Dulce conspiración - Vicki Lewis Thompson - E-Book

Dulce conspiración E-Book

Vicki Lewis Thompson

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Beschreibung

Daniel O'Malley y Rose Kingsford eran dos decididos solterones. Ambos pensaban casarse alguna vez, pero no en ese momento. Es decir, hasta que se conocieron. Entonces, el sentar cabeza ya no les pareció tan mal... Sólo había un problema: sus respectivas madres. En Irlanda, Bridget y Maureen habían sido grandes amigas. Pero una amarga disputa las había separado, y desde entonces eran firmes rivales. Lo que menos querían en el mundo era emparentar "con el enemigo". ¿Podría el verdadero amor sobrevivir a unas madres resentidas?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos 8B

Planta 18

28036 Madrid

 

© 1997 Vicki Lewis Thompson

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Dulce conspiracion, julia 955 - enero 2023

Título original: ONE MOM TOO MANY

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411415965

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

SIMPLEMENTE piensa que tu esperma pierde movilidad —le gritó Maureen O'Malley a su hijo desde la cocina, donde estaba sirviendo un estofado.

—¿Qué? —Daniel, que estaba mirando las fotos de la familia que decoraban una repisa, casi tiró el portarretrato vacío que tenía en las manos. Seguramente le habría entendido mal por el ruido del tráfico de Brooklyn. Su madre no podía estarle hablando de su esperma.

—Movilidad. La rapidez que pueden alcanzar los pequeños nadadores —su madre se asomó a la puerta de la cocina con un delantal floreado y un cucharón en la mano. De no ser por el sorprendente tinte rojo con que se daba las mechas, parecía una mujer de mediana edad sacada de un anuncio publicitario, pero lo que estaba claro era que no hablaba como una de ellas—. ¿Sabes que puedes perder eso, Daniel?

Él se pasó la mano por el cuello nerviosamente.

—Mira, mamá, no creo…

—Ocurre con la edad, es así —Maureen señaló a su hijo con el cucharón—. Lo he leído en una revista llamada Prevención. Si no tienes cuidado, puede sucederte a ti, don «No-quiero-casarme todavía».

Daniel tensó la mandíbula. Desde que se había muerto su padre, su madre había estado insistiendo en el tema. Y ya estaba harto.

El recuento de los espermatozoides era la nueva táctica de su madre, y decididamente no la dejaría seguir por ese camino.

Se refugió en lo primero que tuvo a mano, y alzó el portarretrato:

—¿Qué pasa con esto, mamá?

—Estás cambiando de tema.

—Había que cambiarlo. ¿Cómo puedes tener esto en la repisa, si no tiene más que la foto que pusieron los fabricantes del portarretrato?

—Me recuerda a Bridget Hogan, por eso. Lo compré por eso.

—¿Bridget? ¿No era ella tu peor enemiga?

—Bueno, era mi peor enemiga, sí. Pero antes de eso era mi mejor amiga. No he tenido otra. La mujer de la foto es idéntica a ella.

—¿Sí? —Daniel levantó la foto y miró más detenidamente a la modelo. Una cabellera castaño-rojiza le caía delicadamente sobre los hombros. Unos labios carnosos enmarcaban unos dientes blancos, y un brillo en los ojos verdes parecían dar un nuevo significado a las palabras de la vieja canción «Cuando los ojos irlandeses sonríen». Y si no era irlandesa, sinceramente podía pasar por serlo.

Daniel se sintió conmovido por el impulso que había llevado a su madre a comprar el portarretrato sólo por la foto. Probablemente era otro ejemplo de lo sola que se encontraba después de haberse quedado viuda.

Daniel dio unos pasos y colocó el retrato en el lugar exacto donde estaba antes, al lado de una foto suya después de terminar los estudios en la Academia de Policía de la Ciudad de Nueva York.

Su madre se acercó para mirar las otras dos fotos, al lado de la que acababa de colocar.

—Te va bien esa modelo.

—Por supuesto. Ella es una profesional de la belleza. Haría que cualquier muchacho se viera bien a su lado.

Su madre le palmeó el brazo y le dijo:

—No me he referido a eso. Quiero decir que haríais una buena pareja.

Daniel respiró profundamente.

—¿Podríamos dejar de hablar de ese tema por esta noche? Acabo de cumplir treinta y tres años, ¡por el amor de Dios! Papá no se casó contigo hasta los treinta y cinco años.

—Y ya ves lo que pasó. Dios nos dio un solo hijo.

Daniel le puso un brazo alrededor de los hombros, tratando de que se tomara en broma su preocupación.

—¿Qué pasa? ¿No estás contenta con el que has tenido?

—Creo que eres adorable, y tú lo sabes bien. Pero yo había pensado tener muchos hijos —su madre suspiró—. Ahora me doy cuenta de que tu queridísimo finado padre probablemente tenía espermatozoides lentos.

Daniel resopló. Los espermas lentos parecía la nueva preocupación de Maureen O'Malley acerca de la salud. La semana anterior habían sido los carcinógenos que podían encontrarse en las cacerolas de aluminio.

—Ríete lo que quieras. La vida es así, y el tiempo se te está agotando. Simplemente recuerda que un hombre sin esposa e hijos es como una bota sin cordones.

Daniel la abrazó levemente.

—Exactamente. Libre para estar suelto y cómodo.

Maureen se apartó de él, lo miró, y le dijo:

—Daniel Patrick O'Malley, yo no te he criado para que juegues con el corazón de las jóvenes. Ya es hora de que elijas a una chica con suerte y que le pidas que sea tu esposa. Seguramente habrá alguien que te guste.

Era imposible con ella. Era una mujer cabezota como ninguna, pensó Daniel. Admiraba a su padre por haberle tenido tanta paciencia.

—Bueno, me lo pensaré. Veré si hay alguien —dijo, alejándose de la cocina.

—¡Sabía que me lo estabas ocultando! ¿Quién es la chica? ¿La que llevaste al Baile de los Policías? No, espera, ya sé. Estoy segura de que es la que conociste en la fiesta de Fin de Año.

—No —sonrió él—. Es esa chica del portarretrato. Ella es exactamente lo que estoy buscando.

 

 

—¿Qué opinas, St.Paddy? ¿Llamo a Maureen O'Malley o no? —Rose Kingsford levantó el hocico de su peluche de perro-lobo irlandés, una versión disecada del perro que esperaba tener algún día. St. Paddy, una creación levemente más pequeña que un perro lobo vivo le devolvió la mirada—. ¿No puedes resistirte a un misterio, ¿no? De acuerdo, la llamaré. Supongo que no supone ningún problema.

Rose fue a buscar el teléfono. Deseaba tener un perro de verdad, pero mientras viviera en un piso pequeño de la ciudad de Nueva York, le parecía que un perro-lobo iba a ocupar todo el espacio.

Pero Rose no tenía intención de vivir toda la vida en un apartamento. Un apartamento no era el mejor sitio para un perro grande o para un niño, y ella pensaba tener tanto un perro como un niño. En un momento de su vida había pensado que un marido sería parte del paquete, pero finalmente había abandonado aquel sueño. La mayoría de los hombres se centraban tanto en su apariencia física, que ella no se fiaba un pelo de que estuvieran a su lado cuando tuviera arrugas y el pelo cano.

Aparte de eso, había tenido citas con hombres dispuestos a pasarlo bien, pero sin ninguna madurez, y con otros, tan serios que era imposible pasárselo bien. Al parecer no existía la combinación de madurez, seguridad y diversión. Y después de lo que había pasado con el matrimonio de sus padres, ella prefería asentarse teniendo un niño simplemente.

Ella siempre había querido tener un hijo para desarrollar un papel creativo, y tenía miedo de acostumbrarse demasiado a su soledad si no actuaba pronto.

Si fuera necesario, iría a un banco de esperma, pero ella prefería un donante que hubiera podido elegir por sí misma, alguien que no estuviera interesado en un compromiso, alguien inteligente y con una apariencia física razonablemente buena, alguien que no tuviera ningún defecto físico genético que amenazara su vida. Hasta entonces no se le había presentado ningún candidato por sí mismo, pero Rose había confiado en sus instintos durante sus treinta años de vida, así que cuando apareciera el hombre adecuado, lo sabría.

Rose localizó el teléfono en una mesa baja, debajo de un montón de tiras cómicas de periódicos dominicales.

Encendió una lámpara, alargó la antena del teléfono y marcó el número. Luego se estiró en el sofá y puso las piernas encima de unos almohadones. Seguramente se trataría de una oferta de un representante de alguna marca de ropa o algo así, pensó al oír sonar el teléfono. Intentó sujetar el auricular entre la mejilla y el hombro, se hizo una coleta, y se la sujetó con una goma.

—Hola —dijo una voz femenina.

Rose se sentó más erguida. No había contestador automático en la casa de los O'Maureen, algo raro en estos tiempos. Y la voz de Maureen O'Malley, si era ella quien atendía el teléfono, tenía la misma entonación de su tierra natal que la madre de Rose. Tal vez Maureen hubiera nacido en Irlanda. Rose siempre estaba buscando material para su tira cómica, una forma de poder dejar el trabajo de modelo, y a veces recogía cosas del habla irlandesa.

—¿Puedo hablar con Maureen O'Malley, por favor? —preguntó.

—La misma habla.

Rose se relajó al oír la música de aquella voz. Maureen parecía más irlandesa que su madre, que había sido entrenada por su marido para que dejara la entonación de su tierra natal.

—Soy Rose Kingsford. Usted se puso en contacto con la Agencia de Modelos, y se interesó por mí, creo.

—¡Oh! ¡Sí, sí! Así que, ¿eres Rose, entonces? ¡Qué bonito nombre! Un nombre irlandés, seguro. ¿Tienes antecedentes irlandeses en tu familia?

—Por parte de mi madre —al oír el acento irlandés, Rose instintivamente bajó la guardia—. Mi padre es inglés —y su madre se refería a él últimamente como «ese inglés desgraciado con el que me casé».

—¡Sabía que tenías que ser irlandesa! Vi esa cara y me dije: «Ésa es una chavala irlandesa, seguro».

Rose alargó la mano hacia un lapicero y un block que tenía siempre en la mesa baja. Aquella conversación podría arrojarle algunas expresiones del habla coloquial que podría usar para su tira cómica.

—¿Puedo ayudarla en algo, señora O'Malley? —se refirió a ella con el nombre de señora porque no se sentía cómoda llamando por su nombre a una persona de la edad de su madre.

—¡Oh, sí, Rose! Ciertamente, sí. Me gustaría mucho verte. Tomar el té, quizás. Sé que estás muy ocupada, pero, ¡para mí es tan importante!

Rose dejó de escribir en el papel porque su cabeza pareció advertirle que tuviera cuidado. Era por ello que solía guardar su intimidad con tanto celo. Su cara y su figura estaban expuestas al público para que las consumieran, pero su vida privada no estaba al alcance de la gente; prefería ser inalcanzable en ese sentido. Los locos andaban por todas partes, y más de una de sus compañeras modelos habían atraído la atención de algún psicópata.

Rose carraspeó y dijo:

—Estoy muy ocupada, señora O'Malley, y me temo que no puedo…

—Pero mira, eres tan parecida a mi querida amiga Bridget, quien se tiró por los acantilados de Moher y se ahogó. Este verano va a hacer treinta y siete años que la echo de menos.

Rose se quedó con la boca abierta. El nombre de su madre era Bridget. Y una vez le había contado la historia de una antigua amiga que se había tirado debajo de un tren hacía treinta y siete años. Y había dicho que su amiga se llamaba… Maureen. Aquello debía de ser más que coincidencia. Rose se dio cuenta de que estaba a punto de entrar en una zona peligrosa y al hablar escogió muy cuidadosamente sus palabras:

—Tengo que… bueno, consultar mi agenda, señora O'Malley. ¿Puedo contestarle en… unas veinticuatro horas?

—¡Oh! Sería estupendo, Rose. Estaré esperando tu llamada, te lo prometo.

—Bien, adiós, entonces —Rose apretó el botón que cortaba la comunicación, y marcó inmediatamente el número de teléfono de su madre. Saltó el contestador. El acento de la voz de Bridget Kingsford era muy parecido al de Maureen O'Malley. Rose sabía que su madre estaba probablemente en casa escuchando las llamadas.

—Pon el agua para té, mamá —le dijo Rose—. Voy para allá.

 

 

El apartamento del tercer piso de Bridget Hogan Kingsford daba a Central Park. El apartamento y una pensión mensual generosa había sido parte de lo que le había dejado Cecil Kingsford cuando había abandonado a su esposa, con la que había estado casado veinticinco años, por una mujer más joven, más culta, y con la piel más suave. El divorcio de sus padres había sido el ejemplo de lo que podía pasar cuando un hombre se casaba con una mujer fundamentalmente por su belleza.

Rose usó su llave y saludó con un grito al abrir la puerta. La respuesta sofocada le indicó que su madre estaría en su dormitorio. Entró en el dormitorio victoriano de lazos y flores, y encontró a su madre, vestida con un chándal azul claro, echada en el suelo con los pies levantados verticalmente contra la pared empapelada a rayas rosas. Su cara estaba cubierta con una mascarilla verde lima.

—Bueno, si es Freddy Krueger —dijo Rose.

—No me hagas reír —dijo su madre moviendo apenas los labios.

—Tengo algunas noticias que pueden hacer que se quiebre eso que tienes puesto en la cara. ¿Cuánto tiempo falta para que puedas lavártela?

Bridget levantó del suelo el medidor de tiempo de los huevos que estaba a su lado y lo miró.

—Ocho minutos.

—¿Has comido?

—No.

—Yo tampoco —Rose se puso de pie y dijo—: Iré a ver si puedo preparar algo de comer y a hacer té.

Diez minutos más tarde, Bridget apareció en la cocina con la cara limpia y el pelo rojizo cepillado. Rose pensó que su madre parecía tener al menos veinte años menos de los cincuenta y seis que contaba.

No había duda de que Cecil Kingsford era un tonto.

—¿Y? ¿Qué noticia traes? —dijo su madre mientras sacaba tazas para el té.

Rose abrió un par de latas de conserva.

—Tal vez sea mejor que vengas y te sientes primero.

Las tazas hicieron ruido al apoyarlas sobre la encimera.

—¡Dios mío! ¡Te has quedado embarazada!

—No, no. No es eso. No tiene nada que ver con eso.

Bridget dejó de servir el té, puso las manos en jarras y, con el ceño fruncido que tanto trabajo le había costado alisar con la mascarilla de arcilla, dijo:

—Entonces supongo que has encontrado un «candidato» para tu pecaminoso plan. Rose Erin Kingsford, no sé en qué he fallado, que eres capaz de considerar la posibilidad de tener un bebé fuera del matrimonio. Si lo supiera tu abuela Hogan, se volvería a la tumba.

—Mamá, esto no tiene nada que ver con que me quede o no embarazada. No estoy segura de que lo vaya a hacer de esa forma, de todos modos —agregó, arrepintiéndose una vez más de haber confiado su plan a su madre—. Tráeme el té, por favor, y te contaré de qué se trata.

Bridget trajo el té con un azucarero y una jarra para la leche en una pequeña bandeja. Si su madre no hubiera acostumbrado a servir el té con tanta ceremonia siempre, Rose habría pensado que aquello lo hacía para recordarle que debía atenerse al decoro y la decencia. En lo más profundo, Bridget Kingsford, a pesar de su apariencia moderna, era una campesina irlandesa que creía en la castidad antes del matrimonio, y, por supuesto, en que los hijos debían ser legítimos.

Bridget se sentó en la silla, puso la servilleta en su regazo y sirvió el té. Luego le puso azúcar y leche al suyo.

Rose levantó su taza y sorbió. El té estaba delicioso, como siempre.

—Hoy he llamado a una mujer que había querido ponerse en contacto conmigo. Su nombre es Maureen O'Malley. Se puso en contacto con la agencia porque se sintió atraída por la foto mía que han puesto los fabricantes de portarretratos.

—No me sorprende. Es una foto encantadora.

—Eso me ha dicho. Le recordaba a una amiga suya de la infancia que se había arrojado a los acantilados de Moher —Rose mordió un bocado de la cena, y miró la cara de su madre.

—¡Dios Santo!

Rose masticó y tragó unos espárragos en conserva.

—Me ha dicho que el nombre de su amiga era Bridget.

Los ojos verdes de Bridget se agrandaron asombrados.

—Dime otra vez el nombre de la mujer que llamó a la agencia.

—Maureen.

Su madre tiró la servilleta en la mesa y se puso de pie.

—¡Es ella! ¡Tendría que tener la boca cerrada! —Bridget se puso a dar pasos por la zona del comedor de la cocina levantando los brazos—. ¡Cómo se atreve a andar diciendo por ahí que me tiré a los acantilados de Moher! Pero, ¡qué otra cosa podía esperar de alguien como ella!

Rose se reprimió decirle que la mujer de la que había dicho tantas veces que se había tirado debajo de un tren estaba viva y vivía en Brooklyn.

Bridget se dio la vuelta para mirar a su hija:

—¿Sabe ella quién eres tú?

—No lo sé. No parecía saberlo. Pero quería conocerme.

Bridget se puso las manos en la cabeza y dijo:

—Déjame pensar, déjame pensar. Me da la impresión de que esconde algo bajo la manga. No puedes confiar en lo que te ha dicho. ¿Por qué iba a querer conocerte si no sabe que eres mi hija?

—No lo sé. ¿Qué sucedió realmente entre vosotras dos, mamá?

—¿Qué sucedió? Ella arruinó la oportunidad de mi vida. Me impidió ganar la corona de la Rosa de Tralee. ¡Que sus hijos tengan verrugas en sus partes si miento!

Rose reprimió una risa. Cuando su madre se ponía nerviosa soltaba la lengua más colorida y maravillosa del mundo.

—Tú no me dijiste exactamente cómo impidió que ganases el premio.

Su madre levantó un brazo en un gesto dramático.

—Tuvo la brillante idea de que éramos muy blancas, y de que necesitábamos un beso del sol en nuestras mejillas antes del certamen. Alquiló una lámpara para broncearse y compró un aceite bronceador. Pero en el último momento, mi santa madre, que en paz descanse, me convenció de que no lo hiciera. Yo le puse el aceite a Maureen, porque ella insistió en ello. Y ella se quemó terriblemente la cara. Tuvo que borrarse del certamen.

—¿Y por qué eso te impidió ganar a ti?

—Te lo diré —Bridget alzó la barbilla, fingiendo un gesto de inocencia—. La personalidad contaba tanto como la belleza en ese concurso, y Maureen hizo correr la voz de que yo la había boicoteado deliberadamente, ¡porque tenía miedo del concurso! ¡Como si esa mujer con cara de oveja hubiera tenido alguna posibilidad! Pero los tontos del jurado debieron creerla, porque no gané.

Rose negó con la cabeza. Parecía que treinta y siete años no habían empañado la memoria de su madre, ni su rabia. No pudo reprimir preguntarle:

—¿Y cómo es que se os ocurrió a ambas inventaros la historia del suicidio?

Su madre pareció sentirse incómoda al ser cazada en una mentira.

—La última vez que nos vimos, me gritó: «¡Por mí, como si te hubieras muerto, Bridget Mary Hogan!». Y yo le grité: «Lo mismo te digo, Maureen Fiona Keegan!» Ella consiguió trabajo como canguro aquí en Nueva York, y un año más tarde yo vine a trabajar como modelo. Yo no quería acordarme de que ella estaba en la misma ciudad que yo, así que me inventé la historia de que ella se había arrojado a las vías de un tren.

—Y ella te hizo desaparecer haciéndote zambullir desde los acantilados de Moher.

—¡Lo que es ridículo! Ella sabe perfectamente que a mí me dan miedo los sitios altos. Ella debió de sospechar quién eras tú.

—No lo creo, mamá. Pero da igual. No tengo intención de encontrarme con ella.

—¡Oh, pero debes hacerlo! ¡Quiero saber qué aspecto tiene!

—¿Quieres que conozca a esa mujer que odias?

—Sí —Bridget miró por la ventana y se tocó los labios con el dedo—. El salón de té en la Avenida Cuarenta y Seis es perfecto. Tú puedes sentarte a un lado de la mampara y yo en el otro. Ella no me verá por la mampara.

Rose se quedó perpleja.

—¿Vas a esconderte detrás de la mampara y vas a espiarla? Por favor, dime que no lo harás.

Su madre cruzó los brazos y miró a Rose como si fuera una joven de diecinueve años en lugar de una mujer madura.

—Conozco a Maureen Keegan, te lo aseguro, y apuesto a que está tramando algo. Lo que quiero es saber qué es exactamente lo que está tramando.

 

 

Mientras Rose se dirigía al salón de té pensaba que en cierto modo se habían invertido los papeles con su madre. Rose se suponía que tenía que ser la responsable mientras que su madre se comportaba como una adolescente planeando tonterías para desafiar a su rival de su infancia y juventud. Un episodio de Misión Imposible seguramente no les habría llevado tanta preparación. Todo había sido planeado hasta el último detalle, incluyendo un sombrero y unas gafas de sol para su madre, por si acaso Maureen la reconocía.

Habían planeado que Bridget fuera antes al salón de té, y se pusiera donde se pusiera, Rose debía asegurarse una mesa al otro lado. Maureen llegaría unos quince minutos más tarde, de manera que Rose y Bridget tuvieran tiempo de probar distintos lugares por si otros clientes estuvieran ocupando los lugares asignados en el plan número uno.

Rose entró en el salón de té y se desabrochó su trenca mientras se acercaba a la camarera.

—Tengo una reserva para dos. Mi nombre es Kingsford.

—Sí, por aquí —la camarera la llevó a una zona delicadamente decorada con motivos de fin de siglo.

Rose localizó a su madre de espaldas a la puerta, mirando como Mata Hari, con su sombrero de paño de ala ancha ladeado sobre las gafas oscuras. La camarera se estaba dirigiendo a la mesa que estaba justo detrás de ella, del mismo lado del salón. Del otro lado las mesas estaban llenas. Rose suspiró. Luego tocó a la camarera en el hombro y le dijo:

—Me temo que esto será una gran molestia, pero tengo que hacerle un pedido especial en cuanto a la mesa.

La camarera se dio la vuelta con una sonrisa poco sincera.

—¿En qué puedo servirla?

—La persona con la que me voy a reunir es muy sentimental, y tiene muchos recuerdos relacionados con esa mesa de allí —Rose le señaló una mesa en el lado opuesto y en diagonal a su madre, que estaba bebiendo una taza de té.

—Hay clientes en esa mesa.

—Lo sé, pero si pudiera convencerlos de cambiarse… —Rose miró a la camarera con cara de tristeza, y luego sacó dos billetes de diez dólares y los puso en la mano a la camarera.

La chica miró los billetes y dijo:

—Tal vez pueda arreglarse. Espere un momento.

Rose miró el reloj y esperó que la camarera no se demorase demasiado. Si no se daba prisa todo el plan se desbarataría. Rose esperaba que Maureen no fuera el tipo de mujer que llega temprano.

Las dos mujeres a las que la camarera pidió que se cambiaran de sitio no parecieron muy contentas, pero Rose finalmente pudo sentarse en la mesa mirando la entrada del salón, de manera que Maureen O'Malley la reconociera enseguida.

—Buen trabajo —dijo su madre de costado, mirando por entre las enredaderas que servían de mampara.

—Te ignoro. No estás aquí —dijo Rose entre dientes.