para la metafísica, y lo hace estudiando sobre todo la teorización de los llamados tomistas trascendentales. En efecto, en la tradición tomista hubo pensadores atentos a la crítica kantiana. Pensaron que no podían hacer metafísica sin afrontar los cuestionamientos y las dificultades que para ella había señalado Kant. Por eso elaboraron un tomismo trascendental, que se planteaba desde el sujeto, desde las condiciones de posibilidad del conocimiento.
Pionero en esto fue el jesuita belga Joseph Maréchal, en la segunda década del siglo XX. Ya en la Universidad de Lovaina se había planteado este criticismo, como en Mgr. Noël. Pero aquí se da toda una escuela, principalmente en la Compañía de Jesús.
En esta línea siguió Johannes Lotz, junto con De Vries y otros jesuitas alemanes, reseñados por Muck. Aquí fue notable también el contacto que se dio con Heidegger, por parte de Lotz y de Karl Rahner. En efecto, Lotz fue alumno del autor de Ser y tiempo, y Rahner lo tomó en cuenta para su quehacer teológico. En esta senda hay que situar también a Emerich Coreth, en Austria, de cuya metafísica se decía que era una preparación para la teología de Rahner. Suele asociarse con ellos a Bernard Lonergan, jesuita canadiense que se dedicó a la teoría del conocimiento.
Recuerdo que en 1996 me tocó dialogar con Coreth acerca de la analogía. Fue en la Universidad Pontificia de México, a la que él había sido invitado a dar un curso breve. Se aprovechó la ocasión para que discutiéramos nuestras posturas frente a la analogía. Yo había leído desde hacía mucho su Metafísica, en la que había un capítulo sobre el tema. Lo único en que disentimos fue en que él pensaba que la analogía más propia era la de atribución, y que había que tender siempre a la univocidad. Yo aprovecho más la analogía de proporcionalidad, y me parece que la univocidad las más de las veces resulta un ideal inalcanzable.
Miquel Seguró, después de exponer sin prisa a los tomistas trascendentales, pasa a revisar el tema de la analogía en la metafísica de José Gómez Caffarena. A este gran profesor lo visité en varias ocasiones en Madrid, y alguna vez nos vimos en México; siempre me sentí unido a él por el lazo del afecto, pues, ante todo, es una excelente persona. Además, en el Instituto de Fe y Secularidad intercambiamos nuestros puntos de vista sobre la teoría de la analogía, que él manejaba muy bien.
Seguró encuentra en Caffarena —gran conocedor de Kant— un uso diferente del método trascendental, incluso de la analogía, todo muy personal e innovador. Así, en él señala una visión dialéctica de la analogía, que después retomará un jesuita argentino: Juan Carlos Scannone. Este último me ha hablado acerca del influjo de Caffarena sobre él. La exposición que hace Seguró del planteamiento de Caffarena sobre la analogía es muy cuidadosa y detallada. Sigue varios de sus escritos.
Como no podía ser de otra manera, dada la naturaleza de este texto se aprovecha la exposición de la analogía en la metafísica del tomismo trascendental para hacerle algunas críticas. Son críticas a veces fuertes, pero me parece que muy justas, sobre todo teniendo en cuenta que el autor siempre trata de salvar lo bueno y aprovechable que hay en esa escuela de pensamiento tomista. Y es que, en verdad, hay cosas muy discutibles en el mismo planteamiento del tomismo trascendental. Algunos, como Gilson, cuestionaron su carácter tomista; otros negaron que llegara a ser una metafísica, siendo en todo caso una proto-metafísica o pre-metafísica, dado que se tenía la impresión de que se quedaba del lado del conocimiento y no alcanzaba a pasar al lado de la realidad.
En cuanto a la analogía, Seguró da cuenta de las polémicas que hubo entre dominicos y jesuitas, los primeros siguiendo a Cayetano, que privilegiaba la analogía de proporcionalidad, y los segundos a Suárez, que privilegiaba la de atribución. Se mencionan las críticas de MacInerny, quien aseguraba que Cayetano había distorsionado la doctrina tomista de la analogía, que no había sido completamente fiel al Aquinate. Pero también se menciona a los que dicen que Suárez tampoco fue muy fiel seguidor de Tomás, como dice Fabro en sus comentarios a Rahner. Seguró hace críticas a una y a otra ala de la analogía. Yo tengo para mí que es válido lo que dijo el P. Santiago Ramírez al final de su vida: que había que juntar la analogía de proporcionalidad y la de atribución, pues se complementan bien. Hay que usar las dos.
Algo que me parece muy pertinente es la manera como Seguró nos hace ver que la analogía evita la acusación de ontoteología que dirige Heidegger a la metafísica occidental, por el olvido del ser y de la diferencia ontológica entre ser y ente, así como por hacer de Dios el ser, siendo que es un ente. Es sugerente la respuesta que elabora Seguró. Algo de ella se encuentra en Jean-Luc Marion, en un célebre artículo de homenaje a Santo Tomás, publicado en la Revue Thomiste de 1995. Allí Marion hace ver que precisamente la doctrina de la analogía es la que impidió a Tomás incurrir en la acusación de ontoteología; porque la analogía lo obligó a distinguir entre esencia y esse, los cuales se dan de manera muy distinta en Dios y en las creaturas, y con ello no se reduce a Dios a un ente y, por lo tanto, no se cae en la ontoteología.
Finalmente, cierra el autor el libro con unas conclusiones sobre el replanteamiento de la analogía y de la metafísica misma. Aduce la experiencia religiosa, señaladamente la del dolor, que es la que Philippe Nemo encuentra en Job, y eso es el mayor paso hacia la Trascendencia, en la cual siempre habrá misterio, algo irreductible.
Concuerdo con algo que Seguró establece en las conclusiones y que he sostenido continuamente. Hay que hacer una metafísica significativa para el hombre actual, hay que buscar la manera de dialogar con él, y no solamente contarle cosas que considera periclitadas y que quedaron para la Edad Media. Tanto la metafísica como la analogía pueden plantearse de un modo significativo y atrayente para el ser humano de hoy, para lo cual deben aclarar a qué inquietudes e interrogantes responden. Y un ejemplo excelente de esta consciencia es el estudio de Seguró que estoy presentando ahora.
Mauricio Beuchot
INTRODUCCIÓN
¿Tiene sentido todavía hoy día plantearse la cuestión de la analogía? ¿No se trata de algo ya superado y, por lo tanto, de una cuestión irrelevante para las preocupaciones contemporáneas de la filosofía? ¿No responde a una visión de la filosofía demasiado estrecha y relacionada con un afán más teológico que propiamente filosófico? ¿Y no se querría con su estudio restaurar un pensamiento de «escuela» de dudosa viabilidad?
Aunque pueda parecer que la problemática de la analogía remite a un artilugio conceptual alejado de las preocupaciones actuales que solamente tiene sentido en un determinado marco, lo cierto es que su cuestionamiento recorre explícita e implícitamente toda la historia de la filosofía. Más allá del dudoso éxito que tendría una nueva restauración de un modo de pensamiento escolástico, más preocupado por no desviarse del contexto doctrinal que lo acompaña que de plantear cuestiones afines a las preocupaciones contemporáneas, puede decirse que la analogía constituye el eje metódico del pensar metafísico1, pues no tiene otro objetivo que pensar la unidad de lo dado a partir de su plural manifestación.
El vocablo «analogía» está compuesto por las partículas ana, «reiteración-comparación», y logos, «palabra, razón»; así, «analogía» significa comparación o relación entre varias razones o conceptos que no son ni puramente unívocos (es decir, idénticos en cuanto a lo que significan) ni totalmente equívocos (completamente distintos). En un principio la analogía se empleó para dirimir cuestiones semánticas (Aristóteles), pero posteriormente vino a expresar una relación ontológica gradual (neoplatonismo). En ambos casos el punto de arranque se halla en la constatación de que las diferencias existentes entre las particularidades no pueden ser absolutas, pues de lo contrario no podría llevarse comparación alguna, aunque según se incida en la com-unidad o en la des-unidad de lo comparado se optará por uno u otro modelo de analogía.
A partir de la filosofía tardo-medieval quedaron establecidas dos grandes tendencias. En primer lugar hablamos de analogía de atribución (neoplatónica) cuando en la relación dada entre dos términos comparados entre sí, una particularidad con otra, la forma significada se encuentra plenamente en uno de los sujetos a los que se aplica el nombre —el primer analogado—, quedando los otros —analogados segundos— relacionados con ese primero «según medida» («más», «menos»), estableciéndose así una relación de prioridad y posterioridad de lo atribuido. Si la razón analogada en los participados es una forma graduada pero propia, hablamos de analogía de atribución intrínseca (la belleza finita, pero real, de la criatura remite a la Belleza absoluta, infinita, del Creador), mientras que si se encuentra propiamente en el primer analogado y en los derivados por denominación, entonces es extrínseca (la medicina es «saludable» en la medida en que colabora a la «salud» del hombre).
El otro modelo es de la analogía de proporcionalidad (aristotélica), que se define como una proporción de proporciones (1/2, 2/4, 4/8... 16/32) y que también puede darse de dos modos diferentes: la proporcionalidad propia, que es la semejanza real entre dos o más relaciones o proporciones (la relación de conocimiento que hay entre los sentidos y los objetos sensibles es semejante a la que hay entre el entendimiento y los objetos inteligibles); y la proporcionalidad metafórica, que se da cuando la razón análoga significada se realiza de manera propia en una de las relaciones mientras que en las otras lo hace metafóricamente (el vocablo «visión» designa, de manera propia, la relación que hay entre el sentido de la vista y el objeto propio de dicho sentido, pero se aplica de manera metafórica para designar la relación que hay entre el entendimiento y algún objeto para referirse a la realidad).
Grosso modo podemos decir que en la analogía de atribución se incide más en el aspecto de comunión entre los analogados (históricamente el suarismo se ha decantado por este modelo apoyándose en algunos aspectos de la concepción de Tomás de Aquino), mientras que la de proporcionalidad da más relevancia a la semejanza proporcional que existe entre las proporciones particulares (esta fue la analogía defendida por Tomás de Vio, el cardenal Cayetano, destacando para el caso otros aspectos de la obra del Aquinate).
Si bien los medievales se preocuparon por la analogía cuando trataban de dilucidar el alcance de los «nombres de Dios» que el hombre podía balbucear, es fácil encontrar textos de fundamentación metafísica contemporáneos en los que se incide en que su acometido tiene dos vertientes (sin duda afianzados en la división de la «tarea» metafísica concretada en la modernidad —Wolff2): la ontológica, que versa sobre la relación entre los diferentes entes, y la metafísica, que trata de la relación entre estos y su(s) principio(s). Sin embargo, y dado que podemos entender por Metafísica el discurso que desde el asombro por la efectividad de lo real se pregunta por su estructura, sea el objeto de esta la «efectividad» de la realidad como tal o la naturaleza de una región o fenómeno de la misma, con la pretensión de que sus análisis sean verdaderos (esto es, que den cuenta de lo que es, de modo que el descubrimiento de dicha estructura conlleva asimismo establecer qué «principios» la sustentan últimamente3), todo ejercicio filosófico que pretenda arrojar «verdades» debe aclarar antes su sustento, su filosofía «primera»4. De esta forma, cualquier discusión ontológica relativa a las entidades debe abrirse a una posterior explicitación metafísica que considere el fundamento originante de las mismas, tarea para la cual es casi imposible no tener que hacer uso del concepto análogo «ser»5.
Pero la Metafísica, como pretendida ciencia primera, vio truncada su hegemonía con la consolidación del proyecto moderno del pensar. No cabe duda que la obra kantiana no se entendería sin todo el legado moderno epistemológico que la precedió (que a su vez se retrotrae al pensamiento medieval), pero fue precisamente la «crítica» la que supuso para las aspiraciones de la Metafísica un importante punto de inflexión decreciente. Como dejó escrito al inicio de su Crítica de la Razón Pura, Kant entiende que la razón humana está asediada por una serie de cuestiones a las que no puede responder satisfactoriamente, siendo la Metafísica su campo de batalla6. Desde entonces la propia aspiración especulativa se ha visto obligada a hacer frente a reiteradas crisis de legitimidad, llegando incluso a tener que justificar su propia posibilidad.
Con todo, las preguntas siguen ahí, por mucho que no podamos resolverlas desde la mera razón (de hecho el mismo Kant procuró darles respuesta desde su uso «práctico»); por eso Zubiri puede sostener que «la metafísica es la definición “real” de lo que es la filosofía tomada en términos generales (...). La Metafísica no es una “parte” de la filosofía, sino que es materialmente idéntica a la filosofía misma»7. Esto significa que todo pensar humano debe, tarde o temprano, «habérselas» con la cuestión propiamente metafísica si de veras aspira a pensar el misterio de lo real. El imperativo metafísico se justifica por el propio darse del pensar.
La presente obra tiene por objeto un análisis del desarrollo de la cuestión de la analogía, entendida como el discurso sobre lo Absoluto desde lo finito, y su alcance metafísico en los representantes más destacados del (neo)tomismo trascendental. El renovado interés por la filosofía de Tomás de Aquino suscitado a raíz de la encíclica del papa León XIII Aeterni Patris (1879) dio pie a la creación de diversos centros de difusión e irradiación de la filosofía tomista, entre los cuales cabe destacar el Institut Supérieur de Philosophie de Lovaina (1889), centro fundado por el Cardenal Mercier en el que años más tarde irrumpió la obra de Joseph Maréchal. Dicho instituto no solamente buscaba recuperar el tomismo en su letra, sino que sobre todo procuró actualizarlo y hacerlo relevante a las preocupaciones filosóficas del momento. Así, el motivo que animó el proyecto de Maréchal fue el de coordinar en un mismo discurso metafísico las intuiciones del Aquinate y, precisamente, la crítica kantiana. Posteriormente, no pocos pensadores tomaron el modelo marechaliano de pensar la realidad como punto de referencia, dando lugar a relevantes sistemáticas siempre convergentes en el compromiso de consolidar una metafísica teísta de carácter trascendental.
En las páginas que siguen buscamos poner de relieve los fundamentos que sustentan su desarrollo y calibrar el alcance de sus afirmaciones. El interés fundamental de ello radica, a nuestro modo de ver, en el afán de coordinar una propuesta metafísica «fuerte» (es decir, que desentrañe la estructura fundamental de lo real, religando su sentido a un referente sustancial) desde el método trascendental. El giro copernicano operado por Kant comportó un reajuste de las pretensiones absolutistas de la Metafísica; esta quedaba circunscrita al terreno de lo ideal, lo que significaba que sus juicios no podían ser sintetizados al no provenir sus datos del mundo de lo sensible. Así, Dios aparecía en el horizonte de lo humano como un elemento fundamental para dar sentido de unidad a la experiencia, aunque precisamente por ello su valor residía en el papel heurístico, regulativo, que jugaba. Los neotomistas trascendentales también tienen su punto de partida en la antropología, aunque no ciñen los logros metafísicos, y especialmente el principio Absoluto, al ámbito humano. Pretenden partir de Kant para ir más allá de Kant.
Aunque la inmensa mayoría de metafísicos neotomistas trascendentales de sensibilidad marechaliana converjan en el ad unum como modelo de analogía (analogía de atribución intrínseca), hay que ser muy conscientes de los riesgos que entraña su estudio: de un lado, caer en una excesiva dispersión; del otro, infravalorar algunos detalles y particularidades nada adyacentes. Para tratar de evitarlo, nos ayudaremos de la obra metafísica del filósofo y teólogo español José Gómez Caffarena (1925), considerado por algunos el decano de la Filosofía de la Religión en España8, cuya vocación es también la de compatibilizar la restricción crítica kantiana con una afirmación metafísica propositiva teísta. Hay que decir que el contacto directo de Caffarena —asimismo jesuita— con la filosofía marechaliana fue escaso, ya que este se produjo a raíz del encuentro con los profesores romanos que asumieron el espíritu de Maréchal. Tras licenciarse en filosofía y en teología, en 1954 se desplazó a la Universidad Gregoriana de Roma para trabajar intensamente en su tesis doctoral, defendida dos años más tarde. Fue entonces cuando pudo entrar en contacto directo con algunos destacados representantes de esa lectura trascendental tomista, como por ejemplo Joseph de Finance, Johannes B. Lotz, Bernard Lonergan o Frederick Copleston. Después, entre los años 1965-1973 colaboró con ese círculo ejerciendo de profesor invitado en la mencionada universidad, lo que le permitió dotarse de un excelente conocimiento de sus fundamentos y sus posibilidades que luego dejó traslucir en su propia obra metafísica9.
Su obra es clara en cuanto a su ascendencia, pero no acrítica. Todo buen conocimiento de algo alumbra también sus puntos más oscuros, y así la concienzuda reflexión metafísica de Caffarena no puede menos que incidir en los límites trascendentales que la metodología neotomista adopta. Por eso quizá se pregunte José Egido (autor de la primera investigación de conjunto del pensamiento de su pensamiento) si, más allá de la «extraordinaria vecindad de las ideas de Caffarena»10 y las de los tomistas trascendentales, este puede ser considerado un filósofo neoescolástico y, más concretamente, neotomista11. La pregunta, como se verá, está más que justificada, porque más allá de que comparta con ellos un mismo tenor (epistemología y ontología íntimamente ligadas a la antropología; dinamismo del pensar; presencia incoativa de lo Absoluto en la experiencia del pensar), las distancias no son menores. De hecho, es precisamente por la relevancia y profundidad metafísica de sus divergencias por lo que aquí tomamos la obra de Caffarena como guía para el análisis del alcance de la «doctrina» de la analogía en el neotomismo trascendental.
Dado que Caffarena cita explícitamente como referentes de su pensar a J. Maréchal, J. B. Lotz, E. Coreth y B. Lonergan12, así como de la circularidad puesta en boga por Karl Rahner en su Oyente de la Palabra13, autor en el que también subyace «una “superación de Kant” de análogo estilo a la de Lotz y Lonergan»14, serán estos autores nuestros puntos de referencia. Podría apuntarse la posibilidad de tomar también otros puntos de referencia (por ejemplo Walter Brugger o André Marc15), pero creemos que su ausencia no comporta un déficit cualitativo de lo que nos proponemos, ya que el análisis de las posiciones de los autores mencionados constituye un elenco suficiente para entender y calibrar las pretensiones del proyecto neotomista de paternidad marechaliana.
Así, en primer lugar llevaremos a cabo la exposición de sus respectivas concepciones de la analogía (capítulo 1) para luego exponer la perspectiva de José Gómez Caffarena (capítulo 2). En ambos casos deberemos dar cuenta del sustento ontológico que las apoya, ya que, como dice B. Montagnes, una concepción de la analogía traduce toda una concepción del ser, la causalidad, la participación y la unidad de los entes (en definitiva, una sistemática metafísica)16. El tercer capítulo tiene por objetivo explicitar y corroborar las discrepancias detectadas en el despliegue expositivo, lo que comportará concretar qué tesis fundamentales del neotomismo trascendental comprometen seriamente la metodología trascendental asumida. Tras ello, y a partir de los resultados cosechados, nos preguntamos finalmente (cuarto capítulo) acerca de las hipotecas metafísicas que el propio modelo de la analogía de atribución conlleva, atendiendo sobre todo a su posible inclusión en la deriva onto(teo)lógica del pensar (Heidegger).
Antes de comenzar, conviene realizar una última puntualización. Dado que hablamos de neotomismo trascendental*, hay que aclarar qué debe entenderse por trascendental. El clásico comentario a la Crítica de la Razón Pura de Norman Kemp Smith establece tres sentidos para el vocablo «trascendental» en Kant17. El primero de ellos se refiere al conocimiento de la naturaleza y las condiciones de nuestro conocimiento de los objetos; es decir, al conocimiento que constituye una ciencia de lo a priori. El segundo sentido hace referencia a los factores a priori de nuestro conocimiento, de manera que el término se amplía y adquiere una distinción respecto a lo empírico y a lo trascendente. En tercer lugar, trascendental también significa en Kant las condiciones que hacen factible la experiencia posible, yendo todavía más allá de ese primer sentido18. Realizando una tentativa de síntesis del común denominador que caracteriza estos tres sentidos, podemos decir que trascendental significa ante todo asumir la condicionalidad y el carácter antropológico último de nuestro conocer, de nuestro discurso. Porque aunque se trate de averiguar la estructura última que posibilita el conocimiento, ello se refiere en última instancia a la estructura del hombre y sus condiciones de posibilidad, por eso puede afirmarse que es «lo humano» (entendido, si se quiere, como unidad «sistemática» de condiciones) el principal punto de referencia19.
CAPÍTULO 1. LA ANALOGÍA COMO DINAMISMO HACIA LA PLENITUD
La figura de Joseph Maréchal es bien conocida entre los expertos en la historia de la Metafísica. Nacido en Charleroi en 1878, pasó a formar parte de la Compañía de Jesús en 1895 y, tras doctorarse en biología (1905), centró en un primer momento su atención en la psicología experimental (visitó incluso a Wundt en Múnich), un interés que lo acompañó toda su vida y que se trasluce en los estudios que realizó sobre la experiencia psíquica de los místicos (Études sur la psychologie des mystiques, 1924-1937). A raíz de la encíclica de León XIII centró su labor en el estudio de la obra de Tomás de Aquino, convirtiéndose no solamente en un respetado estudioso de sus planteamientos, sino también en un relevante intérprete de su tenor a la luz de las preocupaciones de la filosofía de entonces. Eso no conllevó, obviamente, que su modelo de interpretar la metafísica tomista fuera compartida por todos los especialistas, ni que tampoco los filósofos trascendentales aceptaran sin más su tránsito a una metafísica de semejante calado. Pero lo que sí es indudable es que en su obra se plantean cuestiones que implican toda una praxis metafísica, de ahí que no pocos pensadores teístas vieran en su proyecto una inmejorable forma de vehicular y articular su propia senda filosófica. Ejemplo de ello es la así bautizada escuela marechaliana de lengua alemana20.
En este primer capítulo nos proponemos llevar a cabo un análisis de las posiciones fundamentales que en relación con la analogía legaron tales metafísicos trascendentales, que son precisamente los que hemos mencionado en la «Introducción». En primer lugar, haremos una breve referencia a J. Maréchal, padre de este movimiento, lo que nos servirá de marco general para el posterior despliegue de las concepciones de E. Coreth, K. Rahner y J.B. Lotz. Como hemos advertido ya en la exposición, para ello deberemos dar cuenta de alguna de las características epistemológicas que vertebran las concepciones de cada uno de ellos, lo que nos obligará a expandir nuestro horizonte de estudio en pos de una mayor comprensión. Serán, en todo caso, referencias específicas a cuestiones puntuales que buscan clarificar la estructura de su formulación. En este sentido, hay que entender la ausencia de un epígrafe dedicado a Lonergan en este apartado como un eslabón más de su desglose, ya que sus afirmaciones adquieren mayor relevancia si se las pone en perspectiva con las problemáticas que acechan a dichos metafísicos trascendentales (concretamente, las que tratamos en los capítulos segundo y cuarto).
1. Joseph Maréchal (1878-1944): dinamismo y conocimiento
El neotomismo trascendental tiene su punto de inflexión en las páginas legadas por el jesuita belga Joseph Maréchal y su proyecto de congeniar en un mismo discurso el kantismo y el tomismo. Su mayor obra fue Le point de départ de la métaphysique (1922-1947), un ambicioso proyecto que trata de dar cuenta de la historia de la metafísica y del punto de partida epistemológico que debe adoptarse para su desarrollo. De los volúmenes que la integran ha sido sobre todo el quinto y último (hubo un sexto que jamás llegó a publicarse) el que más influencia ha ejercido, pues es donde especifica su modo de articular un planteamiento metafísico que, siendo acorde con el giro copernicano kantiano y postkantiano, no renuncia al necesario planteamiento de una reflexión metafísica propositiva.
Para Maréchal el punto de partida del pensar metafísico debe ser el reconocimiento de la Dialéctica Trascendental que atraviesa todo el conocimiento, una intrínseca finalidad dinámica que hace posible el conocer como tal desde lo «inferior» (la materia) a lo «superior» (ser puro)21. Si no hubiera una «tendencia humana objetiva»22 cuyo progreso se expandiera hasta llegar al objeto trascendente (Infinito), asevera, no sería posible progresar en el conocimiento. Por eso, puesto que dicha finalidad debe ser «afirmada» para dar cuenta de cómo conoce el hombre, debe «afirmarse» la posible efectividad de un Absoluto final, ya que de lo contrario ese impulso natural sería en sí mismo absurdo23.
De lo que se trata entonces, dice Maréchal, no es de buscar una objetividad en sí confrontada a una subjetividad en sí, que se excluirían mutuamente, sino una asimilación de ambas. El cerco trascendental cognoscitivo kantiano, que hace que toda acción epistemológica humana remita a lo fenoménico, quedaría para Maréchal superado por la intrínseca necesidad que el pensar impone, asegurando en consecuencia la posibilidad de una afirmación cognoscitiva real (juicio). La realidad nouménica como necesidad especulativa es un principio activo y efectivo para todo entendimiento discursivo, dice, ya que para que se dé la posibilidad de un objeto inmanente a un entendimiento discursivo es necesaria, en primer lugar, una afirmación ontológica fundante24 que haga que la relación propia entre «objeto» y «sujeto» sea inmanente al mismo sujeto, de modo que el propio sujeto quede integrado en ella25.
Para ilustrarlo pone como ejemplo la cuestión del «límite»; para conocerlo, podemos tomar como recurso o bien un reconocimiento objetivo de ambas zonas limítrofes, o bien recurrir unilateralmente a una «tendencia» (sujeto) que querría franquearlo e ir más allá de él. Lo primero nos situaría más allá del límite, algo contradictorio, mientras que en lo segundo se afirmaría una dinámica por la cual «la “cosa en sí” (...) no podría, pues, delatarse a la conciencia del sujeto fuera de la tendencia que le lleva a través de las etapas “fenoménicas”, hacia un Fin transfenoménico absoluto»26. Si hay que afirmar un verdadero absoluto subjetivo como condición del absoluto objetivo, solo cabe plantear o bien una reducción panteísta idealista, con sus antinomias e impotencias, o un intelectualismo finalista27. Maréchal opta por este último, desechando aquellas actitudes intelectuales que niegan la realidad ontológica de los objetos pensados, ya que con ello se suprimiría toda posibilidad de un pensar objetivo28, necesaria para el finalismo.
En estricta correlación hará falta co-afirmar también el principio de identidad como irrenunciable eje de toda metafísica trascendental, un principio que reincide, precisamente, en la necesidad de una Unidad original y final del pensar. Con este principio, dice, «poseemos ya el tipo de unidad sintética más general posible: posición como “esse” y determinación como “esencia”, o aún: ser como Realidad y ser como Idea».Pero «esta unidad permanece dualidad y no se justifica», por lo que cabe un paso más y postular una Unidad Perfecta donde Esse y Essentia—«unidad soberana»que«no es expresable en conceptos ni por juicios»— se identifiquen para poder fundar, tanto lógica como ontológicamente, todo el proceso29.
Para Maréchal la cuestión de la analogía debe enmarcarse en este esquema finalístico. Así, la interpreta como parte del dinamismo radical absoluto de nuestro conocimiento, y por ello abocada a lo meta-conceptual y al límite de toda finitud del ser. Es en la postulación anticipatoria meta-empírica, expresión de la capacidad dilatadora de nuestra inteligencia, donde debe contextualizarse todo conocimiento analógico de lo trascendente: solamente presuponiendo una finalidad dinámica interna al espíritu podemos sobrepasar constantemente el objeto presente para proseguir, indefinidamente, a un objeto más amplio (el Bien)30. La analogía es dinamismo, movimiento a través de la realidad, por eso la Metafísica debe tomar necesariamente como punto de partida una afirmación objetiva de carácter absoluto31 que «obliga» a concluir que: la consideración de todo «ser» finito como tal implica asumir la existencia de un inteligible absoluto (horizonte) que se comporte a la manera de un primum analogatum32. Por lo tanto, y si tenemos en cuenta tanto esa dinámica del conocer como esta necesidad de una afirmación absoluta y objetiva última, «conocer el objeto, como objeto», significará «captarlo como fin inmediato de un dinamismo inteligible transcendental, cuya actividad finalística no puede pensarse más que considerando los estadios intermedios del conocimiento objetivo como anticipaciones del fin al que fundamentalmente se dirige nuestro propio dinamismo»33, de manera que tal dinámica no puede dirigirse sino a un «absoluto inteligible en cuanto tal, es decir, “en sí inteligible”»34.
Como corolario, y dado que es la dinámica del conocer la semántica de la «analogía»35, para Maréchal tiene que afirmarse una necesaria participación estable del cognoscente finito (participación en los primeros principios del ser) en la Inteligencia pura36 que asegure el éxito «objetivo» (trascendental) de ese movimiento anímico. Una presencia individuada del intelecto agente en el Yo (Moi) «semper in actu»37 que permite entender el dinamismo propio del conocer como «huella» de un ejemplarismo ontologista dinámico38. Posteriormente volveremos con más detalle sobre esto.
2. Emerich Coreth (1919-2006): la pregunta y el Ser Absoluto
2.1. La pregunta y su horizonte
La figura de E. Coreth, el metafísico austríaco más relevante del pasado siglo, constituye un claro ejemplo de la rápida influencia que Maréchal ejerció en los círculos filosóficos jesuitas. En el caso de Coreth, además, su interés no responde solamente a un mero formalismo formativo, ya que al dedicar su trabajo de licenciatura al estudio de sus fundamentos39, pudo no solamente conocerla a fondo, sino también dotarse de importantes elementos para el posterior despliegue de sus propias intuiciones.
Tomando como premisa la remisión marechaliana a lo «incondicionado», Coreth sostiene que el punto de partida del desarrollo de la Metafísica debe ser la pregunta, en cuanto posibilidad trascendental, porque entiende que en ésta se vehicula de antemano un pre-saber fundamental: que el ente es en virtud del horizonte de «lo que hay», el ser. Prefiere focalizar su atención en la pregunta y no en el juicio (como hace Lotz, según veremos) porque éste realiza la posición de un contenido que exige validez incondicionada, dice, lo que presupone otro horizonte anterior de validez incondicionada. En cambio, la pregunta se fundamenta a sí misma, o mejor dicho, es el último punto irreductible desde el que se muestra la incondicionalidad del ser, que es en última instancia la «condición» del preguntar como tal.
Para él dicho horizonte aparece como ilimitado y fundamental, y es el marco de validez incondicionada de toda posibilidad de alcanzar reflejamente lo singular. Todo discurrir teorético humano se mueve en este esquema trascendental, también el hermenéutico. Este, a pesar de referirse al mundo de cada cual y a su especificidad reclama, en última instancia, una fundamentación metafísica previa, que no es otra que la verdad incondicionada del ser40. De este modo, la relación entre metafísica y hermenéutica explicita la relación «dependiente» que existe entre el «mundo» y el ser, de modo que el ser se muestra como la última y única posibilidad de la realidad del propio «mundo»41.
Es en este contexto de marcada diferenciación ontológica42 —aunque de matiz diferente a la heideggeriana43— donde enmarca Coreth su teoría de la analogía. La interpreta como la dialéctica de nuestro saber acerca del ser, en la cual el Ser Absoluto emerge como el «hacia donde» del movimiento de nuestro preguntar44. Así, esta dialéctica se comprende propiamente como el interludio entre el saber temático del ser y la tendencia interna que lo supera, afianzada en el mencionado saber previo y atemático del mismo45.
Sostiene Coreth que la analogía del ser viene constituida por un aspecto estático y otro dinámico. El primero se refiere al pensamiento que afirma «algo» como «lo que es», y por lo tanto la cosa es captada en todo su ser, de modo que se la concibe tanto en su coincidencia con todo lo demás («es») como en la diferencia respecto a lo que no es su propia determinación («lo que»). Como resultado, hallamos un concepto trascendentalísimo de ente, entendido como concepto análogo, que no permite ulteriores determinaciones. Pero precisamente porque este quiere «decir» toda la realidad debe ser afirmado más allá de esta fijación definitiva, por ello mantiene Coreth la necesidad de asumir una dinámica dentro de la trascendentalidad del «ente». Así lo atestigua el hecho infinito de preguntar: el saber temático acerca del ente no agota el saber atemático del ser.
La flexibilidad de concepto análogo de ente viene justificada entonces por la necesidad de su universalidad. Universalidad, empero, no abstracta sino «concreta». En efecto, si la univocidad expresa conveniencia pura, mientras que la equivocidad afirma diversidad radical, solo lo análogo es suficientemente significativo para expresar conveniencia en la diversidad. Por ello, solo el concepto análogo permite la posibilidad del pensar en general y del pensar sobre el ser. Dada su última relación con el «es», el concepto de ente debe ser un «universal» concreto y no puramente abstracto, ya que no puede prescindir de nada. Entiende Coreth que a medida que uno va avanzando en la captación de los entes en su contenido específico, el saber acerca del «ser» va iluminándose y acumulando tales «perfecciones» concretadas46.
Ahora bien, el conocimiento de todas las determinaciones posibles de los entes —infinitas— solo puede ser posible para un espíritu actualmente infinito. Nuestra finitud virtual se sitúa dentro de un movimiento hacia un horizonte donde queda comprehendido todo, que es virtualmente infinito en virtud de la propia realización —nunca alcanzada, puntualiza— final de la dinámica del ser finito47. Por ello, cabe mantener la presencia virtual de las determinaciones posteriores en el concepto de ente, y por lo tanto el avance cognoscitivo de la realidad como la captación explícita de lo que estaba ya presente en un inicio. Resumiendo: el ser no alcanza nuevas determinaciones, sino que se pone de manifiesto cada vez más48.
El Ser Absoluto, pleno, se revela entonces como necesario horizonte del ser finito. Dado que no hay conveniencia unívoca ni tampoco diversidad equívoca entre ellos, solo puede darse una relación de analogía que realce su semejanza con lo finito, en el ser, sin renunciar por ello a su Plenitud y originalidad fundamental —trascendente— respecto a todo lo finito49. Hay que evitar, consecuentemente, tanto los excesos univocistas (Hegel) como las hiperbolizaciones equivocistas fundamentadas en un empirismo encarcelador (Kant), y afirmar una dialéctica triádica de afirmación, negación, eminencia (Dionisio, Santo Tomás) que permita al Ser Absoluto entrar en nuestro conocimiento a través de un método, el de la analogía, que justamente por mantenerse siempre dentro de los márgenes de la intrínseca finitud del conocimiento, respetará la trascendencia infinita del horizonte del ser50.
Ahora bien, ¿y qué modelo analógico se ajusta más a estos parámetros? Dice Coreth que atendiendo a los textos de Tomás hay que dar una mayor relevancia al ad unum que a la proporcionalidad. De esta manera el analogatum primarium (Dios) en el orden ontológico funda el análogo segundo (ente)51. Pero cuidado, la atribución establece una relación ejemplar, con lo que la eminencia podría llevar a la ilusión de una afirmación total, como si el Ser Absoluto fuese accesible para el ser finito. Por eso subraya que no hay que reducir el sentido de la negación de la negación:hay que poner de manifiesto, en virtud de una afirmación pura, la necesidad de trascender continuamente los límites de la finitud. De este modo solo un espíritu idéntico con el ser puro podrá afirmar el ser puro, o lo que es lo mismo, solo una mismidad idénticamente pura podrá autoponerse e iluminarse plenamente.