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Había vuelto para enamorarse del hermano adecuado. Ver a Brody Hayes otra vez fue como ver un fantasma. Aliviada, Irena Yovich comprobó que el parecido con su hermano fallecido, que había sido un playboy y su novio infiel, era sólo físico. No obstante, sabía que lo mejor era no acercarse demasiado a él… Brody llevaba años enamorado de Irena en secreto y, de repente, la tenía a su alcance. Sólo tenía que convencerla de que estaban hechos el uno para el otro; que él era el hermano adecuado…
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Seitenzahl: 192
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2009 Marie Rydzynski-Ferrarella
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
En brazos del pasado, n.º 1814- septiembre 2019
Título original: Loving the Right Brother
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-401-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
MIRASE donde mirase, todo era naturaleza a su alrededor. La civilización había desaparecido nada más salir de Anchorage.
«No ha cambiado nada. Salvo yo».
Después de tanto tiempo, resultaba extraño volver a un lugar al que había jurado no regresar. Un lugar en el que había pasado los dieciocho primeros años de su vida soñando con marcharse. Y cuando por fin lo había hecho, había llorado. Y no lo había hecho por nostalgia anticipada.
Lo había hecho porque le habían roto el corazón.
En cierto modo, era más o menos como ponerse un jersey viejo que ya no quería. A pesar de no quererlo, el familiar roce de la tela contra la piel evocaba recuerdos agridulces que creía olvidados.
No quería recordar.
¿Pero era ése el motivo por el que había vuelto? ¿Porque no podía evitar recordar?
Irena Yovich miró por la ventana y observó Hades, en Alaska, una mancha de quinientos habitantes, desde uno de los aviones de alquiler de Kevin Quintano y su esposa, June.
June Yearling pilotaba el pequeño avión de pasajeros y era, además, la mejor mecánica en más de trescientos kilómetros a la redonda. Al menos, cuando Irena se había marchado de Hades para ir a estudiar a Seattle. Todo el mundo sabía que June era capaz de arreglar cualquier motor. Y, en esos momentos, le estaba contando a Irena que se había convertido también en mujer de negocios, esposa y madre de dos hijos, que pronto serían tres.
June había sido su mejor amiga, una de las pocas que nunca la habían traicionado a sus espaldas. «Tal vez la única», pensó con cinismo al recordar la brusquedad con la que se había dado cuenta de la realidad diez años antes.
—Cuando me enteré de que estabas en el aeropuerto le dije a Kevin que tenía que ir yo por ti. Él piensa que no debo pilotar en mi estado, pero no pienso dar mi brazo a torcer —decidió June riendo de manera triunfal. El tono de voz se volvió cariñoso al añadir—: Kevin es muy buen tipo.
«Pues debe de ser el último de una especie en extinción», se dijo Irena.
Cuando le preguntó a June de cuánto tiempo estaba embarazada, la respuesta fue:
—De tres meses y cuatro semanas.
—Eso son cuatro meses —dijo ella, sonriendo—, si no me fallan las cuentas.
June suspiró con dramatismo.
—Ya lo sé, ya lo sé, sólo quería comprobar si eras tú de verdad, o alguien con el mismo nombre.
Irena rió con ganas por primera vez desde que su abuelo la había llamado por teléfono la mañana anterior para contarle que Ryan Hayes se había quitado la vida. Gracias a June, había conseguido relajarse un poco.
Temporalmente.
—¿Cuántas Irenas Yovich iba a haber?
June encogió de hombros.
—En Alaska, tal vez no muchas, pero en Rusia… ¿quién sabe? Tal vez una de ellas había decidido venir a conocer un lugar que está helado seis meses al año, aislado del resto del mundo. Si no contamos nuestro servicio de vuelos y el de los médicos, claro. ¿Te he dicho ya que April se ha casado con un médico? —preguntó June, refiriéndose a su hermana mayor—. El hermano pequeño de Jimmy —añadió enseguida—. Vino a Hades a ver a su hermana Alison, que trabaja de enfermera aquí y se ha casado con Jean Luc. Max se ha casado con su hermana Lily. Se conocieron porque ella vino también de visita. Ven de visita y quédate para siempre. Estamos pensando en convertirlo en el lema de la ciudad.
Irena pensó que todo el mundo había estado muy ocupado, casándose y teniendo vida propia. Se sintió fuera de onda, a pesar de saber que, en lo profesional, había tenido más éxito que nadie. Aunque últimamente el trabajo no le había reconfortado tanto como al principio.
—Bueno, pues soy yo —dijo Irena—. ¿Ha merecido la pena la mentira piadosa que le has dicho a tu marido para venir?
—Kevin sabe de cuánto tiempo estoy, se le dan muy bien las matemáticas —le aseguró June—, entre otras cosas.
Irena sólo podía ver la espalda de su amiga, pero, a juzgar por su tono de voz, debía de estar sonriendo con satisfacción.
—Me alegro por ti —comentó con sinceridad.
—¿Y tú? ¿Te has casado o algo así?
Aquélla era la misma pregunta que le hacía su madre siempre que la llamaba por teléfono.
—No, todavía no. Y, antes de que lo preguntes, en estos momentos tampoco hay nadie especial en mi vida.
Lo cierto es que, salvo la época en la que había estado comprometida, que había sido un error desde el principio, nunca había habido nadie especial en su vida. Al menos, desde Ryan. Hasta con él había salido mal. Ryan nunca había sido la persona que ella había pensado.
No, se reprendió en silencio. En realidad, sí había resultado ser la persona que siempre había pensado que era. Había creído que había cambiado por ella. ¿Cómo había podido ser tan ingenua? Desde la adolescencia, Ryan Hayes siempre había sido el «chico malo» de Hades. Tan guapo que todas las mujeres se encaprichaban de él nada más verlo.
En un Estado en el que había siete hombres por cada mujer, Ryan Hayes había tocado a más de las que le correspondían en realidad. Había sido alto, moreno, con unos increíbles ojos verdes y tan fiel como una abeja de flor en flor. Pero durante una temporada, tres años para ser exactos, ella había creído que Ryan era suyo.
Lo había creído cuando él le había prometido irse con ella después del instituto. Y se había sentido muy orgullosa. Ryan era dos años mayor que ella y nunca había tenido intención de continuar estudiando. Había pensado que había conseguido convencerlo. También le había creído cuando él le había anunciado que lo habían aceptado en la misma universidad que a ella, a pesar de que nunca había querido enseñarle la carta de admisión.
Había sido una idiota, pero había querido creer en él, o en ellos, con tanta fuerza, que había pasado por alto muchas señales que le indicaban lo contrario. Había pensado que los demás, por envidia a Ryan, que era muy guapo y tenía mucho dinero, le contaban mentiras para que rompiesen.
Así que había seguido creyendo que su vida iba a ser como un cuento de hadas y que todo iba a salir bien. Hasta la noche en que se lo había encontrado con Trisha Brooks, ambos desnudos.
Había salido corriendo y había sentido cómo se le rompía el corazón dentro del pecho. La imagen le había sorprendido tanto, que no había sabido con quién estaba más enfadada, si con Trisha, que siempre había dicho ser una de sus mejores amigas, o con Ryan, al que le había entregado su corazón y su alma, además de su cuerpo.
Al final, había perdonado a Trisha porque sabía lo persuasivo que podía llegar a ser Ryan, pero se había negado a perdonarlo a él. Y había tenido que admitir que había estado engañándose acerca de su futuro juntos. No tenían futuro. Le había dolido mucho llegar a aquella conclusión, porque, a pesar de todo, lo había amado con todo su corazón.
Y todavía lo amaba. Volvió a sentir dolor. A pesar de sus ambiciones, de su meta de convertirse en una de las mejores abogadas criminalistas, durante su juventud todo su mundo había girado alrededor de Ryan. Él había sido el centro de su universo.
Cuando se había dado cuenta de que él no la quería como ella a él, se había sentido vacía. Durante los días siguientes, había ido cayendo en picado. La había invadido una sensación de indiferencia que la había hecho prisionera. Había pensado en abandonarlo todo: sus ambiciones, su sueño de convertirse en abogada, la universidad, todo. No por él, porque ya no volverían a estar juntos, sino porque había perdido el rumbo de su vida.
Había sido su abuelo, Yuri, quien se había sentado con ella y, con paciencia, la había convencido para que volviese a vivir. También había sido él, junto con su madre, quien había asistido a su graduación tres años después. Y quien la había visto convertirse en abogada otros tres años más tarde.
Irena se había centrado en sus estudios. Durante seis años, no había tenido vida personal, salvo cuando su abuelo y su madre habían ido a visitarla. Había sido la única manera de superar lo de Ryan.
Al terminar sus estudios, había empezado a trabajar en uno de los bufetes más prestigiosos de Seattle, Farley & Roberson. Cuando su madre, Wanda, se había dado cuenta de que no iba a volver nunca a Hades, se había trasladado a Seattle con ella. Poco tiempo después, Wanda, que se había quedado viuda de su padre en un accidente en la mina veinte años antes, había conocido a alguien. Y un año más tarde se había convertido en la esposa de Jon Alexander, y era muy feliz.
Irena suponía que, en cierto modo, debía agradecer a Ryan la felicidad de su madre. Wanda Yovich jamás habría ido a vivir a Seattle si ella no le hubiese dicho que jamás volvería a Hades. Por culpa de Ryan.
Irena apoyó la frente en la ventana y observó el paisaje.
Pero cuando su abuelo la había llamado para contarle que Brody, el hermano pequeño de Ryan Hayes, se lo había encontrado muerto dos noches antes, se había dado cuenta de que tenía que volver a Hades.
Diez años antes, después de haber hablado con su abuelo, había aceptado el hecho de que nunca se casaría con Ryan, aunque, no obstante, le resultaba imposible intentar imaginarse un mundo sin él.
Incluso en esos momentos, mientras esperaba a que June aterrizase, le picaban los ojos al sentir el dolor de la pérdida.
«Enfádate, idiota. Al fin y al cabo, te trató fatal. Y lo sabes. No se merece tus lágrimas».
Pero no podía enfadarse, ya no. El tiempo y la distancia le habían permitido contemplar el pasado con más tranquilidad. Ya no era una chica de dieciocho años con el corazón roto. Tenía veintiocho y, después de vivir en Seattle, veía las cosas de manera diferente a como lo habría hecho si hubiese seguido viviendo en Hades. Entendía por qué Ryan se había comportado como lo había hecho, al menos, en parte.
Los motivos del mal comportamiento de Ryan eran variados. Para empezar, nadie esperaba nada de él. Había nacido rico y no tenía la presión de la mayoría de las personas de Hades. No tenía que trabajar duro, no tenía que intentar ayudar a su familia, ni a sí mismo. La vida para él no tenía demasiados retos, salvo ver a cuántas mujeres era capaz de conquistar.
Además, no tenía buenos modelos a los que imitar. Su padre, Eric Hayes, se había ido a vivir a Alaska, en concreto a Hades, con sus dos hijos pequeños, después de haber perdido a su esposa en un horrible accidente de barco. En aquellos momentos, Hades le había parecido el lugar más alejado del resto de la humanidad en el que podía instalarse.
Algunas personas decían que había ido allí porque no soportaba vivir con la culpabilidad de pensar que tal vez habría podido ayudar a su esposa si se hubiese dado cuenta de que se estaba ahogando, pero había estado demasiado concentrado en salvarse a sí mismo. El único modo en que Eric conseguía aislarse de manera temporal del dolor era con alcohol. Así que había empezado a beber cada vez más.
Y Ryan había heredado el hábito de su padre. En una ocasión, le había contado que la primera vez que había bebido alcohol había sido con nueve años, y que había sido su padre quien se lo había dado. Ella había intentado no juzgarlo y se había dicho a sí misma que podría dejar la bebida cuando quisiera. El único problema había sido que no quería.
Pero había estado tan ciegamente enamorada de él, tan segura de que él también la amaba, que no le había dado importancia. Durante los meses siguientes a su traición, Irena se había preguntado si él no habría querido que lo descubriese con Trisha. ¿Lo habría hecho para terminar con lo suyo? Seguro que se había imaginado que le haría mucho daño, pero no le había importado.
Irena intentó dejar de darle vueltas al tema diciéndose que Ryan había sido un caso perdido, y ella, una tonta por haberlo querido tanto.
Por seguir sintiendo algo por él.
—Ya verás cuando veas Hades —dijo June de repente, intentando llenar el silencio que parecía hacer más ruido que el motor del avión.
La pista de aterrizaje estaba justo delante de ellas. June se sonrió. Hades estaba creciendo mucho. Kevin y ella habían levantado su negocio poco a poco, además de un taller de coches, que Kevin le había animado a comprar después de casarse. Era como si supiese lo que significaba para ella. Por eso lo quería tanto. Porque la entendía.
—No vas a reconocer la ciudad.
Irena rió.
—Me alegro, porque no me gustaba demasiado la de antes.
Era un sentimiento que compartían muchos jóvenes de la zona. Cuando cumplían los dieciocho años, intentaban marcharse de allí. Les gustaba ser de Alaska, pero no vivir allí.
—No estaba tan mal —comentó June, que nunca había sentido la necesidad de irse, como había hecho su hermana mayor, April—, pero es cierto que ha crecido mucho durante los últimos diez años. Ike se ha convertido en todo un emprendedor. Jean Luc y él han ayudado mucho a su desarrollo.
—¿Ike? —repitió Irena sorprendida—. ¿El de la taberna Salty Dog?
—El mismo. Ha movido muchos las cosas. Ahora tenemos un hotel y el año pasado trajeron unos cines. Y un centro comercial. No vas a reconocerla.
Irena rió y sacudió la cabeza. A ella todo aquello no le parecía tanto progreso.
—Guau, eso habrá colocado a la ciudad, por lo menos, en medio del siglo XX. Sólo faltan sesenta años más para estar al día.
—No hay nada que un buen centro comercial y un buen abogado no puedan arreglar. Y no sé si sabes que seguimos sin tener un buen abogado en Hades. Deberías volver —bromeó. Luego, se puso seria—. Agárrate, Irena. Este último trozo es a veces un poco difícil.
Irena iba a decirle que no volvería a Hades ni por todo el dinero del mundo, pero tuvo que contener la respiración y agarrarse a los brazos del sillón hasta que el avión se hubo detenido por completo. Entonces se dio cuenta de que se le habían dormido las piernas y le iba a costar bajarse de allí.
June se desabrochó el cinturón y se dio la vuelta, sonriendo de oreja a oreja.
—El aterrizaje ha ido mejor de lo que esperaba.
—Qué bien —murmuró Irena—. Podíamos habernos estrellado.
—Te recordaba más optimista —dijo June, bromeando sólo a medias.
Un momento después, un hombre alto y guapo, con algunas canas en las sienes, abrió la puerta del avión. Miró directamente a June, y no a la única pasajera del aparato.
—Se acabó, June —dijo con firmeza—. No volverás a volar hasta después del parto.
—Cielo, no estás mostrando tu mejor cara.
—A mi mejor cara le ha dado un infarto al ver ese aterrizaje —le informó él, ayudándola a bajar.
Una vez en el suelo, June se giró y vio cómo Kevin ayudaba también a su amiga, sonrió.
—Irena, éste es mi marido, Kevin. Quiero que sepas que no siempre está con el ceño fruncido.
—Sólo cuando June intenta que me dé un infarto —le explicó Kevin, tendiéndole la mano a Irena—. Soy Kevin Quintano.
Ella asintió y pensó que tenía una mirada amable. Le dio la mano.
—Irena Yovich.
—Yovich —repitió él, sorprendido. Miró a June antes de preguntar—: ¿Eres pariente de Yuri Yovich?
Irena iba a recoger su maleta del suelo, pero Kevin se le adelantó.
—Es mi abuelo.
Los tres anduvieron hasta la pequeña terminal, en la que estaba la oficina y las herramientas con las que June trabajaba en los aviones.
—Supongo que eso nos convierte casi en familia —especuló Kevin—, ya que Yuri está casado con la abuela de June, Ursula.
Ella no había ido a la boda porque tenía que trabajar y por no encontrarse con Ryan, pero sí había recibido a su abuelo y su nueva esposa en su casa de Seattle, donde habían celebrado una pequeña fiesta con su madre y el marido de ésta.
—Ursula ya no es la jefa de correos, ¿verdad?
—Por supuesto que sí —le aseguró June—. A mi abuela tendrán que sacarla de allí con los pies por delante.
Irena asintió. Ursula había sido siempre la jefa de la oficina de correos, desde que ella tenía memoria, y también una de las mujeres más cotillas del lugar.
—Así que las cosas no han cambiado tanto —comentó.
—Te vas a sorprender —la contradijo June—. Por cierto, si no tienes dónde quedarte, hay sitio en nuestra casa.
Irena sonrió y negó con la cabeza.
—Gracias, pero mi abuelo jamás me lo perdonaría si no me quedase con ellos.
June asintió.
—Da gusto verlos juntos —dijo—. Y, por cierto, por el momento, tu abuelo no parece estar desgastándose.
—¿Desgastándose? —repitió Irena desconcertada.
—Mi abuela ha enterrado ya a tres maridos —le recordó su amiga—. Es una mujer con mucha energía para sus casi ochenta años.
—Con mucho apetito, diría yo —comentó Kevin divertido.
E Irena volvió a pensar que, a pesar de todo, la ciudad no había cambiado tanto.
EL viento había empezado a soplar con fuerza, así que Irena esperó a estar a resguardo en la pequeña terminal para preguntar a su amiga:
—¿Hay algún sitio donde alquilen coches?
Sabía que Hades no tenía prácticamente ningún servicio y no se le habría ocurrido preguntarlo si June no hubiese insistido tanto en que la pequeña ciudad había crecido mucho. Los medios de transporte eran muy importantes en una ciudad en crecimiento.
—¿Donde alquilen coches? No. Pero podemos prestarte uno.
June miró a su marido y Kevin asintió. Irena pensó con un poco de envidia que tenían su propia forma de comunicarse.
—¿Te acuerdas de cómo se conduce un todoterreno? —le preguntó su amiga, pero antes de que le diese tiempo a contestar, añadió-: ¿O te ha hecho blanda la vida de ciudad?
—Es como montar en bicicleta —respondió ella con más seguridad de la que sentía en realidad. Cuando le presentaban un reto, siempre lo aceptaba, aunque a veces hubiese debido pensárselo dos veces antes—. No se olvida nunca.
A pesar de que en Seattle se movía en transporte público y taxis, sabía que se acordaría de conducir.
June asintió, satisfecha. Buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un juego de llaves. Se lo tendió.
—Puedes utilizar mi coche mientras estés aquí.
Irena no hizo ningún amago de tomar las llaves.
—No puedo hacer eso —protestó.
—Claro que sí —para demostrárselo, June le puso las llaves en la mano y se la cerró—. Insisto.
Irena miró las llaves. No quería depender de nadie para tener que moverse por allí, pero tampoco quería dejar a June sin coche.
—¿Pero tú no lo necesitas?
—Utilizaré el de Kevin. Es lo mejor de trabajar con el marido —comentó mirando a Kevin de soslayo y sonriendo después—, bueno, tal vez no sea lo mejor, pero es una ventaja.
Diez años antes, June no había tenido demasiado interés en mezclarse con la población masculina. Parecía más abierta entonces, y a Irena le recordó a su abuela Ursula.
—¿Estás segura de que quieres separarte de tu coche? —insistió Irena.
—Sí, no le des más vueltas. ¿Te acuerdas del camino?
La ciudad había crecido, pero seguía siendo pequeña. Un par de calles formaban el centro y la mayoría de las personas vivían en casas desperdigadas por las afueras, o todavía más lejos.
—Hay cosas que no se olvidan nunca. Voy a darle una sorpresa a mi abuelo —le explicó—. No estaba segura de cuándo iba a llegar, y me parece que no me espera hasta esta noche.
June asintió, luego empezó a andar hasta donde estaban los coches. Se había terminado el verano y había que resguardarlos de las bajas temperaturas.
—Voy a enseñarte a Clarisse.
—¿Clarisse? —preguntó Irena, luego rió—. Se me había olvidado que les pones nombres a los coches.
—Así son más fáciles de manejar —replicó June, como si fuese la cosa más normal del mundo.
Irena se había marchado del pequeño aeropuerto con la intención de ir directa a casa de su abuelo. No estaba segura de cómo había terminado yendo en dirección contraria. Lo más probable era que la nostalgia la hubiese conducido hasta el edificio en el que había pasado su más tierna infancia. Antes de que la tragedia hubiese sacudido a su familia.
Recordaba la casa con cariño. Su madre y ella habían vivido allí hasta la muerte de su padre. Su madre nunca había vendido la casa, probablemente por el mismo motivo por el que ella se dirigía hacia allí en esos momentos. Porque tenía para ella un gran valor sentimental.
Irena se preguntó si el edificio seguiría en pie.
Sí, seguía en pie.
Según se iba acercando a la casa, fue creciendo en ella la nostalgia. Acostumbrada al ajetreo de Seattle, la casa le pareció muy solitaria.