Gin Fizz - Jane Kelder - E-Book

Gin Fizz E-Book

Jane Kelder

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Beschreibung

Nueva York, 1953. Liv Joyner y Oscar Hancock compiten por el proyecto de la remodelación interior del hotel Edén de Manhattan. Un proyecto que a Liv la consolidaría como decoradora y por el que Hancock estaría dispuesto a hacer cualquier cosa. Cuando la dueña del hotel, Heidy Brinicombe, se decide por el de su más odiado competidor, sin siquiera haber tenido ocasión de presentar sus ideas, Liv comienza a sospechar que Hancock consigue los clientes más interesantes con malas artes, así que decide contratar a Jack Bradley, un detective privado, para que lo investigue. Lo que ella no sabe es que, por una casualidad, Hancock logra suplantar a Bradley. Y es que, lo que realmente quiere Oscar es averiguar la identidad del artista que pinta los cuadros del diseño de Olivia, porque la señora Brinicombe se ha enamorado de ellos. Hasta el momento, solo conoce sus iniciales, G.F., o, como han decidido llamarlo en su oficina: Gin Fizz. Una deliciosa comedia burbujeante con mucho swing y más amor.

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Títu­lo ori­gi­nal: Gin Fizz

© 2018 Jane Kel­der

Cu­bier­ta:

Di­se­ño: Edi­cio­nes Ver­sá­til

© Shut­ter­sto­ck, de la fo­to­gra­fía de la cu­bier­ta

1.ª edi­ción: sep­tiem­bre 2018

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

© 2018: Edi­cio­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 plan­ta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o tran­s­miti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin auto­riza­ción es­cri­ta del edi­tor.

A to­dos los que me de­jan ser. A Ra­quel, por ser tan ella y tan nuest­ra a la vez. Y a Ra­món Pa­ra­mio, para que pue­da ha­cer una foto de la de­di­ca­to­ria y en­viár­se­la a su fa­mi­lia.

En los Esta­dos Uni­dos de la ley seca (1920-1933) mu­chas per­so­nas no es­tu­vie­ron dis­pues­tas a re­nun­ciar al al­cohol. Por eso, en ba­res y ta­ber­nas pro­li­fe­ra­ron com­bi­na­dos al­cohó­li­cos ca­pa­ces de pa­sar desa­per­ci­bi­dos a las auto­ri­da­des en­car­ga­das de ha­cer cum­plir la rest­ric­ción. Uno de ellos fue el gin fizz, de tra­go lar­go y con un gra­do al­cohó­li­co mo­de­ra­do. Este cóc­tel, com­pues­to por gi­ne­bra de li­món, si­ro­pe y soda, vis­to des­de le­jos, pa­re­cía un ino­fen­sivo re­fres­co. Y es que ha­bía na­ci­do con la fi­na­li­dad de en­ga­ñar. Años des­pués, se­guía de moda.

Uno

Des­de que ha­bía fi­na­li­za­do la II Gue­rra Mun­dial, Esta­dos Uni­dos se ha­bía con­ver­ti­do en el cen­tro del mun­do. El cine era el gran es­ca­pa­ra­te de una tie­rra que lo pro­me­tía todo y que era la van­guar­dia de la mo­der­ni­dad. Y la músi­ca, la músi­ca ame­ri­ca­na se es­cu­cha­ba en to­das par­tes, ya no solo or­ques­tas como la de Glenn Mi­ller, el jazz o el swing, sino que tam­bién co­men­za­ba a na­cer el rock and roll.

De Esta­dos Uni­dos, sin lu­gar a du­das, des­ta­ca­ba Nue­va York. En 1939 la an­ti­gua Nue­va Áms­ter­dam ha­bía al­ber­ga­do la Ex­po­si­ción Uni­ver­sal y aun­que en un pri­mer mo­men­to la ciu­dad ele­gi­da ha­bía sido San Fran­cis­co, lo cier­to es que ha­cía un año que se ha­bía inau­gu­ra­do la sede de Na­cio­nes Uni­das en Man­ha­ttan, en una zona de­te­rio­ra­da y lle­na de ma­ta­de­ros, gra­cias a la do­na­ción de los te­rre­nos por par­te del mag­na­te Ro­cke­fe­ller. Ni Lon­dres ni Pa­rís com­pe­tían ya por go­zar de la ma­yor in­fluen­cia en arte o moda y nin­gu­na de esas ciu­da­des po­seía sus ra­s­ca­cie­los ni ese as­pec­to in­dust­rial que in­di­ca­ba que Nue­va York era la cús­pi­de de la mo­der­ni­dad.

Y, en esas ca­lles que al­ber­ga­ban el es­plen­dor de lo nue­vo, el pro­ta­go­nis­ta in­du­da­ble era el auto­mó­vil. Ya no solo era un lujo re­ser­va­do a al­gu­nos ri­ca­cho­nes, sino que la cla­se me­dia tam­bién em­peza­ba a ac­ce­der a él. Por no ha­blar de la can­ti­dad de ta­xis que tran­sita­ban de un lu­gar a otro acom­pa­ñan­do a los clien­tes a su des­tino. A cual­quier hora, los co­ches hor­mi­guea­ban en­tre­cru­zan­do ru­tas en to­das sus ca­lles, como una in­va­sión fre­néti­ca de in­sec­tos mo­to­riza­dos.

Aquel sá­ba­do de 1953, so­bre las once y cuar­to de la ma­ña­na, uno de los se­má­fo­ros de Le­xin­gton Ave­nue esta­ba a pun­to de po­ner­se en ver­de. Mien­tras es­pe­ra­ba, el con­duc­tor del Chev­ro­let Flee­tli­ne, de unos vein­te años, con­tem­pla­ba el con­to­neo de ca­de­ras de una pe­li­rro­ja de tra­je y cha­que­ta gris al ca­mi­nar por la ace­ra de la de­re­cha. La mu­jer se de­tuvo, la­deó la ca­be­za, le de­di­có una son­ri­sa y mojó sus la­bios. Lue­go se in­cli­nó li­ge­ra­men­te so­bre sí mis­ma para su­bir­se una de las me­dias, pero no re­ti­ró la mi­ra­da del jo­ven, que abrió la boca y los ojos como si es­tos aca­ba­ran de que­dar atra­pa­dos de for­ma de­fi­ni­ti­va en esa su­ges­ti­va ima­gen. El se­má­fo­ro se puso en ver­de, pero el Chev­ro­let Flee­tli­ne no reac­cio­nó. Su con­duc­tor con­ti­nua­ba ob­ser­van­do los de­dos de la mu­jer que aca­ri­cia­ban sus me­dias sin pu­dor. El Pon­tiac de atrás tocó el cla­xon y el jo­ven tar­dó unos in­stan­tes en no­tar que los bo­ci­na­zos esta­ban de­di­ca­dos a él. Ace­le­ró sin pen­sar, aún con la ima­gen de la se­duc­ción en sus pu­pi­las y, al em­pren­der la mar­cha, gol­peó a una mu­jer que esta­ba aca­ban­do de cru­zar. Era una se­ño­ra me­nu­da, de más de cin­cuen­ta años, y que se apo­ya­ba en un bas­tón. Su cuer­po se tam­ba­leó un mo­men­to, pero en­se­gui­da cayó en­tre la cal­za­da y la ace­ra y el con­duc­tor con­tem­pló ho­rro­riza­do la es­ce­na. No lle­gó a atro­pe­llar­la. Fre­nó a tiem­po y el Pon­tiac de atrás lo em­bis­tió.

En me­nos de un mi­nuto se mon­tó un ata­s­co de cam­peo­na­to. Va­rios con­duc­to­res ba­ja­ron de sus co­ches, los bo­ci­na­zos co­men­za­ron a mul­ti­pli­car­se y un guar­dia ur­bano se em­pe­ña­ba en pe­dir cal­ma, aun­que na­die pa­re­cía fi­jar­se en él. La pe­li­rro­ja del tra­je gris y la me­dia re­bel­de ha­bía desa­pa­re­ci­do y la víc­ti­ma del atro­pe­llo per­ma­ne­cía tum­ba­da en la ace­ra mien­tras un hom­bre se aga­cha­ba a su lado para in­ten­tar rea­ni­mar­la.

—Soy mé­di­co —anun­ció para apar­tar al res­to de cu­rio­sos de la mu­jer.

El con­duc­tor del Chev­ro­let, Tim Bri­ni­com­be, no ha­cía más que su­pli­car en voz baja que esa mu­jer no es­tu­vie­ra muer­ta. Cuan­do vio que abría los ojos, aun­que solo un poco, sin­tió un gran ali­vio.

—¿Se sa­l­va­rá? ¿Se sa­l­va­rá? ¡Se lo su­pli­co, doc­tor, dí­ga­me que se sa­l­va­rá!

—No creo que sea un gol­pe mor­tal, pero me temo que van a que­dar­le se­cue­las —le res­pon­dió el mé­di­co al tiem­po que mi­ra­ba el pul­so de la mu­jer. Lue­go se di­ri­gió a ella y le pre­gun­tó—: ¿Pue­de oír­me?

—No —res­pon­dió la mu­jer li­ge­ra­men­te ma­rea­da y, tras esa es­cue­ta pa­la­bra, vol­vió a ce­rrar los ojos.

***

Aque­lla no­che, tras las ho­ras más agi­ta­das de su vida, Tim Bri­ni­com­be se en­con­tra­ba en el des­pa­cho del Eden Ho­tel, en Long Is­land, con los ojos ba­jos ante la im­pla­ca­ble mi­ra­da de su ma­dre. El ru­mor de la ma­rea cer­ca­na no apa­ci­gua­ba los áni­mos y Heidy Bri­ni­com­be no ocul­ta­ba su en­fa­do.

—¡No! ¡No po­días ser más pru­den­te! ¿Tan di­fí­cil era mi­rar ha­cia de­lan­te an­tes de pi­sar el ace­le­ra­dor? ¿Es que no sa­bes lo mí­ni­mo para po­der con­du­cir? ¡Mi­rar ha­cia de­lan­te, eso es, mi­rar ha­cia de­lan­te! —Mien­tras lo de­cía, Heidy Bri­ni­com­be fin­gía es­tar con­du­cien­do y alar­ga­ba el cue­llo de for­ma exa­ge­ra­da con los ojos muy abier­tos, tan­to que pa­re­cía un pun­to en­lo­que­ci­da; y mi­ra­ba fi­ja­men­te a su hijo, que no le­van­ta­ba la vis­ta del sue­lo.

—¡No la vi! Hay co­sas que, aun­que uno mire ha­cia de­lan­te, no las ve.

—Tie­nes ra­zón. Yo lo he te­ni­do siem­pre de­lan­te y no lo he vis­to: ¡te he mal­cria­do! ¡Sí, sí, no hay nin­gu­na duda! Te es­toy cul­pan­do a ti y toda la cul­pa es mía. Vas por el mun­do como si tus ac­tos no tu­vie­ran con­se­cuen­cias. Pero eso va a cam­biar. ¡Vaya si va a cam­biar! Voy a de­jar de ser con­si­de­ra­da con­ti­go. De­be­ría ha­ber­lo he­cho cuan­do de­jas­te la uni­ver­si­dad… me­jor di­cho, cuan­do…

—¡Ha sido un ac­ci­den­te! —la in­te­rrum­pió su hijo, visi­ble­men­te ner­vio­so—. ¿Aca­so soy el úni­co que tie­ne ac­ci­den­tes? El se­má­fo­ro aca­ba­ba de po­ner­se en ver­de y el co­che de atrás me esta­ba pi­tan­do. Ade­más… ¡no he ma­ta­do a na­die!

—Por suer­te. Pero esto nos va a sa­lir caro. Ma­ña­na ten­go una reu­nión con el abo­ga­do de la se­ño­ra Evans. Creo que ya ten­drá el in­for­me mé­di­co y, te ase­gu­ro, Tim, que vas a su­dar cada dó­lar que me cues­te esa de­man­da. La re­pa­ra­ción del Pon­tiac, al lado de se­gún qué in­dem­niza­cio­nes, pue­de que­dar en nada. Jus­to aho­ra cuan­do iba a co­men­zar la re­mo­de­la­ción del ho­tel…

***

En el des­pa­cho prin­ci­pal de la em­pre­sa de di­se­ño y con­st­ruc­ción Han­co­ck, aje­nos al res­to de per­so­nal, se en­con­tra­ban dos per­so­nas con dis­tin­to esta­do de áni­mo. Una mu­jer pe­que­ña y en­juta son­reía or­gu­llo­sa de sí mis­ma mien­tras un hom­bre de unos trein­ta años ca­mi­na­ba ner­vio­so de uno lado a otro mien­tras as­pi­ra­ba con an­sias su ci­ga­rri­llo.

Pru­den­ce Evans, la cin­cuen­to­na que su­pues­ta­men­te en esos mo­men­tos se en­con­tra­ba ho­s­pita­li­za­da, vol­vió a lle­nar­se la copa que te­nía fren­te a ella y esti­ró la mano para lle­vár­se­la a la boca al tiem­po que mi­ra­ba a Os­car Han­co­ck.

—¿No te pa­re­ce que con una copa es su­fi­cien­te? —la re­ga­ñó su jefe con el ci­ga­rri­llo en la boca.

—Esta­mos de ce­le­bra­ción —lo en­fren­tó ella con una son­ri­sa que mo­st­ra­ba los dien­tes de una fie­ra.

—Ni si­quie­ra de­be­rías ha­ber pro­ba­do el whisky. Ya sa­bes que des­pués te des­con­tro­las —in­sis­tió Han­co­ck.

—Oye, hoy no me tra­tes ni como jefe ni como si fue­ras mi ma­dre. Yo po­dría ser la tuya. Ade­más, me de­bes un fa­vor.

—Sa­bes que voy a pa­gar­te por ello.

Jus­to en aquel mo­men­to, Ha­rry Sa­n­ders en­tró en el des­pa­cho de Han­co­ck al tiem­po que al­za­ba su som­bre­ro ha­cia el te­cho y lo vol­vía a re­co­ger ufano, como si fue­ra un acró­ba­ta real.

—Esto va vien­to en popa. Ya ten­go el in­for­me mé­di­co. Gra­cias a es­tos ami­gos se con­si­guen mu­chas co­sas —dijo mien­tras sa­ca­ba un fajo de dó­la­res y co­men­za­ba a ai­rear­los—. Y Smith hizo muy bien su pa­pel de doc­tor preo­cu­pa­do. Sír­ve­me un whisky y te lo leo.

—El fal­so in­for­me mé­di­co es lo de me­nos —res­pon­dió Han­co­ck lle­nán­do­le una copa—. La cla­ve no está en la in­dem­niza­ción, sino en la po­si­bi­li­dad de que Heidy Bri­ni­com­be crea fir­me­men­te que su hijo pue­de ir a la cár­cel.

—Eso será fá­cil. Tim Bri­ni­com­be es hijo úni­co. Se­gu­ro que su ma­dre está muy asus­ta­da.

—Sí —in­ter­vino Pru­den­ce—, y mis do­tes de ac­triz han sido de­ter­mi­nan­tes. ¿Aca­so no me­rez­co un brin­dis?

Han­co­ck re­ti­ró la copa del al­can­ce de Pru­den­ce.

—¿No lo ha­bías de­ja­do?

—Pre­ci­sa­men­te por eso pue­do brin­dar sin co­rrer nin­gún pe­li­gro.

—Va­mos, Han­co­ck, Pru­den­ce se ha por­ta­do muy bien —la de­fen­dió el re­cién lle­ga­do—. De­be­rías ha­ber esta­do allí. Ha he­cho un pa­pel ma­ravi­llo­so. Y la pe­li­rro­ja, tam­bién. Y el fal­so mé­di­co. La cara de Tim era de au­tén­ti­co pa­vor. Ade­más, yo tam­bién he dis­fru­ta­do al dar­le ese pe­que­ño gol­pe por de­trás.

—Eso ha sido in­ne­ce­sa­rio. No esta­ba pre­vis­to.

—Ya sa­bes, de re­pen­te he sen­ti­do la ne­ce­si­dad. Y, la ver­dad, Han­co­ck, ha sido como po­ner la guin­da.

—Aún no he­mos pues­to nin­gu­na guin­da. No he­mos con­se­gui­do el con­tra­to del Eden Ho­tel ni sa­be­mos lo dura de pe­lar que va a re­sul­tar Heidy Bri­ni­com­be. Eso va a de­pen­der de ti, Ha­rry. Y no me gus­ta tu eu­fo­ria, pa­re­ce como si ya lo die­ras por he­cho.

—Tran­qui­lo, jefe. He esta­do en­sa­yan­do léxi­co ju­rí­di­co y ten­go pre­pa­ra­do un dis­cur­so con el que na­die va a du­dar de que soy un au­tén­ti­co le­tra­do. Ade­más, el in­for­me mé­di­co ase­gu­ra que la se­ño­ra Evans no po­drá vol­ver a tra­ba­jar. Y nuest­ra po­bre y que­ri­da Pru­den­ce deja a cin­co cria­tu­ras sin sus­ten­to, ¿crees que no se va a con­mo­ver?

—¡Po­bre de mí! Voy a brin­dar por el futu­ro de cada uno de mis pe­que­ñi­nes. —Pru­den­ce alar­gó la mano para co­ger la bo­te­lla de whisky, pero Han­co­ck se an­ti­ci­pó y la re­ti­ró nue­va­men­te de su al­can­ce.

—Tú no tie­nes hi­jos, Pru­den­ce.

—¡Oh! ¿Y no te ape­na pen­sar que, cuan­do sea ma­yor, na­die cui­da­rá de mí?

—No exhi­bas tus do­tes de ac­triz con­mi­go.

Ha­cien­do caso omi­so de su dis­cur­so mo­ra­lis­ta, Ha­rry, a su vez, le qui­tó el whisky a Han­co­ck y sir­vió otra copa a Pru­den­ce. Han­co­ck lo miró con el en­tre­ce­jo frun­ci­do. Ha­rry se de­fen­dió:

—En se­rio, ami­go, se lo me­re­ce. Es más que una se­cre­ta­ria. ¡Qué digo! Es más que la me­jor se­cre­ta­ria del mun­do. Si al­guien de Ho­lly­wood la hu­bie­ra vis­to, la ha­bría con­tra­ta­do de in­me­dia­to.

—Es­pe­ro que no este­mos ju­gan­do con fue­go. Quie­ro ese con­tra­to. Ya no es una cues­tión pro­fe­sio­nal, es per­so­nal. Sa­bes muy bien por qué me in­te­re­sa ese ho­tel.

—En el fon­do, eres un ro­mán­ti­co, Han­co­ck.

***

El do­min­go por la ma­ña­na, a la hora con­ve­ni­da, Ha­rry Sa­n­ders lle­gó al Eden Ho­tel. An­tes de en­trar, sin­tió la ne­ce­si­dad de dar la vuel­ta a un ar­bus­to co­lo­ca­do fren­te a la en­tra­da, pero si­guió sin dar por sa­tis­fe­cha su in­quie­tud, así que se vio im­pe­li­do a re­pe­tir­lo va­rias ve­ces más. Un ma­tri­mo­nio que sa­lía lo sor­pren­dió en tan ab­sur­da ac­ti­tud y se vio obli­ga­do a fin­gir que ha­bía per­di­do una mo­ne­da; se aga­chó mien­tras se qui­ta­ba el som­bre­ro para sa­lu­dar­los. La pa­re­ja pasó de lar­go sin de­vol­ver­le el sa­lu­do y Ha­rry ob­ser­vó cómo se mar­cha­ban an­tes de su­bir la es­ca­li­na­ta de la puer­ta prin­ci­pal, que lle­va­ba a un por­che se­mi­cir­cu­lar ro­dea­do de al­tas y blan­cas co­lum­nas dó­ri­cas. El ho­tel era de esti­lo neo­clá­si­co, de solo dos pi­sos ade­más de la plan­ta baja, y se ex­ten­día a am­bos la­dos como si qui­sie­ra abra­zar el pai­sa­je. En los jar­di­nes de­lan­te­ros, des­de los que se veía el mar, ha­bía una gran pis­ci­na que, po­cos años an­tes, solo ha­bía sido una fuen­te con dis­tin­tos jue­gos de as­per­sión. El exte­rior ya se ha­bía mo­der­niza­do y aho­ra le to­ca­ba al in­te­rior. La due­ña, viu­da del se­ñor Bri­ni­com­be, esta­ba de­ci­di­da. Ha­cía me­ses que lo ha­bía anun­cia­do y, a lo lar­go de la si­guien­te se­ma­na, exa­mi­na­ría los pro­yec­tos que le fue­ran pre­sen­tan­do los dis­tin­tos can­di­da­tos.

Un re­cep­cio­nis­ta acom­pa­ñó a Ha­rry has­ta el des­pa­cho de Heidy Bri­ni­com­be y lo anun­ció an­tes de in­di­car­le que pa­sa­ra. La se­ño­ra Bri­ni­com­be echó un vis­ta­zo al re­loj, se le­van­tó de su asien­to y ob­ser­vó al re­cién lle­ga­do.

—Lle­ga pron­to.

—Su­pon­go que ten­drá in­te­rés en re­sol­ver el asun­to cuan­to an­tes.

Ella sus­pi­ró, fijó su mi­ra­da en un pun­to de la pa­red y, al cabo de unos in­stan­tes, vol­vió a mi­rar­lo con seve­ri­dad.

—¿De cuán­to esta­mos ha­blan­do, se­ñor Sa­n­ders?

—Po­dría no co­star­le nada si es­tu­vie­ra dis­pues­ta a co­la­bo­rar.

—¿Nada? ¿Y mi hijo se li­bra­ría de la cár­cel? —pre­gun­tó con las ce­jas ar­quea­das en cla­ra de­mo­st­ra­ción de su in­cre­du­li­dad.

—Com­ple­ta­men­te. ¿Pue­do sen­tar­me?

—Sién­tese. Y dis­cul­pe que des­con­fíe de sus pa­la­bras.

Am­bos se aco­mo­da­ron en un apar­ta­do en el que ha­bía un sofá, dos si­llo­nes y una mesa re­don­da de cris­tal. El ro­st­ro de la mu­jer mo­st­ra­ba ver­da­de­ra in­tri­ga por lo que tu­vie­ran que de­cir­le.

—Verá, se­ño­ra Bri­ni­com­be. El caso de Pru­den­ce Evans es muy tris­te, so­bre todo si pen­sa­mos en sus cin­co hi­jos, pero la cues­tión es que tie­ne otro pro­ble­ma ma­yor.

—¿Qué tipo de pro­ble­ma?

—Debe un fa­vor muy im­por­tan­te a Os­car Han­co­ck. Una deu­da de la que pre­fie­re no reve­lar ni un dato más.

—¿Han­co­ck de la fir­ma Han­co­ck?

—Ese mis­mo. Su em­pre­sa va a pre­sen­tar un pro­yec­to para re­mo­de­lar este pre­cio­so ho­tel. Por suer­te, él tam­bién es mi clien­te. Pru­den­ce Evans, y ha­blo como su re­pre­sen­tan­te, está dis­pues­ta a re­ti­rar toda de­nun­cia con­tra su hijo si us­ted, por su par­te, se de­can­ta por el pro­yec­to de Han­co­ck.

—¿Tan im­por­tan­te es esa deu­da?

—Como le he di­cho, es un asun­to pri­va­do so­bre el que no es­toy auto­riza­do a ha­blar. Sin em­bar­go, creo que la ofer­ta que le es­toy ha­cien­do le in­te­re­sa. Al fin y al cabo, us­ted va a re­mo­de­lar su ho­tel y la fir­ma Han­co­ck le ofre­ce ga­ran­tías. Su em­pre­sa es una de las más so­li­cita­das de Nue­va York.

—Eso es cier­to, pero ya he pe­di­do a ot­ras fir­mas que pre­sen­ten sus pro­yec­tos.

—Pue­de anu­lar esas ci­tas.

—No lo en­tien­do —dijo al tiem­po que mo­vía la ca­be­za en se­ñal de ne­ga­ción—. ¿Por qué la se­ño­ra Evans está dis­pues­ta a re­nun­ciar a su in­dem­niza­ción a cam­bio de que yo acep­te el pro­yec­to de Han­co­ck?

—Ya le he di­cho que se tra­ta de algo con­fi­den­cial. Sin em­bar­go —aña­dió al tiem­po que sa­ca­ba unos do­cu­men­tos de un por­ta­fo­lios y se los en­tre­ga­ba—, como ve, ella mis­ma lo ha esti­pu­la­do por es­cri­to. No le es­toy ofre­cien­do solo su pa­la­bra.

***

Os­car Han­co­ck ca­mi­na­ba de un lado a otro del sa­lón de su apar­ta­men­to en el Up­per East Side. Mi­ra­ba de vez en cuan­do una fo­to­gra­fía de sus pa­dres que lu­cía en el por­ta­rre­tra­tos co­lo­ca­do al lado del te­lé­fono, aun­que tam­bién se le es­ca­pa­ba al­gu­na ojea­da al apa­ra­to. Pero no por ello con­se­guía que so­na­ra. Ha­rry le ha­bía pro­me­ti­do con­tac­tar con él en cuan­to ter­mi­na­ra la con­ver­sa­ción con Heidy Bri­ni­com­be y esta­ba an­sio­so por co­no­cer los re­sul­ta­dos.

Ha­cía me­dia hora que la se­ño­ra Ban­ning, su asis­ten­ta, se ha­bía mar­cha­do. An­tes, le ha­bía pre­pa­ra­do una in­fu­sión para que se re­la­ja­ra, pero él no se la ha­bía to­ma­do. En esos mo­men­tos esta­ría en­frián­do­se so­bre la mesa de la co­ci­na.

No fue el te­lé­fono lo que sonó, sino el tim­bre de la puer­ta. Han­co­ck acu­dió a abrir ner­vio­so, pero la son­ri­sa de Ha­rry lo tran­qui­lizó.

—¿Du­da­bas de mí? ¡El pro­yec­to es nuest­ro!

—¿Así de fá­cil?

—Bue­no, desea ver­lo y dar su vis­to bue­no. Pero, a poco que le gus­te, nos dará el sí. Su­pon­go que, si ob­je­ta algo, a ti no te im­por­ta­rá cam­biar­lo.

—Con­fío en el pro­yec­to. Sa­bes que le he de­di­ca­do todo mi em­pe­ño des­de que anun­ció sus in­ten­cio­nes.

—Sé que aho­ra vas a po­ner un «pero».

—No, he de­ja­do atrás los es­crú­pu­los. No pue­do ju­gar­me este pro­yec­to. Lo quie­ro. Más que que­rer­lo, lo ne­ce­sito, y ya sa­bes por qué.

—Sí, fue en el Eden Ho­tel don­de se co­no­cie­ron tus pa­dres. Bus­cas un ho­me­na­je al amor que los unió. Y cada vez pien­so que es más por­que tú no lo has en­con­tra­do. Ni Cindy ni Ka­ren ni la ru­bia aque­lla…

—Mau­ren.

—Ni Mau­ren fue­ron las mu­je­res que es­pe­ra­bas. Cindy era un poco as­fi­xian­te, que­ría con­tro­lar­te de­ma­sia­do. Y Ka­ren, bue­no, a esa le gus­ta­ba tu di­ne­ro. Y Mau­ren…

—Con Mau­ren nun­ca lle­gué a te­ner nada, solo éra­mos ami­gos. No lo­gra­ba des­per­tar nin­gún in­te­rés en mí.

—Aun­que real­men­te no sé qué es­pe­ras en una mu­jer. Yo es­toy ca­sa­do con una a la que le en­can­ta con­tro­lar­me y que ex­pri­me mi cuen­ta co­rrien­te. Cada vez se pa­re­ce más a su ma­dre, así que lo úni­co que cabe es­pe­rar es una mu­jer que no haya te­ni­do ma­dre y eso, que­ri­do ami­go, no creo que vaya a ser po­si­ble.

—Sa­n­der­ssss…

—En fin, lo que quie­ro de­cir es que te so­bran tan­to el di­ne­ro como el pres­ti­gio y que, si no tu­vie­ras un mo­tivo per­so­nal tan im­por­tan­te, no so­bor­na­ría­mos a Bri­ni­com­be.

—Lo que me preo­cu­pa es que nun­ca po­dré sa­ber si mi pro­yec­to era el me­jor.

—Has­ta aho­ra, todo lo que has con­se­gui­do es por mé­rito tuyo. Sa­bes muy bien que todo aquel que quie­re re­mo­de­lar algo en Nue­va York te bus­ca a ti.

—Ex­cep­to el úl­ti­mo con­tra­to.

—No tie­ne nada que ver. En esa oca­sión fue una ca­sua­li­dad que nos en­con­trá­ra­mos al se­ñor Gil­mo­ur en aquel lo­cal de tra­ves­ti­dos. Esta­ba dis­pues­to a fir­mar cual­quier cosa con tal de que el asun­to no fue­ra a la pren­sa.

—¿En­con­trá­ra­mos? ¡Yo no voy a esos si­tios! —le re­cor­dó al tiem­po que ha­cía un ges­to des­pec­tivo.

—Y yo solo en­tré por­que sen­tí que de­bía ha­cer­lo.

—Sí, me sé to­das tus ma­nías —se bur­ló. Ha­rry Sa­n­ders siem­pre sen­tía un im­pul­so ino­por­tuno en el mo­men­to me­nos ade­cua­do y eso era algo que le ha­bía traí­do más de un que­bra­de­ro de ca­be­za.

—No son ma­nías. Si mi voz in­te­rior me pide que haga algo y no lo hago, su­ce­de algo te­rri­ble. Una vez in­ten­té ser ra­cio­nal, como tú di­ces, y no ha­cer caso, pero ese mis­mo día Me­lis­sa tuvo un ac­ci­den­te do­mé­sti­co. —Sus­pi­ró como si lo re­vi­vie­ra—. No, no voy a po­ner en jue­go ni mi sa­lud ni la de mi fa­mi­lia. Y, sin­ce­ra­men­te, me im­por­ta un ble­do que no lo en­tien­das —aña­dió mien­tras lo re­ta­ba con la mi­ra­da, pero Han­co­ck ya pa­re­cía no ha­cer­le caso—. En fin, me voy, que es do­min­go y Me­lis­sa y los ge­me­los me es­pe­ran. Creo que pue­des dar­te por sa­tis­fe­cho con lo que he­mos con­se­gui­do. El pro­yec­to es tuyo.

Dos

Oli­via Jo­y­ner fue a la co­ci­na para ser­vir­se otro café. Lle­va­ba la bata abier­ta so­bre un pi­jama de sa­tén. El cor­dón le col­ga­ba de un lado y casi lo arras­tra­ba por el sue­lo. A pe­sar de lle­var el ca­be­llo des­pei­na­do, las pun­tas cas­ta­ño cla­ro de su me­dia me­le­na siem­pre se on­du­la­ban ha­cia fue­ra. Te­nía los ojos gran­des, y muy azu­les, pero so­bre todo ex­pre­si­vos. Y una na­riz pe­que­ña y res­pin­go­na so­bre unos la­bios no de­ma­sia­do grue­sos, pero bien per­fi­la­dos. Cuan­do son­reía, re­cor­da­ba a De­bra Pa­get, aun­que su fi­gu­ra era me­nos exu­be­ran­te que la de la ac­triz. Ha­bía algo en ella de esos ra­s­gos me­dite­rrá­neos que ha­bía he­re­da­do de su abue­la, que era ita­lia­na, aun­que ha­cía poco por sa­car­se par­ti­do. No des­lum­bra­ba de gol­pe, sino que po­seía una be­lle­za que iba apre­cián­do­se des­pa­cio, como un lu­ce­ro en la tar­de y que, de pron­to, sin sa­ber cómo, co­mien­za a res­plan­de­cer en la no­che. An­nie la miró como si fue­ra a re­ga­ñar­la.

—Se­ño­rita Jo­y­ner, ¿para qué es­toy yo? Si us­ted desea un café, debe pe­dír­me­lo y yo se lo trai­go. Si no, hará que sien­ta que no sir­vo para nada. Y An­nie sir­ve para mu­chas co­sas.

Oli­via se acer­có a ella y la besó en la me­ji­lla. An­nie era ext­re­ma­da­men­te ser­vi­cial. A sus casi ses­en­ta años, guar­da­ba la vita­li­dad de una mu­jer jo­ven.

—No po­dría vi­vir sin ti, y lo sa­bes. Y deja de lla­mar­me se­ño­rita Jo­y­ner, An­nie, llá­ma­me Liv. Eres más que una cria­da, eres mi ami­ga. Y no te preo­cu­pes por si me le­van­to o me sien­to, me vie­ne bien mo­ver las pier­nas. Este pro­yec­to me tie­ne ab­sor­bi­da, pero quie­ro ha­cer algo bri­llan­te. Quie­ro im­pre­sio­nar a Heidy Bri­ni­com­be y que no le que­de más op­ción que in­cli­nar­se por mi pro­pues­ta.

—¡Oh, se­ño­rita Jo­y­ner, es­toy con­ven­ci­da de que lo va a con­se­guir! Si quie­re sa­lir de du­das y que­dar­se tran­qui­la, le pue­do leer el futu­ro en los po­sos del café.

Oli­via la miró de for­ma con­de­s­cen­dien­te. An­nie, como to­das las per­so­nas afroa­me­ri­ca­nas que co­no­cía, creía en ese tipo de su­per­sti­cio­nes. En va­rias oca­sio­nes ha­bía tra­ta­do de ra­zo­nar con ella que no te­nían base cien­tí­fi­ca, pero esta­ba cla­ro que a An­nie eso no le im­por­ta­ba.

—Si me lla­mas Liv.

—¡Oh, se­ño­rita Liv! Hace mu­cho tiem­po que ten­go ga­nas de ha­cer­lo.

—Liv, sin se­ño­rita.

—Sí, se­ño­rita Jo­y­ner, es de­cir, Liv.

Oli­via son­rió y re­gre­só a la mesa del co­me­dor, don­de te­nía todo el des­plie­gue de pla­nos, in­for­mes, tan­to des­crip­ti­vos como téc­ni­cos, bo­ce­tos de mue­bles e in­clu­so fo­to­gra­fías en co­lor de al­gu­nos de­ta­lles, como te­las o los cua­dros con los que pen­sa­ba de­co­rar el sa­lón prin­ci­pal. Dejó la taza de café a un lado y vol­vió a cen­trar­se en toda la do­cu­men­ta­ción. Al día si­guien­te, lu­nes, a pri­me­ra hora, te­nía la en­tre­vis­ta con la se­ño­ra Bri­ni­com­be, así que de­bía cen­trar­se en que todo es­tu­vie­ra per­fec­to.

Revi­sa­ba los de­ta­lles una y otra vez, no que­ría vol­ver a fa­llar. Los dos úl­ti­mos pro­yec­tos se los ha­bía lle­va­do la fir­ma de Os­car Han­co­ck y no desea­ba vol­ver a oír ese nom­bre. Aun­que no lo co­no­cía, se ha­bía con­ver­ti­do en su ene­mi­go. Al pri­mer pro­yec­to tal vez hu­bie­ra de­bi­do pu­lir­le cier­tos de­ta­lles, pero el se­gun­do, el que le en­se­ñó al se­ñor Gil­mo­ur, lo con­si­de­ra­ba in­me­jo­ra­ble. No veía qué ha­bía po­di­do fa­llar. Se ha­bía ce­ñi­do a las in­st­ruc­cio­nes y ha­bía crea­do algo be­llo y fun­cio­nal. Más que be­llo, be­llí­si­mo. Y, sin em­bar­go, Han­co­ck ha­bía vuel­to a ga­nar. Era cier­to que la fir­ma Han­co­ck te­nía más pres­ti­gio. Lle­va­ba más tiem­po en ese mer­ca­do y te­nía una me­re­ci­da fama de ca­li­dad. Pero ella tam­bién era bue­na, muy bue­na, y se esta­ba la­bran­do un nom­bre a fuer­za de tra­ba­jo y te­són. Es­pe­ra­ba que su ano­ni­ma­to no su­pu­sie­ra nin­gu­na tra­ba. Te­nía que con­se­guir­lo. Lo con­se­gui­ría. Esta­ba se­gu­ra.

An­nie se acer­có a re­ti­rar la taza de café. Oli­via ni se dio cuen­ta, en­fra­s­ca­da como esta­ba en los pa­pe­les. Al cabo de unos se­gun­dos, la oyó de­cir:

—¡Uy, se­ño­rita Jo­y­ner Liv! Veo algo que no se va a creer. Pero no se me asus­te, es una bue­na no­ti­cia.

—Sor­prén­de­me, An­nie —res­pon­dió Oli­via sin pres­tar­le de­ma­sia­da aten­ción.

—El amor lla­ma a su puer­ta, se­ño­rita. Y us­ted no va a po­der es­ca­par. Y todo va a ser por este pro­yec­to —dijo al tiem­po que se­ña­la­ba los pa­pe­les des­per­di­ga­dos so­bre la mesa.

Oli­via la miró di­ver­ti­da.

—Bri­ni­com­be es una mu­jer. Se lla­ma Heidy Bri­ni­com­be, así que me pa­re­ce que tus au­gu­rios van mal en­ca­mi­na­dos.

—¿Y tie­ne hi­jos?

—Uno de vein­te años, Ti­mo­thy. De­ma­sia­do jo­ven para mí. Ya no me hago ilu­sio­nes de en­con­trar un ma­ri­do —sus­pi­ró.

—Cin­co años más jo­ven no es de­ma­sia­do jo­ven, se­ño­rita Jo­y­ner.

—¿No he­mos que­da­do en que ibas a lla­mar­me Liv?

—Us­ted me pide de­ma­sia­do es­fuer­zo. Soy una per­so­na de co­stum­bres, no me vaya a ha­cer cam­biar­las aho­ra.

—Pen­sé que te­nía­mos un pac­to —bro­meó.

—No sé yo... Us­ted co­no­ce­rá a un hom­bre y se ca­sa­rá con él. Y An­nie ten­drá que bus­car­se otro tra­ba­jo.

—No voy a ca­sa­r­me con na­die, An­nie. Ya no ten­go es­pe­ran­zas. Sa­bes que de­di­co cada mi­nuto a mi ca­rre­ra, seré una vie­ja sol­te­ro­na. Y co­me­ré cho­co­la­te, me pon­dré de mal hu­mor y na­die me aguan­ta­rá. Tu pues­to está ase­gu­ra­do por mu­cho tiem­po.

—Pues los po­sos del café no mien­ten. Y yo pien­so, se­ño­rita Jo­y­ner, que una mu­jer de su edad ya de­be­ría es­tar ca­sa­da.

—Hoy pa­re­ces em­pe­ña­da en re­cor­dar­me mi con­di­ción, como si no tu­vie­ra su­fi­cien­te con los des­ve­los que me ha traí­do este pro­yec­to. No pue­do ha­cer­lo todo a la vez, An­nie, y a los hom­bres no les gus­tan las chi­cas que tie­nen in­quie­tu­des pro­fe­sio­na­les. Ade­más, creo que el ma­tri­mo­nio está miti­fi­ca­do: fí­ja­te en Gil­da. Yo nun­ca la he vis­to tan ac­tiva como des­de que que­dó viu­da de su se­gun­do ma­ri­do. Hace quin­ce años no era tan… ext­rava­gan­te.

—No creo, se­ño­rita Jo­y­ner, que Gil­da sea su ejem­plo a se­guir. Por muy ext­rava­gan­te que me la di­bu­je. Há­ga­me caso a mí y bús­que­se un ma­ri­do que la quie­ra.

***

El lu­nes por la ma­ña­na Oli­via se des­per­tó an­sio­sa. Arran­có del ca­len­da­rio que te­nía col­ga­do en la pa­red de su ha­bita­ción la pa­pe­le­ta que po­nía 21 de mar­zo de 1953 y dejó a la vis­ta la del 22 de mar­zo. El día an­te­rior no se ha­bía fi­ja­do en que ya era pri­mave­ra, pero aho­ra no solo lo vio, sino que lo sin­tió, como si mu­chas flo­res le cre­cie­ran den­tro. Esa sen­sa­ción se lla­ma­ba en­tu­sia­s­mo, ilu­sión, es­pe­ran­za, y lle­ga­ba has­ta la co­misu­ra de sus la­bios para di­bu­jar­le una son­ri­sa. Como si una nue­va épo­ca se abrie­ra para ella.

Se du­chó des­pués de desayu­nar y, a con­ti­nua­ción, se puso el ves­ti­do azul ma­rino que ha­bía es­co­gi­do el día an­te­rior tras mu­chas du­das. El cue­llo esta­ba abier­to has­ta el ini­cio de los hom­bros y las man­gas lar­gas se ce­ñían con bo­to­nes a sus mu­ñe­cas. Era ajus­ta­do al cuer­po has­ta la cin­tu­ra, que ro­dea­ba un cin­tu­rón con una gran he­bi­lla re­don­da cen­tral. La fal­da, de cir­cun­fe­ren­cia com­ple­ta, se abría con una caí­da fle­xi­ble has­ta los to­bi­llos. Tam­bién se cal­zó unos za­pa­tos de ta­cón mo­de­ra­do de co­lor ama­ri­llo, del mis­mo tono que el abri­go, y es­co­gió un bol­so en azul os­cu­ro. An­tes de dar­se por sa­tis­fe­cha, dudó so­bre el co­lor de los guan­tes, pero fi­nal­men­te optó tam­bién por unos ama­ri­llos. De to­dos los que se ha­bía pro­ba­do que pu­die­ran dar una im­pre­sión de per­so­na ele­gan­te, An­nie le ase­gu­ró que era el par que me­jor le que­da­ba, aun­que ella hu­bie­ra op­ta­do por lle­var­los del mis­mo co­lor que el ves­ti­do. An­tes de sa­lir, se miró en el es­pe­jo y co­lo­có tras su ore­ja un me­chón de su me­le­na cas­ta­ña que se em­pe­ña­ba en te­ner vida pro­pia.

Esta­ba ner­vio­sa, pero tam­bién sa­tis­fe­cha. Sa­bía que en su car­pe­ta lle­va­ba un tra­ba­jo bien he­cho y, ade­más, era la pri­me­ra en pre­sen­tar­le el pro­yec­to a la se­ño­ra Bri­ni­com­be. Y eso, si lo­gra­ba im­pre­sio­nar­la, era una ven­ta­ja, por­que ya no mi­ra­ría los de­más con los mis­mos ojos.

Sin em­bar­go, cuan­do lle­gó se sin­tió in­se­gu­ra. Heidy Bri­ni­com­be la mi­ra­ba ape­na­da des­de la mesa de su des­pa­cho y Oli­via pen­só que eso no era un buen pre­sa­gio.

La ob­ser­vó bien. La se­ño­ra Bri­ni­com­be era una mu­jer que con­ser­va­ba su be­lle­za, a pe­sar de ha­ber so­bre­pa­sa­do los cua­ren­ta. Era alta, esti­liza­da y no solo ves­tía ropa ele­gan­te, sino que to­dos sus ges­tos tam­bién lo eran. Lle­va­ba el ca­be­llo ru­bio re­co­gi­do en un moño in­for­mal y unos me­cho­nes suel­tos la ha­cían pa­re­cer más jo­ven. Al prin­ci­pio tar­dó en ha­blar. Par­pa­dea­ba ner­vio­sa y no sa­bía cómo em­pe­zar, fi­na­le­men­te, cuan­do Oli­via ya se hubo sen­ta­do, lo hizo.

—La­men­to mu­cho no ha­ber po­di­do avi­sa­r­la, se­ño­rita Jo­y­ner. He lla­ma­do a su ofi­ci­na y su se­cre­ta­ria me ha di­cho que ven­dría di­rec­ta­men­te aquí. Cuan­do la he te­le­fo­nea­do a su apar­ta­men­to, ya era de­ma­sia­do tar­de.

—¿Avi­sa­r­me de qué? Si está us­ted ocu­pa­da, pue­do es­pe­rar, no me im­por­ta…

—No, no es eso. No es­toy ocu­pa­da, solo es que ya me he de­ci­di­do por uno de los pro­yec­tos y es­toy can­ce­lan­do to­das las en­tre­vis­tas. La­men­to que haya te­ni­do que ve­nir...

—¿Ya se ha de­ci­di­do por uno? —la in­te­rrum­pió—. Pen­sé que hoy em­peza­ba a ver­los... Y pen­sé tam­bién que yo era la pri­me­ra en po­der en­tre­vis­tar­me con us­ted y de­fen­der mi tra­ba­jo —dijo al tiem­po que de­ja­ba la car­pe­ta so­bre su mesa y la mi­ra­ba a la es­pe­ra de un co­men­ta­rio que la co­rri­gie­se.

—Así era. Y no sé cómo dis­cul­par­me. Lle­vo toda la ma­ña­na anu­lan­do el res­to de ci­tas, pero en su caso no he po­di­do ha­cer nada. La­men­to ha­ber­la he­cho ve­nir has­ta aquí para nada.

—No me mo­le­sta ha­ber ve­ni­do has­ta aquí… Pero he in­ver­ti­do mu­chas ho­ras y mu­cho tra­ba­jo en este pro­yec­to. No pue­de de­cir­me aho­ra que ni si­quie­ra va a ver­lo. Pien­se en las no­ches en vela, las ilu­sio­nes, el es­fuer­zo…

—Y me gus­ta­ría com­pen­sa­r­la por ello, se lo ase­gu­ro, se­ño­rita Jo­y­ner, pero no sé cómo.

—Pues éche­le un vis­ta­zo a lo que yo le pre­sen­to y, si efec­tiva­men­te pien­sa que el otro es me­jor, re­chá­ce­me. Sé per­der, pero no sé que­dar­me sin lu­char.

Heidy Bri­ni­com­be bajó los ojos y al­can­zó la car­pe­ta. La abrió y la ojeó. Al prin­ci­pio sin ga­nas, más bien con la in­ten­ción de no ofen­der más a la se­ño­rita Jo­y­ner o de no ob­ser­var su mi­ra­da de de­cep­ción. Pero a me­di­da que fue pa­sa­n­do las pá­gi­nas del pro­yec­to, sus ojos se abrie­ron más y lue­go co­men­za­ron a de­la­tar cier­to pe­sar.

—Es pre­cio­so. Fun­cio­nal, ele­gan­te y bo­nito, tal como ha­bía pen­sa­do. Ha sa­bi­do cap­tar la es­en­cia del en­torno y de la tra­di­ción y, sin em­bar­go, se ve mo­derno.

—¿Le gus­ta más que el que ha es­co­gi­do? —pre­gun­tó Oli­via es­pe­ran­za­da.

—Si le soy sin­ce­ra, se­ño­rita Jo­y­ner, to­da­vía no he vis­to el pro­yec­to que he con­tra­ta­do —ad­mi­tió con un sus­pi­ro, aun­que en­se­gui­da se arre­pin­tió de ha­ber­le dado esa in­for­ma­ción.

—¿Cómo que no lo ha vis­to? ¿Y con qué cri­te­rio lo ha es­co­gi­do? ¿Y por qué, si es así, nos nie­ga a los de­más la po­si­bi­li­dad de com­pe­tir?

La se­ño­ra Bri­ni­com­be vol­vió a sus­pi­rar y dudó an­tes de ha­blar.

—Ha sido una de­ci­sión ba­sa­da en as­pec­tos per­so­na­les. No po­día ser de otra ma­ne­ra. No tie­ne nada que ver con la ca­li­dad de su pro­yec­to, se­ño­rita Jo­y­ner. Ha he­cho us­ted un buen tra­ba­jo. Ha pen­sa­do en to­dos los de­ta­lles. Me en­can­tan los cua­dros que ha ele­gi­do para de­co­rar el sa­lón prin­ci­pal —co­men­tó al tiem­po que co­gía una fo­to­gra­fía en co­lor de uno de los lien­zos y lo con­tem­pla­ba de­te­ni­da­men­te—. Es us­ted muy bue­na.

—Si ya lo te­nía de­ci­di­do, no en­tien­do por qué ha ju­ga­do us­ted con mis es­pe­ran­zas y mi tiem­po, al igual que con las es­pe­ran­zas y el tiem­po de los de­más, aque­llos cu­yas en­tre­vis­tas está anu­lan­do.

—Tie­ne de­re­cho a en­fa­dar­se, es cier­to, pero le ase­gu­ro que se tra­ta de una si­tua­ción que me ha so­bre­ve­ni­do. No le voy a dar de­ta­lles, es algo per­so­nal y con­si­de­ro que no le in­te­re­sa a na­die. Cuan­do pedí pro­pues­tas, no te­nía ni idea de que esto iba a ocu­rrir. Pero la vida no pue­de pre­ver­se, a ve­ces su­ce­den co­sas que lo cam­bian todo. Lo la­men­to, lo la­men­to mu­cho. Solo que­ría con­so­lar­la di­cién­do­le que es us­ted una gran pro­fe­sio­nal.

—No me con­sue­la, se­ño­ra Bri­ni­com­be.

—Me lo ima­gino. De to­das for­mas, que­ría que us­ted lo su­pie­ra. O yo ne­ce­sita­ba de­cír­se­lo. Y le ase­gu­ro que, si en al­gún mo­men­to de­ci­do ha­cer otra re­mo­de­la­ción o re­de­co­rar mi casa, con­ta­ré con us­ted. ¿Me per­mite que me que­de con la fo­to­gra­fía de este cua­dro? No en­tien­do mu­cho de arte, pero es real­men­te de­co­ra­ti­vo.

Oli­via se la en­tre­gó de mala gana al tiem­po que em­peza­ba a re­co­ger los do­cu­men­tos que esta­ban so­bre la mesa y los de­vol­vía a la car­pe­ta.

—Es­pe­ro que le ha­gan algo bo­nito. El ho­tel es pre­cio­so y está muy bien si­tua­do —co­men­tó re­sig­na­da.

—Es­toy muy or­gu­llo­sa de él. Lo quie­ro casi tan­to como a un hijo. —Aun­que no re­co­no­ció que a un hijo se le quie­re más, y que ese era el mo­tivo por el que aho­ra esta­ba ig­no­ran­do las pro­pues­tas que ha­bía so­li­cita­do.

—¿Pue­do, al me­nos, sa­ber qué fir­ma va a en­car­gar­se de todo?

—¿Cam­bia­ría algo esa in­for­ma­ción?

—No, su­pon­go que no, pero a una de­rro­ta­da le gus­ta sa­ber quién la ha ven­ci­do.

—Las cir­cun­stan­cias, se­ño­rita Jo­y­ner, solo las cir­cun­stan­cias. No creo que el pro­yec­to de Os­car Han­co­ck lo­gre gus­tar­me tan­to como el suyo.

Tres

¡Han­co­ck! ¡Otra vez Han­co­ck! Du­ran­te el res­to del lu­nes, Oli­via no se pudo qui­tar ese nom­bre de la ca­be­za. A pe­sar de que aque­lla tar­de tuvo la vi­si­ta del co­mer­cial de te­las, no con­si­guió cen­trar­se en las muest­ras ni pudo de­ci­dir­se por nin­gu­na. La re­no­va­ción del apar­ta­men­to de Ar­thur Hi­ggins, que en esos mo­men­tos era su úni­co tra­ba­jo en mar­cha, ten­dría que es­pe­rar.

No le sir­vie­ron de nada los con­sue­los de An­nie ni la tar­ta de cho­co­la­te que le ha­bía pre­pa­ra­do para ce­le­brar su vic­to­ria, o para sua­vi­zar su pena si ocu­rría lo peor. El nom­bre de Han­co­ck se atra­ve­sa­ba en su ca­be­za por mu­cho que tra­ta­ra de ahu­yen­tar­lo.

—¡Ay, mu­cha­cha! Nin­gún hom­bre me­re­ce que esté así por él.

—No es un hom­bre, An­nie, es un mon­st­ruo.

—Los mon­st­ruos dan me­nos mie­do que cier­to tipo de hom­bres, créa­me. Y cuan­do digo hom­bres, tam­bién me re­fie­ro a al­gu­nas mu­je­res. Sin duda, la se­ño­ra Bri­ni­com­be no se ha por­ta­do bien. No de­be­ría ha­ber dado es­pe­ran­zas al res­to de pro­yec­tos si ya ha­bía es­co­gi­do uno.

—No, no se ha por­ta­do bien. Es tan cul­pa­ble como él. Y, sin em­bar­go, casi di­ría que la he vis­to ape­na­da, como si se tra­ta­ra de algo con­tra su vo­lun­tad.

—¿Cómo va a ser con­tra su vo­lun­tad? Ella es la due­ña, la que tie­ne el di­ne­ro y la que de­ci­de. No, se­ño­rita Jo­y­ner, no exi­ma a la se­ño­ra Bri­ni­com­be. A no ser que ese hom­bre la haya he­chi­za­do. Mi abue­la co­no­cía mo­dos de he­chi­zar. Y de mal­de­cir. Tal vez al­guien le ha echa­do a us­ted una mal­di­ción.

—Mi mal­di­ción tie­ne un nom­bre, An­nie, y es Han­co­ck.

Aque­lla no­che Oli­via dur­mió in­quie­ta y con mu­chas ideas en su ca­be­za. Pero el mar­tes, cuan­do lle­gó a su dis­cre­to des­pa­cho, en Chel­sea, nada más ver a su se­cre­ta­ria, se di­ri­gió a ella y le pi­dió:

—Meg, bus­ca a un de­tec­tive pri­va­do. Cíta­lo cuan­to an­tes en mi des­pa­cho.

—¿Un de­tec­tive pri­va­do?

—Sí, eso he di­cho, y no me mi­res así. No creo que sea tan di­fí­cil en­con­trar uno en la guía de te­lé­fo­nos. O, si no, baja a com­prar cual­quier pe­rió­di­co. Al­gu­nos se anun­cian en ellos.

—¿Y para qué quie­res un de­tec­tive pri­va­do?

—¿Para qué? ¿Para qué va a ser? —res­pon­dió eno­ja­da, aun­que no con Meg—. Es­toy con­ven­ci­da de que ese tipo no jue­ga lim­pio.

—¿Qué tipo?

—¡Han­co­ck! ¿Quién va a ser?

—¡Ah! ¡Otra vez Han­co­ck!

—¡Sí, otra vez él! Y yo es­toy dis­pues­ta a ave­ri­guar cuá­les son sus méto­dos. Aun­que me cues­te el sa­la­rio de un de­tec­tive pri­va­do. La se­ño­ra Bri­ni­com­be fir­mó con él sin ni si­quie­ra ha­ber vis­to su pro­yec­to. Aquí hay gato en­ce­rra­do.

***

En el des­pa­cho pri­va­do de sus ofi­ci­nas, Os­car Han­co­ck vol­vió a mi­rar otra vez la fo­to­gra­fía del cua­dro que le ha­bía pa­sa­do Ha­rry. Le pa­re­ció una man­cha de co­lo­res sin mu­cho sen­ti­do, aun­que, vis­to de le­jos, tal vez pu­die­ra tra­tar­se de un ext­ra­ño atar­de­cer.

—Lo cier­to es que no ten­go mu­cha idea de pin­tu­ra. No sé de quién pue­de ser.

—Pues hay que ave­ri­guar­lo. Heidy Bri­ni­com­be me lla­mó ayer por la tar­de y me pi­dió que fue­ra a vi­si­tar­la. In­sis­tió en que que­ría esos cua­dros para de­co­rar el ho­tel. Por lo vis­to, el pro­yec­to de Jo­y­ner era im­pre­sio­nan­te. Y unos quin­ce cua­dros como este esta­ban in­clui­dos en él. De­be­mos con­se­guir­los.

—¿Du­das del nuest­ro?

—No, no es eso. Pero creo que en este pun­to de­be­mos ce­der. Hay que con­se­guir a ese pin­tor y que nos ven­da los cua­dros. O que pin­te para no­so­t­ros algo si­mi­lar si ya los ha ven­di­do. Si no lo ha­ce­mos, po­de­mos que­dar­nos sin pro­yec­to.

—¿Tan­to le gus­ta­ron que, si no hay cua­dros, está dis­pues­ta a que su hijo vaya a la cár­cel?

—Las mu­je­res son ca­pri­cho­sas. Y esta debe de ser­lo más que ot­ras, por­que, en lu­gar de de­le­gar, cuan­do que­dó viu­da de­ci­dió lle­var las rien­das del ho­tel. Aho­ra hay al­gu­nas que pre­ten­den ser em­pre­sa­rias en lu­gar de que­dar­se en casa, que es don­de de­ben es­tar —ale­gó—. Pero creo que en este caso no se tra­ta solo de un ca­pri­cho, sino de una rea­fir­ma­ción. Es más una cues­tión de sen­tir que aún que­da algo que de­pen­de de ella, que es ella la que está al man­do. Bri­ni­com­be no es una mu­jer fá­cil.