Una misión para dos - Amanece en mi corazón - Falso noviazgo - Diana Palmer - E-Book

Una misión para dos - Amanece en mi corazón - Falso noviazgo E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

UNA MISIÓN PARA DOS - DIANA PALMER El detective de policía Rick Márquez jamás se había enfrentado a un caso que no pudiera resolver. Tan solo le faltaba una mujer con la que pudiera encontrar la felicidad. Pero iba a conocer a la única mujer que podría encajar con él en cuerpo y alma... Sin embargo, las circunstancias del trabajo de Gwen y la información personal que ella no le había contado no tardaron en poner a prueba su amor... AMANECE EN MI CORAZÓN - HELEN R. MYERS Era la casa que la agente inmobiliaria Genevieve Gale había soñado para sí misma. En lugar de eso, la eligió para el matrimonio de los Roark. Pero cuando el atractivo millonario iba a instalarse con su esposa, enviudó. Entonces buscó consuelo en los brazos de Genevieve, y ella le ofreció todo lo que tenía sin esperar nada a cambio. Incluso después de descubrir que estaba esperando un hijo. FALSO NOVIAZGO - CHRISTINE RIMMER Travis Bravo estaba harto de la afición que tenía su madre a hacer de casamentera. ¿Y qué mejor manera de pararla que llevar a una novia a casa en vacaciones? El único problema era que ni siquiera estaba saliendo con alguien. Pero allí estaba su amiga Samantha Jaworski. Y a Sam le resultó muy sencillo lanzarse a su papel de novia de Travis… y también a sus brazos.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 469 - junio 2024

© 2011 Diana Palmer

Una misión para dos

Título original: True Blue

© 2010 Helen R. Myers

Amanece en mi corazón

Título original: It Started with a House...

© 2011 Christine Rimmer

Falso noviazgo

Título original: A Bravo Homecoming

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1062-817-5

Índice

Créditos

Una misión para dos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Amanece en mi corazón

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Epílogo

Falso noviazgo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

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Capítulo 1

PODRÍAMOS perder el caso —musitó Rick Márquez, sargento detective de San Antonio, mientras observaba a la última detective que se había incorporado a su unidad.

—Lo siento mucho —respondió Gwendolyn Cassaway—. Me he tropezado. Ha sido un accidente.

Rick la observó a través de entornados ojos oscuros y apretó sus sensuales labios.

—Te has tropezado porque necesitas gafas y no las llevas.

Personalmente, no creía que el hecho de no llevar gafas la favoreciera especialmente, si era la estética la razón por la que no se las ponía. La detective Cassaway tenía un rostro agradable y una piel exquisita, pero no se podía decir que fuera una belleza. Su mejor rasgo era una espesa melena de color rubio platino que siempre llevaba recogida en lo alto de la cabeza.

—Las gafas me molestan y jamás las puedo tener lo suficientemente limpias —replicó ella—. Ese recubrimiento que llevan provocan brillos a menos que se utilicen los productos de limpieza adecuados y que yo jamás encuentro —añadió a la defensiva.

Rick contuvo la respiración con cierta exasperación y se apoyó sobre el borde del escritorio que tenía en su despacho. Era un hombre alto, corpulento aunque sin que resultara evidente. Su piel tenía un suave color aceitunado y su cabello, largo y espeso, iba recogido en una coleta. Era muy atractivo, pero no parecía capaz de encontrar una novia en serio. Las mujeres lo encontraban útil como un hombro compasivo sobre el que llorar sobre sus amores verdaderos. Una mujer se negó a salir con él cuando se dio cuenta de que Rick llevaba siempre su pistola aun cuando no estaba de servicio. Él había tratado de explicarle que era necesario, pero no había conseguido hacerle entender. Acudía a la ópera, que le encantarada, completamente solo. Iba solo a todas partes. Tenía casi treinta y un años y estaba más solo que nunca. Este hecho lo convertía en una persona irritable.

Y encima Gwen lo estaba empeorando todo. Estuvo a punto de contaminar la escena del crimen, lo que hubiera podido invalidar la delicada cadena de pruebas que podría conducir a una firme condena en un complejo asesinato.

Una universitaria, rubia y bonita, había sido brutalmente agredida y asesinada. No había sospechoso y había muy pocas pruebas. Gwen había estado a punto de contaminar la escena acercándose demasiado a una mancha de sangre.

Rick no estaba de buen humor. Tenía hambre e iba a llegar tarde a almorzar porque tenía echarle la bronca a aquella mujer. Si él no lo hacía, lo haría el teniente y Cal Hollister era aún más desagradable que Márquez.

—También podrías perder tu trabajo —señaló Márquez—. Eres nueva en el departamento.

—Lo sé —dijo ella encogiéndose de hombros—. Supongo que podría regresar al Departamento de Policía de Atlanta si fuera necesario —añadió con resignación. Observó a Rick con tristeza en los ojos, que eran de un color verde muy claro, casi transparente. Él jamás había visto unos ojos de ese color.

—Tienes que tener más cuidado, Cassaway —le advirtió.

—Sí, señor. Haré todo lo posible.

Rick trató de no mirar la camiseta que ella llevaba puesta bajo una ligera cazadora vaquera a juego con los pantalones que llevaba puestos. Hacía bastante calor para ser noviembre, pero se agradecía tener una cazadora para protegerse del frío de la mañana. Sobre la camiseta, llevaba el dibujo de un pequeño alienígena de color verde con una frase que decía «¿Has visto mi nave espacial?». Rick desvió la mirada y trató de no sonreír.

Ella se cerró un poco más la cazadora.

—Lo siento. No hay reglas referentes a las camisetas que se pueden llevar, ¿verdad?

—Si el teniente ve ésa, lo descubrirás muy pronto —replicó Rick.

Ella suspiró.

—Trataré de adaptarme. Lo que ocurre es que provengo de una familia muy poco común. Mi madre trabajaba para el FBI. Mi padre es militar. Mi hermano es… —se interrumpió. Dudó y tragó saliva—. Mi hermano estaba en la inteligencia militar.

—¿Ha fallecido? —preguntó Rick frunciendo el ceño.

Ella asintió. Aún le costaba hablar al respecto. El dolor era demasiado reciente.

—Lo siento —susurró él.

—Larry murió muy valientemente durante una operación secreta en Oriente Medio. Era mi único hermano. Por eso me resulta difícil asimilar lo ocurrido.

—Lo comprendo —dijo Rick. Se puso de pie y miró el reloj—. Es hora de almorzar.

—Yo… Yo tengo otros planes… —comentó ella rápidamente.

Rick la miró con desaprobación.

—Era simplemente una afirmación, no una invitación. No salgo con compañeras de trabajo —replicó muy secamente.

Gwen se sonrojó profundamente. Entonces, tragó saliva y se irguió.

—Lo siento. Yo estaba… Quería decir que…

A Rick no le interesaban las excusas.

—Ya hablaremos de esto más tarde. Mientras tanto, te ruego que hagas algo con respecto a tu vista. ¡No puedes investigar una escena del crimen si no ves!

—Sí, señor —asintió ella—. Tiene razón.

Rick abrió la puerta y dejó que ella pasara primero. De pasada, notó que la cabeza de ella sólo le llegaba al hombro y que su perfume olía a rosas, como las que su madre criaba en el jardín de la casa de Jacobsville. Era una fragancia sutil, casi imperceptible. Le gustaba. Algunas mujeres que trabajaban en el departamento parecían bañarse en perfume y sufrían de alergias y dolores de cabeza sin que parecieran darse cuenta del porqué. En una ocasión, un detective tuvo un ataque de asma casi mortal después de que una administrativa se le acercara oliendo como si se hubiera puesto un frasco entero de perfume.

Gwendolyn se detuvo de repente, lo que provocó que Rick se chocara con ella. Extendió las manos para agarrarle los hombros y sujetarla antes de que ella pudiera caerse.

—Lo siento —exclamó ella. Había sentido una oleada de placer al experimentar la cálida fuerza de las enormes manos que la sujetaban tan delicadamente.

Rick las retiró inmediatamente.

—¿Qué es lo que ocurre?

Gwen tenía que centrarse en el trabajo. El sargento detective Márquez era un hombre muy sexy y ella se había sentido atraída por él desde que lo vio por primera vez, varias semanas atrás.

—Quería preguntarle si quería si le preguntara a Alice Fowler, del laboratorio criminalístico, sobre la cámara digital que encontramos en el apartamento de la mujer asesinada. Podría ser que ya tuviera algún resultado de huellas o cualquier otra prueba de relevancia.

—Buena idea. Hazlo.

—Me pasaré por allí cuando regrese al departamento después de almorzar —prometió ella con una sonrisa. Era un caso muy importante y Rick Márquez le estaba permitiendo contribuir a su resolución—. Gracias.

Rick asintió. Ya estaba pensando en el delicioso Strogonoff que iba a pedir en la cafetería cercana donde solía almorzar. Llevaba pensando en él toda la semana. Era viernes y podía darse un capricho.

El sábado era su día libre. Iba a pasarlo ayudando a Barbara, su madre, a preparar y a enlatar unos tomates de invernadero que le había dado un amigo que se dedicaba a la jardinería orgánica. Era dueña del Barbara’s Café en Jacobsville y le gustaba utilizar hortalizas, verduras y hierbas orgánicas en las comidas que preparaba para sus clientes. Los tomates que iban a preparar se añadirían a los tomates que habían enlatado hacía unos meses, durante el verano.

Rick le debía mucho a su madre. Se había quedado huérfano al inicio de su adolescencia y Barbara Ferguson, que acababa de perder a su esposo en un accidente y había sufrido un aborto natural, lo había acogido. Su madre biológica había trabajado brevemente para Barbara en el café. Después, sus padres murieron en un accidente de automóvil, dejando solo a Rick en el mundo. Él había sido un adolescente con un comportamiento terrible. Tenía mal carácter, siempre se estaba metiendo en líos y su personalidad era muy cambiante. Había tenido mucho miedo cuando perdió a su madre. No tenía ningún otro pariente con vida que él supiera y no tenía ningún lugar al que ir. Barbara le había dado un hogar. Él la quería lo mismo que había querido a su verdadera madre y se mostraba muy protector con ella. Jamás hablaba de su padrastro. Trataba de no recordarle en modo alguno.

Barbara quería que él se casara, que sentara la cabeza y que tuviera una familia. Siempre le estaba repitiendo lo mismo. Incluso le había presentado a varias chicas solteras. No servía de nada. Rick parecía estar eternamente disponible en el mercado del matrimonio, alguien a quien las mujeres pasaban por alto para escoger ejemplares más interesantes. Se rió por dentro con este pensamiento.

Gwen observó cómo se marchaba y se preguntó por qué se habría reído. Se sentía muy avergonzada por haber pensado que él le había invitado a almorzar. No parecía tener novia y todo el mundo bromeaba sobre la inexistente vida amorosa del sargento. Sin embargo, no se sentía atraído por Gwen de ese modo. No importaba. En realidad, ella no le había gustado nunca a ningún hombre. Era la confidente de todo el mundo, la buena chica que podía dar consejo sobre cómo agradar a otras mujeres con pequeños regalos y detalles. Sin embargo, nadie le pedía a ella nunca una cita.

Sabía que no era bonita. Siempre quedaba en un segundo plano ante mujeres más llamativas, más seguras de sí mismas, más poderosas. Las mujeres que no consideraban que tener relaciones sexuales antes del matrimonio era un pecado. Un hombre se había reído de ella cuando se lo dijo, después de que él esperara acostarse con ella tras invitarla a cenar y llevarla al teatro. Entonces, se había enfadado con ella por haberse gastado tanto dinero sin obtener nada a cambio. La experiencia le había dejado un sabor de boca muy amargo.

—Don Quijote —murmuró en voz baja—. Soy como Don Quijote.

—Sexo equivocado —dijo la sargento Gail Rogers mientras Gwen se detenía al lado de la recién llegada.

Rogers era la madre de unos rancheros muy acaudalados en Comanche Wells, pero seguía trabajando para tener sus propios ingresos. Era una estupenda pacificadora. Gwen la admiraba tremendamente.

—¿A qué viene eso? —le preguntó.

Gwen suspiró y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie podía oír la conversación.

—No me entrego en las citas —susurró—. Por eso, los hombres piensan que estoy loca —añadió encogiéndose de hombros—. Soy como Don Quijote porque trato de restaurar la moralidad y el idealismo en un mundo decadente.

Rogers no se rió. Sonrió muy amablemente.

—A su manera, era muy noble. Un idealista con un sueño.

—Estaba más loco que una cabra —suspiró Gwen.

—Sí, pero hizo que todos los que le rodeaban se sintieran personas importantes, como la prostituta a la que idealizó y convirtió en la gran dama a la que él pretendía —respondió Gail—. Daba sueños a la gente que los había abandonado por la cruda realidad. Todos lo adoraban.

Gwen se echó a reír.

—Sí, supongo que eso no se le daba tan mal.

—La gente debería tener ideales, aunque los demás se rían de ellos —añadió Rogers—. Mantente fiel a tus principios. Toda sociedad tiene sus marginados. Ninguna de las personas que se amoldaron a la rígida cultura de cualquier sociedad consiguieron hacer historia.

Gwen se sintió mucho mejor.

—Eso es cierto. Tú has vivido mucho. Te han disparado…

—Así fue. Y mereció la pena. Reabrimos un caso ya cerrado y atrapamos al asesino.

—Lo sé. Menuda historia.

Rogers sonrió.

—Así es. A Rick Márquez lo dejaron por muerto los mismos delincuentes que me dispararon a mí, pero los dos sobrevivimos —dijo. Entonces, frunció el ceño—. ¿Qué ocurre? ¿Te lo está haciendo pasar mal Márquez?

—Es culpa mía —confesó Gwen—. No puedo ponerme lentes de contacto y odio las gafas. Me tropecé en la escena del crimen y estuve a punto de contaminar una prueba. Es un caso de asesinato, el de esa universitaria que encontraron muerta anoche en su apartamento. La defensa hubiera podido tener algo a lo que agarrarse cuando el asesino sea arrestado y lo lleven a juicio. Y habría sido culpa mía. Me acaban de echar la bronca por ello. Y me lo merezco —añadió rápidamente. No quería que Rogers pensara que Márquez estaba siendo injusto con ella.

Rogers la observó atentamente con sus ojos oscuros.

—Te gusta tu sargento, ¿verdad?

—Lo respeto —dijo Gwen sonrojándose sin poder contenerse.

Rogers la estudió atentamente.

—Es un buen hombre —dijo—. Tiene su genio y corre demasiados riesgos, pero te acostumbrarás a él.

—Estoy intentándolo —afirmó Gwen con una carcajada.

—¿Te gustó Atlanta? —le preguntó Rogers para cambiar de tema mientras se dirigían a la salida.

—¿Cómo has dicho? —quiso saber Gwen, que estaba distraída cuando la otra mujer le hizo la pregunta.

—El departamento de policía de Atlanta. Donde estabas trabajando.

—Ah… ¡Ah! —exclamó Gwen. Tuvo que pensar rápidamente—. Estaba bien. Me gustaba el departamento, pero quería cambiar. Y siempre he querido vivir en Texas.

—Entiendo.

Gwen pensó que Rogers no lo entendía en absoluto y dio las gracias por ello. Gwen guardaba secretos que no se atrevía a divulgar. Mientras caminaban juntas hacia el aparcamiento para dirigirse a sus respectivos vehículos, cambió de tema.

El almuerzo fue una ensalada y medio sándwich de queso a la plancha. Postre y un capuccino. Le encantaba el café. Se lo bebía a pequeños sorbos, con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios. El capuccino tenía un aroma que evocaba Italia, la terraza de una pequeña cafetería en Roma, con las ruinas visibles en la distancia.

Inmediatamente abrió los ojos y miró a su alrededor, como si alguien pudiera ver lo que estaba pensando en aquel momento. Debía tener mucho cuidado de no mencionar aquel recuerdo, u otros similares, en una conversación normal. Era una prometedora detective. Debía tenerlo en cuenta. No le vendría nada bien que se le escaparan ciertas cosas en aquel momento tan crucial.

Ese pensamiento la llevó a pensar en el detective Márquez. Cuando llegara el momento de revelar su secreto, sería una confesión muy traumática para él. Mientras tanto, sus órdenes eran observarlo, mantener la cabeza baja y tratar de descubrir cuánto sabía él o su madre adoptiva sobre sus verdaderos orígenes. Gwen no podía decir nada. Aún no.

Se terminó el café, pagó su comida y salió a la calle. Se metió en el coche y se dirigió al laboratorio de criminalística para ver si Alice había encontrado algo en la cámara digital. Así había sido. Había muchas fotografías de personas que eran seguramente amigos. Gwen esperaba poder identificarlos utilizando un programa de reconocimiento facial. Vio que había un hombre de aspecto extraño, a corta distancia y detrás de una pareja, que sonreía a la cámara delante del complejo de apartamentos en el que la víctima había vivido. Interesante y sospechoso. Tendría que comprobar quién era aquel hombre. No parecía la clase de persona que encajaba con aquel lugar. El complejo era un lugar bastante respetable y el hombre tenía un aspecto desaliñado y parecía mirar a la cama con demasiada intencionalidad.

Después, Gwen regresó a su departamento.

No dejaba de pensar en Márquez, en lo que ella sabía y él no. Esperaba que a él no le fuera a resultar difícil asimilar su verdadera historia cuando la verdad viera la luz.

Barbara miró a su hijo.

—¿No puedes pelar el tomate, cariño, sin quitar la mayor parte de la pulpa?

—Lo siento —respondió él mientras agarraba el cuchillo con más cuidado y se disponía a seguir trabajando con los tomates que su madre estaba envasando.

Los tarros brillaban en un enorme barreño de agua, listos para llenarse de fragantes rodajas de tomate para luego hervirse en la enorme olla a presión.

Rick miró la olla con desaprobación.

—Odio esas cosas —musitó—. Incluso la más segura es peligrosa.

—Tonterías —dijo ella—. Dame esos tomates.

Tomó el bol que Rick le daba los metió en una cacerola de agua hirviendo. Los dejó allí durante un par de minutos y los sacó con un colador. Entonces, los colocó en el fregadero, delante de Rick.

—Ahí tienes. Ahora se te pelarán mejor. No hago más que decirte que este modo es más eficaz que tratar de arrancar la piel a tiras, pero no me escuchas, cariño mío.

—Yo prefiero hacerlo así. Así puedo canalizar mi frustración.

—¿Sí? ¿De qué clase de frustración estamos hablando? —le preguntó ella.

—Bueno, tengo una nueva compañera de trabajo —respondió él tristemente.

—Gwen.

Rick dejó caer el cuchillo. Lo recogió inmediatamente para luego mirar a Barbara fijamente.

—Hablas de ella constantemente.

—¿Sí? —preguntó sorprendido. No se había dado cuenta.

Barbara asintió mientras pelaba los tomates.

—Se tropieza con cosas que no ve, contamina las escenas de un crimen, derrama el café, no puede encontrar el teléfono móvil… —comentó ella. Miró a Rick. Él seguía allí, con el cuchillo apoyado contra el tomate—. Venga, venga. Esos tomates no se van a pelar solos.

Rick protestó.

—Sólo tienes que pensar en lo ricos que estarán en uno de mis estofados de carne —sugirió ella—. Sigue pelando.

—¿Por qué no podemos comprar una de esas cosas que saca el aire de las bolsas y congelarlos en vez de todo esto?

—¿Y si la luz se va durante varios días? —replicó Barbara.

—Te iré a comprar veinte bolsas de hielo y varias neveras portátiles.

Barbara se echó a reír.

—Podríamos, pero no es lo mismo. Además, hoy en día se utiliza la electricidad para todo. Imagínate que hubiera un apagón generalizado, con la dependencia que todos tenemos de la electricidad. Todo está conectado a la luz hoy en día. Bancos, empresas de comunicaciones, farmacias, gobierno, ejércitos… La lista es interminable. Incluso el agua y la energía se controlan con ordenadores. Imagínate si no pudiéramos acceder a nuestros ordenadores.

Rick lanzó un silbido.

—Supongo que sería algo terrible. ¿Crees que va a ocurrir?

—Algún día, estoy segura. Por ejemplo, el sol tiene ciclos de once años, ¿sabes? Con un mínimo y un máximo solar. El próximo máximo solar, según algunos científicos, es en el 2012. Si tuviéramos que poner una fecha, yo diría que es entonces cuando va ocurrir.

—¿2012? —preguntó Rick con un gruñido—. Un tipo fue al departamento y nos dijo que teníamos que poner una octavilla.

—¿Sobre qué?

—Sobre el hecho de que el mundo se va a terminar en el 2012 y teníamos que ponernos sombreros de papel de aluminio para protegernos de los pulsos electromagnéticos.

—Ah. En realidad, creo que tendrías que estar metido en algo mucho más grande para estar completamente protegido. Lo mismo ocurriría con los equipos informáticos que quisieras salvar —comentó Barbara—. ¿Sabes que están diseñando armas parecidas a eso? Lo único que hace falta es tener unos pulsos electromagnéticos bien dirigidos para que los ordenadores militares dejen de funcionar.

—¿Dónde te enteras de todas esas cosas?

—En Internet —respondió Barbara. Se sacó un iPod del bolsillo y se lo mostró a Rick—. Tengo Wi-Fi en la casa, ¿lo sabías? Sólo tengo que conectarme a los sitios web apropiados —añadió mientras consultaba el listado de «favoritos»—. Tengo uno para el tiempo en el espacio, tres radares para el tiempo terrestre y unos diez sitios que te cuentan todas las cosas que el gobierno no te quiere contar.

—Mi madre, la teórica de las conspiraciones —protestó él.

—No se escucha este tipo de cosas en las noticias —replicó ella—. Los medios de comunicación están controlados por tres corporaciones principalmente. Ellos deciden lo que vas a escuchar. En mis tiempos, teníamos verdaderas noticias en la televisión. Era local y teníamos reporteros de verdad recogiendo la información. Hoy eso lo sigue haciendo el periódico de Jacobsville —añadió.

—He oído hablar del periódico de Jacobsville — suspiró Rick—. Hemos oído que Cash Grier se pasa la mayor parte de su tiempo tratando de evitar que asesinen a la dueña. Ella conoce todos los puntos de distribución de drogas y el nombre de todos los traficantes más importantes y que los va a imprimir en su periódico —añadió sacudiendo la cabeza—. Un día, esa mujer va a pasar a formar parte de las estadísticas. Ya han asesinado a muchos periodistas y editores de prensa al otro lado de la frontera por mucho menos. Está tentando la suerte.

—Alguien tiene que hacerlo —musitó Barbara mientras echaba otra piel de tomate en una bolsa verde que iba a utilizar para abono en el jardín. Ella jamás desperdiciaba la basura orgánica—. La gente está muriendo para que otra generación, a pesar de todo, siga haciéndose adicta a las drogas.

—No puedo discutir ese punto —dijo Rick—. El problema es que nada de lo que las fuerzas de seguridad están haciendo parece afectar mucho al tráfico de drogas. Si hay demanda, va a haber oferta. Así son las cosas.

—Dicen que Hayes Carson habló al respecto con Minette Raynor.

Eso sí que era una noticia. Minette era la dueña del Jacobsville Times. Tenía dos hermanastros, Shane, de doce años, y Julie de seis. Había querido mucho a su madrastra. Su padre y ella murieron con pocas semanas de diferencia, dejando a una desconsolada Minette con dos niños pequeños de los que ocuparse, un periódico que dirigir y un rancho. Tenía un capataz que se ocupaba del rancho y su tía abuela Sarah vivía con ella y se ocupaba de los niños después del colegio para que Minette pudiera seguir trabajando. Minette tenía veinticinco años y seguía soltera. Hayes Carson y ella no se llevaban bien. Hayes la culpaba, sólo Dios sabía por qué, de que su hermano pequeño hubiera muerto por las drogas incluso después de que Rachel Conley dejara una confesión en la que afirmaba que ella le había dado a Bobby, el hermano de Hayes, las drogas que lo mataron.

Rick se echó a reír.

—Si hay una guerra fronteriza, Minette se pondrá en la calle para señalar con el dedo a Hayes y hacer que los invasores lo maten a él el primero.

—Yo no estoy tan segura. A veces creo que donde hay antagonismo, hay también algo más profundo. He visto personas que se odian y terminan casándose.

—Cash Grier y su Tippy —musitó Rick.

—Sí. Y Stuart York y Ivy Conley.

—Por no mencionar otra media docena. Jacobsville está creciendo a pasos agigantados.

—Lo mismo ocurre en Comanche Wells. Allí también tenemos gente nueva. ¿Te has dado cuenta de que Grange ha comprado un rancho en Comanche Wells, justo al lado de la finca que es propiedad de su jefe?

Rick frunció sus sensuales labios.

—¿Qué jefe?

—¿Qué quieres decir con eso de qué jefe? —le preguntó Barbara perpleja.

—Trabaja como capataz de rancho para Jason Pendleton, pero también trabaja para Eb Scott —dijo él—. No digas que te lo he dicho yo, pero estuvo implicado en el secuestro Pendleton —añadió—. Fue a por Gracie Pendleton cuando fue secuestrada por Emilio Machado, ese dictador sudamericano en el exilio.

—Machado.

—Sí —respondió Rick mientras pelaba lentamente un tomate—. Es un enigma.

—¿Qué quieres decir?

—Sabemos que empezó trabajando en una granja de México a la edad de diez años. Estuvo implicado en las protestas contra los intereses extranjeros incluso cuando era un adolescente. Sin embargo, se cansó de ganarse la vida de ese modo. Sabía tocar la guitarra y cantar, por lo que estuvo un tiempo trabajando en bares y luego, a través de un contacto, consiguió un trabajo como cantante en un crucero. Eso también le aburrió. Se juntó con un grupo de mercenarios y se hizo conocido internacionalmente como cruzado contra la opresión. Después, regresó a América del Sur y se alistó con otro grupo paramilitar que estaba luchando para mantener el modo de vida de los nativos de Barrera, un pequeño país del Amazonas en la frontera con Perú. Ayudó a los paramilitares a liberar a una tribu de nativos de una empresa extranjera que estaba tratando de matarlos para conseguir la tierra en la que vivían porque era muy rica en petróleo. Desarrolló el gusto de defender a los más desfavorecidos y consiguió ascender hasta que se convirtió en general. Parece que era un líder natural porque cuando el presidente del pequeño país murió hace cuatro años, Machado fue elegido por aclamación. ¿Te das cuenta de lo raro que es eso, incluso para una nación tan pequeña?

—Si la gente lo quería tanto, ¿cómo es que está en México secuestrando a la gente para conseguir dinero para retomar su país?

—No fue la gente quien lo echó, sino un oficial malvado y sediento de sangre que sabía cuándo y cómo dar su golpe mientras Machado estaba de viaje a un país vecino para firmar un acuerdo comercial y ofrecerles una alianza contra las empresas extranjeras.

—Eso no lo sabía.

—Es información privilegiada, así que no se la puedes contar a nadie —afirmó Rick—. El oficial mató a todo el personal de Machado y envió a la policía secreta para que cerrara todos los periódicos, las cadenas de televisión y las emisoras de radio. De la noche a la mañana, todas las personas influyentes terminaron en prisión. Educadores, políticos, escritores… Todos los que podían amenazar al nuevo régimen. Ha habido cientos de asesinatos y ahora el subordinado, que se llama Pedro Méndez, se va a aliar con los señores de la droga de un país vecino. Parece que la cocaína se cría muy bien en Barrera y que se está «convenciendo» a los agricultores para que la cultiven en vez de otras cosechas en sus tierras. Méndez también está nacionalizando todas las empresas para tener el control absoluto.

—No es de extrañar que el general esté tratando de recuperar el control —comentó Barbara—. Espero que lo consiga.

—Yo también —repuso Rick—, pero no puedo decirlo en público —añadió—. En este país se lo busca por secuestro. Es un delito muy grave. Si lo atrapan y lo juzgan, podría terminar con una condena a muerte.

—No justifico el modo en el que está consiguiendo el dinero, pero al menos lo va a utilizar para una causa noble.

—Noble —repitió él riendo.

—A mí no me hace ninguna gracia.

—No me río de la palabra, sino de Gwen. Va por ahí murmurando que es Don Quijote.

Barbara se echó a reír a carcajadas.

—¿Cómo dices?

—Me lo ha dicho Rogers. Parece que nuestra última incorporación no sale con nadie y se compara con Don Quijote, que trataba de restaurar el honor y la moralidad en un mundo decadente.

—¡Madre mía! —exclamó ella con una sonrisa muy significativa.

—No quiero casarme con Gwen Cassaway —dijo Rick enseguida—. Te lo digo para que lo sepas porque puedo leerte el pensamiento y no me gusta lo que estás pensando.

—Es una buena chica.

—Es una mujer.

—Es una buena chica. Tiene una actitud muy idealista y romántica para ser alguien que vive en la ciudad. Y esto te lo digo yo. Aquí vienen constantemente mujeres de las ciudades y hablan en público de cosas inenarrables, sin importarle que todo el mundo pueda estar escuchándolas. ¿Sabes una cosa? Grange estaba almorzando junto a una mesa con varias de esas mujeres en la que estaban hablando… bueno, de las partes íntimas de los hombres —se corrigió tras carraspear ligeramente—. Grange se levantó de su silla y les dijo lo que pensaba de ellas por hablar de algo tan íntimo en público, delante de personas decentes. Después, se marchó.

—¿Y qué hicieron ellas?

—Una se echó a reír. Otra se echó a llorar. Otra dijo que Grange necesitaba empezar a vivir en el mundo real en vez de ser tan provinciano. Por supuesto, eso se lo dijo cuando Grange ya se había marchado. Mientras él estaba hablando, no dijeron ni una palabra, pero se marcharon poco después. Yo me alegré. No puedo elegir mi clientela y sólo le he pedido a una persona que se marchara de mi restaurante desde que lo tengo, pero el tema de conversación también me estaba afectando a mí. La gente tiene que hablar de unas cosas tan íntimas en privado, no en un lugar público y en voz alta. No todos pensamos lo mismo.

—Sólo en algunas cosas —dijo Rick. Entonces, la abrazó impulsivamente—. Eres una buena madre. Tengo suerte de que tú seas mi madre adoptiva.

Ella le devolvió el abrazo.

—Tú has enriquecido mi vida, tesoro —suspiró Barbara mientras cerraba los ojos—. Cuando perdí a Bart, quise morirme también. Entonces, tu madre y tu padrastro murieron y allí estabas tú, tan solo como yo. Nos necesitábamos mutuamente.

—Así era —afirmó Rick. Se apartó de ella y le sonrió afectuosamente—. Aceptaste una buena carga cuando me acogiste. Yo era un mal chico.

—¡Ni que lo digas! Siempre estabas metido en líos, expulsado del instituto… Me pasé la mitad de la vida en el despacho del director y en una ocasión en el consejo escolar, donde iban a votar si te expulsaban definitivamente del instituto para ponerte en un centro alternativo. ¡Yo no lo consentí!

—Así es. Te llevaste un abogado a la reunión y los acobardaste.

—Estaba muy enfadada.

—Yo me sentí muy mal por ello, pero después hinque los codos y me esforcé mucho por compensarte.

—Ingresaste en la policía, fuiste a clases nocturnas y te sacaste tu título. Luego te marchaste al departamento de policía de San Antonio y empezaste desde abajo hasta que conseguiste llegar a sargento —recordó Barbara con una sonrisa en los labios—. ¡Me sentí tan orgullosa de ti!

Rick volvió a abrazarla.

—Te lo debo todo a ti.

—No. Se lo debes a tu duro trabajo. Tal vez yo te ayudé un poco, pero tú saliste adelante.

Él le besó la frente.

—Gracias. Por todo.

—Eres mi hijo. Te quiero mucho.

Rick se aclaró la garganta. Los sentimientos le resultaban muy difíciles, en especial considerando su trabajo.

—Sí, yo también.

Barbara sonrió. Sin embargo, la sonrisa se desvaneció al examinar los ojos grandes y oscuros de Rick.

—¿Te preguntas alguna vez por el pasado de tu madre?

—¡Menuda pregunta! —exclamó él. Entonces, frunció el ceño—. ¿Qué es lo que quieres decir?

—¿Sabes algo de sus amigos, de los novios que tuvo antes de casarse con tu padrastro?

Rick se encogió de hombros.

—En realidad, no. No hablaba de su relaciones. Además, yo no era lo suficientemente mayor como para que ella me confiara esas cosas. Mi madre no hablaba de cosas íntimas. Ni siquiera sobre mi verdadero padre. Me dijo que murió, pero nunca hablaba de él. Ella era muy joven cuando yo nací. Me dijo que había hecho cosas sobre las que quería que la perdonaran e iba con frecuencia a confesarse —añadió. Entonces, miró a Barbara muy fijamente—. Debes de tener alguna razón para hacerme esa pregunta.

Barbara apretó los labios.

—Algo que oí por casualidad. Yo no hubiera debido oír nada de lo que decían.

—Cuéntamelo —le dijo él.

—Cash Grier estaba almorzando con unos federales. Estaban hablando de Machado. Uno de los federales mencionó a una mujer llamada Dolores Ortiz, que tuvo alguna relación con el general Machado cuando éste vivió en México.

Capítulo 2

DOLORES Ortiz? —preguntó Rick. El cuchillo se había detenido a medio camino—. Ése era el apellido de soltera de mi madre.

—Lo sé.

Rick frunció el ceño.

—¿Me estás diciendo que mi madre podría haber estado relacionada sentimentalmente con Emilio Machado?

—Me dio esa impresión —respondió Barbara—, pero no estaba lo suficientemente cerca como para poder oír la conversación entera. Sólo conseguí escuchar retazos.

—Bueno, mi padre murió más o menos cuando yo nací, por lo que es posible que ella conociera a Machado en México. Sin embargo, es un país muy grande.

—Tú viviste en el estado de Sonora —señaló Barbara—. Ahí es donde Machado tuvo sus negocios, según dicen.

Rick terminó con el tomate que estaba pelando y tomó otro.

—¿No te parece que sería una coincidencia que mi madre lo hubiera conocido?

—Así es.

—Bueno, de eso hace mucho tiempo —dijo él—. Y ella está muerta. Yo jamás lo conocí, por lo que, ¿de que les serviría sacar ahora un antiguo romance?

—No tengo ni idea, pero me preocupó un poco. Tú eres mi hijo.

—Lo soy. Me encanta cuando la gente no sabe qué decir cuando me presentas. Tú eres muy rubia y de piel clara y yo soy muy moreno y, evidentemente, hispano.

—Eres guapísimo, hijo mío. Lo que me gustaría es que las mujeres dejaran de llorar en tu hombro sobre otros hombres y empezaran a intentar casarse contigo.

Rick suspiró.

—Eso estaría bien, pero ¡llevo pistola! —exclamó fingiendo horror y miedo.

—Todos los policías fuera de servicio llevan pistolas.

—Sí, pero yo podría disparar a alguien, accidentalmente. Además, si tratara de abrazar a alguien me estorbaría.

—Supongo que eso te lo ha dicho alguna mujer.

—Sí. Me dijo que pensaba que yo era muy mono, pero que no salía con hombres armados. Que era una cuestión de principios. Odia las armas.

—Yo también, pero tengo un rifle en el armario por si alguna vez me veo en la necesidad de defenderme —señaló Barbara.

—Yo te defenderé.

—Tú trabajas en San Antonio. Si no estás aquí, tendré que defenderme yo sola. Para cuando Hayes Carson consiguiera llegar a mi casa, yo ya estaría… Bueno, no creo que estuviera en muy buenas condiciones si alguien intentara hacerme daño.

Eso había ocurrido en una ocasión. Rick recordaba con ira lo ocurrido. Un hombre al que él había arrestado había ido a buscar venganza con su madre adoptiva cuando lo soltaron. Fue una casualidad que Hayes Carson se hubiera pasado cuando estaba fuera de servicio con su furgoneta particular para preguntarle a Barbara si podía encargarse de preparar la comida para un evento. El expresidiario detuvo su coche y había llegado hasta el porche con una pistola cargada, violando la libertad condicional, y había empezado a dar golpes en la puerta diciéndole a Barbara que saliera. Fue Hayes el que salió. Lo desarmó, le puso unas esposas y lo llevó directamente a prisión. El hombre estaba cumpliendo condena en prisión por atacar a un oficial de policía, invadir una propiedad privada, intento de agresión, posesión de un arma de fuego violando así la libertad condicional y resistirse al arresto. Barbara había tenido que testificar en el juicio. Hayes también.

Rick sacudió la cabeza.

—No me gusta ponerte en peligro por mi trabajo.

—Ha ocurrido sólo una vez —respondió ella para reconfortarlo—. Podría haber sido cualquiera que tuviera algo contra mí, por ejemplo, por no haberle servido el pastel de manzana con helado o algo así.

—Sí, claro —replicó Rick—. Pero si hasta haces tú misma el helado que sirves. Y tus tartas no son de este mundo.

—¿No tenías que asistir a un curso en tu trabajo?

—Sí.

—¿Por qué no te llevas un par de tartas?

—Estaría bien. Gracias.

—De nada. ¿Le gusta a Gwen el pastel de manzana?

Rick la miró fijamente.

—Gwen es una compañera de trabajo. Yo nunca, nunca salgo con compañeras de trabajo.

—Está bien —suspiró Barbara.

Rick se puso de nuevo a trabajar con los tomates. Aquello podría convertirse en un problema. Su madre, por muy cariñosa y bienintencionada que fuera, estaba decidida a casarlo. Él prefería hacer sus propias indagaciones en aquel campo. Nunca en toda su vida había soñado con terminar con alguien como Gwen, que era una mujer torpe y con un sentido del gusto para la ropa más propio de una neandertal. Se echó a reír al imaginársela vestida con piel de oso y con una lanza en la mano. Sin embargo, no compartió la broma con su madre.

Regresó a trabajar al día siguiente. Tenían prácticas de tiro. Rick tenía muy buena puntería y cuidaba muy bien de su arma de servicio, pero las prácticas era una de las cosas que odiaba de su trabajo como policía.

Su teniente, Cal Hollister, era el mejor tirador de todo el departamento. Con regularidad aplastante, conseguía porcentajes del cien por cien. Rick normalmente llegaba al noventa y tantos por ciento, pero su porcentaje nunca era perfecto. Siempre parecía tener que hacer sus prácticas cuando el teniente estaba haciendo las suyas y su ego sufría por ello.

Aquel día también se presentó Gwen Cassaway. Rick trató de no expresar su contrariedad. A Gwen se le caería la pistola, mataría accidentalmente al teniente y a Rick lo acusarían de homicidio…

—¿Qué es lo que te pasa? —le preguntó secamente Hollister mientras comprobaba su 45 para prepararse para disparar.

—Nada, señor. Nada importante —respondió Rick tras darse cuenta de que debía haber hecho algún sonido que alertara al teniente. Entonces, miró a Gwen, que estaba cargando su pistola.

Hollister observó cómo Rick miraba a Gwen. Sabía, igual que Rick, que ella tenía alguna dificultad con la coordinación. Frunció los labios.

—Tranquilo, Márquez. Estamos asegurados —susurró.

Rick se aclaró la garganta y trató de no soltar la carcajada.

Hollister se colocó en posición. Su espeso cabello rubio relucía al sol. Entonces, miró a Gwen.

—¿Lista, detective? —le preguntó mientras se colocaba las protecciones sobre los oídos.

Gwen le dedicó una bonita sonrisa.

—Lista cuando usted quiera, señor.

El instructor se colocó en posición e indicó que todo estaba preparado. Entonces, dio señal de disparar.

Hollister, seguro y confiando, soltó una carcajada y apuntó. Entonces, comenzó a disparar.

Rick observó a Gwen con preocupación. Sin embargo, vio que a continuación ocurría algo increíble. Gwen se puso en posición y casi sin apuntar disparó los seis tiros al centro de la diana con milimétrica exactitud.

Se quedó boquiabierto.

Ella se relajó, revisó el cilindro y esperó a que el instructor comprobara su puntuación.

—Cassaway —dijo él, por fin, después de dudar un poco—. Cien por cien.

Rick y el teniente se miraron con incredulidad.

—Teniente Hollister —prosiguió el oficial mientras trataba de no sonreír—. Noventa y nueve por ciento.

—¿Qué demonios…? —explotó Hollister—. ¡Pero si le he dado en el centro!

—Ha fallado en uno, señor. Por un poco —respondió el oficial con un sospechoso brillo en los ojos—. Lo siento.

Hollister gritó con furia una palabra malsonante. Gwen se dirigió a él y lo miró con sus ojos verde claro.

—Señor, encuentro esa palabra muy ofensiva y le agradecería que se abstuviera de utilizarla en mi presencia —le espetó.

Hollister se sonrojó. Rick se tensó y esperó otra explosión del teniente. Sin embargo, no fue así. Hollister sonrió a la detective novata.

—Comprendido, detective —dijo. Su profunda voz era incluso agradable—. Me disculpo.

Gwen tragó saliva. Estaba casi temblando.

—Gracias, señor.

Con eso, se dio la vuelta y se marchó.

—Por cierto, no ha disparado nada mal —le comentó él antes de que se alejara demasiado.

Gwen sonrió.

—Gracias —respondió. Entonces, miró a Rick, que seguía boquiabierto, y estuvo a punto de decirle algo. Se lo pensó mejor antes de hacerlo.

Rick dejó escapar el aliento que había estado conteniendo.

—Se tropieza con sus propios pies —afirmó—, pero eso ha estado genial.

—Cierto —afirmó el teniente. Entonces, sacudió la cabeza—. Con la gente nunca se sabe, ¿verdad, Márquez?

—Cierto, señor. Muy cierto.

Aquel mismo día, algo más tarde, Rick se dio cuenta de que dos hombres ataviados con trajes muy elegantes pasaban por delante de su despacho. Ellos lo miraron fijamente, hablaron en voz baja entre ellos y dudaron. Uno de ellos indicó el final del pasillo y siguieron andando.

Rick se preguntó qué era lo que estaba pasando. Rogers entró en su despacho unos minutos más tarde con el ceño fruncido.

—¡Qué raro!

—¿El qué? —preguntó Rick. Tenía los ojos en la pantalla del ordenador, donde estaba pasando un caso por el VICAP, el programa de arrestos para criminales violentos del FBI.

—¿Has visto a esos tíos?

—Sí. Se detuvieron un instante delante de mi despacho. ¿Quién son? ¿Federales?

—Sí. Departamento de Estado. Vienen de D.C.

—¿De la capital?

—Así es. Han estado toda la mañana hablando con el teniente. Y se lo han llevado también a almorzar.

—¿Alguna idea sobre lo que está pasando? Rogers negó con la cabeza.

—Sólo hay rumores que dicen que están en el caso Machado.

—Sí. Se le busca por secuestro —dijo Rick. No añadió lo que Barbara le había contado sobre su propia madre biológica y el hecho de que ella pudiera haber conocido a Machado en el pasado.

—No está en el país.

—¿Y cómo lo sabes? —le preguntó Rick—. ¿Acaso tienes poderes psíquicos? —añadió.

—No. Me he encontrado con Cash Grier en el tribunal. Estaba allí por un caso.

—Nuestro jefe de policía de Jacobsville.

—El mismo. Mencionó que el capataz de Jason Pendleton está de baja temporal por causa de Machado.

—Grange —dijo Rick recordando el nombre del capataz—. Fue a México para recoger a Gracie Pendleton cuando fue secuestrada por los hombres de Machado.

—Sí. Parece que el general le tomó simpatía, hizo que lo investigaran y le ofreció un trabajo.

Rick parpadeó asombrado.

—¿Cómo has dicho?

—Eso es lo mismo que dije yo cuando me lo contó Grier —comentó Rogers. Entonces, se echó a reír—. El general ciertamente tiene estilo. Dijo que alguien tenía que organizar a sus mercenarios cuando él se vaya a recuperar su país. Grange, que había sido anteriormente comandante del ejército, parecía la elección lógica.

—Su país es Barrera —musitó Rick—. Bonito nombre, dado que está en el río Amazonas y tiene fronteras con Colombia, Perú y Bolivia. En español su nombre significa precisamente eso, una barricada.

—No lo sabía. En la universidad sólo hice dos años de español. En cualquier caso, parece que a Grange le gusta la idea de ser un cruzado para la democracia, la libertad y los derechos humanos, por lo que aceptó el trabajo. En este momento está en México ayudando al general a concretar un plan de ataque.

—Con Ebb Scott ofreciendo candidatos, no lo dudo —añadió Rick—. En lo que se refiere a mercenarios, tiene lo mejor en su centro de entrenamiento contra el terrorismo en Jacobsville.

—El general está reuniendo hombres de todas partes, incluso de otros países del mundo.

—¿De dónde saca el general el dinero para financiar su revolución?

—Acuérdate que soltó a Gracie sin que se pagara nada. Entonces, secuestró a Jason Pendleton y pidió un rescate, que Gracie pagó de su propio bolsillo.

—Se me había olvidado.

—La cifra tenía seis números. Está forrado. También se ha oído que cobró a lo que queda del cártel de los Fuentes para darles protección mientras compartía espacio con ellos al otro lado de la frontera.

—¿Le cobraba alquiler a los señores de las drogas en su propio territorio?

—Y conseguía que le pagaran. El general tiene una reputación bastante temible —añadió ella—. También es muy guapo. He visto una fotografía suya. Dicen que tiene una personalidad encantadora, que adora a las mujeres y que toca la guitarra y canta como un ángel.

—Es un hombre de muchos talentos.

—E inspirar a las tropas no es el menor de todos ellos. Sin embargo, tiene que resultar muy turbador para el Departamento de Estado, en especial dado que el gobierno de México está furioso por el hecho de que Machado esté reclutando mercenarios para invadir una nación soberana de Sudamérica mientras que vive en su territorio.

—¿Y por qué nos protestan a nosotros? Nosotros no le estamos ayudando.

—Está cerca de nuestra frontera.

—Si quieren que hagamos algo sobre Machado, podrían hacer algo sobre los cárteles de drogas que entran y salen de nuestras fronteras con armas automáticas para proteger a sus correos.

—No estaría mal.

—Eso digo yo. Sin embargo, nada de esto explica por qué el Departamento de Estado se ha presentado aquí —añadió Rick—. Estamos en San Antonio. La frontera está por allí —comentó mientras señalaba hacia la ventana—. A mucha distancia en coche.

—Lo sé. Eso es lo que me deja perpleja. Por eso, he estado tratando de sacarle información a Grier.

—¿Y qué te ha dicho?

—Nada. No me ha contado nada. Por lo tanto, hice que mi hijo mayor tratara de sacarle información a su mejor amigo, el sheriff Hayes Carson.

—¿Y ha conseguido algo?

—Algo —respondió Rogers. Entonces, miró con preocupación a Rick. No podía decirle lo que había descubierto. Había jurado guardar el secreto—, pero nada concreto.

—Supongo que terminarán por decírnoslo.

—Supongo.

—¿Cuándo se supone que va a tener lugar la invasión de Barrera?

—No se sabe nada, pero va a ser sonado, por lo que hemos oído. El Departamento de Estado tiene buenos motivos para estar preocupado. No puede apoyar una revolución…

—Alguna de las agencias podría ayudar al respecto, por supuesto sin que lo supiera la opinión pública.

Con lo de agencias, se referían, por ejemplo, a la CIA. Rick estaba seguro que la CIA estaría al frente de cualquier tipo de ayuda que pudieran dar legalmente para ayudar a la instauración de un gobierno democrático en un país sudamericano que fuera afín a los Estados Unidos.

—Kilraven pertenecía a la CIA —murmuró Rick—. Tal vez podría preguntarle si sabe algo.

—Por el momento, yo me mantendría al margen —le advirtió Rogers. Preveía problemas si Rick trataba de interferir en aquellos momentos—. Muy pronto sabremos lo suficiente.

—Supongo que sí. ¿Te has enterado de lo que ha ocurrido en el campo de tiro esta mañana?

—¡Que si me he enterado! Todo el departamento está hablando al respecto. Nuestra detective novata superó al teniente.

—Sí. Imagínatelo. Se cae con las macetas y se tropieza con las pruebas de un caso, pero sabe disparar mejor que nadie. Pensé que me iba a desmayar cuando empezó a disparar. Fue algo digno de verse. Ni siquiera pareció apuntar. Se limitó a apretar el gatillo y a dar en el centro cada una de las veces.

—Sin embargo, el teniente sabe perder —comentó Rogers—. Le compró una rosa y se la dejó encima de su escritorio después de almorzar.

Rick entornó los ojos. Su rostro reflejó una expresión fría.

—¿De verdad?

El teniente estaba viudo. Nadie sabía cómo había perdido a su esposa y jamás hablaba de ella. No salía con nadie y, de repente, empezaba a regalarle flores a Gwen, que era una muchacha joven, inocente e impresionable…

—¿Crees que eso se podría considerar acoso sexual? —preguntó Rogers.

—¡Le ha regalado una flor!

—Sí, bueno, pero a un hombre no le habría regalado una flor, ¿no te parece?

—Te aseguro que yo le habría dado a Kilraven una flor después de que arrestara al tipo que me dejó por muerto en un callejón —replicó Rick con descaro.

Rogers suspiró. Se tocó la cajetilla de cigarrillos que llevaba en el bolsillo, la sacó y la miró con tristeza.

—Echo de menos fumar. Los chicos me hicieron dejarlo.

—¿Y sigues llevando cigarrillos? —exclamó él.

—Bueno, me resulta reconfortante. Es decir, tenerlos en el bolsillo. Por supuesto, no me fumaría ninguno a menos que tengamos un ataque nuclear o algo así. Entonces, estaría justificado.

Rick soltó una carcajada.

—Eres incorregible, Rogers.

—Sólo los lunes —dijo ella. Entonces, miró su reloj—. Tengo que regresar al trabajo.

—Si te enteras de algo más, cuéntamelo, ¿de acuerdo?

—Por supuesto —replicó ella con una sonrisa.

Rogers sintió una cierta sensación de culpabilidad cuando salió del despacho de Rick. Deseaba poder decirle la verdad o al menos prepararlo para lo que sabía que se avecinaba. A Rick le aguardaba una sorpresa. Y seguramente no muy buena.

—Pero si he preparado carne de buey con repollo —protestó Barbara cuando Rick la llamó el viernes por la tarde para decirle que no iba a ir a casa aquella noche.

—Lo sé. Es mi favorito y lo siento mucho, pero tengo una vigilancia a la que tengo que ir. Con mis compañeros —suspiró—. Gwen también. Seguramente tirará un cubo de basura por el suelo y nos freirán a todos.

—Tienes que pensar en positivo —dijo ella—. Podrías traerla a casa mañana. La carne aún estaría buena y podría cocinar más repollo.

—Es una compañera de trabajo. No salgo con compañeras de trabajo —repitió él.

—¿Y tu teniente sale con compañeras de trabajo? —le preguntó—. Porque he oído que le dejó una rosa sobre el escritorio. ¡Qué hombre tan encantador y romántico!

Rick apretó los dientes. Esperó que Barbara no se diera cuenta. Estaba cansado de escuchar aquella historia. Llevaba circulando toda la semana.

—Tú también podrías dejarle una rosa en el escritorio…

—¡Si lo hiciera, ciertamente podrías decir que estoy loco! —le gritó Rick de muy malos modos.

Barbara contuvo la respiración, dudó y, entonces, colgó el teléfono. Era la primera vez que Rick le hablaba de aquella manera.

Rick gruñó y volvió a marcar el número. Sonó y sonó.

—Venga, por favor… —susurró mientras el teléfono sonaba—. Lo siento. Venga, déjame disculparme…

—¿Sí? —preguntó la seca voz de Barbara.

—Lo siento. No quería hablarte de ese modo. De verdad. Mañana iré a comer la carne y el repollo para almorzar. Me comeré lo que sea. Crudo si hace falta —dijo. Se produjo un silencio al otro lado de la línea—. ¿Quieres que te lleve una rosa?

Barbara se echó a reír.

—De acuerdo. Te perdono.

—Lo siento mucho. Las cosas están un poco complicadas en el trabajo, pero eso no es excusa alguna para ser grosero contigo.

—No. No lo es, pero no estoy enfadada.

—Eres una buena madre.

Ella se echó a reír.

—Y tú eres un buen hijo. Te quiero mucho. Te espero mañana para almorzar.

—Que pases buena noche.

—Y tú ten cuidado. Hoy en día cuesta encontrar incluso hijos groseros —añadió.

—Te prometo que cambiaré. De verdad. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

Rick colgó y suspiró. No se podía imaginar por qué había sido tan brusco con su propia madre. Tal vez necesitaba unas vacaciones. Sólo se tomaba tiempo libre cuando se sentía amenazado. Adoraba su trabajo. Sin embargo, tal vez un poco de tiempo libre le vendría bien. Hablaría al respecto con el teniente a la semana siguiente. Por el momento, tenía trabajo que hacer.

A Gwen se le había asignado el caso del asesinato de la universitaria. Era un caso algo extraño. La mujer había sido apuñalada por una persona o personas desconocidas en su propio apartamento, con todas las puertas y las ventanas cerradas. No había señales de lucha. Era una mujer joven, bonita, que no tenía pareja en la actualidad ni enemigos aparentes y que llevaba una vida tranquila, sin acudir a fiestas.

Gwen deseaba resolver el caso. Le había dicho a Rick que Alice Fowler había encontrado fotos en una cámara digital que mostraba a un hombre algo extraño. Gwen lo estaba comprobando. Se estaba esforzando mucho para resolver el misterio.

Sin embargo, mientras tanto, se había visto obligada a ayudar a Rick con el caso de un hombre al que se buscaba por disparar a un policía en un semáforo. El policía había sobrevivido, pero tendría que hacer rehabilitación durante meses. Habían deducido que quien había disparado estaba escondido en un edificio de apartamentos con la ayuda de un amigo. Sin embargo, no podían encontrarlo allí. Por eso, Rick había decidido hacer una vigilancia para tratar de capturarlo. El hecho de que fuera viernes por la noche significaba que los detectives solteros y más jóvenes estaban tratando de encontrar la manera de no verse implicados. Incluso los detectives del turno de noche tenían excusas. Por lo tanto, Rick había terminado con Gwen y con un joven y dispuesto oficial de patrulla, Ted Sims, que se había ofrecido voluntario esperando que Rick pudiera ayudarle a ascender y poder así trabajar como detective algún día.

Estaban apostados frente a un edificio de apartamentos en muy mal estado, observando a un sospechoso a través del callejón, dentro de otro edificio de apartamentos igualmente desaliñado. Tenían todas las luces apagadas, un telescopio, una cámara de vídeo, sistemas de escucha, órdenes que permitían los sistemas de escucha y tanto café solo como tres personas podían beberse en una noche.

—Ojalá tuviéramos una pizza —comentó Sims.

Rick suspiró.

—Yo también, pero se notaría el olor y ese tipo sabría que lo estamos observando.

—Tal vez podríamos poner la pizza frente a su puerta y se volvería loco oliéndola, por lo que tendría que salir para comérsela. Así, nosotros podríamos arrestarlo.

—¿Qué es lo que tienes en esa botella aparte de agua? —preguntó Gwen.

Sims hizo un gesto de decepción.

—Desgraciadamente sólo agua. Me vendría muy bien una cerveza fría.

—Cállate —gruñó Márquez—. Yo me muero por una.

—Podríamos pedirle a la detective Cassaway que investigara las cervezas que tienen en la tienda de ahí al lado y confiscara un pack de seis para la unidad de investigación —bromeó Sims—. Nadie tendría que enterarse. Podríamos amenazar al dueño con un delito de salud pública o algo así.

Gwen lo miró con frialdad.

—Nosotros no robamos.

Márquez le dedicó una mirada aún más desaprobadora.

—Nunca.

Sims se sonrojó.

—¡Eh! —exclamó levantando las dos manos—. ¡Que sólo estaba bromeando!

—Pues a mí no me hace ninguna gracia —replicó Gwen.

—Ni a mí tampoco —afirmó Márquez—. No quiero volver a oír nunca más cómo un oficial de policía habla de ese modo.

—Lo siento —dijo Sims tragando saliva—. De verdad. Ha sido una broma desafortunada. No quería decir nada de eso.

Gwen se encogió de hombros. Sims era muy joven.

—Yo me estoy perdiendo la nueva serie de ciencia ficción que me tiene enganchada —gruñó—. Me está poniendo nerviosa.

—Yo también la veo —replicó Rick—. No está mal.

—Podríais grabarla —sugirió Sims—. ¿No tenéis un grabador?

—Yo soy pobre —repuso Gwen negando con la cabeza—. No me lo puedo permitir.

Rick la miró con desaprobación.

—Trabajamos para uno de los departamentos mejor pagados del suroeste —le espetó—. Tenemos un paquete de beneficios, cuentas de gastos, acceso a vehículos excelentes…

—Yo tengo un alquiler mensual, un seguro mensual, la letra del coche, recibos varios y tengo que comprarme las balas para la pistola —musitó ella—. ¿Quién se puede permitir lujos? No me he comprado un traje nuevo desde hace más de seis meses. Éste parece que ha servido ya de nido para las polillas.

Rick levantó las cejas.

—Estoy seguro de que tienes más de un traje, Cassaway.

—Dos trajes, doce blusas, seis pares de zapatos y una selección… de otras cosas —dijo ella—. No hago más que ponerme lo mismo siempre y estoy harta. ¡Quiero alta costura!

—Pues buena suerte —replicó Rick.

—Con la suerte no consigo nada.

—Eh, ¿es ése el tipo que estamos buscando? — preguntó de repente Sims mientras miraba a través del telescopio.

Capítulo 3

RICK y Gwen se reunieron con él junto a la ventana. El primero tomó una fotografía del hombre que había al otro lado de la calle y luego conectó la cámara a su pequeño ordenador. Entonces, utilizando un programa de reconocimiento facial, comparó el rostro del hombre que buscaban con el del que acababa de fotografiar.

—Positivo. Es él —dijo Rick—. Vamos a por él.

Bajaron corriendo las escaleras. Entonces, se colocaron en los puntos que Rick había planeado anteriormente.

El hombre, que iba bostezando y que parecía completamente ajeno a lo que estaba ocurriendo, salió a la acera junto a una parada de autobús.

—Ahora —gritó Rick.

Los tres se abalanzaron corriendo sobre el sorprendido hombre, que empezó a correr a pesar de que ya era demasiado tarde. Rick le puso la zancadilla y lo tiró al suelo. Entonces, le esposó las manos a la espalda y se echó a reír cuando el hombre empezó a maldecir.

—¡Yo no he hecho nada! —protestaba.

—Entonces, no tienes nada de lo que preocuparte.

El hombre se limitó a gruñir.

—Muy bien hecho —dijo Gwen mientras recogían el equipo del apartamento que habían alquilado después de que una patrulla se hubiera llevado al sospechoso.

—Gracias. Trato de mantenerme en forma.

Ella no se atrevió a mirarlo. Le estaba costando mucho no fijarse en lo atractivo que él era.

—Y tú lo hiciste muy bien en las prácticas de tiro.

Gwen sonrió.

—Gracias. Al menos tengo algo, aunque sólo sea una cosa, que me redima.

—Seguramente es más de una cosa, Cassaway.

Ella se colgó el bolso al hombro.

—¿Hemos terminado ya por esta noche?

—Sí. Yo me ocuparé del informe. Lo podrás firmar mañana. Le he gritado a mi madre y tengo que ir a casa para tratar de compensarla.

—Es muy agradable.

Rick se volvió para mirarla.

—¿Y cómo lo sabes?

—Fui a Jacobsville cuando tuve que entrevistar a un testigo para el último juicio por asesinato —le recordó—. Almorcé en el café. Es el único de toda la localidad, a excepción del restaurante chino, y me gusta su pastel de manzana.

—Ah.

—¿Tiene el restaurante desde hace mucho tiempo?

—Sí. Lo abrió un par de años antes de que yo me quedara huérfano. Mi madre trabajó con ella brevemente como cocinera.

—¿Sigue viva tu madre? Tu madre biológica quiero decir —le preguntó mientras buscaba en el bolso las llaves del coche.

—Mi padrastro y ella murieron en un accidente cuando yo era casi un niño. Barbara acababa de perder a su esposo y había tenido un aborto el mes antes de que ocurriera. Estaba muy triste y yo también. Como yo no tenía más familia y ella me conocía, me adoptó.

Gwen se sonrojó.

—Lo siento. No quería husmear. Sólo tenía curiosidad.

Rick se encogió de hombros.

—Casi todo el mundo lo sabe. Yo nací en México, en Sonora, pero mi madre y mi padrastro vinieron a este país cuando yo era sólo un bebé y vivieron en Jacobsville. Mi padrastro trabajaba en uno de los ranchos de la zona.

—¿Qué hacía?

—Domaba caballos —respondió. Lo hizo con frialdad y sequedad, como si no quisiera que se le recordara a aquel hombre.

—Yo tenía un tío que trabajaba en un rancho de Wyoming —confesó ella—. Está muerto.

—Wyoming… ¿Pero tú no eras de Atlanta?

—En origen no. Mi familia es de Montana.

—Estás muy lejos de tu casa.

—Sí, bueno. Mis padres se mudaron a Maryland cuando yo era una niña.

—Supongo que echas de menos el mar.

—Sí. Mucho. Estaba muy cerca de mi casa, pero yo voy donde me envían. He trabajado en muchos lugares…

Se detuvo en seco. Ojalá se hubiera mordido la lengua.

Rick la miraba con curiosidad.