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En El capitán Montoya de José Zorrilla el capitán cree asistir a su propio funeral (Aquél es su mismo entierro, / su mismo semblante aquél; / no puede quedarle duda, / su mismo cadáver es.), pero luego despierta y el mozo Ginés le dice que debe de haberlo soñado, pues él lo ha encontrado tendido en la iglesia sin conocimiento. Al final, Ginés tiene una revelación propia de la literatura gótica.
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Seitenzahl: 42
Veröffentlichungsjahr: 2010
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José Zorrilla
El capitán Montoya
Barcelona 2023
Linkgua-ediciones.com
Título original: El capitán Montoya.
© 2023, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica: 978-84-9816-279-0.
ISBN ebook: 978-84-9897-891-9.
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Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 7
La vida 7
I. La cruz del olivar 9
II. Cuchilladas en la calle 13
III. Ofertas 19
IV. El capitán don César 21
V. Insuficiencia del poeta 27
VI. El novio 33
VII. Doña Inés 37
VIII. Aventura inexplicable 45
IX 57
Libros a la carta 69
José Zorrilla (Valladolid, 1817-Madrid, 1893). España.
Tras estudiar en el Seminario de Nobles de Madrid, fue a las universidades de Toledo y Valladolid a estudiar leyes. Abandonó los estudios y se fue a Madrid. Las penurias económicas le hicieron a vender a perpetuidad los derechos de Don Juan Tenorio (1844), la más célebre de sus obras. En 1846, viajó a París y conoció a Alejandro Dumas, padre, George Sand y Teophile Gautier que influyeron en su obra. Tras una breve estancia en Madrid, regresó a Francia y de ahí, en 1855, marchó a México donde el emperador Maximiliano lo nombró director del teatro Nacional. Publicó un libro de memorias a su regreso a España.
Muerta la lumbre solar
iba la noche cerrando,
y dos jinetes cruzando
a caballo un olivar.
Crujen sus largas espadas
al trotar de los bridones,
y vense por los arzones
las pistolas asomadas.
Calados anchos sombreros,
en sendas capas ocultos,
alguien tomara los bultos
lo menos por bandoleros.
Llevan, porque se presuma
cuál de los dos vale más,
castor con cinta el de atrás,
y el de delante con pluma.
Llegaron donde el camino
en dos le divide un cerro,
y presta una cruz de hierro
algo al uno de divino.
Y es así, que si los ojos
por el izquierdo se tienden,
sotos se ven que se extienden
enmarañados de abrojos.
Mas vese por la derecha
un convento solitario,
en campo de frutos vario
y de abundante cosecha.
Echóse a tierra el primero,
y al dar la brida al de atrás,
«Aquí, dijo, esperarás»,
y el otro dijo: «Aquí espero.»
y hacia el convento avanzando
del caballero la oscura
sombra, se fue la figura
hasta perderse menguando.
Quedó el otro en soledad,
y al pie de la cruz sentada,
siguió inmoble y embozado
en la densa oscuridad.
Mugía en las cañas huecas
en son temeroso el viento,
rasgándose turbulento
por entro las ramas secas,
y en los desiguales hoyos
con las lluvias socavados,
hervían encenagados,
sin cauce ya, los arroyos.
Ni había una turbia estrella
que el monte alumbrara acaso,
ni alcanzaba a más de un paso
ciega la vista sin ella;
ni señal se, apercibía
de vida en el olivar,
ni más voz que el rebramar
del vendaval, que crecía.
Y al hierro santo amarrados
ambos caballos estaban,
y allí en silencio, aguardaban,
a esperar acostumbrados.
Ni de la áspera maleza
pisada, al agrio rumor,
les volvió su guardador
solo una vez la cabeza.
Un pie sobre el otro pie,
embozado hasta las cejas,
metido hasta las orejas
el sombrero, se le ve
como un entallado busto
de alguno que allí murió,
y allí ponerse mandó
por escarmiento o por susto.
Ni incrédulo faltaría
que si cerca dél pasara,
medroso se santiguara
dudando lo que sería.
Que a quien suele con la luz
y en compaña blasfemar,
bueno es hacerle pasar
de noche junto a una cruz.
Mas esto se quede aquí;
y volviendo yo a mi cuento,
digo que, dudoso y lento,
gran rato se pasó así.
Y ya se estaba una hora
de espera a expirar cercana,
cuando sonó una campana
de lengua aguda y sonora.
Y aun duraba por el viento
su vibración, cuando el guía,
alguien notó que venía
por el lado del convento.
Sacó la faz del embozo,
y oyendo el son más distinto,
eclióse la mano al cinto,
y ¿quién va? el amo y el mozo
preguntaron a la par;
mas conocidos los sones,
asieron de los bridones
y volvieron a montar.
Y es fama que, menos fiero
el señor con el criado,
dejóle andar a su lado
como digno compañero.
Y éste, al ver cuán satisfecho
volvió de su expedición,
así la conversación
introdujo de lo hecho:
—Señor, ¿cómo está la monja?
—Y ¿cómo ha de estar, Ginés?
Atortolada a mis pies
y más blanda que tina esponja.
—Y ¿pensáis dejarla así?
—¡Dejarla, ni por asomo!
No sé todavía cómo,
mas la sacaré de allí,
que según lo que yo he visto,
más quiere la tortolilla
volar libre por Castilla,
que estar en jaula con Cristo.—
Y aquí el recio vendaval,
en voz y empuje creciendo,
puso lo que iban diciendo
para escucharse muy mal.
Y ellos, temiendo que acaso
les cogiera la tormenta,
sacaron por buena cuenta
los caballos a buen paso.