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Dos espíritus afines que no pudieron evitar enamorarse. Gretchen Brannon estaba completamente fuera de su elemento cuando comenzó a relacionarse con el jeque Philippe Sabon, el poderoso gobernador de Qawi. Procedían de mundos diferentes, pero Gretchen descubrió a su alma gemela en aquel hombre tan intensamente sensual que, sin embargo, había reprimido sus pasiones durante largo tiempo. Ella, aunque era una joven recatada, había sido capaz de excitar los adormecidos sentidos del jeque como ninguna otra mujer había sido capaz de hacer. Sin embargo, tras entregar su corazón a aquel señor del desierto, se convirtió en el objetivo de la venganza del más diabólico enemigo del jeque. Su única esperanza era que, en el momento decisivo, el amor triunfara sobre el mal.
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Seitenzahl: 368
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid
© 2000 Diana Palmer.
Todos los derechos reservados.
EL SEÑOR DEL DESIERTO, Nº 7 - octubre 2011
Título original: Lord of the Desert
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá
Publicado en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios.
Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-004-2
Editor responsable: Luis Pugni
Epub: Publidisa
A Jim, Rhonda, Nancy, Amanda y Christian (y Hugo) con mi eterno agradecimiento.
Los turistas se arremolinaban junto al restaurante del ajetreado aeropuerto de Bruselas, en el que dos jóvenes americanas intentaban decidir lo que iban a hacer.
Una de ellas, Gretchen Brannon, una joven rubia y delgada, vestida con un traje pantalón de color tostado, estuvo a punto de atragantarse por la risa cuando se volvió hacia su morena acompañante y le preguntó:
—¿No te parece irónico que vayamos a morir de hambre estando rodeadas de comida?
—Oh, ¡para ya! —gimió Maggie Barton, por encima de la risa casi histérica de su amiga—. No nos vamos a morir de hambre, Gretchen. Podemos conseguir francos belgas. Hay cajas de cambio por todas partes —movió los brazos de forma tan expresiva, señalando las tiendas más cercanas, que estuvo a punto de golpear a otros dos pasajeros.
—¿De verdad? ¿Y, más exactamente, dónde?
Maggie suspiró mientras intentaba refrescar sus conocimientos de francés para leer un letrero.
Gretchen la observaba a través de sus ojos hinchados. Al contrario que Maggie, que había sido capaz de dormir en el avión, llevaba casi treinta y seis horas despierta.
—Me imagino ya los titulares —insistió Gretchen—: Encuentran a dos turistas texanas muertas al lado de un restaurante de cinco estrellas... —comenzó a reír otra vez.
Maggie no parecía en absoluto divertida.
—Tú siéntate aquí, no te muevas.
Gretchen se sentó y al cabo de unos minutos tuvo que dominar el loco impulso de saludar desde lejos a Maggie. Esta última, una mujer de veintiséis años, tres años mayor que Gretchen, trabajaba para una firma inversora de Houston de la que ella era la socia más joven. Tenía una capacidad extraordinaria para manejarse en cualquier situación, cualidad que en ocasiones era una auténtica bendición. Gretchen estaba segura de que encontraría la manera de conseguir moneda local y volvería cargada de bebida y comida.
Al cabo de un rato, Maggie regresó con el dinero cambiado.
—Todavía tenemos tiempo de sobra para comer algo y hacer un recorrido turístico por la ciudad antes de que salga el avión a Casablanca.
Gretchen pestañeó somnolienta.
—Buena idea. Sobre todo lo del recorrido turístico. ¿Crees que podrás encontrar un guía suficientemente fuerte? Me temo que van a tener que llevarme en brazos.
—Lo que necesitamos es comida y café inmediatamente. Vamos.
Gretchen dejó que su amiga tirara de ella para levantarla. Formaban una extraña pareja: Maggie, tan alta, morena y voluptuosa y Gretchen, de mediana estatura, rubia y delgada. Cada una de ellas arrastraba su maleta de ruedas tras ella y habían sido suficientemente sensatas como para no llevar más equipaje. De esa manera, se habían evitado tener que perder el tiempo esperando unas maletas que a menudo ni siquiera llegaban.
Maggie comenzó a toser.
—Aquí todo el mundo fuma por todas partes —musitó—. ¿Es que no hay una zona de no fumadores?
Gretchen esbozó una mueca.
—Claro que sí. Precisamente es ésa, a la que se dirige el humo.
—¿Te parece bien que vayamos a ese restaurante de allí? —preguntó Maggie, señalando un establecimiento situado al lado de una ventana—. Está prácticamente vacío y no hay nadie fumando.
—En este momento podría comerme hasta un mendrugo de pan duro —se mostró de acuerdo Gretchen—. Y si no tenemos suficiente dinero, me ofreceré voluntaria para lavar los platos.
Disfrutaron de unos deliciosos platos de pasta con tomate y champiñones, servidos en auténtica porcelana china y cubiertos de plata. Para cuando terminaron su segunda taza de café, Gretchen se sentía completamente renovada.
—Ahora lo que tenemos que hacer es encontrar alguna forma de conocer la ciudad —dijo Maggie radiante—. Llamaré a una agencia de viajes para enterarme de si puede venir alguien a buscarnos.
Gretchen se limitó a suspirar. Se recostó en su asiento y cerró los ojos. Habría dado cualquier cosa por tener una cama y poder disfrutar de diez horas ininterrumpidas de sueño. Pero todavía faltaban horas para que llegaran al hotel de Tánger, Marruecos.
Quince frustrantes minutos después, Maggie colgó el teléfono y farfulló algunas palabras un tanto groseras mientras le daba un codazo a Gretchen, que a esas alturas ya estaba dando cabezadas.
—No soy capaz de entender la guía telefónica, está en francés. Y no sé qué tipo de monedas meter porque no hablo francés y no consigo que ninguna de las personas que me contestan al teléfono me comprenda cuando le digo que no hablo francés.
—A mí no me mires —repuso Gretchen—. Yo tampoco hablo francés. Lo único que sé es algo de español y aquí no creo que nadie lo comprenda.
—Yo también hablo español, pero no estamos en el país más adecuado para usarlo —contestó Maggie, irritada—. Bueno, tendremos que salir y parar un taxi. Supongo que eso no tendría por qué ser nada complicado, ¿verdad?
Gretchen no dijo una sola palabra. Suspiró, se levantó y arrastró tras ella su maleta, como si se tratara de una mascota.
El aeropuerto de Bruselas era espacioso, moderno e incluso confortable. Después de adentrarse en infinitos pasillos sin salida, encontraron un maravilloso taxi con un agradable taxista cuyo inglés era casi tan malo como el francés de Maggie. Sin embargo, entre las dos consiguieron dar a entender lo que querían hacer y pudieron disfrutar de un bonito recorrido por la ciudad. Un recorrido agradable y educativo, pero no tan largo como habrían deseado porque pronto tuvieron que regresar al aeropuerto para no perder su vuelo.
Gracias al café, la comida y el recorrido turístico, Gretchen estaba de nuevo despejada y deseando conocer Marruecos, sus camellos, el desierto del Sáhara y los famosos bereberes de las montañas del Rif. Apenas podía esperar para ver aquella tierra milenaria. Algunas horas y unas fascinantes delicias gastronómicas después, el avión aterrizó en Casablanca, donde tomaron el avión que las llevaría a Tánger. Entre las anécdotas más curiosas del vuelo estuvo el reparto de alimentos tradicionales de Marruecos, los periódicos con lenguas extranjeras y la aparentemente rutinaria costumbre de aplaudir cuando el avión aterrizó sin ningún tipo de problemas. Maggie y Gretchen se unieron a la alegría general y salieron del avión para adentrarse en otro mundo, en el que hombres y mujeres vestían túnicas largas de hermosos colores y muchas de las mujeres llevaban la cabeza cubierta con tocados árabes o pañuelos. Había, además, muchos niños viajando con sus padres.
En la terminal de Casablanca, mucho más pequeña de lo que ambas esperaban, policías armados y vestidos con uniforme de camuflaje custodiaban a los pasajeros en el control de pasaportes y en las salas en las que tenían que esperar sus correspondientes vueltos. El cuarto de baño, aunque rústico y pequeño, contaba con una cuidadora que hablaba inglés y era un auténtico tesoro de información sobre el país y sus gentes. Las jóvenes cambiaron dólares por dirhams después de cruzar la aduana y pasaron el equipaje por el detector de metales antes de abordar su siguiente vuelo.
Casablanca era una ciudad grande, una meca de edificios blancos y modernos rascacielos con el mismo tráfico enloquecido que cualquier otra ciudad. Cuando el avión despegó, pudieron contemplar una hermosa vista de aquella exótica ciudad del Atlántico.
Sólo tres horas y media después, atragantadas ya por el humo, puesto que en aquel vuelo en particular a los pasajeros se les permitía fumar, el avión aterrizó en la pista del pequeño aeropuerto de Tánger.
Al final, una vez estuvieron sellados sus pasaportes y sus equipajes revisados, salieron de la terminal para adentrarse en la húmeda y casi tropical noche de Tánger. Había decenas de taxis aparcados junto a la terminal; sus respectivos conductores esperaban con una paciencia casi incomprensible la llegada de los viajeros.
Gretchen y Maggie se acercaron a uno de los taxis. El taxista les sonrió, las saludó educadamente y metió el equipaje en el maletero de su Mercedes. En cuestión de segundos, estaban de camino hacia el hotel Minzha, un establecimiento de cinco estrellas emplazado en una colina con vistas al puerto.
Las calles estaban bien iluminadas y casi todo el mundo vestía con túnica. La ciudad era una curiosa mezcla de edificios y tradiciones antiguas, viajeros cosmopolitas, misterio e intriga. Había palmeras por todas partes. Las calles, incluso de noche, rebosaban de gente y no era extraño ver a personas con trajes europeos. Los conductores asomaban la cabeza por la ventanilla de sus coches y saludaban con exagerados movimientos de mano y largas peroratas, en un idioma para ellas extraño, a todo conocido con el que se cruzaban. Un delicado olor a almizcle, dulce, peculiar y deliciosamente marroquí, aromatizaba la ciudad.
Para Maggie y Gretchen, aquél había sido un salto a lo desconocido; ni siquiera habían podido encontrar un vuelo que las llevara directamente a Tánger. Habían reservado el viaje a través de una agencia y habían ido inventando ellas su propio itinerario. Habían planeado parar en Bruselas antes de llegar a África para poder conocer algo de Europa. El viaje estaba siendo grandioso, y especialmente desde que estaban en Marruecos, donde todo eran destellos de un pasado reciente en el que los bereberes, montados en magníficos caballos, luchaban contra los europeos por la posesión de sus antiguas y sagradas tierras.
—Ésta es la aventura más maravillosa de mi vida — dijo Gretchen, un tanto afectada por la falta de sueño.
—Ya te dije que lo sería —respondió Maggie con una sonrisa—. Pobrecita, estás muerta de sueño, ¿verdad?
Gretchen asintió.
—Pero puedes estar segura de que ha merecido la pena cada hora de sueño perdida —frunció el ceño y se volvió hacia la ventana—. No veo el Sáhara.
—El desierto del Sáhara está a cientos de kilómetros de aquí —le explicó el taxista, mirándola por el espejo retrovisor—. Tánger es un puerto del Mediterráneo, mademoiselle.
—De modo que nos queda por delante un largo y difícil camino hasta el desierto —comentó Gretchen riendo.
—Oh, pero aquí hay muchas más cosas que ver —repuso el taxista—. El museo de Forbes, la gruta de Hércules, el gran zoco...
—El mercado —comentó Maggie, recordando—, sí, la guía de viaje dice que es enorme.
—Y lo es —le confirmó el taxista—. Y quizá puedan alquilar un coche y viajar hasta Asilah, en la costa atlántica, para conocer su mercado. Es algo que merece la pena ver, con toda esa gente del campo llevando sus productos para vender.
—Y quizá podamos ver también la kasbah —añadió Gretchen con aire soñador.
—Una kasbah —la corrigió el conductor.
—¿Es que hay más de una?
—Ah, el cine americano, Humphrey Bogart —suspiró riendo el taxista—. Una kasbah es simplemente una ciudad amurallada, mademoiselle, en el interior hay un gran mercado y muy antiguo. Ya lo verá. Tánger es una ciudad habitada desde hace cuatro mil años antes de Cristo y sus primeros habitantes fueron bereberes.
Durante el trayecto, les comentó algunos otros datos históricos. Tras un largo trayecto, llegaron a una colina y subieron hasta un edificio rodeado de pequeñas tiendas. El taxista aparcó en la acera y apagó el motor.
—Éste es su hotel —anunció mientras les abría la puerta. Entregó sus maletas al joven que salió del hotel para darles una sonriente bienvenida.
Aquello no tenía el aspecto de un hotel de cinco estrellas, por lo menos por fuera. Pero en cuanto entraron, se encontraron rodeadas de lujo. El conserje de recepción llevaba un fez rojo en la cabeza y una chaqueta blanca. En ese momento estaba ocupado con otros huéspedes, de manera que las americanas esperaron junto a su equipaje, aprovechando la espera para admirar la madera tallada de sillas y sofás y el mosaico que decoraba las paredes de una sala situada al lado del vestíbulo.
En cuanto terminó con los otros huéspedes, el conserje las miró sonriente. Maggie dio un paso adelante para dar su nombre, con el que había hecho las reservas. En cuestión de segundos, estaban subiendo a su habitación, acompañadas por el botones que les llevaba las maletas.
La habitación tenía una magnífica vista del Mediterráneo. Y justo debajo, se encontraban los florecientes jardines del hotel, una piscina y numerosos lugares desde los que disfrutar de las vistas del mar bajo las palmeras sin ser visto desde la calle. Era una panorámica muy parecida a la que mostraban las fotografías de las islas del Caribe en los folletos turísticos, pensó Gretchen. La habitación tenía un aire exótico y era enorme, con habitaciones separadas para la bañera y el inodoro.
Había además teléfono y un pequeño bar con bebidas, refrescos y aperitivos.
—Desde luego, no nos vamos a morir de hambre — murmuró Maggie, mientras exploraba la habitación.
Gretchen sacó un camisón de la maleta, se lo puso y se metió en la cama mientras Maggie se preguntaba en voz alta por el servicio de habitaciones.
A pesar del jet lag del que tanto se hablaba, ambas se despertaron descansadas y hambrientas a las ocho de la mañana. Se vistieron con pantalones anchos y camisas, ansiosas por desayunar y comenzar a recorrer aquella antigua ciudad que siglos atrás había formado parte del Imperio Romano.
El conserje les indicó el camino hacia el bufé del desayuno y les presentó a un guía profesional que podía llevarlas dos horas más tarde a recorrer la ciudad. Éste les advirtió que nunca, bajo ningún concepto, debían arriesgarse a caminar solas, sin guía. Y como les parecía lo más sensato seguir aquella recomendación, ambas quedaron en esperar al guía en el interior del hotel.
—¿Te has fijado en lo que vale el bufé? —preguntó Maggie, cuando se sentaron a desayunar—. Apenas tres dólares por todo esto —frunció el ceño—. Gretchen, ¿te gustaría vivir en Tánger?
—Me encantaría —respondió Gretchen riendo—. ¿Pero cómo se las iba a arreglar Callie sin mí en el despacho de abogados?
Maggie le dirigió una larga y silenciosa mirada.
—Vas a envejecer en ese despacho —le dijo a su amiga con cariño—. El abandono de Daryl es lo peor que te podía haber sucedido justo después de la muerte de tu madre.
—Fui una estúpida... —contestó Gretchen con mirada triste—. Todo el mundo se había dado cuenta menos yo.
—En realidad nunca le habías prestado atención a ningún hombre —señaló Maggie—. Es inevitable que te volvieras loca por el primer hombre que te trató como a una mujer.
Gretchen hizo una mueca.
—Y lo único que él quería era el dinero del seguro. No sabía que el rancho estaba completamente hipotecado y que no iba a haber ningún dinero. De hecho, habríamos perdido el rancho si mi hermano Marc no hubiera tenido dinero suficiente para pagar los atrasos de la hipoteca.
—Fue una pena que Daryl se fuera de la ciudad antes de que tu hermano lo atrapara —dijo Maggie fríamente.
—Marc es capaz de aterrorizar a cualquiera cuando está enfadado —confirmó Gretchen con una sonrisa—. Era toda una leyenda en la localidad antes de que abandonara a los rangers para ingresar en el FBI.
—Marc te adora. Y yo también —Maggie le palmeó la mano y sonrió—. Yo estaba como tú, dejándome llevar por la rutina, y decidí que debía cortar con todo aquello, arriesgarme a vivir una gran aventura que me sacara de aquel estado. Así que aquí estoy, camino de Qawi para convertirme en la ayudante personal del jeque. Como salto hacia lo desconocido, ¿qué te parece mi opción?
Gretchen se echó a reír.
—Bueno, digamos que probablemente sea el salto más grande que vas a dar en tu vida. Espero que sepas lo que estás haciendo —añadió—. He oído cosas bastante terroríficas sobre las costumbres de los países de Oriente Medio.
—No de Qawi —replicó inmediatamente Maggie—. Allí cuentan con una cultura muy progresista y una mezcla de religiones única en el Golfo Pérsico. El dinero del petróleo les ha permitido convertirse en un país cosmopolita muy rápidamente. Y el jeque es un hombre de pensamiento avanzado.
—Y además está soltero, ¿verdad? —bromeó Gretchen.
Maggie frunció el ceño.
—Sí. Su país fue invadido hace dos años y hubo un gran escándalo al respecto. Yo vi algunos de los programas que hablaban sobre ello. También hubo rumores sobre el jeque, y muy ofensivos, por cierto, pero su gobierno dio todas las explicaciones necesarias para aclararlos.
Gretchen dio un sorbo a su café.
—Quizá sea tan maravilloso y sexy como Rodolfo Valentino. ¿Alguna vez has visto la película El sheik? —continuó con expresión soñadora—. Imagínate que una fantasía como ésa pudiera hacerse realidad, Maggie. Ser secuestrada por un jeque en un caballo blanco y que él se enamorara de ti. Me emociono de sólo pensarlo —frunció el ceño—. Quizá no esté yo muy preparada para ser una mujer moderna. Probablemente debería soñar en montar a un jeque en mi caballo y convertirlo en mi cautivo —un largo suspiro abandonó sus labios—. En fin, sólo es un sueño. La realidad no es nunca tan excitante, al menos para mí. Quizá sea más fácil que una mujer como tú consiga a un hombre sexy y maravilloso.
—Pues yo tampoco he tenido mucha suerte con los hombres maravillosos —replicó Maggie.
Gretchen sabía que Maggie estaba pensando en su hermano adoptivo, Cord Romero.
—Bueno, a mí no me mires —musitó, intentando aligerar el ambiente—. Yo sólo atraigo a gigolós.
—Daryl no era un gigoló, era una babosa repugnante. Lo que deberías hacer es salir solamente con hombres pertenecientes a tu propia especie.
Gretchen estalló en carcajadas.
—Oh, me haces sentir tan independiente y valiente... —dijo con sinceridad—. Me alegro de que me pidieras que pasara contigo estas vacaciones y de que me ayudaras a pagarlas —añadió con gratitud—. Aunque tenga que regresar sola. Voy a echarte mucho de menos —dijo quedamente—. Ya no podremos ir a comprar juntas, ni siquiera hablar por teléfono en vacaciones.
Maggie asintió muy seria. Ella iba a volar desde Tánger a Qawi. Su trabajo como ayudante personal del jeque implicaría asumir responsabilidades como relaciones públicas, organizar su casa oficial, reuniones... Sería todo un desafío e iba a echar mucho de menos Texas. Pero como ya le había dicho a Gretchen en alguna ocasión, cualquier cosa era preferible al infierno de seguir enamorada de Cord Romero, un hombre que ya había hecho evidente que jamás iba a formar parte de su vida.
Ambos eran huérfanos y habían sido adoptados por la misma familia. No eran parientes, pero Cord trataba a Maggie como si lo fuera. Años atrás se había casado. Su esposa, Patricia, se había suicidado después de que Cord hubiera sido fatalmente herido y aun así se hubiera negado a renunciar a su trabajo como agente del gobierno. Poco después de su muerte, Cord había abandonado su trabajo de agente para pasar a ser soldado profesional, especializado en desactivación de explosivos, a lo que se dedicaba actualmente.
Maggie había conseguido mantenerse a una prudente distancia de él hasta que había muerto repentinamente su madre adoptiva. Varias semanas después, Maggie se había casado, pero su marido, un hombre inválido y mayor, murió a los seis meses de su matrimonio. Cord y ella se habían estado evitando desde entonces. Gretchen se preguntaba a menudo qué habría pasado, pero Maggie nunca hablaba de ello.
Cuando Cord había vuelto inesperadamente a Houston y había comenzado a moverse en los mismos círculos que Maggie, ésta había buscado trabajo en el extranjero. Un trabajo, por cierto, del que el propio Cord le había hablado. Cord acababa de regresar de Qawi, donde había estado desactivando minas de la época de la invasión. Cuando Maggie se había interesado por el trabajo, había descubierto que por él le pagarían mucho más que en su puesto de consejera financiera. Y estaba decidida a romper para siempre con Cord aquella vez.
Mientras planificaba el viaje, había decidido tomarse unas vacaciones y había invitado a Gretchen a acompa-ñarla. Principalmente, porque desde la muerte de su madre y la trágica traición de su novio, la veía bastante desanimada. Hasta entonces, el viaje había sido maravilloso. Pero muy pronto, Maggie volaría a Qawi y Gretchen tendría que regresar sola a Bruselas, donde tomaría el avión para Texas.
Quizá Gretchen se sintiera sola, pero era una forma de que viera un poco de mundo. Lo necesitaba. Gretchen se había ocupado de cuidar a su madre, enferma de cáncer, durante los últimos seis años. Gretchen tenía ya veintitrés y era tan ingenua como una adolescente. No había tenido oportunidad de salir mucho. Su madre, además de estar enferma, era una mujer muy posesiva con su hija. El padre de Gretchen había muerto cuando ésta tenía diez años y su hermano Marc dieciocho, lo que había hecho que sus vidas fueran todavía más duras. Marc vivía junto a Gretchen, el capataz y su familia en su rancho de Jacobsville, en Texas, aunque él trabajaba para el FBI y pasaba la mayor parte de su vida en la ciudad. Su trabajo le había impedido colaborar con Gretchen en los cuidados de su madre, aunque, por supuesto, las había ayudado manteniéndolas.
—Marruecos —dijo Gretchen en voz alta—. Jamás había soñado con conocer un lugar tan exótico.
Maggie contestó con una sonrisa.
—Estás muy callada —dijo Gretchen de repente, extrañada por el silencio de su amiga. Maggie normalmente era la más habladora de las dos.
Maggie se encogió de hombros y tomó su taza de café con ambas manos.
—Yo... estaba pensando en casa.
—¡Qué vergüenza! Estamos de vacaciones en Marruecos. No puedes ponerte nostálgica todavía.
—No estoy nostálgica, de verdad. Simplemente me gustaría que las cosas hubieran salido algo mejor.
—Con Cord, supongo.
Maggie se encogió de hombros.
—No podría haber funcionado. Él nunca superó la muerte de Pat y además no está dispuesto a renunciar a su trabajo. Le gusta demasiado.
—La gente cambia cuando envejece —dijo Gretchen.
—Él no lo hará —había mucha tristeza en su declaración—. He pasado gran parte de mi vida esperando que me amara y ya sé que nunca ocurrirá. Tengo que aprender a vivir sin él.
—Estoy segura de que te echará de menos y vendrá hasta aquí para llevarte de nuevo a casa.
—No es muy probable.
—Tampoco lo era que yo viniera a Marruecos —respondió Gretchen con expresión traviesa, mientras se terminaba sus huevos revueltos.
Maggie forzó una sonrisa.
—Bueno, en cualquier caso, el jeque es relativamente joven y está soltero. ¿Quién sabe lo que puede ocurrir?
—¿Quién sabe? —Gretchen sentía que Maggie hubiera tomado una decisión tan drástica. Iba a echarla terriblemente de menos. Callie Kirby, su compañera de trabajo, era una estupenda compañía, pero Maggie era su mejor amiga desde que ambas eran niñas. Ya había sido suficientemente malo que se fuera a vivir a Houston como para tener que soportar que se fuera definitivamente del país.
—Siempre puedes venir a verme —dijo Maggie—. Me permiten tener compañía. Y a lo mejor podemos encontrar un príncipe para ti.
—No quiero un príncipe —respondió Gretchen entre risas—. Me conformo con un vaquero con un buen caballo y un gran corazón.
—Los grandes corazones son algo raro de encontrar. Pero espero que tú lo hagas algún día.
—Podrías volver conmigo —dijo Gretchen sombría— . Todavía no es demasiado tarde para que cambies de opinión. ¿Qué ocurrirá si de pronto Cord se da cuenta de que está loco por ti y tú te encuentras a miles de kilómetros?
—Como tú misma has dicho, siempre puede venir en avión —replicó Maggie con firmeza—. Y ahora hablemos de algo más alegre.
Gretchen no dijo una sola palabra más. Pero esperaba con todo su corazón que Maggie supiera lo que estaba haciendo. Una cosa era hacer turismo y otra muy distinta vivir en un país extraño. Además, aquel trabajo sonaba demasiado bueno para ser verdad. Y siendo Qawi uno de esos países en los que las mujeres hacían vidas completamente separadas de las de los hombres, le extrañaba que el jeque quisiera no sólo tener una ayudante femenina, sino también que fuera de un país conocido por la liberación de las mujeres. Ojalá fuera cierto que hubiera habido una sutil revolución en Qawi, pensó Gretchen, que no quería que su amiga corriera ningún peligro. En cualquier caso, se alegraba de tener todavía una semana por delante en Tánger. Sabía que aquél iba a ser un viaje perfecto. Estaba segura.
Pero todos los planes de Maggie sobre sus vacaciones y su nuevo trabajo se convirtieron en humo a la semana siguiente, cuando aceptó una inesperada llamada desde Jacobsville.
—Odio tener que decirte esto —comenzó diciendo Eb Scott, uno de sus mejores amigos—. Cord ha sido herido. Estaba haciendo un trabajo en Florida hace una semana, colocando un pequeño explosivo en un barril para poder desactivarlo, cuando le ha explotado en la cara.
Maggie palideció notablemente y se aferró al teléfono como si de ello dependiera su vida.
—¿Él... ha muerto? —preguntó con un ronco susurro.
Una eternidad de segundos después, Eb contestó:
—No, pero desearía haberlo hecho. Se ha quedado ciego, Maggie.
Maggie cerró los ojos, intentando imaginarse a aquel hombre orgulloso e independiente caminando con un bastón o guiado por un perro mientras luchaba por recomponer su vida en soledad.
—¿Dónde está?
—El hermano de Gretchen, Marc, estaba en Miami cuando ocurrió. Llevó a Cord a casa en cuanto le dieron el alta —vaciló un instante—. Yo no me enteré de lo que había pasado hasta que Marc me llamó cuando volvió de Miami.
—¿Cord está ahora solo?
—Completamente solo. No ha querido quedarse con Sally y conmigo y no tiene familia, ¿verdad?
—Sólo me tiene a mí, si es que puedo considerarme familia suya —se interrumpió e intentó pensar rápidamente—. Pero me temo que me echaría de su lado si fuera a quedarme con él.
—En realidad —dijo Eb lentamente, eligiendo con cuidado sus palabras—, dicen que te llamó cuando lo llevaron al hospital.
A Maggie le dio un vuelco el corazón. Aquélla era la primera vez en su vida que Cord parecía necesitarla. La había deseado, sí, pero sólo una vez, y no estaba precisamente sobrio.
—Llamé a Cord en cuanto Marc me dijo que lo habían llevado a su casa. Cord me comentó que no quería que tú lo cuidaras, pero que podía llamarte si quería. Por eso te llamo.
—Y en menudo momento. Estoy a punto de comenzar un nuevo trabajo y ésta es mi semana de vacaciones —miró a Gretchen e hizo una mueca—. No sé cómo me las voy a arreglar, pero saldré de aquí esta misma tarde.
—Sabía que lo harías —dijo Eb con cariño—. Y se lo diré a Cord.
—Gracias, Eb.
—De nada. Que tengas un buen viaje. Y Marc me ha pedido que le digas a Gretchen que no se le ocurra salir sola mientras esté allí.
—Se lo diré. Eb, la ceguera... ¿va a ser permanente?
—Los médicos todavía no están seguros.
Maggie volvió a darle las gracias y colgó el teléfono.
—Cord está herido... —anunció sin preámbulos—. Tengo que volver hoy mismo a casa. Siento tener que dejarte en la estacada....
Sabiendo lo que Maggie sentía por Cord, Gretchen habría preferido ser secuestrada por unos bandidos a mostrar temor por el hecho de tener que quedarse sola en un país extranjero.
—No te preocupes por mí, puedo cuidar de mí misma —le aseguró con más confianza de la que realmente sentía—. ¿Pero qué va a pasar con tu trabajo?
Maggie se quedó mirando fijamente a su amiga. Un plan comenzaba a tomar forma en su cabeza.
—Puedes hacerlo tú.
—¿Qué?
—Puedes ir a Qawi y aceptar el trabajo. Escucha — dijo al ver que su amiga comenzaba a protestar—. Esto es exactamente lo que necesitas. Actualmente te dedicas a vegetar en ese pequeño despacho de Jacobsville. Ya has renunciado a la mayor parte de tu vida cuidando a tu madre y ha llegado la hora de que empieces a ver el mundo real. ¡Ésta es la oportunidad de tu vida!
—¡Pero yo sólo soy secretaria en un despacho de abogados! No sé cómo organizar fiestas, ni escribir artículos de prensa sobre la realeza. Y si el jeque espera encontrarse con una viuda con el pelo oscuro...
—Dile que te has teñido el pelo y no menciones que eres viuda —dijo Maggie—. Puedes usar mi billete de avión y todo el dinero que he traído.
—No me parece buena idea.
—Es una idea maravillosa —la contradijo Maggie—. Disfrutarás como no lo has hecho en tu vida. Y hasta es posible que encuentres al hombre de tu vida.
—Oh, eso sí que me parece una buena idea. Puedo llegar a convertirme en la cuarta esposa de un príncipe árabe, cubierta de la cabeza a los pies y metida todo el día en un harén.
—Me temo que tienes mucho que aprender sobre las mujeres musulmanas. Ellas viven de acuerdo a valores que antes eran normales en nuestro mundo y tienen su propio espacio de poder. Además, en Qawi y en algunos otros países tienen derecho al voto y a tener su propio dinero. En Qawi hay además muchas mujeres cristianas. De hecho, se rumorea que no sólo la mayor parte de la población lo es, sino también el propio jeque. El matrimonio de sus padres era un matrimonio mixto.
—Por lo que yo recuerdo, también corrían rumores sobre las tendencias sexuales del jeque. Tú misma me lo dijiste.
—Eso ya se aclaró en una entrevista de la INN — respondió Maggie, con aire ausente—. El senador Holden explicó que el propio jeque había iniciado esos rumores para poner a salvo a la mujer de Pierce Hutton antes de que su padre adoptivo, el mercenario alemán Kurt Brauer, pudiera hacerle daño. Comentan que nunca ha conseguido olvidarla —comenzó a descolgar su ropa del armario—. Brianne Hutton no es especialmente atractiva, pero tiene una bonita sonrisa y mucho estilo. Quizá el jeque se sintiera atraído por ella porque era rubia.
—Supongo que él es muy moreno —aventuró Gretchen.
—No lo sé. Nunca lo he visto y no hay muchas fotos de él. Además, en su investidura, llevaba un bisht ceremonial encima de su ropa además de un tocado en la cabeza y un igal así que consiguió mantener su rostro parcialmente oculto —Maggie terminó de hacer su maleta y comenzó a meter sus documentos en el bolso con la mente puesta en todo momento en Cord.
—Quizá tenga verrugas... —comentó Gretchen con aire travieso.
Maggie no le estaba prestando atención. Miró alrededor de la habitación.
—Si me dejo algo, mándamelo, ¿quieres? Toma —le tendió un puñado de billetes marroquíes y unas monedas—. No puedo usarlos fuera de aquí y no tengo tiempo de cambiarlos. Tú vas a pasar aquí la próxima semana y después volarás a Qawi. Para cuando el jeque averigüe que no eres yo, si es que alguna vez lo hace, estarás tan bien instalada que probablemente decida mantenerte a su lado.
—Qué optimista —respondió Gretchen, abrazando a su amiga.
Maggie descolgó el teléfono sonriendo y habló con el recepcionista.
—Muchas gracias —dijo al cabo de un minuto—. Ahora mismo bajo —reunió sus cosas, se acercó a la puerta y le dijo a Gretchen por encima del hombro—: Me está consiguiendo un billete de avión. Mustapha me va a llevar al aeropuerto. Recuerda, no se te ocurra salir sola del hotel. Prométemelo.
—Te lo prometo, y tú ten mucho cuidado también. Espero que Cord esté bien.
—¿Estando ciego? —preguntó Maggie con tristeza—. Lo único que voy a poder hacer será lo que él me permita y apuesto a que no va a ser nada fácil. Pero quizá pueda ayudarlo a acostumbrarse a esta nueva situación. Al menos, ahora me necesita, eso es algo que hasta ahora nunca había ocurrido.
—Los milagros suceden cuando uno menos se lo espera.
—Ojalá. Cord necesita uno más que nunca. Oh, Gretchen, ¡escríbeme! —le pidió mientras agarraba precipitadamente su maleta y se encaminaba hacia la puerta.
—Por supuesto.
Se hizo un enorme silencio en la habitación después de que Maggie saliera. Gretchen apenas podía soportarlo; y aunque la habitación era enorme, en aquellas circunstancias le parecía claustrofóbica. Decidió bajar a la piscina para estirar un poco las piernas. Aprovecharía también para tomar un poco el sol.
Pasó una tarde muy solitaria, aunque coincidió con algunos turistas a los que empezaba ya a reconocer. Durante la comida y la cena, se sentó sola a la mesa y subió temprano a su habitación. Imaginaba que Maggie estaría ya de camino a Bruselas para tomar el avión que la llevaría a su casa. Y ella iría sola también.
Pensó en el día de viaje que habían perdido y se dijo que quizá a la mañana siguiente pudiera conseguir que Mustapha la llevara a conocer la gruta de Hércules. Y podía emplear otro día en acercarse a la ciudad costeña de Asilah.
No durmió excesivamente bien, pero se sintió extra-ñamente fresca y despejada cuando se despertó a la ma-ñana siguiente. Se puso un vestido de tirantes estampado en amarillo y blanco y una chaqueta blanca de punto, se peinó la melena, que recogió en una cola de caballo, y bajó al vestíbulo para ver si el conserje podía ayudarla a encontrar a Mustapha.
En su precipitación, estuvo a punto de chocar con un hombre de aspecto distinguido, vestido con un traje de seda gris y un maletín en la mano. Éste la agarró por los hombros al ver que estaba a punto de tropezar y la miró divertido.
—Oh, cuánto lo siento —se disculpó Gretchen—. Quiero decir, excusezmoi, monsieur —se corrigió al advertir que aquel hombre parecía francés. O algo así. Era muy elegante y podría haber sido atractivo si no fuera por las profundas cicatrices que surcaban una de sus mejillas. Tenía el pelo tan negro como sus ojos y una gracia de movimientos poco habitual en un hombre tan alto. Aunque su piel era más oscura que la de los anglosajones, era algo más clara que la de los árabes y bereberes que Gretchen había visto allí. Y era tan alto que Gretchen tenía que inclinar la cabeza para mirarlo a los ojos.
—Il n’y a pas de quoi, mademoiselle —respondió suavemente, con una voz profunda y suave como el terciopelo—. No me ha hecho ningún daño.
Gretchen sonrió. Le gustaba cómo chispeaban los ojos de aquel desconocido.
—Tendré más cuidado la próxima vez.
—¿Va a quedarse algún tiempo aquí? —le preguntó él con una educada sonrisa.
Gretchen asintió.
—Unos días sólo. Voy a empezar a trabajar dentro de unos días en Qawi, pero antes me apetecía disfrutar de unas vacaciones. Tánger es una ciudad preciosa.
—¿Va a trabajar en Qawi? —preguntó él con inusual interés.
—Sí, voy a trabajar para el jeque —le explicó confiadamente—. Seré su relaciones públicas. Estoy deseando empezar.
Él se quedó callado durante unos segundos y entrecerró sus ojos rápidos e inteligentes:
—¿Conoce bien esta parte del mundo?
—Me temo que ésta es la primera vez que salgo de Estados Unidos —le dijo y sonrió de nuevo—. Me siento tan estúpida... Aquí todo el mundo habla por lo menos cuatro idiomas y yo sólo soy capaz de hablar el mío y un poco de español.
—Sorprendente —musitó él, arqueando significativamente las cejas.
—¿El qué?
—Una americana modesta.
—La mayoría de los americanos lo somos —respondió sonriente—. Bueno, es posible que algunos sean rudos y vanidosos, pero no se puede juzgar a todo un país por un puñado de gente. Y los texanos son muy modestos normalmente, sobre todo teniendo en cuenta que nuestro Estado es mucho mejor que los otros.
Él se echó a reír.
—¿Es usted de Texas?
—Oh, sí —respondió—. Soy una auténtica vaquera. Y si no me cree, estoy dispuesta a enlazar una vaca cuando usted quiera.
El desconocido volvió a reír ante su entusiasmo. No podía recordar la última vez que había conocido a alguien como ella. Apretó los labios y la estudió de cerca.
—Tengo entendido que Qawi es más pequeño que cualquiera de sus Estados.
Gretchen miró a su alrededor con expresión de encontrar interesante todo lo que veía.
—Sí, pero en Estados Unidos, vayas donde vayas, todo se parece —señaló—. Aquí la música es diferente, la comida es diferente... y todos estos países tienen tanta historia que tendría que pasarme la vida estudiando para aprenderla.
—¿Le gusta la historia?
—Me encanta. Me gustaría haber ido a la universidad para estudiarla, pero mi madre tuvo cáncer y no podía dejarla sola durante mucho tiempo. Tenía que dejarla sola cuando iba a trabajar, por supuesto, pero no podía ir también a clase. No tenía ni tiempo ni dinero. Mi madre murió hace cuatro meses y todavía la echo de menos —esbozó una sonrisa de disculpa—. Lo siento, no pretendía ponerme a divagar de esta forma.
—He disfrutado mucho de nuestra conversación — respondió él sinceramente.
—¡Mademoiselle Barton! —la llamó el conserje.
Gretchen tardó algunos segundos en comprender que el conserje la había confundido con Maggie. Se disculpó entonces con su interlocutor y se acercó al escritorio de recepción.
—Mustapha ya ha salido para llevar a algunos de nuestros huéspedes a conocer la gruta de Hércules. Pero si todavía quiere ir, tiene uno de nuestros coches a su disposición y podemos pedirle a otro guía que la acompañe.
—No sé... —respondió Gretchen vacilante. No creía que fuera a disfrutar del viaje yendo sola.
—Perdóneme —le respondió el hombre alto, reuniéndose con ella en el mostrador—. Yo también pensaba ir a conocer la gruta. Quizá pueda acompañarla.
Gretchen alzó la mirada hacia él con expresión de auténtico alivio.
—Oh, eso sería maravilloso... ¿pero de verdad quiere ir?
—Claro que sí —miró al conserje y le dijo algo rápidamente en su idioma. Una lengua de la que Gretchen no era capaz de comprender una sola palabra. El conserje rió para sí y Gretchen se preguntó si su impulsiva aceptación no iba a causarle problemas. No sabía absolutamente nada de aquel desconocido.
—Puede confiar en este caballero, mademoiselle — le dijo el conserje al advertir su expresión preocupada—. Puedo asegurarle que no sufrirá ningún daño en su compañía. Le pediré a Bojo, otro de nuestros guías, que traiga un coche, ¿de acuerdo?
Gretchen miró a su acompañante y éste asintió.
—Entonces sí —respondió, vacilante—. Pero tendrá que dejar en algún sitio su maletín...
Él le tendió el maletín al conserje y tras intercambiar unas palabras en aquel lenguaje extraño y musical se volvió hacia Gretchen con una sonrisa.
—¿Nos vamos entonces?
El hotel les proporcionó un majestuoso Mercedes con un chófer al volante, cuyo bigote y barba delataban su origen bereber. Al igual que el taxista que las había llevado al hotel el día de su llegada a Tánger, llevaba la ventanilla bajada y hablaba a un considerable volumen con otros conductores y peatones. El desconocido del hotel le explicó a Gretchen que le había pedido que les llevara primero a ver la gruta de Hércules y después a Asilah.
—Bojo nació en Tánger, así que se conoce a la mitad de la población y es pariente de la otra media —le explicó, recostándose perezosamente en el asiento.
—En Jacobsville ocurre lo mismo. Eso es algo que me gusta de las ciudades pequeñas, todo el mundo se conoce. Creo que no podría ser feliz en una gran ciudad, en la que la gente no se conoce.
—Y, sin embargo, ha dejado su pequeña ciudad para ir a vivir a un país extraño....
Gretchen sonrió con aire ausente mientras observaba las estrechas calles rebosantes de peatones que atravesaba el coche.
—Cuando mi madre murió y al no tener más parientes cercanos, tuve la sensación de estar en un callejón sin salida si me quedaba en casa.
—¿Entonces no está casada?
—¿Yo? Oh, no, nunca he estado casada. Tuve un novio —esbozó una mueca—. Él pensaba que heredaría la propiedad y el dinero del seguro cuando mi madre muriera, pero el rancho estaba completamente hipotecado y el dinero del seguro sólo era suficiente para pagar el funeral. Así que mi novio desapareció justo después de que enterrara a mi madre. Ahora está saliendo con la hija de un banquero.
El rostro del desconocido se endureció visiblemente. Estaba estudiando a Gretchen con intensidad, pero ella no se daba cuenta.
—Ya veo.
Gretchen se encogió de hombros.
—Fue muy amable conmigo y por lo menos me ayudó en los peores momentos de mamá —suspiró, mientras deslizaba la mirada por la costa—. Antes no había salido con nadie. Mi madre pasó mucho tiempo enferma y yo era la única que podía cuidar de ella. Mi hermano nos ayudaba todo lo que podía, pero él trabaja para el gobierno y pasa mucho tiempo fuera.
—¿Y no había nadie más que pudiera ayudarla? ¿Ninguna amiga?
—Sólo mi amiga Maggie, pero ella vivía en Houston. Bueno, vive en Houston —se corrigió—. Yo vivía con mi familia en el rancho, junto al capataz.
—Y esa amiga... —insistió él en un tono engañosamente perezoso—, ¿no ha venido con usted?
—Sí, pero ha tenido que irse inesperadamente — frunció el ceño, preguntándose si debería darle tantas explicaciones a un desconocido.
—¿Y la ha dejado sola a merced de los desconocidos? —bromeó.
Gretchen lo miró y esbozó una sonrisa traviesa.
—¿Me va a ofrecer ahora un dulce y va a pedirme que vaya con usted a su casa? —le preguntó. Él sonrió suavemente. —Odio los dulces —contestó, cruzando las piernas—.
Y me parece demasiado astuta para dejarse engañar con uno de ellos.
—Oh, yo no estaría tan segura. El chocolate me vuelve loca. Puedo perder toda mi fuerza de voluntad delante de alguien con un bolsillo lleno de bombones.
—Un rasgo de su personalidad que procuraré recordar, mademoiselle... Barton —dijo suavemente. Gretchen lo miró entonces a los ojos. No quería que su amistad comenzara con una mentira. —Mademoiselle Brannon —lo corrigió—. Gretchen Brannon. Él tomó la mano que le ofrecía y se la llevó a los labios. Gretchen sonrió.
—Enchanté —entrecerró los ojos—. Me ha parecido entender que el conserje la llamaba mademoiselle Barton.
—Ésa era Maggie Barton, mi amiga. Pero su hermano adoptivo ha sufrido un terrible accidente y esta misma mañana ha tenido que marcharse —se mordió el labio inferior—. Probablemente no debería hablar sobre ello, pero el caso es que Maggie quiere que yo haga algo no muy ético, y mi conciencia me está matando.
—Por favor... —le pidió él, acompañando sus palabras con un gesto—. A menudo, ayuda hablar de nuestros problemas con un desconocido —al ver que vacilaba, rió—. Y nosotros somos dos desconocidos, n’est pas?
—Sí. Y supongo que usted no conocerá a nadie en Qawi.
Él arqueó los ojos expresivamente y Gretchen se encogió de hombros.
—Bueno, Maggie iba a empezar a trabajar para el jeque de Qawi y como ahora ya no puede hacerlo, quería que me presentara yo en su lugar sin decir quién soy.
—¿Y usted lo desaprueba?
—Yo creo que Maggie jamás me habría propuesto una cosa así si hubiera estado en condiciones de pensar correctamente. No me gustan las mentiras, y tampoco se me dan nada bien. Además, no creo que pueda hacerme pasar por una ejecutiva o una mujer de negocios que además es viuda. Yo no soy una mujer sofisticada, no sé organizar fiestas ni recibir a dignatarios de otros países. Lo único que sé son cuestiones relacionadas con las leyes porque en Jacobsville trabajaba en un despacho de abogados.
Él la escuchaba atentamente. Entrecerró los ojos con expresión pensativa y asomó una media sonrisa a sus labios.
—Sorprendente —musitó.
Gretchen alzó hacia él sus enormes ojos grises.
—¿El qué?
—Es igual —buscó sus ojos—. ¿Entonces cree que ese trabajo está por encima de sus posibilidades?
—Desde luego —respondió—. Creo que en cuanto termine mis vacaciones, volaré a Bruselas y desde allí a mi casa —añadió, tomando la decisión al tiempo que hablaba.
Su acompañante arqueó una ceja.
—¿Usted cree en el destino, señorita Brannon?
—No sé.
—Yo sí, y creo que debería ir a Qawi.
—¿Y vivir una mentira? —musitó con tristeza.
—No, y decir la verdad —se inclinó hacia delante bruscamente—. Conozco al jeque de Qawi —confesó de forma inesperada—. Sé que es un hombre justo y que no hay nada que admire más que la sinceridad. Utilice el billete de avión de su amiga y acepte ese trabajo.
—No creo que me acepte. Él le daba mucha importancia a las cualidades profesionales de Maggie, y también al hecho de que fuera viuda.
—Cuéntele la verdad y acepte ese trabajo —repitió él con firmeza—. Estoy seguro de que estará dispuesto a rebajar sus requisitos. Sucede que sé que necesita un ayudante personal de manera inmediata. No querrá perder el tiempo intentando encontrar a alguien con las características de madame Barton.
—Pero es que yo no estoy preparada para ese puesto.