Emociones destructivas - Daniel Goleman - E-Book

Emociones destructivas E-Book

Daniel Goleman

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Beschreibung

El presente libro se enfrenta con uno de los grandes problemas de la humanidad. En él, Daniel Goleman, autor del best-seller Inteligencia emocional, documenta un diálogo entre el Dalai Lama y un selecto grupo de eruditos budistas, psicólogos occidentales, neurocientíficos y filósofos, reunidos para dilucidar, comprender y combatir las emociones destructivas. Estos encuentros tuvieron lugar pocos meses antes de los atentados del 11 de septiembre del 2001. Esta circunstancia confiere a Emociones destructivas una actualidad y una relevancia inesperadas. ¿Por qué personas aparentemente racionales e inteligentes cometen actos de crueldad y violencia? ¿Cuáles son las causas del comportamiento desctructivo? ¿Cómo controlar las emociones que conducen a estos impulsos? ¿Podemos aprender a vivir en paz con nosotros mismos y con los demás? Estas y otras preguntas, cruciales para el mundo actual, son las que fueron planteadas y recensadas. Daniel Goleman aporta, además, un comentario sumamente esclarecedor a esta reunión histórica, con todas sus vertientes y consecuencias.

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Título original: DESTRUCTIVE EMOTIONS

© 2003 by Mind and Life Institute    Published by arrangement with Bantam Books, an imprint of The Bantam Dell Publishing Group,    a division of Random House Inc.

© de la edición en español:    2003 by Editorial Kairós, S.A.

© de la traducción del inglés:    David González Raga y Fernando Mora

Primera edición: Abril 2003Primera edición digital: Enero 2012

ISBN-10: 84-7245-542-4ISBN-13: 978-84-7245-542-9ISBN-epub: 978-84-9988-126-3

Composición: Replika Press Pvt. Ltd. India

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

IN MEMORIAM

FRANCISCO VARELA

7 de septiembre de 1946 - 28 de mayo de 2001

Buenos días, mi querido amigo:

Te considero un hermano espiritual y debo decirte que todos lamentamos mucho no tenerte con nosotros. Quisiera expresarte, como lo haría un hermano, mi más profundo agradecimiento por tu gran aportación a la ciencia, especialmente en los campos de la neurología, la ciencia de la mente, y por tu contribución a la celebración de estos diálogos entre la ciencia y el pensamiento budista. Jamás olvidaremos tu extraordinaria colaboración.

Te recordaré hasta el momento de mi muerte.

EL DALAI LAMA

Videoconferencia mantenida el día 22 de mayo de2001 entre Su Santidad, desde Madison (Wisconsin), yFrancisco Varela, postrado en su cama de París, dondemurió un par de semanas después.

SUMARIO

Prefacio de Su Santidad el decimocuarto Dalai Lama

Prólogo: Un reto para la humanidad

Una colaboración científica

1. El lama en el laboratorio

2. Un científico natural

PRIMER DÍA: ¿Qué son las emociones destructivas?

3. La perspectiva occidental        Presentado por Alan Wallace y Owen Flanagan

4. Una psicología budista        Presentado por Matthieu Ricard

5. La anatomía de las aflicciones mentales        Presentado por Alan Wallace y Thupten Jinpa

SEGUNDO DÍA: Las emociones en la vida cotidiana

6. La universalidad de las emociones        Presentado por Paul Ekman

7. El cultivo del equilibrio emocional        Presentado por el venerable Kusalacitto

TERCER DÍA: Las ventanas del cerebro

8. La neurociencia de la emoción        Presentado por Richard Davidson

9. Nuestro potencial para el cambio

CUARTO DÍA: El dominio de las habilidades emocionales

10. La influencia de la cultura        Presentado por Jeanne Tsai

11. La educación del corazón        Presentado por Mark Greenberg

12. Alentando la compasión

QUINTO DÍA: Razones para el optimismo

13. El estudio científico de la conciencia        Presentado por Francisco Varela

14. El cerebro proteico        Presentado por Richard Davidson

Epílogo: El viaje continúa

Notas

Sobre los participantes

Sobre el Mind and Life Institute

Agradecimientos

PREFACIO DE SU SANTIDADEL DECIMOCUARTO DALAI LAMA

La mayor parte del sufrimiento humano se deriva de las emociones destructivas como el odio, que alienta la violencia, o el deseo, que promueve la adicción. Una de nuestras principales responsabilidades en cuanto personas compasivas es la de reducir el coste humano del descontrol emocional, algo que, en mi opinión, atañe muy directamente a lo que el budismo y la ciencia tienen que decirnos.

El budismo y la ciencia no son visiones contrapuestas del mundo, sino enfoques diferentes que apuntan hacia el mismo fin, la búsqueda de la verdad. La esencia de la práctica budista consiste en la investigación de la realidad, mientras que la ciencia, por su parte, dispone de sus propios métodos para llevar a cabo esa investigación. Tal vez, los propósitos de la ciencia difieran de los del budismo, pero ambos ensanchan nuestro conocimiento y amplían nuestra comprensión.

El diálogo entre la ciencia y el budismo es una interacción bidireccional, puesto que los budistas podemos servirnos de los descubrimientos realizados por la ciencia para esclarecer nuestra comprensión del mundo en el que vivimos, mientras que la ciencia, por su parte, también puede aprovecharse de algunas de las comprensiones proporcionadas por el budismo. Como demuestran los diversos encuentros organizados hasta el momento por el Mind and Life Institute, son muchos los ámbitos en los que el budismo puede contribuir al conocimiento científico.

En lo que se refiere al funcionamiento de la mente, por ejemplo, el budismo es una ciencia interna multisecular que posee un interés práctico para los investigadores de las ciencias cognitivas y de las neurociencias que puede ofrecer valiosas contribuciones para el estudio y comprensión de las emociones. No olvidemos que los debates celebrados hasta el momento han inspirado nuevas líneas de investigación a algunos de los científicos que han participado en ellos.

Pero el budismo, por su parte, también tiene cosas que aprender de la ciencia. Con cierta frecuencia he dicho que, si la ciencia demuestra hechos que contradicen la visión budista, deberíamos modificar ésta en consecuencia. No olvidemos que el budismo debe adoptar siempre la visión que más se ajuste a los hechos y que, si la investigación demuestra razonablemente una determinada hipótesis, no deberíamos perder tiempo tratando de refutarla. Pero es necesario establecer una clara distinción entre lo que la ciencia ha demostrado de manera fehaciente que no existe (en cuyo caso deberemos aceptarlo como inexistente) y lo que la ciencia no puede llegar a demostrar. No olvidemos que la conciencia misma nos proporciona un claro ejemplo en este sentido ya que, aunque todos los seres –incluidos los humanos– llevemos siglos experimentado la conciencia, todavía ignoramos qué es, cómo funciona y cuál es su verdadera naturaleza.

La ciencia ha acabado convirtiéndose en uno de los factores fundamentales del desarrollo humano y planetario del mundo moderno, y las innovaciones realizadas por la ciencia y la técnica han dado origen a un considerable progreso material. Pero, al igual que ocurría con las religiones del pasado, la ciencia no posee todas las respuestas. Por ello, la búsqueda del progreso material a expensas de la satisfacción proporcionada por el desarrollo interno acaba desterrando los valores éticos de nuestra vida. Y ésta es una situación que, considerada a largo plazo, genera infelicidad porque no deja lugar a la justicia y la honestidad en el corazón del ser humano, algo que comienza afectando a los más débiles y genera una gran desigualdad y el consiguiente resentimiento que acaba afectando negativamente a todo el mundo.

El extraordinario impacto de la ciencia en nuestra sociedad otorga a la religión y a la espiritualidad un papel privilegiado para recordarnos nuestra humanidad. Y, en ese sentido, será necesario compensar el progreso material y científico con la responsabilidad que dimana del desarrollo interno. Por este motivo, creo que el diálogo entre la religión y la ciencia puede resultar muy beneficioso para toda la humanidad.

El budismo tiene muchas cosas importantes que decirnos acerca de los problemas provocados por las emociones destructivas. Uno de los objetivos fundamentales de la práctica budista es el de reducir el poder de las emociones destructivas en nuestra vida. Para ello cuenta con un amplio abanico de comprensiones teóricas y de recursos prácticos. Si la ciencia puede llegar a demostrar que algunos de estos métodos son beneficiosos, habrá sobrados motivos para buscar el modo de tornarlos accesibles a todo el mundo, estén interesados en el budismo o no.

Ese tipo de corroboración científica fue uno de los resultados de nuestro encuentro. Estoy muy satisfecho de poder afirmar que el diálogo de Mind and Life presentado en este libro fue mucho más que una conjunción de voluntades entre el budismo y la ciencia. Los científicos han ido un paso más allá y han elaborado programas a fin de demostrar la utilidad de varias técnicas budistas para que todo el mundo aborde de un modo más adecuado las emociones destructivas.

Por todo ello, invito a los lectores de este libro a compartir nuestra indagación en las causas y la cura de las emociones destructivas y a reflexionar con nosotros en las muchas cuestiones que nos han parecido de interés. Espero que todo el mundo encuentre este diálogo entre la ciencia y el budismo tan apasionante como lo fue para mí.

28 de agosto de 2002

PRÓLOGO:UN RETO PARA LA HUMANIDAD

Las cosas han cambiado mucho desde la fecha en que se celebró el encuentro relatado en este libro (marzo de 2000) y su transcripción final (que concluyó en otoño de 2001). Durante la época en que se llevó a cabo este diálogo, el mundo parecía haber dejado atrás los horrores del siglo XX, y muchos de nosotros contemplábamos un futuro esperanzador para el ser humano. Luego vino la tragedia del 11 de septiembre de 2001, y, repentinamente, nos vimos enfrentados a un vívido recordatorio de que la brutalidad calculada y masiva todavía sigue entre nosotros.

Pero, por más horribles que puedan parecer este tipo de actos, no son más que un nuevo episodio de barbarie en la corriente de crueldad alentada por el odio (la más destructiva de todas las emociones) que recorre la historia. La mayor parte del tiempo, esa barbarie permanece oculta entre los bastidores de nuestra conciencia colectiva, como una presencia ominosa, aguardando el momento propicio para irrumpir de nuevo en escena. Y esto es algo que, en mi opinión, seguirá ocurriendo una y otra vez hasta que acabemos comprendiendo las raíces del odio –y del resto de las emociones destructivas– y encontremos, finalmente, el modo más adecuado de mantenerlo a raya.

Este libro relata un encuentro entre el Dalai Lama y un grupo de científicos en torno al tema de la comprensión y la superación de las emociones destructivas y puede arrojar, en ese sentido, cierta luz sobre este importante reto al que actualmente se enfrenta el ser humano. Pero el objetivo de nuestro encuentro no apuntaba, sin embargo, a descubrir el modo en que los impulsos destructivos del individuo acaban desembocando en una acción de masas, ni tampoco la forma en que las injusticias –objetivas o subjetivas– generan ideologías que alientan el odio. Nuestro interés, muy al contrario, se centraba en un estrato mucho más fundamental que nos llevó a investigar el modo en que las emociones destructivas corroen la mente y el corazón del ser humano, y el modo de contrarrestar este rasgo tan peligroso de nuestra naturaleza colectiva. Eso fue, precisamente, lo que hicimos en nuestro diálogo con el Dalai Lama, cuya vida ilustra el modo más adecuado de afrontar las injusticias históricas.

La tradición budista lleva mucho tiempo insistiendo en que el reconocimiento y la transformación de las emociones destructivas se asientan en el núcleo mismo de las prácticas espirituales, hasta el punto de que hay quienes llegan a decir que todo aquello que disminuye el poder de las emociones destructivas es una práctica espiritual. Desde la perspectiva de la ciencia, sin embargo, la naturaleza de los estados emocionales resulta un tanto paradójica, puesto que se trata de respuestas del cerebro que, en parte, han contribuido a configurar nuestra mente y que, muy probablemente también, han desempeñado un papel fundamental en nuestra supervivencia. A pesar de todo ello, no obstante, en la vida moderna han terminado convirtiéndose en una grave amenaza para nuestro futuro individual y colectivo.

El encuentro exploró un amplio abanico de cuestiones en torno al controvertido tema de las emociones destructivas. ¿Se trata de un rasgo esencial e inmutable del legado humano? ¿Qué es lo que les confiere el poder de llevar a personas, en apariencia racionales, a incurrir en acciones de las que posteriormente se arrepienten? ¿Cuál es el papel que desempeñan en la evolución de nuestra especie? ¿Son acaso esenciales para la supervivencia? ¿Cuáles son los recursos de que disponemos para superar esta amenaza a nuestra felicidad y estabilidad personal? ¿Cuál es el grado de plasticidad del cerebro y cómo podemos orientar en una dirección más positiva los mismos sistemas neuronales que albergan los impulsos destructivos? Y, lo más importante de todo, ¿cómo podemos llegar a superar las emociones destructivas?

Algunas cuestiones candentes

Bien podríamos decir que las primeras semillas de este encuentro se sembraron el día en que mi esposa y yo nos instalamos en una casa de huéspedes de Dharamsala (la India), en la que otro residente estaba terminando de elaborar lo que acabaría convirtiéndose en el libro del Dalai Lama Ética para un nuevo milenio. El editor me pidió que le comentara un primer borrador del libro que recogía las propuestas del Dalai Lama en torno a una ética secular –e independiente, por tanto, de las creencias religiosas– que se asentaba en recursos útiles para el beneficio de la humanidad, procedentes tanto de Oriente como de Occidente.

Cuando leí ese borrador, me sorprendió la estrecha relación que existe entre las tesis sostenidas por el Dalai Lama y las últimas investigaciones realizadas en el campo de las emociones. Pocos días después, tuve la ocasión de comentar con el mismo Dalai Lama algunos de esos descubrimientos y debo destacar su gran interés por la extraordinaria importancia que parece desempeñar la educación infantil en el desarrollo de la empatía, tan esencial para la compasión. Cuando le pregunté si le gustaría disponer de un resumen más completo de las últimas investigaciones psicológicas realizadas en el campo de las emociones, respondió de manera afirmativa, especificando que su interés fundamental se centraba en las emociones negativas, y también preguntó si la ciencia podía determinar con precisión la diferencia cerebral entre el enfado y la rabia.

Un año después mantuvimos una conversación fugaz mientras esperaba su turno para hablar con ocasión de una conferencia celebrada en San Francisco, y todavía mostró más interés en las llamadas emociones destructivas. Pocos meses después volvimos a vernos en un breve encuentro centrado en la transmisión de ciertas enseñanzas religiosas que se celebró en un monasterio budista de New Jersey. En esa ocasión, le pregunté qué era lo que entendía por “destructivo”, a lo que respondió que se refería a la visión científica de lo que los budistas denominan los Tres Venenos (el odio, el deseo y la ignorancia) agregando que, aunque resulte evidente que la visión occidental difiere de la budista, esas diferencias son, en sí mismas, sumamente significativas.

Entonces me dirigí a Adam Engle, presidente, a la sazón, del Mind and Life Institute, para ver si el tema en cuestión podría convertirse en el objeto de alguno de los encuentros que, desde 1987, vienen celebrándose entre el Dalai Lama y un grupo de expertos con la intención de explorar las visiones de la ciencia occidental y de la tradición budista sobre cuestiones como la cosmología o la compasión, por ejemplo. Yo mismo había moderado y contribuido a la organización del tercero de esos encuentros, que giró en torno a las emociones y la salud y me parecía un foro ideal para debatir ese nuevo tema.

Cuando el consejo rector del instituto me dio luz verde para seguir adelante con mi proyecto, comencé a buscar científicos cuya visión y experiencia pudieran ayudarnos a dilucidar esa faceta inquietante, perturbadora y hasta peligrosa del ser humano. Pero no sólo necesitábamos expertos, sino también personas que supieran formular preguntas interesantes, pudieran comprometerse en la búsqueda de respuestas y fueran capaces de permanecer lo suficientemente abiertos como para sacar a la luz los prejuicios ocultos que limitan nuestro pensamiento.

Los científicos y los budistas que participasen en ese diálogo desempeñarían simultáneamente el papel de maestros y de discípulos. El Dalai Lama, como es habitual, se mostró muy interesado en conocer los nuevos descubrimientos realizados por la ciencia, y los científicos, por su parte, también se mostraban abiertos a la visión budista de la mente, un paradigma alternativo que lleva milenios explorando con todo rigor el mundo interno del ser humano. Este cuerpo de experiencia posee un método muy exacto –que la ciencia ni siquiera vislumbra– para adentrarse sistemáticamente en las profundidades de la conciencia, al tiempo que pone en cuestión algunos de los presupuestos básicos de la ciencia psicológica actual. En resumen, pues, ese encuentro no sólo serviría para actualizar los conocimientos del Dalai Lama, sino que también supondría una indagación en las profundidades del espíritu humano en la que él (junto a otros eruditos budistas) actuaría como interlocutor de la ciencia de un modo tal que sirviera para ampliar la visión de todos los participantes.

Como suele ser tradicional, un filósofo se encargaría de comenzar determinando el marco general de nuestra exploración. Para ello pensé en Alan Wallace, profesor, por aquel entonces, de la University of California, en Santa Barbara, erudito budista y traductor habitual del Dalai Lama en esos encuentros. Luego me centré en la búsqueda del resto de los científicos.

Owen Flanagan, filósofo de la mente de la Duke University, emprendería el diálogo tratando de determinar cuáles son, desde la perspectiva occidental, las emociones más destructivas, además de la ira y del odio. Matthieu Ricard, un monje budista tibetano que también es licenciado en biología, se encargaría de presentar la visión budista de las emociones destructivas. La definición operativa de la que partimos era muy sencilla: «Las emociones destructivas son aquellas que dañan a los demás o a nosotros mismos». No obstante, a lo largo del encuentro fueron apareciendo diferentes puntos de vista en torno a las emociones dañinas y al momento y motivo de su emergencia. Tengamos en cuenta que los distintos criterios utilizados para definir lo “destructivo” dependen del punto de vista y de que la filosofía moral, el budismo y la psicología disponen de su propio conjunto de respuestas al respecto.

Paul Ekman, psicólogo de la University of California en San Francisco y experto mundial en el campo de la expresión facial del afecto, se encargó de presentar la investigación científica realizada sobre la dinámica básica de las emociones, un trampolín de comprensión muy adecuado para zambullirnos en el enigma de esa faceta tan destructiva de la naturaleza humana. Ekman aportó a nuestro diálogo la perspectiva darwiniana, según la cual las emociones destructivas perduran en nosotros a modo de vestigios de aspectos que, en algún momento de nuestra evolución, desempeñaron un papel esencial para nuestra supervivencia.

Richard Davidson, de la University of Madison y uno de los fundadores de la llamada neurociencia afectiva, nos hablaría de los últimos avances realizados en el campo de la neurociencia y compartiría con nosotros sus descubrimientos en torno a los circuitos cerebrales implicados en un amplio espectro de emociones destructivas, desde el deseo del adicto hasta el miedo paralizante del fóbico y la descontrolada crueldad del asesino de masas. Tengamos en cuenta que todos estos datos son muy prometedores, ya que sirven para determinar las regiones cerebrales que inhiben los impulsos destructivos, y aquellas otras que pueden contribuir a reemplazarlos con la ecuanimidad y la alegría.

Aunque todos los seres humanos compartamos el mismo conjunto de sentimientos básicos como parte de nuestra herencia común, existen notables diferencias interpersonales en el modo de valorar y expresar las emociones. Para proporcionarnos una visión intercultural al respecto contamos con la presencia de Jeanne Tsai, psicóloga de la University of Minnesota (que hoy en día, por cierto, trabaja en la Stanford University), sus trabajos se han centrado en las diferencias interculturales en la expresión de las emociones. Sus investigaciones nos recordaron la importancia que tiene el reconocimiento de estas diferencias para poder superar las emociones destructivas.

Pero nuestro interés no se centró tan sólo en el análisis de la dinámica de nuestras tendencias destructivas, sino también en encontrar soluciones viables. De ello, precisamente, se ocupó Mark Greenberg, psicólogo de la University of Pennsylvania y pionero en la elaboración de programas de aprendizaje social y emocional. Mark nos presentaría un programa destinado a enseñar a los niños los principios básicos de la alfabetización emocional que les ayude a no dejarse llevar por esos impulsos y a controlar las emociones destructivas, lo cual, por otra parte, podría servirnos de punto de partida para diseñar programas similares dirigidos a los adultos.

El último día centramos nuestra atención en la posible colaboración entre los practicantes avanzados de meditación y los neurocientíficos para aumentar la comprensión científica del potencial positivo de las herramientas de transformación emocional. Francisco Varela, cofundador del Mind and Life Institute y director de investigación del laboratorio nacional de neurociencia de París, expuso una línea de investigación que tiene por objeto diseccionar la actividad neuronal que subyace a un determinado momento de percepción, una investigación para la que quería contar con la colaboración de meditadores avanzados debido a su experiencia en la observación del funcionamiento de la mente. Richard Davidson, por su parte, nos habló del concepto de neuroplasticidad, es decir, de la capacidad del cerebro para seguir desarrollándose a lo largo de toda la vida y también presentó datos que parecen sugerir que la práctica de la meditación aumenta la plasticidad de los centros afectivos del cerebro que inhiben las emociones destructivas y promueven las positivas.

Aunque las emociones destructivas, por su misma naturaleza, puedan alentar el pesimismo, las conclusiones finales de nuestro encuentro fueron muy prometedoras y se centraron en los pasos que podemos dar para contrarrestar estas fuerzas oscuras, aunque sólo sea en el interior de nuestra propia mente. A fin de superar el virus de las emociones destructivas deberemos vacunarnos contra el caos interno de los sentimientos –como el pánico o la rabia ciega– que obstaculizan toda acción eficaz. Así pues, algunas de las respuestas científicas a nuestra búsqueda del equilibrio y de la paz interior son, al menos a largo plazo, moderadamente optimistas.

Al concluir la semana, ninguno de nosotros quería irse. Las cuestiones que abordamos y las posibilidades que descubrimos pusieron en marcha un proceso que generó, varios meses después, un nuevo encuentro de un par de días en la University of Wisconsin, un posterior congreso de dos días en la Harvard University y la puesta en marcha de varios proyectos de investigación que actualmente se hallan en curso. De este modo, lo que comenzó siendo un análisis intelectual de las emociones destructivas, acabó convirtiéndose en la búsqueda activa de nuevas respuestas… y también de los correspondientes antídotos.

Un rico subtexto

Este encuentro fue el octavo de los organizados por el Mind and Life Institute y celebrados entre el Dalai Lama y un pequeño grupo de filósofos y psicólogos y, como suele ser habitual, se llevó a cabo, durante cinco días, en la residencia del Dalai Lama en Dharamsala (la India).

Cada mañana se nos ofrecía una presentación diferente y por la tarde debatíamos sus posibles implicaciones. La cordialidad y el ingenio de, que hizo gala el Dalai Lama permitieron convertir lo que pudo haber sido un mero intercambio formal de información en una atmósfera cordial y familiar que alentaba el pensamiento creativo y espontáneo.

Mi intención al elaborar este libro ha sido la de presentar al lector un relato fiel de la amplia colaboración que se produjo entre la ciencia y el espíritu. Una de las tareas que tiene encomendada el organizador de los encuentros patrocinados por el Mind and Life Institute es, precisamente, la elaboración de un libro –de los que éste es el séptimo en salir a la luz (que el lector puede consultar en las páginas iniciales)– que no debe limitarse a transcribir literalmente lo que allí se ha dicho, sino que también debe tratar de transmitir el clima espontáneo en que se desarrolló el diálogo.

Para conocer los sentimientos y pensamientos tácitos de los integrantes en los distintos momentos clave del encuentro –y, en consecuencia, poder así transmitir al lector toda la riqueza del intercambio–, les entrevisté a todos ellos (incluido el Dalai Lama). Así fue como trabé contacto con un rico subtexto del diálogo, que me ayudó a plasmar en la página impresa no sólo los datos intelectuales relativos a las últimas investigaciones realizadas al respecto, sino también el clima emocional que se respiraba en la sala.

Este diálogo constituyó un verdadero festín intelectual en el que degustamos multitud de platos, desde el relato preciso de la investigación cerebral hasta el informe de observaciones realizadas en los patios escolares, pasando por las distintas facetas de la inteligencia emocional de una remota tribu de Nueva Guinea y algunas reflexiones en torno a la docilidad del temperamento de los bebés chinos. Los temas que abordamos fueron muy diversos y abarcaron el amplio abanico que va desde las consideraciones teóricas y filosóficas hasta la forma más didáctica de enseñar el control de los impulsos destructivos, los pormenores de los métodos empleados por la neurociencia para investigar la cognición y algunas facetas muy concretas del cultivo de la compasión.

Y, aunque lo cierto es que no hay respuestas sencillas, lo más importante tal vez sea que las preguntas formuladas en ese diálogo entre dos tradiciones de pensamiento pueden ayudarnos a dilucidar algunos de los principales enigmas de nuestra vida personal y hasta de nuestro futuro como especie. A menudo, las cuestiones suscitadas fueron muy novedosas y a veces brillantes y sugirieron caminos para la posible investigación futura.

Es evidente que cada lector se sentirá más inclinado hacia ciertos aspectos de la discusión que hacia otro, y también lo es que habrá quienes elijan un camino intermedio, pero, en cualquiera de los casos, nuestro libro invita al lector a participar en este banquete intelectual en toda su integridad.

El diálogo con el Dalai Lama, un verdadero ejemplo de serenidad en tiempos tan atribulados como los que nos ha tocado vivir, tuvo un fuerte impacto en todos nosotros. Su influencia, que comenzó en forma de un análisis exclusivamente intelectual, acabó convirtiéndose en una búsqueda personal de los posibles antídotos para las emociones destructivas, una búsqueda que ya ha comenzado a dar resultados tangibles.

Por último, esbozamos una aplicación práctica de la visión de la humanidad que el Dalai Lama describe en Ética para un nuevo milenio, el libro cuyo primer manuscrito había leído en Dharamsala y que sembró las primeras semillas de este encuentro. Para ello, no dudamos en apelar a cualquier tipo de recurso, tanto budista como occidental, que nos permitiera diseñar un programa para desarrollar la atención, la autoconciencia, el autocontrol, la responsabilidad, la empatía y la compasión o, dicho en otras palabras, las habilidades que facilitan el control de las emociones destructivas.

Pero este encuentro también tuvo consecuencias muy positivas para la ciencia, puesto que el budismo lleva milenios explorando con gran rigor y profundidad las potencialidades superiores de la mente, mientras que la ciencia recientemente ha empezado a orientar sus afanes en una dirección parecida. Ahora, ambas tradiciones han conjuntado sus esfuerzos, y, como fruto de esa colaboración, están acometiéndose estudios experimentales que apelan a los más sofisticados instrumentos de que dispone la ciencia actual con el fin de corroborar la eficacia de los antiguos métodos para el cultivo de los estados emocionales positivos.

Nuestra historia relata esta colaboración entre la moderna neurociencia y una ciencia milenaria de la mente.

De izquierda a derecha: Paul Ekman, Thupten Jinpa, Jeanne Tsai, Mark Greenberg, el venerable Kusalacitto, el Dalai Lama, Daniel Goleman, el difunto Francisco Varela, Richard Davidson, Alan Wallace, Matthieu Ricard y Owen Flanagan.

 

UNA COLABORACIÓN CIENTÍFICA

Madison (Wisconsin)21 y 22 de mayo de 2001

1. EL LAMA EN EL LABORATORIO

Todo el mundo se asombra cuando conoce al lama Öser pero no, por cierto, a causa de su vestimenta granate y dorada de monje tibetano, sino por el resplandor que parece dimanar de su sonrisa. Öser es un europeo convertido al budismo que lleva más de tres décadas formándose como monje tibetano en los Himalayas y ha pasado muchos años junto a uno de los más grandes maestros espirituales del Tíbet.

Hoy, Öser (cuyo nombre hemos cambiado para proteger su intimidad) está a punto de dar un paso revolucionario en la historia del linaje espiritual del que forma parte y meditará mientras su cerebro permanece conectado a los instrumentos más sofisticados de que dispone la ciencia actual. A decir verdad, éste no es el primer intento realizado en este sentido, puesto que ya ha habido varias tentativas puntuales para determinar la actividad cerebral de los meditadores, y hace varias décadas que los laboratorios occidentales están trabajando con monjes y yoguis, algunos de los cuales exhiben capacidades muy notables, como el control de la respiración, de las ondas cerebrales o de la temperatura corporal, por ejemplo. Pero no cabe la menor duda de que el experimento de hoy no sólo será el primero en emplear instrumentos tan sofisticados para medir la actividad cerebral de un meditador avanzado como Öser, sino que supondrá un verdadero salto cualitativo en la investigación que profundizará en nuestra comprensión de la relación que existe entre ciertas estrategias para el cultivo disciplinado de la mente y su impacto en el funcionamiento cerebral. El objetivo de esta investigación es muy pragmático y apunta a determinar el valor de la meditación como herramienta de entrenamiento de la mente y su importancia a la hora de gestionar más adecuadamente las emociones destructivas.

Hasta el momento, la ciencia moderna se ha centrado en la elaboración de ingeniosos compuestos químicos para ayudarnos a superar las emociones tóxicas. Pero el budismo, por su parte, ha seguido un camino muy distinto –aunque más laborioso y arduo– desarrollando métodos de adiestramiento de la mente, en particular, la meditación. En realidad, el budismo afirma explícitamente que la formación que ha seguido Öser es el mejor de los antídotos para contrarrestar la vulnerabilidad de la mente a las emociones tóxicas. Si, por ejemplo, ubicamos las emociones destructivas en uno de los extremos de las tendencias del ser humano, la investigación a la que nos referimos aspira a determinar su antípoda, es decir, el modo más adecuado de enseñar al cerebro a funcionar constructivamente y reemplazar así el deseo por el gozo, la agitación por el sosiego y el odio por la compasión.

Occidente ha tratado de corregir farmacológicamente el efecto de las emociones destructivas, y no existe, en este sentido, la menor duda de que ha conseguido aliviar el sufrimiento de millones de personas. Pero la investigación realizada con Öser tratará de dilucidar si, con el debido entrenamiento, el ser humano puede provocar cambios más duraderos en el funcionamiento cerebral que los provocados por los fármacos. Ésta es una pregunta muy importante cuya respuesta, a su vez, nos llevará a formularnos otras porque, en el caso de que las personas puedan entrenarse mentalmente para superar las emociones negativas, ¿no podríamos entonces aprovechar algunos de los aspectos pragmáticos y no religiosos de ese tipo de adiestramiento mental a fin de mejorar la educación infantil, o para que los adultos, sean o no buscadores espirituales, aprendan a cultivar el autocontrol emocional?

Éstas fueron las cuestiones que nos planteamos, en el curso del extraordinario encuentro de cinco días que mantuvimos con el Dalai Lama en su residencia de Dharamsala (la India), un pequeño grupo de científicos y un filósofo de la mente. La investigación realizada con Öser supuso la culminación de varias líneas de estudio científico que nacieron durante ese diálogo. El Dalai Lama fue el principal promotor de esa investigación y asumió un papel muy activo en la tarea de dirigir la mirada de la ciencia hacia las prácticas de su propia tradición espiritual.

Pero los experimentos realizados en Madison no fueron más que la expresión de una profunda exploración colectiva en la naturaleza de las emociones, el modo en que pueden tornarse destructivas y sus posibles antídotos. En este libro presento mi relato de las conversaciones que inspiraron la investigación emprendida en Madison, las cuestiones de fondo que la alentaron y sus implicaciones para que la humanidad pueda acabar sustrayéndose al impulso centrífugo de las emociones destructivas.

Poniendo a prueba la trascendencia

Richard Davidson –uno de los científicos que participaron en los diálogos de Dharamsala– había invitado a Öser a someterse a varias pruebas en el E.M. Keck Laboratory for Functional Brain Imaging and Behavior, ubicado en el campus de Madison de la University of Wisconsin. El laboratorio fue fundado por el mismo Davidson, un pionero en el campo de la neurociencia afectiva, cuya investigación se centra en el estudio de las relaciones que existen entre el cerebro y las emociones. Davidson quería que Öser –un personaje ciertamente muy singular– se sometiera a una investigación empleando las herramientas más sofisticadas de que, hoy en día, dispone la ciencia.

Öser había pasado varias temporadas de retiro solitario e intensivo que, según nos dijo, sumaban dos años y medio. Pero, además de todo eso, había sido el asistente personal de un maestro tibetano, y su práctica se hallaba inserta por completo en su vida cotidiana. Lo que actualmente se trataba de determinar en el laboratorio eran los efectos reales del entrenamiento al que se había sometido.

La colaboración comenzó con un breve encuentro entre Öser y el equipo de ocho investigadores para determinar el protocolo al que se atendría la investigación. Todo el mundo era consciente de que se hallaban en una especie de carrera contrarreloj, puesto que el Dalai Lama visitaría el laboratorio al día siguiente y esperaban poder compartir con él algunos resultados provisionales.

Así fue como el equipo de investigadores esbozó –contando con la aquiescencia de Óser– un protocolo, según el cual éste trataría de pasar de forma rotativa por una serie de estados que iban desde el reposo hasta la vigilia alternando con varios estados meditativos muy definidos y concretos. Tengamos en cuenta que no todas las meditaciones son iguales, como tampoco lo son todas las comidas, y que obviar sus muchas diferencias sería como soslayar la existencia de una amplia diversidad de ingredientes, de recetas y de todo el arte culinario, en general. Por más que el inglés las aglutine indebidamente a todas bajo el epígrafe meditación, existe una amplia variedad de formas de entrenamiento de la mente, y cada una de ellas cuenta con sus propias instrucciones y efectos concretos sobre la experiencia que el equipo investigador esperaba determinar con ayuda de un sofisticado instrumental científico que serviría para registrar la actividad cerebral.

A decir verdad, existe una gran imbricación entre los distintos tipos de meditación empleados por las diferentes tradiciones espirituales, porque el monje trapense que canta el “Kirye eleison” (una plegaria devocional) tiene mucho en común con la monja tibetana que recita el “Om mani padme hum”. Pero más allá de las similitudes generales existe una amplia diversidad de prácticas meditativas concretas, cada una de las cuales pone en marcha determinadas estrategias atencionales, cognitivas y afectivas y, en consecuencia, produce también resultados claramente distintos.

El budismo tibetano dispone de una amplia variedad de técnicas meditativas de entre las que el equipo de investigadores de Madison propuso la visualización, la concentración en un punto y la meditación de la compasión. Se trata de tres técnicas que requieren estrategias mentales bastante distintas y que, en opinión del equipo, serían suficientes para poner de relieve la existencia de diferentes pautas subyacentes de actividad cerebral. Tampoco hay que olvidar, además, que Öser estaba muy capacitado para ofrecer descripciones muy detalladas de lo que ocurría en cada caso.

La concentración –una técnica meditativa que consiste en centrar la atención en un solo objeto– tal vez sea la más básica y universal de todas las prácticas meditativas y aparece, de una forma u otra, en todas las tradiciones espirituales. Para centrar la atención en un punto es preciso dejar de lado los innumerables pensamientos y deseos que revolotean por la mente y que operan a modo de distracciones. Como dijera el filósofo danés Sören Kierkegaard: «La pureza de corazón significa querer sólo una cosa».

El cultivo de la concentración es el método que el budismo tibetano –y también muchos otros sistemas– recomienda a los principiantes, una especie de requisito fundamental para poder seguir avanzando. Bien podríamos decir, en este sentido, que la concentración es la forma más básica de adiestramiento de la mente y que posee muchas aplicaciones fuera del campo de la espiritualidad. Para realizar esta prueba, Öser simplemente eligió un punto (un pequeño tornillo ubicado sobre él una vez estaba dentro del aparato en el que iba a realizársele una RMN [resonancia magnética nuclear]) que le serviría para enfocar y mantener fija su mirada y volver ahí cada vez que su mente se distrajese.

Pero Öser agregó tres tipos de meditación que, en su opinión, podrían servir para aclarar todavía más las cosas: la meditación de la devoción, la meditación de la vacuidad y un tipo de meditación al que denominó “estado de apertura”.1 Este último es un estado despojado de pensamientos en el que la mente, como nos dijo el mismo Öser, «permanece abierta, inmensa y consciente, sin ningún tipo de actividad mental intencional. Se trata de una especie de presencia abierta y sin distracciones en la que la mente no se centra en nada. Tal vez, en ese estado, aparezcan algunos pensamientos débiles, pero no se articulan en largas cadenas, sino que simplemente acaban desvaneciéndose».

Igual de desconcertante fue la explicación dada por Öser acerca de la meditación de la vacuidad que, según sus propias palabras, consiste en «cultivar la certeza y la confianza profunda de que no hay nada que pueda desestabilizar la mente, un estado decidido, firme e incuestionable en el que, ocurra lo que ocurra, “no existe nada que ganar ni nada que perder”. Y una ayuda para ello –agregó– consiste en evocar estas mismas cualidades en los maestros. Hay que decir que la atención en el maestro desempeña un papel fundamental en la meditación devocional, donde el discípulo evoca mentalmente una profunda sensación de gratitud hacia sus maestros y, sobre todo, hacia las cualidades espirituales que éstos encarnan».

Esa estrategia también funciona en el caso de la meditación de la compasión, que se centra en la bondad del maestro. Según dijo Öser, para generar el amor y la compasión es imprescindible evocar el sufrimiento de los seres vivos, y el hecho de que todos ellos aspiran a liberarse del sufrimiento y alcanzar la felicidad. A ello precisamente apunta la idea de «permitir que sólo haya amor y compasión en la mente de todos los seres, tanto amigos como seres queridos, desconocidos y hasta enemigos. Se trata de generar una cualidad amorosa de compasión sin objeto que no excluya a nadie y de permitir que acabe impregnando la totalidad de nuestra mente».

Finalmente, la visualización consiste en la elaboración detallada y precisa de la imagen de una deidad budista. En ese proceso, según Öser, «uno va creando finalmente la imagen completa hasta que es capaz de mantenerla en su mente de un modo claro y distinto». Como bien sabe todo aquel que esté familiarizado con los thangkas tibetanos (telas con representaciones de deidades) se trata de figuras muy complejas.

Öser daba por sentado que cada una de esas seis modalidades diferentes de meditación pondría de relieve la presencia de pautas cerebrales muy distintas. Desde la perspectiva científica, por su parte, es evidente que la visualización y la concentración, pongamos por caso, ponen en marcha actividades cognitivas muy diferentes, pero las cosas no parecen tan claras cuando hablamos de la compasión, la devoción y la vacuidad. Desde una perspectiva científica, pues, resultaría muy interesante que la investigación demostrase que las distintas modalidades de meditación puestas en marcha por Öser provocan registros cerebrales netamente dispares.

La sala de control de la misión “espacio interior”

La experimentación con Öser empezó con la denominada RMNf [resonancia magnética nuclear funcional], el procedimiento con el que actualmente se lleva a cabo cualquier investigación sobre el papel que desempeña el cerebro en la conducta. Antes del uso del RMN funcional (o RMNf), los investigadores habían tenido dificultades para observar los pormenores de la secuencia de actividades que se producen en las distintas regiones del cerebro durante una determinada actividad mental. El RMN estándar, de amplio uso en hospitales, nos proporciona una especie de instantánea fotográfica detallada de la estructura del cerebro. El RMNf, por su parte, nos brinda el mismo registro en vídeo, es decir, el registro dinámico de los cambios que se producen instante tras instante en las distintas regiones del cerebro. Dicho de otro modo, las imágenes convencionales proporcionadas por el RMN ponen de relieve las estructuras cerebrales, mientras que el RMNf, por su parte, revela la interacción funcional que existe entre dichas estructuras.

El RMNf, pues, proporcionaría a Davidson una serie de imágenes –en forma de cortes de un milímetro de espesor (más delgados que una uña)–del cerebro de Öser, que luego serían debidamente analizadas para determinar con precisión lo que ocurre durante un determinado acto mental y rastrear así la secuencia de actividades que se lleva a cabo en todo el cerebro.

Cuando Öser y el equipo entraron en la sala en la que iba a realizarse el RMNf, el escenario se asemejaba a una sala de control dispuesta para realizar un viaje al espacio interior. En una habitación adjunta, un enjambre de analistas se aprestaban a poner a punto sus ordenadores, mientras que, en una sala contigua, otro grupo de técnicos se preparaba para guiar a Öser a lo largo del protocolo experimental previamente establecido.

Quienes entran en el RMN suelen hacerlo provistos de tapones en los oídos para silenciar el incesante ruido de una gigantesca maquinaria compuesta de imanes giratorios que provocan un implacable bip bip bip que recuerda la banda sonora de pesadilla de Eraserhead, la película de culto de David Lynch. Pero, por más molesto que resulte el ruido, todavía lo es más la sensación de confinamiento, ya que la cabeza del sujeto experimental permanece cubierta por unas almohadillas de espuma en una especie de jaula para garantizar que no se mueva y, una vez introducido en el interior de la máquina, su rostro se encuentra a escasos centímetros del techo del aparato.

Aunque la mayoría de las personas se someten de buen grado al RMN, hay quienes experimentan claustrofobia, e incluso otros llegan a sentir vértigo o mareos. También hay sujetos de investigación, por último, que se muestran un tanto renuentes a pasar una hora en el interior del RMN, pero la resolución de Öser era evidente y no tuvo problema alguno en someterse a la prueba.

Un minirretiro

Öser yacía pacíficamente en una camilla con la cabeza entre las fauces del RMNf, como si fuera un lápiz humano metido en un inmenso sacapuntas. No se trataba, pues, de un monje en una cueva solitaria ubicada en la cima de una montaña, sino de un monje en un escáner cerebral.

En lugar de tapones llevaba auriculares que le permitían comunicarse con la sala de control y seguir impertérrito los pasos que le indicaban los técnicos para garantizar que todo funcionase bien. Cuando estuvo finalmente a punto, Davidson le preguntó:

–¿Cómo te encuentras, Öser?

–Muy bien –respondió éste, a través de un pequeño micrófono.

–Tu cerebro tiene muy buen aspecto –señaló entonces Davidson–. Comenzaremos tratando de entrar cinco veces en el “estado de apertura”.

Luego una voz informatizada asumió el control, para garantizar así la adecuada temporización del protocolo. El proceso empezaba con la orden “Adelante” (que servía como señal para que Öser empezase a meditar), seguida de un silencio de sesenta segundos (tiempo durante el cual Öser permanecía meditando), luego venía la orden “Neutro”, seguida de otros sesenta segundos de silencio (para que Öser dejara de meditar y reposase), y todo el ciclo comenzaba nuevamente al recibir otra vez la orden “Adelante”.

Ésa fue la rutina seguida con las distintas modalidades de meditación elegidas, una rutina que se vio en ocasiones salpicada por varias interrupciones en las que los técnicos se aprestaban a resolver los imprevistos que se presentaron. Cuando finalmente se completó la ronda, Davidson le preguntó a Öser si quería repetir alguna parte, a lo que éste respondió: «Sí. Quisiera repetir el estado de apertura, la compasión, la devoción y la concentración», los cuatro estados que, en su opinión, eran más relevantes para el estudio.

Así fue como todo el proceso comenzó de nuevo. Cuando estaba a punto de entrar en el estado de apertura, Öser dijo que quería permanecer más tiempo en cada uno de los estados porque, aunque era capaz de evocarlos, le gustaría profundizar todavía más en ellos.

Pero, una vez que los ordenadores han sido programados para seguir un determinado protocolo, la tecnología se encarga de dirigir el proceso de acuerdo al ritmo previsto de antemano. Por ello, que los técnicos tuvieron entonces que reprogramar rápidamente sobre la marcha todo el proceso, aumentando un 50 por ciento el período de práctica y disminuyendo proporcionalmente el tiempo dedicado al reposo. Luego todo comenzó de nuevo.

Si incluimos el tiempo que exigió la reprogramación y la solución de los imprevistos técnicos que se presentaron, el proceso duró más de tres horas. Los sujetos suelen salir del RMN –sobre todo después de una sesión tan larga– con una expresión de alivio en el rostro, pero Davidson se asombró al ver que Öser salía de su agotadora prueba en el RMN con una sonrisa resplandeciente y proclamando: «¡Ha sido como un minirretiro!»

Un día muy, muy bueno

Tras un breve período de descanso, Öser se dirigió de nuevo a la sala para someterse a la siguiente batería de pruebas que, en esta ocasión, recurrían al uso de un electroencefalógrafo (un instrumento empleado para medir las ondas cerebrales al que también se conoce como EEG).

La mayor parte de las investigaciones electroencefalográficas realizadas se llevan a cabo utilizando treinta y dos sensores conectados a diferentes regiones del cuero cabelludo para registrar la actividad eléctrica cerebral… y muchos de ellos no usan más que seis. Pero, en esta ocasión, el cerebro de Öser sería controlado dos veces empleando para ello dos cascos electroencefalográficos distintos provistos de ¡ciento veintiocho y doscientos cincuenta y seis sensores, respectivamente! La primera de las pruebas utilizaría el casco de ciento veintiocho sensores y registraría los datos mientras Öser seguía los mismos pasos y atravesaba los mismos estados meditativos del experimento anterior. La segunda prueba utilizaría el casco de doscientos cincuenta y seis sensores y combinaría sinérgicamente los datos recopilados durante la prueba anterior con el RMN.

Sólo existen cuatro o cinco laboratorios de neurociencia que utilicen el registro electroencefalográfico de doscientos cincuenta y seis sensores. El análisis informático de este tipo de lecturas múltiples del cerebro mediante programas de software llamados “de localización de fuente” facilita una triangulación que permite determinar con gran detalle el origen de una determinada señal neuronal. De este modo, es posible acceder a regiones cerebrales muy profundas, algo que los datos habituales del electroencefalograma –que sólo controla la capa superior del cerebro– están lejos de poder brindarnos.

Öser se dirigió animadamente hacia la sala en que se hallaba el electroencefalógrafo, dispuesto a seguir la misma rutina. Pero, en esta ocasión, no metió la cabeza entre las fauces del RMN, sino que permaneció sentado en una cómoda silla y se encasquetó una especie de gorro de baño parecido a una cabeza de medusa de la que salían multitud de alambres delgados a modo de espaguetis. En este caso, la sesión duró otras dos horas.

Después de haber pasado la prueba, alguien le preguntó a Öser si las condiciones del RMN habían obstaculizado su capacidad de meditar. «Es cierto que el ruido era desagradable –respondió–, pero afortunadamente también era repetitivo, con lo cual no tardas en olvidarte de él y no dificulta gran cosa la meditación. Me parece mucho más determinante el estado de ánimo en el que te encuentras ese día.» Y, como el análisis de los datos no tardaría en revelar, el estado en que Öser se encontraba ese día –y muy probablemente también todos los días– era bueno, muy bueno.

Una predisposición especial hacia la ciencia

A la mañana siguiente, un cortejo de coches de la policía y de la oficina de seguridad diplomática del Gobierno escoltaba un coche oscuro que iba perfilándose cada vez más claramente entre la lluviosa bruma con que nos saludó el día. El automóvil acabó deteniéndose ante el Waisman Center –el edificio en el que está ubicado el laboratorio Keck–, y de él salió el Dalai Lama, que saludó con una sonrisa resplandeciente a Davidson y le dijo que le gustaría dar una vuelta por el laboratorio antes de acudir a la reunión programada para informarse de los resultados de la investigación realizada con Öser.

Entonces, Davidson acompañó al Dalai Lama a una sala de reuniones y le proporcionó una visión general de las instalaciones y de las investigaciones que solían llevarse a cabo en el laboratorio. Davidson recordó que habían sido sus anteriores contactos con el Dalai Lama los que habían despertado su atención científica hacia las emociones positivas y que se había visto gratamente sorprendido cuando escuchó al Dalai Lama decir que el vínculo existente entre la madre y su hijo es uno de los orígenes de la compasión, así como también su expresión más natural. Cuando Davidson, que estaba a punto de emprender un programa de investigación en torno a la compasión, le preguntó al Dalai Lama si tenía algunas ideas acerca de la mejor forma de fomentarla, éste –siempre dispuesto a bromear– replicó: «¡Claro que sí, inyectándola!».

La primera parada del recorrido del Dalai Lama por el laboratorio fue la sala en la que una serie de técnicos estaban afanándose febrilmente con sus ordenadores para extraer algunas conclusiones provisionales del mar de datos acumulados durante el experimento realizado el día anterior con Öser. Davidson señaló al Dalai Lama una de las pantallas, que mostraba la imagen de un cerebro lleno de manchas de color que representaban los distintos niveles de actividad de distintas regiones del cerebro de Öser.

Desde hace mucho tiempo, el Dalai Lama está interesado por muchas cuestiones científicas –como, por ejemplo, la naturaleza de la conciencia –y también se ha preocupado por conocer los métodos que pueden responder a sus dudas. Una de estas cuestiones –el poder de la mente (o de la conciencia) para movilizar al cerebro– se puso de relieve cuando Davidson le mostró el RMN.

–Este aparato nos permite precisar con gran detalle el origen concreto de una determinada actividad cerebral en el mismo momento en que ésta ocurre –comentó Davidson–. Y luego añadió que los valores del EEG y del RMN son la velocidad y la precisión espacial, respectivamente. Así pues, el RMNf permite discriminar con precisión milimétrica los cambios que se producen en el cerebro, mientras que el EEG computerizado, por su parte, puede detectar esos mismos cambios con una precisión de una milésima de segundo, una explicación que suscitó la siguiente pregunta del Dalai Lama:

–¿Puede usted demostrar que el pensamiento precede a la acción? ¿Puede afirmar con total seguridad que, antes de que se produzca un cambio en el cerebro, se ha producido un pensamiento?

La conversación que mantuvieron entonces sorprendió gratamente a Davidson porque el Dalai Lama mostraba una profunda comprensión de los datos y métodos de la ciencia, un talento que suele evidenciarse en sus conversaciones con los científicos. Como dijo el mismo Davidson: «Su Santidad comprende cosas que sólo suelen entender los especialistas».

Un bisturí digital

Los datos del RMNf de Öser que iban saliendo de los ordenadores de la sala de control entraban directamente en otra serie de ordenadores conectados en paralelo, que se encargaban de llevar a cabo un análisis matemático de los datos puros de la actividad cerebral de Öser, despojados ya de toda imagen. Finalmente, un programa informático acabaría determinando el perfil de las pautas cerebrales de Öser en un “espacio estándar”, una especie de cerebro uniforme modélico que permite la comparación entre la actividad de diferentes cerebros.

En condiciones normales, el procesamiento de todos esos datos suele requerir varias semanas de trabajo durante las cuales los veinte o treinta proyectos de investigación en curso en el laboratorio de Davidson compiten por el uso de los ordenadores. Pero, en esta ocasión, Davidson quería presentar algún resultado provisional al Dalai Lama en una reunión prevista para las ocho de la mañana del día siguiente y, por ello, se vio obligado a comprimir todo el proceso en medio día. Por este motivo, que el proceso informático de análisis de datos prosiguió día y noche, hasta que el último analista abandonó el laboratorio a las cinco menos cuarto de la madrugada para descansar un par de horas y recomenzar a eso de las siete.

Los datos técnicos de todo este proceso son demasiado vastos y complejos como para detenernos aquí en ellos. Bastará, por tanto, con decir que, cuando la sesión de la tarde estaba a punto de empezar, uno de los analistas que llevaba más de veinticuatro horas ante la pantalla del ordenador le entregó a Davidson un avance provisional de los resultados del RMNf.

Esos resultados evidenciaban claramente que Öser poseía una capacidad muy superior a la media para controlar de forma voluntaria su actividad cerebral mediante procesos estrictamente mentales. Hay que tener en cuenta, en este sentido, que la mayoría de los sujetos no entrenados a los que se les propone una tarea mental son incapaces de centrar en exclusiva su atención en ella y que, en consecuencia, sus datos presentan un considerable ruido añadido.

Pero, en el caso de Öser, existían claros indicios de que las distintas estrategias mentales puestas en marcha iban acompañadas de cambios muy concretos en las señales del RMN. Así pues, los resultados preliminares parecían demostrar que, en su caso, cada una de las modalidades de funcionamiento mental determina una pauta de actividad cerebral netamente distinta. Hay que decir que, exceptuando los casos en que se trata de cambios tan burdos como el que conduce de la vigilia al sueño, por ejemplo, este tipo de relación tan evidente entre un determinado estado mental y una actividad cerebral específica no resulta nada habitual. Sin embargo, los registros del funcionamiento cerebral de Öser mostraban una pauta claramente distinta en cada uno de los seis estados meditativos considerados.

La neuroanatomía de la compasión

Aunque los descubrimientos del RMNf eran provisionales, el análisis de los datos electroencefalográficos del funcionamiento cerebral de Öser en estado de reposo y durante la meditación de la compasión mostraba una diferencia substancial. Lo más sorprendente de todo era un espectacular aumento en la actividad eléctrica gamma del gyrus frontal intermedio izquierdo, un área del cerebro que la investigación previa realizada por Davidson había determinado como uno de los asientos de las emociones positivas. En una investigación llevada a cabo con unas doscientas personas, el laboratorio de Davidson había descubierto que la presencia de un elevado grado de activación cerebral en esa región concreta del córtex prefrontal va acompañada simultáneamente de signos evidentes de sentimientos como la felicidad, el entusiasmo, la alegría, la energía y la alerta.

La investigación realizada por Davidson también puso de relieve que la presencia de un elevado nivel de actividad en la misma región correspondiente al otro lado del cerebro –es decir, en el área prefrontal derecha– está directamente relacionada con la presencia de emociones perturbadoras. Así pues, quienes presentan un elevado nivel de actividad en la región prefrontal derecha y un bajo nivel de actividad en la izquierda son más propensos a experimentar sentimientos como la tristeza, la ansiedad y la preocupación. De hecho, la mayor activación de la región prefrontal derecha constituye un buen predictor de la predisposición a sucumbir a una depresión clínica o a un trastorno de ansiedad en algún momento de la vida. Por otra parte, quienes se hallan sumidos en la depresión y quienes experimentan una intensa ansiedad también suelen presentar un mayor nivel de activación en la región prefrontal derecha del cerebro.

Son muchas las implicaciones que todos estos descubrimientos tienen para nuestro equilibrio emocional. Cada uno de nosotros posee una pauta distintiva en la ratio de activación de las regiones prefrontales derecha e izquierda que supone un excelente barómetro de nuestro estado de ánimo más característico. Esa proporción constituye una especie de línea basal emocional en torno a la cual gravita nuestro estado de ánimo.

Todos nosotros poseemos una cierta capacidad –más o menos limitada– para transformar nuestro estado de ánimo y modificar así esa ratio. Así pues, cuanto más hacia la izquierda se incline, más positiva será nuestra predisposición anímica, y, al contrario, las experiencias que elevan nuestro estado de ánimo también inclinan, al menos provisionalmente, la balanza en la misma dirección. En este sentido, por ejemplo, hay que decir que la mayoría parte de las personas evidencian pequeños cambios positivos en esta ratio cuando se les pide que evoquen acontecimientos agradables de su pasado, o cuando contemplan fragmentos de película divertidos o reconfortantes.

Este tipo de cambios en torno a la línea basal suele ser relativamente modesto. Pero cuando Öser meditó en la compasión, sin embargo, la ratio en cuestión experimentó una franca inclinación hacia la izquierda, un cambio que era muy improbable que se debiera a la mera casualidad.

Resumiendo, pues, los cambios que patentizaban la actividad cerebral de Öser durante la meditación de la compasión parecen reflejar un estado de ánimo sumamente placentero. Era como si el mismo acto de preocuparse por el bienestar de los demás hubiera aumentado su propio bienestar interno. Este descubrimiento parece corroborar científicamente la frecuente afirmación del Dalai Lama de que quien cultiva la compasión hacia todos los seres es el primero en beneficiarse de ella. (Hay que decir que, según afirman los textos clásicos del budismo, entre los muchos beneficios derivados del cultivo de la compasión se cuentan los de ser amados por las personas y los demás seres vivos, serenar la mente, dormir y despertar sin problemas y experimentar sueños agradables.)2

Como señaló Davidson, la investigación de la actividad cerebral que acompaña a la compasión realizada con Öser es muy probablemente pionera, porque la investigación psicológica moderna no suele centrarse en el estudio de ese tipo de estados positivos. Muy al contrario, lleva varias décadas centrando casi exclusivamente su atención en lo que funciona mal (como la depresión, la ansiedad y cuestiones por el estilo) más que en lo que funciona bien. De este modo, ha solido desdeñar el lado positivo de la experiencia y de la bondad humana, y ciertamente no existe, en los anales psicológicos, investigación alguna sobre la compasión.

Este sorprendente cambio en la actividad cerebral de Öser durante la meditación de la compasión sugirió otras líneas de investigación al respecto. ¿Se trataba acaso de una singularidad propia de Öser, o se debía –como suponía Davidson– al entrenamiento intensivo al que se había sometido? Si no era más que una singularidad excepcional, el descubrimiento no dejaba de ser interesante, pero, desde un punto de vista científico, hubiera sido más bien trivial. Si, por el contrario, se debía a la práctica, tiene implicaciones muy profundas para el desarrollo del potencial del ser humano. Por ello, Davidson solicitó de inmediato la ayuda del Dalai Lama para buscar otros sujetos adiestrados en el mismo método de meditación de la compasión y poder comprobar si los descubrimientos realizados con Öser eran realmente el fruto de la práctica. En la actualidad –mientras estamos escribiendo este libro–, se están llevando a cabo pruebas similares con un puñado de meditadores avanzados.

Un descubrimiento sin precedentes

El encuentro de Madison había sido organizado para informar al Dalai Lama sobre los resultados de varias líneas distintas (aunque relacionadas) de investigación derivadas del diálogo sobre las emociones destructivas y sus posibles antídotos, que habíamos celebrado el año anterior en su residencia de Dharamsala. La investigación de Davidson era sólo una de ellas ya que, en otros laboratorios, también se estaban llevando a cabo investigaciones paralelas que exploraban otras dimensiones psicológicas de la práctica con meditadores avanzados.

Aunque los resultados de la investigación de Davidson sobre la compasión fueron sorprendentes, más todavía lo fueron los resultados de la investigación dirigida por Paul Ekman, uno de los más eminentes expertos del mundo en el campo de la ciencia de la emoción, que dirige el Human Interaction Laboratory de la University of California en San Francisco. Ekman fue uno de los científicos que asistió al encuentro de Dharamsala y, pocos meses antes, también había tenido la oportunidad de estudiar a Öser en su laboratorio. Al comunicar al Dalai Lama sus resultados, Ekman también comenzó señalando la naturaleza participativa de su investigación: «Öser ha contribuido muy activamente al desarrollo de nuestra investigación y también fue él quien tomó muchas de las decisiones sobre lo que debíamos hacer».

La investigación abordó diferentes cuestiones, cada una de las cuales, según Ekman: «Nos permitió descubrir cosas hasta entonces insólitas». Algunos de los descubrimientos eran tan extraños que, como el mismo Ekman admitió, todavía no estaba seguro de comprender bien su significado.

La primera de las pruebas utilizaba un recurso que representa la culminación de toda su obra como experto mundial en el campo de la expresión facial de las emociones. Se trata de una grabación en vídeo que presenta imágenes muy breves de rostros que evidencian una amplia diversidad de expresiones faciales. El reto consiste en identificar los signos faciales del desprecio, de la ira y del miedo, por ejemplo. El estudio se lleva a cabo en dos versiones diferentes, durante las cuales cada una de las distintas imágenes permanece en pantalla un par de décimas de segundo o un tercio de segundo, respectivamente, una velocidad tan rápida que, en el caso de parpadear, el sujeto no llega a verla. En ambos casos, el objetivo del estudio era el de identificar –seleccionando de entre un conjunto de seis– la emoción percibida.