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Entre el amor y la venganza Meredith Ashe creyó que se le rompería el corazón para siempre cuando la familia de Cy Harden la echó de la ciudad siendo sólo una adolescente asustada, pobre y embarazada. Pero ahora volvía más fuerte y madura… y además en calidad de gerente de una poderosa multinacional con la que planeaba absorber la empresa de los Harden. Cy desconocía los secretos de Meredith y ella no tenía la menor intención de contárselos. En realidad quería que creyera que seguía siendo la misma muchacha tímida a la que había abandonada años atrás… sin embargo, Meredith no había previsto el modo en el que reaccionaría su cuerpo a las caricias de Cy… Y cuando empezó a enamorarse de él de nuevo, se dio cuenta de que ni sus cuidadosos planes podrían protegerla. Domando un corazón Un amor puro que superaría todos los obstáculos. Cappie Drake y su hermano decidieron trasladarse a Jacobsville para solucionar sus problemas económicos y para huir del ex novio de Cappie, que estaba a punto de salir de la cárcel. Ella pronto se sintió atraída por su nuevo jefe, el veterinario Bentley Rydel, un hombre duro que vivía el momento, que amaba con verdadera pasión… pero a quien todavía le faltaba la mujer adecuada. Aquel rudo texano poco sospechaba que estaba a punto de ser domado por una hermosa mujer.
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Seitenzahl: 630
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 157 - febrero 2023
© 1991 Susan Kyle
Entre el amor y la venganza
Título original: True Colors
© 2010 Diana Palmer
Domando un corazón
Título original: Tough to Tame
Publicados originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006 y 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1141-571-2
Créditos
Entre el amor y la venganza
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Domando un corazón
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Meredith estaba de pie junto a la ventana, observando cómo la lluvia azotaba Chicago, mientras su socio la observaba con mirada de preocupación. Sabía que su rostro mostraba la tensión que le producía el trabajo y, una vez más, había vuelto a perder peso. Con sólo veinticuatro años, debería tener una visión más despreocupada de la vida, pero la presión que soportaba era un peso dos veces mayor del que podrían cargar la mayoría de las mujeres.
Meredith Ashe Tennison era vicepresidenta de las empresas nacionales de Tennison International, mucho más que una figura decorativa que evitaba la publicidad como a la peste. Tenía una mente astuta y unas aptitudes innatas para las altas finanzas que su difunto esposo había cultivado cuidadosamente durante el tiempo que había durado su matrimonio. Cuando él murió, Meredith ocupó su lugar con tanta eficiencia que los directivos revocaron su decisión de pedirle que abandonara el cargo. Dos años después de aquel momento, los beneficios de la empresa subían como la espuma y los planes de expansión que Meredith tenía en los campos de reservas de minerales y de gas y de metales estratégicos estaban muy avanzados.
Esto explicaba la tensión que atenazaba los frágiles hombros de Meredith. Una empresa del sur de Montana estaba enfrentándose a ellos con uñas y dientes sobre los derechos que ellos poseían en aquellos momentos. Sin embargo, Harden Properties no sólo era un rival a tener en cuenta. Al frente de la empresa estaba el único hombre que Meredith tenía razones para odiar, una sombra de su pasado cuyo espectro la había acosado durante los años que habían pasado desde que se marchó de Montana.
Sólo Don Tennison conocía todos los detalles. Henry, su difunto hermano, y él habían estado muy unidos. Meredith se había presentado ante Henry como una adolescente asustada y tímida. Al principio, Don, para el que los negocios eran la preocupación fundamental, se había opuesto al matrimonio. Terminó cediendo, pero se había mostrado bastante frío desde la muerte de Henry. Don era en aquellos momentos el presidente de Tennison International y, en cierto modo, también un rival. Meredith se había preguntado con frecuencia si él se lamentaba del puesto que ella ocupaba en la compañía. Conocía sus propias limitaciones y la brillantez y la competencia de Meredith habían impresionado a huesos más duros de roer que él mismo. Sin embargo, la observaba atentamente, en especial cuando Meredith sentía el impulso de hacerse cargo de demasiados proyectos y aquel enfrentamiento con Harden Properties le estaba pasando factura. Aún estaba tratando de superar una neumonía que había contraído después del intento de secuestro de Blake, su hijo de cinco años. Si no hubiera sido por el inescrutable señor Smith, su guardaespaldas, sólo Dios sabía qué habría ocurrido.
Meredith estaba pensando en su próximo viaje a Montana. Sentía que tenía que realizar una breve visita a Billings, la sede de Harden Properties y la ciudad en la que ella había nacido. La repentina muerte de Mary, su tía abuela de ochenta años, le había reportado una casa y las escasas pertenencias de la anciana. Meredith era el único familiar que le quedaba, a excepción de unos parientes lejanos que aún vivían en la reserva de los indios Crow, que estaba a pocos kilómetros de Billings.
—Organizaste el entierro por teléfono, ¿no puedes hacer lo mismo con la casa? —le preguntó Don.
—No, no puedo. Tengo que regresar y enfrentarme a ello. Enfrentarme con ellos —corrigió—. Además, sería una oportunidad de oro para espiar a la oposición, ¿no te parece? No saben que yo soy la viuda de Henry Tennison. Yo era el secreto mejor guardado de mi esposo. Desde que lo substituí, he evitado las cámaras y he llevado pelucas y gafas oscuras.
—Eso era para proteger a Blake —le recordó él—. Tú vales muchos millones de dólares y en esta última ocasión sí que estuvieron a punto de secuestrarlo. Pasar desapercibida en público es muy importante. Si a ti no se te reconoce, Blake y tú estaréis más seguros.
—Sí, pero Henry no lo hizo por esa razón, sino para evitar que Cy Harden descubriera quién soy yo y dónde estaba, por si acaso se le ocurría venir a buscarme.
Cerró los ojos, tratando de olvidarse del miedo que había sentido después de tener que marcharse de Montana. Embarazada, acusada de acostarse con un hombre y de ser su cómplice en un robo, se había visto empujada a marcharse de la casa acompañada de la dura voz de la madre de Cy y de la frialdad y la complacencia de éste. Meredith no sabía si se habían retirado los cargos. Cy había creído que ella era culpable. Aquello había sido lo más duro de todo.
Estaba embarazada del hijo de Cy y lo amaba a él tan desesperadamente. Sin embargo, Cy la había utilizado. Le había pedido que se casara con él, pero, más tarde, Meredith había averiguado que sólo había sido para que ella estuviera contenta con su relación. «¿Amarte?», le había dicho con su profunda voz. El sexo había sido agradable, pero, ¿qué iba a querer él con una adolescente tímida y desgarbada? Se lo había dicho enfrente de la víbora de su madre y, en aquel momento, algo en el interior de Meredith se había muerto por la vergüenza. Recordaba haber salido corriendo, cegada por las lágrimas. Su tía abuela Mary le había comprado un billete de autobús y ella se había marchado de la ciudad. Se había marchado acompañada por las sombras, sumida en la infamia, con el recuerdo de la sonrisa burlona de Myrna Harden turbando cada minuto del día…
—Podrías olvidarte de esa OPA —sugirió Don—. Hay otras empresas en el sector de los minerales.
—No en el sureste de Montana —replicó ella, mirándolo tranquilamente con sus ojos grises—. Además, Harden tiene subcontratas en la zona que nos impiden hacernos con material en esa zona.
Se dio la vuelta y sonrió. Su rostro oval y su cremosa piel estaban enmarcados por una elegante melena rubia. Tenía el aspecto de una princesa, gracia y clase. La seguridad que tenía en sí misma era legado de Henry Tennison, quien, a su muerte, le había dejado mucho más que el control de un imperio. Había contratado tutores para que le enseñaran etiqueta y cómo ser una buena anfitriona, para que la educaran en el mundo de las finanzas y de las relaciones comerciales. Ella había sido una alumna dispuesta y con muchas ganas y tenía la mente tan abierta como una esponja.
—Ese hombre luchará —dijo Don.
Meredith sonrió. Delgado y calvo, Don se parecía mucho a Henry, sobre todo cuando fruncía los labios de una cierta manera. Era diez años menor que Henry y diez años mayor que Meredith, competente en los negocios, pero muy conservador. Por el contrario, Meredith era muy agresiva. Se habían enfrentado en más de una ocasión sobre la política de la empresa. Las operaciones nacionales corrían a cargo de Meredith y no iba a permitir que Don le dijera lo que tenía que hacer al respecto.
—Que luche, Don —respondió—. Así tendrá algo que hacer mientras me adueño de su empresa.
—Necesitas descansar —suspiró Don—. Blake te ocupa mucho tiempo y has estado enferma.
—La gripe es inevitable con un niño que va a la guardería —le recordó ella—. No esperaba que se convirtiera en una neumonía. Además, esa OPA es fundamental para mis planes de expansión. Por mucho tiempo o energía que requiera, tengo que darle prioridad. Mientras decido lo que hacer con la casa de mi tía Mary, podré recabar mucha información.
—No debería haber ningún problema. Ella dejó testamento y, aunque no lo hubiera hecho, Henry le pagó la casa.
—Eso no lo sabe nadie en Billings —dijo Meredith. Se apartó de la ventana—. Yo la escribía y ella vino a verme en varias ocasiones, pero yo no he regresado a Billings desde… Desde que tenía dieciocho años.
—De eso hace seis años, casi siete. El tiempo lo cura todo.
—¿Tú crees? —replicó ella—. ¿De verdad crees que seis o siete años son suficientes para olvidar lo que me hicieron los Harden? La venganza no es digna de una persona inteligente. Henry me repetía eso constantemente, pero no puedo evitar lo que siento. Ellos me acusaron de un delito que no cometí y me echaron de Billings embarazada y rodeada de ignominia —añadió, cerrando los ojos y echándose a temblar—. Estuve a punto de perder a mi hijo. Si no hubiera sido por Henry…
—Estaba loco por Blake y por ti —comentó Don, con una sonrisa—. Jamás he visto a un hombre tan feliz. Fue una pena lo del accidente. Tres años no es tiempo suficiente para que un hombre pueda encontrar y perder todo lo que más quiere.
—Se portó muy bien conmigo. Todo el mundo creyó que me casaba con él porque tenía dinero. Era mucho mayor que yo, casi veinte años. Sin embargo, lo que nadie supo jamás es que no me dijo lo rico que era hasta que me convenció para que me casara con él. Estuve a punto de salir huyendo cuando me enteré de lo que valía. Todo esto —comentó, señalando la elegante sala y las valiosas antigüedades—, me aterrorizaba.
—Por eso él no te lo dijo hasta que no fue demasiado tarde —musitó Don—. Se había pasado la vida haciendo dinero y viviendo para esta empresa. Hasta que tú apareciste, ni siquiera sabía que quería una familia.
—Y se encontró con una ya hecha —suspiró Meredith—. Yo deseaba tanto poder darle un hijo… —susurró. Se dio la vuelta sabiendo que pensar en todo aquello no le serviría de nada—. Tengo que ir a Billings. Quiero que te ocupes de Blake y del señor Smith, si no te importa. Después del intento de secuestro, estoy muy preocupada por los dos.
—¿No te gustaría que el señor Smith te acompañara? Después de todo, allí hay indios, osos Grizzly, felinos de las montañas…
—No —repuso ella, riendo—. El señor Smith vale su peso en oro y cuidará muy bien de Blake. No hay necesidad de tener mucho contacto con él, dado que él te molesta. Blake lo quiere mucho.
—Blake no es lo suficientemente mayor para darse cuenta de lo peligroso que es ese hombre. Sé que vale su peso en oro, pero es un hombre buscado por la justicia…
—Sólo por la policía de un país de África del Sur. Y de eso hace mucho tiempo.
—Muy bien, como tú quieras. Trataré de estar al tanto, pero, si yo estuviera en tu lugar, no permitiría que ese animal estuviera cerca de mí.
—Tiny vive en un terrario. Y es muy mansa.
—Es una iguana gigante.
—Las iguanas son animales vegetarianos y no es tan grande. Además, está muy apenado por la muerte de Dano.
—Estamos hablando de una iguana de más de metro y medio a la que acariciaba. Creo que se comió a mi perro ese día en el que Blake y tú vinisteis a visitarme con esa cosa.
—Tu perro se escapó. Las iguanas no comen perros. Además, se trata sólo de unas semanas, hasta que me ocupe de la casa de tía Mary y encuentre el modo de derrotar a los Harden. Primero, tendré que investigar un poco. Quiero ver cómo les va a los Harden hoy en día. Quiero ver cómo le va a él —añadió con el rostro sombrío.
—Probablemente ya sepa quién eres, así que ten cuidado.
—No, no lo sabe. Me he preocupado de descubrirlo. Al principio, Henry se mostró muy protector conmigo, por lo que no le dijo a nadie nada sobre mí. Dado que siempre me llamaba Kip, existen muy pocas probabilidades de que Cyrus Harden sepa el vínculo que tengo con Tennison International. Tan sólo me conoce como Meredith Ashe. Si me dejo el Rolls aquí y no presumo de diamantes, no sabrá quién soy. Y, más importante aún, su madre tampoco lo sabrá —añadió con frialdad.
—Jamás se me hubiera ocurrido pensar que Cyrus Harden fuera un niño de su mamá.
—Y no lo es, pero su madre es una manipuladora. Yo entonces sólo tenía dieciocho años y no era rival para su astuta mente. Se libró de mí con una facilidad casi ridícula. Ahora me toca a mí manipular. Quiero Harden Properties y voy a conseguirlo.
Don abrió la boca para advertirla, pero volvió a cerrarla. Meredith había conocido a Cy Harden como hombre y como amante, pero no sabía nada sobre la mente empresarial que se apoyaba sobre aquellos anchos hombros. Si insistía en adueñarse de Harden, podría salir escarmentada. Otras personas se habían enfrentado a Harden y habían salido perdiendo. Él podía ser un enemigo formidable, el más cruel de los hombres de negocios. Probablemente no sabía por qué Tennison lo odiaba tanto o por qué trataba deliberadamente de estropear sus acuerdos. Había sorprendido a todos cuando Henry había sido invitado a tomar parte en la junta de accionistas de Harden Properties. Harden lo había planeado todo para poder vigilar los acuerdos comerciales de Tennison, pero esto también había beneficiado a Henry, por lo que había aceptado. Naturalmente, Don iba a las reuniones, pero jamás se mencionaba el nombre de Meredith.
—No crees que pueda hacerlo, ¿verdad? —le preguntó ella.
—No —respondió Don con sinceridad—. Harden es una empresa familiar. Él tiene el cuarenta por ciento y su madre el cinco. Eso significa que tendrás que hacerte con el diez por ciento de su tío abuelo y con el resto de las acciones. No creo que ninguno de ellos sea lo suficientemente valiente como para enfrentarse a Cy.
—Espero tenerlas cuando se vuelvan a reunir en la próxima junta —afirmó ella—. Seguro que el señor Harden se sorprenderá mucho cuando me presente allí, acompañada de ti.
—Ten cuidado de que no te salga el tiro por la culata. No lo subestimes. Henry jamás lo hizo.
—No lo haré. Bueno, ¿qué tenemos esta tarde? Tengo que irme de compras —dijo, señalando el caro traje que llevaba puesto—. Meredith Ashe jamás se podría permitir prendas así. No quiero que nadie piense que he prosperado.
—El que engaña se enreda en una tela de araña.
—Te aseguro que no hay peor enemigo que una mujer burlada. No te preocupes, Don. Sé lo que hago.
—Eso espero —replicó él, encogiéndose de hombros.
El tono de voz de Don estuvo persiguiendo a Meredith durante todo el día. Mientras metía las ropas que se había comprado en una maleta que le había prestado el señor Smith, Blake la contemplaba tumbado en la cama con el ceño fruncido.
—¿Por qué tienes que marcharte? —le preguntó el pequeño—. Siempre te estás marchando. Nunca estás aquí.
Meredith sintió el aguijonazo de la culpabilidad. Su hijo tenía razón, pero no podía admitirlo.
—Por negocios, cariño mío —respondió, mirándolo con adoración.
El niño no se parecía en nada a ella. Era el vivo retrato de su padre, desde el cabello oscuro a los profundos ojos castaños y la piel cetrina. Suponía que, también como Cy, iba a ser muy alto.
Cy. Meredith suspiró y se dio la vuelta. Lo había amado tanto, con toda la pasión de su joven vida. Él le había arrebatado castidad y corazón y, a cambio, le había dado sufrimiento y vergüenza. La madre de Cy había hecho todo lo posible para terminar lo que podría haber sido una historia de amor sincero. Cy siempre se habría sentido culpable por ella. Probablemente lo habría estado aún más si hubiera sabido que sólo tenía dieciocho años comparados con los veintiocho de él. Ella le había mentido y le había dicho que tenía veinte, aunque incluso así, él había dicho que era como si estuviera sacándola de la cuna. No obstante, la pasión que sintió por ella había conseguido derrotar su autocontrol. En ocasiones, Meredith había pensado que la había odiado precisamente por eso, por hacerlo vulnerable.
Con toda seguridad, la madre de Cy la odiaba. El hecho de que Meredith hubiera estado viviendo con sus tíos abuelos en la reserva Crow y el hecho de que su tío abuelo fuera un anciano muy respetado en ella había resultado completamente escandaloso para la señora Myrna Granger Harden. Myrna pertenecía a la flor y nata de la ciudad y no dejaba de hacer gala de ello. Que su hijo se atreviera a avergonzarla saliendo con la sobrina de uno de sus empleados había sido demasiado para ella, en especial cuando ya había elegido una esposa para él. Se trataba de una tal Lois Newly, una muchacha cuya familia tenía muchas propiedades en Alberta, Canadá, y que podía remontar sus orígenes hasta los tiempos en los que estos aún vivían en la regia Inglaterra. Myrna ni siquiera se había molestado en preguntarle a Meredith si era india. Lo había dado por sentado, cuando, en realidad, no le unían lazos de sangre alguno con el tío Cuervo Andante.
En la familia de Cy había personas de piel muy oscura. Myrna juraba que eran franceses, pero Meredith había escuchado en una ocasión que entre los antepasados de Cy había Sioux de pura raza por parte de su padre.
Algún día, Blake Garrett Tennison tendría que saber la verdad sobre quién era su padre. Meredith no ansiaba en absoluto que llegara aquel momento. Por el momento, el niño aceptaba que Henry Tennison había sido su padre y, en muchos sentidos, así había sido. Se lo había ganado por derecho propio.
A menudo se había preguntado por qué Cy aparentemente jamás se había parado a pensar en la posibilidad de que Meredith se quedara embarazada durante su breve romance. Suponía que todas las mujeres con las que él había estado habían tomado la píldora, por lo que había dado por sentado que lo mismo le ocurría a ella. En realidad, jamás había estado en condiciones de preguntar, ni la primera vez ni las otras. Algunas veces, Meredith soñaba con él, en el fiero placer que él le había enseñado a compartir. Jamás le había hablado a Henry de aquellos sueños ni quería compararlo con él. No habría sido justo. Henry era un amante generoso y hábil, pero Meredith nunca había alcanzado con él el placer que Cy le había proporcionado sin esfuerzo aparente.
Blake se abrazó a su lagarto de juguete.
—¿No te parece que Barry el lagarto es muy bonito? —le preguntó—. El señor Smith me ha dejado acariciar a Tiny. Dice que deberías dejarme que tuviera una iguana, mamá. Son muy buenas mascotas.
Al oír a su hijo hablar tan maduramente, Meredith se echó a reír. Su hijo tenía casi seis años y aprendía muy rápidamente. Sabía que Cy no se había casado. Durante un instante, se preguntó lo que Myrna Harden pensaría de su nieto, aunque sabía que resultaba poco probable que la mujer lo apreciara. Después de todo, era hijo de Meredith. Además, un nieto estropearía la imagen de juventud que estaba dispuesta a transmitir.
—¿No puedo tener una iguana? —insistió el niño.
—Puedes acariciar a Tiny cuando te lo permita el señor Smith.
—¿El señor Smith no tiene nombre?
—Nadie tiene el valor de preguntárselo —respondió Meredith, riendo.
Blake se echó también a reír. Meredith se preguntó si ella habría sido tan feliz de niña como su hijo. La prematura muerte de sus padres había dejado sus secuelas. Por suerte, había tenido a la tía Mary y al tío Cuervo Andante para que cuidaran de ella.
—Ojalá pudiera marcharme contigo —se quejó el niño.
—Ya lo harás algún día muy pronto. Luego, te llevaré a la reserva Crow para que puedas conocer a tus primos indios.
—¿Son indios de verdad?
—Sí. Quiero que te sientas orgulloso de tus antepasados, Blake. Uno de ellos luchó en la batalla de Little Big Horn contra el general Custer.
—¡Caray! ¿Y quién era el general Custer, mamá?
—Bueno, ya tendremos tiempo de explicarte todo eso cuando seas un poco mayor. Ahora, tengo que hacer la maleta.
—¡Blake!
La estruendosa voz resonó por el rellano.
—Estoy aquí, señor Smith —respondió el niño.
Se escucharon unos pesados pasos en el pasillo y, entonces, un hombre muy corpulento entró en la habitación. El señor Smith era el hombre más feo y más amable que Meredith había conocido nunca. Tenía una hoja de servicios impecable. Había pasado de trabajar en la CIA para ponerse a las órdenes de Henry. Él había conseguido abortar el intento de secuestro de Blake. Cuando estaba con ella, nadie se atrevía a molestar a Meredith. Además de Blake, él era la persona que más apreciaba.
—Ha llegado la hora de marcharse a la cama, señorito —le dijo el señor Smith a Blake sin pestañear—. En marcha.
—¡Sí, señor! —exclamó Blake, respondiendo con un saludo militar y una sonrisa. Entonces, echó a correr hacia él y dejó que lo tomara en brazos.
—Yo me ocuparé de acostarlo, Kip —le dijo él a Meredith—. No deberías marcharte. Necesitas otra semana en la cama.
—No me vengas con ésas —replicó Meredith, con una sonrisa—. Estoy bien. Ya sabes que tengo que ocuparme de las cosas de mi tía Mary y es una oportunidad de oro para investigar a nuestra oposición. Que duermas bien, mi cielo —añadió, inclinándose para darle un beso a su hijo—. Iré enseguida a arroparte.
—El señor Smith va a hablarme de Vietnam —comentó Blake muy animadamente.
Meredith frunció el ceño. Las historias de la guerra de Vietnam no le parecían adecuadas para que un niño las escuchara antes de marcharse a la cama, pero no tuvo corazón para oponerse.
—Quiero que me cuentes la de la serpiente.
—¿La de la qué? —preguntó ella.
—La de la serpiente. El señor Smith me está hablando de todos los animales que había en Vietnam.
Meredith se sonrojó. Había pensado que la temática de las historias era otra muy distinta.
El señor Smith se percató de su reacción y sonrió.
—Te hemos engañado, ¿verdad? Eso es lo que te encuentras por juzgar a la gente inocente.
—Tú no tienes nada de inocente —replicó ella.
—Soy inocente de varias cosas. Jamás he disparado a una persona dos veces.
—Mi guardaespaldas es un santo —comentó ella, mirando al techo.
—Sigue así y regreso a la CIA. Allí sí que saben cómo tratar a la gente
—Estoy segura de que ellos no te compran mocasines de piel de cabritillo ni te regalan un jacuzzi para ti solo.
—Bueno, eso no.
—Y que tampoco te dan tres semanas de vacaciones pagadas ni te ofrecen habitaciones de hotel gratis y carta blanca en los restaurantes.
—Tampoco.
—Ni tampoco te abrazan como lo hago yo —exclamó Blake, rodeando el cuello del guardaespaldas con tanta fuerza como pudo.
El señor Smith se echó a reír y le devolvió el abrazo.
—En eso tienes razón —admitió—. En la CIA no me abrazaba nadie.
—¿Ves? —le preguntó Meredith, muy sonriente—. Te va muy bien y no te das cuenta.
—Claro que me doy cuenta, pero es que me gusta ver cómo me hacéis la pelota.
—Uno de estos días —dijo ella, con un dedo muy amenazador…
—Ese gesto nos indica que ha llegado el momento de marcharnos, Blake —dijo el señor Smith, dirigiéndose con el niño hacia la puerta.
Meredith sonrió y siguió preparando la maleta.
Dos días más tarde, Meredith llegó en autobús a Billings. Además de que no quería demostrar que tenía dinero, la estación de autobuses estaba al lado de Harden Properties, Inc.
Llevaba el cabello suelto sobre los hombros, un par de vaqueros y una cazadora también vaquera sobre una sudadera. Se había puesto unas botas muy usadas que utilizaba para montar a caballo y no se había maquillado. Más o menos, parecía la misma que se había marchado de aquella misma estación seis años atrás, aunque tenía un secreto que iba a disfrutar guardando hasta que llegara el momento de revelarlo.
En un edificio de oficinas que había justo enfrente de la estación, un hombre observaba el movimiento de pasajeros en la estación. De repente, se levantó del sillón para poder mirar mejor a través de la ventana. En los ojos tenía un gesto de sentimientos enfrentados.
—¿Señor Harden?
—¿Qué ocurre, Millie? —preguntó, sin darse la vuelta.
—Su carta…
Tenía que apartarse de la ventana. No podía ser ella. Le había parecido verla antes, encontrándose con el rostro y la mujer equivocada cuando se acercaba. El corazón empezó a latirle con el fiero ritmo que ella le había enseñado. Por primera vez en seis años se sintió vivo.
Tomó asiento. Su alto y atlético cuerpo reflejaba sus treinta y cuatro años, pero en ocasiones su rostro parecía tener mucha más edad. Tenía líneas de expresión alrededor de los ojos y las canas ya habían empezado a teñirle el espeso cabello negro.
—Olvídese de la carta. Encuentre la dirección de Mary Raven. Su esposo era un indio Crow, John Cuervo Andante, pero aparecen en la guía de teléfonos como Raven. Se mudaron a la ciudad hace dos o tres años.
—Sí, señor —dijo Millie, antes de marcharse de la habitación.
Cy siguió sentado, tratando de repasar sus informes sobre las intenciones de Tennison International pero sin conseguirlo. Los recuerdos se habían apoderado de él, los recuerdos de hacía seis años, cuando una mujer lo había traicionado y se había marchado de la ciudad envuelta en la sospecha.
—Señor, he encontrado un obituario aquí —le dijo Millie, regresando con el periódico local en la mano—. Lo vi la semana pasada y me llamó la atención. Me acorde de la muchacha que estuvo implicada en el robo que ocurrió hace seis años.
—Dámelo.
Agarró el periódico y lo examinó atentamente. Mary había muerto. A la muerte de su esposo, Mary se había trasladado a la ciudad. Sólo Dios sabía cómo había conseguido comprar una casa con su pensión. Cy sabía lo de la casa porque se la había encontrado un día. La había interrogado muy bruscamente sobre Meredith, pero ella se había negado a contarle nada. Cy hizo un gesto de dolor al recordar la desesperación que sentía por encontrar a Meredith. La anciana prácticamente había salido huyendo. Cy pensó en seguirla, pero decidió que no merecía la pena. El pasado estaba muerto. Seguramente, Meredith ya se habría casado y tendría una casa llena de niños.
Aquel pensamiento le dolía. Seguramente ella regresaría. De hecho, podía haber sido la propia Meredith la que acababa de ver. Alguien tendría que ocuparse de todos los asuntos de Mary tras su muerte. Sabía que Meredith era el pariente más cercano de la anciana.
Se sentó y frunció el ceño. Sabía que Meredith estaba en Billings. No sabía si lamentarse o alegrarse por ello. Sólo sabía que, una vez más, su vida se iba a volver a poner patas arriba.
Era demasiado esperar que Cy saliera del edificio para encontrarse con ella. Tal vez ni siquiera estuviera en la ciudad. Como le ocurría a ella, sus negocios requerirían frecuentes viajes. Haría falta una gran coincidencia o la ayuda del destino para que ella se encontrara en aquellos momentos con el que había sido el objeto del deseo durante su adolescencia.
Tomó un autobús para dirigirse a la casa de su tía. Por suerte, aquella casa no tenía recuerdos para ella. Cuando vivía en Billings, su tía vivía en la reserva. Cuando salía con Cy, los dos se veían en el ático que él tenía en el Sheraton, el edificio más alto de la ciudad. Los recuerdos le hicieron apretar los dientes. Tal vez había cometido un error al regresar. En la ciudad en la que había pasado su juventud, los recuerdos le dolían más.
Abrió la puerta con la llave que el señor Hammer, el de la inmobiliaria, le había mandado. El mes de septiembre era muy fresco en el sureste de Montana. No faltaba mucho tiempo para que empezara a nevar. Esperaba haberse marchado mucho antes de que cayeran los primeros copos.
La casa estaba fría, pero, afortunadamente, el señor Hammer le había encendido la estufa de gas. Incluso le había comprado algunos víveres. «La hospitalidad típica de Montana», pensó con una sonrisa. Allí, la gente se preocupaba de los demás. Todo el mundo era amable y simpático, hasta con los turistas.
Observó los muebles de su tía, viejos pero funcionales, y los objetos tradicionales de la cultura india que habían pertenecido a su tío. Había macetas por todas partes, pero las plantas que contenían estaban muertas dado que habían tenido que pasar sin agua desde la muerte de su tía. Sólo quedaba con vida un philodendron, que Meredith llevó a la cocina para regarlo. Entonces, lo colocó sobre la encimera.
Cuando vio el teléfono en la pared, lanzó un suspiro de alivio. Iba a necesitarlo. También iba a depender de su máquina de fax y del ordenador. Smith podría llevárselo todo allí y ella podría colocarlo todo en la biblioteca. La puerta de ésta tenía llave, lo que protegería su secreto en caso que los Harden se acercaran por allí.
A Meredith le preocupaba el tiempo que aquel proyecto fuera a llevarle, aunque era consciente de que los contratos de minerales eran su máxima prioridad en aquellos momentos. La empresa no podía expandirse sin ellos. Le llevara lo que le llevara, tendría que seguir adelante. Tendría que mantenerse al día con el negocio a través de Don y esperar que todo siguiera su curso sin ella.
Lo peor de todo era estar separada de Blake. Se estaba convirtiendo en un niño hiperactivo en el colegio. Aparentemente, su estilo de vida estaba afectando al pequeño más de lo que había pensado. El trabajo se había interpuesto entre ellos hasta el punto de que Meredith no podía ni siquiera sentarse a cenar con su hijo sin que el teléfono los interrumpiera. El niño estaba muy nervioso, igual que ella. Tal vez podría aprovechar el tiempo que iba a pasar en Billings para su propio beneficio y adelantar algo de trabajo para así poder disponer de más ratos de ocio con su hijo cuando regresara a casa.
Preparó café y sonrió al ver lo ordenada que estaba la pequeña cocina. Los tapetes de ganchillo, que su tía era tan aficionada a hacer, estaban por todas partes. Mientras se servía una taza de café, Meredith decidió que no iba a venderlos con la casa. Se quedaría con algunos objetos personales de la casa y, por supuesto, con el legado que el tío Cuervo Andante había dejado para el pequeño Blake.
Mientras observaba con cariño la hermosa bolsa de flechas que había sacado de un cajón, recordó cuando se sentaba sobre las rodillas de su tío y él le contaba historias del pasado. Había tantas cosas inexactas sobre la cultura india… Lo que recordaba con más claridad eran las enseñanzas sobre dar y compartir que su tío le había explicado y que eran inherentes a la cultura de los indios Crow. La riqueza se compartía entre los componentes de cada tribu. El egoísmo resultaba prácticamente desconocido. Nadie pasaba hambre o frío en el pasado. Hasta los enemigos recibían alimento e incluso se les dejaba marchar si prometían no volver a enfrentarse a los Crow. Ningún enemigo era atacado si entraba en un asentamiento desarmado y con intenciones de paz porque se admiraba profundamente el valor.
Valor… Meredith derramó el café. Iba a necesitar mucho valor. Recordó el rostro de Myrna Harden y se echó a temblar. Tenía que recordar que ya no era una adolescente muy pobre. Tenía casi veinticinco años y era rica, mucho más que los Harden. Debía tener en cuenta que, económica y socialmente, era igual a los Harden.
Pensó que resultaba irónico que su gente pareciera obsesionada en creer que el dinero y el poder eran las respuestas que podían hacer soportable la vida. Sin embargo, a su tío jamás le habían importado las posesiones o el dinero. Se había sentido siempre muy satisfecho de trabajar como guardia de seguridad para los Harden y había sido uno de los hombres más felices que Meredith había conocido jamás.
—Wasicum —murmuró, utilizando una palabra Sioux con la que se denominaba a los blancos.
Literalmente, significaba «No te puedes librar de ellos». Lanzó una carcajada. Parecía ser completamente cierto. La palabra con la que los Crow denominaban a los blancos era mahistasheeda, que literalmente significaba «ojos amarillos». Nadie sabía por qué. Tal vez al primer blanco que vieron tenía problemas de hígado. Ellos mismos se llamaban Absaroka, el pueblo de los pájaros con cola de tenedor. De niña, a Meredith le encantaban los enormes cuervos de Montana. Podría ser que a los antepasados de los Crow les hubiera ocurrido lo mismo.
Se terminó el café y se llevó la maleta al dormitorio de invitados. Meredith jamás había dormido allí. Había tenido demasiado miedo de volver a encontrarse con los Harden como para regresar a Billings.
Cuando colocó todas sus cosas, Meredith salió de la casa y tomó el autobús para ir a una pequeña tienda de ultramarinos que había a poca distancia de allí y adquirir algunas viandas. Hacía años que no había hecho algo tan ordinario. En su casa tenía doncellas y un ama de llaves que se ocupaban de ese tipo de cosas. Sabía cocinar, pero no practicaba muy a menudo. Sonrió al recordar que la tía Mary solía regañarla por su falta de habilidades domésticas.
Decidió regresar andando. Al pasar por el enorme parque de Billings, suspiró por su belleza. En verano, allí se celebraban conciertos y cenas al aire libre. Siempre había algo programado. Billings era una ciudad bastante grande, que se extendía entre los Rimrocks y el río Yellowstone. Al oeste, estaban las montañas Rocosas, al sureste, el Big Horn y las montañas Pryor. A Meredith le gustaban mucho los campos que rodeaban la ciudad, adoraba la ausencia de hormigón y acero. Las distancias resultaban aterradoras para los del este, pero ciento cincuenta kilómetros no eran nada para un habitante de Montana.
Al llegar a la calle en la que se encontraba la casa de su tía, agarró con fuerza la bolsa de la compra. Se acababa de percatar que el elegante Jaguar que estaba aparcado allí no lo había estado cuando se marchó. Tal vez el de la inmobiliaria había ido a buscarla.
Se sacó la llave de los vaqueros. No vio la figura que la esperaba en el porche de la casa hasta que subió los escalones. Entonces, se detuvo en seco. El corazón le dio un vuelco.
Cyrus Granger Harden era tan alto como el señor Smith, pero las comparaciones terminaban allí. Cy resultaba misterioso y peligroso, a pesar del traje de tres piezas que llevaba en aquel momento. Cuando dio un paso al frente, Meredith sintió una oleada de calor por todo el cuerpo a pesar de la angustia de los últimos seis años.
Estaba mucho más viejo. Tenía algunas arrugas en el delgado y enjuto rostro, coronado por espesas cejas negras y ojos marrones. La nariz era recta, la boca sensual. Llevaba un sombrero vaquero ligeramente inclinado sobre la ancha frente. En los dedos sostenía un cigarrillo. No había podido dejar de fumar.
—Me pareció que eras tú —dijo sin preámbulo alguno, con voz dura y cortante—. Desde la ventana de mi despacho se ve la estación de autobuses.
Tal y como Meredith había esperado. Se recordó que era más madura, más rica y que Cy no tenía ya ningún poder sobre ella.
—Hola, Cy —dijo—. Me sorprende verte aquí, en los barrios bajos.
—Billings no tiene barrios bajos. ¿Por qué estás aquí?
—He regresado a por la plata de tu familia —le espetó ella—. Se me olvidó la última vez.
Cy realizó un gesto de incomodidad. Se metió una mano en el bolsillo y se pegó un poco más la fina tela de los pantalones a los poderosos músculos de sus largas piernas. Meredith tuvo que esforzarse para no mirar. Desnudo, aquel cuerpo era un milagro de perfección, piel y vello oscuro, que dibujaba el contorno del torso y del esbelto vientre y que le espolvoreaba las piernas…
—Después de que te marcharas —admitió de mala gana—, Tanksley le dijo a mi madre que tú no habías tenido nada que ver con el robo.
Meredith recordó que, supuestamente, Toby Tanksley era el cómplice del que ella había estado enamorada y con el que se había estado acostando. Sólo un estúpido celoso podría haberse imaginado que ella hubiera podido pasar de Cy a Tony, pero, dado que Myrna había pagado a éste último para que se inventara la historia, los detalles que ella le había dado eran casi perfectos. A pesar de lo evidente que resultaba todo, Cy la había creído capaz de cometer una infidelidad y actos criminales. El amor sin confianza no era amor. Incluso había llegado a admitir que el único interés que había sentido por ella había sido puramente sexual.
—Me pareció extraño que la policía no viniera detrás de mí —replicó ella.
—Resultó imposible encontrarte.
No era de extrañar. Henry se la había llevado a una isla del Caribe durante su embarazo, acompañada del señor Smith. Nadie había sabido su verdadero nombre. Todos la conocían como Kip Tennison. Se alegraba de que se hubieran tomado aquellas medidas. Había tenido miedo de que los Harden trataran de encontrarla aunque sólo fuera para avergonzarla.
—Me alegra saberlo —dijo ella, con un cierto sarcasmo—. No me habría gustado ir a la cárcel.
El rostro de Cy se hizo más severo. Frunció el ceño mientras estudiaba el rostro de Meredith.
—Estás más delgada de lo que yo recordaba —dijo—. Mayor.
—Voy a cumplir veinticinco año. Tú ahora tienes treinta y cuatro, ¿no?
Cy asintió y, entonces, la miró de arriba abajo. Se sentía como si volviera a morirse por dentro. Seis largos años. Recordaba haber visto lágrimas en aquel joven rostro y el sonido de su voz despreciándolo a él. También recordaba los exquisitos momentos en la cama con ella, cómo el cuerpo de Meredith se encendía bajo el calor del suyo y la voz se le quebraba al gemir de placer contra su garganta…
—¿Cuánto tiempo vas a quedarte? —le preguntó.
—Lo suficiente para deshacerme de la casa.
—¿No la vas a conservar? —quiso saber, odiándose por haber sentido la curiosidad suficiente como para hacer aquella pregunta.
—No, no creo que me quede. Tengo demasiados enemigos en Billings como para sentirme cómoda.
—Yo no soy tu enemigo.
—¿No, Cy? —replicó ella, levantando la barbilla—. No es así como lo recordaba.
—Tenías dieciocho años. Eras demasiado joven. Jamás te lo pregunté, pero estoy seguro de haberte quitado la virginidad.
Meredith se sonrojó. Cy recibió aquella reacción con una ligera sonrisa.
—Veo que así fue.
—Fuiste el primero —dijo ella—, pero no el último —añadió con una sonrisa—. ¿O acaso creíste que iba a ser imposible encontrarte un sustituto?
Cy sintió un aguijonazo en su orgullo, pero no reaccionó. Se terminó el cigarrillo y lo arrojó al jardín.
—¿Dónde has estado los últimos seis años?
—Por ahí. Mira, la bolsa me pesa bastante. ¿Tienes algo que decir o se trata tan sólo de una visita para ver con cuánta rapidez me puedes echar de la ciudad?
—He venido a preguntarte si necesitabas trabajo. Sé que tu tía no te ha dejado nada más que facturas. Yo tengo un restaurante. Hay un puesto libre para una camarera.
Meredith pensó que aquello era demasiado. Cy le estaba ofreciendo un trabajo de camarera cuando, sin ningún esfuerzo, podría comprar el restaurante entero. Se preguntó si lo haría por remordimientos de conciencia o por renovado interés. Fuera como fuera, no le haría ningún daño aceptarlo. Le daba la sensación de que así iba a poder ver con frecuencia a los Harden, lo que encajaba perfectamente con sus planes.
—Muy bien —dijo ella—. ¿Tengo que rellenar una solicitud?
—No. Sólo tienes que presentarte a trabajar a las seis en punto de la mañana. Me parece recordar que, cuando nos conocimos, trabajabas en un café.
—Así es.
Los ojos de Meredith se cruzaron con los de Cy y, durante un instante, los dos compartieron el recuerdo de aquel primer encuentro. Ella le derramó café encima y, cuando fue a secarle la ropa, las chispas saltaron entre ambos. La atracción fue instantánea, mutua y… arrebatadora.
—De eso hace mucho tiempo —comentó Cy, con gesto ausente y una cierta amargura en sus ojos oscuros—. Dios mío… ¿por qué tuviste que huir? Yo recobré el sentido común dos días después y no pude encontrarte por ninguna parte, maldita seas…
¿Que recobró el sentido común? Meredith prefería no pensar en aquello.
—Maldito seas tú también por haber escuchado a tu madre en vez de a mí. Espero que los dos hayáis sido muy felices juntos.
—¿Qué tuvo mi madre que ver con Tanksley y contigo?
¡No lo sabía! A Meredith le costaba creerlo, pero su sorpresa parecía completamente sincera. ¡No sabía lo que había hecho su madre!
—¿Cómo conseguiste que él confesara?
—Yo no lo conseguí. Le dijo a mi madre que tú eras inocente. Ella me lo dijo a mí.
—¿Te dijo algo más?
—No. ¿Qué más podía haberme dicho?
«Que yo estaba esperando un hijo tuyo. Que tenía dieciocho años y que no tenía ningún sitio al que ir. Que no podía arriesgarme a quedarme con mis tíos estando acusada de un robo», pensó ella con amargura.
Bajó los ojos para que Cy no pudiera ver la amargura que había en ellos. Aquellas primeras semanas habían sido un infierno para ella, a pesar de que también la habían madurado y fortalecido. Se había hecho dueña de su propia vida y de su propio destino y, a partir de entonces, jamás había vuelto a tener miedo.
—¿Había algo más? —insistió él.
—No, nada más —respondió Meredith, levantando el rostro.
Sí lo había. Cy lo presentía. Notaba un brillo peculiar en los ojos de Meredith, algo parecido al odio. Él la había acusado injustamente y le había hecho daño con su rechazo, pero la ira que ella parecía sentir iba mucho más allá.
—El restaurante se llama Bar H Steak House —dijo—. Está al norte de la veintisiete, más allá del Sheraton.
Meredith sintió una oleada de calor al escuchar la mención del hotel. Apartó los ojos rápidamente.
—Lo encontraré. Gracias por la recomendación.
—¿Significa eso que, al menos, te vas a quedar unas semanas?
—¿Por qué? Espero que no estés pensando en volver a retomar lo nuestro donde lo dejamos porque, francamente, Cy, no tengo por costumbre tratar de remendar relaciones rotas.
—¿Es que hay alguien más? —preguntó él muy serio.
—¿En mi vida? Sí.
El rostro de Cy no mostró nada, aunque pareció que se le reflejaba una sombra en el rostro.
—Tendría que habérmelo imaginado.
Meredith no respondió. Simplemente se le quedó mirando muy fijamente. Vio que él le miraba la mano izquierda, por lo que ella le dio gracias a Dios por haber recordado quitarse su anillo de boda. Sin embargo, aún llevaba su anillo de compromiso, una alianza de esmeraldas y diamantes muy pequeños. Recordó que Henry se había reído cuando ella eligió algo tan barato. Él había querido regalarle un diamante de tres quilates, pero ella había insistido en aquel anillo. Parecía haber pasado tanto tiempo ya…
—¿Estás comprometida? —quiso saber Cy.
—Lo estuve.
—¿Ya no?
—No. Tengo un amigo especial y lo aprecio mucho, pero ya no quiero compromisos.
Deseó poder cruzar los dedos. En dos minutos había dicho más mentiras y verdades a medias que en los dos últimos años.
—¿Por qué no ha venido tu amigo a acompañarte aquí?
—Necesitaba pasar un tiempo a solas. Además, sólo he venido para disponer de las cosas de la tía Mary.
—¿Dónde vives?
—En el este. Ahora, si me perdonas, tengo que meter estas cosas en el frigorífico.
—Hasta mañana —dijo Cy, tras un momento de duda.
Presumiblemente, él comía en el restaurante en el que ella iba a trabajar.
—Supongo que sí. ¿Estás seguro de que no les importará darme trabajo sin referencias?
—Soy el dueño del restaurante —replicó él—. No tiene por qué importarles. El trabajo es tuyo, si lo quieres.
—Claro que lo quiero —contestó Meredith. Abrió la puerta de la casa y dudó. Dado que Cy no conocía sus circunstancias, probablemente lo hacía por pena y culpabilidad, pero se sintió obligada a decir algo—. Eres muy generoso. Gracias.
—Generoso —repitió él con una amarga risa—. Dios mío… Jamás en toda mi vida he dado nada a menos que me conviniera o que me hiciera más rico. Tengo todo y no tengo nada.
Con eso, se dio la vuelta y se dirigió hacia su coche. Meredith se quedó allí, mirándolo con ojos tristes.
A continuación, entró en la casa. La había turbado bastante volver a verlo después de tantos años. Dejó la bolsa sobre la mesa de la cocina y se sentó. Sin poder evitarlo, recordó la primera vez que se vieron.
En aquel momento, ella tenía diecisiete años. Tan sólo le faltaba una semana para cumplir los dieciocho. Siempre había parecido más mayor de lo que en realidad era y el uniforme de camarera que llevaba se le moldeaba a cada curva de su esbelto cuerpo.
Cy se la había quedado mirando desde el primer momento, mientras ella servía las mesas. Meredith se había sentido muy nerviosa ante tantas atenciones. Él irradiaba confianza y una cierta arrogancia. Solía entrecerrar un ojo y levantar la barbilla como si estuviera declarando la guerra a la persona a la que estuviera estudiando. En realidad, tal y como Meredith descubrió más tarde, se debía a la dificultad que tenía para enfocar objetos lejanos, pero era demasiado testarudo para ir al oftalmólogo.
La mesa en la que él estaba sentado estaba asignada a otra camarera. Meredith vio cómo fruncía el ceño al ver que se le acercaba la otra muchacha. Después de decirle algo a la joven, se trasladó a otra mesa que estaba en el territorio de Meredith.
La idea de que un hombre como Cy pudiera estar interesado en ella le produjo un hormigueo de excitación por todo el cuerpo. Ella se le acercó con una suave sonrisa y se sonrojó al ver que él le devolvía el gesto.
—Eres nueva aquí —le dijo con voz profunda y sensual.
—Sí —susurró ella—. He empezado esta misma mañana.
—Me llamo Cyrus Harden. Desayuno aquí casi todas las mañanas.
Meredith reconoció el nombre inmediatamente. Casi todas las personas de Billings sabían quién era.
—Yo soy Meredith.
—¿Eres ya mayor de edad?
—Tengo… tengo veinte años —mintió ella. Sabía que, si le hubiera dicho su verdadera edad, él no se habría interesado por ella.
—Eso me vale. Ahora, tráeme un café, por favor. Después, hablaremos de adónde vamos a ir esta noche.
Meredith se marchó rápidamente a la barra para servirle el café y se chocó con Terri, la camarera de más edad del café.
—Ten cuidado, niña —le dijo ella cuando Cy no estaba mirando—. Estás flirteando con el diablo. Cy Harden tiene una cierta reputación con las mujeres y los negocios. Que no se te suba a la cabeza.
—No pasa nada. Él… Sólo estábamos hablando.
—No lo creo, a juzgar por lo ruborizada que estás —afirmó Terri muy preocupada—. Tu tía debe de vivir en su propio mundo. Cielo, los hombres no piden matrimonio a las mujeres a las que desean, en especial los hombres como Cy Harden. Él está muy por encima de nosotras. Es muy rico y su madre mataría a cualquier mujer que tratara de llevarlo al altar a menos que tuviera dinero y posición social. Es de la clase alta. Ésos se casan entre ellos.
—Pero si sólo estábamos hablando —protestó Meredith, forzando una sonrisa a pesar de que todos sus sueños se habían hecho pedazos.
—Pues ocúpate de que sigáis sólo hablando. Ese hombre te podría hacer mucho daño.
El sonido de aquellas palabras hizo que a Meredith se le pusiera el vello de punta, pero no quiso demostrarlo. Se limitó a sonreír a su compañera y terminó de preparar el café de Cy.
—¿Te estaba advirtiendo contra mí? —le preguntó él cuando Meredith le dejó la taza encima de la mesa.
—¿Cómo lo sabes?
—Invité a Terri a salir en una ocasión —respondió—. Se puso demasiado posesiva, por lo que rompí con ella. De eso hace mucho tiempo. No dejes que te afecte lo que ella te diga, ¿de acuerdo?
Meredith sonrió. De repente, todo tenía sentido. Cy simplemente estaba interesado y Terri celosa.
—No lo haré —prometió.
Al recordar la ingenuidad de aquel día, Meredith lanzó un gruñido. Se levantó de la silla y se puso a guardar las cosas que había comprado. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Con dieciocho años, había sido una completa ignorante. Para un hombre tan de mundo como Cy, ella no había sido más que una niña. Si se hubiera imaginado cómo iban a salir las cosas, jamás habría…
¿A quién estaba engañando? Lanzó una amarga carcajada. Habría hecho lo mismo porque Cy la fascinaba. A pesar del dolor y del sufrimiento, aún seguía haciéndolo. Era el hombre más guapo que había visto en toda su vida y recordaba los momentos de intimidad como si hubieran ocurrido el día anterior.
Acababa de volver a entrar en su órbita y había aceptado un trabajo que no debía. Estaba viviendo una mentira. Al recordar las razones que la habían llevado de vuelta a Billings, la sangre comenzó a hervirle. Cy se había deshecho de ella como si fuera basura, de ella y del hijo que llevaba en sus entrañas. Le había dado la espalda y la había dejado sola, con una acusación de robo pendiendo sobre la cabeza.
No había regresado para volver a prender la llama de un viejo amor. Había vuelto para vengarse. Henry le había enseñado que todo el mundo tenía una debilidad de la que uno podía aprovecharse para los negocios. Algunas personas eran más hábiles que otras a la hora de ocultar su talón de Aquiles. Cy era un maestro. Tendría que tener mucho cuidado si quería localizar el de él, pero, al final, terminaría derrotándolo. Tenía la intención de arrebatárselo todo, de colocarlo en la misma posición en la que él la había puesto a ella hacía seis años. Entornó los ojos y consideró las posibilidades. Una fría sonrisa le frunció los labios.
Meredith ya no era una ingenua muchacha de dieciocho años, profundamente enamorada de un hombre que no podía tener. En esta ocasión, tenía todos los ases en la mano y, cuando ganara la partida, iba a experimentar el placer más dulce desde los traicioneros besos de Cy.
Meredith se había llevado algunas prendas viejas para no despertar las sospechas de Cy. Al vestirse para su nuevo trabajo, se alegró de ello.
Se puso una falda vaquera y una blusa blanca de manga larga. A continuación, se calzó unos zapatos bajos y tomó un bolso de piel sintética. A continuación, se recogió el cabello y se marchó de casa para tomar un autobús.
Mientras aspiraba el aire de la mañana, pensó que Billings era un lugar muy hermoso a primeras horas de la mañana. No tenía nada que ver con Chicago. Echaba de menos a su hijo, pero el cambio había resucitado su espíritu de lucha y le hacía sentirse menos deprimida. La increíble presión a la que su trabajo la sometía había podido con ella últimamente.
Se bajó del autobús delante del restaurante. Era grande y parecía muy prospero. Estaba pegado a un hotel. A través de la ventana, vio que todas las camareras llevaban unos impolutos uniformes blancos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que se sintió nerviosa en compañía de la gente, pero allí, sin su riqueza para protegerla, se sentía incómoda. Entró y preguntó por la encargada.
—La señora Dade está en ese despacho —le respondió muy educadamente una mujer—. ¿La está esperando?
—Creo que sí.
Meredith llamó a la puerta y entró.
—Me llamo Meredith… Ashe —dijo. El nombre le parecía muy extraño. Estaba tan acostumbrada a que la llamaran Kip Tennison…
—Oh, sí —respondió la señora Dade, poniéndose de pie—. Me llamo Trudy Dade. Me alegro de conocerte. Cy me dijo que acababas de perder a tu tía y que necesitabas trabajo. Por suerte para todos, tenemos una vacante. ¿Tienes experiencia como camarera?
—Bueno, un poco. Trabajé en el Bear Claw hace algunos años.
—Ya me acuerdo. Me pareció reconocerte —comentó la mujer, entornando la mirada—. Siento mucho lo de su tía.
—La echaré de menos. Era la única pariente que me quedaba en el mundo.
La señora Dade la miró atentamente, observando todos los detalles de su atuendo.
—El trabajo es duro, pero las propinas son buenas y yo no soy una negrera. Puedes empezar ahora mismo. Te podrás marchar a las seis, pero tendrás que trabajar algunas tardes. Eso es inevitable en este negocio.
—No me importa —respondió Meredith—. No necesito tener las tardes libres.
—¿A tu edad? Por el amor de Dios, ¿no estás casada?
—No Meredith utilizó un tono de voz que, sin caer en la grosería, hizo que la otra mujer se sintiera incómoda.
—¿Cansada de los hombres, entonces? —comentó la mujer con una sonrisa, pero no insistió en el tema. Pasó a explicar los detalles de los honorarios de Meredith y su sueldo, junto con información sobre los uniformes y las mesas.
Meredith no hacía más que recordarse el papel que debía representar. Se obligó a olvidarse de que era Kip Tennison y a sonreír y escuchó atentamente todo lo que se le decía. No obstante, no dejaba de pensar en cuánto tiempo iba a pasar hasta que Cy Harden volviera a mover ficha.
Aquella tarde, Cy entró en los jardines de la enorme casa de los Harden. Miró sin muchas ganas las columnas de imitación clásica que adornaban el porche de entrada. Recordaba que, de niño, había jugado en aquel porche con su madre muy cerca, observándolo. Ella siempre se había mostrado demasiado posesiva y protectora con su único hijo, algo que, con los años, había causado algunas fricciones entre ellos. De hecho, su relación se había desmoronado con la marcha de Meredith Ashe. A partir de entonces, Cy había cambiado.
Colgó el sombrero en el perchero del vestíbulo y entró con aire distraído en el elegante salón. Ella estaba sentada en su sillón habitual, haciendo ganchillo. Levantó los ojos oscuros y le sonrió.
—Llegas temprano, ¿no?
—He terminado antes que de costumbre —contestó, sirviéndose un whisky solo antes de sentarse en su propio sillón—. Esta noche cenaré fuera. Los Peterson van a celebrar una charla sobre los nuevos contratos de minerales.
—Negocios, negocios. En la vida hay mucho más que ganar dinero. Cy, deberías casarte. Te he presentado a un par de chicas muy agradables que acaban de presentarse en sociedad y…
—No pienso casarme —dijo con una fría sonrisa—. Estoy curado contra eso, ¿te acuerdas?
—Eso… eso fue hace mucho tiempo —respondió su madre, palideciendo.
—Como si hubiera sido ayer. Ha regresado a la ciudad, ¿lo sabías?
—¿Ella? —preguntó su madre después de un silencio casi sepulcral.
—Sí. Meredith Ashe en persona. Le he dado trabajo en el restaurante.
Myrna Harden llevaba viviendo con su terrible secreto, y con su sensación de culpabilidad, desde hacía tanto tiempo que se había olvidado de que no era la única que lo sabía. Meredith también lo conocía. Irónicamente, la información que había utilizado para expulsar a Meredith de la ciudad podría volverse en su contra con resultados devastadores. El escándalo podía terminar de destruir la relación que tenía con su hijo. El pánico se apoderó de ella.
—¡No puedes hacer eso! Cy, no debes volver a relacionarte con esa mujer. ¿Acaso has olvidado lo que te hizo?
—No, madre, no me he olvidado. Ni pienso empezar una relación con ella. Una vez fue más que suficiente. Su tía ha muerto.
—No lo sabía —dijo Myrna, no sin cierto nerviosismo.
—Estoy seguro de que tiene facturas que pagar y cabos sueltos. Seguramente se marchará al lugar del que ha venido tan pronto como lo arregle todo.
—Ella va a heredar esa casa —comentó Myrna, que no parecía tan segura.
—Sí. Por lo menos tendrá donde resguardarse. No sé dónde ha estado todos estos años, pero sé que no tenía nada cuando se marchó de la ciudad —concluyó, tomándose el whisky como si fuera agua.
—Eso no es cierto. Tenía dinero.
—¿Acaso se te ha olvidado que Tony devolvió el dinero que, supuestamente, ella había robado?
—Estoy segura de que tenía algo de dinero —insistió, cada vez más pálida—. Segura.
—Jamás me creí que ella hubiera podido tomar parte en algo así. Tony nos contó la historia como si se la hubiera aprendido de memoria y Meredith me juró que él jamás la había tocado, que nunca habían sido amantes.
—Una chica así podría tener muchos amantes…
Los ojos de Cy se oscurecieron al recordar los momentos compartidos con Meredith, el fuego que había ardido entre ellos. Aún la veía temblando por lo mucho que lo deseaba. ¿Habría sido así con otro hombre? Se había sentido demasiado celoso y enojado para escucharla cuando su madre la acusó. Cy empezó a dudar de su participación en el robo sólo dos días después de que ella se marchara de la ciudad. Tony devolvió todo el dinero robado y Myrna insistió en que el muchacho no fuera arrestado. Todo muy conveniente. Todo después de que Meredith se marchara de la ciudad. Sin embargo, ella jamás había parecido culpable sino… derrotada.