La práctica de la inteligencia emocional - Daniel Goleman - E-Book

La práctica de la inteligencia emocional E-Book

Daniel Goleman

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Beschreibung

Por fin la tan esperada continuación del best-seller mundial Inteligencia emocional. Hoy, en un libro que habrá de revolucionar el mundo empresarial y profesional, Daniel Goleman redefine el criterio del éxito en el trabajo, así como las prioridades esenciales de las empresas. Habiendo tenido acceso a directores empresariales de todo el mundo, y tras haber estudiado el funcionamiento de más de quinientas organizaciones, Goleman revela las aptitudes que definen a los profesionales más competentes. Su conclusión es que, desde los puestos de trabajo más modestos hasta los altos cargos directivos, el factor determinante no es ni el cociente intelectual, ni los diplomas universitarios, ni la pericia técnica: es la inteligencia emocional. Autoconciencia, autoestima, autocontrol, empatía, dedicación, integridad, habilidad para comunicar, pericia para iniciar y aceptar cambios: Goleman demuestra que éstas son las competencias más relevantes en el ámbito laboral. Los profesionales más brillantes destacan no sólo por sus logros personales, sino por su capacidad para trabajar en equipo, para maximizar la producción del grupo. Por contra, los profesionales incapaces de afrontar los cambios o conflictos resultan tóxicos para la organización entera. Afortunadamente, y como lo prueban los últimos estudios en conducta humana y neurociencia, todos tenemos el potencial de mejorar nuestra inteligencia emocional en cualquier momento de nuestra carrera. Precisamente, Goleman aporta las pautas específicas y científicamente probadas para conseguirlo. Con toda seguridad, La práctica de la inteligencia emocional es un libro que habrá de cambiar la estructura de las organizaciones empresariales, así como la actitud de sus dirigentes durante las próximas décadas. Un libro de lectura imprescindible.

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Título original: WORKING WITH EMOTIONAL INTELLIGENCE

© 1998 by Daniel Goleman© de la edición en castellano:   1998 by Editorial Kairós, S.A.

Primera edición: Enero 1999Primera edición digital: Octubre 2010

ISBN-13: 978-84-7245-407-1ISBN epub: 978-84-7245-795-9

Composición: Replika Press, Pvt. Ltd. India

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

A todos aquéllos que me han enseñado lo que significala inteligencia emocional en el trabajo:

mis padres, Fay e Irving Golemanmi tío, Alvin M. Weinbergmi profesor, David C. McClelland

SUMARIO

Agradecimientos

Parte I. Más allá de la experiencia

1. El nuevo criterio

2. Las competencias de los trabajadores “estrella”

3. El núcleo “duro” de las habilidades “blandas”

Parte II. El dominio de uno mismo

4. La brújula interna

5. Autocontrol

6. Lo que nos moviliza

Parte III. Las habi l idade s personale s

7. El radar social

8. Las artes de la influencia

9. Colaboración, equipos y CI de grupo

Parte IV. Un nuevo modelo de aprendizaje

10. El error de los mil millones de dólares

11. Las mejores prácticas

Parte V. La organización emocionalmente inteligente

12. El pulso de la organización

13. El núcleo del rendimiento

Una breve nota final

Apéndice 1: Inteligencia emocional

Apéndice 2: Calcular las competencias de los trabajadores “estrella”

Apéndice 3: Género y empatía

Apéndice 4: Estrategias para el aprovechamiento de la diversidad

Apéndice 5: Últimas consideraciones sobre la formación

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Notas

AGRADECIMIENTOS

Las ideas que han dado origen a este libro tienen orígenes muy diversos. Una de sus principales raíces se asienta en las conversaciones que he sostenido con mi esposa, Tara Bennett-Goleman, tras muchas reuniones frustrantes con el equipo directivo del que formamos parte. Muchas veces yo me daba cuenta de que, por una y otra razón, las cosas no funcionaban, mientras que Tara, por su parte, era capaz de captar las corrientes emocionales subterráneas que movían estos encuentros e identificar aquéllas que dividían la atención y la energía del grupo y nos impedían llevar adelante nuestro trabajo.

Fue así como Tara y yo comenzamos a trabajar juntos en lo que terminó convirtiéndose en el libro Inteligencia emocional. Ella me ha acompañado en cada uno de los pasos de este viaje intelectual y ahora está escribiendo un libro en el que refleja su pensamiento y su trabajo al respecto.

Otra de las raíces fundamentales de este libro se asienta en la obra de mi difunto amigo y antiguo profesor en la Universidad de Harvard, David C. McClelland. Su visionario abordaje de la naturaleza de la competencia y su búsqueda de la verdad han representado para mí una auténtica inspiración, hasta tal punto que gran parte de la evidencia presentada en este libro se remonta a su investigación. Me entristece mucho saber que David ha muerto antes de que este libro viera la luz.

Son muchos los apoyos que he recibido de los amigos de la delegación de Hay/McBer (la empresa que David fundó con David Berlew, hoy en día mi asesor) sita en Boston, entre los que cabe destacar a su presidente James Burrus, su vicepresidenta y directora general Mary Fontaine, su asesora principal Ruth Jacobs y los investigadores Jason Goldner y Wei Chen.

La ayuda de Richard Boyatzis, director asociado en el programa de formación para ejecutivos de la Weatherhead School of Management de la Case Western Reserve University, expresidente de Hay/McBer, colega de David McClelland y buen amigo desde nuestros días de Harvard, ha sido ciertamente extraordinaria. Sus libros The Competent Manager e Innovation in Education son ya clásicos en el tema de las competencias emocionales y el mejor modo de cultivarlas. Richard ha compartido generosamente conmigo los datos e intuiciones que ha ido recogiendo tras muchos años de investigación acerca de la competencia y estoy sumamente agradecido por poder compartir con él esta nueva aventura en torno a la naturaleza de los «servicios de inteligencia emocional».

Lyle Spencer, director de investigación y tecnología de Hay/McBer, ha sido una fuente de datos y conocimiento sobre las competencias de los trabajadores “estrella” y su importancia en la eficacia de toda organización. Su libro Competence at Work sigue siendo una referencia obligada para los profesionales de este campo.

Marilyn Gowing, directora del Personnel Resources and Development Center de la U.S. Office of Personnel Management, ha sido especialmente útil al compartir conmigo su revolucionaria investigación sobre el papel que desempeña la inteligencia emocional en el rendimiento de los individuos y de las organizaciones.

Estoy especialmente en deuda con mis colegas del Consortium for Research on Emotional Intelligence in the Workplace, Cary Cherniss, de la Graduate School for Applied Psychology, de la Rutgers University, que comparte conmigo la presidencia del Consortium; Robert Caplan, profesor de psicología de las organizaciones en la Universidad George Washington; Kathy Kram, directora del programa ejecutivo de MBA [master en gestión empresarial] de la Boston University School of Management; Rick Price, del Institute for Social Research de la Universidad de Michigan y Mary Ann Re, del Human Resources Governance de AT&T. Rob Emmerling y Cornelia Roche, investigadores del Consortium, me brindaron una valiosísima ayuda para analizar la literatura referente a la investigación sobre formación y desarrollo, cuyos primeros pasos fueron dados por los alumnos de Mau-rice Elias, de la Rutgers University.

Agradezco también al Fetzer Institute su apoyo a la obra del Consortium y su creciente interés por las iniciativas en el campo de la inteligencia emocional.

Mis colegas Rita y Bill Cleary, Judith Rogers y Thérèse Jacobs-Stewart, del Emotional Intelligence Services, cuyos trabajos han sido claves para desarrollar las aplicaciones prácticas de mi análisis de la inteligencia emocional en el mundo del trabajo.

También estoy en deuda intelectual con Claudio Fernández-Aráoz, de la delegación en Buenos Aires de Zehnder International, cuya generosidad de espíritu, agudeza intelectual y prodigiosa energía han enriquecido este libro y con el personal de Egon Zehnder International –entre los que cabe destacar al CEO [chief operative executive],* Daniel Meiland, el director administrativo Victor Loewenstein y hasta el mismo Egon Zehnder, un pionero en la creación de una organización emocionalmente inteligente–, cuyas conversaciones me han sido de gran ayuda en la consolidación de mi tesis.

Debo citar también a las personas que han compartido generosamente conmigo sus ideas, Warren Bennis, profesor emérito de gestión empresarial de la USC; John Seely Brown, director científico de Xerox Corporation; Ric Canada, director de desarrollo del liderazgo empresarial de Motorola’s Cellular Sector; Kate Cannon, directora de desarrollo del liderazgo de American Express Financial Advisors; Richard Davidson, director del Laboratory for Affective Neuroscience de la Universidad de Wisconsin; Margaret Echols y Meg O’Leary, de Coopers and Lybrand; Susan Ennis, directora de desarrollo ejecutivo del BankBoston; Joanna Foster, de British Telecom; Howard Gardner, profesor de la Universidad de Harvard; Robert E. Kelley, de la Carnegie-Mellon University; Phil Harkin, presidente de Linkage; Judith Hall, psicóloga de la Northeastern University; Jed Hughes, de Walter V. Clarke Associates; Linda Keegan, vicepresidenta de desarrollo ejecutivo del Citibank; Fred Kiehl, presidente de KRW Associates, de Minneapolis; Doug Lennick, vicepresidente ejecutivo de American Express Financial Advisors; Mark Loehr director administrativo de Salomon Smith Barney; George Lucas, director general de LucasFilm; Paul Robinson, director de Sandia National Laboratories; Deepak Sethi, de la Thomson Corporation; Erik Hein Schmidt, director general of Rangjyung Yeshe Publications; Birgitta Wirstrund, del parlamento sueco; Nick Zeniuk, de Interactive Learning Labs; el doctor Vega Zagier, del Tavistock Institute, Londres; Shoshana Zuboff, de la Harvard Business School y Jim Zucco, de Lucent Technologies.

Doy también las gracias a Rachel Brod, mi principal investigadora, que me mantuvo constantemente informado sobre los nuevos descubrimientos para que este libro estuviera debidamente actualizado; Miranda Pierce, mi analista de datos, que analizó cientos de modelos de competencia para evaluar la potencia de la inteligencia emocional en el desempeño laboral óptimo y Robert Buchele, profesor de economía del Smith College, que realizó un análisis paralelo sobre los funcionarios del gobierno y llevó también a cabo una investigación complementaria acerca de los aspectos económicos de la inteligencia emocional aplicada al mundo laboral.

Agradezco también a David Berman, asesor informático par excellence, su excepcional apoyo técnico, y no debo olvidar, finalmente, a Rowan Foster, mi secretario, que contribuyó en gran medida a que mi vida profesional no consumiera todo mi tiempo.

Pero debo expresar mi mayor gratitud a los cientos de hombres y mujeres de grandes y pequeñas empresas de todo el mundo que han compartido conmigo sus experiencias, sus historias y sus ideas, muchos de los cuales –aunque no todos– son citados en estas páginas por su nombre y apellido. Este libro debe mucho a su comprensión de lo que significa la inteligencia emocional en el mundo del trabajo.

* Máximo responsable ejecutivo de una empresa, que equivale, aproximadamente, a nuestro cargo de director general (N. de los T.).

PARTE I:MÁS ALLÁ DE LA EXPERIENCIA

1. EL NUEVO CRITERIO

Las normas que gobiernan el mundo laboral están cambiando. En la actualidad no sólo se nos juzga por lo más o menos inteligentes que podamos ser ni por nuestra formación o experiencia, sino también por el modo en que nos relacionamos con nosotros mismos y con los demás. Se trata de un criterio que se aplica cada vez con mayor frecuencia y que acabará determinando quién será contratado y quién no, quién será despedido y quién conservará su trabajo, quién será relegado al mismo puesto durante años y, por último, quién terminará siendo ascendido.

Estas nuevas normas pueden ayudarnos a predecir quién va a fracasar y quién, por el contrario, llegará a convertirse en un trabajador “estrella”. Y poco importa, en este sentido, cuál sea el campo laboral en el que nos movamos porque estas normas determinan también nuestro potencial para acceder a otros posibles trabajos futuros.

Pero el hecho es que estas normas tienen muy poco que ver con lo que, en la escuela, nos dijeron que era importante porque, desde esta nueva perspectiva, las habilidades académicas son prácticamente irrelevantes. Este nuevo criterio parte de la base de que ya disponemos de suficiente capacidad intelectual y destreza técnica para llevar a cabo nuestro trabajo y, por el contrario, centra su atención en cualidades personales como la iniciativa, la empatía, la adaptabilidad o la capacidad de persuasión.

Y ésta no parece ser una moda pasajera ni la nueva panacea de los ejecutivos del momento porque los datos que confirman esta tendencia se basan en investigaciones realizadas sobre decenas de miles de trabajadores de todo tipo, investigaciones que evidencian, con suma precisión, los rasgos que caracterizan a los trabajadores “estrella” y también ponen de manifiesto las cualidades humanas que más contribuyen a la excelencia en el mundo laboral, especialmente en el campo de la gestión empresarial.

Si usted trabaja en una gran empresa es muy probable –aunque no lo sepa– que esté siendo evaluado en función de este tipo de capacidades. Asimismo, aunque nadie se lo advierta explícitamente, cuando vaya a solicitar un empleo es casi seguro que será sometido al escrutinio de esta nueva lente. Así pues, independientemente de cuál sea su situación laboral, el conocimiento de estas capacidades puede resultar esencial para el éxito de su carrera profesional.

En el caso de que usted forme parte del equipo directivo, tendrá que determinar si su empresa promueve o desalienta este tipo de competencias porque, en el primero de los casos, la organización será más eficaz y productiva. De ese modo conseguirá sacar el máximo partido a la inteligencia grupal o, por decirlo de otro modo, a la interacción sinérgica de los talentos más adecuados de cada uno de los participantes.

En el caso de que usted forme parte de una pequeña empresa o incluso de que sea un trabajador autónomo, también deberá tener en cuenta que el rendimiento depende en buena medida de este tipo de capacidades, aunque nadie le haya hablado de ellas en la escuela. Pero, en cualquiera de los casos, su carrera dependerá, en mayor o menor grado, de su dominio en este campo.

En una época que adolece de todo tipo de garantía y seguridad laboral y en la que el mismo concepto de “trabajo” está viéndose rápidamente reemplazado por el de “habilidades portátiles”, éstas son las cualidades que determinarán nuestra permanencia en el puesto de trabajo y nuestra flexibilidad para adaptarnos al nuevo mercado laboral. Y aunque durante décadas nos hayamos referido a este tipo de habilidades con una gran diversidad de términos, como “carácter”, “personalidad”, “competencias” o “habilidades blandas”, en la actualidad disponemos de una comprensión más detallada de estos talentos y de un nuevo nombre para ellas: “inteligencia emocional”.

Una forma distinta de ser inteligente

«En la escuela de ingeniería tenía la nota promedio más baja que jamás se había dado –me confesó el director adjunto de una empresa de consulting– pero cuando me alisté en el ejército y fui a la academia de oficiales, me convertí en el primero de mi promoción. Todo depende del tipo de relación que mantengamos con nosotros mismos, del modo en que nos relacionemos con los demás, de nuestra capacidad de liderazgo y de nuestra habilidad para trabajar en equipo. Éstos son los elementos que, a mi juicio, determinan la realidad del mundo laboral.»

Lo que realmente importa, dicho en otras palabras, es una forma distinta de ser inteligente. En mi anterior libro, Inteligencia emocional, me centré fundamentalmente en el tema de la educación y dediqué un breve capítulo a las implicaciones de la inteligencia emocional en el mundo laboral y en la vida de las organizaciones empresariales.1

Para mí constituyó una verdadera sorpresa –a la par que una enorme satisfacción– la corriente de interés suscitada por el libro en el mundo empresarial. De pronto me vi desbordado por un aluvión de cartas, faxes, e-mails y llamadas telefónicas pidiéndome opinión e invitándome a dar conferencias, de modo que no tardé en verme inmerso en una auténtica odisea en la que tuve que hablar con miles de personas –desde directores generales hasta secretarias– sobre las implicaciones de la inteligencia emocional en el mundo del trabajo.

Así fue como, una y otra vez, tuve la oportunidad de escuchar la misma letanía. Hay quienes, como el asesor del que hablábamos al comienzo de esta sección, insisten en que lo más importante para el éxito no es la especialización técnica ni la preparación intelectual sino la inteligencia emocional. Mi libro –en su opinión– daba pie a que se planteara el coste de la incompetencia emocional y se cuestionara la visión que sostiene que la especialización es la mejor de las capacidades, a la vez que proporcionaba un nuevo abordaje para acometer los cambios requeridos en el entorno laboral.

Todos ellos hablaban con gran sinceridad de cuestiones que normalmente quedan fuera del alcance del radar de los técnicos de relaciones públicas de las empresas. Fueron muchos los que relataron de forma detallada las cosas que no funcionaban, relatos que se recogen en este libro sin revelar la identidad de la persona o de la empresa en cuestión. Y también hubo muchos, por último, que aportaron experiencias positivas que confirmaban la utilidad práctica de la inteligencia emocional en el mundo del trabajo.

Así fue como comenzó una investigación de dos años que ha culminado en la publicación del presente libro, un esfuerzo que, dicho sea de paso, me ha obligado a recurrir a diferentes aspectos de mi vida profesional. Para empezar, me he servido del estilo periodístico para poder adentrarme en los hechos y exponer mejor mis conclusiones. También he tenido que regresar a mis raíces profesionales como psicólogo académico y acometer una revisión exhaustiva de la investigación relacionada que pudiera aclarar el papel desempeñado por la inteligencia emocional en el funcionamiento óptimo tanto de los individuos como de los equipos y las organizaciones. Y, finalmente, he realizado –o encargado– nuevos análisis científicos de los datos procedentes de estudios realizados en centenares de empresas para tratar de establecer un parámetro exacto que nos permita cuantificar el valor de inteligencia emocional.

Esta investigación me ha recordado una investigación en la que participé primeramente como estudiante universitario y luego formando ya parte del profesorado de la Universidad de Harvard. Aquella investigación constituyó uno de los primeros desafíos a la mística del Cociente Intelectual (CI), la falsa pero extendida creencia de que el éxito depende exclusivamente de la capacidad intelectual. Aquel trabajo fue el antecedente de lo que hoy en día ha terminado convirtiéndose una mini-industria dedicada al estudio de las competencias que hacen que una persona triunfe en el trabajo en todo tipo de organizaciones. Y los resultados son sorprendentes porque, según parece, el CI desempeña un papel secundario con respecto de la inteligencia emocional a la hora de determinar el rendimiento laboral óptimo.

Las conclusiones de las investigaciones realizadas independientemente por decenas de expertos en cerca de quinientas empresas, agencias gubernamentales y organizaciones no lucrativas de todo el mundo, parecen coincidir en subrayar el papel determinante que juega la inteligencia emocional en el desempeño óptimo de cualquier tipo de trabajo, conclusiones que son especialmente convincentes porque evitan los sesgos y limitaciones inherentes al trabajo con un solo individuo o grupo.

Pero, a decir verdad, estas ideas no son nuevas, porque el tipo de relación que mantienen las personas consigo mismas y con quienes les rodean constituye un tema central de muchas teorías clásicas de la gestión empresarial. Lo que resulta novedoso, en nuestro caso, son los datos, unos datos acumulados durante veinticinco años de estudios empíricos que confirman, con una precisión desconocida hasta la fecha, la importancia de la inteligencia emocional para el éxito profesional.

También debo decir que, en las décadas posteriores a mi propia investigación en el campo de la psicobiología, he tratado de mantenerme al tanto de los nuevos hallazgos científicos, algo que me ha permitido elaborar un modelo neurobiológico acerca del funcionamiento de la inteligencia emocional. Y, aunque muchos hombres de negocios se muestren tradicionalmente escépticos ante los datos presentados por la psicología “blanda” y desconfíen de las teorías de moda que acaban esfumándose tan rápidamente como aparecen, la neurociencia nos permite explicar por qué resulta tan decisiva la inteligencia emocional.

Los centros cerebrales primitivos de la emoción albergan las habilidades necesarias tanto para gobernarnos adecuadamente a nosotros mismos como para desarrollar nuestras aptitudes sociales, habilidades, todas ellas, que constituyen una parte muy importante del legado evolutivo que ha permitido la supervivencia y adaptación del ser humano.

Según afirma la neurociencia, el cerebro emocional aprende de un modo diferente al cerebro pensante, una apreciación que ha sido fundamental para el desarrollo de este libro y que me ha llevado a desafiar la práctica totalidad del saber convencional en los campos de la formación y el desarrollo empresarial.

Pero no soy el único en haber lanzado este guante porque en los últimos dos años he copresidido el Consortium for Research on Emotional Intelligence in the Workplace, un grupo de investigadores procedentes de diferentes escuelas de gestión empresarial, el gobierno federal y el mundo de la industria. Nuestra investigación ha revelado la existencia de carencias muy lamentables en el modo en que las empresas forman a la gente en habilidades que van desde la escucha y el liderazgo hasta la elaboración de un equipo y el modo de abordar un cambio.

La mayor parte de los programas de formación se ajustan a un determinado modelo académico, pero éste es un error garrafal que acarrea un coste de millones de horas y miles de millones de dólares. Lo que más necesitamos, en este sentido, es un modo completamente nuevo de fomentar el desarrollo de la inteligencia emocional.

Algunos errores

En la medida en que he recorrido el mundo dando conferencias y asesorando a personas del entorno empresarial, he constatado la existencia de ciertos errores muy extendidos acerca de la inteligencia emocional. Convendría, pues, antes de proseguir, citar algunos de ellos. Debemos señalar, en primer lugar, que la inteligencia emocional no significa sólo “ser amable”, porque hay momentos estratégicos en los que no se requiere precisamente la amabilidad sino, por el contrario, afrontar abiertamente una realidad incómoda que no puede eludirse por más tiempo.

En segundo lugar, la inteligencia emocional tampoco quiere decir que debamos dar rienda suelta a nuestros sentimientos y “dejar al descubierto todas nuestras intimidades” sino que se refiere a la capacidad de expresar nuestros propios sentimientos del modo más adecuado y eficaz, posibilitando la colaboración en la consecución de un objetivo común.

También debemos subrayar que las mujeres no son emocionalmente más inteligentes que los hombres ni viceversa porque, en este sentido, cada persona posee su propio perfil de fortalezas y debilidades. Algunos de nosotros, por ejemplo, podemos ser muy empáticos pero carecer de la habilidad necesaria para controlar nuestra propia ansiedad mientras que otros, por su parte, pueden ser conscientes de los más mínimos cambios de su estado de ánimo sin dejar por ello, no obstante, de ser socialmente incompetentes.

Es cierto que, en tanto que colectivos diferenciados, las mujeres y los hombres tienden a compartir un perfil específico de género que configura un conjunto singular de fortalezas y debilidades en el campo de la inteligencia emocional. Cierto análisis realizado sobre miles de hombres y mujeres puso de relieve que, por término medio, éstas suelen ser más conscientes de sus emociones, mostrar mayor empatía y ser interpersonalmente más diestras que aquéllos.2 Los hombres, por su parte, suelen mostrar un mayor optimismo y confianza en sí mismos, una mayor capacidad de adaptación y también más habilidades para hacer frente al estrés.

Sin embargo, en términos generales hay que hablar más de similitudes que de diferencias. Ciertos hombres son tan empáticos como las mujeres interpersonalmente más sensibles, mientras que algunas mujeres, por su parte, parecen soportar el estrés tan bien como los más flexibles de los hombres. De hecho, una estimación global de las fortalezas y debilidades de la inteligencia emocional de los hombres y de las mujeres no muestra la existencia de diferencias significativas entre ambos sexos.3

Hay que decir, por último, que el grado de desarrollo de la inteligencia emocional no está determinado genéticamente y tampoco se desarrolla exclusivamente en nuestra infancia. A diferencia de lo que ocurre con el CI, que apenas varía después de cumplir los diez años, la inteligencia emocional constituye un proceso de aprendizaje mucho más lento que prosigue durante toda la vida y que nos permite ir aprendiendo de nuestras experiencias. De hecho, los estudios que han tratado de rastrear el proceso evolutivo de la inteligencia emocional a lo largo de los años parecen señalar que las personas desarrollan progresivamente mejor este tipo de aptitudes en la medida en que se vuelven más capaces de manejar sus propias emociones e impulsos, de motivarse a sí mismos y de perfeccionar su empatía y sus habilidades sociales. Y no convendría olvidar que madurez es la palabra con la que tradicionalmente nos hemos referido al desarrollo de la inteligencia emocional.

Inteligencia emocional: la prioridad perdida

Cada vez es mayor el número de empresas cuya filosofía reconoce la importancia del desarrollo de las habilidades relacionadas con la inteligencia emocional. Según explicaba un directivo de Telia, la empresa sueca de telecomunicaciones: «ya no se trata de competir en torno a un determinado producto sino que también debemos tener en cuenta el modo en que tratamos a las personas» y, por su parte, Linda Kegan, vicepresidenta de desarrollo ejecutivo de Citibank, me comentaba que «la inteligencia emocional se ha convertido en la premisa fundamental de cualquier programa de formación en gestión empresarial».

En muchas ocasiones he escuchado frases semejantes a las siguientes:

El presidente de una empresa ligada a la industria aeroespacial que da trabajo a un centenar de personas me contó que Allied Signal, una de las principales compañías aéreas a las que provee de suministros, exigía que tanto él como sus empleados estuvieran adiestrados en el hoy en día omnipresente abordaje de los “círculos de calidad”. «Querían que funcionáramos mejor como equipo, lo cual resulta, por cierto, muy loable –me decía– pero no tardamos en descubrir que era algo sumamente complicado porque ¿cómo puede usted formar un equipo si antes no ha constituido un grupo? Y el hecho es que, para poder crear este vínculo grupal, necesitábamos desarrollar previamente nuestra inteligencia emocional.»

«Hemos sido muy eficaces –me explicaba un directivo de

Siemens AG– en aspectos tales como el aumento de la productividad gracias a la remodelación y agilización del proceso de fabricación. Pero, aun cuando hayamos cosechado un cierto éxito, nuestra curva de desarrollo sigue bajando. Necesitamos aprovechar mejor las capacidades de nuestro personal –maximizar nuestro potencial humano– para lograr invertir esta tendencia. Es por esto por lo que no cejamos en nuestro empeño de tratar de fomentar la inteligencia emocional de nuestra empresa.»

Y un antiguo jefe de proyectos de la Ford Motor Company relataba cómo utilizó los métodos de “formación empresarial” desarrollados en la Sloan School of Management del MIT [Massachusetts Institute of Technology] para rediseñar el Lincoln Continental. Según afirmaba este ejecutivo, el aprendizaje de la inteligencia emocional había sido para él una suerte de revelación: «éstas son precisamente las aptitudes que debemos fomentar si queremos consolidar una estructura de aprendizaje realmente eficaz».

Una encuesta realizada en 1997 por la American Society for Training and Development sobre las prácticas más usuales de las principales empresas demostró que cuatro de las cinco empresas consultadas no sólo tratan de alentar el aprendizaje y el desarrollo de la inteligencia emocional entre sus empleados sino que también la tienen en cuenta a la hora de evaluar el rendimiento de éstos y en su política de contratación.4

Tal vez el lector se pregunte, a esta altura, por el sentido del presente libro. Y habría que contestar, a este respecto, que la mayor parte de los esfuerzos invertidos por casi todas las empresas que tratan de promover la inteligencia emocional no sólo han sido insuficientes sino que también han representado un coste muy elevado en términos de tiempo, energía y dinero. Por ejemplo, el estudio más sistemático realizado sobre la rentabilidad de la inversión realizada en el aprendizaje del liderazgo demostró (como veremos en la cuarta parte) que un conocido seminario de una semana de duración para ejecutivos de alto nivel tenía en realidad un efecto levemente negativo en el posterior desempeño laboral de los participantes.

El mundo empresarial está comenzando a despertar a la evidencia de que hasta los programas de formación más caros pueden funcionar mal, como ocurre con más frecuencia de la deseada. Y esta insuficiencia resulta patente en un momento en que la inteligencia emocional, tanto a nivel individual como colectivo, se revela como el ingrediente fundamental de la competitividad.

Por qué este tema resulta hoy en día tan importante

El director general de una empresa californiana de biotecnología me enumeraba orgullosamente las cualidades que la convertían en una de las más punteras de su campo. Nadie –incluyendo él mismo– tenía una oficina fija sino que, por el contrario, todos portaban consigo un pequeño ordenador portátil –su oficina móvil– que se hallaba conectado con todos los demás. La titulación, por su parte, no era lo más importante, los empleados trabajaban en equipos interfuncionales y todo el lugar parecía bullir de energía creativa. Normalmente, la gente trabajaba entre setenta y ochenta horas semanales.

– Y entonces –le pregunté– ¿cuál es el problema?

– No hay ningún problema –respondió tajantemente.

Pero, como pude descubrir apenas tuve la menor oportunidad de hablar con los miembros de la plantilla, ése era precisamente el problema porque, en realidad, el ritmo febril a que se veían sometidos terminaba despojándoles de su vida cotidiana y arrojándoles al burnout* Y, aunque todo el mundo pudiera hablar, vía ordenador, con todos los demás, lo cierto es que nadie se sentía realmente escuchado.

Como consecuencia de todo ello, la gente sentía una desesperada necesidad de conectar, empatizar y comunicarse sinceramente.

En el novedoso y desapacible clima laboral que se avecina, estas realidades humanas tendrán cada vez más importancia. El cambio continuo será la constante; las innovaciones técnicas, la competitividad a escala planetaria y las presiones de la inversión institucional serán fuerzas en constante proceso de transformación.

Pero hay otra realidad que otorga un papel más esencial todavía a la inteligencia emocional porque, en la medida en que las empresas se vean obligadas a sortear las olas de la reconversión, los trabajadores que sigan en su puesto de trabajo tendrán que ser más responsables y también más participativos. Antes los trabajadores de un nivel intermedio podían ocultar fácilmente su irascibilidad o su timidez, pero hoy en día se hace cada vez más evidente la importancia de habilidades tales como el control de las propias emociones, el adecuado manejo de las entrevistas, la capacidad de trabajar en equipo y el liderazgo.

La globalización de la fuerza de trabajo obliga a los países más desarrollados a prestar una atención especial a la inteligencia emocional. Para poder seguir pagando los elevados salarios de estos países será necesario promover un nuevo tipo de productividad y, para ello, no bastará con realizar pequeños cambios estructurales o con el mero progreso tecnológico porque, tal como ocurría con la empresa californiana de biotecnología que mencionábamos antes, las innovaciones suelen suscitar nuevos problemas que exigen una mayor inteligencia emocional.

Así pues, en la medida en que el mundo de los negocios va cambiando, también lo hacen los rasgos necesarios para descollar. Las investigaciones que, a lo largo de varias décadas, han tratado de rastrear los talentos de los trabajadores “estrella” nos indican que existen dos habilidades que, si bien tenían relativamente poca importancia para el éxito en la década de los setenta, se han vuelto cruciales en los noventa: la formación de equipos y la capacidad de adaptarse a los cambios. Pero, aparte de éstas, existe un conjunto completamente nuevo de capacidades que están comenzando a perfilarse como rasgos distintivos de los trabajadores “estrella”, entre las que cabe destacar la capacidad de servir de catalizador del cambio y el aprovechamiento de la diversidad. Así pues, nuevos retos exigen nuevos talentos.

La agitación laboral y la nueva angustia

Un amigo mío, empleado en una de las empresas citadas en Fortune 500** que acababa de sufrir una remodelación que había provocado una reducción de plantilla que había dejado en la calle a miles de trabajadores, me comentaba lo siguiente: «Fue terrible ver el modo en que muchas personas a las que conocía desde hacía tantos años fueron despedidas, relegadas a un cargo inferior o transferidas a otras delegaciones. Fue muy duro para todos. Yo todavía conservo mi trabajo pero nunca volveré a sentir lo mismo por esa empresa».

»He dado treinta años de mi vida a esa empresa y durante todo ese tiempo creía que, mientras cumpliera adecuadamente con mi cometido, la empresa nunca me dejaría de lado. Luego, de la noche a la mañana, se nos dijo: “A partir de ahora, en esta empresa ya nadie tendrá garantizado su puesto de trabajo”.»

Pero, según parece, nadie tendrá nunca más garantizado su puesto de trabajo en ningún lugar. Éstos son tiempos muy difíciles para los trabajadores. La creciente sensación de que no está seguro el trabajo de nadie aun cuando prospere la empresa para la que se está trabajando, sólo contribuye a expandir el miedo, la desconfianza y la confusión.

Un síntoma de esta inseguridad imperante podría ser el caso de una empresa norteamericana que se dedica a la caza de talentos cuyos informes señalaban que más de la mitad de las personas que solicitaban información todavía no habían abandonado su trabajo anterior. Sin embargo, el miedo a perderlo les llevaba a buscar un nuevo empleo antes de ser despedidos.5 El mismo día en que AT&T mandó la notificación de despido a los primeros cuarenta mil empleados –en un año, por cierto, en que los beneficios habían superado la cifra récord de 4.700 millones de dólares–, una encuesta reveló que un tercio de los estadounidenses temían que algún miembro de su familia no tardase en perder su trabajo.

Y este temor persiste en un tiempo en que la economía de los Estados Unidos está creando empleo. Esta convulsión laboral –que los economistas denominan eufemísticamente con la expresión «flexibilización del mercado laboral»– constituye hoy en día una angustiosa realidad que se halla inmersa en una marea mundial que arrastra a las economías del mundo desarrollado, ya sea en Europa, Asia o América. La prosperidad no representa ya garantía de trabajo y los despidos seguirán aun cuando la economía vaya viento en popa. Esta paradójica situación constituye, como señalaba Paul Krugman, economista del Fondo Monetario Internacional, «el lamentable precio que debemos pagar si queremos seguir manteniendo la dinámica de nuestra economía».6

El paisaje que nos muestra hoy en día el mundo laboral resulta ciertamente desolador y, como decía un ejecutivo de nivel intermedio de una conocida multinacional: «Trabajamos en algo que se asemeja a una zona de guerra encubierta. No podemos confiar nuestra lealtad a una empresa y esperar ser correspondidos. Así, cada persona se ve obligada a convertirse en una pequeña sección dentro de la empresa y, al mismo tiempo que debe ser capaz de integrarse en un equipo, debe hallarse también adecuadamente preparada para cambiar de puesto y ser completamente autosuficiente ».

Para mucho antiguos trabajadores –hijos de la meritocracia a los que se educó en la idea de que la educación y las habilidades técnicas proporcionan un billete seguro para el éxito– esta nueva manera de concebir las cosas puede acabar resultando traumática. La gente está comenzando a comprender que el éxito depende de más factores que la mera capacidad intelectual o la destreza técnica y que, para poder sobrevivir –y ciertamente para poder prosperar– en el cada vez más turbulento mercado laboral se requiere de otro tipo de habilidades. Así es como están comenzando a valorarse cualidades internas tales como la flexibilidad, la iniciativa, el optimismo y la adaptabilidad.

La crisis venidera: el auge del CI(cociente de inteligencia)y el declive del CE (cociente emocional)

Desde 1918, año de la I Guerra Mundial en que los reclutas del ejército de los Estados Unidos comenzaron a pasar en masa las pruebas de determinación del CI, la media del CI de este país ha ascendido veinticuatro puntos, un aumento que también se ha observado en el resto de los países desarrollados.7 Las razones que permiten explicar este incremento hay que buscarlas en la mejora de la nutrición, el aumento de la escolarización y en la difusión de juegos didácticos como los rompecabezas y determinados programas informáticos (que fomentan el desarrollo de las habilidades espaciales, por ejemplo), y la reducción del tamaño de la familia (un dato, por cierto, que suele estar en relación con las puntuaciones más elevadas de los niños en el CI).

Pero, al mismo tiempo, asistimos a una peligrosa paradoja ya que, cuanto mayor es el CI, menor parece ser la inteligencia emocional. Es muy posible que el conjunto de datos más perturbadores en este sentido proceda de una investigación exhaustiva llevada a cabo entre padres y profesores que demuestra que la actual generación de niños padece más problemas emocionales y que, hablando en términos generales, suelen ser más solitarios, deprimidos, irascibles, desobedientes, nerviosos, inquietos, impulsivos y agresivos que la generación precedente.

Dos muestras aleatorias de niños de los Estados Unidos comprendidos entre los siete y los dieciséis años de edad, fueron valoradas por sus padres y profesores, es decir, por adultos que conocían bastante bien a estos niños. El primer grupo fue evaluado a mediados de la década de los setenta y lo mismo se hizo a finales de los ochenta, comprobándose que en estos quince años había habido un empeoramiento significativo en su inteligencia emocional.8 Y, aunque los niños económicamente más pobres comenzaban, en este sentido, en un nivel inferior a la media, la tasa de descenso se mantenía constante fuera cual fuese su extracción social, es decir, afectaba tanto a las zonas residenciales más ricas como a los barrios más pobres y deprimidos del casco urbano.

El doctor Thomas Achenbach –psicólogo de la Universidad de Vermont que efectuó esta investigación y que ha colaborado también con colegas de otras naciones en estudios similares– me explicaba que el declive de las aptitudes emocionales básicas de los niños responde a una tendencia mundial cuyos síntomas más evidentes pueden percibirse en el incremento de las cifras de jóvenes que se ven aquejados por problemas tales como la depresión, la enajenación, el abuso de las drogas, el delito, la violencia, la depresión, los trastornos alimenticios, los embarazos no deseados, el gamberrismo y el abandono escolar.

Y esta situación presagia un panorama muy perturbador para el mundo laboral, la progresiva deficiencia de la inteligencia emocional de los trabajadores, especialmente entre quienes acceden a su primer empleo. La mayoría de los niños que Achenbach estudió a finales de los ochenta habrán superado los veinte años en el 2000 y la generación que tanto adolece de inteligencia emocional está comenzando a irrumpir hoy en día en el mercado laboral.

Lo que buscan los empresarios

Una encuesta realizada entre empresarios revela que más de la mitad de los trabajadores carecen de la motivación necesaria para aprender y mejorar en su empleo. Cuatro de cada diez son incapaces de trabajar en equipo y sólo el 19% de los que se esfuerzan por alcanzar el nivel requerido para el trabajo demuestran tener suficiente autodisciplina en sus hábitos laborales.9

Cada vez es mayor el número de empresarios que se quejan de la falta de aptitudes sociales de los nuevos trabajadores. En palabras de un ejecutivo de una importante cadena de restaurantes: «son muchos los jóvenes que, incapaces de aceptar las críticas, suelen adoptar una actitud sumamente defensiva y hostil cuando alguien les hace la menor observación sobre lo que están haciendo, reaccionando como si se tratara de un ataque personal».

Pero este problema no afecta solamente a los nuevos trabajadores sino que también puede aplicarse a ciertos ejecutivos ya establecidos. En la sociedad de los años sesenta y setenta, la gente trataba de abrirse camino acudiendo a las universidades más adecuadas e intentando obtener las mejores calificaciones. Pero lo cierto es que el mundo se ha llenado de mujeres y hombres bien preparados que alguna vez fueron sólidas promesas pero que han terminado quedándose estancados –o, peor aún, que han perdido por completo el rumbo– a causa de sus importantes deficiencias en el campo de la inteligencia emocional.

En una encuesta de alcance nacional que trataba de determinar lo que demandan los empresarios de sus nuevos trabajadores, las competencias técnicas concretas no eran más importantes que la habilidad subyacente para aprender el trabajo. Pero, además de esta cualidad, los empresarios enumeraban también las siguientes:

Capacidad de escuchar y de comunicarse verbalmente

Adaptabilidad y capacidad de dar una respuesta creativa ante los contratiempos y los obstáculos

Capacidad de controlarse a sí mismo, confianza, motivación para trabajar en la consecución de determinados objetivos, sensación de querer abrirse un camino y sentirse orgulloso de los logros conseguidos

Eficacia grupal e interpersonal, cooperación, capacidad de trabajar en equipo y habilidad para negociar las disputas

Eficacia dentro de la organización, predisposición a participar activamente y potencial de liderazgo.10

Así pues, sólo uno de los siete rasgos más valorados por los empresarios tenía un carácter académico, la competencia matemática y las habilidades de lectura y escritura.

Otro estudio acerca de lo que las empresas buscan en los nuevos licenciados en gestión empresarial arroja también una lista muy parecida.11 En este último caso, las tres capacidades más valoradas son la iniciativa, la capacidad de comunicación y las habilidades interpersonales. Como me comentaba Jill Fadule, directora del departamento de admisiones y becas de la Harvard Business School: «la empatía, la asunción del punto de vista de los demás, la comunicación y la cooperación se cuentan entre las competencias que esta universidad valora más en quienes aspiran a ingresar en ella».

Nuestro viaje

Mi objetivo al escribir este libro es que pueda servir de guía para trabajar científicamente con la inteligencia emocional en ámbitos tan diversos como el individual, el grupal y el profesional. Para ello he tratado de arropar los datos científicos con los testimonios de personas procedentes de trabajos y organizaciones muy diferentes que nos prestarán su voz a lo largo del camino.

En la primera parte planteamos la hipótesis inicial de que la inteligencia emocional tiene mayor relevancia que el CI o la destreza técnica a la hora de determinar quién destacará finalmente en su profesión –en cualquier profesión–, constituyendo, asimismo, un componente insoslayable de toda actividad de liderazgo. Y el argumento es importante porque las empresas que promueven estas capacidades aumentan sus beneficios.

En la segunda parte se describen doce habilidades específicas relacionadas con el mundo del trabajo, todas ellas basadas en el autocontrol –entre las que podemos citar la iniciativa, la responsabilidad, la confianza en uno mismo y la motivación de logro– y explica la contribución de cada una de ellas a la actividad profesional ejemplar.

En la tercera parte desarrollamos las trece habilidades clave de la relación –entre las que cabe citar la empatía, la conciencia social, el aprovechamiento de la diversidad, la capacidad de trabajar en equipo y el liderazgo–, habilidades que pueden permitirnos sortear los escollos de cualquier organización donde otros naufragan.

A lo largo de todo el libro, los lectores pueden llegar a formarse una idea aproximada del punto en el que se hallan en lo que respecta a la aplicación de la inteligencia emocional al entorno laboral. Como mostraremos en el capítulo 3, la actuación estelar no requiere que sobresalgamos en todas las aptitudes citadas sino tan sólo que seamos lo bastante fuertes en algunas de ellas como para alcanzar la masa crítica necesaria para el éxito.

La cuarta parte es portadora de buenas noticias porque, sin tener en cuenta cuáles sean nuestras carencias en este sentido, siempre podremos aprender a desarrollarlas. Para ayudar a los lectores que deseen mejorar su propia inteligencia emocional –y evitar así que pierdan tiempo y dinero– ofrecemos unas líneas directrices prácticas, científicamente fundamentadas, para que puedan acometer el intento en las mejores condiciones posibles.

En la quinta parte, por último, consideraremos lo que significa ser emocionalmente inteligente en el mundo empresarial. En este sentido profundizaremos en una empresa y demostraremos por qué este tipo de prácticas pueden ser útiles no sólo para el desempeño en el mundo profesional sino también para lograr que las empresas sean lugares en los que sea deseable y merezca la pena trabajar. También expondremos de qué modo las empresas que ignoran la realidad emocional de sus empleados están, de hecho, causándose un grave perjuicio a sí mismas, mientras que aquéllas otras que muestran un grado mayor de inteligencia emocional se hallan más preparadas para sobrevivir –y rendir óptimamente– en los turbulentos años que, muy posiblemente, nos depare el futuro.

Pero, si bien mi principal objetivo ha sido el de ayudar, éste no es un libro de autoayuda. Es muy probable que haya demasiados libros del tipo “hágalo usted mismo”, libros que prometen demasiado al respecto del desarrollo de la inteligencia emocional y que, por más bien intencionados que puedan estar, sólo contribuyen a perpetuar errores sobre lo que supone el progreso en estas capacidades esenciales. De este modo, en lugar de encontrar recetas rápidas, usted descubrirá aquí líneas directrices generales para poder llegar a ser emocionalmente más competente. Estas directrices representan, en suma, el fruto de una revisión sensata de un nuevo tipo de pensamiento y del resultado de las investigaciones y prácticas modélicas de empresas y organizaciones de todo el mundo.

Vivimos en una época en la que la perspectiva del futuro depende de la capacidad de controlarnos a nosotros mismos y de manejar más adecuadamente nuestras relaciones. Mi esperanza es que el presente libro pueda servir de guía práctica para afrontar los desafíos personales y laborales que deberemos acometer en el próximo siglo.

* Término introducido en 1974 por Freudenberger en el campo de la psicología de las organizaciones para hacer referencia a la sensación de agotamiento, decepción y pérdida de interés por la actividad laboral que surge en las personas como consecuencia del contacto diario con su trabajo y que se corresponde, aproximadamente, con nuestro uso coloquial de la expresión «estar quemado» (N. de los T.).

** Clasificación de las 500 empresas más importantes del mundo realizado periódicamente por la revista Fortune, la biblia del mundo empresarial (N. de los T.).

2. LAS COMPETENCIAS DE LOS TRABAJADORES “ESTRELLA”

Cierta mañana de 1970, en el momento más álgido de la protesta estudiantil contra la guerra de Vietnam, una bibliotecaria que trabajaba en la U.S. Information Agency de un país extranjero se dio cuenta de que un grupo de activistas estudiantiles –entre los que se contaban algunos amigos suyos– estaba tratando de quemar la biblioteca. Y su respuesta ante aquella situación –una respuesta que, a primera vista, puede parecer infantil o temeraria, o ambas cosas a la vez– fue la de invitar al grupo a utilizar las instalaciones de la biblioteca para celebrar sus reuniones. Pero también trató de que los estadounidenses que vivían en aquel país acudieran a escucharles, y así promovió el diálogo y evitó una confrontación abierta entre ambas partes.

De este modo, la bibliotecaria supo capitalizar positivamente la confianza que existía entre ella y algunos de aquellos estudiantes, abriendo nuevos canales de comprensión, consolidando los lazos de amistad que la unían con alguno de ellos y permitiendo así que la biblioteca permaneciera intacta.

Esta bibliotecaria mostró un gran talante mediador y negociador que le permitió captar las distintas corrientes enfrentadas, afrontando rápidamente la situación y encontrando una respuesta que, en lugar de generar más confrontación, aproximó las posiciones entre ambos bandos. De este modo pudo sortear el daño que sufrieron otras representaciones consulares dirigidas por personas menos diestras en el arte de la relación humana.

La bibliotecaria formaba parte del grupo de jóvenes diplomáticos que el Departamento de Estado califica de “superestrellas” y que han sido exhaustivamente entrevistados por el equipo dirigido por el profesor David McClelland, de la Universidad de Harvard.1

Por aquel entonces, McClelland era el principal tutor de mi tesis doctoral y supo despertar mi interés hacia su programa de investigación, cuyas conclusiones acabaron recogidas en un artículo que supuso una pequeña revolución en el pensamiento teórico acerca de las raíces de la excelencia.

Al investigar los rasgos distintivos del desempeño óptimo en el mundo del trabajo, McClelland estaba sumándose a una aventura que dio sus primeros pasos científicos a principios de nuestro siglo con la obra de Frederick Taylor, que dio lugar a una escuela de racionalización del trabajo que, tomando como modelo a la máquina, se dedicó a analizar minuciosamente los movimientos mecánicos más eficaces para aumentar el rendimiento de un determinado trabajador.

Y con el taylorismo llegó también un nuevo criterio de evaluación, las pruebas para determinar el cociente intelectual porque, en opinión de sus defensores, la medida de la excelencia había que buscarla en las capacidades de la mente humana.

Con la aparición posterior del pensamiento freudiano, otra oleada de especialistas señaló que, además del cociente intelectual, también debía tenerse en cuenta la personalidad como uno de los factores característicos de la excelencia. De hecho, en la década de los sesenta, los tests de personalidad y las tipologías –el hecho de que una persona sea extravertida o introvertida, del tipo “sensación” o “pensamiento”, por ejemplo–, pasaron a engrosar las pruebas para calibrar el potencial laboral de una determinada persona.

Pero el hecho es que la mayor parte de los tests de personalidad existentes entonces habían sido concebidos para fines completamente diferentes –como el diagnóstico de trastornos psicológicos, por ejemplo– y, en este sentido, eran predictores escasamente fiables del desempeño laboral. También hay que decir que, en este sentido, el cociente intelectual no es una medida infalible porque es muy frecuente que las personas que posean un alto cociente intelectual no desempeñen adecuadamente su trabajo y que quienes tengan un cociente intelectual moderado lo hagan considerablemente mejor.

El artículo de McClelland, publicado en 1973 bajo el título de «Testing for Competence Rather than Intelligence» (Pruebas para la competencia antes que para la inteligencia) cambió radicalmente los términos del debate. En su opinión, las aptitudes académicas tradicionales –como las calificaciones y los títulos– no nos permiten predecir adecuadamente el grado de desempeño laboral o el éxito en la vida.2 En su lugar, McClelland proponía que los rasgos que diferencian a los trabajadores más sobresalientes de aquéllos otros que simplemente hacen bien las cosas había que buscarlos en competencias tales como la empatía, la autodisciplina y la iniciativa, por ejemplo. De este modo, para poder determinar las competencias que caracterizan a un trabajador “estrella” en cualquier ámbito laboral, McClelland proponía su observación minuciosa para poder llegar a determinar las competencias que mostraban.

Ese artículo propició la aparición de un sistema completamente nuevo para medir la excelencia, un sistema que se ocupa de evaluar las competencias que presenta una determinada persona en el trabajo concreto que esté llevando a cabo. Desde esa nueva perspectiva, una “competencia” es un rasgo personal o un conjunto de hábitos que llevan a un desempeño laboral superior o más eficaz o, por decirlo de otro modo, una habilidad que aumenta el valor económico del esfuerzo que una persona realiza en el mundo laboral

Esta visión es la que durante el último cuarto de siglo ha espoleado la investigación de cientos de miles de trabajadores, desde dependientes hasta altos ejecutivos, desde organizaciones tan grandes como el gobierno de los Estados Unidos y la AT&T hasta pequeños negocios unipersonales. Y lo que se desprende de todos estos estudios es que la inteligencia emocional constituye el factor común de las aptitudes personales y sociales determinantes del éxito.

El programador desconectado

Dos programadores estaban explicando el modo en que llevaban a cabo su trabajo para satisfacer las necesidades de sus clientes. El primero de ellos dijo: «el cliente me pidió que todos los datos aparecieran en el formato más sencillo posible en una sola pantalla», de modo que consagró todos sus esfuerzos a lograr ese objetivo.

El otro, sin embargo, parecía tener problemas para abordar la misma tarea. No hizo mención alguna a las necesidades de su cliente y, en su lugar, se lanzó a una letanía plagada de terminología técnica: «el lenguaje compilador BASIC HP3000/30 resulta demasiado lento, de modo que tuve que intentarlo directamente con una rutina del lenguaje máquina». Dicho en pocas palabras, este programador prestaba más atención a las máquinas que a las personas.

El primero de ellos sobresalía en el desempeño de su profesión y era capaz de diseñar programas fáciles de manejar, mientras que el segundo era, como mucho, mediocre, y establecía muy poco contacto con sus clientes. Por esto, cuando ambos fueron entrevistados siguiendo el método de McClelland –que trata de detectar las aptitudes que permiten identificar a los trabajadores “estrella” en cualquier entorno laboral–, el primero mostraba un elevado grado de inteligencia emocional, mientras que el segundo era un ejemplo perfecto su carencia.3

La intuición original de McClelland hundía sus raíces en el trabajo que había realizado para empresas y organizaciones muy diferentes, como el Departamento de Estado de los Estados Unidos, en donde tuvo la oportunidad de evaluar las aptitudes de los funcionarios que trabajaban en el servicio exterior, es decir, de los jóvenes diplomáticos que representaban a los Estados Unidos en otros países. Como ocurre con los agentes de ventas o los jefes de contabilidad de una gran empresa, el verdadero trabajo de estos funcionarios consiste en saber “vender” bien a su país y difundir, en suma, una imagen positiva de los Estados Unidos.

Pero el proceso de selección que debían atravesar aquellos jóvenes diplomáticos era una auténtica carrera de obstáculos en la que no siempre salían mejor parados los que habían recibido una mejor educación. Las pruebas de selección habituales calibraban las habilidades que los funcionarios más elevados del Departamento de Estado consideraban más adecuadas para la carrera diplomática, una sólida formación en disciplinas académicas como la historia y la cultura de los Estados Unidos, soltura verbal y experiencia concreta en campos tales como la economía, por ejemplo. El único problema era que el examen sólo reflejaba el rendimiento académico de los candidatos.

Sus puntuaciones en este sentido constituían un pobre indicador de la capacidad real de aquellos nuevos diplomáticos para desempeñar su trabajo en Frankfurt, Buenos Aires o Singapur.4 En realidad, su eficacia laboral se correlacionaba negativamente con su desempeño en el examen de selección, con lo que el brillante dominio de los temas académicos se mostró irrelevante (cuando no abiertamente contraproducente) para las competencias que se requieren en ese singular mundo de las ventas que es la diplomacia.

Según afirma McClelland, lo que realmente importa en este caso son otro tipo de aptitudes completamente distintas. Las diferencias más significativas existentes entre los diplomáticos “superestrella” –aquéllos que habían sido identificados por el Departamento de Estado como los más brillantes– y sus compañeros más mediocres, giraban en torno a un conjunto de habilidades humanas básicas que el CI se muestra incapaz de detectar.

Entre las originales pruebas puestas en marcha por MacClelland había una inteligente valoración de la capacidad para interpretar las emociones diseñadas recientemente por un colega de Harvard. En este test, la persona contempla fragmentos de grabaciones de vídeo en las que aparecen personas hablando de cuestiones emocionalmente muy cargadas como, por ejemplo, un divorcio o un problema laboral.5 Un filtro electrónico altera el sonido de la cinta, de modo que apenas pueden escucharse las palabras sino solamente los tonos y matices que sirven de indicio para averiguar lo que sienten las personas que aparecen en el vídeo en ese momento.

McClelland descubrió que los diplomáticos “estrella” discernían mucho más adecuadamente las emociones que sus colegas mediocres, lo cual también se traducía en una mayor capacidad para leer los mensajes emocionales de personas procedentes de sustratos muy diferentes a los suyos –aunque no pudieran comprender el idioma que utilizaban–, una competencia que no sólo resulta crucial en el mundo de la diplomacia sino que también resulta esencial en el mundo laboral si se desea sacar provecho de la diversidad humana.

En muchos casos, los funcionarios del servicio exterior se ven enfrentados a situaciones críticas que requieren de un tacto similar al mostrado por la bibliotecaria de la que antes hablábamos, algo que los diplomáticos socialmente menos diestros suelen abordar inadecuadamente por no saber interpretar ni tratar a la gente con la que se relacionan.

El dominio de la excelencia: los límites del CI

Dos de las personas más inteligentes que haya conocido jamás (al menos en un sentido académico) siguieron caminos asombrosamente diferentes. El primero de ellos –del cual me hice amigo el mismo año en que ingresé en la universidad– había obtenido una puntuación inmejorable en el SAT* –un par de 800 en lengua y matemáticas– y un 5 en cada una de las pruebas de orientación vocacional**. Pero, una vez en la universidad, se sentía completamente desmotivado, faltaba con frecuencia a clase y entregaba los trabajos con retraso. Al cabo de un tiempo, abandonó los estudios hasta que, pasados diez años, por fin acabó graduándose. Hoy en día trabaja en asesoramiento empresarial.

El otro era un prodigio de las matemáticas que ingresó en mi instituto a los diez años de edad, se graduó a los doce y a los dieciocho se doctoró en Oxford en ciencias exactas. Era muy joven para estar en el instituto y su corta estatura le hacía parecer todavía más pequeño. Pero, al mismo tiempo, era mucho más brillante que cualquiera de nosotros, lo cual le granjeó la enemistad de muchos compañeros que solían acosarle y burlarse de él. A pesar de su pequeña estatura, sin embargo, nunca caía al suelo y, ante el embate de los más grandullones, permanecía en pie como un pequeño gallo de pelea. Poseía una decisión que hacía prevalecer su intelecto, lo cual podría explicar por qué, después de todo, ha terminado convirtiéndose en el director de uno de los departamentos de matemáticas más prestigiosos del mundo.

Las pruebas de admisión a la universidad subrayan la importancia del CI pero, por sí solo, difícilmente puede dar cuenta del éxito o del fracaso en la vida. La investigación ha demostrado que la correlación existente entre el CI y el nivel de eficacia que muestran las personas en el desempeño de su profesión no supera el 25%,6 aunque un análisis más detallado revela que esa correlación no suele superar el 10% y a veces es incluso inferior al 4%.7

Esto significa que, en el mejor de los casos, el CI deja sin explicar el 75% del éxito laboral y, en el peor, el 96% o, dicho de otro modo, que el CI no nos permite determinar de antemano quién triunfará y quién fracasará. Por ejemplo, cierto estudio llevado a cabo con licenciados en derecho, medicina, pedagogía y ciencias empresariales por la Universidad de Harvard sacó a relucir que las puntuaciones obtenidas en los exámenes de acceso –un remedo del CI– no tenían la menor correlación con el éxito profesional.8

Resulta paradójico, pues, que el CI sea tan mal predictor del éxito entre el colectivo de personas lo bastante inteligentes como para desenvolverse bien en los campos cognitivamente más exigentes, y que el valor de la inteligencia emocional sea mayor cuanto más alto esté el listón de inteligencia necesaria para entrar en un determinado campo. En los programas de MBA [master en gestión empresarial] o en carreras tales como la ingeniería, la medicina o el derecho, donde la selección profesional se centra casi exclusivamente en la capacidad intelectual, la inteligencia emocional tiene mucho más peso específico que el CI para determinar quién acabará descollando sobre los demás.

Como afirma Lyle Spencer Jr., director de investigación y tecnología, y cofundador de lo que hoy en día se conoce como Hay/McBer (que comenzó siendo la empresa de asesoramiento creada por McClelland): «El aprendizaje académico sólo sirve para diferenciar a los trabajadores “estrella” en unos pocos de los quinientos o seiscientos trabajos en los que hemos llevado a cabo estudios de competencia.9 Pero ésta no es más que una competencia umbral, una habilidad necesaria para acceder a un determinado campo pero que en modo alguno termina convirtiéndole en un trabajador “estrella”. Lo que realmente importa para el desempeño superior son las habilidades propias de la inteligencia emocional».

La paradójica importancia de la inteligencia emocional en aquellas disciplinas que exigen un mayor desarrollo cognitivo está ligada a la dificultad inicial que entraña acceder a ellas. En este sentido, el umbral de acceso a los dominios profesionales y técnicos se centra en torno a un CI de 110 a 120.10 Y la consecuencia de que todos los candidatos a ese listón tan difícil se hallen un 10% por encima de la media convierte al CI en una ventaja muy poco competitiva.

Nosotros no competimos con quienes carecen de la inteligencia necesaria para acceder y permanecer en el campo laboral que hemos elegido, sino con el selecto grupo de quienes han podido sortear la carrera de obstáculos en que se ha convertido el mundo de la educación, para superar los exámenes y los desafíos cognitivos que hay que vencer para poder acceder al campo laboral.

Puesto que la inteligencia emocional no tiene todavía la importancia con que cuenta el CI como factor decisivo para acceder y desenvolverse en el campo laboral, existen más diferencias entre los profesionales en este dominio “blando” que en el del CI. Así pues, la diferencia entre quienes ocupan los polos superior e inferior de la escala de la inteligencia emocional es tan grande que hallarse en el extremo superior puede suponer una extraordinaria ventaja. De este modo, resulta ciertamente paradójico que las habilidades “blandas” tengan una importancia decisiva en el éxito profesional en los dominios más “duros”.***

El segundo dominio: la experiencia

Supongamos que usted es el agregado cultural de la embajada de los Estados Unidos en un país norteafricano y recibe un telegrama de Washington ordenándole que proyecte una película sobre un político norteamericano que no goza de muy buena prensa en ese país.

Es muy posible que, en tal caso, se halle atrapado en una especie de doble vínculo ya que, si cumple con ese mandato, puede ofender a los naturales del país pero, de no hacerlo, quienes se sentirían molestos serían sus superiores.