Ecos de las montañas - José Zorrilla - E-Book

Ecos de las montañas E-Book

José Zorrilla

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Beschreibung

Ecos de las montañas es una de las leyendas de José Zorrilla, poemas en clave de ficción basados leyendas castellanas, a modo similar a como ya hiciese Gustavo Adolfo Bécquer en su obra homónima, pero desde un punto de vista lírico. -

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José Zorrilla

Ecos de las montañas

LEYENDAS HISTÓRICAS ESCRITAS POR

Ilustradas por GUSTAVO DORÉ

Saga

Ecos de las montañasCover image: Shutterstock Copyright © 1894, 2020 José Zorrilla and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726561579

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 3.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

NOTA DE LOS EDITORES

El mejor tributo que puede rendirse á la memoria de los muertos ilustres es difundir sus obras, extendiendo de esta suerte el círculo de sus admiradores y popularizando nombres que la fama ha inmortalizado.

Popular como pocos fué el poeta cuya muerte, nunca bastante llorada, arrebató á nuestra patria al último y uno de los más preclaros genios de aquel período glorioso de la hispana literatura que con razón se llama edad de oro de la poesía moderna; con los versos de Zorrilla varias generaciones se han nutrido de los sentimientos de patria, religión y amor que elevan la inteligencia y dignifican el alma, y con ellos han aprendido, por decirlo así, á leer casi todos los que en el Viejo y en el Nuevo Mundo hablan el idioma castellano.

Y sin embargo, algunas de sus obras no han podido alcanzar toda la popularidad que sin excepción merecen cuantas producciones salieron de la pluma de tan egregio poeta, debido esto á las condiciones en que fueron publicadas.

Tal sucede con los Ecos De Las Montañas: las ediciones de lujo, únicas que hasta ahora habíamos hecho de la obra, aunque completamente agotadas, no han podido llegar por su elevado coste á manos de todos, siendo infinito el número de los que por tal razón se habían visto privados de saborear las bellezas sin cuento que esos admirables poemas encierran.

Comprendiéndolo así, decidimos publicar una edición económica, al par que lujosa, de los Ecos De Las Montañas exclusivamente dedicada á los suscriptores de nuestra popular Biblioteca Universal Ilustrada, y para que esta edición en nada desmereciera de las anteriores y aun las superara, reproducimos en ella debidamente reducidas las preciosas láminas de Gustavo Doré que en aquéllas se publicaron y hemos añadido una serie de viñetas ornamentales que prestan al libro nuevos atractivos.

Con ello creemos complacer al público que de antiguo nos dispensa un favor constante y siempre creciente, y satisfacemos al propio tiempo nuestros deseos de honrar la memoria del inspirado vate de quien fuimos en vida amigos sinceros y de quien hemos sido, somos y seremos admiradores entusiastas.

 

Los Editores

INTRODUCCIÓN

Ecos de las montañas que nutridos

De las aguas, los vientos y las aves

Con la voz, los murmullos y los ruidos,

Tristes, medrosos, gárrulos ó graves,

Venís á susurrar en mis oídos

Del aire azul entre las ondas suaves:

¡Qué avara saborea el alma mía

De vuestro vago son la poesía!

Ecos de las montañas.., cuando aspiro

Vuestra sonora esencia con el viento

Que os lleva sobre mí, como un suspiro

Enviado por la tierra al firmamento,

¡Con qué placer la atmósfera respiro

En que bullir y murmurar os siento,

Concierto de una música sin nombre

Que envía Dios en el silencio al hombre

Ecos de las montañas.., cuando el día

Comienza á declinar y en la llanura

Oigo desparramarse la armonía

De vuestra voz que baja de la altura,

Bendigo la montaña que os envía

Con la brisa que impregnan de frescura

Los árboles, que dan á sus picachos

Rumorosos y móviles penachos.

¿De qué habláis? ¿Qué os decís?—Mi oído atento,

Vuestro murmullo al percibir, se lanza

Tras él y le persigue por el viento,

De comprenderle al fin con la esperanza;

Mas ¡ay! nunca por él mi pensamiento

Lo que decís á comprender alcanza.

Ecos de las montañas, ¿vuestro ruido

Nunca lo que os decís dirá á mi oído?

Vagorosos rumores, yo os adoro

Porque hallé desde niño en vuestros sones

Para mi triste espíritu un tesoro

De vagas é infantiles ilusiones.

Vuestro susurro plácido es un coro

Que me canta del aire en las regiones

Himnos cuyas palabras no comprendo,

Mas á las cuales con afán atiendo.

Ecos de las montañas, yo percibo

En vuestro son versátil y liviano

Algo que se os adhiere, fugitivo

De un invisible mundo no lejano.

Nunca me sé explicar lo que concibo

De vuestro son oculto en el arcano:

Mas algo que habla en vuestro son comprendo,

Cuya palabra á mi pesar no entiendo.

Ecos de las montañas, al sentiros

Bullir, el aire de rumor llenando,

Arrastrado tal vez siento en sus giros

Pasar de sombras invisible bando,

Que entre risas, conjuros y suspiros,

Rastro sonoro tras de sí dejando,

Pasan, y vuelven sin cesar, y ondean,

Y á la par que me encantan me marean.

¡Oh, montañas poéticas! ¿Es sueño

De mi débil espíritu, que enerva

El tiempo que en roer pone su empeño

Cuanto es caduco, ó en verdad conserva

Vuestro recinto inculto y zahareño,

Bajo su manto de árboles y hierba,

Ese mundo de espíritus quiméricos

De los tiempos románticos y homéricos?

¿No es verdad, oh montañas, que aunque os yermen

Del invierno las nieves y aquilones

Guardáis las larvas é incubáis el germen

De las más primitivas tradiciones;

Que en vuestro seno sus fantasmas duermen,

Dándolas perfumados pabellones

En vuestros silos húmedos y estrechos

Céspedes, musgos, líquenes y helechos?

¿No es verdad que esos ruidos misteriosos,

Esos perennes y encantados ecos

Que exhalan vuestros bosques rumorosos,

Breñas desiertas y peñascos huecos

A los que manantiales caprichosos

Cortinas dan de cristalinos flecos,

Pueden la tradición y la leyenda

Al poeta contar que les comprenda?

¿No son desde el diluvio las montañas

Cadenas y dogal del bajo suelo,

Cuevas de salteadores y alimañas,

Las que el hombre ocupó con más anhelo?

¿No minó con cavernas sus entrañas?

¿No trabajó con sórdido desvelo

Para cercar sus cumbres y asperezas

Con triple cinturón de fortalezas?

Y esas torres y alcázares feudales,

De que hizo la política mundana

Nidos de buitres y antros de chacales,

Devoradores de la gente llana

Degollada en sus guerras señoriales,

¿No convirtió después la fe cristiana

En monasterios santos y tranquilos,

De caridad é ilustración asilos?

Habrá dejado, pues, la humana raza

Por las montañas, al pasar por ellas,

De sus ejemplos de virtud la traza

Al par que de sus crímenes las huellas.

Páginas de una crónica que enlaza

Las figuras más torvas y más bellas,

Quedan en las alturas solitarios

Escombros de castillos y santuarios.

¡ He ahí toda la historia de la tierra,

Toda la tradición de los dos mundos:

Album de la ambición y de la guerra,

Labor de sus dos genios furibundos!

¿Y de cada montaña y cada sierra

No podrán ser los ecos vagabundos

Voces de las quimeras insepultas,

En la olvidada tradición ocultas?

Ecos de las montañas, romped francos

En palabras: narradme los misterios

De las crestas, cavernas y barrancos

Do han dejado al pasar reinos é imperios

Pardos escombros y esqueletos blancos

De alcázares, castillos, monasterios:

Mansión de vivos en la edad pasada,

Y hoy de sombras poéticas morada.

Ya va á ponerse el sol: ya centellea

Sobre la curva colosal del monte,

Cuya silueta ante su luz negrea

Como el monstruoso lomo de un bisonte

Gigantesco é inmóvil..; ya sombrea

La cavidad azul del horizonte

Con su niebla el crepúsculo..; ya inerme

Se echa en su nido el águila..: ya duerme.

Forma, color y luz la luna toma,

Libre ya del fulgor del sol ausente;

Y lo que él abrasó por valle y loma

Platea su luz fresca y transparente.

La flor da al aura su nocturno aroma,

Su frescura á la atmósfera la fuente;

El cielo es una tienda de reposo,

La tierra un lecho blando y aromoso.

Es una noche que abrirá á la aurora

Los capullos que abril nutrió fecundo:

Una noche esplendente, inspiradora

De ascético fervor ó amor profundo.

¡Ecos de las montañas, es la hora

De vuestra libertad, vuestro es el mundo!

¡Ea!, bajad de la montaña umbría

Y llenad las llanuras de armonía.

Descended: yo os evoco; yo os lo mando:

Dios esta noche á mi poder sujeta

La vaga voz de vuestro errante bando.

Para, de ecos perdidos turba inquieta,

Y en sus oídos al posar parando,

Lo que dices al aire di al poeta.

¡Ah!, ya sumisos á mi voz os siento

Venir... ¡Ecos.., me habláis!—Estoy atento.

Habladme... ya os comprendo... casi os veo

De la móvil calina en las marañas

De ráfagas que en raudo serpenteo

Hace y deshace el viento en sus extrañas

Locas ondulaciones!.. Mi deseo

Se cumple.—¡Ecos que hervís en las entrañas

De las rocas que dan al Pirineo

Su diadema de rey de las montañas,

Sed los primeros cuyo son perdido

Un secreto de amor fíe á mi oído!

–––––

Diez siglos hace ya que esta leyenda

Pasó: la misma edad que Barcelona,

De independencia señorial en prenda,

Lleva en su frente la condal corona.

Yo se la escribo como pobre ofrenda

Que mi fe prueba y mi palabra abona:

Granillo que acarrean mis afanes

A la mies de los fastos catalanes.

Le he sembrado, al volver de tierra extraña,

De la mía natal en la frontera,

Cuando á besarla al pie de la montaña

Me hinqué del Pirineo.—¡Dios no quiera

Que vuelva nunca á abandonar á España..;

Mas si me pierdo de mi patria fuera,

No quiera Dios que se me pierda el grano

Que en tierra tan leal sembró mi mano!

LEYENDA PRIMERA

EL CASTILLO DE WAIFRO

CAPÍTULO PRIMERO

I

¡Perpetuo afán es del hombre

Volverse á mirar su sombra,

En el libro de la vida

Volviendo al revés las hojas!

¿Por qué? – Porque, á cada paso

Que va dando hacia la fosa,

Sus dichas por el camino

Va perdiendo una tras otra,

Y sintiendo á cada paso

Que una ilusión le abandona,

Como un amante vendido

A verlas huir se torna.

Mas según las va perdiendo

Le parecen más hermosas,

Porque el tiempo y la distancia

Con luz mejor se las doran.

Porque son distancia y tiempo

Dos cristales que coloran

Lo que por ellos se mira

Con luz tan artificiosa,

Que las manchas desvanece,

Las imperfecciones borra,

Cambia en rosal el espino

Y el monstruo en ángel transforma.

Tiempo y distancia en sus cuadros

A las figuras históricas

De toda miseria humana

Purifican y despojan:

Y el hombre en mirar los cuadros

De la edad pasada goza,

Porque en ellos ve tan solo

Poesía, luz y gloria.

He aquí por qué nuestra vida

Suele pasársenos toda

En anhelar esperanzas

Y en acariciar memorias.

El pasado engalanamos

Del tiempo presente á costa,

Y siempre mejor creemos

El de entonces que el de ahora.

He aquí por qué los poetas,

Cuyas almas perezosas

Las miserias de la vida

Desesperadas soportan,

La poesía en el campo

De lo pasado colocan,

Y en el de su tiempo sólo

Las miserias y la prosa.

Lo pasado es la querida

Ausente, embelesadora,

Como la flor perfumada,

Como el ángel luminosa:

Lo presente, por desdicha,

Es como la mujer propia,

Que anubla su poesía

Con las miserias corpóreas.

He aquí por qué los poetas

Al tiempo pasado adoran

Y hojean con tal deleite

Del tiempo viejo las crónicas:

Porque las léen como cartas

Que desde playas remotas

Hacer llegar á sus manos

La ausente querida logra;

Porque hallan no más en ellas

Que frases encantadoras

Y deliciosos recuerdos

Que poesía rebosan,

En un papel con su cifra

Que aun trasciende de su cómoda

Al olor y al de la esencia

Con que perfuma su ropa,

Y en cuya haz se ve la huella

De sus manos primorosas

Y que aún viene tibia y húmeda

Del aliento de su boca.

He aquí por qué los poetas,

Perdidos de su edad, vogan

Por el golfo, relatando

Las leyendas de las otras.

Y hacen bien; porque los años

Son lo mismo que las rosas:

Que, frescas, tienen espinas,

Y secas, no más que aroma.

Poesía omnipotente,

Que con alas luminosas

A través de las tinieblas

De los tiempos te remontas,

Que vas á cerner tu vuelo

En la purísima atmósfera

Del cielo en que las quimeras

De la edad pasada flotan,

Llévame á su edén poético

Donde sin espinas brotan

Sólo rosas con que hacernos

Ramilletes y coronas.

Es el castillo de Waifro

Una mole arquitectónica

Que parece por titanes

Asegurada en las rocas.

Al mirarla desde el llano,

No se concibe tal obra

Consumada en tal altura

Sino por arte diabólica.

El lugar en que está puesta,

La elevación prodigiosa

De sus muros y sus torres

Y el trecho en que se prolonga

Recuerdan los monumentos

De aquella edad fabulosa

En que escalar quiso el cielo

La osadía babilónica.

Fábrica de varias épocas

Y de gente poderosa,

De castillo y de palacio

Al mismo tiempo blasona.

Los anchos patios que abarca;

Los aljibes que sus losas

Ocultan, embovedando

Sus cavidades recónditas;

Los ventilados depósitos

En que sus granos entroja;

Los almacenes en donde

Víveres y armas acopia;

Las extensas galerías

En que aposenta sus tropas

Cuando el pabellón de guerra

En sus torres se enarbola;

Sus defensas formidables,

La refinada y fastuosa

Comodidad de las cámaras

En que á sus dueños aloja,

Dan al castillo de Waifro

No sé qué faz misteriosa

Que le hace á la par objeto

De admiración y zozobra.

En paz, se le crée de una hada

Pacífica y bienhechora

El kiosco fresco en el cual

No se concibe que se oigan

En el silencio nocturno

Más que arrullos de palomas,

Sabroso rumor de besos,

De brindis, arpas y trovas.

En guerra, parece el cráter

Del volcán en donde forja

El genio de las batallas

Sus máquinas destructoras.

No se oyen en él más ecos

Que los de la voz furiosa

De la pelea, el incendio

Y la venganza y la cólera.

Castillo y palacio, al par

En guerra y en paz asombra;

Y de él da el vulgo noticias

Tales, tan contradictorias,

Que á creer lo que se dice

Del castillo en pro y en contra,

Para infierno y paraíso

Ni le falta, ni le sobra.

Maravilloso edificio

A cuya construcción sólida,

A cuya grandeza regia

Y á cuya esbeltez graciosa

Contribuyeron á espacios

La arquitectura de Roma,

La de la muelle Bizancio

Y la africana y la goda,

Encierra cuantas ventajas

A su construcción reporta

De las cuatro arquitecturas

La amalgama en una sola.

Anchos fosos le rodean,

Que de agua abundante colman

Los manantiales que bajan

De las cumbres nebulosas.

Veinte aspilleradas torres

A sus muros eslabonan

Almenadas galerías

Que en gruesos cubos se apoyan.

De su recinto en el centro

Gallardean orgullosas

Las torres del homenaje,

Que edificio aparte forman.

Capiteles las rematan,

Cupulillas las coronan,

Botareles las aíslan

Y arabescos las adornan:

Y en su pabellón soberbio

Sus nobles señores moran

En aposentos que el lujo

Más espléndido decora.

Sus salones de homenaje,

Sus camarines y alcobas

Cubren cúpulas y domos

Cuyas atrevidas bóvedas

Fustes caprichosos cintran,

Dobles istrias acordonan,

Sueltos pilares sustentan,

Caladas cornisas orlan.

Entra el sol en sus estancias

Por ventanas espaciosas

Romanas y bizantinas,

Cuyos limpios arcos doblan

Y triplican las columnas

Que sus cavidades cortan

A manera de ajimeces

Como los de Fez y Córdoba.

Ricas vidrieras las cierran,

Cuyo artífice geómetra

Con líneas que el ojo pierde

Trazó en ellas minuciosa,

Laberíntica y prolija

Combinación, tan armónica

Que se admira, pero no

Se detalla ni se copia.

Los vidrios, que en estos múltiples

Varillajes se encajonan

En imperceptibles álveos

Que por dentro les emploman,

Están pintados de vivos

Colores, que nunca borran

Ni el sol que les achicharra,

Ni la lluvia que les moja,

Ni el hielo que les destempla,

Ni el viento que les azota,

Ni el polvo que les entrapa,

Ni el tiempo que les perdona.

Cuando del sol por defuera

Les hiere la luz, y arrojan

En el interior los vívidos

Resplandores que de él toman,

Focos de incendio parecen,

Cascadas de llamas rojas,

Cataratas de oro y púrpura,

De hornos encendidos bocas,

Cuyas reverberaciones

Los muebles y las alfombras

Ciñen, lamen y acarician

Con sus lenguas flameadoras.

Sus fugitivos reflejos

Van á perderse en las lóbregas

Chimeneas, en los negros

Rincones y en las redondas

Líneas de los pasamanos

De las escaleras combas,

Cuyas espirales rápidas

Se retuercen y se enrollan

A manera de flexibles

Y descomunales boas

Que el pavimento, girando

Sobre sí mismas, perforan.

Las terrazas de sus muros

Y sus adarves festonan

Marañas de enredaderas,

Clemátides y gayombas.

Incopiables perspectivas

Alegran sus plataformas

Con vistas, luz y aire tales

Que los ojos enamoran,

El alma triste recrean,

Hacen más breves las horas

Y hacen más larga la vida,

Pues cuerpo y alma confortan.

Este castillo titánico,

Esta fábrica ostentosa,

Baluarte y palacio á un tiempo,

Propiedad á un tiempo y obra

De una raza (que aún no hace

En el que pasa esta historia

Veinte años que se ceñía

En la frente una corona),

Está sentado en las cumbres

De las montañas boscosas

Del Pirineo, que parten

Las fronteras españolas.

Su torreón de homenaje,

Que hay quien crée que al cielo toca,

Domina extensión tan vasta

De las dos naciones próximas,

Que alcanza en la Galia á ver

Las llanuras de Tolosa,

En España casi espía

Por sobre Urgel á Gerona,

Y por cima de la sierra

Que va á expirar en la costa

Divisa el gálico golfo

Como una niebla que flota.

Este castillo, tan vano

Como una coqueta hermosa,

Desde su altura se mira

De un lago azul en las ondas;

Y el agua, que siempre ha sido

Traviesa, falsa y burlona,

Al reproducir su imagen,

De su vanidad se mofa,

Porque al repetir sus líneas

De abajo arriba las toma,

Y su hermosura le muestra,

Pero su imagen trastorna.

Este lago, que se ceba

Con los millares de gotas

Con que hace la nieve arroyos

De corrientes saltadoras,

Tiende en dos leguas de anchura,

Medidas á la redonda,

Sus riberas, á pedazos

Estériles ó frondosas.

Á trechos su agua profunda,

Muda é inmóvil, se agolpa

Sobre vertical peñasco

Que tenaz la amalecona;

A trechos en las raices

De las encinas añosas

Labra, sin cesar batiéndolas,

Espuma burbujadora;

Y á trechos, en fin, metiéndose

Entre juncos, algas y ovas,

Les mece inquieta y susurra

Salpicándoles de aljófar.

Después que en su inmensa taza

Murmura, salta, retoza,

Ondea ó duerme á capricho,

Sosegada ó juguetona,

Su agua azul se abre salida

Por una rotura angosta

Que la encauza sobre un álveo

Que en un canal la transforma;

Y por él, entre la doble

Orilla que la aprisiona,

De aquella opresión quejándose

Como una niña mimosa,

Camina haciendo recodos

Por entre las peñas broncas,

Con corriente imperceptible,

Pero cada vez más honda.

Tal el castillo de Waifro

Mil años ha que en las rocas

Del Pirineo ostentaba

Su grandeza faraónica.

Tal, al despertar al mundo,

Mil años ha que la aurora

Su primer luz, como un beso

Le mandaba cariñosa.

Tal por la noche ha mil años

Que en pabellones de sombra

Le encerraba la montaña

Como su madre á una novia.

Par no tuvo en hermosura

Ni en fortaleza: mi tosca

Poesía no ha podido

En estas rimas monótonas

Dar de él la más pobre idea,

Porque es una idea loca

Basar sobre versos fábricas

Que los siglos desmoronan.

Bella fué la del castillo

De Waifro: mas ¡ay! no hay cosa

Bella en la tierra sin mancha,

Y su mancha era su historia.

II

Hay razas sobre las cuales

La maldición de Dios pesa,

Y donde ponen la planta

Desaparece la hierba.

En vano á sus individuos

Fortuna y naturaleza

Dan amigos, poder, oro,

Fe, valor, genio y prudencia:

No hay prudencia que les baste,

Genio que á su sino venza,

Valor que les dé victoria,

Ni fe que se les mantenga,

Ni oro que empleen con fruto,

Ni poder que les dé fuerza,

Ni amigos que les sean fieles,

Ni sol que á mirar se vuelvan,

Ni pan que les dé alimento,

Ni suelo que les sostenga,

Ni tierra que les dé tumba,

Ni ojos que lloren sobre ella,

Ni almas que sobre ella recen,

Ni manos, en fin, ni lenguas

Que de la calumnia póstuma

Su fama y honor defiendan.

Esas razas por el mundo

Cruzan como los cometas,

Dejando tras sí como éstos

Su cauda roja, una huella

Negra en su patria, en la historia

Una figura siniestra,

Y en la estirpe de que nacen

Baldón, deshonra y vergüenza.

La memoria de estas razas

Las historias adulteran,

La tradición la enmaraña,

La torna el vulgo en conseja;

Y si un poeta la exhuma

Y saca á luz su leyenda,

Es un testimonio falso

Sin firmas, sellos ni fecha:

Un cuento que á nadie importa,

Una voz que á nadie llega,

Un eco que el aire apaga,

Un fanal que ahoga la niebla,

Un alminar sin muecines,

Un instrumento sin cuerdas,

Una aguja sin imán,

Un barquichuelo sin vela,

Una rosa sin perfume,

Una carta sin respuesta,

Un cantar sin estribillo

Y un ave sin compañera.

Porque esas razas malditas

Que, cuando el campo atraviesan

De la vida, ni un ruin árbol

Para sombrearse encuentran,

No hallan después de extinguidas

Ni quien evocarlas sepa

Tras el cendal de una fábula,

Como unas sombras chinescas;

Porque esas razas sombrías

Tan mala sombra proyectan,

Que dan mala sombra á un libro...

La de Waifro es una de ellas.

III

Roma sentía escapársele

De las manos la cadena

Con que amarraba los pueblos

Al carro de su soberbia:

Sus provincias se trocaban

De esclavas suyas en reinas,

Y las que sus pies besaron

Se erguían en su presencia.

Los francos, como manada

De lobos, hicieron presa,

Al abandonarlas Roma,

En las Galias indefensas;

Y Eudes, duque soberano

De Aquitania y de Provenza,

Que las tenía por Roma

Para él y su descendencia,

Vió al franco, dragón naciente

Enroscado en sus fronteras,

Empezar á abrir sus alas

Y á desenroscar sus vueltas.

La Francia, dragón que á Eudes

Creyó oruga y vió culebra,

Avanzó sobre Aquitania

Amenazando comérsela;

Y Eudes, viéndole venir

Sobre él las fauces abiertas,

Le echó atrevido en la boca

Nutridos haces de flechas.

El aguijón de la oruga

Sintió el dragón con sorpresa;

Mas resuelto á devorarla,

Se preparó á la pelea.

El dragón era más fuerte,

La serpiente más mañera;

Fué larga y tenaz la lucha

Entre la maña y la fuerza.

Eudes tenía á su espalda

Del Pirineo en las selvas

Su castillo, inexpugnable

En su salvaje aspereza.

Vencido, mas no rendido,

Dos veces dejó sus tierras

De Carlos Martel en manos,

Acogiéndose á las breñas.

Repuesto en ellas dos veces,

Bajó al campo la tercera:

Pero por fin la corona

Compró con su independencia.

Hizo homenaje á los francos,

Y fué en su fortuna adversa

Á encerrarse en las murallas

De su oculta fortaleza.

Gastó en ella sus tesoros

Para asegurarse en ella,

Y á su muerte su hijo Hunaldo

La recibió con su herencia.

Eudes murió en su castillo

Tremolando su bandera,

León que herido de muerte

Va á expirar á su caverna.

¡Tal es nuestra raza humana!

Los odios de raza dejan

En el alma de los hijos

Los padres que les engendran.

Hunaldo ofreció tres veces

Al rey Carlos obediencia,

Y otras tres como su padre

Se alzó en rebelión abierta.

Como él se acogió en su fuga

Del Pirineo á las crestas,

Como él en aquel castillo

Enterrando sus riquezas;

Llegando superstición

Á ser de esta raza inquieta

Creer que estaba adherida

Su fortuna á aquellas piedras.

Hunaldo, el más firme apoyo

De la dinastía vieja

De los reyes merovingios,

Gastó en él sumas inmensas:

Y cuando, después de ocho años

De encarnizada contienda,

Derrotado por los hijos

De Carlos Martel en Neustria,

Renunció al poder y al mundo

Metiéndose en una celda,

Su hijo Waifro en el castillo

Vió la joya de su hacienda.

Waifro sucedió á su padre,

Mas á la doble cadena

Amarrado que el rey franco

Le dejó en el cuello puesta.

Su padre Hunaldo en el claustro

Y su hijo Lupo en la regia

Servidumbre respondían

De su fe con sus cabezas:

Y Waifro á estas dos argollas

Amarrado, en la impotencia

De rebelarse, tascaba

Su freno en calma colérica;

Y estos dos recios anillos

Que las manos le sujetan

Para romper, confiaba

De la fortuna en las vueltas.

Para ocultar su coraje

Y distraer su impaciencia,

Volvió al castillo los ojos

Como á la luz de su estrella:

Y el oro del padre Hunaldo

Y la mitad de sus rentas

Empleó en hacerse de él

La más faustosa vivienda.

Waifro, en las vicisitudes

De su vida romancesca,

Corrió con su inquieto padre

Desde niño adondequiera

Que alzaron contra los francos

Una lanza ó una enseña,

Ya el longobardo en Italia,

Ya Taxilón en Baviera,

Ya en España los alarbes;

En suma, por donde opuesta

A Francia quedó en Europa

La comarca más pequeña.

Waifro, observador curioso,

Engrandeció sus ideas

En sus peregrinaciones;

Y en sus montañas de vuelta,

Recordó cuanto vió bello

En las marcas extranjeras,

Y echó menos la hermosura

Donde halló de más la fuerza.

Recordó aquellos alcázares,

Castillos, puentes, iglesias,

Obeliscos y acueductos

De Italia, Bizancio, Iberia

Y Alemania; los detalles

Recordó de sus diversas

Arquitecturas: tan noble

La romana, tan esbelta

La gótica, tan suntuosa

La bizantina, tan fresca

La árabe, tan extremada

En primores, tan aérea...

Y dar de su alcázar quiso

Solidez á la belleza,

De los primores de todas

Los detalles añadiéndola.

Estucó sus camarines,

Balaustró sus escaleras,

Cintró sus embovedados,

Labró sus macizas verjas,

Apilaró las crujías,

Apretiló las mesetas,

Transformó en fin su castillo

En la mansión más risueña,

De ligereza y de gracia

Dándole tal apariencia

Que, dejándole castillo

Sólido, hizo en él que fueran

Miradores las ventanas,

Rosetones las lucernas,

Botareles los estribos,

Belvederes las almenas,

Chales colgados los puentes,

Galerías las poternas,

Y las torres alminares,

Y peristilos las puertas,

Y los adarves pensiles,

Y las explanadas huertas,

Y tapices las murallas,

Y juguetes las defensas.

Mas Waifro morar no pudo

En mansión tan opulenta;

Porque, al ascender al trono

Pepino el Breve, en las fiestas

De su advenimiento Lupo

Huyó, y como una tormenta,

Del castillo de su padre

Llegó una noche á las puertas.

Lupo y Waifro de venganza

Teniendo el alma sedienta,

Libres al verse, soltaron

A su coraje las riendas.

Lupo de su padre Waifro

Puso á la cólera espuelas,

La ocasión ante el deseo

Pintándole como buena

Para cobrar la perdida

Soberana independencia,

De los Estados del Norte

A favor de las revueltas.

Waifro el cuerpo entumecido

Desarrolló á tales nuevas,

Como al balido del corzo

Sus anillos la culebra.

Sacudió al aire los brazos

Como el león la melena,

Y á su torre de homenaje

Como aparición siniestra

Asomándose, á los labios

Llevó su trompa, y en ella

Con todo el pulmón soplando,

Lanzó su señal de guerra.

Los ecos de las montañas

Le echaron en las praderas,

Y en la Aquitania un soldado

Evocó tras cada piedra.

Todo el odio de su raza,

Amasado en la vergüenza

De su antiguo vencimiento,

Hizo de ellos dos panteras.

Lupo, duque de los vascos,

Les hizo cruzar por sendas

Salvajes el Pirineo;

Y de ellos á la cabeza

El padre y el hijo ocho años

Sostuvieron la pelea

Sin vencer ni ser vencidos

Y con encono de hienas.

Al fin ¡ay! su sino infausto

Dió de la fortuna ciega

Una vuelta repentina

Á la revoltosa rueda.

Los francos les incendiaron

El Berry, entraron la Auvernia,

Talaron del Lemosín

Los viñedos y las vegas;

Y Waifro, rendido no,

Mas agotadas sus fuerzas,

Desmanteló sus ciudades

Desde el Bearn á Angulema;

Envió á Lupo con sus vascos

Más allá de sus fronteras,

Y se metió en sus montañas

Como el león en su cueva.

Los francos no osaron nunca

Seguirle por las veredas

De las montañas; y Waifro

Con soberana fiereza

Siguió izando en su castillo

Su independiente bandera,

Rey libre de la montaña

Cuyos lugares le pechan.

Waifro, del triunfo del franco

Como viviente protesta,

Cazaba por los breñales

Y andaba en su fortaleza

Con caballo encubertado,

Blasonada sobrevesta,

Manto ducal en los hombros

Y corona en la cabeza.

Pero Waifro salió un día

De su castillo, y la tierra

Debió tragarle, pues nunca

Dió á su castillo la vuelta.

IV

Un año después, subiendo

De un cerro la áspera loma,

Que el solitario recodo

De un brazo del lago acota,

Adelantaba un jinete

Por la soledad recóndita,

Tal vez buscando una senda

Borrada, perdida ó rota.

Alumbra el país inculto

Con tibia luz melancólica

Que va desgarrando á espacios

Los celajes que la entoldan,

Un plenilunio de mayo,

Que en la tierra pedregosa

Del silencioso jinete

Dibuja la móvil sombra.

Este es, vigoroso y ágil,

Un hombre que su persona

De pies á cabeza envuelve

En las mallas de una cota.

Toca su erguida cabeza

Con una ducal corona,

Bajo cuyo guardacuello

Grises cabellos asoman.

No más de espada y merced

Va armado, y caparazona

De malla no más las ancas

Del tordo corcel que monta:

Cual si fiando de frente

En sus manos poderosas,

Tan sólo se recelara

De acometida traidora.

La luna, que sus contornos

De espléndidas líneas orla

Rielando de sus mallas

En las bruñidas argollas,

Le presenta circundado

De una especie de aureola

Que parece desde lejos

Luz de su figura propia;

Figura de acero, dura,

Siniestra, amenazadora,

Digna del agreste cuadro

En donde campea sola.

A sus pies se extiende estéril

Una cuesta rocallosa,

Que accidentan sólo peñas

De aridez desoladora.

A su frente empaña el lago

Con sus vapores la atmósfera,

Donde incansables se ciernen

Las cenicientas gaviotas.

A su derecha el castillo,

Entre la niebla brumosa,

Con líneas negras y rudas

El azul del cielo corta;

Y en su torre del vigía,

Y en la de aquella más próxima,

Dos luces que arden anuncian

Que velan los que en él moran.

El caballo, cuyas riendas

El caballero abandona,

No sintiéndose regido,

Va con marcha perezosa

Avanzando cuesta arriba;

Pero no bien la trasmonta,

Enarca rígido el cuello,

Los firmes jarretes dobla,

Sobre las manos se planta,

Las orejas encapota,

Ventea, y fija en un punto

La pupila recelosa.

El jinete, enderezándose,

En los estribos se apoya

Y en rededor suyo tiende

Mirada escudriñadora.

Allá, al pie de los peñascos,

Cerca del agua, le chocan

Informes bultos, que son

Los que á su caballo asombran.

Los temerosos objetos

De que aún no alcanza la forma,

Mientras su caballo esquiva,

Él con la vista devora.

De pronto una idea súbita

Le asalta: al corcel acosa;

Resiste el bruto; le clava

Los dos acicates; bota

El animal, no avezado

A ayuda tan rigurosa,

Y entre los bultos de un brinco

Bufando á su amo coloca.

Los bultos son dos cadáveres

Que aún tienen de carne y ropa

Restos y harapos asidos

A la osamenta asquerosa.

Las de dos caballos yacen

Con ellos, lo cual denota

Que allí les dejaron muertos

Manos y almas alevosas.

Los buitres han devorado

Las bestias y la persona

Del uno, á quien mal guardaban

Vestiduras poco sólidas.

El otro conserva encima

Del busto su carne momia,

Merced á una recia malla

Que aún se le adhiere mohosa.

Llegóse á aquél el jinete:

Mas como se le avizora,

Medroso de él, su caballo

Y le obliga á que se ponga

Junto al cadáver, el bruto

Al encabritarse toca

Con el casco herrado y mueve

La seca osamenta cóncava.

Al golpe y al movimiento,

La calavera redonda

Dejó de sí desprenderse

El aro de una corona.