Óptimo - Daniel Goleman - E-Book

Óptimo E-Book

Daniel Goleman

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Beschreibung

En su bestseller Inteligencia emocional, Daniel Goleman revolucionó la forma como concebimos la inteligencia. Ahora, revela métodos prácticos para utilizar estos recursos internos y alcanzar un estado óptimo de alto rendimiento y satisfacción. Existen momentos en los que alcanzamos el máximo provecho: un deportista juega un partido perfecto, una empresa tiene un trimestre con ganancias únicas… pero estos momentos suelen ser esquivos, y por cada día asombroso, podemos tener cien días normales o insatisfactorios. En Óptimo, Daniel Goleman y Cary Cherniss revelan cómo la inteligencia emocional puede ayudarnos a tener un gran día, todos los días. Explican cómo alcanzar de una manera realista la satisfacción, trabajando de manera constante en un nivel óptimo. Basados en la investigación sobre cómo cientos de personas construyen la arquitectura interna de un buen día productivo, los autores describen de qué manera se siente un estado óptimo y muestran cómo la inteligencia emocional es la clave para nuestro mejor rendimiento personal o laboral. Óptimo es la culminación de décadas de descubrimientos científicos relacionados con la inteligencia emocional. En este libro, encontrarás las claves para aplicarla de manera efectiva.

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Daniel Goleman y Cary Cherniss

Óptimo

Rendimiento, empatía e inteligencia emocional

Traducción de Fernando Mora

Título original: OPTIMAL by Daniel Goleman and Cary Cherniss

© 2024 by Daniel Goleman and Cary Cherniss. All rights reserved.

© 2024 by Editorial Kairós, S.A.

Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España

www.editorialkairos.com

© de la traducción del inglés al castellano: Fernando Mora

Revisión: Raul Alonso

Composición: Pablo Barrio

Diseño cubierta: Editorial Kairós

Primera edición en papel: Febrero 2024

Primera edición en digital: Febrero 2024

ISBN papel: 978-84-1121-232-8

ISBN epub: 978-84-1121-251-9

ISBN kindle: 978-84-1121-252-6

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

Sumario

Introducción: Nuestra zona óptimaPrimera parte El camino de la inteligencia emocional hacia el rendimiento óptimo1. Optimizarnos2. Inteligencia emocional y resultados económicosSegunda parte Los detalles de la inteligencia emocional3. Inteligencia emocional revisitada4. Autoconsciencia aplicada5. Gestionarnos a nosotros mismos6. Del burnout a la resiliencia7. Empatía8. Gestionar las relacionesTercera parte Inteligencia emocional en el trabajo9. Los múltiples nombres de la inteligencia emocional10. Liderar con inteligencia emocional11. Equipos emocionalmente inteligentes12. La formación en IE que funciona13. Construir una cultura de la inteligencia emocionalCuarta parte El futuro de la inteligencia emocional14. La mezcla crucial15. Innovación y sistemasAgradecimientosNotasAcerca de los autores

IntroducciónNuestra zona óptima

Imaginemos cómo nos sentiríamos si estuviéramos, en la piel de Ajla Tomljanović, en la cuarta ronda del Abierto de Tenis de Estados Unidos del año 2022. Fue ella fue quien derrotó a Serena Williams en el que iba a ser el último partido de Williams, quien era toda una leyenda: había sido campeona de Grand Slam veintitrés veces y aquel día estaba jugando su mejor tenis. Además, era la clara favorita para los veinticuatro mil aficionados que abarrotaban el estadio de tenis más grande del mundo.1

Casi todos esos aficionados «animaban con sus gritos a Williams» y millones más veían el partido a través de Internet. Imaginemos «todo el ruido, el clamor a favor de Williams, los vítores escandalosos cuando Tomljanović fallaba un saque, todas las celebridades en las gradas, las grabaciones en vídeo de Williams».

Sin embargo, Tomljanović escondía un arma secreta. Su padre, antiguo campeón profesional de balonmano y su principal entrenador, le había enseñado a calmar los nervios gracias a la concentración.

–Le enseñó lo que hacía el lanzador de la película Entre el amor y el juego, interpretado por Kevin Costner, en medio de un partido perfecto, quien se concentraba explícitamente en el guante del catcher e ignoraba todo lo demás que hubiese en el estadio.

Tomljanović siguió el consejo de su padre y mantuvo la concentración.

–Desde el primer momento en que entré en la pista –declaró una vez concluido el partido–, no me fijé demasiado en lo que había a mi alrededor. Estaba completamente concentrada.

Durante más de tres horas, Tomljanović mantuvo ese estado de concentración y jugó el mejor tenis de su carrera, derrotando a Williams en tres sets.

Su extraordinario tenis es un ejemplo de lo que significa el flujo, ese estado de plena inmersión en la que alguien rinde al máximo. Como veremos más en detalle, esta focalización magnífica –en la que el estado emocional también es sumamente importante, ya que los pensamientos perturbadores impiden la plena concentración– consigue que las personas den lo mejor de sí mismas. Por ese motivo, los deportistas de élite hablan tanto de que el «juego mental», puesto que compiten con otros deportistas que dominan su deporte al más alto nivel, el estado interno y la focalización resultan indispensables para vencer.

Sin embargo, dado que la mayoría de las veces el estado de «flujo» se refiere a un evento extraordinario, incluso esquivo, en nuestra vida, preferimos un objetivo más realista y alcanzable: sentirnos satisfechos por haber tenido un buen día, bastante productivo según el estándar que nos convenga, siendo eso lo que entendemos generalmente por «óptimo».

Somos de la opinión de que el hecho de subrayar logros excelentes como los de Tomljanović pasa por alto las claves y condiciones –en especial, la concentración similar a la de un halcón– que hacen posible que cada uno de nosotros entre en ese estado óptimo en el que damos lo mejor de nosotros mismos.

Sospechamos que exigirnos al máximo –cualquiera que sea nuestro equivalente personal de la fama de tenista perfecta de Tomljanović– nos torna propensos a un perfeccionismo que aboca con facilidad al agotamiento y al burnout. Si bien no damos en todo momento todo lo que podemos, siempre debemos esforzarnos por hacerlo lo mejor posible. Aunque la búsqueda incesante del estado de flujo nos arrastra a los extremos, un objetivo más realista consiste en dar lo mejor de nosotros mismos.

Nuestro modelo óptimo es el equivalente en cuanto al rendimiento de la noción, propia de la crianza, de que no tenemos que ser la madre o el padre perfectos cada día, sino hacer nuestro trabajo lo mejor que podamos. Mientras que el ideal de flujo nos obliga a alcanzar un nivel muy elevado y una visión perfeccionista de «lo mejor de nosotros», el nivel óptimo nos permite relajarnos y disfrutar de lo que hacemos sin juzgarnos de continuo. Solo tenemos que acallar la voz crítica que hay en nuestro interior para centrarnos en la tarea que tenemos entre manos.

En la primera parte de este libro esbozaremos cómo es el estado óptimo, basándonos en los testimonios de cientos de personas que describen la arquitectura interna de un día excelente. A continuación, veremos a qué se parece desde fuera ese edificio privado, utilizando la lente del rendimiento laboral excepcional.

Dado que los dos autores de este libro somos psicólogos, nos basamos en los resultados de sólidas investigaciones para orientar nuestras conclusiones. El hecho de seguir las investigaciones nos lleva a constatar un componente crítico del estado óptimo, que es ser inteligentes acerca de nuestras emociones; o dicho con otras palabras, la inteligencia emocional.

Percibir de qué modo las medidas de excelencia en el lugar de trabajo permiten cartografiar desde el exterior lo que las personas informan a partir de su experiencia interior ha sido para nosotros una auténtica epifanía, una epifanía que señala de qué modo la inteligencia emocional nos brinda una puerta de acceso a la excelencia personal. Aunque en la actualidad las capacidades de la inteligencia emocional reciben diferentes nombres, hemos llegado a la conclusión de que los ingredientes activos del rendimiento óptimo dependen de la inteligencia emocional.

Para arribar a esta conclusión, nos basamos en décadas de descubrimientos científicos relacionados con este tipo de inteligencia, que tienen implicaciones directas con lo que llamamos el estado óptimo, así como con lo que nos aparta de él. Tener un día satisfactorio, en lugar de una experiencia cumbre alucinante, como la propia del llamado estado de flujo, es la clave para cosechar logros y satisfacciones, por no hablar de evitar el burnout.

Veremos también las múltiples formas en que la inteligencia emocional nos ofrece a cada uno de nosotros los recursos internos para acceder más fácilmente al estado óptimo. En lugar de tener que esperar a esos factores esquivos que nos sumergen en el estado de flujo, en este libro encontraremos consejos prácticos para acceder más fácilmente a dicho estado óptimo.

¿Por qué este libro ahora?

Para Dan, el presente volumen representa la culminación y confirmación de una intuición que tuvo hace casi tres décadas: que la inteligencia emocional nos brinda un mapa idóneo para dar lo mejor de nosotros mismos. En este, su quinto libro sobre el tema, recoge una gran cantidad de investigaciones que confirman aquella intuición original.

Cary y Dan son cofundadores del Consortium for Research on Emotional Intelligence in Organizations, creado pocos años después de que, en el año 1990, apareciera el primer artículo académico sobre el tema, siendo copresidentes durante sus primeros veinticinco años de esa institución cuya misión es fomentar una sólida investigación que integre los estándares de la metodología académica con las necesidades prácticas de las organizaciones en activo.2

El Consortium pretende reunir a profesionales que aspiran a probar las aplicaciones de la inteligencia emocional en organizaciones como empresas y escuelas, con investigadores académicos capaces de aplicar a tales estudios sus conocimientos metodológicos.

Hoy en día, más de un cuarto de siglo después, existen numerosos estudios de este tipo. Si bien durante los primeros años del concepto varios críticos se quejaban (no sin razón) de que existían escasas pruebas que demostraran la importancia de la IE desde el punto de vista, por ejemplo, del rendimiento laboral o el liderazgo, ahora es posible afirmar con rotundidad su relevancia para la eficacia en todos los ámbitos, en especial en lo que concierne al autocontrol y la empatía, las habilidades sociales o la resiliencia ante el estrés, tan frecuente por otro lado.

Hemos sumado nuestras fuerzas con el fin de recopilar este rico patrimonio originado en la investigación. De ese modo, en la primera parte del libro profundizamos en los ingredientes de lo que sucede cuando destacamos y de qué manera la inteligencia emocional nos ayuda a conseguirlo.

En la segunda parte actualizamos nuestra comprensión de las competencias que traducen la inteligencia emocional en acciones eficaces. Asimismo, desgranamos los ingredientes básicos de dicha inteligencia en forma de autoconsciencia, en el modo en que nos gestionamos a nosotros mismos, en la sintonía con otras personas y en la combinación de todo ello a la hora de establecer relaciones eficaces.

Luego, en la tercera parte exploramos un aspecto especialmente importante de nuestra vida: dar lo mejor de nosotros en el trabajo. Examinamos las formas en que la inteligencia emocional nos ayuda a rendir al máximo, ya sea en un sentido individual, en el ámbito de la dirección o como miembros de un equipo. En todos estos casos, este tipo de inteligencia incrementa la eficacia, estableciendo una notable similitud entre el estado óptimo y las formas en que la investigación evidencia que la inteligencia emocional incrementa nuestro rendimiento individual en el entorno laboral. Asimismo, detallamos maneras de facilitar que cualquier persona mejore este tipo de capacidad. Y analizamos lo que significa disponer de una organización emocionalmente inteligente, es decir, una organización en la que la inteligencia emocional esté integrada en el ADN de su cultura.

Por último, en la cuarta parte, exploramos el futuro de la inteligencia emocional, señalando de qué modo esta competencia –combinada con otras capacidades mentales y emocionales– nos prepara mejor para el incierto mañana al que todos nos enfrentaremos.

Hay un nuevo sentido de urgencia en esta exploración. El virus de la insolencia parece haberse extendido durante los últimos años; somos testigos de las noticias de pasajeros de avión revoltosos detenidos al aterrizar su vuelo. Es difícil pasar por alto las voces de odio en las redes sociales. En las escuelas, niños y adolescentes muestran índices crecientes de peleas, acoso escolar, depresión y exceso de ansiedad.3 Y, como ya habremos visto en la tercera parte, el conjunto de habilidades propias de la inteligencia emocional nos brinda una ventaja crucial en el difícil clima empresarial actual. La necesidad de inteligencia emocional no solo en nuestra vida individual, sino en la sociedad en general, parece mayor que nunca.

PRIMERA PARTEEl camino de la inteligencia emocional hacia el rendimiento óptimo

1.Optimizarnos

Consideremos ahora nuestro mejor momento. ¿Cuál es nuestra condición interior durante el pico de la eficacia, cuando se manifiestan en su máximo esplendor los talentos de que disponemos?

Este tipo de excelencia va más allá de los límites de estados tan infrecuentes como el llamado estado de «flujo» y abarca la experiencia más general de tener un día plenamente satisfactorio, en el que sentimos que nos hemos desempeñado bien en aspectos que nos importan, cuando estamos de un humor que facilita lo que hacemos y nos sentimos preparados para afrontar cualquier reto que se nos presente; en definitiva, el estado óptimo.1

Existen varias maneras de saber si estamos en dicho estado. Los individuos que se hallan en él son más creativos y capaces de encontrar soluciones novedosas y útiles.2 A pesar de las dificultades, se sienten comprometidos con su trabajo. Y su estado interior también se refleja en el modo en que tratan a quienes están a su alrededor: mostrándose positivos, comprensivos y con sentido del humor.

Es posible concebir ese estado, en el que la mente funciona al máximo de su capacidad, como una condición de «máxima eficacia cognitiva». Pero, a su vez, ese máximo personal cognitivo en nuestra vida mental depende del estado emocional. Las áreas cerebrales que nos permiten utilizar a plena potencia nuestro talento florecen cuando somos capaces de mantener elevado nuestro compromiso y de controlar nuestras emociones conflictivas.

Si los sistemas de alarma del cerebro permanecen tranquilos y están activas las redes de motivación positiva, nuestro potencial cognitivo funciona a pleno rendimiento. A medida que nos vamos tranquilizando, nuestro pensamiento se vuelve más agudo y claro, lo que torna posible que exhibamos al máximo cualquier talento que tengamos.

Por otro lado, hallarse de buen humor subyace a los signos de alto rendimiento y mejora tanto la atención como la intención; por ejemplo, en lugar de dejarnos atrapar por los detalles, somos más capaces de percibir la perspectiva general y nos sentimos llenos de energía para acometer una gama más amplia de proyectos y tareas.3

Una encuesta realizada por la consultora McKinsey a más de cinco mil directivos y ejecutivos revela que algunos de ellos afirmaban encontrarse en su mejor estado mental hasta un 50 % del tiempo, mientras que otros solo un 10 %.4 Y lo que es más significativo, en esta misma encuesta de McKinsey, los ejecutivos y directivos señalaban que, cuando se encontraban en su mejor condición, su productividad era cinco veces mayor que cuando se hallaban en un estado «medio» o neutro. Si bien estos datos relativamente poco concluyentes no pueden tomarse como prueba científica, indican lo altamente eficaces que nos sentimos cuando nos hallamos en el estado óptimo.5

Un día realmente bueno

Cuando los investigadores de la Harvard Business School pidieron a varios cientos de hombres y mujeres que llevaran un registro sobre los eventos de su jornada laboral, sus sentimientos durante esos acontecimientos y sus logros, salieron a relucir numerosos componentes específicos de su experiencia personal que indicaban que se lo pasaban realmente bien.6 Todos esos logros eran signos de eficacia cognitiva: retos mentales como resolver un complicado problema de programación informática, idear nuevos y útiles artilugios de cocina o gestionar la fabricación y distribución de herramientas.

Al final de su jornada laboral, cada persona rellenaba una encuesta en la que repasaba los acontecimientos que acababa de vivir: un total de casi doce mil relatos de su vida interior. De este cúmulo de datos se obtuvieron los ingredientes que caracterizan a los días plenamente satisfactorios.

En todos los casos, encontrarse en el estado óptimo merecía la pena debido a lo bien que desempeñaban su trabajo.7 Por supuesto, no existe una única medida de productividad; cada uno de nosotros debe encontrar su propia vara de medir, dependiendo de los resultados que más nos importen. Consideremos, por ejemplo, las «pequeñas victorias» que nos aproximan a un objetivo mayor. Para un redactor de código de software, una victoria de este tipo significa encontrar la forma de clonar un viejo código, lo que reduce muchas horas el tiempo necesario para concluir un proyecto de software en grupo.8 Un ejemplo es el de Shannon Watts, que fundó una organización sin ánimo de lucro y narra el tipo de pequeñas victorias que son importantes para ella:

–Quiero poner –afirma– una victoria sobre la mesa en cada jornada. Eso será diferente cada día, y también parecer poco a los ojos de algunos. Tal vez se trate de un buen editorial, por ejemplo, o una conversación productiva.9 Quizá una victoria –añade– no siempre parezca un triunfo enorme, pero lo que cuenta es que realmente pongamos el corazón en ello.

Y, por supuesto, nuestras victorias no tienen por qué estar orientadas a grandes objetivos, sino más bien alineadas con lo que es más importante para nosotros. Si tenemos cinco hijos y somos su cuidador principal, puede tratarse simplemente de guardar la ropa, de conseguir el vestuario para una obra de teatro en la que participa uno de los niños o asegurarnos de que todos hagan los deberes. Si somos directivos o ejecutivos, la sensación de cosechar un triunfo nos la puede proporcionar el hecho de realizar la tarea que tenemos entre manos, superar un KPI (o «indicador clave de rendimiento») o dar un pequeño paso para conseguir alguno de los objetivos de la empresa.

En sus días buenos, las personas también se sienten más positivas respecto a quienes las rodean, a su organización y a la naturaleza de su trabajo, estando más comprometidas con él. Son días en los que, por ejemplo, se sienten más creativos a la hora de resolver los problemas de esa jornada. Ya se trate de un programador de software que por fin corrige un «error» o de una madre que se organiza para compartir el coche con un grupo de madres, la agudeza cognitiva incrementa la probabilidad de alcanzar esos pequeños logros, lo que nos parece una victoria en la tarea en curso.

A menudo, los encuestados recuerdan que se sienten animados por esos logros, que les ponen de buen humor. Los informes acerca de lo que consideran un buen día evidencian pequeñas consecuciones en aproximadamente tres cuartas partes de los casos, y los contratiempos son poco frecuentes en esos días buenos (y encontrarse «bien» puede hacer que un contratiempo sea más fácil de superar). Si la gente o los acontecimientos los apoyan, las personas se sienten bien con su día en particular; por ejemplo, si se sienten respetados y animados por la gente que los rodea.

Cuando resolvemos fácilmente los problemas y retos que se nos presentan, nos sentimos naturalmente de un humor más optimista; nuestras percepciones adquieren un matiz positivo, de modo que los «problemas» se nos antojan retos estimulantes, las personas que nos rodean nos parecen más amables, y nosotros lo somos con ellas.

Por el contrario, en los días duros, cuando todo parece difícil, la gente dice sentirse frustrada, ansiosa e incluso triste. Y las personas con las que contamos para realizar sus tareas parecen menos solidarias, mientras que los recursos de que disponemos se nos antojan insuficientes. Los estudios del cerebro nos dicen que niveles demasiado altos de los neuroquímicos segregados en situaciones de estrés torpedean nuestras capacidades cognitivas: el estrés incontrolado, por ejemplo, deteriora la atención y la capacidad para suprimir las respuestas inadecuadas.10

Y, por supuesto, estamos inmersos en un bucle de feedback. Los sentimientos positivos aumentan las probabilidades de tener un día excelente, resolver problemas y tareas similares, haciendo que nos sintamos muy bien. La sensación de logro puede procurarnos no solo satisfacción, sino incluso euforia.

De igual modo, si bien el mal humor dificulta la resolución de problemas, la incapacidad para resolverlos provoca frustración, incluso autocompasión y disgusto. En sus peores días, las personas afirman sentirse frustradas, por ejemplo, por la falta de apoyo emocional de los demás o por giros desalentadores de los acontecimientos, que tienen efectos tóxicos en su estado de ánimo. Si terminamos despojados de toda alegría, lo más probable es que ese día hayamos tenido un contratiempo molesto; los contratiempos desembocan en sentimientos de tristeza, miedo o simplemente frustración.

Repensar el estado de flujo

Elijamos de entre nuestros días buenos el mejor de todos ellos, uno marcado por un logro espectacular. ¿Cuál es nuestro equivalente personal de ese espectacular partido de tenis en el que Ajla Tomljanović derrotó a Serena Williams?

Por ejemplo, un neurocirujano hablaba de una operación muy complicada que, al principio, no estaba seguro de poder llevar a cabo. Pero, a pesar de sus dudas iniciales, lo consiguió. Una vez terminada la operación, el neurocirujano observó unos escombros en una esquina del quirófano.

–¿Qué ha ocurrido? –preguntó a una enfermera.

–Mientras operaba –respondió ella– el techo se ha derrumbado, pero usted estaba tan abstraído que no se ha percatado.

Este relato ejemplifica los miles de testimonios recogidos por un grupo de investigación de la Universidad de Chicago que captó por primera vez ese evento fugaz que es el estado de flujo, en el que nos hallamos en nuestro máximo rendimiento11 en un determinado ámbito: cirugía, baloncesto, ballet, etcétera.

En la investigación original sobre el flujo, los investigadores preguntaron a un amplio abanico de personas sobre los momentos en que se habían superado a sí mismos, en los que incluso ellos mismos se habían sorprendido de lo bien que habían desempeñado su tarea. Los campos de especialización de los encuestados eran muy variados: campeones de ajedrez, cirujanos, jugadores de baloncesto y bailarines de ballet, por ejemplo.

Con independencia de los detalles de esa actuación extraordinaria –la artista absorta en su trabajo, el maestro jugando al ajedrez, el cirujano durante una operación, el jugador de baloncesto realizando un tiro realmente difícil o el bailarín danzando–, la experiencia interior del intérprete es la misma. Los investigadores han puesto el nombre de «flujo» a ese estado interior.

En el uso popular, el término «flujo» se ha convertido en sinónimo de los momentos en los que damos lo mejor de nosotros mismos. Se anima a las empresas a que ayuden a crear dicho estado de flujo en las personas que trabajan en ellas.12 Pero aquí reside precisamente el problema con el flujo: se trata, por definición, de un evento raro, de una experiencia en la que nos hallamos en nuestro mejor momento absoluto.

Aunque las experiencias de flujo sean maravillosas, incluso semimilagrosas, no se puede contar con ellas. Parecen emerger de la nada, aparentemente cuando se alinean elementos cruciales, como la superconcetración del cirujano. Por eso preferimos el estado óptimo, el cual se produce a consecuencia de nuestro propio esfuerzo, y con mucha mayor frecuencia que los eventos de los picos del flujo.

Esta ampliación del objetivo nos ayuda a todos a conseguir que nuestras expectativas sean más realistas. No tenemos que dar lo mejor de nosotros mismos cada día. En lugar de reprocharnos no haber alcanzado esa experiencia cumbre (que no podemos mantener ni, mucho menos, producir a voluntad), podemos sentirnos bien si mejoramos de manera continua hacia un objetivo mayor. Tener un buen día significa que lo hemos hecho lo suficientemente bien como para felicitarnos en silencio. A diferencia de una experiencia de flujo, un buen día puede no ser nada de lo que presumir, pero aun así resulta enormemente satisfactorio.

Flujo versus óptimo

La amplia investigación sobre el estado de flujo señala varias dimensiones cruciales que nos caracterizan en nuestros mejores momentos. Sin embargo, esa lente centrada en el flujo solo se refiere a los eventos más destacados (aunque, sin duda, algunas investigaciones sobre el flujo hacen sombra a lo que consideramos el estado óptimo). Pero en ese particular reside la distinción clave que establecemos entre flujo y rendimiento óptimo: nosotros consideramos que los ingredientes del rendimiento máximo no son un evento exclusivo, sino más bien ingredientes de un espectro más amplio. Y ese espectro nos ofrece en sí mismo elementos clave de una receta para tener un día en el que experimentamos una merecida sensación de satisfacción.

La investigación del estado de flujo cita estos elementos específicos:

Equilibrio entre el reto y nuestras competencias.Ausencia de consciencia de uno mismo.Nuestra experiencia del tiempo colapsa, se alarga o se encoge.Nos sentimos muy bien.Parece estar libre de esfuerzo.

Tengamos en cuenta que estos mismos elementos no tienen por qué limitarse a ese raro acontecimiento denominado «flujo», sino que cada uno de ellos también apunta a una dimensión que forma parte de nuestros momentos óptimos más frecuentes.

Por ejemplo, la ausencia de consciencia acerca de lo bien que lo hacemos, con poca o ninguna duda sobre nosotros mismos ni pensamiento alguno sobre el modo en que nos perciben los demás, indica el abandono de nuestro enfoque habitual en nosotros mismos: yo, mí y mío. Esa ausencia de juicios preocupados acerca de cómo nos va señala la disminución del sentido del yo en la que solemos invertir buena parte de nuestra energía protegiendo, inflando y defendiendo nuestro ego.

A medida que nos absorbemos en nuestras actividades, se disuelve esta preocupación por uno mismo. La absorción en la actividad en cuestión nos permite deshacernos de nuestro equipaje emocional; la concentración plena exige que dejemos ese equipaje en la puerta. En esos momentos de concentración, nuestra corriente ordinaria de pensamientos se convierte en una distracción. Tenemos que dejar de lado los pensamientos relativos al futuro –por ejemplo, la inquietud por lo que pueda ocurrir–, así como los recuerdos del pasado –en especial, los remordimientos– para centrarnos en la tarea que tenemos entre manos.

Un escalador, por ejemplo, nos señaló que una de las razones por las que le gustaba escalar era porque debía depositar toda su atención en cada uno de sus movimientos, lo que le llevaba a dejar de lado sus preocupaciones. En la medida en que nos olvidamos de nosotros mismos –de nuestras listas de tareas pendientes, de los problemas cotidianos, de nuestras esperanzas y temores personales–, se libera nuestra atención para centrarse en la tarea en curso.

Quizá el signo más revelador de este estado óptimo sea sentirse bien. «Autotélico» es la jerga técnica utilizada por los investigadores para referirse a este tipo de satisfacción.13 Nos encontramos en un estado de ánimo tan positivo que nos encanta el mero hecho de hacer lo que sea que hagamos (el sueldo, por ejemplo, nos parece una motivación menos relevante en esos momentos).

Entonces pensemos en esa sensación de ausencia de esfuerzo. Lo que desde fuera parece un esfuerzo tremendo, para los que se hallan en flujo supone un esfuerzo relativamente menor. Este aspecto del estado óptimo –sospechamos– indica que estamos aplicando una habilidad bien aprendida.14 Un hallazgo intrigante acerca del cerebro de la persona que domina una habilidad es que, mientras realiza esa actividad, ya se trate de un campeón de ajedrez o de un jugador de baloncesto, el cerebro utiliza menos energía que el cerebro de alguien que termina de aprender, por ejemplo, el gambito de reina en ajedrez o que lanza a canasta por primera vez desde la línea de tiros libres. Las acciones carentes de esfuerzo de los expertos en un determinado dominio suponen que se atienen a una secuencia habitual creada por el cerebro.

Respecto de la formación de hábitos, la ciencia afirma que esta facilidad marca un cambio neuronal, en el que la secuencia de acciones se convierte en un hábito que ocurre de manera automática e inconsciente. Esta secuencia habitual se activa en los ganglios basales, una de las zonas más primitivas de la parte inferior del cerebro. Una vez que dichos ganglios se hacen cargo de la secuencia aprendida, llevamos a cabo sin esfuerzo ni tener que pensar en ello ese nuevo hábito. Se parece al estado de flujo, ¿no? Pero lo que realmente indica es una habilidad bien entrenada.

Luego está la plena concentración, en la que nos hallamos completamente absortos, sin distraernos, en la tarea que tenemos entre manos. Perdemos la noción del tiempo, el cual se acelera o ralentiza, enfrascándonos en lo que hacemos. Prácticamente nada puede sacarnos de ese estado de plena absorción. Como detallaremos más adelante, y al contrario de lo que propone la teoría original del flujo, consideramos que este estado unidireccional no es solo un efecto secundario, sino el camino hacia nuestra zona óptima.

Más allá del flujo

Al cartografiar el paisaje interior de la zona óptima, cuestionamos la necesidad de incluir todas y cada una de las dimensiones que el grupo de Chicago identifica como componentes del flujo. Además, no pensamos que la receta del estado «óptimo» sea una cosa u otra (lo tenemos o no lo tenemos), sino más bien un espectro que abarca una amplia zona de nuestros estados internos. De ese modo, en los días buenos nos sentimos bien, somos ágiles a la hora de resolver los dilemas que se nos presentan y prestamos atención a lo que hacemos. Sin embargo, eso no significa que estemos en el famoso estado de «flujo», sino que todo discurre a la perfección. El estado óptimo emerge en un ámbito de nuestra vida más amplio que durante el flujo.

Nos preguntamos además por algunas de las premisas básicas del paradigma del flujo. La clave para acceder a dicho estado, según los investigadores, es que la persona se enfrenta a un reto al máximo de su capacidad y, por tanto, recurre a sus mejores habilidades (sean cuales sean estas para resolver ese reto concreto). La persona que fluye –afirman– también es ágil a la hora de afrontar los retos, con independencia de cómo cambien las exigencias a cada momento. La regla de oro consiste en que la capacidad de la persona se adapte al reto en cuestión. En el ámbito empresarial o académico, eso significa asignar a cada cual una tarea que exija casi el máximo de sus capacidades, aunque sin llegar al límite.

Pero nosotros lo consideramos de manera distinta. Mientras que otros argumentan que las posibilidades del flujo son mayores cuando las exigencias del reto nos obligan a hacer uso de nuestras mejores habilidades, nosotros pensamos que esta combinación de retos y habilidades puede no ser suficiente para entrar en el estado óptimo. En nuestra opinión, la capacidad de desplegar nuestros mejores talentos no solo depende de que la situación los haga aflorar y de lo bien que los hayamos cultivado, sino también de nuestro estado interior. Si el estado mental es inadecuado (por ejemplo, si no nos interesa el reto o nos sentimos demasiado estresados), es poco probable que, sea cual sea nuestro potencial, demos lo mejor de nosotros mismos.

Por ejemplo, cuando los estudiantes de una escuela de arquitectura llevaron diarios sobre su estado de ánimo y su rendimiento cotidiano, disfrutar de un estado de ánimo positivo y sentirse libres para elegir cómo desarrollar su trabajo se relacionaba más con el hecho de estar absortos que con una relación específica entre habilidad y desafío.15 En nuestra opinión, la plena concentración, quizá reforzada por la sensación de que lo que hacemos tiene sentido y de que controlamos el modo en que lo llevamos a cabo, resulta más crucial para el estado óptimo que la adecuación de nuestras habilidades para resolver un determinado reto.

Si bien la investigación inicial sobre el flujo consideraba que la absorción es un efecto de este, nosotros pensamos que la concentración –no distraerse– es en sí misma una vía de acceso al estado óptimo. En otras palabras, es la concentración la que genera un buen día de trabajo y no al revés. Otros factores, como la falta de autoconsciencia, son efectos secundarios de la plena absorción en la tarea que tenemos entre manos. Esta revisión del flujo como algo accesible a través de nuestro poder de concentración revela una puerta de entrada a la zona óptima que no depende de la serendipia o de un momento único en la vida.16

He aquí una lista de los factores subjetivos que nos indican que nos hallamos en el estado óptimo, es decir, que tenemos un día realmente bueno:

Más creatividad, percibir los obstáculos como retos.Más productividad, que desemboca en un trabajo de calidad.Sentirse bien, de buen humor.Agudeza mental, pequeñas victorias en pos de un objetivo mayor.Una actitud positiva, comprometida con nuestros esfuerzos.Dar y recibir apoyo en nuestras relaciones.

Estos factores de la experiencia subjetiva del estado óptimo son, por así decirlo, una visión desde el interior. Sin embargo, como veremos en el próximo capítulo, contemplar desde fuera cómo funcionamos mientras estamos en ese estado nos permite cartografiar, con un grado de sorprendente exactitud, los beneficios de la inteligencia emocional.

2.Inteligencia emocional y resultados económicos

¿En qué medida la inteligencia emocional ayuda a alguien a progresar en el trabajo? Cuando el primer libro de Dan sobre inteligencia emocional (o IE, la abreviatura que utilizaremos en el presente volumen) apareció hace más de veinticinco años, aún no estábamos en condiciones de responder a esa pregunta. Había muy pocos estudios sobre la relación directa entre la IE y resultados importantes como el rendimiento y el compromiso laboral. También existía un escepticismo considerable tanto entre los líderes empresariales como entre los investigadores académicos. Pero en ciencia, como en los negocios, el escepticismo resulta sumamente útil, puesto que nos incita a efectuar el arduo trabajo de demostrar lo que creemos que es correcto, o bien a renunciar a nuestras creencias a la luz de datos incuestionables.1

Muchos tópicos populares sobre el modo de cosechar el éxito en los negocios nunca reciben demasiada atención por parte de investigadores imparciales, sino que no pasan de ser modas pasajeras, el «favorito del mes», que pronto desaparecen para dejar paso a una nueva moda. Por fortuna, no es eso lo que ha sucedido con la inteligencia emocional. Gracias a los esfuerzos del Consortium for Research on Emotional Intelligence (CREIO), junto con muchos otros, tanto en universidades como en el ámbito empresarial, se ha producido un flujo constante de investigaciones desde mediados de los años 90. Dichas investigaciones ponen de manifiesto que la IE supone una gran diferencia en el rendimiento de las personas en todos los niveles de una organización.

Uno de los estudios más convincentes en este sentido se centraba en un considerable grupo de estudiantes universitarios de una universidad del medio oeste de Estados Unidos.2 Antes de graduarse, los estudiantes realizaron un test de inteligencia emocional y, entre diez y doce años después, completaron una encuesta. El estudio descubrió que las puntuaciones obtenidas en el test de IE durante sus estudios universitarios predecían los salarios percibidos durante el seguimiento, incluso con más precisión que su cociente intelectual, personalidad, calificaciones y sexo.

En una carrera académica, la influencia se mide, por ejemplo, por el número de investigadores que citan nuestros artículos revisados por pares. Y en ese sentido la inteligencia es muy importante. En el entorno académico aspiramos a un máster o un doctorado, de manera que nos preparamos para ser profesores. Encontramos el tema en el que queremos especializarnos y trabajamos en él de manera independiente; y, a la postre, nos vemos recompensados por ello.

Pero las reglas del juego en el mundo académico difieren enormemente de las de las empresas. Si nos incorporamos a una empresa, debemos centrarnos en lo que esa compañía considera esencial para su estrategia, y trabajar no ya de manera independiente, sino en equipo. A diferencia de lo que ocurre en el entono académico, en el mundo empresarial nuestro puesto es tan seguro como lo permita nuestro rendimiento y la salud fiscal de nuestra empresa. Por ese motivo, existe toda una industria que resocializa a los doctores para que encajen mejor en la realidad empresarial.

El salario, por supuesto, mide más el éxito en el ascenso dentro de la empresa que el rendimiento. No obstante, las personas que obtienen sueldos elevados no siempre son las más eficaces en su trabajo. (Seguro que se nos ocurren varios ejemplos evidentes). Sin embargo, en la actualidad hay muchos estudios que analizan directamente la IE y el rendimiento.

Los profesionales de las ventas son un grupo muy adecuado para este tipo de estudios, no solo porque sus datos de ventas ofrecen una medida sólida de su rendimiento, sino porque la venta en sí exige diferentes habilidades de la IE. En una importante empresa inmobiliaria nacional, por ejemplo, los agentes que obtuvieron puntuaciones altas en inteligencia emocional generaban más ingresos con sus ventas que los que obtuvieron puntuaciones inferiores.3

Los investigadores apuntan que la IE ayudaba a los vendedores de varias maneras. Por ejemplo, la IE les facilitaba mantener la compostura cuando interactuaban con clientes ansiosos o frustrados. La IE también contribuía a que los agentes entendiesen por qué los clientes se sentían de ese modo, lo que les permitía adaptar sus mensajes de venta en consecuencia y abordar cualquier sentimiento subyacente que afectase al proceso. Mantener el equilibrio emocional en combinación con la empatía –dos habilidades de la IE– marcaba la diferencia en este sentido.

Pero las implicaciones de esta investigación van mucho más allá de las ventas inmobiliarias y de seguros. Hay muchas ocupaciones en las que de alguna manera tenemos que «vender» algo. Pensemos en Martha, directora de un programa para personas que han perdido a un ser querido. En su papel de directora ejecutiva, la «venta» más importante se producía cuando se reunía con posibles donantes. Al principio de su carrera, durante una de esas reuniones, compartió su propia historia de cómo había perdido a su padre a causa del cáncer cuando ella tenía ocho años.

Mientras Martha narraba la historia, se dio cuenta de que el ambiente de la sala cambiaba. De repente, los asistentes estaban más atentos. Una o dos personas empezaron a llorar. Martha también se percató de que hablaba del programa con más pasión. Cobró consciencia de que narrar su historia personal era una herramienta poderosa para conectar con los posibles donantes. La IE de Martha –su capacidad para percibir, comprender y gestionar sus emociones y las de los demás– incrementaba su eficacia a la hora de conseguir donantes para su programa.

Inteligencia emocional en las profesiones STEM

No es difícil constatar de qué modo la inteligencia emocional contribuye a alcanzar un rendimiento óptimo en trabajos que implican algún tipo de venta. Pero ¿qué ocurre en muchos otros campos, como la ingeniería? Richard Boyatzis y algunos de sus alumnos de la Weatherhead School of Management de la Case Western Reserve University llevaron a cabo un estudio con ingenieros que trabajaban en la sección de investigación de una gran empresa automovilística.4 Y el resultado fue que la inteligencia emocional de los ingenieros era un factor predictivo importante de su eficacia, si bien no ocurría lo mismo con su cociente intelectual, medido según la capacidad mental general, ni con ningún rasgo de personalidad.

En los últimos años, la inteligencia emocional ha cobrado mayor importancia para los ingenieros y otros profesionales de los campos STEM (ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas), ya que cada vez más ingenieros trabajan en equipos en los que su rendimiento depende en buena medida de lo bien que gestionan sus relaciones. Trabajar en equipo es un reto cuando se reúnen individuos con personalidades, bagajes culturales y especialidades diferentes, que tienen ideas distintas sobre el modo de hacer las cosas. Las competencias emocionales y sociales –como equilibrio emocional, adaptabilidad, empatía y trabajo en equipo– contribuyen a gestionar las dificultades de manera que se alcancen soluciones más innovadoras para problemas complejos.

Por supuesto, la inteligencia cognitiva sigue siendo importante. Para ser contratado para un puesto de ingeniero, alguien necesita un nivel relativamente alto de este tipo de inteligencia. Sin embargo, una vez que se cruza el umbral, las diferencias en el CI no tienen demasiado impacto en el rendimiento. Así pues, aunque la inteligencia cognitiva sea imprescindible, es insuficiente, cobrando especial importancia la IE.

Tomemos otra profesión STEM, la tecnología de la información (TI). Casi todas las empresas medianas o grandes tienen al menos un informático cuya única responsabilidad es mantener en funcionamiento ordenadores, teléfonos y otros sistemas electrónicos. Pero ¿cuál es la importancia de la IE en su caso?

Hace varios años, Cary trabajaba en un departamento universitario que contaba con dos informáticos, ambos muy cualificados. Pero si bien uno de ellos tenía una formación técnica más sólida, siempre que algo iba mal con los ordenadores, el personal solía llamar al otro. ¿Por qué motivo? Porque era más simpático, así como más comprensivo cuando los usuarios se preocupaban por si habían «averiado» su dispositivo. Si el informático más inteligente emocionalmente no estaba disponible, el personal tendía a posponer la llamada al otro informático e intentaban solucionar el problema por sí solos.

Quizá resulte sorprendente que el asesoramiento financiero sea otro campo en el que la IE desempeña un importante papel. Una encuesta llevada a cabo por la organización Harris revelaba que, a la hora de elegir un asesor financiero, la gente consideraba que la inteligencia emocional de los asesores era más importante que sus conocimientos digitales.5 La encuesta fue encargada por la Million Dollar Round Table, una asociación de agentes de seguros y asesores financieros cuyas ventas ascienden a más de un millón de dólares anuales.

Se entrevistó a más de dos mil personas, y más de la mitad afirmaron que «es más probable que confíen en un consejo de asesores que “escuchen y reconozcan las necesidades de sus clientes”, “se comuniquen de forma comprensible”, “cumplan su palabra” y “demuestren que se preocupan por sus clientes”».6

En cambio, solo el 30 % de los encuestados afirmaba que confiaban más en los consejos de asesores con páginas web actualizadas, mientras que solo una cuarta parte decía lo mismo de los asesores que recomiendan regularmente contenidos relevantes. No es que la competencia técnica de los asesores carezca de importancia, pero cuando se trata de la confianza –crucial a la hora de elegir un asesor financiero– a la gente le importa más la IE. Como señala el informe, «aunque los conocimientos digitales hacen que las operaciones comerciales sean más eficientes y contribuyen a atraer a los posibles clientes, no transmiten por sí solos fiabilidad».

Pero, si bien los estudios de este tipo son convincentes, el resultado de cualquier estudio individual podría ser una anomalía. Por ese motivo, para evaluar mejor la relación entre IE y rendimiento óptimo en una amplia variedad de funciones y ocupaciones, recurrimos al metaanálisis, una técnica que combina los datos de numerosos estudios individuales distintos.

Este método tiene en cuenta el hecho de que, si un estudio concreto arroja resultados positivos, mientras que la mayoría de los demás estudios son negativos, la discrepancia podría deberse, por ejemplo, a formas dispares de cuantificar los resultados, a alguna característica única de los resultados que se miden, a lo bien que se realiza una determinada intervención o a una larga lista de factores de este tipo. Incluso la hora del día o el año en que se lleva a cabo el estudio puede suponer una diferencia. Sin embargo, cuando un metaanálisis combina los resultados de un gran número de estudios, cada uno de los cuales evalúa a un grupo diferente e incluso utiliza medidas distintas, queda anulado el impacto de uno o dos resultados anómalos.

En uno de estos sumatorios de noventa y nueve estudios en los que participaron un total de más de diecisiete mil encuestados, la IE demostró ser un predictor significativo del rendimiento.7 En estos estudios, las medidas utilizadas para cuantificar el rendimiento variaban mucho. En algunos de ellos, el rendimiento se evaluaba mediante las puntuaciones de los supervisores; en otros, las medidas eran los resultados financieros o las estimaciones directas del rendimiento laboral. La relación entre IE y rendimiento también variaba entre diferentes ocupaciones e industrias. Por ejemplo, entre banqueros y policías, la IE era un factor predictivo especialmente poderoso de un rendimiento excelente.

Al menos otros cinco metaanálisis han llegado a conclusiones similares: la IE aparece de manera constante como un predictor significativo del rendimiento laboral.8 Cuando los investigadores analizaron los datos más detenidamente, descubrieron que la IE era muy importante en los trabajos que requerían que los empleados regularan sus sentimientos o que implicaban una alta frecuencia de interacciones sociales.9 Sin embargo, incluso en trabajos que exigían menos habilidades de autogestión emocional y de relación, una mayor IE iba asociada a un mejor rendimiento.

El trabajador comprometido

Imaginemos a un asistente personal que se sienta ante un ordenador y teclea correos electrónicos redactados por su jefe. Como mecanógrafo experto que es, puede hacerlo bastante bien incluso mientras piensa en otras cosas, como en lo cretino que es su jefe, por ejemplo. Aunque el asistente personal no se implica demasiado en el trabajo, su rendimiento es satisfactorio.

Hay demasiadas situaciones parecidas a esta en las que nuestro rendimiento es adecuado, pero nuestras actitudes y sentimientos no. El rendimiento óptimo no se limita a la calidad de nuestro trabajo. Imaginemos cuánto mejor sería ese asistente si no solo fuera técnicamente experto, sino que también estuviera lo suficientemente comprometido como para dar lo mejor de sí mismo. Un especialista describió el compromiso laboral como «un estado mental positivo y satisfactorio, relacionado con el trabajo, que se caracteriza por la eficacia, la dedicación y la absorción».10 Esa definición describe el estado óptimo de un trabajador.

Pensemos en la experiencia de la profesora de secundaria Eugenia Barton. Aunque disfrutaba impartiendo sus clases de formación profesional, al cabo de unos años se sintió bastante aburrida y empezó a buscar algo que la llevara a implicarse más. Se le ocurrió la idea de una tienda para estudiantes. Los alumnos gestionarían la tienda bajo su supervisión y aprenderían acerca del mundo de los negocios. La tienda tuvo mucho éxito y las horas en las que trabajaba con sus alumnos eran el mejor momento de la jornada, llegando a describirlo como «lo más maravilloso que se me había ocurrido».

El compromiso no solo contribuye a la satisfacción laboral, sino que también mejora nuestro rendimiento. Según cierto metaanálisis, el compromiso de los empleados está relacionado con el grado de satisfacción de los clientes, su productividad e incluso los beneficios de la empresa, así como con una menor rotación de personal y un menor número de accidentes.11

Por desgracia, el compromiso de los empleados no ha dejado de disminuir en los últimos años. En 2016, la organización Gallup informaba de que la tasa mundial era de solo el 32 %, mientras que, en 2022, se había reducido al 21 %.12

Numerosos estudios –como la investigación realizada con más de dos mil cien enfermeras13– demuestran que los trabajadores con mayor inteligencia emocional se hallan más comprometidos con su trabajo. Asimismo, la inteligencia emocional de los profesores está relacionada con su grado de compromiso, lo que a su vez se traduce en un mayor rendimiento de los alumnos.14 Y entre los agentes de policía, aquellos con mayor inteligencia emocional también están más comprometidos con su trabajo y tienen menos probabilidades de renunciar a él.15

Una de las razones por las que la IE conduce a un mayor compromiso y satisfacción laboral es que nos facilita encontrar situaciones que se adapten a nosotros. Las personas con un elevado nivel de autoconsciencia emocional son más capaces de identificar cuándo una determinada posibilidad laboral será satisfactoria y significativa, o de hallar formas de hacer que resulte más atractivo el trabajo que desempeñan.

Por ejemplo, el trabajo de Maggie, una abogada empleada en el departamento jurídico del Ayuntamiento de una gran ciudad,16 era tedioso e insatisfactorio, hasta el día en que descubrió una pila de antiguos casos de quiebra de los que nadie se ocupaba. Cuando los examinó con más detenimiento, constató que la ciudad tenía derecho a recibir cientos de miles de dólares. Maggie se centró en esos casos y se convirtió en una estrella, aportando millones de dólares a las arcas municipales.

Maggie disfrutaba con el reconocimiento y la admiración, y le encantaba el trabajo analítico y estimulante. Varios de los casos eran más inspiradores que cualquier otro en el que hubiera trabajado antes. El punto álgido llegó cuando llevó uno de los casos al tribunal federal del distrito y lo defendió ante algunos de los mejores jueces del país. Por fin estaba en su elemento, en su estado óptimo.

Maggie se sentía muy satisfecha y comprometida con su trabajo. Aunque la satisfacción laboral se halla estrechamente relacionada con el compromiso, no son exactamente lo mismo. Los trabajadores pueden estar satisfechos con su trabajo, pero no especialmente comprometidos. Ese era el caso de Maggie; en su anterior trabajo en un despacho de asistencia jurídica y antes de que se tropezara con los casos de quiebra, rara vez se encontraba en un estado óptimo en el entorno laboral.

Las personas con mayor inteligencia emocional suelen estar más satisfechas y más comprometidas con su tarea. Un metaanálisis que combinaba ciento veinte estudios llevados a cabo con un total de 29.119 trabajadores halló una relación significativa entre la satisfacción laboral y la inteligencia emocional.17

Ese estudio también revelaba que los trabajadores con menor inteligencia emocional eran más propensos a abandonar su trabajo. La rotación de empleados puede tener un enorme impacto en los resultados de una empresa.18 Los costes de sustituir a un solo trabajador son considerables. Según un informe de Gallup sobre el lugar de trabajo, «sustituir a un trabajador que abandona su puesto cuesta entre la mitad y el doble del salario anual del empleado. Suponiendo un salario medio de cincuenta mil dólares, el coste de la sustitución se traduce a una cifra de entre veinticinco mil y cien mil dólares por empleado».19 Y, en el caso de un ejecutivo de alto nivel, ese coste es varias veces mayor.

Luego debemos tomar en consideración la pérdida de productividad de los que se quedan, debido a la ansiedad por lo que pueda depararles el futuro. Además de la pérdida intangible pero inestimable de experiencia –lagunas que tienen costes a largo plazo–, debemos tener en cuenta que, cuando una empresa sustituye por un nuevo trabajador a alguien que se marcha, el periodo de «incorporación» supone una carga para los compañeros durante un periodo considerable. Así pues, no es de extrañar que una baja rotación de personal se relacione con mejores resultados empresariales, como el beneficio de la inversión, el rendimiento de los activos y los beneficios.20

A medida que disminuye el compromiso empresarial de una persona, también lo hace su rendimiento óptimo. Otro metaanálisis concluye que los trabajadores comprometidos rinden más y que la inteligencia emocional potencia su grado de compromiso.21

El buen ciudadano de la organización

¿Quién en su lugar de trabajo se ha desvivido por ayudarnos, recientemente? Esa persona representa algo más que la amabilidad ordinaria: tipifica a alguien que va más allá de los requerimientos de su propia tarea para echar una mano cuando otros en el trabajo lo necesitan.

En ocasiones, se le denomina «buen ciudadano de la organización», y su definición subraya cualquier actividad útil fuera del sistema de recompensa estándar para un determinado puesto.22 Ser un buen ciudadano en el trabajo significa que ayudamos a nuestros compañeros laborales de maneras que van más allá de las exigencias de nuestra tarea, por ejemplo, ofreciéndonos a colaborar con un compañero desbordado y asumiendo parte de su cometido, o ayudando a limpiar después de un evento interno de la empresa. Esto también se vincula a la IE. Es comprensible que desvivirse por colaborar con otra persona, sobre todo si lo hacen muchas personas, también mejore el rendimiento del grupo o del conjunto de la organización.23

Un metaanálisis efectuado con más de dieciséis mil empleados demostraba que las personas con mayor IE tenían más probabilidades de ser buenos ciudadanos de la organización.24 La parte negativa es que las personas con menor IE tenían más probabilidades de manifestar hábitos problemáticos como holgazanear, intimidar y llegar tarde.25

A continuación, pensemos en las consecuencias de enfermar a la hora de alcanzar nuestro estado óptimo. Imaginemos que nos levantamos una mañana y sentimos que nos duele la cabeza. Esa misma mañana tenemos una reunión importante en la oficina y debemos concluir un informe para nuestro jefe. De manera que nos levantamos de la cama y nos vestimos. Nos saltamos el desayuno porque tenemos náuseas. Conseguimos llegar a la oficina y cumplir con nuestra obligación. Pero nos sentimos «apagados» todo el día. Contribuimos un poco a la reunión y nuestro informe tampoco es demasiado brillante. Imaginemos que eso ocurre unos cuantos días al mes.

Los dolores de cabeza, las dificultades para dormir o los problemas estomacales leves, así como enfermedades más graves, impiden que los trabajadores den lo mejor de sí mismos. Aunque hay numerosos factores que contribuyen a las enfermedades físicas y mentales, la investigación pone de manifiesto que existe una relación significativa con la inteligencia emocional.26 Una de las razones por las que las personas con una elevada IE disfrutan de mejor salud es, como veremos en el capítulo 6,27 que la IE nos ayuda a afrontar al estrés y a ser más resilientes,

El conocimiento de uno mismo, junto con la autorregulación emocional, facilita que las personas identifiquen el estrés antes de que se vuelva abrumador, gestionándolo de manera más eficaz. Muchos programas de control de la ira, por ejemplo, trabajan para que las personas sean conscientes de los síntomas incipientes de frustración e irritabilidad. A continuación, enseñan maneras de responder que reduzcan su arousal, en lugar de permitir que llegue a un estallido total.

La autogestión también consigue que las personas estén más sanas haciendo ejercicio, siguiendo una dieta nutritiva, durmiendo bien y cumpliendo más a menudo lo que les dice su médico.28 Además, las personas con competencias de IE –como empatía y trabajo en equipo– tienen más probabilidades de contar con redes sólidas de apoyo social, que sirven de amortiguador frente a distintas enfermedades.29

Beneficios resumidos de la IE