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Anne Lister, curiosa y culta, aventurera y emprendedora, cautivadora e inquietante, divertida y seductora... La biografía de uno de los personajes más excéntricos, rebeldes y fascinantes del siglo XIX. «Un libro fascinante sobre una mujer extraordinaria».The Times «Combativa y valiente. Con este libro Angela Steidele retrata a una noble aristócrata inglesa amante de las mujeres y ávida de educación. La autora combina hábilmente diarios y cartas con sus propias investigaciones para crear una "biografía erótica"».Deutschlandfunk Kultur Anne Lister (1791-1840) fue una ilustre aristócrata de Yorkshire, intrépida viajera, audaz empresaria y, en una época en la que ser mujer ya era una tarea difícil, vivió abiertamente su homosexualidad. Decidió vestir siempre de negro y hablar con naturalidad de su desinterés hacia los hombres. Fue la primera mujer que escaló el Vignemale en los escarpados Pirineos, viajó hasta el Cáucaso y dormía con una pistola bajo la almohada. Tan osada como Don Juan y tan apasionada como Heathcliff, Anne no permitió que las costumbres de la sociedad de la Regencia la limitaran: aunque a los ojos de todos permaneció soltera, unió su vida en matrimonio con su acaudalada vecina, Ann Walker, en 1834. Sus numerosos diarios permanecieron ocultos durante décadas antes de que se descifrara el código que inventó para dejar constancia de los detalles eróticos de sus prolíficas conquistas. Estas confesiones, junto con sus cartas, cuentan la historia de una mujer extraordinaria, pero también hacen un retrato detallado e invaluable de la época en la que vivió. En este libro, original y rompedor, la célebre autora Angela Steidele brinda una perspectiva nueva de este personaje tan peculiar y fascinante, cuyas proezas han sido llevadas incluso a una exitosa serie de televisión.
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Edición en formato digital: abril de 2021
Título original: Anne Lister. Eine Erostische Biographie / Gentleman Jack. A biography of Anne Lister: Regency landowner, seducer & secret diarist
En cubierta: diseño de © Samantha Johnson
© Matthes & Seitz Berlin Verlag, Berlin 2017
All rights reserved by Matthes & Seitz Berlin Verlagsgesellschaft mbH
© De la traducción, Lorenzo Luengo
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Ediciones Siruela, S. A., 2021
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-18708-28-2
Conversión a formato digital: María Belloso
Prólogo. Descifrando los diarios de Anne Lister
Eliza (1791-1810)
Isabella (1810-1813)
Mariana (1813-1817)
«Kallista» (1818-1819)
Isabella, Mariana y Miss Vallance (1819-1822)
Las Damas de Llangollen (1822)
«Frank» (1823)
Mariana e Isabella (1823-1824)
Maria (1824-1825)
Mariana (1825-1826)
Maria (1826-1827)
Sibella (1828-1829)
Vere (1829-1832)
Ann (1832-1840)
John, Muriel, Vivien, Phyllis, Helena, Jill y Angela
Epílogo. Interpretando los escritos de Anne Lister
Agradecimientos
Cronología
Bibliografía
Notas
Mapas e ilustraciones
Gustaba a las chicas
y siempre les he gustado.
Ninguna jamás se me ha negado.
ANNE LISTER,
13 de noviembre de 1816
John Lister tenía siete años cuando su padre heredó Shibden Hall. Él y su familia se mudaron a la vieja casa solariega, en las cercanías de Halifax, en 1854. John creció entre huesos de ballena, pieles de tigre y un cocodrilo disecado. Cuando pasó a ser el señor de Shibden Hall, se dedicó a revisar los fajos de antiguos papeles, documentos y cartas que habían dejado allí las generaciones anteriores. Le cautivaron, sobre todo, los veinticuatro «Diarios y Anotaciones Personales de Mrs. Lister».1 Sus cubiertas veteadas estaban encuadernadas en suave piel de ternera, y las gruesas páginas tenían pulcros renglones en tinta negra. No obstante, la diminuta caligrafía no era fácil de leer; Anne Lister había utilizado numerosas abreviaturas, e incluso algunas partes estaban escritas en un código secreto.
A John le fascinó lo que logró descifrar. Anne Lister había estado muy involucrada en la sociedad y la política y había sido la única mujer entre los fundadores de la Sociedad Literaria y Filosófica de Halifax. Su diario era un auténtico venero de historia local. John Lister publicó una serie de extractos en el Halifax Guardian bajo el título «Vida política y social de Halifax hace cincuenta años». Había 121 fragmentos en total, que abarcaban el periodo comprendido entre 1887 y 1892.
A John le tentaba asimismo lo que no logró descifrar. ¿Qué podía ocultar aquel código secreto, compuesto de letras griegas y símbolos numéricos e inventados? Pidió ayuda a un amigo suyo, el anticuario Arthur Burrell, y este acertó a averiguar los equivalentes de la «h» y la «e» en virtud de su frecuencia de uso y de la posición que ocupan en las palabras: entonces, «tras revisar la mitad de la colectánea de escritos, encontramos sobre un trozo de papel estas palabras: “en Dios está mi...”. Enseguida advertimos que la palabra debía ser “esperanza” (hope); la“h” y la “e” confirmaron mis sospechas. Esa palabra había sido escrita en código. Teniendo esas cuatro letras casi seguras, comenzamos, muy entrada la noche, a encontrar ulteriores pistas. Concluimos a las dos de la mañana [...]. Descubrimos, tras un profuso examen, que la parte escrita en código era completamente impublicable”».2 Se trataba «del relato íntimo de las prácticas homosexuales entre Miss Lister y sus muchas “amigas”; solo unas cuantas mujeres se le escaparon».3
Cada una de las entradas aparecidas en los diarios de Anne Lister comienza explicando si ha tenido sexo la noche anterior, con quién y con qué frecuencia, y si el sexo se repitió a lo largo de la noche o por la mañana. Anotaba de manera rutinaria el número y la calidad de sus orgasmos y los de sus compañeras. Cuando despertaba sola, añadía una nota si se había masturbado. A Burrell todo esto le pareció «muy desagradable»4 y aconsejó a su amigo que quemase los diarios de inmediato. Lo que le molestaba no era solo que Anne Lister tuviera amantes de su propio sexo, y la magnitud de su número. Era el amor propio de Anne: también ella era una creación de Dios. No mostraba ningún desprecio hacia sí misma por su lesbianismo, ni desesperación, ni amargura, ni ansiedad. Lo que sí mostraba, en cambio, era una temprana manifestación de orgullo homosexual. Anne Lister no trataba de ocultar su diferencia; coqueteaba con ella.
John Lister dudó en seguir el consejo de su amigo. Aunque no pudiera plantearse una posible publicación, tampoco quería destruir aquellos diarios tan únicos. Así que los ocultó en una sala que daba al dormitorio de Anne Lister, y que muy probablemente esta habría utilizado como estudio. John hizo que retirasen los paneles de madera y pusieran allí unos estantes; después, con sumo cuidado, colocó los diarios y volvió a poner los paneles. Consiguió que la puerta que daba a la sala siguiera pasando inadvertida al añadirle nuevos paneles de madera. Al dejar, sin embargo, la ventana intacta, se aseguró de que los posteriores dueños de la casa reparasen en la existencia de la habitación.
Tras su muerte, Shibden Hall pasó a ser propiedad de la Halifax Corporation, que convirtió la casa en un museo. Tal y como John Lister había pretendido, los diarios de Anne Lister fueron descubiertos en el gabinete, y, una vez más, los pasajes codificados despertaron curiosidad. El bibliotecario municipal, Edward Green, localizó a Arthur Burrell, que le entregó el código, pero le advirtió de lo que «en el viejo Halifax se rumoreaba acerca de Miss Lister».5 El código, que había sido guardado en la caja fuerte de la biblioteca de Halifax, pasó a las manos de la hija de Edward, Muriel Green, en la década de 1930, y a las de Vivien Ingham y Phyllis Ramsden en la de 1960, pero antes tuvieron que garantizar que «ningún material inadecuado llegaría jamás al público».6
A lo largo de un siglo, apenas un puñado de bibliotecarios y archivistas de Halifax conocían lo que Anne Lister había escrito en código. Solo la llegada del movimiento de liberación de la mujer de los años setenta y ochenta despejó el camino para que Helena Whitbread (1988 y 1992) y Jill Liddington (1994, 1998 y 2003) pudieran publicar los diarios de Anne Lister sin ninguna censura. Hasta la fecha, cinco generaciones de estudiosos y editores de Halifax y la zona circundante han pasado años descifrando el código y la caligrafía de Anne Lister, revisando una abundante profusión de materiales. Por mi parte, he llevado a cabo un provechoso uso de las transcripciones y ediciones realizadas por los investigadores aquí mencionados, en especial las de Helena Whitbread y Jill Liddington, a quienes debo toda gratitud y respeto, y sin las cuales no hubiera sido posible escribir este libro. Aunque he visto los papeles y diarios originales de Anne Lister que se conservan en los archivos Calderdale, no quise transcribir ninguno de los pasajes codificados ni ninguna página nueva por mi cuenta. Mi propósito era muy distinto del que animaba a los acérrimos estudiosos de Lister; mi única intención era destilar la inconmensurable crónica del día a día de Anne Lister, y relatar la historia de sus amores y su vida rebelde en un solo volumen. He dejado que sea la voz de la propia diarista la que más se oiga, pues ella era consciente de que estaba escribiendo su vida: «Estoy decidida a no permitir que mi vida pase sin dejar un recuerdo privado que pueda leer en el futuro, quizá con una sonrisa, cuando el Tiempo haya helado el canal de esos sentimientos que con tanta frescura fluyen ahora».7
Anne Lister tenía catorce o quince años cuando se enamoró por primera vez. Ella y Eliza Raine tenían la misma edad y estaban en la misma clase en la escuela Manor House, sita en York. Ni Anne ni Eliza podían ser más distintas de las otras chicas. Eliza había nacido en Madrás y tenía la piel oscura y el cabello negro. Anne llevaba ropas raídas y era objeto de muchas miradas y burlas por ser diferente. «¡Me traía sin cuidado!».1 Quería aprender más de lo que correspondía a una chica, y recibió el apelativo de «la Salomón del colegio».2
Anne pudo acudir a aquel internado privado gracias a su tía y madrina, Anne Lister sénior, la menor de las hermanas de su padre Jeremy. El hermano mayor de este, James Lister, había sido nombrado heredero único de la casa familiar, Shibden Hall, que se hallaba en las proximidades de Halifax, al oeste de Yorkshire. Los hermanos pequeños de James —Joseph y Jeremy, Hannah, Phoebe, Martha y Anne sénior— no habían recibido casi nada. Sin una dote, ninguna de las hermanas podía casarse; las cuatro vivían en Shibden Hall junto a su hermano mayor, que, al igual que ellas, nunca se casó. El padre de Anne, Jeremy, tuvo que ocuparse de sus propias necesidades económicas. Se alistó en la infantería, fue enviado a Canadá y posteriormente luchó contra los rebeldes americanos en la primera batalla de la guerra de la Independencia, en Lexington y Concord, Massachusetts, en 1775. Ascendido a capitán, regresó a su país en 1783, entre los derrotados ingleses. En 1788, a los treinta y cinco años, se casó con Rebecca Battle, de dieciocho, que no tardaría en recibir una modesta herencia. En 1789, mientras Jeremy servía en Irlanda, Rebecca dio a luz a su primer vástago, un niño que moriría poco después. Al quedarse embarazada por segunda vez, sus cuñadas la invitaron a Halifax, donde la joven alumbró una niña el 3 de abril de 1791. La pequeña recibió el nombre de su tía de veintiséis años, «aquella que [...] me tomó en su regazo tan pronto vine al mundo, me dio el primer alimento que probé y me acogió en el seno de la Cristiandad».3
1 Mapa del norte de Inglaterra, Laura Fronterré.
Anne tenía dos años cuando Jeremy, haciendo uso de la herencia de Rebecca, adquirió la modesta Skelfler House, en Market Weighton, junto con los campos de alrededor y dos granjas en usufructo. Jeremy confiaba en vivir de los ingresos producidos por sus tierras, como hacía su hermano. Anne pasó los primeros años de su infancia en los montuosos paisajes de Yorkshire Wolds. Durante el resto de su vida, uno de sus «mayores placeres» de siempre sería dar «un buen paseo por el campo».4 Más tarde tuvo tres hermanos, Samuel, John y Jeremy, quien también moriría en sus primeros meses de vida, y una hermana. Cuando nació Marian, en 1798, Anne, que tenía siete años, también se vio beneficiada por ello; «mi madre me daba el pecho cuando mi hermana nació», recordaba Anne. «Tenía demasiada leche. Aquello me gustaba muchísimo».5
Aquello era lo único que abundaba en la casa de los Lister. Jeremy ganaba poco. Cuando tenía dinero, lo gastaba con poca inteligencia, y, hecho a los bruscos modales del Ejército, discutía a voz en cuello los asuntos domésticos. Mientras tanto, su hija mayor se estaba convirtiendo en un «ingobernable marimacho».6 «Huía de mi doncella y me mezclaba con los trabajadores. [...] Cuando mi madre me creía bajo techo, yo, de noche, ya me había escapado. Veía escenas de lo más curiosas, mujeres de mala vida, etc.».7 «Mi carácter estaba marcado por la curiosidad, y había sido así desde la cuna», escribió acerca de sí misma, «fui un auténtico diablillo. Me enviaron muy pronto a la escuela porque en casa no podían conmigo».En aquel tiempo, las niñas de la pequeña nobleza y las familias de clase media aprendían a leer y escribir en casa, y no se las enviaba a la escuela, al menos, hasta que tenían doce años. Anne, sin embargo, se incorporó a la Escuela Ripon para Niñas, dirigida por Mrs. Hague y Mrs. Chettle en el norte de Yorkshire, con tan solo siete años. «Me azotaron a diario, con alguna que otra excepción durante las vacaciones, a lo largo de dos años».8 Aparte de a «silbar muy bien»,9 Anne aseguraba que en la escuela no había aprendido nada. «Siempre estaba de charla con las niñas, en vez de aplicarme en mis libros».10 Sus profesores la consideraban «una niña extraña, que vestía de manera extraña, pero de aspecto refinado, muy despierta e independiente e incapaz de decir una mentira».11
Rebecca pensaba que su hija mayor era «a veces un poco pretenciosa».12 Se negaba a aprender a cocinar o arreglar la casa y dejaba que su madre se las apañara con la doncella el día de la colada. La única tarea doméstica de la que Anne no podía escapar era la costura, puesto que debía zurcir y remendar sus propias ropas. Para disgusto de su madre, Anne no quería llevar el obligado tocado de las niñas ni los sombreros poke ya que su prominente ala le limitaba la visión. Cada vez que Anne visitaba Shibden Hall, las cartas de Rebecca no dejaban de preguntar con inquietud por la manera en que su hija se vestía. El tío James y la tía Anne se llevaban mejor con su díscola sobrina que la madre de esta última. Anne respetaba a James, un hombre tranquilo, amante de los libros, y su madrina la trataba como a la hija que nunca tuvo. Tras una prolongada estancia en Shibden Hall, en 1802, a la edad de once años, se quedó a vivir allí durante casi un año entero desde agosto de 1803.
Shibden Hall había sido erigida a principios del siglo XV y pasó a ser propiedad de la familia Lister por vía matrimonial en 1619. La mansión, construida en ladrillo, salvo los tramos de madera de algunas secciones, y revestida toda ella de piedra, se alza hoy día en las afueras de Halifax, en medio de los Peninos. El viejo camino que llevaba desde Shibden Hall hasta Halifax era «tan empinado, tan escarpado, y a veces, también, tan resbaladizo», que Daniel Defoe creía que, «para una ciudad de tanto intercambio mercantil como esta [...], resulta muy engorroso y peligroso».13
Halifax había experimentado un enorme auge desde el siglo XVIII, lo que produjo un profundo cambio en su sociedad y su paisaje. Desarrollos técnicos tales como la hiladora Jenny y los telares accionados por máquinas de vapor habían industrializado la producción textil, que se extendía sobre todo por el norte y las Tierras Medias. A Manchester, «madre de la industria del algodón», se la llegaba a ver de lejos debido a sus «densas masas de humo negro y a sus largas chimeneas de ladrillo».14 A partir de allí, los comerciantes empezaron a construir enormes molinos que se desplegaban a lo largo de los valles del río, molinos en los que se fabricaban buenos tejidos ingleses. Los habitantes de los pueblos más desfavorecidos inundaban las ciudades prósperas, como la anteriormente insignificante Halifax, en busca de trabajo, aunque fueran trabajos por los que se pagaba una miseria. Para las familias de clase media propietarias de fábricas, el incremento de la riqueza se vio acompañado de la influencia política. Por su condición de miembros de la vieja aristocracia terrateniente, los Lister guardaban cierta distancia respecto a la nueva clase mercantil, aunque uno de los tíos de Anne, Joseph, participó en el negocio de los tejidos de lana, si bien sin demasiada fortuna. Gracias a su primera esposa, Joseph se convirtió en el propietario de la enorme y elegante Northgate House, en Halifax.
Mientras la industria se extendía por el valle, en la colina de Shibden Hall las cosas seguían funcionando a la manera tradicional. La hacienda, consistente en cuatro docenas de pequeños campos, ninguno mayor de tres hectáreas, fue arrendada. Una cantera, una pequeña y primitiva mina de carbón y un molino proporcionaban ingresos adicionales, complementados por los dividendos procedentes de las participaciones en el Turnpike Trust (peaje de carreteras) y la Calder and Hebble Navigation (peaje de canales). Aún no había cumplido doce años cuando Anne escribió a sus padres sobre la conveniencia de cosechar avena en Shibden Hall y reflexionó sobre el significado político e histórico-sociológico de «mi tema favorito, las cosechas».15 Recibía clases de las hermanas Sarah y Grace Mellin. Además de eso, el organista de la vieja parroquia de Halifax le daba clases de canto dos veces a la semana. «Prefiero la música al baile».16
Tras pasar un año con sus padres y hermanos en Market Weighton, donde el párroco local le enseñó latín, Anne ingresó, en 1805 o 1806, en la Escuela Manor House de York, considerada una de las mejores escuelas para chicas del lugar. El internado ocupaba el ala norte del King’s Manor, que en el siglo XIII había sido el palacio abacial y en la actualidad alberga una parte de la universidad. Junto con otras cuarenta chicas, Anne aprendió a leer y a escribir, además de matemáticas, geometría, astronomía, geografía, historia y heráldica.
2 Escuela de Manor House, York, 1822, grabado de Henry Cave.
El artista Joseph Halfpenny, que había publicado detallados dibujos arquitectónicos de la catedral de York, sita a solo dos minutos a pie de King’s Manor, era quien impartía las clases de dibujo. Anne mostró más talento para la música que para el dibujo. Practicaba a diario la flauta y el pianoforte, y también le gustaba tocar el tambor.17
En el colegio, Anne prosiguió sus inusuales lecciones de latín a petición propia, durante ocho horas a la semana. Aunque, al ser chica, no podía asistir a una escuela secundaria normal, seguía insistiendo en que quería aprender el lenguaje de las ciencias, al igual que lo hacían sus hermanos. «En cuanto a lo que hayan dicho de mí, me da absolutamente igual», afirmó. «Que me consideren un poco loca nunca me inquietará demasiado, mientras yo misma sea consciente de mi mens sana et mens recta».18 Anne no dormía en los dormitorios, sino que compartía una habitación en el ático con otra chica: Eliza Raine.
Para Anne y las demás chicas de la escuela, es posible que Eliza fuera la primera persona proveniente de otra parte del mundo que veían. El padre de Eliza, William Raine, había sido cirujano en un hospital de Madrás, en la costa suroriental de la India, hoy Chennai. Él y su esposa india —cuyo nombre se desconoce— tuvieron dos hijas, Jane y Eliza. Las dos niñas fueron bautizadas y se las consideraba ilegítimas, pero inglesas. Hablaban tamil con su madre y los criados, e inglés con su padre y los amigos de este. Uno de esos amigos era William Duffin, un colega de William Raine. Duffin y su esposa no tenían hijos y se encariñaron mucho con las pequeñas. En 1797, Duffin nombró a Raine su sucesor en el puesto de jefe de los servicios médicos de Madrás, y regresó a York. Cuando murió William Raine, tres años después, William Duffin fue su albacea testamentario y llevó a Eliza y Jane a York. Ambas niñas asistieron a la escuela Manor, Eliza como interna, mientras Jane residía con los Duffin en el 58 de Micklegate. Cada niña poseía 4.000 libras en una cuenta bancaria de Londres. Este capital, que producía suficiente interés para vivir, pasaría a sus manos cuando se casasen o cumplieran veintiún años. Por lo menos desde un punto de vista económico, más de uno las podría haber considerado un buen partido; pero su condición de «mestizas» las invalidaba para ser aceptadas en el seno de la sociedad.
Anne se enamoró perdidamente de la belleza de Eliza; treinta años después, y tras haber tenido incontables amantes, seguía recordándola como «la niña más hermosa que jamás he visto».19 Anne ayudaba a Eliza (que prefería el francés y el dibujo) con las matemáticas. Quizá fuera simple coincidencia que a ambas las hubieran puesto en la misma habitación. O quizá el personal quería apartar a esas dos niñas que tan poco encajaban con el resto. Fuera cual fuese el motivo de ello, Anne y Eliza no tardaron en disfrutar del aislamiento que proporcionaba su dormitorio. «Mi comportamiento y mis sentimientos me salían de un modo absolutamente natural, pues no los había aprendido de nadie, ni eran falsos ni contrarios al instinto».20 «Siempre he mostrado la misma conducta desde la infancia [...]. Nunca he cambiado y ningún esfuerzo de mi parte habría podido contrarrestarla».21
Eliza y Anne juraron permanecer unidas para siempre. Planeaban irse a vivir juntas en cuanto Eliza recibiera su herencia, en un plazo de seis años. Las niñas intercambiaron sus anillos para sellar su promesa. Les costaba mucho separarse durante las vacaciones, y ambas se alojaban con los padres de Anne en una casa que habían alquilado en Halifax («Skelfler no es ese pulcro lugar que solía ser»).22 Por aquel entonces, Jeremy había dejado el Ejército. La familia de Anne acogió muy bien a Eliza. Al igual que en la escuela Manor, Anne y Eliza compartían cama y dormitorio en la casa de los Lister, y no solo por razones prácticas. La sociedad de principios del siglo XIX estaba obsesionada con la virginidad, y se creía que las chicas estarían mejor protegidas de la seducción masculina si tenían cerca a una amiga íntima, que mantendría su corazón lleno y su cama ocupada. Aquel pánico que sentían los padres contribuía a que mujeres y niñas como Anne Lister y Eliza Raine gozaran de un buen número de libertades.
Tras pasar juntas las vacaciones de verano, solo Eliza regresó a la escuela Manor. Se dice que Anne fue expulsada, aunque no hay ninguna prueba de ello. Quizá lo que sucediera fuera que la tía Anne ya no podía continuar pagando la matrícula de su sobrina. Hasta que volvieran a encontrarse, las chicas acordaron seguir escribiéndose con frecuencia. Para asegurarse de que les llegaban todas las cartas y de que estas no caían en las manos equivocadas, Anne llevó un registro de su correspondencia. Dicha lista supuso el comienzo de su diario.
«El lunes 11 de agosto Eliza nos dejó. Recibí una carta suya el miércoles por la mañana de manos de Mr. Ratcliffe. Le escribí el jueves 14 por medio de Mr. Lund. Volví a escribirle el domingo 15; dejé la carta en la estafeta de Leeds el lunes siguiente; el 18 por la tarde recibí un paquetito suyo (Música, Carta y Lavanda)».23
3 Primera página del diario de Anne Lister, que comienza en agosto de 1806 con un listado de las cartas de la correspondencia que había mantenido con Eliza. Servicio de Archivos de West Yorkshire, Calderdale, SH: 7/ML/E/26.
Sin Eliza, Anne se consolaba con su hermano favorito, Samuel, de «las diarias molestias que continuamente acucian a nuestra desgraciada familia».24 A Anne le encantaba medirse con Sam, dos años menor que ella, en las artes «masculinas» (el ajedrez, la esgrima con espadas de madera, o traducciones del latín). Anne siempre ganaba. Al final, sin embargo, Samuel, de trece años, y John, de once, tuvieron que regresar a su internado en Bradford. Con la intención de que, algún día, uno de los hermanos heredase Shibden Hall, el tío James pagaba sus matrículas escolares para asegurarse de que al menos se les proporcionase una buena educación.
Anne recibió lecciones del teólogo Samuel Knight, de Halifax, en el otoño de 1806, y de él aprendió álgebra, retórica y lenguas clásicas, asignaturas todas ellas que convenían a un caballero en ciernes, pero no a una jovencita. Mientras se ejercitaba en el alfabeto griego, Anne escribía de vez en cuando en esa lengua las fechas y las horas en el listado de cartas que enviaba a Eliza o que recibía de ella (por ejemplo, Συνδαι Νοον por «mediodía del domingo»).25 Aquel octubre escribió su primera notita en inglés utilizando caracteres griegos. Se trataba de una nota referente a su correspondencia con Eliza, sus estudios con Mr. Knight y su menstruación.
Anne aprendía griego con el Nuevo Testamento, pero ya en 1807 estudiaba a Demóstenes, y un año más tarde a Homero, Jenofonte y Sófocles; también leía en latín las odas de Horacio. Los clásicos le interesaban no solo porque formaran parte del programa de estudios de cualquier jovencito, sino también porque Anne no tardó en advertir que la literatura clásica ensalzaba el erotismo y el deseo (al tiempo que se reía de ellos) en todas sus formas, sin la moralina cristiana. Las traducciones de su época censuraban cuanto se consideraba obsceno, así que a Anne no le quedaba más remedio que leer la poesía griega y latina en su idioma original. Durante sus lecturas, redactó una lista26 que explicaba el significado de palabras tales como clítoris, pedófilo, eunuco, hermafrodita y tríbade. En el Dictionnaire historique et critique, de Pierre Bayle (1695-1697, publicado en inglés en 1738), Anne se encontró con una entrada sobre Safo: «Debes saber que [...] su pasión amorosa abarcaba incluso a las personas de su propio sexo». Según Luciano, escribía Bayle, «las mujeres de la isla de Lesbos [...] sentían gran inclinación por dicha pasión», y las «jóvenes doncellas» de la isla habían hecho a Safo «tristemente célebre».27 Para Anne, las extensas entradas de Bayle resultaban «de lo másinteresantes»,28 y acudía de manera sistemática a sus referencias sobre Horacio, Juvenal y Marcial.
Este último escribió dos conocidos epigramas acerca de las mujeres que desean a otras mujeres; por ejemplo, el dedicado a una tal Basa, que en público se mostraba casta e inaccesible, pero follaba con mujeres en secreto; ningún otro verbo se ajustaría al original, pues Basa penetraba a otras mujeres con su «prodigiosa Venus»,29 su «prodigioso clítoris». Anne supuso que se trataba de un consolador, algo que también había encontrado en los textos clásicos.30 Otro de los epigramas de Marcial habla de una mujer llamada Filenis,
más ardorosa que un marido erecto,
se la mete a once chicas cada día.
Arremangada juega a la pelota
hasta cubrirse de amarillo con la arena,
y con músculo fácil las halteras
que encuentra muy pesadas el atleta
voltea, y hediente de palestra encenagada,
de su bien aceitado entrenador
se somete al azote. Y no cena
ni se reclina antes de haber potado
siete cuartos de vino,
a los que se piensa con derecho a volver
cuando de dieciséis albóndigas de atleta
ha dado buena cuenta. Después de todo esto,
si está libidinosa, no chupa —poco viril
lo ve—, sino que hasta devora el coño
de las chicas. Que te brinden los dioses,
Filenis, una mente acorde, a ti que consideras
que es viril comer coños.31
En ninguna otra parte podía leer una respetable niña inglesa del siglo XIX algo semejante. Anne Lister no se dejó turbar por la misoginia implícita de la Roma y la Grecia antiguas. Para ella, Basa y Filenis probaban la existencia de mujeres que amaban a las mujeres, confirmando así sus propios sentimientos. Hacía uso de la poesía erótica de Marcial tal y como este la había concebido: leyendo los libros «a una sola mano», en palabras de Rousseau. En sus diarios, varias de las entradas que versan sobre sus lecturas de textos clásicos están marcadas en los márgenes con una «X», que quiere decir masturbación.32 Algunos poemas «hacían incurrir en la cruz»,33 como ella lo llamaba.
Eufórica con sus lecturas, Anne imploraba a Eliza que aprendiese también latín y griego. Improvisó unos ripios para ella («¡Salve!, oh, pálida belleza encantadora»), cantándole un «elogio amazónico» a Eliza como un «poeta masculino»; al igual que aquellas antiguas mujeres guerreras sin hombre, le pedía a Eliza
que desprecies tu aguja, tu rueca, tus pasteles, tus tartas,
tus bollitos de queso y apreciadas natillas,
urgiéndola, por contra, a estudiar gramática y vocabulario, y adquirir la educación erótica que solo podían proporcionarle Anacreonte, Virgilio y Horacio: «ganarán, con tales conocimientos, tus amantes».34
Eliza tenía otros asuntos de los que ocuparse. Su hermana Jane creía haber encontrado al hombre de su vida, un tal Henry Boulton. Boulton había estado en Calcuta, compartía el amor de Jane por la India y quería regresar allí tan pronto le fuera posible. Al ser el cuarto vástago de su padre, Boulton, como había sucedido con Jeremy Lister, no tenía la menor esperanza de convertirse en heredero, de modo que no pudo sino buscar fortuna en el Ejército. Pese a las serias advertencias de su padre adoptivo, William Duffin, Jane se casó con Boulton en mayo de 1808 y zarpó junto a él rumbo a la India.
4 Carta de Anne Lister a Eliza Raine, 21 de febrero de 1808. La caligrafía de Anne Lister sería menos fácil de descifrar en sus ulteriores diarios. Servicio de Archivos de West Yorkshire, Calderdale, SH: 7/ML/A/8.
En sus cartas a Anne, Eliza descargaba su rabia contra la depravación de los hombres. Anne replicó con una anécdota acerca de Mme. Théroigne de Méricourt; aquella «amazona de la Revolución francesa» había luchado por proporcionar armas a las mujeres y había hecho buen uso de las suyas. Fue una «jovencita fantasiosa, y habría sido una de las más grandes mujeres de Francia si hubiera apreciado más las delicadas gracias y los irresistibles encantos que ciertamente poseía en grado sumo, hasta el punto de que un joven estaba tan enamorado de ella que le propuso matrimonio, a lo cual ella respondió apuntándole con una pistola al pecho y amenazándole con disparar si volvía a mencionar de nuevo el asunto».35
Eliza llegó a Halifax a finales de julio y ayudó a los Lister a mudarse de casa. La familia ya no podía permitirse seguir viviendo en aquella residencia y hubo de mudarse a una propiedad más pequeña, situada en el extremo norte de la ciudad. Samuel se burlaba de la nueva habitación, diminuta de verdad, de su hermana Anne, a la que llamaba «la caseta del perro».36 Eliza se mudó con ella a aquel pequeño habitáculo, y las dos jóvenes, a sus diecisiete años, fueron allí muy felices a todas horas del día: «felix a las ocho o felix por la tarde»,37 anotaba Anne. Inspirándose en sus estudios de lenguas clásicas, inventó su primer código cifrado.
Anne entendía que las hojas sueltas que utilizaba para escribir despertarían curiosidad. Nunca estarían a salvo de las miradas ajenas, ni siquiera en un cajón cerrado con llave. Si su intención era escribir todos sus pensamientos y experiencias sin excepción, el lenguaje o el alfabeto que emplease habrían de ser su escondite. Su madre, Rebecca, no sabía latín, pero a su hermano Samuel no le habría costado adivinar lo que se ocultaba tras la palabra felix. Aquel verano, Anne compuso su código secreto. Aunque pocas personas de su círculo más cercano hubieran podido descifrar las letras griegas en las que había escrito algunas de las anteriores entradas, estas seguían sin ser del todo seguras. Anne dejó de utilizar, pues, la sencilla transcripción fonética de palabras inglesas al alfabeto griego y en su lugar emplazó algunas letras al azar: en vez de «h» escribía θ (theta), y «l» se convirtió en δ (delta).38 Eliza aprendió el código por su cuenta y lo empleó a su vez en su diario, que comenzó a escribir a sugerencia de Anne.
Poco después, Anne perfeccionó su código con el añadido de diversos símbolos matemáticos y caracteres inventados para suplir letras sueltas, la omisión de los huecos entre palabras y también la sustitución de palabras completas por una única cifra. Estaba orgullosa de su alfabeto secreto por «la casi imposibilidad de que sea descifrado y la facilidad con la que lo he escrito».39
Tras aquellos felices días en la «caseta del perro», Anne acompañó a Eliza a Scarborough en septiembre de 1808, donde su tío James Raine vivía con su esposa y cuatro hijos jóvenes. Aquellos viajes para alojarse con parientes o amigos eran los únicos que una joven sin dinero podía realizar. Anne y Eliza pasaron tres semanas en el que, por aquel entonces, era el centro vacacional más sofisticado de Yorkshire y el primero de su clase. Al regresar a Halifax, Anne le presentó a Eliza a su alumna de piano, Maria Alexander. Las tres coquetearon mucho. Al final, Anne le confesó a Maria que estaba enamorada, pero no dijo de quién. Puede que se refiriese a Eliza... o quizá a la propia Maria. Según revela el diario de Anne, «tras el té, y a instancias de Eliza, me puse a Miss A sobre las rodillas y la besé».40 ¿Le confiaron Anne y Eliza su secreto a Maria? ¿Se sentía Eliza tan segura de su Anne que no le dolían sus flirteos? ¿O acaso Anne mentía en su diario, y el beso no tuvo lugar a sugerencia de Eliza? Nada induce a creer que Anne fuera siempre del todo sincera consigo misma. Adornar la realidad y engañarse a uno mismo son parte de las trampas, por no decir requisitos, de cualquier diario.
Durante la primavera de 1809, la comunicación epistolar entre Anne y Eliza fue menos constante. Aquel beso entre Anne y su estudiante parece que tuvo consecuencias. Para irritación de su padre, Anne pasaba gran parte del tiempo con Maria Alexander y su familia, que era de clase inferior. En cuanto a su relación con Eliza, no sentía el menor atisbo de culpa. «Mi mente era el elemento más práctico y espacioso imaginable. Aceptaba nuevas experiencias sin amazacotar ni incomodar a las viejas, y allí todas las cosas ocupaban su lugar apropiado».41 Mientras le susurraba dulces naderías a Maria Alexander, escribía versos para Eliza:
Pero tocarte es lo que he de hacer y haré.
Te quiero más que a nadie, pues aun
teniendo de ti herido el corazón
no poseo otra amiga sino tú,42
y ponía en práctica toda la retórica del amor en las escasas cartas que dirigía a su primera amada. A la «dulce luz de la luna», el murmullo de una corriente le traía a la mente «un millar de encantadoras escenas» junto a Eliza. «Vuelvo entonces los ojos a mi cama. Espero que este lugar, dentro de unos años, que acortarán la confianza en tus afectos, lo compartas conmigo y completes así mis deseos mundanos». Anne envió la hoja solo a medio rellenar. Eliza entendió la invitación que aquello suponía y, bajo las líneas de Anne, escribió que no sabía cómo pasar el tiempo hasta que pudiera estar unida del todo a ella. «Siempre te confiaré todos mis pensamientos y hasta el menor de mis deseos, ¿y no hará lo mismo mi W?».43 La W significa «Welly», apodo que Eliza le había puesto a Anne por Arthur Wellesley, primer duque de Wellington, que había conquistado la India, así como Anne había conquistado a Eliza.
Eliza notaba que algo había cambiado entre ellas. Para estar otra vez más cerca de su amante, convenció a su padre adoptivo, William Duffin, para que invitase a Anne a York en la temporada de invierno de bailes y conciertos, y las presentase a las dos juntas en sociedad. Aquel plan resultaba en verdad atractivo para Anne, cuyas circunstancias eran muy difíciles, dado que ahora discutía con sus padres más que nunca. Su padre no toleraba que su hija, ya en edad de casarse, vagase por las calles y los campos a solas, en especial cuando había caído la noche. Anne incluso había visitado a un tal capitán Bourne en sus habitaciones para que este le dejase ver sus pistolas; «quienes no la conocen sacan sus propias conclusiones», escribió una dama de Halifax, no sin pesar, «pues Anne es una compañía tan agradable que yo misma hubiera podido escucharla hasta haberme olvidado de ello».44
Ardiendo en deseos de visitarla, Anne anunció a Eliza que llegaría el 1 de diciembre de 1809. «Prometo no alarmarte con espadas o pistolas o, a la manera de Orfeo,echar abajo la casa con música. Ninguna flauta, ningún pífano, ningún tambor te turbará, al menos en la parte que me toca, ni armaré ningún jaleo que haya de sobrecoger a ninguno de los vecinos». Escribió con total franqueza a Eliza de lo excitada que estaba «por verme contigo en la misma habitación, y le deleitaba saber que pronto, muy pronto, podré contarte de una manera más agradable lo que mejor se aviene a mi lengua que a mi pluma. Estoy deseando imprimir sobre tus labios toda esa sinceridad pura y ese cálido afecto que en el papel no llegan a ser más que su sombra».45
Durante las cinco primeras semanas, Anne y Eliza disfrutaron de la temporada en York. A la ciudad romana se la consideraba la capital del norte. Mientras Bradford, Leeds y Manchester aún seguirían creciendo de tamaño y en importancia industrial a lo largo de las siguientes décadas, York se mantuvo como el centro histórico, cultural, administrativo, cívico, religioso y militar. Los visitantes llegaban en riadas desde muy lejos para asistir a sus conciertos, exposiciones, bailes y galas. Anne y Eliza vieron el 22 de diciembre a la primadonna assoluta Angelica Catalani, que era la sensación de Inglaterra, y, a decir verdad, de toda Europa. Por primera vez, Anne Lister pudo saborear un poco del gran mundo.
A comienzos de 1810, la gripe puso un brusco punto final a la temporada. Aunque ella misma había enfermado, Anne se apresuró a regresar a Halifax, donde su familia temía por la salud de su hermano John. Anne lo cuidó y se turnó con Samuel por las noches para atenderlo. John murió una semana después, el 24 de enero de 1810, poco antes de su decimoquinto cumpleaños. Samuel era ahora el único heredero varón de los Lister de Shibden Hall.
Tras aplicarse emplastos de mostaza para tratar su enfermedad, Anne regresó a York junto a Eliza y los Duffin. Un mes más tarde, sin embargo, las chicas tuvieron que separarse de nuevo. Una vez concluida su vida escolar, y hasta que se casase, Eliza tendría que vivir en Doncaster con una enfermiza e irritable prima treinta y cinco años mayor que ella, tal y como exigía el testamento de su padre. Lady Crawfurd insistió en acoger a Eliza, pues William Raine le había concedido una pensión de 170 libras al año si se hacía cargo de ella. El dinero no le iba a venir nada mal, pues desde que se había divorciado de su marido había tenido que subsistir con una pensión anual de 130 libras. Aunque Eliza había jurado que se llevaría bien con su prima, ya en la primera semana estallaron las primeras discusiones. «Me atosiga todo el tiempo y solo me muestra ira, irritación, qué digo, el rencor que me tiene cada vez que cualquier cosa, sea o no de índole doméstica, se desvía, aunque solo sea un poco, de sus deseos».46 Eliza comprendía ahora por qué su hermana, que también se había visto obligada a vivir con Lady Crawfurd tras dejar la escuela, había tenido tanta prisa por casarse.
El matrimonio de Jane, entre tanto, había fracasado. En cuanto Henry Boulton emprendió sus negocios en Calcuta con las 4.000 libras de su esposa, la puso de patitas en la calle. Jane regresó a Inglaterra sin dinero y sin acompañante. El viaje duró nueve meses. Cuando volvió a poner un pie en suelo inglés, estaba embarazada. ¿La habían violado durante el viaje, o se había visto impelida a prostituirse? Para la buena sociedad, la diferencia tenía tan poca relevancia como el injusto trato que Henry Boulton le había infligido. Sería ella la que se vería marginada. Eliza le rogó a Anne que intercediese ante Mr. Duffin en nombre de su hermana. Al final, este consiguió que Jane diera a luz en la casa de un amigo suyo; pero Jane no podría volver a dejarse ver por York, y Eliza y Anne fueron advertidas de que debían evitarla.
En su exilio involuntario en Doncaster, Eliza se sentía «en ocasiones ociosa por la falta de tu compañía». Escribía a Anne una carta tras otra, rogando al menos breves epístolas»47 de su «querida Lister», como llamaba ahora a su «marido». «Me he sentido enorme y profundamente decepcionada al ver que me has olvidado», se lamentó Eliza; «si te importan en algo mis sentimientos, respóndeme a vuelta de correo, dime a qué se debe este olvido».48 Anne respondió a esta carta tan larga como apremiante asegurando que no había recibido ningún correo suyo. Aquello no engañó a Eliza, pero escribió: «dejar de amarte es dejar de vivir».49
Como estaba previsto, Anne llegó de visita a Doncaster el 30 de abril de 1810. Solo cuatro días después, Lady Crawfurd sospechó que Anne y Eliza estaban «confabulándose para conspirar de alguna retorcida manera en mi contra». Años después, Lady Crawfurd aún se referiría a Anne como «el diablo encarnado».50 Anne interrumpió su estancia allí tras solo una semana. «Este hecho, créeme, querida L, me ha producido más dolor que toda la sarta de insultos e indomeñable ira lanzada contra mí».51 Tras un gélido silencio, el 10 de mayo Eliza le refirió a Lady Crawfurd que estaba «decidida a abandonarla, cosa que ella interrumpió para decirme que no estaba en contra».52
Pero ¿adónde iba a ir? Cuando llegó a York, Anne le contó a Mr. Duffin la ordalía que Eliza había sufrido con Lady Crawfurd. En Halifax recurrió a su antigua profesora, Miss Mellin, y solicitó para Eliza un puesto en su escuela que incluyera cama y manutención. Anne hizo cuanto pudo por ayudar a Eliza, y al mismo tiempo para librarse de ella con elegancia.
Mientras en Doncaster aguardaba nerviosa a liberarse de Lady Crawfurd, Eliza creía saber los motivos que se ocultaban tras la repentina escasez de cartas procedentes de Anne. «¿Es que York, mi querida amiga, me ha borrado de tu recuerdo? No puedo creerlo. Espero que nada pueda hacer que descuides el proporcionarme placer; poco imaginas el dolor que me has causado».1 Lo que Eliza, de manera aprensiva, llamaba «York», en realidad se llamaba Isabella Norcliffe. Isabella era seis años mayor que Anne, y pertenecía a una respetada familia adinerada. Su mayor pasión era el teatro. Isabella asistía a cada nuevo estreno, y su «talento para la escena es sin duda de primer orden».2 En una ocasión representó para Anne cómo el célebre Talma había interpretado a Hamlet. El hábitat natural de Isabella, sin embargo, era el campo. Tib, como la apodaban, era una buena amazona, capaz de recorrer los veintidós kilómetros que separaban York de la casa solariega de los Norcliffe, Langton Hall, en tan solo una mañana; era también experta en conducir carruajes. El pasatiempo favorito de Isabella consistía en cazar a primera hora de la mañana a solas con su padre —«es el vivo retrato de su padre en todo»3— pero tampoco desdeñaba las cacerías de más abultada concurrencia. «Me he entregado en cuerpo y alma a la caza, y no puedo pensar ni soñar con nada que no sean caballos, jabalíes y galgos. [...] De momento no me he caído, con lo cual me aplico con mucha osadía».4 Al igual que Anne, que dormía con una pistola bajo la almohada, a Isabella le encantaban las armas de fuego. «Nuestros caracteres se avienen de una forma muy especial, anotó Anne; había una profunda semejanza natural entre nosotras».5
En cuanto Anne mencionó por primera vez a Isabella en una carta a Eliza, la amante despechada intentó disimular sus celos. «Me encanta saber que gozas de una compañía tan encantadora como Miss Norcliffe; nunca dudé de que harías amigos allí donde fueras».6 «Me considero digna de tu amabilidad y tu cariño»,subrayó, para después añadir: «supongo que alguna vez pensarás en mí, y que me desearás con ternura todo lo bueno».7La adulación de Eliza, sin embargo, ya no le arrancaba a Anne desgarradas promesas de amor. Eliza dio un paso más y le recordó a Anne que «llegará el día en que al menos te podré ofrecer una prueba más sustancial de gratitud que las meras palabras».8 Pero ni las alusiones a su intimidad sexual ni a sus 4.000 libras consiguieron que Anne compartiera con Eliza los lamentos por su separación física; «tan feliz, tan despreocupada y tan dichosa»9 se sentía en York, donde iba y venía de la casa de los Duffin, en Micklegate, al hogar de los Norcliffe, en Petergate, junto a la catedral.
A los Duffin —ambos ya sexagenarios— les gustaba Anne, y la invitaron a su casa de verano en Nunmonkton, a las afueras de York, a finales de mayo de 1810. En el grupo de la Casa Roja se encontraba también Mary Jane Marsh, soltera de poco más de treinta años, compañera de la enfermiza Mrs. Duffin y amante de Mr. Duffin. Eliza no tardó en unirse al grupo. Tan pronto Miss Mellin le envió aviso para que acudiera a la escuela, hizo llegar sus pertenencias a Halifax bajo la lluvia de maldiciones que le dedicó Lady Crawfurd, y marchó directamente a los brazos de sus padres adoptivos y su amante. A Anne, sin embargo, le molestaba el abatido humor de Eliza, del cual ella era en parte la causa. «Nada me sorprende más que el hecho de que una persona de sólido criterio y firme juicio tenga mal humor. Es menos frecuente que el mal temperamento [...] nos los produzca la naturaleza que los malos hábitos y una débil oposición a nuestras peores pasiones; enfermedad esta que la mayoría puede prevenir, y todo el mundo curar».10
Cuando llegó el momento de que Anne regresara al hogar de sus padres en Halifax, pidió a la siempre alegre Isabella que se encontrase con ella de camino a York. Encantada, Isabella reservó un día entero para Anne. Las dos subieron hasta Clifford’s Tower, la ruina medieval de York, e intercambiaron confidencias. Anne le dijo a Isabella que había estado contándole a Eliza todo sobre ella. Isabella, a su vez, le confesó a Anne que «había estado viéndose con el único hombre que podía hacerla feliz». Años más tarde, al recordar aquel día, Anne comentó: «Poco imaginaba Isabel lo que ocurriría después».11
Tan pronto Eliza regresó a York con los Duffin, Isabella Norcliffe hizo una visita sorpresa a la casa de Micklegate con el propósito de conocer a la amiga íntima de Anne. De inmediato, tras el encuentro, Isabella escribió a Anne: «Me costó mucho no perder la compostura al conocerla; el recuerdo de las conversaciones que ambas habéis mantenido sobre mí se abrieron paso en mi mente con tanta fuerza que no me veía capaz de pensar en otra cosa; sin embargo, tengo suficiente control sobre mí misma como para haberlo mostrado [...]. Como podrás imaginar, tú fuiste el principal tema de conversación, y su opinión coincidía tan exactamente con la mía que no pude evitar considerarla una chica muy sensible e inteligente».12
Eliza, por su parte, brindó a Anne un informe detallado del encuentro nada más llegar a Halifax. «Pasamos el día juntas, dejando que las horas corrieran como por acto de magia mientras hablábamos de ti», escribió Anne a Isabella sobre aquel momento. «A menudo le causabas un revelador sonrojo, aparte de enseñarle una extraña gama de sensaciones que ella era tan incapaz de reconocer como quizá reacia a hacerlo. ¿Cómo diantres lo consigues? Pues, sin duda, tienes el talento, no sé si feliz, de hacer maravillas con algunas personas. Si te soy sincera, no has dejado de estar en la mente de Eliza ni en “el sueño de la medianoche ni en los ensueños diurnos”. No puedo sino reírme al imaginar que ella, que podría permanecer sentada horas y horas abatida en algún tranquilo rincón, escuchando y observándolo todo sin dejar escapar el menor sonido, fuera a encontrar así, tan de pronto, tanta magia en una palabra o en una mirada tuya. Desde luego, Isabella, en algunas cosas eres la chica más rara que he conocido jamás. Al menos en esto superas con creces mi capacidad de comprensión; explícame, pues, los arcanos de esas maneras tuyas que de inmediato te hacen para algunos tan singular y tan encantadora [...]. Después de lo que Eliza me ha dicho de ti te amo diez veces más».13 Aquellas insinuaciones, sofisticadas y retóricas, más bien intimidaban a Isabella. La joven se mostraba renuente a responder a la petición de Anne de que la escribiese, «pues estoy del todo convencida de que mis cartas son incapaces de proporcionar diversión o enseñanza a ser humano alguno y en especial a ti, que eres tan superior a mí en todo».14 Pero Anne no se rendía. «Te conozco desde hace muy poco. Te amo Dios sabe con qué pureza y sinceridad», le escribió. «Cuéntame, como me prometiste, tus más secretos pensamientos, y no temas confiar a mi pecho cualquier cosa que te atrevas igualmente a confiar al tuyo. Escríbeme, Isabella, tal y como me hablarías [...]. Dime, en resumen, cualquier cosa y todas las cosas, pero a quien con tanto cariño adora cuanto haces no le digas que tus cartas no merecen ni lo que cuesta un sello».15
5 Mrs. Duffin en York, acuarela original de Mary Ellen Best, en The World of Mary Ellen Best, de Caroline Davidson (Chatto & Windus, 1986).
Anne escribía a Isabella desde su caseta, pues se había ido a vivir otra vez con sus padres. Eliza alquiló unas habitaciones en el vecindario y acudía a cenar con ellos a menudo. Había cierta tensión en el ambiente. El 14 de agosto Eliza escribió en su diario: «Mi querida L y yo nos hemos reconciliado», solo para escribir dos días después: «L y yo tuvimos algunas diferencias que felizmente se solucionaron antes de que terminase el día, pero acabé muy enferma». Al día siguiente, Anne la compensó por todo. «Mi marido vino y por fin tuvo lugar una feliz unión».16
El hecho de que Anne prefiriese visitar a Eliza en vez de ayudar en la casa de sus padres provocó «toda clase de celos y peleas las veces que acudía a visitarla».17 En sus cartas a Isabella, Anne no mencionaba las «desagradables escenas que tenían lugar en casa»,18 ni su difícil relación con Eliza. Aunque prefería los largos paseos, escribió a su nueva amiga amazona sobre el «muy brioso caball(it)o» que su padre le había regalado, un animal al que «apenas podía controlar. En cuanto uno lo monta, se pone a brincar y saltar, y como no soy un jinete muy seguro sino más bien cobarde y poco metódico, me atrevo a decir que, como los héroes de Homero, habré de morder el polvo».19 Tampoco mencionó sus estudios de matemáticas y griego con Mr. Knight en sus cartas a Isabella, a quien los asuntos académicos le producían nulo interés, confiando que «mi sudor no huela tanto a lámpara como para resultar desagradable a los delicados nervios olfativos de mi adorada Isabella. Créeme que ruego con el mayor fervor que nunca merezca ser contada entre esa odiosa clase de animales comúnmente llamados “damas eruditas”».20
En enero de 1811, Anne contrajo la fiebre escarlata. Eliza cuidó a su amante y solicitó el consejo médico de William Duffin, en York. Cuando la convaleciente le escribió en febrero para darle las gracias, los Duffin invitaron a Anne a la casa, pero no a Eliza. Anne estaba encantada de alejarse de Halifax, de sus padres y de Eliza, y volvió a vivir en York en abril de 1811 bajo el cuidado de Miss Marsh. «Realmente es como una madre para mí».21 Sobre todo, sin embargo, disfrutaba de su reencuentro con Isabella. «Amo a esa Chica encantadora con todo mi corazón».22
Las dos se hicieron inseparables aquella primavera. El cortejo de Anne había tenido el efecto deseado en Isabella, y la sociedad de York alentó su intimidad. A sus veinte años, Anne Lister era considerada una mujer muy sensata. Llevaba una vida ejemplar y sermoneaba a sus amigos: «espero que deis un paseo muy largo cada día, os levantéis pronto por la mañana y os acostéis temprano de manera habitual».23 A Isabella, que tenía veintiséis años, le decía: «el cielo te ha dado mucho más de lo que suele conceder al común de los mortales. Invierte bien tus talentos y pronto serás rica».24 Anne incluso le aconsejó a Isabella que fuese prudente con sus comidas, pues «comía en abundancia y bebía con largueza»25, hasta el punto de tratarse cualquier dolencia con un trago de coñac. «Más mueren de comer demasiado que de comer demasiado poco»,26 le escribió Anne, a quien bastaba con dos comidas al día: un desayuno tardío y una cena a última hora de la tarde. Tampoco se permitía «todas las libertades de un hombre»,27 como sí hacía Isabella, que era todavía más chicazo que Anne y a menudo decía palabras malsonantes..., si bien de un modo tan original que Anne llegó a querer confeccionar una lista de sus juramentos. Aparte de eso, al no sospechársele relaciones con hombres, a Miss Marsh le parecía que Anne podía ser «la salvación de Isabella», cosa que a la propia Anne le resultaba «halagadora sobremanera».28
Mientras tanto, Eliza estaba aprendiendo a bailar la cuadrilla con el padre de Anne, en Halifax, y seguía pasando tiempo con los Lister: «anoche tu madre no te dedicó el cumplido de que lamentaba tu ausencia, cosa que hizo que nos peleáramos en broma».29 Incluso tomaba el té a solas con Samuel, se apresuró a contarle la tía Mary, segunda esposa del tío Joseph de Northgate House, a su sobrina en York. «Cada vez estoy más unida a él, se parece mucho a ti, y su talante es benévolo y afable»,30 escribió Eliza a Anne. Más que nada para huir de las «desagradables tareas de la casa»,31 Samuel, el único hijo varón de los Lister y heredero de Shibden Hall, se estaba planteando enrolarse en el Ejército, tal y como había hecho su padre. «Tu madre está muy disgustada con Sam, a menudo se pelean a causa de la atracción que este siente por el Ejército; sus ideas son tan opuestas como podrás imaginar, el Muchacho se muestra cada vez más impaciente y su Madre no menos desdichada».32 Rebecca no se salió con la suya. En el otoño de 1812, Samuel Lister entregó a Eliza Raine un mechón de sus cabellos, zarpó rumbo a Irlanda y se presentó ante el 84.º Regimiento, en Fermoy, cerca de Cork. En cada carta que escribía a su hermana Anne, enviaba recuerdos para Eliza.
Debido a la decisión de Samuel Anne comprendió las limitaciones que le suponía su condición de mujer. No podía estudiar ni dedicarse a una profesión, y si quería evadirse de su depresiva vida doméstica dependía de que la invitase a hacerlo algún benévolo extranjero. «Nunca hasta este momento he sentido el deseo de verme liberada de la esclavitud de las enaguas, que solo apenas consigue someter a su tiranía a una mente elevada. Pero ¡qué le vamos a hacer! El descontento parecería locura, y murmurar no implicaría otra cosa que acusar a los decretos de ese mismo Cielo que impartía las órdenes. A veces podría llegar a envidiarte, si tal cosa no fuera impía e injusta»,33 le escribió a su hermano. Al ser ella la mayor, no escatimaba en consejos no solicitados. «No olvides nunca ser puntual y atento al escribirlos»—refiriéndose a sus tíos y tías de mejor posición económica de Shibden Hall y Northgate House—: «es la mejor manera de ganarte sus favores».34 «Y, ante todo, escribe un diario. Sean cuales sean los quebraderos de cabeza que este proyecto te pueda dar al principio, réstales importancia, pues poco significan comparados con el placer y la satisfacción que constantemente proporcionará a tus amigos, y, andando el tiempo, también a ti. Aunque escribir es un incordio, y quizá una tarea difícil si no estás acostumbrado a ello, con la práctica no tardarás en adquirir destreza, lo que compensará en gran medida el esfuerzo y la mortificación de adquirirla. [...] Permíteme que te aconseje que hagas las anotaciones de los sucesos del día cada noche, antes de irte a la cama».35
Ningún diario de Anne escrito durante aquellos años ha llegado hasta nuestros días. Sus primeras anotaciones, diez pliegos sueltos escritos en una letra muy apretada, concluyen en febrero de 1810. Es probable que Anne hubiera decidido ceñirse a ese método, pues hay otro pliego suelto, fechado en marzo de 1813, al que está claro que le falta el contexto. Solo a partir de 1816 sus diarios se encuentran completos.
6 Isabella Norcliffe (a la izquierda) y su familia en Langton Hall, acuarela original de Mary Ellen Best, en The World of Mary Ellen Best, de Caroline Davidson (Chatto & Windus, 1986).
Así pues, pocas evidencias tenemos acerca de cómo transcurrieron los primeros años de relación entre Anne e Isabella. A juzgar por comentarios posteriores, cabe concluir que, ante todo, fueron felices. En mayo de 1812, mientras aún vivía con los Duffin en York, Anne escribió a su hermano para decirle que Isabella y ella eran inseparables, que se pasaban juntas días enteros y que acudían al teatro por las noches. En octubre de 1812, Anne visitó por primera vez a Isabella en Langton Hall, cerca de Malton, un lugar que incluso hoy día sigue siendo un aletargado villorrio de los Yorkshire Wolds. El padre de Isabella acababa de gastar un montón de dinero en la reforma de su casa de campo. Anne nunca había residido en un lugar tan elegante como aquel.
Durante las dos últimas semanas de su visita, se unió a ellas la «amiga más íntima» de Isabella, Mariana Belcombe, cuya mera presencia bastó para«que la última quincena nocturna de nuestra estancia resultase el doble de interesante».El 1 de diciembre de 1812, una desenvuelta Isabella, su hermana Charlotte, Mariana Belcombe y Anne tomaron el carruaje de los Norcliffe para ir a la casa de York de estos, en Petergate, entre carcajadas y risas de excitación que se prolongaron toda la noche. «Para solaz de nuestro grupo, la primera noche nos metimos todas (en dos camas, eso sí) en la misma habitación».36 Anne siguió gastándole bromas a su nueva amiga Mariana en York durante dos semanas mientras Isabella visitaba a sus parientes en el campo. Después, el 14 de diciembre, Anne acudió a Halifax con Isabella, tras año y medio sin ir a la ciudad. «Me temo que nuestra casa no es la más normal»,37 le advirtió, al parecer, a Isabella.
El momento fue meticulosamente planeado: Eliza Raine había abandonado Halifax dos semanas antes. Sin Anne ni Samuel, no había nada que la retuviese allí. Samuel no le había hablado de sus intenciones y, aun así, ella habría seguido prefiriendo a la hermana. Eliza había enviado a Anne un melancólico recordatorio de su aniversario y de su vigesimoprimer cumpleaños, fecha con la que tiempo atrás ambas habían soñado. Pero Anne se había cansado de Eliza. Ya no la necesitaba —ni a ella ni a sus 4.000 libras— para librarse de sus padres. Gracias a sus encantos, su ingenio y su inteligencia, había conseguido lo que Eliza no pudo conseguir: en York los Duffin le habían proporcionado alojamiento, al igual que los Norcliffe. Comparada con la vivaz Isabella y su adinerada familia, que poseía una casa en la ciudad y otra en el campo, la ilegítima Eliza, huérfana y medio india, se antojaba una mala candidata. Anne dejó pasar, de forma deliberada, aquel recordatorio de un futuro en común. Eliza jamás recibió de ella unas palabras de despedida. «Nunca me había ocurrido que una persona empezara a gustarme menos porque otra persona me gustase más», escribió Anne; «todos mis demás amigos ocuparían sus lugares de siempre, y seguiría sintiendo hacia ellos el mismo cariño».38 Cuando Eliza se dio cuenta de que no tenía sentido seguir esperando, se marchó a Hotwells, en Bristol, para pasar el invierno en un clima más suave y mantenerse ocupada estudiando «obras filosóficas profundas».39 «En términos generales, que se haya marchado de estas tierras me viene bastante bien, escribió Anne a su hermano; gracias a eso, la casa se ha vuelto muchísimo más agradable».40
No obstante, aun sin Eliza, el hogar familiar de ningún modo era tan acogedor. Anne se lamentaba de que su padre «fuera lo menos parecido a un caballero».41