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El banquero Quinn Monroe no era precisamente un caballero andante... Pero claro, tampoco se había encontrado nunca con una mujer tan seductora como Jo Fletcher. Ella necesitaba desesperadamente alguien que la ayudara a salvar su rancho. Desgraciadamente, Quinn sabía más de inversiones que de conducir reses. Pero una sola sonrisa de Jo, y estuvo dispuesto a intentar cualquier cosa... aunque eso significara arriesgar el cuello... y el corazón.
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Seitenzahl: 190
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Vicki Lewis Thompson
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Todo por una mujer, n.º 1621- abril 2022
Título original: with a Stenton and a Smile
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-569-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
HABÍA una serpiente en el taxi. Quinn se cambió de carril para evitar un coche en segunda fila, giró en la esquina y pisó el freno. Salió del taxi en un abrir y cerrar de ojos. Tras respirar hondo unas cuantas veces, reunió por fin coraje para acercarse de nuevo y abrir la puerta de atrás. Luego corrió al asiento del copiloto y abrió las dos puertas de ese lado.
Detestaba las serpientes. Y las lagartijas. Una de las cosas que más le gustaban de Manhattan era que no había reptiles. De haber sabido que su cliente llevaba serpientes en aquella caja de zapatos, jamás lo habría recogido. Pero el tipo no le había advertido de que iba a hacer una donación al zoológico de Central Park hasta el momento de llegar.
Debía ser una trampa. Era demasiada coincidencia, el hecho de que tuviera que llevar a un tipo con serpientes justo el día en que había decidido aceptar la apuesta de Murray de conducir uno de sus taxis. Murray estaba convencido de que Wall Street había hecho de él un blando. Tanto, que lo creía incapaz de sobrevivir conduciendo solo un taxi durante un día. Y era típico de él tenderle una trampa para ganar la apuesta.
Nada más descubrir que el pasajero llevaba serpientes, había estado a punto de chocar. Por fin había dejado al tipo en la puerta del zoo y se había marchado. Fue entonces cuando miró y encontró un par de ojos debajo del asiento. Una serpiente se había escapado.
—¡Taxi!
Quinn no se dio la vuelta. No tenía intención de llevar a nadie a ninguna parte mientras no se librara antes de la serpiente. La mujer que lo llamaba tendría que buscar otro taxi.
—¡Taxi!
Quinn la observó correr hacia él, así que se dio la vuelta y alzó una mano.
—Lo siento, pero no…
De pronto olvidó lo que iba a decir. Atractiva, sexy. Murray, con su lenguaje políticamente incorrecto, habría dicho de ella que era una muñeca. Y desde luego, con aquel pantalón, aquella camisa y aquel sombrero de cowboy sobre su cabellera castaña, la mujer producía en él un efecto políticamente incorrecto.
—Tengo que ir al aeropuerto inmediatamente —dijo ella ajustándose los paquetes bajo el brazo, arrugándose la camisa y mostrando buena parte del escote.
—¿Al aeropuerto? —repitió Quinn lamentando que una belleza así abandonara Nueva York.
—Al JFK. Tengo prisa —añadió ella.
Verla caminar con aquellos vaqueros rojos ajustados y aquellas botas de tacón era impresionante. Además, Quinn tenía debilidad por las castañas desde que, a una edad muy impresionable, había visto Pretty Woman. Llevar a aquella mujer al aeropuerto habría sido lo más agradable de ese día…, de no ser por el problema de la serpiente. Era doloroso tener que elegir. La serpiente o la pasajera.
—Eh…. Será mejor que le advierta una cosa primero. Hay una serpiente en el taxi.
—No me digas que eres de esos que no se despegan de su adorada boa constrictor.
—No. Esta se la ha dejado mi último cliente, por eso tengo las puertas abiertas. Estaba intentando…
—¿Es venenosa?
—¿Y eso cómo se sabe?
—Por los pliegues de los colmillos —explicó ella agarrando los paquetes con un solo brazo para demostrarle con dos dedos de la mano que le quedaba libre cómo se desplegaban los colmillos de las serpientes venenosas—. Hacen así ¿Lo hacía esa serpiente?
—No.
—Entonces vamos, la capturaré de camino.
—Bueno, no será necesario.
—¡Pero si estás pálido! No tendrás miedo a las serpientes, ¿no?
—¿Yo?, ¿miedo de las serpientes? ¡No, ni hablar! —negó Quinn, incapaz de comprender que a ella le resultara indiferente y que no hubiera preguntado siquiera de qué tamaño era el reptil—. En realidad estoy preocupado por ella. Debe estar aterrada.
—Seguro. Escucha, tengo prisa. Si pierdo el avión, se echará a perder el esperma.
—¿Cómo? —Quinn tragó saliva.
Ella volvió a cambiarse de lado los paquetes para mostrarle una pequeña nevera en la que debían caber unas seis latas de cerveza.
—Esperma de caballo.
Entonces fue cuando Quinn se dio cuenta de que ella también formaba parte de la broma.
—Sí, claro. Habéis decidido reíros a mi costa. Primero las serpientes, y ahora, el esperma. Queréis que el pobre Quinn tenga un accidente. Murray tiene mucha imaginación, eso tengo que reconocerlo. Apuesto a que en esa nevera llevas la cerveza para celebrar que habéis ganado la apuesta.
—¿Quién es Murray? —preguntó ella, confusa.
—Deja que te refresque la memoria —contestó él cruzándose de brazos—. Murray es el tipo con el que estás compinchada, el dueño de los taxis; el tipo que creció conmigo en el Bronx; el tipo que, hasta hoy, era mi mejor amigo. El tipo al que voy a estrangular en cuanto acabe mi turno.
—No conozco a ningún Murray.
—No, claro. ¿Qué habéis hecho, seguirme hasta aquí desde el zoo? Seguro que me vienes siguiendo desde que recogí al tipo de las serpientes, que también estaba compinchado. ¿Caliente, caliente? —sonrió Quinn, seguro de dominar la situación.
—Debes estar loco, y seguramente es una imprudencia confiar en un loco, pero es difícil encontrar taxi en esta ciudad, y no lo voy a dejar escapar. Aunque lo conduzca un tipo al que le faltan unos cuantos tornillos. Tengo que llevar este esperma a Montana hoy, así que voy a volver a preguntártelo otra vez, con mucha corrección. ¿Podrías llevarme a ese sitio que hay a las afueras de la ciudad, donde están los aviones, por favor?
—Desde luego, Murray sabe cómo elegir a la gente —suspiró Quinn—. Eres buena actriz. Está bien, chica. Si no te importa ir con una serpiente, a mí tampoco —contestó Quinn encogiéndose de hombros—. Detrás de usted, señora.
—Menos mal —contestó ella metiendo los paquetes en el asiento de atrás y cerrando la puerta.
Luego dio la vuelta al taxi y subió delante. Quinn cerró la puerta que faltaba e hizo una pausa antes de subir al taxi. En realidad no quería subir, con la serpiente dentro, pero tampoco estaba dispuesto a que Murray ganara la apuesta. Además, si su amigo estaba detrás de todo, entonces la serpiente debía ser inofensiva. Quizá incluso se hubiera escapado. Quinn apoyó las manos en el techo del vehículo y se inclinó para mirar por la ventanilla.
—La costumbre es que los clientes se sienten atrás.
—Jamás me gustó esa costumbre —contestó ella—. Es decididamente altanera. En el Oeste…
—Sí, claro. Ya sé. Eres del salvaje y lejano Oeste. Del oeste de Nueva York, probablemente.
—Escucha, ¿te importaría seguir con tus fantasías mientras conduces? Tengo prisa, no tengo tiempo de charlar.
—¿Has… visto a la serpiente, por casualidad? —preguntó Quinn buscando por el suelo.
—No, pero desde aquí delante te protegeré mejor.
Eso bastó. Quinn no estaba dispuesto, bajo ningún concepto, a dejar que aquella mujer insinuara que era un cobarde, de modo que subió al taxi fingiendo indiferencia.
—No, si a mí la serpiente no me molesta, solo pretendía evitar que te asustaras.
—Tranquilo, he visto serpientes de cascabel más anchas que tu antebrazo.
—¡Qué historia más estupenda! —rio Quinn arrancando el coche—. Ahora me contarás algo sobre el oso que vive en las colinas, justo encima de tu rancho.
—En realidad son dos.
—Ya, claro —contestó Quinn notando que aquella mujer había llenado el taxi con su dulce fragancia—. Así que… ¿qué nombre has adoptado, para esta parodia?
—El de siempre, el mío. Jo Fletcher.
—Jo, ¿es diminutivo de Josephine? —preguntó Quinn sin creer ni por un segundo que se llamara así, decidido a seguirle el juego.
—Pues sí, me pusieron ese nombre por mi tía abuela Josephine. Supongo que fue por eso por lo que me dejó el rancho. Bueno, por eso y porque era la única de la familia que sabía algo de caballos.
—Murray y tú debéis haber pasado horas inventando esa historia. Estoy impresionado. No he mordido el anzuelo, pero estoy impresionado. Murray es capaz de cualquier cosa con tal de ganar la apuesta.
—No conozco a nadie que se llame Murray y no sé nada de esa apuesta.
—Ya —sonrió Quinn con aires de superioridad.
—¿Te ha dicho alguien, alguna vez, que eres exactamente igual que Brian Hastings, la estrella de cine? —preguntó ella ladeando la cabeza y mirándolo de un modo extraño—. Hasta la sonrisa.
—Solo un par de miles de personas.
—Ah, así que te lo dicen constantemente.
—Exacto —contestó Quinn—. Estoy harto. Por eso precisamente debió decirte Murray que lo mencionaras, para picarme.
—No conozco a Murray, pero si te molesta que te lo digan, dejaremos el tema. Es que te pareces tanto…
—Soy más alto que Hastings. En la pantalla no se nota, porque lo toman desde ángulos especiales para que parezca más alto. Y se sube a una caja si tiene que estar al lado de otro actor.
—Sí, he oído decir que es bajito pero ¿y qué? La gente da demasiada importancia al hecho de ser alto. Ser más alto no significa ser mejor persona.
—Yo no he dicho eso.
—En cierto sentido sí, Quinn.
—¡Ajá! —exclamó Quinn, seguro de haberla pillado en un desliz—. ¿Cómo sabes mi nombre? A ver qué me cuentas ahora.
—Tú lo has dicho.
—No lo he dicho.
—Lo has dicho. Has dicho «queréis que el pobre Quinn tenga un accidente».
—Ah.
—De todos modos, me encantó Brian Hastings en The Drifter. ¿La has visto?
—No, nunca voy a sus películas. Las boicoteo, en realidad —contestó Quinn dando un bocinazo a dos chicos de cresta morada que cruzaban delante de él.
Dejando a un lado la experiencia de las serpientes, aquel día estaba resultando divertido. Más de lo habitual, proyectando estrategias de inversión.
—¿Y por qué? —preguntó Jo—. Es buen actor, y ahora ha empezado a dirigir. Tiene mucho talento.
—Lo que quieres decir es que es sexy —comentó Quinn reconociendo aquel tono de voz adulador.
—Bueno, es cierto, lo encuentro sexy. ¿Qué pasa?, ¿es que estás celoso porque las mujeres lo encuentran sexy? ¿Es esa la razón por la que no vas a ver sus películas?
—No, no estoy celoso —contestó Quinn, que siempre había sentido como si el famoso actor le usurpara su personalidad.
—Entonces ¿por qué boicoteas sus películas?
—Piénsalo. Cuando voy al cine a ver una película de Brian Hastings, las mujeres se lanzan encima de mí. Me rasgan la ropa, me persiguen por la calle…
—¡Pobrecito!
—Te parece divertido, ¿verdad? —preguntó Quinn—. Pues no lo es. Además, no soy yo, Quinn Monroe, inversor financiero, quien les gusta. A quien persiguen es a Brian Hastings, estrella de cine, así que no significa nada.
—¿Inversor financiero? Pues no debes ser muy bueno si tienes que conducir un taxi para llegar a fin de mes.
Quinn volvió la vista hacia ella. Aquella mujer parecía no tener ni idea de que conducía el taxi solo por una apuesta. Lo miraba con sus enormes ojos marrones y con un gesto de ingenuidad que habría sido difícil de esbozar de haber sido falso. Por primera vez Quinn se preguntó si de verdad estaría fingiendo.
—O eres una actriz increíble o es cierto que tienes un rancho en Montana.
—Yo no sé actuar.
—¿Te importa enseñarme tu permiso de conducir?
—No, no quiero.
—Me lo figuraba —sonrió Quinn—. Tu permiso de conducir no es de Montana, ¿verdad? Apuesto a que ni siquiera te llamas Josephine Fletcher.
—¡De acuerdo, te enseñaré el maldito permiso! —accedió ella al fin abriendo el bolso—. Pero tienes que prometerme que no te reirás de la foto. Parezco una presa fugada —añadió abriendo la cartera.
Quinn paró ante un semáforo en rojo y observó el documento. Josephine Fletcher estaba seria en la foto, pero aun así estaba guapa. Y el permiso era de Montana.
Jo observó la cara de sorpresa de Quinn al ver el documento. Aquel tipo era realmente guapo, con sus ojos azules y su aire de estrella de cine. Cerró la cartera y volvió a meterla en el bolso.
—¿Te basta con eso o quieres ver mi visa?
—Si eres Jo Fletcher, entonces eso de la nevera es esperma de caballo.
—¡Pues claro! ¿Crees que podría inventarme una cosa así?
—Si estuvieras compinchada con Murray, seguro que sí.
—Pero no lo estoy —negó una vez más Jo, despidiéndose de Nueva York mientras cruzaban Queensboro Bridge. Quizá no volviera a verlo—. Y ya que no formo parte de ningún complot, ¿te importaría decirme quién es ese tal Murray?
—Mi mejor amigo, propietario de una empresa de taxis. Está convencido de que soy uno de esos ejecutivos trajeados blandengues, incapaz de soportar un día entero en un taxi, así que hicimos una apuesta. Cuando apareció el tipo con la caja de zapatos llena de serpientes pensé que era una broma. Y lo de la nevera con esperma de caballo tampoco es muy normal que digamos. Por eso creía que era una trampa.
—Comprendo.
Jo había visto dos veces a la serpiente en el coche, y sospechaba que Quinn estaba aterrorizado, así que había decidido atraparla sin hacer ruido para tratar de evitar un accidente.
—Te toca —dijo Quinn—. ¿Qué haces tú con esperma de caballo?
—El esperma es de Lust-a-Lot, el semental de mi amiga Cassie. Cassie y yo éramos compañeras de clase en la universidad. Trabajé en las cuadras de su familia aquí, en el estado de Nueva York, nada más terminar los estudios. Luego heredé el rancho de Montana y se nos ocurrió vernos una vez al año aquí, por primavera. Es como una tradición: yo vengo y ella me da esperma.
—¿Me estás diciendo que en Montana no hay esperma de caballo?
—Claro que hay. Es una forma de mantener nuestra amistad. Además, el esperma de Lust-a-Lot es muy fértil. Buenos nadadores. Mis yeguas se quedan embarazadas a la primera —explicó Jo chasqueando los dedos.
—¿Es eso lo que crías en tu rancho?, ¿caballos?
—No, criamos vacas —suspiró Jo recordando la terrible deuda acumulada desde que había heredado Bar None. Sabía criar caballos, pero financieramente era un desastre. La contabilidad le producía dolor de cabeza—. El invierno pasado perdimos muchas cabezas de ganado y voy retrasada en mis pagos al banco, así que no sé qué será del rancho.
—Supongo que es difícil, hoy en día, llevar un rancho pequeño.
—Sí, es duro. Pero cuando es una joya de rancho, herencia de tu tía abuela favorita, haces cualquier cosa con tal de sacarlo adelante —explicó Jo—. Es una lástima que no seas Brian Hastings. El otoño pasado vino al rancho un hombre que trabajaba para él buscando localizaciones para su próxima película. Si fueras él, me arrodillaría ante ti y te pediría que eligieras mi rancho para rodar.
—Y si fuera él, rodaría en tu rancho —sonrió Quinn.
—Gracias —contestó Jo admirando su sonrisa y pensando que resultaba aún más sexy que la de Brian Hastings.
—Entonces supongo que no has vuelto a saber nada de él, ¿no?
—No, pero se me ocurrió contar en el banco que la cosa era segura. Así me los quitaba de encima una temporada. Pero si Brian Hastings no aparece, se van a echar encima de mí.
—Pues no sé si es buena idea apostarlo todo al capricho de una estrella de cine —comentó Quinn.
—No, probablemente no —contestó Jo inclinándose al ver salir a la serpiente, sin dejar de hablar para distraer la atención de Quinn—. Teniendo en cuenta el estado de mis finanzas, no debí venir este año a Nueva York, pero Cassie ha decidido castrar a Lust-a-Lot, así que esta será la última vez. Podría congelar esperma, pero sale demasiado caro.
—Castrarlo… ¿Eso es cortarle el…?
—Bueno, digamos que perderá la posibilidad de tener familia.
—¿Y por qué va a hacer eso? —preguntó Quinn.
—Porque Lust-a-Lot es un salvaje, no se deja montar. Castrarlo lo suavizará. No la culpo, es ella la que tiene que soportarlo.
—Entonces, ¿llevas en la nevera el último esperma de Lust-a-Lot?
—Sí —rio Jo—, se podría decir así. Va envuelto en hielo, y siempre he logrado que llegue a casa fresco, pero no quiero perder el avión y que se estropee.
—Pues a correr —contestó Quinn pisando el acelerador y sorteando vehículos.
—¿De verdad eres inversor financiero? —preguntó Jo inclinándose lentamente.
—Sí.
—¡Maldita sea! —exclamó Jo, que no había conseguido capturar a la serpiente.
—Bueno, ya sé que no es tan emocionante como ser actor, lo siento.
—No, si no era por eso —contestó Jo dejando el sombrero en el asiento de atrás y desabrochándose el cinturón mientras la serpiente se metía a toda prisa bajo el asiento de Quinn—. Reduce la velocidad, échate a la derecha y para.
—Ah, la serpiente.
—Sí, es muy pequeña, por eso es más difícil atraparla —explicó Jo arrodillándose en el suelo e inclinándose hacia Quinn, hasta alcanzar su tobillo.
—¿Está ahí debajo?, ¿justo debajo de mi pie?
—No tengas miedo, no te hará daño.
—¡No tengo miedo, maldita sea! Es solo que… ¿Qué es eso?
—Quieto, está escalando por tu pierna.
—¿Por mi pierna?, ¿para qué?
—Quizá sea chica, y desde luego es curiosa —dijo Jo metiendo una mano por dentro de la pernera del pantalón de Quinn.
—¡Ay, Dios mío! ¿Qué ocurre?
—¡No mires hacia abajo! ¡Mira por dónde vas!
—¡Dios de mi…!
Entonces se oyó un fuerte golpe metálico y la voz de Quinn se desvaneció.
JO se agarró a la pierna de Quinn para evitar golpearse contra el salpicadero. El incidente asustó a la serpiente, que trató de escapar. Jo aprovechó para atraparla.
—¡La tengo!
—¡Jo! —exclamó Quinn jadeando. La agarró por los hombros—. ¡Dios mío, lo siento! ¿Te encuentras bien?
—Eso creo —contestó Jo levantándose—. ¿Lo ves? Es muy pequeña.
Quinn no tenía buen aspecto. De hecho, respiraba trabajosamente y parecía a punto de desmayarse.
—Quinn, ¿estás herido?
—No —contestó él sin dejar de mirar a la serpiente.
Alguien dio unos golpecitos en la ventanilla del conductor. Quinn la bajó sin dejar de observar atentamente al animal. Un hombre asomó la cabeza.
—Tenemos un problema, amigo. ¿Quieres llamar a la policía?
—Sí, claro —contestó Quinn sin moverse.
Jo se figuró que si no se deshacía de la serpiente, Quinn permanecería inmóvil para siempre. Estaban cerca del aeropuerto, la serpiente tendría que conformarse con el descampado que había junto a la autopista.
—Voy a llevarme a la serpiente allí. Tú llama a la policía y pídeme un taxi mientras tanto, Quinn —Quinn asintió, pero continuó inmutable. Antes de salir, Jo añadió—: Y cambia mis paquetes de taxi, ¿de acuerdo? No quiero perder el avión.
Jo saltó la valla metálica y, tras caminar un rato, dejó a la serpiente en el suelo. Aquello le recordaba a su casa. Allí había aprendido a apreciar a todas las criaturas. Jo se había criado en Chicago, pero no sentía que la ciudad fuera su hogar. En realidad, nunca lo había sentido. Los veranos en Bar None, el rancho de tía Josephine, la habían conquistado.
Cuando regresó al taxi, la policía y un segundo taxi la esperaban. Quinn estaba de pie, hablando y haciendo gestos, enfadado. Pero incluso enfadado resultaba atractivo. Era una lástima que viviera en Nueva York. El hombre contra el que habían chocado la miró con suspicacia.
—Le digo que en este coche ocurría algo raro, oficial. Yo iba en paralelo con ellos y disminuí la velocidad para ver qué pasaba. Entonces empezaron a dar bandazos y ella se inclinó sobre el regazo de él…, usted ya me entiende.
—¡Solo trataba de quitarme a la serpiente de encima! —protestó Quinn—. Esto es cosa de Murray.
—¿Quiere usted contarnos su versión de los hechos? —preguntó entonces el oficial de policía a Jo.
—Me encantaría, pero si no me doy prisa, el esperma se echará a perder —objetó Jo mirando el reloj. Quinn bufó. Jo comprendió entonces que no hubiera debido expresarse así, de modo que rectificó—: Me refería al esperma de caballo, oficial. Lo llevo a Montana, los papeles están en regla. Yo solo trataba de capturar a la serpiente cuando se produjo el accidente. Acabo de dejarla en ese descampado.
—Escuche, ella no tiene nada que ver —intervino Quinn—. Se lo aseguro. La empresa de taxis se hará cargo de todo. Ese esperma es de un caballo que va a ser castrado, quizá lo hayan castrado ya. Es imprescindible que tome el avión, ¿comprende?
—Ah, bueno, en ese caso… —contestó el hombre del vehículo contrario, escéptico.
—Entonces ¿puedo marcharme? —preguntó Jo.
Tras contestar a unas cuantas preguntas que le hizo el policía, Jo se volvió hacia Quinn.
—Supongo que has perdido la apuesta.
—Eso me temo. Jo, lo siento, es que…
—Te aterran las serpientes —Jo terminó la frase por él.
—Sí —confesó al fin Quinn con una sonrisa traviesa.
—Hay cosas peores —comentó Jo—. Escucha, tengo que marcharme. ¿Están mis cosas en el otro taxi?
—Sí. Bill, el taxista, las ha trasladado.
—Estupendo.
—Buena suerte con el rancho.
—Gracias. Y buena suerte con Murray —contestó Jo estrechándole la mano y subiendo al otro taxi.
Treinta y cinco minutos más tarde, al atravesar la puerta de embarque del aeropuerto, Jo se dio cuenta de que no llevaba la nevera.