8,99 €
La práctica de la atención y de focalizar es como un músculo. Si no lo utilizamos se debilita; si lo ejercitamos, se desarrolla y fortalece. En este esperado libro, el autor del best-seller mundial Inteligencia emocional nos muestra las posibilidades de cultivar dicha atención, tanto como forma de autocontrol, demejorar la empatía con los demás o para comprender la complejidad del mundoque nos rodea. Las personas que logran un máximo rendimiento (ya sea en la educación, los negocios, el deporte o las artes) utilizan intuitivamente formas de focalización y de atención plena. El quid no está en practicar la concentración durante muchas horas, sino en la forma como prestamos atención a lo que hacemosy como absorbemos los feedbacks para autocorregirnos. Incluso el divagar mentalmente puede ser beneficioso. El antídoto para la fatiga mental es el mismo que para la fatiga física:tomar un descanso y sumergirse en una actividad completamente diferente (pasear, disfrutar de la naturaleza, charlar con amistades, etcétera). Focus es una nueva obra magistral de uno de los pensadores más influyentes de nuestra época.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Daniel Goleman
Focus
Desarrollar la atención para alcanzar la excelencia
Traducción del inglés de David González Raga y Fernando Mora
Título original: FOCUS
© 2013 by Daniel Goleman. All rights reserved.
© de la edición en castellano:
2013 by Editorial Kairós, S.A.
Numancia 117-121, 08029 Barcelona, España
www.editorialkairos.com
© de la traducción del inglés al castellano: David González Raga y Fernando Mora
Primera edición en papel: Septiembre 2013
Primera edición digital: Septiembre 2013
ISBN papel: 978-84-9988-305-2
ISBN epub: 978-84-9988-317-5
ISBN Kindle: 978-84-9988-318-2
ISBN Google: 978-84-9988-319-9
Depósito legal: B 16.594/2013
Composición: Pablo Barrio
Diseño cubierta: Romi Sanmartí
Todos los derechos reservados.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.
Para el bienestar de las generaciones venideras
1. La facultad sutil
Parte I: La anatomía de la atención
2. Los fundamentos básicos
3. La atención superior
4. El valor de una mente a la deriva
5. La búsqueda del equilibrio
Parte II: La conciencia de uno mismo
6. El timón interior
7. Vernos como los demás nos ven
8. Receta para el autocontrol
Parte III: Leyendo a los demás
9. La mujer que sabía demasiado
10. La tríada de la empatía
11. La sensibilidad social
Parte IV: El contexto mayor
12. Pautas, sistemas y confusiones
13. La ceguera sistémica
14. Las amenazas distantes
Parte V: La práctica inteligente
15. El mito de las 10.000 horas
16. El cerebro de los videojuegos
17. “Colegas que respiran”
Parte VI: El líder bien enfocado
18. Cómo dirigen su atención los líderes
19. El triple foco del líder
20. ¿De qué dependen los buenos líderes?
Parte VII: La gran imagen
21. Liderando el futuro
Agradecimientos
Recursos
Notas y referencias bibliográficas
Sobre el autor
Ver a John Berger deambulando por el primer piso de un centro comercial del Upper East Side de Manhattan mientras observa a los clientes es un ejemplo palmario de atención en acción. Vestido con una anodina chaqueta negra, camisa blanca, corbata roja y el walkie-talkie siempre en la mano, ese vigilante de seguridad va de un lado a otro sin dejar de observar a los posibles compradores. No en vano se le conoce como “los ojos del centro comercial”.
El suyo no es un trabajo sencillo en la planta de un centro comercial en la que acostumbra a haber al menos 50 personas. Y, mientras van de joyería en joyería, rebuscan entre los bolsos de Prada o se detienen a examinar las bufandas de Valentino, John no les quita ojo de encima.
La danza que John ejecuta en esa pista es todo un ejemplo de movimiento browniano. Su mirada se posa unos segundos en el mostrador de los bolsos; luego se desplaza a un lugar, situado cerca de la puerta, que le proporciona una amplia perspectiva y, finalmente, se acerca a un rincón, desde el que puede echar un discreto vistazo a un trío que se le antoja sospechoso.
Así es como los clientes, interesados por las mercancías, permanecen ajenos al escrutinio continuo al que John los somete.
Como dice un proverbio indio: «cuando un carterista se encuentra con un santo, solo ve bolsillos», y John, del mismo modo, entre una muchedumbre, solo ve carteristas. Su mirada es una especie de foco luminoso, de modo que no resulta nada difícil imaginar su rostro transformado en un gran globo ocular que recuerda a un cíclope. John parece, en este sentido, la encarnación misma de un faro.
Pero… ¿qué es lo que John busca? Los indicios que le advierten que está a punto de cometerse un robo son, según me dice, «una forma especial de mover los ojos, un cierto movimiento corporal, esos clientes que se desplazan como si de una piña se tratara, o aquel otro que no deja de echar miradas furtivas a su alrededor. Llevo tanto tiempo haciendo esto que detecto los signos de inmediato».
Cuando John dirige su atención hacia uno de los 50 clientes, ignora a los otros 49 –y todas las otras cosas–, lo que, en medio de tal océano de distracciones, constituye una auténtica proeza de concentración.
Esa conciencia panorámica, que alterna con la búsqueda continua de indicios reveladores, requiere del concurso de formas de atención muy diferentes (desde la atención selectiva hasta la alerta, la orientación y el modo adecuado de gestionarlo todo), cada una de las cuales constituye una herramienta mental fundamental que se asienta en una red concreta de circuitos cerebrales. [1]
La búsqueda continua de eventos que nos ayudan a permanecer atentos fue una de las primeras facetas de la atención en recabar el interés de la ciencia. Y esa investigación se agudizó, durante la II Guerra Mundial, acicateada por la necesidad militar de contar con operadores de radar que pudiesen permanecer atentos muchas horas y por el descubrimiento de que hacia el final de su vigilancia, la atención se rezagaba y se les escapaban más señales.
Recuerdo haber visitado, en plena Guerra Fría, a un investigador financiado por el Pentágono para estudiar los niveles de vigilancia en periodos de entre tres y cinco días de privación de sueño, es decir, el tiempo estimado que, durante una supuesta III Guerra Mundial, deberían permanecer despiertos los militares en algún búnker oculto. Y aunque, afortunadamente, su experimento jamás tuvo que superar la prueba de la cruda realidad, sus alentadores resultados indicaban que, al cabo de tres o más noches sin dormir, el ser humano sigue prestando, con la adecuada motivación, una aguda atención (aunque, si la motivación mengua, no tardará en dormirse).
La ciencia de la atención se ha expandido, en los últimos años, mucho más allá de la vigilancia. Son las habilidades atencionales, según esta ciencia, las que determinan nuestro nivel de desempeño de una determinada tarea. Si nuestra destreza en la atención es pobre, también lo será nuestro desempeño, pero si, por el contrario, está bien desarrollada, nuestro desempeño puede llegar a ser excelente. De esta facultad sutil depende, pues, nuestra agilidad vital. Y, por más oculto que en ocasiones esté, el vínculo entre atención y excelencia se halla detrás de casi todos nuestros logros.
Son muchas las operaciones mentales que requieren de esta facultad. Cabe destacar, entre ellas, la comprensión, la memoria y el aprendizaje, la sensación de cómo y por qué nos sentimos de un modo determinado, la “lectura” de las emociones ajenas y el establecimiento de buenas relaciones interpersonales. Nos centraremos ahora, dejando provisionalmente de lado este determinante invisible de la eficacia, en los beneficios que conlleva el perfeccionamiento de esta facultad mental y en la comprensión del mejor modo de conseguirlo.
La atención, en todas sus variedades, constituye un valor mental que, pese a ser poco reconocido (y hasta subestimado, en ocasiones), influye muy poderosamente en nuestro modo de movernos por la vida. Y es que, en una curiosa especie de ilusión óptica de nuestra mente, el haz de nuestra conciencia suele pasarnos desapercibido y solo advertimos el producto final de nuestra atención (es decir, el aroma del café matutino, esa sonrisa cómplice, aquel guiño o nuestras ideas, buenas o malas).
Aunque su importancia es enorme para navegar por la vida, la atención en todas sus variedades representa un activo mental menospreciado y poco conocido. Mi objetivo aquí es el de subrayar una capacidad mental subestimada y escurridiza, indispensable para determinar el escenario de nuestras operaciones mentales y vivir una vida plena.
Empezaremos nuestro viaje explorando algunos de los ingredientes fundamentales de la atención. Uno de ellos es la alerta vigilante, tan bien ilustrada por el caso de John con el que iniciábamos este capítulo. La ciencia cognitiva se ha dedicado a estudiar un amplio abanico de variables ligadas a la atención, como la concentración, la atención selectiva, la conciencia abierta y el modo en que, para supervisar y gestionar nuestras operaciones mentales, el control ejecutivo dirige la atención hacia nuestro interior.
Nuestras capacidades mentales se erigen sobre la mecánica básica de nuestra vida mental. Por una parte, tenemos la conciencia de uno mismo (fundamento de la autogestión) y, por la otra, la empatía (fundamento de las relaciones interpersonales), aspectos fundamentales ambos de la inteligencia emocional. Y la debilidad o fortaleza en estos dominios puede, como veremos, boicotear una vida o una carrera o allanar el camino, por el contrario, hacia la plenitud y el éxito.
Más allá de estos dominios, la ciencia sistémica nos abre a dimensiones atencionales más amplias que nos conectan con los complejos sistemas que definen, al tiempo que constriñen, nuestro mundo. [2] Tal foco externo nos enfrenta a la necesidad de conectar con esos sistemas vitales. Pero, como nuestro cerebro no está diseñado para esa tarea, permanecemos ciegos a los sistemas, lo que explica nuestra torpeza a la hora de movernos en esa dimensión. Sin embargo, ese conocimiento nos ayuda a entender el funcionamiento de las organizaciones, de la economía, o de los procesos globales que gobiernan la vida en este planeta.
Resumamos lo dicho hasta ahora señalando que, si queremos vivir adecuadamente, es necesaria cierta destreza para movernos en tres ámbitos distintos: el mundo externo, el mundo interno, y el mundo de los demás.
Los descubrimientos realizados, tanto en los laboratorios de neurociencia como en las aulas, sobre el modo de fortalecer este músculo tan esencial de nuestra mente, nos traen, en este sentido, buenas noticias. Y es que bien podríamos considerar la atención como un músculo, que se desarrolla en la medida en que se ejercita y que, en caso contrario, acaba marchitándose. Veremos el modo en que la práctica inteligente puede contribuir a desarrollar y perfeccionar el músculo de nuestra atención, o rehabilitarlo en aquellos casos en que se encuentre infradesarrollado.
Para que los líderes obtengan buenos resultados deben desarrollar estos tres tipos de foco. El foco interno nos ayuda a conectar con nuestras intuiciones y los valores que nos guían, favoreciendo el proceso de toma de decisiones; el foco externo nos ayuda a navegar por el mundo que nos rodea, y el foco en los demás mejora, por último, nuestra vida de relación. Por ello decimos que el líder desconectado de su mundo interno carece de timón, el indiferente a los sistemas mayores en los que se mueve está perdido, y el inconsciente ante el mundo interpersonal está ciego.
Y no son solo los líderes quienes se benefician del equilibrio entre estos tres factores. Todos vivimos en entornos amenazadores en los que abundan las tensiones y objetivos enfrentados tan propios de la vida moderna. Cada una de estas tres modalidades de la atención puede ayudarnos a encontrar un equilibrio que nos ayude a ser más felices y productivos.
La “atención”, un término derivado de la expresión latina attendere (que significa “tender hacia”), nos conecta con el mundo modelando y definiendo nuestra experiencia. Según los neurocientíficos cognitivos Michael Posner y Mary Rothbart, la atención proporciona el mecanismo «que subyace a nuestra conciencia del mundo y a la regulación voluntaria de nuestros pensamientos y sentimientos». [3]
Anne Treisman, especialista en esta área de investigación, afirma que el modo en que desplegamos nuestra atención determina lo que vemos. [4] O, como dijo Yoda: «Ten muy presente que tu enfoque determina tu realidad».
Aferrada a las piernas de su madre, la cabeza de la niñita apenas si alcanzaba la cintura de aquella, mientras viajaban en el transbordador que las llevaba de vacaciones a una isla. La madre, sin embargo, absorta en la pantalla de su iPad, no solo no la hacía caso, sino que ni siquiera parecía darse cuenta de su presencia.
Una escena parecida se repitió poco después en el microbús que compartí con un grupo de nueve amigas que iban de escapada de fin de semana. Al minuto de haber tomado asiento en el oscuro monovolumen, los rostros de todas ellas se iluminaron con el mortecino resplandor de las pantallas de su correspondiente iPhone o tableta, en un silencio únicamente interrumpido por el ruido sordo de los teclados, la llegada de un nuevo mensaje de texto o algún que otro comentario esporádico.
La indiferencia de esa madre y el silencio de esas amigas ilustran el modo en que, adueñándose de nuestra atención, la tecnología entorpece nuestras relaciones. En el año 2006 se introdujo en el léxico inglés la palabra pizzled [que podríamos traducir como “perplado”], un término que captura la combinación de los sentimientos de “perplejidad” y “enfado” de quienes ven cómo la persona con la que están hablando no tiene empacho alguno en sacar su BlackBerry y responder al mensaje que acaba de recibir. Esta situación, tan molesta como irritante, ha acabado convirtiéndose en la norma.
Y la adolescencia, vanguardia de nuestro futuro, es el epicentro de este movimiento. Durante los primeros años de esta década, el número de mensajes de texto mensuales por adolescente era, por término medio, de 3.417, el doble exacto que unos pocos años antes, al tiempo que caía en picado el tiempo que pasaban al teléfono. [5] Los adolescentes estadounidenses envían y reciben hoy un promedio de más de 100 mensajes de texto al día, unos 10 por cada hora que pasan despiertos. He llegado a ver a un niño enviando un mensaje mientras montaba en bicicleta.
«Acabo de visitar a unos primos de New Jersey –me contó un amigo–, cuyos hijos poseían todos los dispositivos electrónicos conocidos. Y, como apenas podía ver sus rostros, tuve que aprender a distinguirlos por sus coronillas, porque se pasaban el tiempo mirando su iPhone para ver si alguien les había enviado un mensaje, actualizando su página de Facebook o sumidos en algún que otro videojuego. Eran completamente inconscientes de lo que sucedía a su alrededor y no parecían poseer grandes habilidades interpersonales.»
Los niños de hoy en día crecen en una nueva realidad, una realidad en la que están muy desconectados de sus semejantes y mucho más conectados que nunca, por el contrario, con las máquinas, una situación que, por razones muy diversas, resulta inquietante. Por una parte, los circuitos sociales y emocionales del cerebro infantil aprenden a través del contacto y la interacción con las personas con las que se relacionan. Y, como esas interacciones moldean los circuitos cerebrales, el aumento del tiempo que pasan con los ojos clavados en una pantalla digital, con el consiguiente detrimento del que dedican a relacionarse con otros seres humanos, no augura nada bueno.
Este compromiso con el mundo digital tiene un coste por lo que se refiere al tiempo pasado en compañía de personas reales, es decir, en el entorno en el que aprendemos a “leer” los mensajes no verbales. La nueva camada de nativos de este mundo digital es tan diestra en el uso de teclados como torpe en la interpretación, en tiempo real, de la conducta ajena, especialmente en lo que respecta a advertir la consternación que provoca la prontitud con la que interrumpen una conversación para leer un mensaje de texto que acaban de recibir. [6]
Un estudiante universitario observa la soledad y el aislamiento que acompañan al hecho de vivir en un mundo virtual de tuits, actualizaciones de perfil y “subir fotos de la cena”. Luego advierte que sus compañeros de clase están perdiendo la capacidad de conversar, y no digamos ya las charlas en torno a la búsqueda de sentido que tanto pueden enriquecer los años de universidad. «No es posible disfrutar de ningún cumpleaños, concierto, encuentro o fiesta sin tomarte un tiempo para distanciarte de lo que estás haciendo» y asegurarte de que tu mundo digital sepa lo mucho que estás divirtiéndote.
Luego están los fundamentos básicos de la atención, el músculo cognitivo que nos permite seguir una historia, aprender, crear o perseverar en una tarea hasta llegar a concluirla. No cabe la menor duda, como veremos, de que el tiempo dedicado por los jóvenes a los dispositivos electrónicos contribuye a desarrollar ciertas habilidades cognitivas… pero también hay que plantearse los déficits emocionales, sociales y cognitivos que ello acarrea.
Una maestra de segundo de ESO me dijo que, durante muchos años, había estado leyendo el libro Mithology, de Edith Hamilton, a sucesivas generaciones de alumnos. Se trataba de un libro que les gustaba mucho, hasta hace cinco años, en que, según me dijo: «Empecé a ver que no les gustaba tanto, ni siquiera a quienes mejores notas sacaban. Dicen que la lectura es demasiado difícil, que las frases son muy complicadas y que, para leer una página, necesitan mucho tiempo».
Ella se pregunta si la capacidad lectora de los niños no se habrá visto mermada por los mensajes cortos que reciben en su teléfono móvil. Y luego concluyó diciendo: «Es difícil enseñar las reglas gramaticales compitiendo con el juego World of WarCraft».
En el caso más extremo, Taiwán, Corea y otros países asiáticos consideran la adicción de los niños y los jóvenes a internet (los juegos, las redes sociales y la realidad virtual) como una crisis sanitaria nacional que los aísla. En torno al 8% de los jugadores estadounidenses de entre 8 y 18 años parece satisfacer los criterios diagnósticos establecidos por la psiquiatría para diagnosticar la adicción. Y la investigación cerebral realizada mientras juegan ha puesto de relieve la existencia de cambios en su sistema neuronal de recompensa semejantes a los que presentan los alcohólicos y los drogadictos. [7] Existen, en este sentido, anécdotas que nos hablan de adictos a los videojuegos que se pasan el día durmiendo y la noche jugando, sin comer ni lavarse siquiera, y se muestran agresivos cuando algún familiar tiene la osadía de interrumpirlos.
Los ingredientes de una relación se ponen en marcha cuando dos personas comparten el mismo foco, lo que provoca una sincronía física inconsciente generadora, a su vez, de buenos sentimientos. Ese foco compartido con el maestro es el que coloca al cerebro del niño en la mejor disposición para aprender. Cualquier profesor que se haya esforzado en lograr que la clase preste atención conoce las dificultades que el alumno tiene, cuando no se tranquiliza ni se centra, para entender una lección de historia o de matemáticas.
La relación exige dirigir la atención en la misma dirección y compartir, de ese modo, el mismo foco. Y, dado el océano de distracciones en el que hoy en día nos vemos obligados a navegar, nunca ha sido mayor que ahora la necesidad de esforzarnos en establecer ese tipo de conexión.
También hay que tener en cuenta el coste que, para los adultos, ha supuesto esta reducción de la atención. El representante de una gran cadena de radiodifusión mexicana se quejaba diciendo que: «Hace unos años, podíamos hacer un vídeo de cinco minutos para presentarlo a una agencia de publicidad. Hoy no podemos pasarnos del minuto y medio. Si, durante ese tiempo, no hemos logrado captar su atención, todo el mundo echa mano a su teléfono para ver si ha recibido un nuevo mensaje».
Un profesor universitario, especializado en cinematografía, me contó recientemente que estaba leyendo una biografía de uno de sus héroes, el conocido director francés François Truffaut. Pero luego añadió: «No puedo leer más de dos páginas de un tirón, porque tengo la absoluta necesidad de conectarme y ver si he recibido algún correo electrónico. Creo que estoy perdiendo la capacidad de concentrarme en cosas serias».
La incapacidad de resistirnos a verificar una y otra vez la bandeja de entrada de nuestro correo o de nuestra página de Facebook, en lugar de seguir atentos a nuestro interlocutor, desemboca en lo que el sociólogo Erving Goffman, magistral observador de la interacción social, ha denominado como un “fuera”, es decir, un gesto que transmite a la otra persona el mensaje de que “no estoy interesado” en lo que sucede aquí y ahora.
Los organizadores del tercer congreso All Things D(igital), celebrado en 2005, se vieron obligados a desconectar la red wifi de la sala en que se celebraba el evento debido al resplandor de las pantallas de los ordenadores portátiles, un indicio evidente del poco interés que despertaba, en la audiencia, la acción que se desarrollaba en el escenario. Como dijo uno de los participantes, se hallaban en un estado de “atención parcial continua”, una especie de estupor inducido por el bombardeo de información procedente de fuentes de información tan diversas como el orador, los miembros de la audiencia y la actividad que estaban llevando a cabo en sus portátiles. [8] Son muchos los lugares de trabajo de Silicon Valley que han tratado de enfrentarse a este problema prohibiendo el acceso a las reuniones con ordenadores portátiles, teléfonos móviles y otros dispositivos digitales.
Una ejecutiva del mundo editorial me confesó sentirse desbordada, al cabo de un rato de no comprobar el estado de su teléfono móvil, por «una sensación de discordancia. Echas de menos el impacto que acompaña a la recepción de un mensaje. Y por más que sepas que no está bien comprobar tu teléfono cuando estás con alguien, se trata de algo adictivo». Por eso, ha terminado firmando, con su marido, un acuerdo según el cual: «Apenas llegamos a casa, procedentes del trabajo, guardamos nuestros teléfonos en un cajón. Y solo los comprobamos cuando la ansiedad empieza a desbordarnos. Y debo decir que, de este modo, estamos más presentes. Ahora, por lo menos, hablamos».
Nuestra atención se enfrenta de continuo a las distracciones, tanto internas como externas. ¿Pero cuál es el coste de estas distracciones? Un ejecutivo de una empresa financiera me formuló, en este sentido, la siguiente reflexión: «Cuando, en medio de una reunión, me doy cuenta de que mi mente se ha desviado a otro lugar, me pregunto cuántas oportunidades se me habrán escapado».
Un médico amigo me cuenta que, para poder desempeñar adecuadamente su trabajo, sus pacientes están empezando a automedicarse con fármacos para el trastorno de déficit de atención o la narcolepsia. Y un abogado me dijo, en este mismo sentido: «Estoy seguro de que, si no los tomara, ni siquiera podría leer los contratos». Hasta no hace mucho, los pacientes necesitaban una receta para poder conseguir esos medicamentos que han acabado convirtiéndose en potenciadores rutinarios. Cada vez son más los adolescentes que aparentan tener síntomas de déficit de atención para conseguir recetas de estimulantes, una ruta química a la atención.
Y Tony Schwartz, un asesor que enseña a los líderes a gestionar más adecuadamente su energía, me dijo: «Enseñamos a la gente a ser más consciente del modo en que emplea su atención… que ahora, todo hay que decirlo, es siempre pobre. La atención ha acabado convirtiéndose en el principal problema de nuestros clientes».
Ese bombardeo de datos desemboca en atajos negligentes, como el filtrado descuidado del correo electrónico atendiendo exclusivamente a su encabezado, la pérdida de muchos mensajes de voz y la lectura demasiado rápida de mensajes y recordatorios. Pero no es solo que el volumen de información nos deje muy poco tiempo libre para reflexionar sobre su significado, sino que los hábitos atencionales que desarrollamos nos hacen también menos eficaces.
Esta es una situación ya advertida, en 1977, por Herbert Simon, premio Nobel de Economía. Mientras escribía acerca del advenimiento de un mundo rico en información, señaló que la información consume «la atención de sus receptores. De ahí que el exceso de información vaya necesariamente acompañado de una pobreza de atención». [9]
Cuando era joven tenía el hábito de hacer los deberes escuchando los cuartetos para cuerda de Béla Bartók que, pese a resultarme levemente cacofónicos, me gustaban. Conectar con esas notas discordantes me ayudaba, de algún modo, a concentrarme y aprender más rápidamente, pongamos por caso, la fórmula del hidróxido de amonio.
Años más tarde recordé, mientras me dedicaba a escribir artículos para The New York Times, esa temprana experiencia. En el Times, trabajaba en el departamento de Ciencias que, en esa época, ocupaba un antro, del tamaño de un aula, abarrotado de escritorios en los que se apiñaban más de 10 periodistas científicos y una media docena aproximada de redactores.
El entorno sonoro del lugar estaba impregnado de una cacofonía no muy distinta a la de Bartók. A mi lado podía escuchar una charla entre tres o cuatro personas, un poco más allá se oían una o varias conversaciones telefónicas, mientras los periodistas entrevistaban a sus fuentes y los redactores preguntaban a voz en grito cuándo esperábamos entregar nuestro artículo. Rara vez, dicho en otras palabras, se oía, en ese entorno, el sonido del silencio.
Pero ello nunca impidió que entregásemos a tiempo nuestro artículo. Nadie dijo nunca, para poder concentrarse: «¡Silencio, por favor!». Lo que hacíamos, muy al contrario, era desconectar del ruido y redoblar nuestra atención.
Esa concentración en medio del ruido es un claro ejemplo del poder de la atención selectiva, la capacidad neuronal de dirigir la atención hacia un solo objetivo, ignorando simultáneamente un inmenso aluvión de datos, cada uno de los cuales constituye, en sí mismo, un posible foco de atención. Eso es lo que William James, uno de los fundadores de la psicología moderna, quería decir cuando definió la “atención” como «la toma de posesión, por la mente, de un modo claro y vívido, de uno entre varios objetos o cadenas de pensamientos simultáneamente posibles». [1]
Hay dos tipos de distracción, la sensorial y la emocional. Los distractores sensoriales son muy sencillos y nos ayudan, por ejemplo, a dejar de prestar atención, mientras leemos, a los márgenes blancos que enmarcan el texto. O si se da cuenta, por un momento, de la sensación del contacto de la lengua con el paladar, reconocerá que ese es uno de los muchos datos que su cerebro expurga del continuo bombardeo de sonidos, formas, colores, sabores, olores y sensaciones de todo tipo que nos asaltan de continuo.
Más problemáticas resultan las distracciones asociadas a estímulos emocionalmente cargados. Aunque pueda resultar sencillo concentrarse, en medio del bullicio de una cafetería, en responder un correo electrónico, basta con oír que alguien pronuncia nuestro nombre, para que ese dato acabe convirtiéndose en un señuelo emocionalmente tan poderoso que nos resulte casi imposible desconectarnos de la voz que acaba de pronunciarlo. Nuestra atención se apresta entonces a escuchar todo lo que, sobre nosotros, se diga, en cuyo caso podemos acabar olvidándonos de responder incluso a ese correo electrónico.
Por eso, el principal reto al que, en este sentido, todos –aun las personas más concentradas– nos enfrentamos procede de la dimensión emocional de nuestra vida, como el reciente choque que acabamos de tener con un conocido y cuyo recuerdo no deja de interferir en nuestro pensamiento. Todos esos pensamientos afloran por una buena razón, obligándonos a prestar atención a lo que tenemos que hacer con lo que nos está molestando. La línea divisoria entre la especulación infructuosa y la reflexión productiva reside en si nos acerca a alguna solución o comprensión provisional que nos permita dejar atrás esos pensamientos o nos mantiene, por el contrario, obsesivamente atrapados en el mismo bucle de preocupación.
Nuestra actuación será peor cuantas más interferencias obstaculicen nuestra atención. La investigación realizada al respecto ha puesto de relieve la existencia de una elevada correlación entre la frecuencia con que los atletas universitarios ven cómo la ansiedad interrumpe su concentración y su respuesta en la próxima temporada. [2]
El asiento neuronal de la capacidad de permanecer con la atención centrada en un objetivo, ignorando simultáneamente todos los demás, reside en las regiones prefrontales del cerebro. Los circuitos especializados de esta región alientan la fortaleza de los datos en los que queremos concentrarnos (el correo electrónico al que, en el ejemplo anterior, queríamos responder), amortiguando, al mismo tiempo, los que decidimos ignorar (como la charla de los vecinos de la mesa de al lado).
No es de extrañar que, como la atención nos obliga a desconectar de las distracciones emocionales, los circuitos neuronales de la atención selectiva incluyan mecanismos de inhibición de la emoción. Esto significa que las personas que mejor se concentran son relativamente inmunes a la turbulencia emocional, más capaces de permanecer impasibles en medio de las crisis y de mantener el rumbo en medio de una marejada emocional. [3]
El fracaso, en los casos extremos, en un foco de atención y ocuparnos de otro puede dejar la mente sumida en las cavilaciones, los bucles de pensamientos repetitivos o la ansiedad crónica. Y ello puede acabar desembocando en la impotencia, la desesperación y la autocompasión (tan características de la depresión) o la repetición incesante de rituales o pensamientos como, por ejemplo, tocar la puerta 50 veces antes de salir de casa (propios del trastorno obsesivo-compulsivo). La capacidad de desconectar la atención sobre una cosa y dirigirla hacia otra resulta esencial para nuestro bienestar.
Cuanto más fuerte es nuestra atención selectiva, más profundamente podremos sumirnos en lo que estemos haciendo (ya sea que nos veamos conmovidos por una escena muy emocionante de una película o un pasaje de una poesía muy estimulante). La concentración sume a las personas en YouTube o en su trabajo hasta el punto de hacerles olvidar la algarabía que les rodea… o las llamadas de sus padres avisándoles de que la cena está servida.
Podemos, en medio de una fiesta, descubrir a las personas concentradas: son aquellas capaces de zambullirse en una conversación, con los ojos fijos en su interlocutor, como si estuviesen absortos en sus palabras, independientemente de que, a su lado, vociferen los Beastie Boys. La mirada de los no concentrados, por el contrario, deambula a la deriva de un lado a otro, en busca siempre de algo a lo que aferrarse.
Richard Davidson, neurocientífico de la Universidad de Wisconsin, considera que el hecho de centrarnos en algo es una de nuestras muchas capacidades vitales esenciales, cada una de las cuales se asienta en un distinto sistema neuronal, que nos ayuda a navegar a través de la turbulencia de nuestra vida interna, del mundo interpersonal y de los retos que la vida nos depara. [4]
Davidson descubrió que, en los momentos de mayor concentración, los circuitos cerebrales de la corteza prefrontal se sincronizan con el objeto de esa emisión de conciencia, en un estado denominado “cierre de fase”. [5] Si, cuando oye un determinado tono, la persona presiona un botón, las señales electroquímicas procedentes de su región prefrontal se activan en sincronía muy precisa con el sonido escuchado.
Y, cuanto mayor es la concentración, más fuerte es también la conexión neuronal. Pero si, en lugar de concentración, lo que hay es una maraña de pensamientos, la sincronía acaba desvaneciéndose. [6] Y esa pérdida de sincronía es propia también de quienes padecen un trastorno de déficit de la atención. [7]
La atención concentrada mejora el aprendizaje. Cuando nos concentramos en lo que estamos aprendiendo, el cerebro relaciona la nueva información con la que ya conocemos y establece nuevas conexiones neuronales. Si, mientras usted y un niño pequeño prestan juntos atención a algo, usted lo nombra, el niño aprenderá ese nombre, cosa que no sucederá en el caso de que la concentración del niño sea, por el contrario, pobre.
Cuando nuestra mente divaga, nuestro cerebro activa una serie de circuitos relativos a cosas que nada tienen que ver con lo que estamos tratando de aprender. Por ello es tan difuso el recuerdo de lo aprendido mientras estamos distraídos.
Hagamos ahora un rápido examen:
¿Cuál es el término técnico utilizado para referirnos a la sincronía entre las ondas cerebrales y el sonido escuchado?¿Cuáles son las dos grandes modalidades de distracción?¿Cuál es el predictor del resultado de los atletas universitarios?Si puede responder de memoria a estas preguntas, habrá estado manteniendo, mientras leía, una atención concentrada. Las respuestas aparecen en las últimas páginas del libro [*]).
Si no puede recordar las respuestas, será porque, de vez en cuando, mientras leía, estaba distraído.
Y también debe saber que, en este sentido, usted no es el único. La mente del lector suele divagar entre el 20 y 40% del tiempo que dedica a la lectura. No es sorprendente que esto tenga, para los estudiantes, un coste muy elevado, porque la comprensión es inversamente proporcional a la distracción. [8]
Y, en el caso de que el texto contenga algún error como, en el ejemplo, «debemos ahorrar algo de circo para el dinero», en lugar de «debemos ahorrar algo de dinero para el circo», los lectores seguirán leyendo, el 30% de las veces, aun cuando no estén distraídos, hasta caer en cuenta del error, un promedio de 17 palabras más.
Cuando leemos un libro, un blog o cualquier narración, nuestra mente elabora un modelo o red mental que nos conecta con el universo de modelos almacenados que giran en torno al mismo tema y nos ayuda a dar sentido a lo que estamos leyendo. En esa amplia red de comprensión descansa el núcleo del aprendizaje. Cuanto más distraídos estemos durante la elaboración de ese tejido y más largo sea el lapso transcurrido hasta darnos cuenta de que nos hemos distraído, más grande será el agujero de dicha red y más cosas, en consecuencia, se nos escaparán.
Cuando leemos un libro, nuestro cerebro establece una red de caminos que encarnan ese conjunto de ideas y experiencias. Comparemos ahora esa comprensión profunda con las distracciones e interrupciones características de internet. El bombardeo de textos, vídeos e imágenes y los variados mensajes que recibimos en línea parecen ser la contrapartida exacta de lo que Nicholas Carr llamaba “lectura profunda” y que no se caracteriza por la concentración e inmersión en un tema, sino por saltar de un tema a otro atrapando “factoides” inconexos. [9]
Existe el peligro, cuando la educación se adentra en el territorio de la Red, de que la masa de distracciones multimedia a la que llamamos internet acabe obstaculizando el aprendizaje. Durante la década de los años cincuenta, el filósofo Martin Heidegger nos advirtió en contra de la amenazadora «marea de revolución tecnológica» que podría «cautivar, hechizar, deslumbrar y seducir al ser humano hasta tal punto que el pensamiento calculador acabase convirtiéndose […] en el único tipo de pensamiento». [10]Y eso podría desembocar en la pérdida de la modalidad de reflexión llamada “pensamiento meditativo” a la que Heidegger consideraba la esencia de nuestra humanidad.
Este comentario me parece una advertencia en contra de la mengua de la capacidad, básica para la reflexión, de mantener ininterrumpidamente un hilo narrativo. El pensamiento profundo requiere de una mente concentrada. Cuanto más distraídos estamos, más superficiales son nuestras reflexiones, y, cuanto más breves estas, más triviales también nuestras conclusiones. Es, por tanto, muy probable que, de seguir Heidegger vivo, se horrorizase ante la necesidad de limitar sus comentarios al estrecho margen impuesto por 140 caracteres.
Una orquesta de swing de Shanghái tocaba música lounge en un salón de congresos atestado por cientos de personas. Y, en medio de toda esa actividad, Clay Shirky, sentado ante una pequeña mesa de bar circular, no dejaba de aporrear furiosamente el teclado de su laptop.
Hacía años que había entablado contacto con Clay, un estudioso de los medios sociales formado en la Universidad de Nueva York, aunque todavía no había tenido la ocasión de encontrarme con él personalmente. Permanecí varios minutos a su derecha, a menos de un metro de distancia, fuera de su campo de atención, pero al alcance de su visión periférica, si es que prestaba atención a esa banda. El hecho es que Clay no se percató de mi presencia hasta que pronuncié su nombre, momento en el cual, sobresaltado, levantó la mirada y empezamos a hablar. La atención es una capacidad limitada y la concentración de Clay parece coparla por completo hasta que la dirige hacia mí.
“Siete más o menos dos” chunks de información ha sido considerado, desde la década de los cincuenta, el límite superior del foco de atención, cuando Neal Miller propuso, en uno de sus más influyentes artículos de psicología, lo que denominó su “número mágico”. [11]
Más recientemente, sin embargo, algunos científicos cognitivos han afirmado que el límite superior es de 4 chunks. [12] Lo que más llamó entonces la limitada atención del público (durante un breve periodo de tiempo, todo hay que decirlo), mientras el nuevo meme se difundía, fue que la capacidad mental parecía haber experimentado una contracción de 7 a 4 bits de información. «Se ha descubierto –proclamó entonces un sitio web dedicado a la ciencia– que el límite de la mente son 4 bits de información.» [13]
Hubo quienes interpretaron ese dato como el merecido castigo por la distracción característica del siglo XXI, dando así abiertamente por sentada la contracción de esa capacidad mental fundamental.
Pero esa es una interpretación equivocada porque, según Justin Halberda, científico cognitivo de la Universidad de Johns Hopkins: «La memoria operativa no se ha encogido. No se trata de que, fruto de la televisión, nuestra memoria operativa se haya reducido», es decir, de que todo el mundo, en los años cincuenta, tuviese un límite superior de 7 más o menos 2 bits de información y de que, en la actualidad, ese límite sea de 4.
«La mente, muy al contrario, trata de aprovechar lo mejor que puede sus limitados recursos –prosigue Halberda–. Por ello apelamos a estrategias que ayuden a la memoria», como agrupar elementos diferentes (como 4, 6, 0, 0 y 3) en un solo chunk (que puede ser, pongamos por caso, el distrito postal 46003). «Es muy probable que el límite de una tarea de memoria sea de 7 más o menos 2 bits y que, empleando diferentes estrategias de memoria, ese límite se descomponga en otro de 4 más menos 3 o 4. Dependiendo, pues, del modo en que los midamos, 4 y 7 son dos límites adecuados.»
Y el supuesto de que, durante la multitarea, nuestra atención se “divide”, es también, desde la perspectiva de la ciencia cognitiva, falso. La atención es un canal estrecho y fijo que no podemos escindir. En lugar de dividir simultáneamente la atención, lo que realmente hacemos es llevarla de un lado a otro. Es como si hubiese un interruptor que alternase rápidamente la atención entre la modalidad abierta y la modalidad concentrada.
«El recurso más precioso de un ordenador no está en su procesador, en su memoria, en su disco duro ni en la red, sino en la atención humana», concluye un grupo de investigación de la Universidad de Carnegie Mellon. [14] Y la solución esbozada para resolver los problemas generados por este cuello de botella gira en torno a la minimización de las distracciones. El proyecto Aura [un novedoso sistema de iluminación destinado a maximizar las probabilidades de que una bicicleta, por ejemplo, sea vista desde cualquier ángulo] se centra en la eliminación de los problemas técnicos molestos de los sistemas, que tanta pérdida de tiempo acarrean.
Por más loable que sea, sin embargo, el objetivo de descubrir un sistema de computación sencillo no nos lleva muy lejos. La solución que precisamos no es tecnológica, sino cognitiva. Y ello es así porque la fuente de las distracciones no radica en la tecnología, sino en nuestra cabeza.
Y esto es algo que me llevó de nuevo a Clay Shirky y, muy especialmente, a su investigación sobre los medios sociales. [15] Aunque nadie pueda concentrarse simultáneamente en todo, podemos crear juntos una atención colectiva que posea un ancho de banda al que cualquiera, cuando lo necesite, pueda conectarse. Y el ejemplo que, en este mismo sentido, nos proporciona Wikipedia resulta muy ilustrativo.
Como dice Shirky en su libro Here Comes Everybody, la atención (como la memoria o cualquier experiencia cognitiva) puede ser considerada como una capacidad distribuida entre muchas personas. «Lo que ahora es una tendencia al alza» indica el modo en que distribuimos nuestra atención colectiva. Y aunque haya quienes afirmen que el aprendizaje memorísitico o tecnológicamente asistido nos embota, no debemos olvidar que también puede contribuir a crear una prótesis mental que amplíe el rango de nuestra atención individual.
Nuestro capital social –y la amplitud de nuestra atención– aumenta en la medida en que lo hace el número de vínculos sociales que nos proporcionan información crucial, como el conocimiento tácito, independientemente de que estemos refiriéndonos a un nuevo vecindario o a una nueva organización, del «modo en que aquí funcionan las cosas». Las relaciones informales pueden convertirse así en ojos y oídos extras abiertos al mundo o fuentes [en la acepción periodística del término] clave de la guía que necesitamos para movernos en ecosistemas sociales y de información complejos. Las personas suelen tener unos cuantos lazos muy fuertes (es decir, amigos en los que confían) y centenares de lazos débiles (como, por ejemplo, los “amigos” de Facebook). Estos últimos poseen un alto valor como potenciadores de nuestra capacidad de atención y fuente de comentarios sobre ofertas de trabajo, ocasiones de compra y posible pareja. [16]
La coordinación entre lo que vemos y lo que sabemos enriquece nuestro funcionamiento cognitivo. Y es que aunque, en un determinado momento, la cuota disponible de memoria operativa sea pequeña, el monto global de información que podemos recibir y emitir a través de esa estrecha rendija resulta extraordinario. La inteligencia colectiva de un grupo (es decir, lo que ven muchos ojos) promete ser mucho mayor que la suma de la inteligencia de los diferentes individuos que lo componen y amplia, por ello mismo, nuestro foco.
Una investigación, llevada a cabo en el MIT [Massachusetts Institute of Technology], sobre la inteligencia colectiva considera que esta capacidad emergente se ve instigada por el modo en que compartimos nuestra atención en internet. Esta es una afirmación que habitualmente se ilustra con el siguiente ejemplo: mientras que millones de sitios web orientan nuestra atención hacia nichos muy estrechos, la búsqueda en la Red favorece la selección y orientación de nuestro foco de atención de modo que podamos servirnos eficazmente de todo ese esfuerzo cognitivo. [17]
«¿Cómo podemos conectar a personas y ordenadores –se pregunta el grupo del MIT en cuestión– de un modo que aumente nuestra inteligencia colectiva más allá de la de cualquier persona o grupo aislado?»
O, como dicen los japoneses: «Todos somos más inteligentes que cualquiera de nosotros aisladamente considerado».
La pregunta más importante es: ¿Es usted feliz cuando se levanta para ir a trabajar?
Una investigación realizada por Howard Gardner, de Stanford, William Damon, de Harvard, y Csikszentmihalyi, de Claremont, se centró en lo que ellos llamaban un “buen trabajo”, una combinación entre la ética (es decir, lo que uno cree que le gusta) y aquello en lo que destaca (es decir, lo que realmente le gusta). [18] Las vocaciones de alta absorción son aquellas en las que las personas aman lo que hacen. El placer y la absorción plena en lo que nos gusta son los indicadores emocionales del flujo.
No es habitual ver, en la vida cotidiana, a personas que se hallan en estado de flujo. [19] Un muestreo al azar del estado de ánimo revela que, la mayor parte del tiempo, las personas están estresadas o aburridas y que solo de manera ocasional experimentan lapsos de flujo. El 20%, según parece, de las personas experimentan momentos de flujo al menos una vez al día y en torno al 15% jamás entran en dicho estado.
Una de las claves para intensificar nuestra conexión con el estado de flujo consiste en sintonizar lo que hacemos con lo que nos gusta, como sucede en el caso de quienes tienen la inmensa fortuna de disfrutar de su trabajo. Las personas con éxito son, independientemente del entorno considerado, las que han sabido dar con esa combinación.
Son varias, además del cambio de profesión, las puertas de acceso al flujo. Una de ellas consiste en acometer tareas cuya exigencia se aproxime, sin superarlo, al límite superior de nuestras habilidades. Otra vía consiste en hacer algo que nos apasione, porque el estado de flujo se ve impulsado por la motivación. El objetivo último, en cualquiera de los casos, consiste en alcanzar la concentración plena, porque la concentración, independientemente de la forma en que la movilicemos o del modo en que lleguemos a ella, favorece el flujo.
El estado cerebral óptimo para llevar a cabo un buen trabajo se caracteriza por la armonía neuronal, es decir, por la elevada interconexión entre diferentes regiones cerebrales. [20] Los circuitos necesarios para la tarea en curso se hallan, en ese estado, muy activos, mientras que los irrelevantes, por el contrario, permanecen en silencio, lo que favorece la conexión del cerebro con las exigencias del momento. Cuando nuestro cerebro se adentra en esa dimensión óptima entramos en flujo, con lo que nuestro trabajo, en consecuencia, hagamos lo que hagamos, es excelente.
Las investigaciones realizadas al respecto en el entorno laboral ponen, sin embargo, de relieve que la gente se halla en estados cerebrales muy diferentes. Fantasean, pierden el tiempo navegando por la web o YouTube y se limitan a hacer lo imprescindible. Su atención, dicho de otro modo, se halla muy dispersa. Y esa indiferencia y falta de compromiso se hallan, especialmente en los trabajos poco exigentes y repetitivos, muy extendidas. Para acercar al trabajador desmotivado al estado de flujo es necesario intensificar la motivación y el entusiasmo, evocar una sensación de objetivo y agregar una pizca de presión.
Otro grupo considerable, por el contrario, se halla atrapado en un estado que los neurobiólogos denominan “agotamiento extremo”, en el que el estrés continuo inunda su sistema nervioso con oleadas de cortisol y adrenalina. De ese modo, su atención no se centra tanto en su trabajo, sino que se fija obsesivamente en sus preocupaciones, un estado que suele desembocar en el llamado burnout [quemado].
La atención plena nos abre una puerta de acceso al flujo. Pero, cuando decidimos concentrarnos en una cosa, ignorando al mismo tiempo el resto, nos enfrentamos a una tensión constante, habitualmente invisible, entre dos regiones cerebrales muy diferentes, la superior y la inferior.
«Yo dirigí mi atención, sin mucho éxito, todo hay que decirlo, hacia el estudio de algunas cuestiones aritméticas –escribió el matemático francés del siglo XIX Henri Poincaré–. Disgustado con mi fracaso, me fui a pasar unos días a orillas del mar.» [1]
Una mañana, mientras caminaba por un acantilado sobre el océano, Poincaré se dio súbitamente cuenta, de «que las transformaciones aritméticas de las fórmulas cuadrática ternarias indeterminadas eran idénticas a las de la geometría no-euclidiana».
Los detalles concretos de esa demostración no importan aquí (afortunadamente, porque yo ni siquiera entiendo los conceptos matemáticos señalados), lo que aquí nos interesa es el modo en que esta revelación llegó a Poincaré ataviada con los rasgos de «lo breve, lo inesperado y una sensación de certeza inmediata». O, dicho en otras palabras, se vio tomado por sorpresa.
La historia de la creatividad abunda en este tipo de relatos. Karl Gauss, el matemático del siglo XVIII, se empeñó infructuosamente, durante cuatro largos años, en demostrar un teorema. Un buen día, sin embargo, la solución se le apareció “en un súbito fogonazo”, sin que pudiera describir el hilo de pensamientos que conectaron esos arduos años de trabajo con ese destello de comprensión.
¿Pero por qué sorprendernos? Nuestro cerebro cuenta con dos sistemas mentales separados y relativamente independientes. Uno tiene un gran poder de computación y ronronea de continuo con la intención de resolver nuestros problemas, hasta que nos sorprende con la solución súbita a una compleja deliberación. Pero, como opera más allá del horizonte de la consciencia despierta, permanecemos ciegos a su funcionamiento. Este sistema nos brinda los frutos de su inmensa labor como si procedieran de ningún lugar y en una multitud de formas, desde establecer la sintaxis de una frase hasta elaborar una compleja demostración matemática.
Esta forma de atención, que discurre entre bambalinas, suele irrumpir, en ocasiones de un modo completamente inesperado, en el centro del escenario. Hay veces en que, mientras hablamos por teléfono estando detenidos ante un semáforo en rojo (el lector debe saber que la parte que se encarga de conducir se halla, por así decirlo, detrás de la mente), el bocinazo del coche que nos sucede nos advierte que el semáforo ha entrado en fase verde.
Aunque la mayor parte de este cableado neuronal se asiente en la parte inferior del cerebro (es decir, en los circuitos subcorticales), los frutos de su esfuerzo afloran súbitamente en nuestra conciencia avisando al neocórtex (es decir, a los estratos más elevados del cerebro). Fue esta vía procedente de los estratos cerebrales inferiores la que permitió a Poincaré y Gauss cosechar sus recién mencionados descubrimientos.
La expresión “ascendente»” [o “de abajo arriba”] ha acabado convirtiéndose en la habitualmente utilizada por la ciencia cognitiva para referirse a las operaciones llevadas a cabo por la maquinaria neuronal propia del cerebro inferior. [2]Y, por la misma razón, la expresión “descendente” [o “de arriba abajo”] se refiere a la actividad mental (de origen principalmente neocortical) que controla e impone sus objetivos sobre el funcionamiento subcortical. Es como si, en este sentido, hubiese dos mentes funcionando simultáneamente.
La mente de abajo arriba:
es más rápida en tiempo cerebral, ya que discurre en términos de milisegundos;es involuntaria y automática, porque siempre está en funcionamiento;es intuitiva y opera a través de redes de asociaciones;está motivada por impulsos y emociones;se ocupa de llevar a cabo nuestras rutinas habituales y guiar nuestras acciones, ygestiona nuestros modelos mentales del mundo.Y la mente de arriba abajo:
es más lenta;es voluntaria;es esforzada;es asiento del autocontrol, capaz de movilizar rutinas automáticas y acallar impulsos emocionales, yes capaz de aprender nuevos modelos, esbozar nuevos planes y hacerse cargo, en cierta medida, de nuestro repertorio automático.La atención voluntaria, la voluntad y la decisión intencional emplean los circuitos de arriba abajo, mientras que la atención reflexiva, el impulso y los hábitos rutinarios lo hacen, por su parte, de abajo arriba (como sucede, por ejemplo, cuando un anuncio ingenioso o un traje elegante llaman nuestra atención). Cuando decidimos conectar con la belleza de una puesta de sol, concentrarnos en lo que estamos leyendo o hablar con alguien, entramos en una modalidad de funcionamiento descendente. El ojo de nuestra mente ejecuta una danza continua entre la modalidad de atención ascendente (atrapada por los estímulos) y la modalidad descendente (voluntariamente dirigida).