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Haim Omer y su equipo nos presentan una solución teórica y práctica para esta situación alarmante mediante La Nueva Autoridad, un modelo que es el resultado de un proceso largo y polifacético de pensamiento y acción, que se ha puesto en práctica en numerosos centros educativos en todo el mundo. Esta obra presenta múltiples ejemplos de situaciones de acoso escolar, boicot, violencia, delincuencia, abuso sexual, adicciones, intimidación, etc., resueltas a través de esta nueva autoridad cuyas claves son las transparencia y la voluntad de resolución del conflicto que involucra a todos en conjunto y no de manera aislada: agresor, víctima, familia, profesorado, dirección escolar, policía local, servicios sociales, y los alumnos y alumnas, cuya participación es fundamental sobre todo en los casos menos visibles de acoso emocional. Este libro se complementa con la otra obra publicada por Morata de Haim Omer Resistencia pacífica. Nuevo método de intervención con hijos violentos y autodestructivos (2017), que describe los procesos de escalada de violencia que tienen lugar entre padres e hijos y provee de pautas para prevenirlo.
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Haim Omer
La nueva autoridad: familia, escuela, comunidad
© 2018 Haim Omer
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© EDICIONES MORATA, S. L. (2018)
Nuestra Sra. del Rosario, 14, bajo
28701 San Sebastián de los Reyes (Madrid)
Derechos reservados
ISBNpapel: 978-84-7112-877-5
ISBNebook: 978-84-7112-878-2
Depósito legal: M-8.410-2018
Compuesto por: MyP
Printed in Spain – Impreso en España
Imprime: ELECE Industrias Gráficas, S. L. Algete (Madrid)
Imagen de la cubierta: Grafiti del Joker realizado por Twe Prod, Twe Crew. Reproducida con autorización
Nota de la editorial
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A mis cinco hijos que me enseñaron todo lo que sé sobre impotencia parental.
Introducción
CAPÍTULO 1: La nueva autoridad
La experiencia de la autoridad en el pasado y en el presente.—La experiencia del fracaso al intentar restaurar la autoridad tradicional.—Experimentar la nueva autoridad.
CAPÍTULO 2: Atención vigilante. Coautores: Idan AMIEL e Iris SHACHAR
Elementos de la atención vigilante.—Privacidad y atención vigilante.—Una cuestión de confianza.—Los diferentes niveles de atención vigilante.—A. Diálogo abierto.—B. interrogatorio directo.—C. Acciones unilaterales.—A. Preparación emocional y práctica.—B. Crear una red de apoyo.—C. Medidas contra la escalada.—La llegada a la escena.—La atención vigilante dentro de casa.—a) Atención abierta.—b) Atención centrada.—Acción unilateral.—Robo.—El uso de la privacidad para realizar actividades prohibidas con los amigos.—Ordenadores e Internet.
CAPÍTULO 3: La violencia infantil en el hogar. Coautor: Irit SCHORR-SAPIN
Vulnerabilidad y vergüenza.—“¿A quién perteneces?”.—La red de apoyos y redimir a la víctima, de sentirse abandonada.—El sistema de apoyo y el cambio de estatus de los padres.—“¡Tienes que demostrarle quién manda!”.—Aumentar el nivel de vigilancia.—La sentada.—Transparencia, documentación y opinión pública.—Actos de reparación.—Violencia emocional.
CAPÍTULO 4: Recabar apoyo en el centro docente. Coautores: Keren FATAL-ASHER, Rita IRBAUCH e Idan AMIEL
Recabar apoyos y construir alianzas.—Una alianza entre el profesorado y ???.—La alianza entre el profesorado y las familias.—Las funciones del equipo de contacto.—Creación del equipo de contacto.—Instrucciones para los miembros del equipo de contacto.—Ejemplo.—La dirección del centro y la nueva autoridad.—La alianza con el alumnado.
CAPÍTULO 5: Presencia y supervisión en el centro escolar. Coautores: Liron ON, Keren FATAL-ASHER, Hila BERGER y Rakefet KATZ-TISONA
Presencia física.—Presencia emocional-moral.—Presencia conductual.—Presencia interpersonal.—Presencia de la red.—La presencia en el aula.—Expulsión temporal y presencia.—Procedimiento de “expulsión temporal con presencia”.—La presencia parental en el centro escolar.—El mentor de presencia.—Sistema de alerta.
CAPÍTULO 6: Difusión y reparación. Coautores: Efrat GILLIS GROBSTEIN, Nitzan LIFSCHITZ y Keren FATAL-ASHER
Liderazgo y difusión en situaciones de amenaza.—Modelos de difusión y su papel en la campaña contra la violencia.—Medidas de reparación.
CAPÍTULO 7: Cómo implicar a los alumnos en la campaña contra la violencia. Coautores: Georg ROESSLER, Yoni TSHOUNA y Keren FATAL-ASHER
Cómo lograr que los chicos ejerzan la resistencia pacífica para luchar contra la violencia.—El papel central de los niños en la nueva autoridad.
CAPÍTULO 8: La nueva autoridad en la comunidad. Coautores: Uri WEINblatt y Carmelit AVRAHAM-KREHWNKEL
Patrullas de padres.—El policía de la comunidad.—La policía local en el centro escolar.—Autoridad y comunidad.—Sensibilización.—El equipo de dirigentes y sus funciones.—Obstáculos en el proceso de introducción la nueva autoridad en la comunidad.—El círculo de la nueva autoridad.
Bibliografía
Otras obras de Ediciones Morata
El propósito principal de este libro es responder a las siguientes preguntas: ¿Qué tipo de autoridad adulta es apropiada para una sociedad libre y pluralista? y ¿cómo se puede lograr?
La degradación de la autoridad educativa y parental en las últimas décadas es una de las causas del aumento drástico de la violencia y la delincuencia entre niños y adolescentes. Sin embargo, es razonable que padres* y educadores se resistan a aplicar un tipo de autoridad basada en la intimidación, obediencia ciega y fuerza bruta. El conflicto entre el deseo de restaurar su autoridad y la necesidad de adaptarla a los valores sociales actuales, crea un dilema para padres y educadores: ¿cómo pueden ejercer su autoridad y al mismo tiempo conservar los valores de la autonomía y el pluralismo cultural?
En este libro, el profesor Haim Omer presenta una solución teórica y práctica para esta disyuntiva mediante el concepto de "la nueva autoridad". Dicho concepto es el resultado de un proceso largo y polifacético de pensamiento y acción. El proceso comenzó con la publicación hace casi veinte años del libro Restoring Parental Authority1, su primer libro sobre la educación de los hijos. El libro desencadenó un dinámico debate público. Cuando se publicó, el concepto "autoridad" prácticamente se consideraba indecente en el discurso público-terapéutico, y al vincularlo con la educación de los hijos suscitaba muchos malentendidos. El concepto a menudo era tergiversado como defensor y partidario de un estilo de crianza exigente y severo, poco sintonizado con las necesidades de los niños.
Pese a los difíciles esfuerzos que conlleva el concepto, entender que la autoridad parental no solo es legítima y positiva sino que en realidad es una condición previa necesaria para establecer una relación sana entre padres e hijos, ha empezado a calar en la conciencia del público. El concepto de "presencia parental", que constituye el eje central del libro, ha ayudado a padres y madres a restaurar su autoridad, conservando los valores morales y la conexión con el niño.
El segundo libro de Haim Omer sobre crianza, Resistencia pacífica. Nuevo método de intervención con hijos violentos y autodestructivos (2004), describe los procesos de escalada de violencia que tienen lugar entre padres e hijos y provee de pautas para prevenirlo. El libro combina un razonamiento teórico basado en la filosofía de resistencia pacífica, con un plan concreto de acción para los padres sobre cómo resistir y proteger a sus hijos de la escalada de la violencia y del riesgo personal.
El punto de partida en ambos libros es el reconocimiento y la comprensión de la angustia de los padres frente a la tendencia común a culparse, casi de manera automática, por el comportamiento de sus hijos. Un proceso similar caracterizó su trabajo en centros de enseñanza, en el que puso de manifiesto las dificultades abrumadoras que enfrentan maestros y educadores, y creó un programa centrado en la presencia del profesor y la autoridad positiva.
La implicación de los padres en las escuelas es uno de los desafíos que afronta el sistema educativo hoy en día. Los profesores y directores en ocasiones se han de defender de las amenazas, acusaciones y a veces violencia, de los padres. Su temor comprensible ante las reacciones de los padres con frecuencia conduce a una política de ocultación, que genera un terreno fértil para la expansión de la violencia. Sin embargo, al igual que el deseo de restaurar la vieja autoridad no es realista, el deseo de cerrar las puertas a los padres tampoco es factible. Por tanto, es necesario encontrar un camino para que padres y profesores trabajen juntos.
Los principios de la nueva autoridad, uno de cuyos pilares es la alianza padres-profesores, ofrecen una solución al estancamiento. Con su ayuda, los profesores empiezan a experimentar la presencia parental en la escuela como una herramienta de apoyo y refuerzo, al tiempo que los padres dejan atrás su suspicacia y hostilidad hacia el maestro y la escuela. Este refuerzo mutuo atrae de forma gradual la colaboración de otros organismos comunitarios. De este modo, el espíritu de la nueva autoridad se comienza a expandir más allá de los límites del hogar y el centro docente.
Construir la nueva autoridad no es un plan de acción del todo uniforme que requiera un acuerdo total entre todas las partes implicadas; por el contrario, uno de los principales puntos fuertes del concepto es su modularidad. Cada parte puede realizar el cambio a su ritmo y a su manera, y no es necesario que las estrategias se implementen de modo homogéneo para conseguir resultados. Un padre o madre o profesor puede empezar a restaurar su autoridad a "pequeña escala". No obstante, cada estructura de la nueva autoridad garantiza que una vez iniciado el proceso, no solo se empoderan los padres, sino también los maestros; y estos a su vez, no solo se empoderan, sino que también empoderan a los padres, y ambos empoderan a la comunidad en general.
Haim Omer no llevó a cabo el trabajo descrito en este libro en solitario. Recibió el apoyo de un grupo de profesionales que trabajaron con él bajo su dirección. Por tanto, la mayor parte de los capítulos de este libro contienen una lista de autores responsables de los proyectos descritos en él.
El primer capítulo presenta el concepto de la nueva autoridad, los contrastes con la autoridad tradicional en cuanto a sus hipótesis primordiales, objetivos y métodos, y describe los diferentes marcos de relación y experiencias del adulto y del niño.
El segundo capítulo introduce el concepto de "atención vigilante" y ofrece directrices para los padres en las que se especifica lo que necesitan saber (¡y lo que no!), cómo enterarse, cómo evitar espiar y cómo intervenir. La atención vigilante es el pilar central de la nueva autoridad y se aborda este concepto a lo largo de todo el libro. Este capítulo toca temas básicos como la privacidad, la confianza y la legitimización.
El tercer capítulo presenta pautas para tratar con niños violentos en el hogar. Muestra a los padres el modo de superar su pasividad y protegerse a sí mismos, al hogar, a los hermanos y al propio niño violento, al tiempo que disminuyen las reacciones impulsivas de ambas partes.
El cuarto capítulo aborda el fortalecimiento de los maestros en el espíritu de la nueva autoridad. La autoridad de los maestros ya no proviene del poder individual de un "hombre fuerte", sino que es el resultado de una red de apoyo. El capítulo describe formas de obtener el respaldo para el profesor por parte de los otros docentes, de la administración escolar y de los padres. El capítulo revela cómo los maestros pueden aprender a hablar en términos de "nosotros" en lugar de "yo".
El quinto capítulo describe medidas y procedimientos para crear presencia y atención vigilante en el centro educativo en el espíritu de la nueva autoridad. Se exponen formas de incrementar la presencia del maestro en la clase, en el patio de recreo y en las entradas, reafirmando la sensación de seguridad y pertenencia de los mismos.
El sexto capítulo introduce el uso de la transparencia y los actos de reparación como alternativas eficaces frente al castigo o la persuasión verbal.
El séptimo capítulo se centra en implicar e integrar a los estudiantes en la lucha contra la violencia. Construir la nueva autoridad entre los profesores allana el camino para un nuevo tipo de alianza con los alumnos, derrumbar muros entre los dos ámbitos y empoderar a la comunidad infantil.
El último capítulo trata de la nueva autoridad en la población general. Los proyectos descritos en el capítulo demuestran la movilización de un kibutz, pueblo o ciudad, en su lucha contra comportamientos antisociales como el robo, el alcoholismo, las reyertas, el abuso sexual y la delincuencia. La amplia respuesta a estos proyectos indica que el enfoque de la nueva autoridad puede ayudar a despertar el espíritu de una comunidad dormida.
Creo que las consecuencias importantes del concepto de la nueva autoridad presentado en este libro sirven para transformar el valor absoluto del individualismo y la descontrolada consagración de la privacidad en nuestra sociedad. Estos valores tienen un precio: podrían conducir a la alienación, dejando a los niños vulnerables y solos, sin una presencia adulta efectiva en sus vidas. Los principios de la nueva autoridad ayudan a renovar el espíritu comunitario al crear una base legítima para la participación positiva y protectora de sus miembros individuales. Además de frenar actos extremos, esta implicación fomenta el sentimiento de pertenencia tanto de los niños como de los adultos.
La definición de la nueva autoridad y el modo de construirla resume el trabajo de nuestro equipo en los últimos quince años. Para fomentar el diálogo sobre estos conceptos, hemos creado la página www.newauthority.net. Este sitio también incluye información sobre actividades, formación y talleres sobre la nueva autoridad para padres, centros docentes y comunidades.
Idan AmielDirector de Parent Guidance Unit (Unidad de Orientación para Padres) Schneider Children’s Medical Center (Centro Médico Infantil Schneider)
* Siempre deseamos evitar el sexismo verbal, pero también queremos alejarnos de la reiteración que supone llenar todo el libro de referencias a ambos sexos. Así pues, a veces se incluyen expresiones como “padres y madres”, “niños y niñas”, “hijos e hijas” pero simplificaremos en este texto con el masculino en general o algún genérico (N. del E.).
1 Esta es la traducción literal al inglés del original en hebreo. El título en inglés es: Parental Presence: reclaiming a leadership role in bringing up our children (Omer, 2000).
“¡Antes los maestros tenían autoridad!” “¡Los padres solían ser padres!” “¡Yo respetaba a mi padre!” “¡Los maestros que tuvimos en nuestra infancia sí eran auténticos maestros!” Expresiones como estas sobre la autoridad tal como la conocimos presumen que, hasta que las cosas vuelvan a su estado anterior, no habrá solución para los problemas de la educación. En efecto, la autoridad tradicional ha sido severamente socavada; sin embargo, en la actualidad, las condiciones sociales no permiten un retorno a su estado anterior. Esta autoridad obtuvo el apoyo incondicional de la mayor parte de la sociedad. Prácticamente todo el mundo asumía que los padres y los profesores debían ser obedecidos por la sencilla razón de ser padres y profesores. La opinión pública, así como los ámbitos de la educación, religión, medios de comunicación y el establecimiento legal han avalado este punto de vista. Este apoyo prácticamente unánime ha dejado de existir. La autoridad tradicional ahora es considerada ilegítima por muchos, y algunos de sus pilares principales, como el castigo corporal, el distanciamiento, la sumisión, la obediencia incondicional y la inmunidad frente a la crítica, ahora son moralmente inaceptables. En consecuencia, no podemos ni deseamos restaurar la autoridad tradicional a su estado anterior. La mayor parte de los esfuerzos para hacerlo han tenido efectos negativos, ya que sin una base social extensa, el único modo de subsistir por parte de este tipo de autoridad es por el ejercicio del poder puro y la inducción al temor.
La sociedad liberal no se contentó con la crítica e incluso en determinado momento cuestionó el papel de la autoridad en la enseñanza. La autoridad se convirtió en un término negativo que indicaba una forma de relación perniciosa, considerada la causa principal de la mayor parte de los males tanto sociales como individuales. Durante los años sesenta y setenta, la ideología que pedía la supresión del uso de la autoridad en la crianza de niños logró una gran influencia. Una gran mayoría pensaba que la educación basada en la autoridad causaba una anomalía en el crecimiento infantil. Aseguraban que los padres y profesores se debían limitar a proporcionar cariño, comprensión y motivación, y abstenerse de cualquier clase de medida represiva. El niño debía criarse en plena libertad, libre de exigencias e imposiciones extrañas. Este punto de vista influyó a muchos psicólogos, educadores y autores conocidos, convirtiéndose en una de las revelaciones más ambiciosas en la historia de la enseñanza. Había grandes esperanzas puestas en que este era el modo más seguro de criar niños sanos, espontáneos y sociables, y por consiguiente, regenerar a la sociedad en su conjunto. Cualquier desarrollo negativo del niño se atribuía a la represión de su crecimiento espontáneo. Si un niño era violento, se consideraba una prueba irrefutable de que sus padres eran violentos; si tenía dificultades de aprendizaje, que había sido oprimido por sus maestros; si tenía problemas emocionales, que sus instintos naturales habían sido reprimidos. El remedio para todos estos males era la eliminación de las influencias nocivas de la autoridad. Este sueño pronto fue desmontado por la realidad.
Desde principios de los años ochenta, muchos estudios1 han indicado que los niños criados con permisividad se caracterizan por tener niveles más altos de violencia, abandono escolar, consumo de drogas, delincuencia y promiscuidad sexual. Estos niños también sufren de una autoestima más baja. Este descubrimiento fue desconcertante incluso para los investigadores. Tal vez esperaban que los niños educados sin restricciones tuvieran dificultad en un contexto estructurado, sin embargo, ¿cómo explicarían la baja autoestima de los niños que, de acuerdo con la ideología anterior, habían sido colmados de estímulos y elogios? Hemos de comprender que la autoestima no se desarrolla únicamente a partir de la retroalimentación positiva. Esto sin duda es importante, pero el desarrollo de la autoestima también proviene de nuestra experiencia a la hora de superar dificultades. En el curso de un desarrollo normal, los niños afrontan situaciones difíciles, tales como la transición a la escuela y la necesidad de aceptar la disciplina. Al principio, algunas de estas tareas pueden parecer muy duras al niño. Por ejemplo, un niño que ingresa en la escuela infantil puede sentir que no se puede separar de sus padres y del entorno familiar. A pesar de la dificultad, la gran mayoría de los niños superan esta tarea. Permanecer en la escuela infantil se convierte en un triunfo de su desarrollo. Sin embargo, los niños criados en una ideología extremadamente permisiva no acumulan experiencias similares, ya que el principio educativo primordial afirma que si el niño sufre o no se niega a realizar la transición, el obstáculo debe ser eliminado. Estos niños pueden sufrir de un tipo de privación peculiar: el de las experiencias que les enseñan a aguantar. Sin ello, su autoimagen puede carecer de sostén.
El debilitamiento de la autoridad tradicional y el fracaso del sueño permisivo creó un problema nuevo para los educadores: cómo llenar el vacío creado por el colapso de la autoridad con objeto de proveer a los niños experiencias constructivas en cuanto a límites, obligaciones y la necesidad de hacerles frente, de manera aceptable y legítima en el contexto de una sociedad más democrática. Nuestra respuesta a este dilema es el concepto de la nueva autoridad.
Las características de la autoridad que ya no aceptamos están claras para la mayoría de nosotros. Por otra parte, no tenemos una imagen clara de una clase de autoridad nueva y diferente. Esto no es de extrañar, puesto que nuestra generación es quizá la primera en enfrentarse directamente a este problema. No podemos esperar que esta nueva imagen de autoridad surja de repente, lista para usarla. Habría que desarrollarla de forma gradual y avanzar a tientas a partir de nuestras necesidades, deseos y limitaciones. Durante este proceso tendremos que definir los principios por los que se rige esta nueva autoridad, los actos que la definen y su modo de expresión.
Muchos padres y profesionales del área de la enseñanza admiten que la presencia podría ser un buen punto de partida para establecer la nueva autoridad. Incrementar la presencia permite la restauración de la autoridad parental de un modo positivo, tanto para los padres como para los hijos (Omer, 2000). El niño experimenta la presencia parental cuando los actos de los padres transmiten el siguiente mensaje: “¡Yo soy tu padre/madre y sigo siendo tu padre/madre! ¡Incluso cuando es difícil para ti y para mí, no puedes despedirme, divorciarte, deshacerte de mí o callarme!” En este proceso el niño acaba por sentir que tiene un padre o una madre en el sentido estricto de la palabra. Los padres a su vez superan la sensación de haber perdido su posición. Como veremos más tarde, lo mismo se aplica a profesores y alumnos.
La idea de que la autoridad se adquiere mediante la presencia es bastante atípica para la autoridad tradicional. De hecho, la percepción tradicional de la autoridad se asociaba a la distancia. Un dicho común que refleja esta opinión es: “Los niños no la obedecen porque tiene un vínculo demasiado estrecho con ellos”. La creencia de que la cercanía entra en conflicto con la autoridad desembocó en medidas sociales que separó la figura de la autoridad de sus súbditos. Esta perspectiva ya no es aceptable. La nueva autoridad debe estar basada en la presencia y en la proximidad, y no en la distancia y la sumisión. Sin embargo, la proximidad y la presencia no deben enturbiar la distinción entre el rol de los padres y el del hijo. La presencia de la familia o de los docentes debe ser única para padres y docentes, y esta debe diferenciarse de la presencia de un amigo. La autoridad debería hacerse visible en su papel de responsabilidad, al manifestar preocupación y supervisión, y no como si fueran colegas.
A diferencia de la autoridad tradicional, las fuentes de validación y apoyo para la nueva autoridad no son obvias. Los padres y profesores ya no reciben apoyo de manera automática en virtud de sus papeles. Por consiguiente, para crear una nueva autoridad, hemos de proveer nuevas fuentes de apoyo y validación. En nuestro trabajo con los padres ayudamos a desarrollar una red de apoyo formada por familiares, amigos, maestros y, en ocasiones, los padres de los niños con quienes se relacionan sus hijos. La red de apoyo genera cambios profundos en el modo de actuar de los padres y en su imagen. A partir de entonces, las medidas parentales no reflejan las decisiones que toman como individuos, sino que son pautas con eco social y respaldo funcional. La necesidad de obtener apoyo también tiene impacto sobre la naturaleza de las intervenciones parentales. En nuestro programa para restaurar la autoridad parental, los padres se comprometen con su grupo de apoyo a abstenerse de cualquier comportamiento violento o humillante hacia el niño. De este modo, el grupo de apoyo se asegura de que la nueva autoridad no será arbitraria como lo ha sido en ocasiones la autoridad tradicional. Lo mismo se aplica a los maestros. Nuestro programa para restaurar la autoridad de los profesores incluye obtener el respaldo de sus colegas, de los padres y de la administración escolar. Consideramos que los maestros que cumplen las pautas de la nueva autoridad también tienen éxito en obtener el respaldo de la gran mayoría de los alumnos. El refuerzo a los maestros por supuesto no es incondicional. Estos tienen derecho a ello cuando intensifican su presencia, se abstienen de tomar medidas humillantes y se oponen firmemente a la violencia y a la confusión. En estas condiciones se pueden beneficiar de un amplio apoyo que cambia su estatus de forma considerable.
La figura de la autoridad del pasado no se sentía responsable de los procesos de escalada. Cuando la interacción con el niño se tornaba brusca o violenta, se daba por sentado que el culpable era el niño. Los padres o maestros se sentían obligados a responder a la fuerza con la fuerza. La relación entre el adulto y el niño era asimétrica y tan solo la figura de autoridad poseía el derecho de aplicar la fuerza física. Hoy en día, condenamos todo uso de la fuerza física, sobre todo si es aplicada por los padres o profesores. La asimetría aún existe ¡pero en el sentido opuesto! Se espera que la persona que tiene la autoridad se abstenga de cualquier reacción violenta, incluso en el caso de que el niño sea notoriamente violento. Desde nuestro punto de vista, la asimetría es incluso más pronunciada: el representante de la nueva autoridad no solo debería evitar cualquier uso de la fuerza física, sino también actuar de forma unilateral para reducir la escalada. Deberá rechazar con firmeza el comportamiento negativo del niño, pero sin verse arrastrado hacia un círculo vicioso de gritos y amenazas. Desarrollar la habilidad de mostrar firmeza sin escalada es algo extraordinario y gratificante. Cuando los maestros advierten que ya no necesitan contraatacar en el momento, sino que están entrenados para reaccionar de modo decidido pero controlado, se benefician de un alivio emocional así como del refuerzo de su autoridad. Nuestro estudio ha demostrado que la adquisición de habilidades para evitar la escalada reduce los conflictos y las reacciones bruscas por parte de padres y profesores, al tiempo que refuerza su autoridad (Omer y col., 2006; Weinblatt y Omer, 2008).
Por tradición, la fuente de autoridad era simplemente la posicion social de la figura de autoridad. El padre de familia tenía permiso para hacer lo que quisiera en su casa, sin necesidad de justificar sus actos a los demás. Cuestionar su decisión sobre las medidas a usar para disciplinar a sus hijos se contemplaba como una afrenta a su autoridad. Cualquier intento por parte de los miembros de la familia de hablar con alguien de fuera de lo que ocurría dentro de la casa se consideraba una burda traición. En cambio, ahora pensamos que la transparencia en el uso de la autoridad es algo absolutamente vital. No obstante, la transparencia puede llegar a ser más que únicamente una limitación y convertirse en una fuente importante de poder legítimo para los representantes de la nueva autoridad. Esto es debido a que las demandas de transparencia también se pueden considerar válidas para los actos de violencia de niños y adolescentes. En nuestro programa, el grupo de apoyo de padres y profesores recibe información puntual sobre el comportamiento de los niños. En la actualidad, este grupo constituye una especie de “opinión pública” con un doble efecto sobre la violencia, tanto de los adultos como de los niños; refuerza el compromiso del adulto al mismo tiempo que ejerce presión sobre el niño para que contenga la violencia. Levantar el velo del secretismo no es fácil para los padres que temen que la revelación pueda perjudicar a su hijo o a la familia. Con el fin de superar esta aprensión, subrayamos a los padres que ocultar la violencia del niño equivale a su perpetuación. Los padres que deciden mantener oculto el comportamiento violento de su hijo, de hecho se convierten en cómplices. Lo mismo se aplica, por supuesto, a los actos violentos cometidos por los propios padres: ocultarlo hace que se prolonguen. Este principio rige nuestro trabajo con las familias y con las escuelas. Por tanto, animamos a los centros educativos a hacer públicos todos los actos violentos (y la medida tomada para remediarlos), sin mencionar los nombres de los niños implicados. La escuela también debe adoptar una política de transparencia respecto al abuso de la autoridad docente. Como veremos, nuestra política para restaurar la alianza maestro-familia permite a los profesores adoptar esta política sin la sensación de amenaza unilateral.
La figura de autoridad del pasado siempre tenía “razón”. Todo el mundo sabía, claro está, que este no era el caso, pero nadie se atrevía a expresarlo. Esta situación fue inmortalizada en la fábula sobre el traje nuevo del emperador. Sin embargo, en la actualidad, cualquier tentativa por parte de una figura de la autoridad de preservar el consentimiento de la infalibilidad sería disparatada desde el primer momento. No solo el niño, sino el público en general, gritarían que el emperador va desnudo. Por tanto, la nueva autoridad conlleva una voluntad de reconocer errores y tomar medidas para remediarlos. La figura de la autoridad ya no representa una presunta perfección, sino que se les consideran personas de carne y hueso que requieren tiempo para reflexionar, ayuda para tomar decisiones y la oportunidad de corregir errores. La voluntad de los padres para admitir y corregir errores mejora el ambiente familiar, expande la relación con el niño y refuerza su autoridad como personas de principios2. Los profesores de hoy también deben reconocer que no son inmunes al error. En cualquier caso, la atmósfera crítica que caracteriza una sociedad más democrática, garantiza la exposición de sus errores. Los maestros que comprenden esto pueden transformar su vulnerabilidad en un activo al establecer un ejemplo personal en la forma de admitir sus fallos y estar dispuestos a corregirlos. Esta actitud es una de las características de la nueva autoridad que más contribuyen a su liderazgo.
La diferencia más importante entre la vieja y la nueva autoridad tal vez resida en la relación entre la autoridad y la conformidad. Por tradición, había una perfecta superposición entre la autoridad y la obediencia: el nivel de autoridad era equivalente al nivel de obediencia. Esta ecuación es problemática en una sociedad democrática porque, tal como se concibe, la autoridad es incompatible con el desarrollo de la autonomía. El hecho de que un individuo tenga autoridad no significa necesariamente que las personas sometidas a ella sean obedientes. Lo que define a la autoridad no es el grado de obediencia, sino el hecho de que algunos sectores relevantes de la sociedad hayan autorizado a esta persona para desempeñar sus deberes y actuar en concordancia con los dictados de su rol. Por tanto, la autoridad de esta persona se define no en términos del grado de obediencia sino de la “autorización” que recibe, es decir, de su legitimación, y el apoyo y los recursos concedidos para llevar a cabo la tarea. Un individuo que hace uso de estos medios con éxito y, si es necesario, exige otros adicionales, tiene autoridad. Ninguno de los anteriores hace referencia a la obediencia; pero es obvio que una persona con una extensa autoridad, que ha demostrado capacidad para usar bien su poder, producirá cambios y reacciones en las personas de las que es responsable. Por consiguiente, la autoridad de los padres y profesores se reforzará cuando se les hayan dado herramientas, legitimidad y el apoyo de su entorno. Esta perspectiva elimina la ecuación conflictiva entre autoridad y obediencia. Padres y profesores pueden tener autoridad independientemente del grado de obediencia del niño. Lejos de ser únicamente una estrategia verbal, esta postura transforma radicalmente la actitud de la figura de la autoridad hacia el niño y hacia su entorno. Los padres y profesores comprenden que no tienen control sobre el niño: tan solo pueden tener el control sobre sí mismos y sobre los recursos con los que cuentan. Su autoridad se pone de manifiesto cuando utilizan concienzudamente los medios a su alcance para cumplir su responsabilidad de la mejor manera posible.
A primera vista, la mayoría de las distinciones que hemos señalado entre los dos tipos de autoridad parecen reflejar una serie de limitaciones sufridas por la nueva autoridad: renunciar a los privilegios del distanciamiento, la infalibilidad y la fuerza física, y asumir la responsabilidad de prevenir la escalada, estar expuesto a la crítica y abandonar la ilusión del control. No obstante, estas supuestas limitaciones se pueden convertir en puntos fuertes. Alivian a la persona que tiene la autoridad de su soledad, le liberan de la compulsión por triunfar y de contraatacar cuando es provocado. Mientras que la figura de autoridad tradicional se sentía obligada una y otra vez a proteger su honor, la nueva es libre de declinar cualquier invitación a un duelo imaginario. Por otra parte, en lugar de temer al ojo ubicuo de la crítica, la nueva figura de autoridad recurre de manera abierta a su red de apoyo, y convierte la transparencia en un activo al usar la opinión pública para legitimar sus medidas. De esta manera, gana libertad de movimientos, lo cual era totalmente inconcebible para la autoridad de antaño.
La experiencia de la autoridad en el pasado y en el presente
La experiencia de la nueva autoridad conlleva cambios no solo en el comportamiento externo sino también en su discurso interno, en las emociones e incluso en las sensaciones físicas de los padres y profesores. La figura de la autoridad comienza a irradiar autoridad porque lo siente. Advertimos estos procesos por los informes de los padres y los profesores, asombrados por sus sentimientos:
Una madre que preparó una sentada3 con su hijo violento de diez años nos contó que incluso antes de notar un cambio discernible en su comportamiento, ya lo sentía en sí misma: “¡No lo puedo creer! ¡Me senté en el estudio durante una hora entera sin moverme! ¡Siento que existo!”
La madre de unos gemelos hiperactivos nos contó: “En el pasado, cuando llegaba a casa del trabajo y los veía saltando frente al televisor, me escabullía en silencio a mi habitación para descansar un rato. Me apretaba contra la pared, sin apenas saludar para que no advirtieran mi presencia. Ahora atravieso la habitación, me dirijo a ellos, les pregunto qué están viendo y les digo que me voy a descansar durante media hora y que a continuación prepararé su almuerzo”.
El informe de un maestro, después de que el claustro tomara una decisión conjunta sobre la forma de abordar la impuntualidad y se comprometieran a ayudarse unos a otros, explicaba: “¡Sentí que hablaba no solo con mi voz, sino a través de las voces de todos los maestros! ¡Me sentí como parte de un coro!”
El relato de una madre, una mujer muy gruesa: “¡Mi hijo trató de empujarme y no me moví del sitio! ¡Ha sido la primera vez en mi vida que no me arrepiento de no ponerme a régimen!”
El padre de un chico de 13 años, que sentía que su hijo le ignoraba, nos contó que el niño había conseguido evadir la sentada escapando por la ventana: “¡No podía consentir que se fugara sin más! Así que me acosté en su cama y me quedé dormido. ¡No recordaba haber dormido tan bien en mucho tiempo! ¡Cuando volvió se quedó pasmado al verme allí!” Esto evoca la historia de Ricitos de oro y los tres osos. Podemos imaginar el asombro del chico. “¿Quién está durmiendo en mi cama?”
La experiencia del fracaso al intentar restaurar la autoridad tradicional
En ausencia del amplio apoyo que habían tenido en el pasado, muchos padres y profesores que tratan de reclamar su autoridad sienten que no tienen otra alternativa que asumir una postura agresiva. Piensan en términos de fuerte-débil o ganador-perdedor o de expresiones como: “¡Si no le castigo, creerá que ha ganado!” “¡Este niño solo entiende por la fuerza!” “¡Se trata de él o yo!”. Estas afirmaciones expresan la creencia de que la relación entre la figura de autoridad y el niño es un juego de “suma cero”.
La sensación de urgencia que sobrepasa al docente o a los padres que luchan por restaurar su autoridad perdida, refleja el temor de que existe tan solo un pequeño paso entre el triunfo y el desastre. Este sentimiento subyace al deseo de “¡darle una lección de una vez por todas!”, así como la angustia de que “¡si no le doy una lección ahora, será mi perdición!” Todas las confrontaciones se convierten en una cuestión de vida o muerte en la que la más mínima duda puede significar un colapso total. Al sentirse obligados a impedir o dominar algo, el docente o los padres tensan los músculos de su espalda, mandíbula y todo su cuerpo hasta el límite. Impregnan su voz de rabia contenida como para expresar la enormidad del castigo a punto de descender sobre el niño insolente, salvo que sucumba sin más preámbulos. Sin embargo, hace esto con una sensación intranquila en la boca del estómago, al saber en el fondo que las condiciones para este tipo de autoridad ya no existen. Una experiencia durante la niñez de uno de los autores ilustra la gran diferencia de este tipo de confrontación entre el pasado y en el presente:
El señor Hernani nos enseñaba latín, una asignatura obligatoria durante mi infancia en Brasil. Era un hombre educado y gentil, admirado por sus alumnos por la seriedad con la que enseñaba y por su extenso conocimiento, del que hacía buen uso durante sus lecciones. Era uno de esos profesores cuya conducta transmitía su autoridad sin esfuerzo. Yo era un buen estudiante, obediente, aunque no siempre lograba resistir a la tentación de soltar algún comentario osado. Aquel día, el señor Hernani escribía las conjugaciones de un verbo en latín sobre la pizarra y se detuvo para reprenderme por hablar. Tal como era su costumbre, lo hizo sin volverse de la pizarra, como si tuviera ojos en la nuca. Unos minutos más tarde advirtió que yo había empezado a charlar de nuevo. Dejó de escribir en la pizarra y se volvió hacia mí con una mirada que se podía interpretar tanto de enfado como de sorpresa: “¡Esta es la segunda vez que le reprendo, señor Kuperman4! ¿En qué idioma quiere que le hable?” Su tono sarcástico me confundió y me llevó a adoptar una postura similar, por lo que repliqué: “¡Alemán!” Comprendí que mi respuesta le había desconcertado y quise explicar que entendía un poco de alemán (mis padres hablaban yiddish entre ellos), pero me interrumpió, y enseguida dejó claro que esa no era la razón de su asombro. Lo que siguió fue tal vez el momento más embarazoso que he conocido en todos mis años de estudiante. El señor Hernani interrumpió la lección y me regañó acaloradamente durante varios minutos. Recuerdo muy poco de lo que dijo, pero la expresión de su semblante, su postura, sus movimientos, su tono de voz e incluso las gotas de saliva que salpicaban desde su boca, quedaron anclados en mis recuerdos. La clase se quedó en silencio, ambiente que intensificó el impacto de su estallido. Al final de su perorata, el señor Hernani sacó el pañuelo que usaba para limpiar los restos de tiza de las manos al final de la clase. Extendió lentamente el pañuelo sobre la palma de su mano y empezó a golpearlo con fuerza, y cada golpe levantaba grandes nubes de polvo de tiza, una alusión de hasta qué punto su enfado aún no había llegado a su fin. Durante los minutos que siguieron después de salir del aula, los alumnos se quedaron muy serios y no hubo modo alguno de averiguar lo que pensaban. Ansiaba apoyo, pero en su lugar, una chica que me gustaba y a la que admiraba se acercó a mí y dijo que esta vez yo había ido demasiado lejos. Este fue el único arrebato que recuerdo del señor Hernani durante los dos años que enseñó en mi clase. El incidente dejó una impresión no solo en mí, sino en todos los alumnos. Nuestra admiración y respeto por el señor Hernani se incrementó; ahora sabíamos que bajo su porte gentil vivía un tigre y no valía la pena pisarle la cola. Dudo que el señor Hernani informara a sus colegas sobre el incidente, y tampoco sé si los alumnos de mi clase contaron algo a sus padres. De haber sido así, el señor Hernani habría recibido un apoyo incuestionable y yo habría sido rotundamente condenado.
Los accesos de ira y las furiosas invectivas por parte de los profesores son tan comunes hoy en día como lo eran en el pasado. Sin embargo, la diferencia en las normas y las expectativas sociales impregnan a estos incidentes de un contexto radicalmente diferente que altera totalmente la experiencia de los participantes. Está claro que el maestro actual no obtendría el beneficio de un amplio apoyo para este tipo de comportamiento. Los demás profesores se disociarían y no digamos los padres. En ciertos casos se llamaría la atención al profesor por su estallido. Casi con seguridad la reacción del alumno también sería diferente a la de mis colegas: el niño reprendido no carecería de defensores y admiradores, algunos de cuales se atreverían a imitar su conducta. Así, en la actualidad, el maestro se sentiría solo, no solo frente al niño insubordinado sino ante la probable crítica de los padres, así como la de sus colegas y superiores. Mientras que en el pasado el profesor podía tener la certeza de que las autoridades escolares y la comunidad le apoyarían en lo necesario, hoy en día el maestro se encuentra prácticamente desnudo frente al alumno rebelde. Sin apoyo, el profesor siente que su posición depende completamente de la amenaza que consiga transmitir. La confrontación se convierte en un duelo que determinará su destino en la clase. ¡Pobre del primero en titubear! Esta situación no le deja otra alternativa que emplear todo su esfuerzo en intentar intimidar a sus alumnos, pero sabe que basta un pequeño paso para exponer su debilidad.
Es muy probable que el señor Hernani no encontrara necesario compartir con los demás su “tratamiento” con el alumno impertinente. La clase era su territorio indiscutible y lo que hacía en ella no era incumbencia de nadie. Esto era aún más infalible en la familia. Frases como “¡no laves los trapos sucios en público!” expresaban la actitud generalizada hacia cualquiera que se atreviera a revelar los secretos de la familia. En la actualidad, el padre/madre o docente que intente instaurar su autoridad mediante una confrontación agresiva con el niño, no informará del incidente a otros. Sin embargo sus predecesores no creían necesario informar de estos episodios porque la clase o el hogar eran su territorio innegable, mientras que hoy, la figura de autoridad intentaría mantenerlo en secreto por temor a que las duras críticas debiliten su posición ya inestable. De este modo, el secretismo pasó de ser un derecho irrefutable a un imperativo existencial, acompañado por el constante temor a ser expuesto.
La autoridad tradicional estaba basada en el honor. En el incidente con el señor Hernani, estaba en juego su dignidad. Cualquier confrontación requería una respuesta inmediata para restaurar la perfección dañada a su estado anterior. De no haber elegido responder, el señor Hernani hubiera perdido su honor. Mientras no se tomara una medida apropiada para eliminar el desaire, la figura de autoridad se sentiría con un “saldo negativo”. Había dos maneras de restaurar el equilibrio: a) el ofensor expresaría un gran pesar y capitulación o, b) la figura de autoridad degradaría al ofensor. La humillación, un elemento central de diversas medidas disciplinarias, manifestaba la necesidad casi matemática de exterminar el ultraje. La persona de autoridad tenía que asegurarse de que el estatus del ofensor había declinado lo bastante, y dejar claro que su propia postura exaltada había sido restablecida. Expresiones como “¡Te voy a limpiar esa sonrisa de la cara!”, “¡Se va a comer sus palabras!” o “¡Lo pagará con creces!” ilustraba esta necesidad. Para desgracia de docentes y padres, restaurar el déficit a un saldo positivo es cada vez más difícil. Tras mi confrontación con el señor Hernani, nunca se me pasó por la cabeza volver a desafiarle. El señor Hernani en efecto me limpió la sonrisa de la cara. Hoy en día no es el caso. Los niños insubordinados muy a menudo hacen halago de su indiferencia o reanudan su provocación. La sonrisa se niega a ser borrada pese a las reacciones iracundas del adulto. Las amenazas y los castigos a veces se duplican, en un desesperado intento por parte de la figura de autoridad de lograr el remedio deseado. Sin embargo, cuanto más persiste, mayor es el peligro de provocar respuestas críticas de su entorno, forzándole de este modo a un retiro mucho más bochornoso. La solución agresiva, por consiguiente, perjudica el doble: escala la situación y socava aún más el escaso apoyo a la figura de autoridad. Tales experiencias conducen a muchos profesores y padres a hacer caso omiso de las provocaciones o a capitular con antelación. De este modo, la percepción tradicional del honor, uno de los baluartes de la autoridad tradicional, se convierte en una fuente de desmoralización para los maestros o padres frustrados de hoy.
En la actualidad, la práctica del distanciamiento es completamente diferente a la del pasado. En el pasado, el distanciamiento pretendía reflejar el espacio inconmensurable entre la figura de autoridad y el niño. Mientras que la figura de autoridad se percibía como una persona completa, el niño era considerado apenas una materia prima. Con el tiempo, el niño podía obtener el estatus de un ser independiente al aceptar e interiorizar la autoridad del adulto. Los momentos cercanos entre la persona con autoridad y el niño eran expresiones inusuales de gracia. Las escasas revelaciones de intimidad por parte del profesor o los padres se consideraban ocasiones festivas que el niño había de atesorar, quien entonces reverenciaba aún más a la figura de autoridad. Por el contrario, hoy en día, la figura de autoridad intenta mantener distancia, no como un individuo cuya posición sublime resulta obvia, sino como alguien obligado a permanecer distante para evitar cualquier interacción cercana que pudiera desenmascarar su valor menoscabado. Por tanto, la distancia se convierte en una expresión de autoridad bajo asedio.
Por ejemplo, con frecuencia los docentes se encierran en la sala de profesores durante el recreo por miedo a encontrarse con alumnos gamberros en los pasillos o en el patio. El maestro que se encierra no siente que su posición en la escuela sea clara y segura, siendo la sala de profesores su único refugio donde siente cierta protección ante el abordaje de los alumnos. De forma similar, los padres que experimentan una falta de respeto intentan poner a salvo sus sentimientos con una muestra de enfado distante. Al distanciarse del ofensor, los padres se ven forzados a convertirse en personas marginadas, un fenómeno muy común entre los progenitores que se sienten insultados. La distancia, por consiguiente, ya no es una manifestación de autoridad, sino más bien de resentimiento por el hecho de perderla. Lejos de expresar su elevada condición, la figura de autoridad que opta por distanciarse, se encuentra fuera del campo, a modo de exilio voluntario, sin lugar, sin voz y sin estatus.
Experimentar la nueva autoridad
El control y el autocontrol.—Al fomentar la nueva autoridad, dejamos de centrarnos en las reacciones del niño para prestar atención a los actos del adulto. El objetivo de la autoridad tradicional era una obediencia absoluta e inmediata. La conformidad condicional, dudosa o parcial eran signos de una autoridad fallida. En contraste, la obediencia automática hoy en día ha pasado a significar un fallo en la educación.
La idea de que la autoridad de una persona no depende del control sobre el niño es algo que se adquiere de forma gradual. Un momento crucial en esta evolución es la aceptación de que el control sobre el niño no solo es indeseable, sino prácticamente imposible. El niño no es como la arcilla en manos de un alfarero, sino que es un ser independiente que actúa de acuerdo a sus propias necesidades y predisposiciones. De este modo, las mismas medidas disciplinarias pueden suscitar pensamientos, sentimientos y respuestas distintas e incluso opuestas en cada niño. Ni siquiera un niño con un comportamiento sumiso está del todo bajo control: sus pensamientos y sentimientos escapan a las expectativas de poder adulto, y dadas nuevas circunstancias, puede dejar de someterse por completo. Con ello, la figura de autoridad llega a la conclusión de que solamente tiene control sobre sí mismo. Esta es una perspectiva decepcionante pero liberadora. Es decepcionante porque desmantela nuestra pretensión de querer delimitar su experiencia y liberadora porque cuando comprendemos que no podemos controlar al niño, nos sentimos libres de la obligación de hacerlo. Ahora podemos centrarnos en nuestros actos sin creer que la no conformidad es una prueba de nuestro fracaso. Esto no es un cambio meramente filosófico, sino también extremadamente práctico. Así pues, los padres y profesores que incrementan su presencia y supervisión ya no requieren que el niño se conforme para experimentar su autoridad como tal. El mensaje que transmiten al niño ahora puede ser: “¡No puedo obligarte a hacer lo que te ordeno, pero te vigilaré de cerca y resistiré a tu comportamiento negativo!” Esta actitud cambia también las vivencias del niño. Comienza a sentir que el adulto emana un nuevo tipo de poder y peso, al tiempo que deja espacio para su propia autonomía.
La aceptación de los límites del control se refleja, entre otros, en la considerable diferencia entre el castigo y la resistencia. El castigo es un intento de manipulación. Esto es especialmente evidente en el concepto psicológico de refuerzonegativo (o positivo). El refuerzo, tanto positivo como negativo, en realidad es considerado un medio de control. De este modo, si el comportamiento esperado no se materializa, es una prueba de fracaso (por ejemplo, la conducta apropiada no ha sido reforzada). El niño entiende muy bien que las recompensas y los castigos representan la voluntad de la figura de autoridad de controlarlo. Por tanto, las recompensas en ocasiones conducen a un empeoramiento del problema de conducta, y los castigos, a "contra-castigos" en los que el niño castiga al adulto. La situación es diferente cuando la familia o el profesorado ofrecen resistencia al comportamiento indeseable sin pretender controlar al niño. La persona que sostiene la autoridad se resiste porque es su deber, pero es consciente de que no puede obligar al niño a cumplir su voluntad. La diferencia entre resistencia y castigo no es solo semántica. La atención de la figura de autoridad que muestra resistencia se centra en transmitir una postura clara y concisa, mientras que la imposición de castigos se enfoca únicamente a los resultados. También existe una marcada diferencia entre el castigo y la resistencia en cuanto al factor del tiempo: el castigo ha de tener lugar justo después del incidente para lograr un máximo de efectividad, mientras que los actos de resistencia se tornan más fuertes cuando se demoran, ya que esto permite tiempo a la figura de autoridad para preparar y reclutar apoyo. Cada posición transmite un mensaje al niño completamente diferente. El castigo transmite un mensaje con otro enfoque: “¡Si actúas con violencia, lo pagarás!” La resistencia transmite el siguiente mensaje sólido: “¡Es mi deber oponer resistencia a tu violencia!” Los niños distinguen muy bien entre castigo y resistencia. De este modo, los niños victimizados por un hermano reaccionan con decepción cuando sus padres escenifican una sentada como expresión de resistencia en lugar de castigar al culpable. Protestan: “¡Te sentaste en su cuarto pero no le has castigado!” Esto también es una reacción común entre los padres: “¡No podemos sentarnos allí todo el día! ¡A él le da lo mismo! ¡No está siendo castigado!” Los padres y profesores se quejan constantemente: “¡Carecemos de sanciones!” Estas afirmaciones reflejan la creencia de que no puede haber autoridad sin castigo. Sin embargo, la familia que informa a un niño que llega tarde a casa que le vigilará de cerca y se opondrá a que frecuente malas compañías, no utiliza el castigo, sino que pone de manifiesto su resistencia. Con dicha resistencia con frecuencia logra reducir el peligro al tiempo que refuerza su autoridad. En lugar del viejo estribillo “¡No tenemos sanciones!”, la figura de autoridad ahora cuenta con un recurso para diversas formas de resistencia al comportamiento negativo sin sentirse obligada a castigar para conservar su autoridad.
El reconocimiento progresivo del adulto de su falta de control, con el tiempo se refleja en el niño. Abandonar el comportamiento negativo ya no significa capitulación y permite al niño experimentar nuevas opciones. La cooperación se convierte en una elección. La nueva autoridad fomenta la autonomía, incluso cuando el niño se somete. En efecto, cuando los padres o profesores mencionan al niño el cambio positivo en su conducta, a menudo este responde. “¡Lo hice porque quise!” En nuestra opinión esta frase es un auténtico reflejo de la vivencia del niño.
Atención vigilante.—Los estudios demuestran que la supervisión (o el control) constituyen la forma de presencia parental más efectiva para reducir conductas de riesgo en niños y jóvenes (Petty y cols., 2001; Fletcher, Steinberg y Williams, 2004). El hecho de que los padres tomen medidas para averiguar dónde y con quién pasa el tiempo su hijo, refuerza la capacidad del niño de resistir a la tentación. La vigilancia también ofrece protección respecto a las malas compañías o a la violencia por parte de otros niños. Muchos padres no son conscientes del profundo significado de estos descubrimientos. Presuponen que la supervisión solo puede ser efectiva si tienen otras formas (sanciones) de conseguir que su hijo se comporte del modo deseado. Como consecuencia, en muchas ocasiones abandonan, puesto que en cualquier caso, carecen de los medios de control necesarios, según piensan, para detener la conducta de riesgo. Este punto de vista es erróneo: los estudios han demostrado que los beneficios de la actividad supervisora no dependen de medios de control adicionales. La determinación de conocer y prestar mucha atención a lo que ocurre, aporta presencia y consideración a los padres, incluso en ausencia de sanciones posteriores. Por este motivo elegimos denominar a la actividad parental relevante “atención vigilante” en lugar de “supervisión” o “control”. El nuevo término deja claro que la vigilancia tiene peso cuando expresa cuidados en lugar de ser meramente una actitud de revisión. Por añadidura, la supervisión también puede llevarse a cabo por medios anónimos o mecánicos, mientras que la atención vigilante depende completamente de la presencia de los padres.
La toma de conciencia parental de la necesidad de intensificar su atención vigilante es el resultado de incidentes que revelan un aspecto nuevo y amenazador en la vida del niño, como cuando los padres descubren que el niño les ha ocultado una conducta de riesgo. Las proporciones de la mentira con frecuencia producen estupefacción. La figura de autoridad oscila entre una total impotencia y medidas extremas con la intención de grabar en la mente del niño que tales cosas nunca deberán repetirse. Por ejemplo:
El padre de una niña de diez años la sorprendió mintiendo sobre el uso del dinero que le había entregado para pagar sus clases particulares. El padre estupefacto juró que si ella volvía a mentirle, dejaría de hablarle para siempre.
La maestra de un chico de 16 años descubrió que había falsificado la firma de su madre en el cuaderno de calificaciones. Cuando la maestra llamó por teléfono a los padres, el chico reconoció su voz e intentó hacerse pasar por su padre. Tras una conversación con la profesora, decidieron llevar a su hijo al psiquiatra. En un intento de disuadir al chico de futuras mentiras, el psiquiatra y los padres acordaron mantenerle ingresado en el psiquiátrico durante un mes.
Esperar que una amenaza severa, la manifestación de insultos y de estupor, o incluso de psicoterapia intensiva resolverá el problema es, en muchos casos, ilusorio. En su lugar, la figura de autoridad debe aprender a incrementar el nivel de atención vigilante. Es necesario aprender a pedir al niño que informe de todas sus salidas y explique cómo ha pasado su tiempo; la familia deberá observar las actividades del niño y, si es necesario, contactar con los amigos con los que su hijo pasa el tiempo. Asimismo, deberán estar preparados para resistir a las protestas y a la fiera oposición del niño, sin escalada y sin ceder. La capacidad para ello genera profundos cambios en la experiencia tanto de los padres como del niño.
La atención vigilante requiere que la figura de autoridad modifique su perspectiva en cuanto a los límites de su rol y de la privacidad del niño. Cuando un niño se desarrolla adecuadamente, su derecho a la privacidad se incrementa de forma gradual. En la medida en que adquiere mayor capacidad para funcionar de forma independiente, la intervención del adulto se reduce y el espacio personal del niño se expande. La vigilancia reforzada que se precisa ante las actividades peligrosas del niño suspende temporalmente esta secuencia natural de desarrollo. Es posible que la familia que se ha acostumbrado a implicarse de manera limitada, ahora tenga que adentrarse en áreas cuya privacidad habían dado por sentado. No es de extrañar que los padres rehúyan de tales medidas, incluso cuando su hijo está en peligro. Actos como entrar en la habitación de un adolescente en busca de drogas, contactar con los padres de sus amigos para desarrollar una política común o hacer una visita sorpresa al lugar donde el niño está expuesto al peligro, constituyen violaciones de los principios sagrados. Tales medidas extraordinarias requieren una preparación previa. Los padres que actúan juntos o con la ayuda de colaboradores se manejan mejor que aquellos que intentan hacerlo por su cuenta. El padre o madre que actúa en solitario es más aprensivo y es más susceptible al riesgo de escalada que los que cuentan con refuerzo. El apoyo también les ayuda a superar la sensación de que su vigilancia indica que son malos padres. En su lugar, empiezan a comprender que es precisamente su atención vigilante lo que les convierte en padres en el estricto sentido de la palabra.
Una niña de quince años protestó enérgicamente por la exigencia de su madre de obtener los números de teléfono de sus amigos. La solicitud de la madre surgió después de enterarse de que en dos ocasiones su hija no estaba donde se suponía que debía estar y no había vuelto a casa a la hora acordada. La hija respondió a la exigencia de la madre con la clásica queja: “¡Ninguna de las demás madres hacen esto!” La madre, que preveía esta reacción, respondió, como si fuera la cosa más natural: “he hablado con las madres de dos de tus amigos y me han dicho que ellas también han empezado a pedir números de teléfono”.
La autoridad del profesorado también es potenciada por su disposición a ejercer la atención vigilante. Al igual que los padres, los docentes también tienen que sobrepasar sus fronteras habituales si así lo exigen los incidentes alarmantes. Los maestros con frecuencia ven los confines del aula como los límites reconocidos de su intervención. Los actos en el patio de la escuela o en la entrada en ocasiones se consideran fuera del ámbito de su autoridad, y más aún, los actos fuera de la vecindad de la escuela. A menudo el patio escolar u otras áreas en particular (por ejemplo, los lavabos) se definen tácitamente como el “territorio de los niños”. Si los profesores se aproximan a esos lugares, lo hacen con una sensación incómoda. El autobús escolar también se considera fuera de los límites de los profesores. En muchos casos el transporte escolar está gestionado por el municipio, de manera que los autobuses también están al margen de la responsabilidad de la escuela. La sensación de los profesores en cuanto a los límites de sus actividades se refleja en los sentimientos de los alumnos. Por ejemplo, la intervención de un maestro en una pelea entre alumnos en el patio puede provocar determinadas reacciones de enojo, en contraposición a una intervención similar en la clase. Con estas reticencias, los alumnos indican al profesor que su intervención constituye una incursión en un territorio prohibido. Transformar la escuela en un lugar seguro conlleva alterar estas actitudes. Las investigaciones sobre la violencia en las escuelas señalan que los incidentes más violentos tienen lugar en áreas en las que habitualmente el profesorado está ausente. En consecuencia, los programas que implicaban un incremento de la presencia docente en estas áreas fueron los más eficaces en prevenir la violencia (Olweus, 1993; Limber, 1996). Al igual que los padres, los docentes encuentran difícil presentarse en los lugares “prohibidos” sin refuerzos y preparación previa. Lograr que los maestros vigilen con eficacia requiere mucho más que órdenes de arriba. Deben comprender que su presencia en aquellas zonas no es meramente “una obligación más”, sino un medio eficaz de restaurar su autoridad y posición. Con la ayuda de una adecuada preparación y respaldo, con el tiempo, los profesores se atreven a ampliar su presencia a zonas fuera de la clase. Pronto descubren que muchas personas agradecen estos actos, incluyendo los padres y casi todos los alumnos, que lo reciben como una ayuda contra la tiranía de los acosadores.
Apoyo.—En contraste con la autoridad tradicional, la figura de la nueva autoridad ya no se siente como un individuo solitario al frente que transmite órdenes a sus inferiores desde arriba, sino un miembro del equipo que obtiene fuerza y legitimidad de su red. La figura de autoridad del pasado piensa: “Si necesito ayuda de fuera, significa que soy débil”. La figura de la nueva autoridad dice: “Mi fuerza no solo viene de mí, sino del equipo que me apoya y que yo represento”.