El año del frío - Jane Kelder - E-Book

El año del frío E-Book

Jane Kelder

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Beschreibung

Hay ofensas que congelan el alma. Un largo e insólito año invernal, May Baker y Edgard Hambleton contraen matrimonio en cuestión de semanas por distintos motivos, entre los que no está incluido el amor. Ella debe acallar los rumores que la señalan desde que su prometido se ha casado con otra. Él, por su parte, está resuelto a llevar a cabo una venganza que le quema por dentro. Como el tiempo, la frialdad se extiende sobre ellos desde el día de su boda y, tal vez, ya sea tarde para la primavera. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Helena Tur Planells

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

El año del frío, n.º 187 - marzo 2018

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Fotolia.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-861-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Capítulo XXXII

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIV

Capítulo XXXV

Capítulo XXXVI

Capítulo XXXVII

Capítulo XXXVIII

Capítulo XXXIX

Capítulo XL

Capítulo XLI

Capítulo XLII

Capítulo XLIII

Capítulo XLIV

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

 

 

A Raquel

Capítulo I

 

May tenía el rostro pegado a los cristales de la ventana de su dormitorio, como si así pudiera sentir sobre su piel la fina lluvia que los apedreaba al otro lado. El cielo tenía el color de su alma y aquel día sentía que todo era de un gris oscuro e implacable. Sus ojos castaños permanecían secos, pero su orgullo herido lloraba por dentro.

La señora Baker entró sin avisar en la habitación de su hija acompañada de una criada con una bandeja llena de frutas y jamón.

–No puedes pasarte los días así, hija. Tienes que comer algo –comentó al ver a su hija como una flor machita.

–No tengo hambre, madre.

La criada depositó la bandeja sobre una mesa y dejó solas a las dos mujeres.

–Ya no puede hacerse nada –añadió la señora Baker cuando la puerta se cerró–. Deberías fingir que no te importa. De lo contrario, solo alimentas las habladurías.

–¿Fingir que no me importa, madre? –Se molestó May–. ¿Se pude fingir después de lo ocurrido? ¿Acaso piensa que alguien creería que soy feliz, aunque supiera fingir?

–¿Te parece mejor encerrarte y dejar de comer? ¡Llevas así cuatro días! ¿Sabes lo que murmura la gente?

–La gente murmurará igual porque tiene motivos para ello, madre. Mi prometido se ha casado con otra, ¿cree que las bocas se van a quedar cerradas por mucho que yo coma o salga de casa como si nada?

–Pero así les das pábulo, May. Y no solo me importan los dimes y diretes, me importas tú. ¿Has visto lo demacrada que estás?

–Hace días que llueve. ¿Acaso eso no es excusa para mantenerse en casa?

–Ni siquiera quisiste bajar a saludar a Elliot y Frances cuando vinieron a ver cómo estabas.

–Son mis primos, madre. Si vinieron con buena intención, deben entenderme.

–“Si vinieron con buena intención…”. ¡Qué forma de hablar es esa!

–Ya sabe que, desde que se ha casado con Weaver, Frances se muestra más estirada.

–Cierto que Weaver es un buen partido, pero ella es tu prima y no creo que eso cambie su cariño hacia ti.

–Pues si su cariño hacia mí no ha cambiado, debería respetar mi intimidad.

–¡Oh! ¡Estás imposible! –dijo al tiempo que se sentaba sobre la cama y miraba a su hija con lástima–. ¿Estabas enamorada de él, May? Pensé que habías aceptado ese matrimonio como habrías aceptado la propuesta de cualquier otro caballero recomendable.

–No, no estaba enamorada, pero sí lo respetaba y me sentía a gusto en su compañía –respondió como si negara la posibilidad y, al ver la expresión preocupada de su madre, abandonó la ventana y se acercó a ella–. Lo consideraba agradable, pero no me ha dolido tanto que se casara con esa señorita Curtis como el hecho de que me haya enterado por otras personas. Le recuerdo, madre, que todavía no ha roto el compromiso conmigo. Que no ha venido a dar la cara y ni siquiera ha enviado una mísera nota. Si no hubiera sido por la señora Macgregor, todavía estaría soñando con mi boda.

–Entonces, solo estás ofendida. Eso es menos grave que un corazón roto. –Se tranquilizó la señora Baker–. Y no creo que en estos momentos pueda gozar de tu respeto.

–¿Y usted no está ofendida? –le preguntó como si se lo reprochara.

–¡Claro que estoy ofendida! Pero por eso mismo saco pecho más que nunca, querida. Su comportamiento ha sido de tal vileza que demuestra poseer un carácter que no era digno de ti. Deberías estar agradecida por haberte librado de un tipo de esa calaña. No solo ha faltado a su palabra, sino que se ha portado como un cobarde. ¿Hubieras deseado que alguien así fuera tu marido?

–¡Claro que no! ¡Pero todo Culster sabe lo que ha ocurrido! Usted dice que no es digno de mí, pero ¿acaso me queda alguna dignidad? –La miró a los ojos como si la retara a desmentirla y, tras un silencio, añadió–: Incluso es probable que esto afecte también a Eve.

–Te queda la dignidad que tú quieras mantener, May. Si te escondes en casa y te dejas enfermar, las repercusiones del asunto serán mayores que si sales y luces en tu esplendor. No es indiferencia lo que debes demostrar, sino felicidad por tu liberación de un tipo como ese.

–¿Recuerda el tono en que la señora Macgregor lo comentó? ¡Sí, parecía que en sus palabras estaba presente mi dignidad! –protestó–. Usted sabe tan bien como yo, madre, que, a partir de ahora, algunas mujeres me tendrán lástima y otras se burlarán a mis espaldas. Y, para los hombres solteros, tendré el título de apestada. Una mujer que ha sido rechazada de esta manera tan vil… ¡Oh! ¡Todos pensarán que tengo alguna tacha!

–Eso no es cierto –negó su madre–. Hace dos días, Elliot pidió tu mano a tu padre.

–¿Elliot? ¿Elliot Carpenter? –Se sorprendió ella.

–Sí, nuestro Elliot, tu primo. Pero tu padre lo rechazó. ¿Lo lamentas?

Tras dudar un instante mientras asimilaba esa noticia, comentó:

–No. Elliot tuvo un gesto muy noble. Pocos hombres comprometerían su felicidad por salvar la reputación de una prima y, ante eso, padre no podía comportarse de un modo egoísta y aceptar –reconoció May.

–Te ruego que no digas que sabes nada de esto. Le prometí a tu padre que no te lo contaría.

–Pues ha hecho bien, madre. Elliot merece que se reconozcan sus méritos. Aunque no pueda agradecérselo personalmente, mi corazón queda endeudado con él.

–Yo no estoy tan convencida de que tu padre hiciera bien al rechazarlo. Elliot siempre ha sido muy amable con nosotros.

–Si no está convencida, madre, es porque piensa que no volveré a tener una oportunidad como esa.

–Estoy pensando en escribir a mi hermana. Tal vez acepte que pases una temporada en Londres. Con las lluvias de otoño, espero que la niebla amarilla que ha provocado tantas enfermedades desaparezca.

Todo el mundo hablaba del año sin verano. Resultaba curioso que los efectos de un volcán se notaran tanto tiempo después. En la isla de Sumbawa, en las Indias Orientales Neerlandesas, el Tambora había entrado en erupción en abril del año pasado. El ruido atronador se pudo escuchar en muchas partes del planeta, murieron doce mil personas a causa de la lluvia de ceniza y otras setenta y cinco mil por culpa de la hambruna y las enfermedades derivadas de la explosión. Y ahí no acabó todo. Toneladas, que se contaban por millones, de partículas volcánicas y dióxido de azufre ascendieron a la atmósfera y una nube amarilla y gris se expandió por el cielo de todo el mundo. Un frío atroz y el hambre, a causa de la escarcha que cubría los cultivos, llegaron con ella y también la proliferación de enfermedades, saqueos y amotinamientos.

–Al fin y al cabo, el frío también se nota aquí –insistió la señora Baker al tiempo que miraba la chimenea encendida–, aunque es cierto que la niebla es más liviana. Pero hemos de reconocer que nunca habíamos tenido unos atardeceres tan hermosos.

–No es por la meteorología, madre, sino que preferiría que tía Casandra no supiera nada. Además, ella tiene cuatro hijas casaderas, no creo que acepte competencia. Una madre no se esforzará en una sobrina cuando tiene que hacerlo por sus hijas.

–Si no he escrito aún, es por el temor a que el rumor se extienda. Ella no sabe nada y no entendería por qué, estando prometida a Westbrooke, quieres viajar a Londres. Deberíamos explicarle lo que ha ocurrido, y eso me hace dudar.

–No me parece buena idea. Prefiero quedarme aquí.

–Entonces, tendré que verte comer y salir de vez en cuando. Si no lo haces, te enviaré a la capital.

May suspiró y se acercó a la bandeja para coger una manzana. En lugar de usar un plato y cuchillo y tenedor, la llevó directamente de su mano a la boca y le pegó un pequeño mordisco.

La señora Baker fingió una sonrisa.

–Eso está mejor –comentó–. Además, dentro de un tiempo se habrá olvidado todo. Siempre suceden cosas que hacen que las anteriores pasen de moda. No te preocupes por tu hermana, esto no afectará a Eve. Solo tiene doce años y, cuando abandone el internado, ya no se hablará de ello. Es probable que se instalen nuevas personas en Culster que desconozcan lo ocurrido y, tal vez, algún caballero apuesto se fije en ti. Tienes una figura bonita y puedes sacar mucho partido a tu cabello si te lo arreglas.

–Se supone que, en un momento como este, una debe apelar a la sensatez, madre. Mi cabello es rubio oscuro, un color muy vulgar, por no hablar de mis ojos marrones. El color azul de la abuela le tocó a Frances. No creo que sea buena idea soñar con un futuro idílico.

–¡Oh! Entonces, me parece entender que estás hablando de afrontar el presente –dijo con un tono de burla no exento de cariño–. Sin embargo, tu actitud demuestra lo contrario. Te subestimas, hasta la señorita Macgregor ha llegado a decir que eres de una de las muchachas más bonitas que conoce. Pero tú, en lugar de afrontar la situación, te has escondido.

–En cuanto deje de llover, le prometo que iré a visitar a Camile.

–Eso será un avance por tu parte. Y, ahora, acábate la manzana y me lo creeré.

May le hizo caso y se sentó a la mesa. Su madre se levantó de la cama y también cogió una silla a su lado. Cuando la joven terminó la fruta, preguntó:

–¿Qué dice padre?

–Creo que todavía espera que Westbrooke se presente aquí con unas disculpas y, por supuesto, una indemnización.

–¡Oh! ¿Y no espera que la señora Westbrooke sufra un accidente fatal y, ya viudo, el señor Westbrooke cumpla su compromiso conmigo? –ironizó May.

–Yo también creo que la postura de tu padre es ingenua, pero, al fin y al cabo, Westbrooke reside en Culster y, aunque ahora esté de viaje de novios, dentro de unos meses tiene que regresar. O en menos tiempo, teniendo en cuenta que ya hace más de tres semanas que se casó. Inevitablemente, habrá de enfrentarnos. Coincidiremos con él y tendrá que darle alguna explicación a tu padre. Y a ti, por supuesto.

–¿Y por qué cree que lo hizo, madre? –preguntó nuevamente dolida May.

–¿El qué, querida?

–Casarse con la señorita Curtis. Sin duda, ha sido un matrimonio rápido. Westbrooke partió hacia Los Lagos solo hace dos meses –le recordó–. ¿Debió de ser un flechazo? ¿Fue presa de una pasión arrebatadora que yo no supe inspirarle?

–Es posible, hija. Los Curtis no están mejor posicionados que nosotros. Gozan de buena economía, pero no creo que obtengan las mismas ganancias que tu padre. No puede tratarse de un matrimonio de conveniencia. A no ser que exista una herencia oculta que desconozcamos.

–Tal vez encontraron un tesoro debajo de alguna baldosa –intentó burlarse May de sí misma.

Su madre procuró sonreír.

–Tu dote no era grande, es cierto, pero tu padre ofreció a Westbrooke parte de la fábrica y eso lo compensa. Así que probablemente se ha tratado de un matrimonio por amor.

–Westbrooke decía estar enamorado de mí –recordó May–. Imagino que la señorita Curtis, señora Westbrooke ya, será muy hermosa.

–Eso no puede saberse. He conocido hombres muy guapos enamoradísimos de mujeres feas y al revés. El amor no atiende a razones, querida. Pero tal vez no sea este el caso. Podría ser que ella lo hubiera forzado a una situación comprometida y él hubiese tenido que responder con el matrimonio.

–¿Más comprometida que nuestro compromiso público, madre?

–No sabemos nada de lo que ocurrió en Los Lagos. Tal vez fueron sorprendidos y no les quedó otra opción.

–Si, como usted dice, Westbrooke se hubiese tenido que casar por razones caballerosas, por esa misma caballerosidad debería haber venido aquí a romper su compromiso conmigo mirándome a los ojos.

–En eso tienes razón.

Las dos se observaron en silencio y los ojos de May se humedecieron.

–Me siento tan ridícula, madre, tan humillada… –Sollozó, aunque procuraba evitarlo.

–Llora, querida, llora. Llóralo todo de una vez y, luego, levanta la cabeza y enfrenta a todo aquel que intente humillarte. Hazles ver que no solo no te afecta, sino que incluso lo agradeces.

–Me avergüenza llorar por alguien que se ha portado así –respondió mientras se secaba las lágrimas que se le habían escapado con la servilleta que había en la bandeja.

–Enfrentaremos juntas a la gente, querida. El domingo tenemos que ir a la iglesia, eso es inevitable. Sería conveniente que salieras antes y la gente viera que no tienes miedo. Yo te acompañaré.

May respiró despacio, aceptando lo inevitable y, cansada del mismo tema, procuró cambiar la conversación.

–Antes he oído tocar la campanilla. ¿Tenemos visita?

–Alguien ha venido a visitar a tu padre, pero no sé quién. Supongo que será un asunto de negocios. Nada que nos afecte. De todas formas, deberías quitarte la bata y estar vestida, por si alguien se atreve a venir a verte a pesar de la lluvia. Conviene que empieces ya mismo a cambiar de actitud. ¿No vas a comer más?

May mostró un gesto de desagrado hacia la comida y, con voz de súplica, respondió:

–Le prometo que comeré durante la cena.

En esos momentos llamaron a la habitación. La señora Baker se levantó para abrir y se encontró a la criada que anteriormente había llevado la bandeja.

–El señor Baker quiere que la señorita Baker se presente en su despacho –comentó la sirvienta.

–¿Ahora? –preguntó May.

–Ha dicho que lo antes posible.

–Yo la ayudaré a vestirse, Molly, puedes irte –comentó la señora Baker y, luego, cerró la puerta tras salir la sirvienta–. Me pregunto qué querrá tu padre.

Capítulo II

 

A pesar de las recomendaciones de su madre, May optó por vestirse de forma sencilla y se recogió el cabello de manera cómoda para acudir a ver a su padre.

Imaginó que la visita ya se habría ido y, aunque llamó a la puerta de su gabinete, entró sin esperar a ser invitada. Efectivamente, su padre estaba solo. De pie, girado hacia la ventana y contemplando cómo la lluvia arreciaba. En cuanto la oyó, se giró hacia ella y a May le pareció que estaba contento.

–Siéntate, querida –le dijo, y él hizo lo mismo.

–¿Qué desea, padre?

–Verás, hija… –Dudó un momento–. ¿De qué conoces al señor Hambleton?

–¿Quién es el señor Hambleton?

–¿No lo conoces? –se sorprendió.

–¿Debería? –insistió ella mientras tomaba asiento.

El señor Baker tardó unos instantes en contestar, pues la respuesta de su hija lo había dejado desconcertado.

–Lo que es obvio es que él te conoce a ti. Y, también, que eres de su agrado. Ha venido a pedir tu mano.

Hubiera podido introducir el tema de forma más suave, pero no sabía cómo, así que se decidió por soltarlo sin filtros. Además, tampoco estaba seguro de si era algo que se pudiera suavizar.

–¿Mi mano, dice?

Ahora la sorpresa pasó al rostro de May. La apatía que había mostrado hasta el momento se alteró y su semblante dibujó estupefacción y estremecimiento a la vez. Observó a su padre para adivinar si bromeaba, pero supo que hablaba muy en serio.

–¿Y qué respuesta le ha dado? –preguntó May expectante.

–No he podido negarle mi aprobación, siempre que des tu consentimiento. Hambleton, consciente de que es un desconocido para mí, ha venido con referencias y documentos bancarios. Después de estudiarlos, me ha resultado imposible poner alguna objeción. Es un hombre con fortuna y relaciones respetables.

–¿Dice que ha venido con documentos bancarios? –inquirió May, sintiéndose insultada–. ¿Y también ha pedido referencias de nuestra familia?

–No, no las ha pedido. Por lo visto, estaba muy bien informado.

–No lo entiendo. ¿Un desconocido se presenta aquí a pedir mi mano tras haber hecho una investigación de nuestra economía?

–Me ha sorprendido que conociera ciertos datos que yo nunca he mencionado.

–Y, seguramente, también sabrá que Westbrooke era mi prometido y se ha casado con la señorita Curtis.

–No ha mencionado ese tema.

May se levantó de la silla, incapaz de permanecer quieta. Caminó de un lado a otro de la pequeña estancia y, luego, se detuvo y miró muy seriamente a su padre.

–¡Y usted le ha dado su consentimiento!

–Le he dado mi aprobación para que te haga una oferta, pero el consentimiento depende de ti, como te he dicho. Si por mí fuera, le habría dado tu mano de inmediato, pienso que te conviene después de todo lo que ha sucedido. Y ya te he dicho que tiene solvencia y relaciones. Pero entiendo que, en estos momentos, tu estado de ánimo no es el adecuado para comprometerte sin tu aprobación. Sé que serás razonable en tu decisión. Te está esperando en la sala azul para que le des una respuesta.

–¿Continúa aquí? –preguntó a modo de sorpresa y sin esperar respuesta, pues lo había entendido muy bien.

Su padre asintió con la cabeza.

–Te pido que seas amable con él.

May comprendió que, a pesar de que su padre deseaba su aceptación, había respetado su dolor y no la había comprometido contra su deseo. Emitió un suspiro como si a través de él canalizara su enfado y trató de calmarse.

–¿Debo ir? –preguntó.

–Te está esperando.

May salió del gabinete y cerró la puerta. Luego se quedó quieta unos momentos, buscando fuerzas para enfrentar al desconocido que se había tomado la libertad de negociar su futuro a sus espaldas. Lo cierto era que si su padre no hubiera tenido la benevolencia de contar con su opinión, en estos momentos podría estar comprometida con él, y eso la indignó.

Aun así, creyó que estaba tranquila y templada cuando por fin avanzó hacia la sala azul dispuesta a resolver la cuestión.

Entró y lo encontró de pie, también mirando a través de los ventanales, como si la lluvia tuviera tal magnetismo que no pudiera dejar de atraer todas las miradas. Notó que era alto y de complexión atlética y, cuando él se giró, su primera sorpresa fue la cicatriz que cruzaba su rostro. Esa visión la hizo estremecer, pero procuró disimularlo. También le sorprendió su edad. Había esperado un hombre mayor y el que tenía enfrente no había cumplido los treinta años.

La marca en la comisura de un ojo le llegaba hasta su oreja, pero las patillas y el cabello no permitían ver su final. Sus ojos eran azules, de un azul intenso que resaltaba bajo su cabello oscuro. Vestía de negro y May tuvo la sensación de encontrarse ante un ser siniestro. Por un momento, su soberbia desapareció y no supo qué decir.

–¡Señorita Baker! –exclamó él, mientras la observaba de arriba abajo como si estudiara la mercadería.

Ante su forma de mirarla, ella sintió un temblor y lamentó no haber aceptado el chal que le ofrecía su madre para poder cubrirse con él.

Luego, tratando de coger el mando de la situación, le indicó:

–¿No desea sentarse?

–Si tengo el placer de que me acompañe… –añadió Hambleton, señalando una silla cercana a la que él escogió.

Aunque ella dudó un momento, finalmente ambos se sentaron. May pudo ver que sobre la mesa había una carpeta y pensó que en ella debían encontrarse los documentos a los que su padre había hecho referencia. Él continuaba observándola de esa manera tan intensa y May pensó que, si aquel hombre continuaba sin decir nada, tal vez debería ser ella quien dijera algo que rompiera esa tensión.

–¿Desea que pida un refrigerio?

–No, gracias.

Y, tras estas breves palabras, volvió a hacerse un silencio incómodo. Mientras May pensaba en qué añadir ahora, él no se anduvo por las ramas y le preguntó directamente:

–¿Ha hablado con su padre?

–Sí –contestó sin atreverse a mirarlo a los ojos.

–¿Y qué piensa?

–No estoy muy segura de haberlo entendido bien –respondió con gesto altivo.

Él arqueó las cejas de forma ostentosa y permitió que media sonrisa asomara a su rostro.

–Entiendo –dijo con cierto sarcasmo–. Usted desea que yo exprese nuevamente mi petición.

Ella se ofendió por la burla implícita a su vanidad y, por primera vez, le devolvió la mirada, alzó el mentón y respondió:

–Se equivoca, señor Hambleton, he entendido perfectamente su petición. Lo que no logro adivinar son los motivos que lo han conducido a ella. Usted no me conoce.

–Solo hace dos semanas que he establecido mi residencia en Culster. He comprado una buena posesión y gozo de una solvencia… digamos… digna. Creo que ha llegado ese momento en la vida en que un hombre desea una esposa e hijos.

May enrojeció ante la referencia a los hijos.

–Eso continúa sin explicar por qué me ha escogido a mí –respondió con dureza.

–He podido observarla en la iglesia y, aunque usted no se fijó en mí, estuve presente durante el campeonato de tiro al arco y pude ver que goza de buenas aptitudes para ese deporte.

Lejos de cerrar alguna duda, ante esa declaración le surgieron más. ¿La habilidad con el tiro al arco la recomendaba como esposa? Si la situación fuese otra, habría estallado a reír, pero se sentía turbada y cohibida, aunque intentaba disimularlo con una actitud orgullosa.

–La señora Brenan tiene mayor destreza que yo –comentó tratando de corresponder a su sarcasmo.

–La señora Brenan está casada con el señor Brenan, me temo que no llego a tiempo.

Ella, molesta por el comentario, lo contempló con cierta inquina. Hambleton comprendió que la había ofendido y trató de enmendar su comportamiento.

–Señorita Baker, no puedo hablar de una pasión exaltada si es lo que desea oír, pero, como le he dicho, la he observado y considero que su moderación, elegancia y carácter complaciente la recomiendan como esposa. Por lo que he oído, es usted sensata y ecuánime y, además, razonablemente bonita, algo que siempre se agradece. Creo que, si usted acepta, el nuestro será un matrimonio prudente con muchas posibilidades de felicidad.

–Me resulta creíble que me haya estado observando y, supongo, que mucho más que eso, porque mi padre me ha informado de que conoce muy bien nuestro patrimonio.

–Eso le demuestra que yo también soy un hombre prudente.

–¡Oh! –comentó al tiempo que se levantaba de la silla, sin poder ocultar ahora cierta ofuscación–. Señor Hambleton, creo que, si aceptara su mano, defraudaría la opinión que tiene de mí. No creo que pudiera considerarme sensata si me comprometiera con una persona de la que solo conozco su apariencia.

–Mi intención no es que me conteste ahora. Considero que debe reflexionar antes de darme una respuesta y estoy dispuesto a esperar unas semanas mientras adopta la decisión.

–Mi decisión está tomada, señor Hambleton. No pienso casarme con usted, por muchas recomendaciones que guarde en esa carpeta –dijo señalando con la mirada hacia la mesa.

–¿Y puedo saber por qué mi propuesta la ha ofendido? –exigió él sin tampoco ocultar su enfado–. ¿Hubiera preferido que le mintiera y le dijera que la ha provocado un amor apasionado? ¿O es mi apariencia lo que la intimida? –preguntó en clara referencia a su cicatriz–. Creo que no ha habido en mis palabras ningún agravio, en cambio, sí he dedicado lisonjas a su carácter.

–¡Un carácter que usted no conoce, señor Hambleton! No puede conocerme con una mera observación lejana de dos semanas –respondió airada, obviando la referencia a la desfiguración de su rostro.

–Sé lo necesario de usted. Por ejemplo, que lleva unos días sin salir de casa porque el que fuera su prometido, el señor Westbrooke, se ha casado con otra.

–¿Y usted ha venido a aprovecharse de esta situación pensando que me entregaría al primero que pasara?

–He venido con la expectativa de que yo pudiera cumplir con sus esperanzas igual que usted con las mías.

–Pues se ha equivocado, señor Hambleton, usted no sabe nada de mis esperanzas.

Él se levantó de la silla y agarró su carpeta. A continuación, hizo una pequeña reverencia y añadió:

–Lamento haber sido recibido con tan poca cortesía, pero no por ello dejo de desear que pase un buen día.

–Es usted todo amabilidad –se burló May sin conseguir sentirse satisfecha por ello.

Hambleton abandonó la estancia. Ella, en cambio, permaneció allí, con la finalidad de calmar su exaltación antes de encontrarse de nuevo con su padre. Pero le costó recuperar el ritmo de la respiración, porque continuaba sintiendo los ojos de él clavados en su rostro.

Capítulo III

 

El señor Baker, a pesar de haberle dado libertad a su hija para decidir sobre su futuro, estaba convencido de que May aceptaría la oferta de matrimonio. Pensaba que no podía ser de otra manera, dadas las circunstancias. Y a él, particularmente, le convenía que así fuera. Los problemas que últimamente lo acuciaban para pagar la deuda que mantenía con el banco, tras las bajadas de las ventas de botones, habrían desaparecido.

Hambleton, y el señor Baker se mostró muy sorprendido ante esto, conocía el estado de sus cuentas. Con su propuesta, no solo solucionaba el problema de las habladurías sobre lo ocurrido entre Westbrooke y su hija, sino que, además, solventaba sus deudas. Porque el señor Hambleton estaba dispuesto a hacerse cargo de ellas y, además, pensaba invertir una interesante cantidad de dinero si el señor Baker aceptaba hacerlo socio de su empresa.

El señor Baker llevaba un tiempo sin saber cómo afrontar su situación e incluso había pensado en vender la fábrica, aunque, para ello, tuviera que falsear su contabilidad. Había despedido a varios trabajadores, y lo había justificado con leves faltas que ellos habían cometido, y ahora se estaba planteando bajar el sueldo a los que permanecían con él. En la época de su padre, la manufacturación de botones había sido un negocio seguro. Pero ahora, con la nueva burguesía, el botón ya no se consideraba tanto una pieza ornamental como un elemento práctico. Se habían incorporado nuevos materiales más baratos para su confección, sobre todo desde que había estallado la guerra y se necesitaban más uniformes, y se diseñaban muchos botones iguales, sin importar la dignidad de quien fuera a lucirlos. La exclusividad se estaba perdiendo y los clientes se habían reducido mucho durante la última década. Debido a su precio más barato, la gente optaba por comprar los fabricados en serie, como si fueran destinados a uniformarlos a todos.

Ese era el motivo, y no otro, por el que el señor Baker no había dado su consentimiento para casarse con May a su sobrino Elliot. Elliot Carpenter vivía de una renta modesta y, aunque había heredado bien a la muerte de su padre, poco quedaba hoy en día de esa cantidad y no hubiese podido aportar nada para mejorar la economía de la fábrica. Claro que, de todo esto, nadie sabía nada. Ni siquiera su esposa, sus hijas ni, mucho menos, su sobrino. Por eso estaba sorprendido de que Hambleton conociera el asunto y, mucho más, que se planteara invertir en él. Debía estar muy enamorado de su hija, pensó.

Y, sabiendo que May se sentía humillada y llevaba cuatro días como alma en pena, había dado por hecho que aceptaría la mano de Hambleton, por lo que ahora se sentía atrapado al haberle concedido libertad para decidir.

La señora Baker estaba tan sorprendida como él, pero ella por motivos diferentes. Nunca había oído hablar de Hambleton y, mucho menos, había imaginado que un caballero con posibles llegara a Culster con intención de salvar a su hija mayor de un destino lleno de habladurías y de soledad. Y, cuando supo que el caballero en cuestión no había cumplido los treinta años y no poseía ninguna tacha moral, no entendió por qué su hija lo había rechazado. Aunque cuando su marido le describió a Hambleton, pensó que la cicatriz debía de convertirlo en un hombre repulsivo.

Durante la cena, tanto el señor Baker como su esposa interrogaron a May sobre los motivos de su rechazo y ella se sorprendió ante tanto interés.

–Ambos decían que mi situación no era tan grave, ¿por qué iba a aceptar a un desconocido? ¿Acaso solo eran palabras de consuelo y realmente no tengo otra salida?

–Pronto dejará de ser un desconocido, May. Ha comprado Astonfield y es amigo personal de lord Swanston. ¡Es un hombre rico! Y socialmente superior a Westbrooke –expresó su padre.

–No es muy difícil ser superior a Westbrooke después de cómo se ha portado, padre.

–Hija mía, cuando te comprometiste con Westbrooke tampoco te habías relacionado demasiado con él. ¿Fueron tres bailes? ¿Cuatro? –preguntó la señora Baker.

–Cinco bailes, madre, y las reuniones en casa de los Clayton… Y también en el bautizo de la hija de los Brenan, ¿recuerda?

–Sí, sí, bueno. ¿Y eso es importante?

–¡Claro que es importante conocer el carácter de la persona con la que uno va a pasar el resto de su vida!

–Pues con Westbrooke te equivocaste, por muchos bailes, reuniones y bautizos en los que hubieses tratado con él –le recordó su padre–. No considero que sea tan importante el conocimiento previo como unas buenas referencias, y Hambleton las tiene.

–Con el tiempo te acostumbrarás a su cicatriz, querida; incluso es algo que se puede maquillar –intervino la señora Baker–. Si eso es lo que te preocupa, pronto ni te fijarás en ello. Por lo que le ha contado a tu padre, es una herida de guerra. Seguro que se la produjo en algún acto heroico.

–Insisten en alabar sus virtudes, aunque algunas de ellas solo las imaginen –protestó May, que al menos estaba comiendo.

–¿Tan desagradable es? –preguntó su madre.

–Es alto y fuerte y no tiene entradas. Ese hombre no necesitará nunca peluquín –respondió el señor Baker.

–Me refiero al carácter, querido.

–Es arrogante –respondió May–. Estaba convencido de que yo aceptaría su propuesta, he podido notarlo en su reacción.

–También nosotros estábamos convencidos, hija.

–Padre, usted me dijo que tenía libertad de decisión. No entiendo por qué ahora habla como si me reprochara que haya seguido mi propio criterio.

–Te di libertad porque pensé que eras una joven prudente, pero está visto que habré de depositar todas mis esperanzas en Eve. –Después de decir esto, que consiguió dejar callada a May, bebió un sorbo de vino y añadió–: Por fortuna, Hambleton afirmó que estaba dispuesto a esperar unas semanas antes de que le dieses tu respuesta. Espero que no hayas sido rotunda y el asunto pueda enmendarse.

–He sido rotunda, padre.

El señor Baker hizo un gesto de pesar y la señora Baker bajó los ojos como si lamentara lo que acababa de oír. Tras una larga pausa, el cabeza de familia añadió:

–El domingo estamos invitados a cenar en Astonfield. Ya he aceptado, así que puede resultar una buena ocasión para que le hagas ver a Hambleton que hoy has actuado de forma precipitada.

–¿Me está pidiendo que acepte, padre? –se sorprendió May–. ¿Ahora? ¿Quiere que me humille y me retracte ante él? ¿Debo suplicarle que renueve su oferta?

–No, no, no. –Negó también con un gesto de cabeza el señor Baker–. No te pido que aceptes ahora, te pido que te lo pienses durante un tiempo. No tienes que aceptar el domingo, solo hacerle saber que estás meditando sobre la propuesta. Tu madre y yo nos encargaremos de que podáis estar solos durante unos momentos.

–Eso estaría muy bien, May, sería deseable que te tomaras un tiempo para reconsiderarlo –añadió la señora Baker.

–¿Usted también quiere que me case con él?

–Es una oportunidad que tal vez no vuelva a repetirse. Después de lo ocurrido…

–Hace solo un rato, usted estaba diciendo que mi situación no era tan grave –protestó.

–No quería verte llorar.

May apretó los ojos ante lo que sintió como una bofetada. Su madre tenía razón, su situación era grave, pero no quería pensar que desesperada.

–Hambleton la conocía y, aun así, no ha dudado en ofrecer su mano.

–Precisamente es lo inaudito del caso lo que hace que debamos aprovecharlo –comentó la señora Baker.

–¿Y no piensan que, tras su propuesta, hay otros intereses?

–¿Qué tipo de intereses? –preguntó su madre.

–Es obvio que mi marido será socio de la empresa. Tal vez sea eso lo que persiga.

El señor Baker, que sabía muy bien que no se trataba de eso, comentó:

–Yo pienso que está enamorado de ti.

–¿Enamorado? –se asombró May–. Le aseguro que su declaración no ha sido la de una persona enamorada.

–Además, no conoce a la niña –la apoyó ahora su madre.

–Dijo que la había visto en la iglesia –añadió el señor Baker, aunque, tras reconsiderarlo, añadió–: Bueno, tal vez no esté enamorado, pero no debió desagradarle. Y nuestra familia goza de buena fama. Todo el mundo sabe que somos gente honesta, respetable y devotos de la Iglesia anglicana. Creo que son cualidades suficientes para que un caballero que desee formar una familia escoja a May.

–Sí, eso es cierto –admitió la señora Baker.

–No, no lo es. Porque si esas son cualidades suficientes, tendré otras oportunidades. Y, sin embargo, ustedes dan por hecho que me encuentro ante la última oportunidad de acceder a un matrimonio.

–Es una suerte que Hambleton no tenga en cuenta lo ocurrido con Westbrooke –reconoció el señor Baker.

–¡Oh, Max! ¡Tal vez sea de moral laxa! –Se asustó su esposa.

–¿Siendo amigo de lord Swanson?

–Tal vez no sean tan amigos como él ha querido hacerte creer.

May se sorprendió de que ahora su madre también tuviera reticencias e, internamente, lo agradeció.

–Mañana mismo visitaré a los Rogers. Si estuvo en la competición de tiro al arco, seguro que saben quién es. Y también pasaré por el despacho del señor Marshall, que es quien lleva sus asuntos jurídicos en Culster. Creo que, con la información que reciba tras estas dos visitas, saldremos de dudas.

–¡Oh! ¡Espero que todo sea correcto! Sería tan deseable que estuvieras ya casada cuando regresara Westbrooke… –suspiró la señora Baker.

–Padre, me dio libertad –le recordó May, dejando los cubiertos sobre la mesa y dispuesta a dejar de comer.

–Pero si en su historial no encontramos ninguna mancha, ¿qué objeciones tendrás?

–Tú nunca has sido de ideas románticas, May, ¿a qué viene ahora tanta oposición? –le preguntó la señora Baker.

–Sería deseable que me agradara mi marido, madre.

–Pero tu padre dice que no es desagradable…

–Es orgulloso.

–¡Oh! Ese es un defecto perdonable si está bien fundamentado –insistió la señora Baker.

–¿Y no es acaso orgullosa tu postura ahora? –Le hizo ver su padre– Y lo que es seguro, querida –dijo a la señora Baker–, es que precisamente ella no puede permitírselo.

May se levantó de la mesa y miró a sus progenitores.

–Les agradezco su confianza en mis posibilidades. Está claro cuál es su deseo. Ahora, me gustaría que ustedes respetaran el mío.

Y, dicho esto, abandonó el comedor y se dirigió visiblemente nerviosa a su habitación.

Capítulo IV

 

May se sentía abrumada ante la insistencia de sus padres. Cuando se dejó caer sobre la cama, el corazón le latía con fuerza. Cerró los ojos como si con ello evitara escuchar los ecos de las palabras mencionadas durante la cena. Sin embargo, unas imágenes incómodas se sucedían en su mente como si pretendieran marearla.

De nuevo sintió la evidencia de su humillación. La situación en la que la había dejado la traición de Westbrooke, quien parecía haberse esfumado de su mente desde la presencia de Hambleton, volvía a hacer mella en May. Resultaba obvio que sus padres, a pesar de haber tratado de darle ánimos durante esos días, consideraban que lo mejor que podía suceder era que se “arreglara” el agravio cuanto antes.

May no había pensado en eso. Su ánimo había arrastrado a su pensamiento y, cuando supo por la señora Macgregor que Westbrooke se había casado, sus ojos solo habían contemplado el abismo. Se había dedicado a preguntarse por qué y a recrearse en su propia desgracia. Ni se le había ocurrido que pudiera existir una solución. No, al menos, tan rápidamente.

¿Se había equivocado al rechazar a Hambleton? Tras dudarlo un momento, recordó la endurecida mirada de él y supo que había hecho bien. No había ningún afecto en su expresión y, sin duda, Hambleton encontraría pronto a otra tan o más recomendable que ella. Y más, con las referencias que, según su padre, poseía.

Cierto que la tara de su rostro producía una extraña sensación en quien lo contemplaba, pero May no podría afirmar que produjera rechazo. Al contrario, ocasionaba una atracción enigmática y lo dotaba de un aire de misterio. No, no era eso lo que no le había gustado de él. Físicamente, no hubiera tenido nada que objetar. Pero la indiferencia de sus sentimientos, la soberbia en sus ademanes y la superioridad con que la había tratado resultaban motivos suficientes para haberlo rechazado.

¿O había actuado impulsivamente? Las dudas iban y regresaban una y otra vez. Estaba claro que, tras lo ocurrido, le quedaban dos opciones: o quedarse soltera y aguantar las miradas que la señalarían allá adonde fuese o casarse con cualquier otro. Y Hambleton tenía la categoría de cualquier otro. Tal vez sus padres tuvieran razón y debería haberse tomado un tiempo para responder. Desde luego, ahora todo estaba todavía reciente, pero si Hambleton mejoraba con el trato, es posible que no fuera tan mala opción. Y, si no mejoraba, al menos se reafirmaría en su rechazo.

Tan confusa como compungida, se durmió horas después de haberse acostado.

Al día siguiente, sin embargo, se despertó decidida a salir de casa. Aunque continuaba lloviendo, no quería quedarse en el hogar y escuchar los lamentos de sus padres tras su reacción con Hambleton. Y tampoco quería sentirse hundida tras la traición de Westbrooke; en esto último, su madre llevaba razón.

Así que, para sorpresa de la señora Baker, después de desayunar, Molly le dijo que su hija había salido.

–¿Sin decir nada? –preguntó–. ¿Con esta lluvia? ¿Adónde ha ido?

–Llevaba paraguas, señora Baker, y la capa con capucha. Además, ahora ha aflojado. Dijo que quería visitar a la señorita Spencer.

Afortunadamente, los Spencer no vivían muy lejos y May llamó a su puerta diez minutos después de salir.

Preguntó por Camile y, tras dejar el paraguas en el paragüero y la capa en una percha, una criada la hizo pasar al salón, donde se encontraban bordando la señora Spencer, Camile y sus dos hermanas.

La expresión que notó en el rostro de las cuatro mujeres evidenciaba no solo su sorpresa, sino también la compasión que sentían hacia ella.

–¡Señorita Baker! –exclamó la señora Spencer sin saber qué más añadir.

Camile dejó su bordado en una cesta y se levantó enseguida, viendo el apuro en que se encontraba su amiga.

–¡Celebro tu visita! –le dijo con una sonrisa–. ¿No prefieres pasar a la salita de atrás? Pediré a Sue que nos sirva un tentempié allí.

May agradeció el gesto con una mirada y, aunque temblaba ante la expectación que su visita había generado, se dejó agarrar por Camile y consiguió moverse para acompañarla hasta la otra estancia.

En la nueva sala, que solían usar en verano porque daba hacia el norte, no había chimenea y el frío hizo mella en May en cuanto entró. También Camile sintió el estremecimiento del cambio de temperatura.

–¿Quieres que traiga un mantón? –le preguntó a su amiga.

–No, gracias. Te aseguro que hace más frío afuera.

–Me lo imagino. –Sonrió tímidamente al principio, pero enseguida rompió la barrera del pudor y no pudo evitar abrazarla–. ¡Oh, May! Todo se arreglará, ya verás cómo se arreglará.

May le devolvió el abrazo, pero se liberó enseguida porque notó que, si se dejaba llevar, la lágrimas comenzarían a rodar por sus mejillas.

–Has sido muy valiente al venir, pero me temo que sé lo que vas a decirme –comentó Camile sin ocultar su tristeza.

–¿Qué temes? –preguntó intrigada.

–Que has venido a despedirte y te vas a pasar una temporada a Londres. ¿No es eso?

–No. En absoluto. ¿Acaso crees que es lo que me convendría?

–No, no he dicho eso –dudó como si la hubieran cogido en falta–. Dicen que ahora mismo el aire de Londres es irrespirable.

–¿Tú también piensas que mi situación es tan desesperada, Camile? –le preguntó seriamente después de sentarse.

Su amiga la miró en silencio sin saber qué responder. Notó que el dolor de May se debía a la humillación, pero aún no era consciente de la situación en la que había quedado.

–Tal vez, si no hubieras llamado mentirosa a la señora Macgregor… –trató de justificarse.

–¿Eso va diciendo? No es cierto, yo no la llamé mentirosa –respondió enfadada–. Cuando ella comentó que Westbrooke se había casado, solo dije que eso no podía ser verdad. Si cuenta que la llamé mentirosa, está mintiendo.

Ante esa respuesta, ambas callaron. Camile bajó los ojos y ni siquiera los levantó cuando preguntó:

–¿Quieres una infusión?

–No, gracias. He desayunado hace media hora –rechazó–. Por favor, Camile, sé sincera, ¿tanto han hablado de mí estos días?

–Ya sabes cómo son. Se les pasará en cuanto haya otro escándalo.

–¿Escándalo? ¿Qué tiene de escandalosa mi conducta? ¡Yo no he hecho nada!

–La gente no te censura, May. Te…

–Me compadece –terminó ella misma la frase que su amiga dejó a medias.

Camile asintió con un gesto.

–Incluso la señorita Winter habló de escribir a su hermano para invitar a su sobrino a pasar unos días en Culster, a fin de que lo conocieras.

–¿Me están buscando un nuevo pretendiente?

–No, no. Solo lo propuso. Pero mi madre opinó que no debía escribirle porque lo más probable era que tú emprendieras un viaje. Y no tendría sentido que el sobrino de la señorita Winter viniera y tú no estuvieras.

–No voy a emprender ningún viaje, Camile.

–Lo siento, nosotras pensamos que no te gustaría estar aquí. Al menos, durante los primeros meses en que Westbrooke y su esposa residan en Culster, para no tener que enfrentarte a ellos.

–¿Y acaso no tendría que enfrentarlos a mi regreso?

–Bueno, eso solo en el caso de que no hubieras conseguido un marido. Pero si vas a Londres, seguro que puedes conocer a hombres mucho más interesantes y apuestos que Westbrooke y, sobre todo, que no saben nada de la situación en la que te ha dejado –dijo como si la idea tuviera que entusiasmar a May.

–Entonces, debo deducir que, en vuestra opinión, solo un casamiento ventajoso es capaz de reparar el daño sufrido –comentó a modo de pregunta.

–¡Oh, May! Si eso ocurriera, sería tan bueno para ti… –exclamó dándose cuenta tarde de que su amiga no compartía sus esperanzas.

–¡Ni que yo hubiera cometido alguna conducta indecorosa! ¡Como si tuviera alguna falta que tapar!

–¡Nadie piensa eso, May!

–¡Pero está visto que se me trata igual que si lo pensaran! ¡Oh! Yo había venido a verte para procurar no pensar en todo esto. Necesitaba despejarme, pero es obvio que no puedo –se lamentó.

–No creo que sea bueno que cierres los ojos y finjas que no ha pasado nada. Si te quedas aquí, no te va a resultar fácil. Perdona que te hable así, perdona que te mencione el asunto, pero solo quiero ayudarte –insistió, mirándola con pena y cariño–. Ve a Londres, May, y no vuelvas hasta que estés casada.

May sabía que Camile hablaba con el corazón, que le deseaba lo mejor y que, si le daba ese consejo, era porque estaba convencida de que era lo que más le convenía.

–La señora Delaware vino a visitarnos hace dos días –añadió–. Ya sabes que ella es originaria de Sunday Creek. Pues nos contó que allí, hace unos años, ocurrió lo mismo con otra joven, aunque, en ese caso, el que había sido su prometido nunca regresó. Los tres primeros años continuó residiendo allí, pero todos los hombres la veían como una repudiada y ni siquiera la invitaban a bailar. Finalmente, se tuvo que ir del pueblo. La señora Delaware no sabe qué fue de ella.

–Esperaba algo de ánimos por tu parte –comentó May, afectada por lo que estaba escuchando.

–Si yo estuviera en tu lugar, esperaría sinceridad de una amiga.

–Tienes razón, Camile –se derrumbó May–. Gracias por los consejos. Pero no creo que me vaya a Londres. Mi madre se vería en la obligación de explicarle a mi tía los motivos y te aseguro que no es una persona discreta. Además, tiene cuatro hijas casaderas. En breve, todo Londres sabría lo ocurrido. No me queda más remedio que aguantar la tormenta.

–Podrías ir a casa de Lydia…

–Te agradezco el ofrecimiento, pero tu hermana no está en la mejor situación para aguantar advenedizas.

–Cierto. Pero ella y Sidney podrían hacer un esfuerzo…

–No, Camile, gracias. Ahora sé lo que me espera y no me sorprenderé de los desprecios –añadió no muy convencida.

–El próximo domingo, en la iglesia, no me separaré de ti.

–Eres un amor –dijo May al tiempo que se levantaba–. Creo que debería volver a casa. No he avisado a mi madre de que salía.

Camile comprendió que su amiga no había encontrado la paz que había venido a buscar y, nuevamente, se compadeció de ella.

May notó la mirada indulgente en los ojos de Camile y sintió que la conciencia de la gravedad de sus circunstancias aparecía ante ella por primera vez.

–Despídete de tu madre y tus hermanas por mí, por favor –le pidió.

–Claro. Esta mañana esperamos visita, pero, si esta tarde puedo, iré a verte.

–Gracias por todo, Camile.

May salió de casa de los Spencer cabizbaja y, antes de abrir el paraguas, alzó el rostro hacia el cielo y dejó que la fría lluvia la mojara. Sentía ganas de llorar y permitió que el cielo lo hiciera por ella.

Se acercaba ya a su hogar cuando un carruaje se detuvo en mitad de la calzada cerca de ella y oyó una voz de mujer que pronunciaba su nombre.

–¡Señorita Baker! ¡Señorita Baker!

La señora Macgregor estaba asomada a la ventanilla del coche y le pedía que se acercara.

May, con pocas ganas, pero mucha resolución, decidió no amedrentarse y levantó la cabeza para observarla, pero no dio un paso hacia ella.

La mujer, al ver que la joven no tenía intención de avanzar hacia el carruaje, optó por hablar en voz alta.

–¿Sabe que el señor Westbrooke regresa la semana que viene con su esposa?

Capítulo V

 

May sintió que algo se le rompía por dentro. No respondió y reemprendió el camino hacia su casa ignorando a la señora Macgregor. Esta, por su parte, dio instrucciones al cochero de que continuara y, aunque de reojo, May pudo ver un gesto de satisfacción en su semblante.

El agua había vuelto a arreciar y, ahora, el paraguas le servía de poco. Se cubrió la cabeza con la capucha de la capa y sintió, por un momento, que desaparecía a ojos del mundo.

Fue una sensación efímera. Enseguida volvió a sentirse el centro de las miradas de la señora Macgregor, el centro de Culster y el centro del mundo. Un frío helador la sobrecogió. No venía solo del agua gélida, sino que le pareció que nacía en su interior. Tiritó y se abrazó a sí misma mientras se mordía los labios. Hubiera deseado quedarse ahí, protegida por la capucha de los ojos que la señalaban y de los que la compadecían, y no supo decidir cuáles de ellos le aguijoneaban más el alma.

Sin pensar, dejó de dirigirse hacia su casa y se desvió por el camino que llevaba a campo abierto. No le importaban los charcos ni el agua, necesitaba calmar la exasperación de la que ahora era presa. Del mismo modo en que el barro se agarraba a las faldas de su vestido y sus botas se incrustaban en la tierra, May notaba cómo su nombre se había ensuciado sin que ella hubiera hecho nada. Al igual que se había ensuciado el cielo por una vileza de la tierra.

Se preguntaba cómo sería la señora Westbrooke, qué virtudes tendría que habían empujado a Westbrooke a romper su promesa, y la imaginó muy hermosa, con una belleza angelical que, obligatoriamente, animaba a todo aquel que la viera a amarla de inmediato. Lo más probable es que ocurriera lo mismo en Culster. Cuando la señora Westbrooke llegara, conquistaría el corazón de todos los vecinos y quienes hoy censuraban la conducta de Westbrooke estarían destinados a entenderlo y a simpatizar con él. La afrenta que había sufrido May sería justificada en cada hogar, pero no olvidada, y ella pasaría a ser parte de esas mujeres que cumplen años y van siendo relegadas de la sociedad. Tal vez, con el tiempo, incluso naciera alguna historia que explicara el rechazo de Westbrooke y una mácula, que jamás había existido, surgiría vinculada a su persona para siempre.

May se sentía angustiada, desolada, maldita… y sabía que sus circunstancias afectaban a toda su familia. Sin tomar conciencia de ello, continuó avanzando en dirección a Astonfield. La fuerte lluvia restaba visibilidad y, solo cuando estuvo ante el patio principal, supo que había llegado hasta allí. Sin embargo, pensó, durante un momento, que sus pies habían actuado con voluntad propia. ¿O no era así? ¿O acaso su subconsciente la había empujado a buscar una segunda oportunidad?

El rostro de Hambleton apareció en su mente sin ser invitado, aunque, por primera vez, no lo sintió como una amenaza. En el fondo, sabía que era su única esperanza. Pero ella lo había rechazado, ya era tarde para agarrarse a la posibilidad de un matrimonio que la salvara de todo el escarnio.

La lluvia continuaba cayendo sobre ella y May buscó refugio bajo un roble. Cerró el paraguas, aunque continuó con la capucha puesta. Observó la casa, quieta, durante unos minutos, como si estuviera dudando qué hacer. El corazón le bombeaba con fuerza y la desesperación corría por sus venas.

Finalmente, abandonó la protección del árbol y avanzó hacia la entrada principal. Pero, cuando quedaba poco, se detuvo de nuevo. Cerró los ojos, como si lamentara su incapacidad para continuar, y luego dio media vuelta. Se olvidó del paraguas, que balanceaba junto a su falda, y comenzó a caminar apesadumbrada, dando la espalda a la mansión. Pero se detuvo de nuevo cuando distinguió un caballo que frenaba su paso a una distancia cercana a ella. Sorprendida, levantó la cabeza para ver de quién se trataba, pero el jinete también llevaba una capa con capucha y no pudo verlo bien.

Sin embargo, algo en ella debió adivinar que se trataba de Hambleton y el aturdimiento se convirtió enseguida en rubor.

–¿Señorita Baker? –preguntó él con voz de sorpresa tras descender y acercarse para verla mejor.

May trató de cubrirse aún más con la capucha y no le respondió. Azorada, quiso alejarse de él y regresar a su casa, pero Hambleton se colocó a su lado y la agarró de un brazo, mientras con el otro aún sujetaba las riendas del caballo.

–¿Qué hace? ¿No ve la que está cayendo?

Ella se vio obligada a mirarlo, pero enseguida bajó los ojos, incapaz de mantenerlos fijos, para que no se apreciara su temblor. Resultaba obvio que él estaba asombrado de su presencia allí, pero reaccionó de inmediato cuando comprobó su estado.

–¡Haga el favor de entrar y calentarse! ¡No debería haber cometido esta imprudencia! –dijo al tiempo que soltaba las riendas del caballo y la acercaba a ella hasta la entrada.

Hambleton abrió la puerta y llamó a un criado, al que le pidió que se ocupara del animal. A continuación, solicitó al ama de llaves que trajera una manta y un vaso de leche muy caliente y, luego, ayudó a May a quitarse la capa.

–Está empapada. Y no me diga que estamos en septiembre porque este año no ha habido verano –comentó.

Mientras él se quitaba la suya, indicó a la joven que pasara al salón.