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Las parábolas de Jesús forman parte de la literatura universal. En estos relatos, a menudo provocadores, llegamos a conocer más de cerca el entorno de Jesús. Es un mundo variopinto, lleno de penas y alegrías, con cotidianidad y fiestas, aventuras, crímenes y profunda humanidad. Con la ayuda de este colorido material, Jesús esboza su mensaje del Reino de Dios: es decir, la buena noticia de un nuevo mundo que Dios está creando ahora, en medio de las viejas y anquilosadas relaciones de la historia humana. En este libro, el especialista en Nuevo Testamento Gerhard Lohfink se ha atrevido a interpretar todas las parábolas de forma comprensible para el público general y teniendo siempre en cuenta el estado actual de la investigación. Un libro realmente extraordinario.
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Seitenzahl: 515
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Prólogo
I. Cómo funcionan las parábolas
1. El león, el oso y la serpiente (Am 5,18-20)
2. La zarza se convierte en reina (Jue 9,8-15)
3. La oveja del pobre (2 Sm 12,1-4)
4. El canto de la viña (Is 5,1-7)
5. La esposa infiel (Ez 16,1-63)
6. La vid y los sarmientos (Jn 15,1-8)
7. El olmo y la vid (Hermas Sim II, 1-10)
8. El rey que adquirió para sí un pueblo (MekhY Ex 20,2)
9. El hombre en el pozo (Friedrich Rückert)
10. El perfecto nadador (Martin Buber)
II.Las cuarenta parábolas de Jesús
1. El robo exitoso (Lc 12,39)
2. El «hombre fuerte» dominado por el más fuerte (Mc 3,27)
3. El tesoro escondido en el campo y la perla fina (Mt 13,44-46)
4. La higuera en brote (Mc 13,28-29)
5. El grano de mostaza (Mc 4,30-32)
6. La levadura (Lc 13,20-21)
7. La semilla que crece por sí sola (Mc 4,26-29)
8. La cosecha abundante (Mc 4,3-9)
9. Los dos deudores (Lc 7,41-42)
10. La oveja perdida (Mt 18,12-14)
11. La dracma perdida (Lc 15,8-10)
12. El hijo pródigo (Lc 15,11-32)
13. Los obreros de la viña (Mt 20,1-16)
14. El juez y la viuda (Lc 18,1-8)
15. El amigo insistente (Lc 11,5-8)
16. El banquete (Lc 14,16-24)
17. La red de pesca (Mt 13,47-50)
18. La cizaña en el trigo (Mt 13,24-30)
19. El fariseo y el publicano (Lc 18,10-14)
20. El samaritano misericordioso (Lc 10,30-35)
21. Los hijos desiguales (Mt 21,28-31)
22. El rico y el pobre (Lc 16,19-31)
23. Las diez jóvenes del cortejo (Mt 25,1-13)
24. La higuera estéril (Lc 13,6-9)
25. Los niños que discuten en la plaza (Mt 11,16-19)
26. De camino hacia el juzgado (Mt 5,25-26)
27. El rico insensato (Lc 12,16-20)
28. El invitado sin traje de fiesta (Mt 22,11-13)
29. El siervo despiadado (Mt 18,23-34)
30. Los esclavos vigilantes (Lc 12,35-38)
31. El esclavo fiel a cargo del personal (Mt 24,45-51)
32. La recompensa del esclavo (Lc 17,7-10)
33. El dinero encomendado (Mt 25,14-30)
34. El administrador fraudulento (Lc 16,1-13)
35. El homicida (EvThom 98)
36. La construcción de la torre y la preparaciónpara la guerra (Lc 14,28-32)
37. La construcción de la casa sobre roca o sobre arena (Mt 7,24-27)
38. La lámpara sobre el candelero (Mt 5,15)
39. La muerte del grano de trigo (Jn 12,24)
40. Los campesinos homicidas (Mc 12,1-12)
III. Lo especial de las parábolas de Jesús
1. El material
2. La forma
3. La tradición
4. El tema
5. El tema dentro del tema
Agradecimiento
Bibliografía
Tabla de las parábolas en las lecturas del año litúrgico
Créditos
A Peter Stuhlmachercon gratitud
Las parábolas de Jesús no solamente nos conducen al centro mismo de la predicación de Jesús, sino que, al mismo tiempo, remiten a la persona del predicador, al misterio del mismo Jesús.
EBERHARD JÜNGELDie Problematik der Gleichnisse Jesu, 281
Las parábolas de Jesús no fueron nunca piezas de museo. Desde el comienzo fueron contadas y transmitidas, hechas objeto de reflexión, explicadas y puestas en situaciones nuevas. De ese modo han conservado siempre su carácter de textos lozanos y florecientes. Sobre todas las cosas, se las insertó en el texto de los evangelios y allí se les colocaron a menudo hasta marcos propios que, a su vez, representaban ya en cierta medida una interpretación. En tales interpretaciones podía darse que la misma orientación del sentido de una parábola se desplazara.
Desde luego, es legítimo preguntar por la forma más antigua y por el sentido original de las parábolas de Jesús. Sin embargo, no es legítimo hacerlo según la consigna de que hay que eliminar los «detritos» de la tradición de la Iglesia con el fin de llegar así a la roca firme del origen.
Esa imagen no me agrada. La tradición de la Iglesia no es una cuenca de material detrítico ni, menos aún, una escombrera. Si no existiera la tradición de la Iglesia como una transmisión fiel y formada, tampoco habría ya parábolas de Jesús. Las parábolas se han conservado para nosotros y siguen desplegando siempre de nuevo su propia fuerza solamente porque vivían en la predicación de la Iglesia.
En lugar de la imagen de los detritos yo prefiero otra: las parábolas de Jesús son como diamantes que fueron engarzados en un contexto ya durante la fase más temprana de su transmisión y, después, sobre todo en los evangelios. Los engarces de piedras preciosas no son solamente valiosos en sí mismos, sino también necesarios. Ellos resaltan la piedra preciosa, la preservan, la protegen. Y para interpretar las parábolas hay que recurrir también a ellos. La Iglesia necesita tanto el constante respeto de su tradición como, al mismo tiempo, la crítica histórica que pregunta por el origen.
Pero el conjunto debe formularse de forma mucho más radical todavía: la verdadera imagen de Jesús la tenemos en el anuncio de la Iglesia, y nunca pasando por alto dicho anuncio. Con razón dice Peter Stuhlmacher: «La crítica histórica es un instrumento de trabajo valioso, pero cuando se trata de la exégesis de los libros bíblicos tiene que insertarse en el marco de la tradición de la Iglesia»1.
Era preciso decir todo esto para no entender erróneamente lo que sigue. Una vez dicho, puedo pasar a aquello sobre lo que versa este libro: el origen. Se trata de la forma más antigua de las parábolas de Jesús y de su afirmación original. Es decir, estamos ante una de las preguntas más importantes de la exégesis de los evangelios y ante problemas que desde hace largo tiempo mantienen en vilo a la investigación sobre Jesús. Con gratitud recurro en este libro a los trabajos de muchos exégetas neotestamentarios sobre las parábolas de Jesús.
Sin embargo, no se trata solamente de ofrecer un panorama de la investigación ni tampoco en primer término de discusiones puramente académicas. Lo único que quiero es abrir a mis lectoras y lectores el acceso a estos textos audaces y a menudo sorprendentes. Para ello he recurrido en algunos casos a interpretaciones de parábolas que ya había publicado anteriormente los más variados sitios. Pero aquí esas interpretaciones son nuevamente cuestionadas, reconsideradas y, a menudo, también reformuladas.
En el libro se habla de cuarenta parábolas. Ruego no pesar esa cifra con la balanza de precisión. Por ejemplo: ¿es una parábola el gran discurso del juicio final en Mt 25,31-46? La imagen inicial de la separación de las ovejas y los cabritos ¿justifica hablar de una parábola? En todo caso, la composición en su conjunto no es en modo alguno una parábola2.
La cantidad de cuarenta parábolas se originó también por el hecho de que he omitido considerar las breves frases con imágenes que los evangelios nos transmiten de Jesús. Aunque no existe una línea divisoria clara entre las parábolas y estas frases con imágenes, normalmente no se las comprende como «parábolas». Presuponiendo todo esto llegamos aproximadamente a cuarenta parábolas, número inusualmente elevado para un autor de la Antigüedad.
También es llamativo el hecho de que todas estas parábolas dan testimonio de un admirable arte narrativo. Y lo que es aún más importante: el modo en que ellas hablan de la venida del reinado de Dios –el tema central de la predicación de Jesús– solo es posible por medio de parábolas. Por último, las parábolas nos conducen hacia Jesús. Casi todas las parábolas nos desvelan de forma discreta y escondida el misterio del mismo Jesús.
Peter Stuhlmacher y yo ofrecimos en la Universidad de Tubinga durante el semestre de verano de 1976 un seminario en común con el título de «Problemas fundamentales de las Cartas Pastorales». Desde entonces nuestro diálogo sobre la Iglesia y la teología ha sido ininterrumpido. Dedico a Peter Stuhlmacher este libro como signo de mi profunda gratitud por su fe y su teología.
Enero de 2020Gerhard Lohfink
1 P. STUHLMACHER, «Der Kanon und seine Auslegung», 179.
2 También J. JEREMIAS trata cuarenta parábolas en el libro que dedicó a su comentario, tantas vedes reeditado. No obstante, él cuenta entre las parábolas «la ofensiva de Satanás«parábola».
Un libro «clásico» sobre las parábolas y la investigación exegética al respecto trataría aquí en primer lugar un conjunto de cuestiones fundamentales. Plantearía la pregunta por la naturaleza de una parábola, por el modo en que surge lingüísticamente hablando, por su arraigo en el contexto vital y por los géneros de parábolas que existen. A esta última pregunta se le dedicaría mucho espacio: ¿cómo pueden clasificarse las parábolas de Jesús en tipos claramente distintos que permitan colocar cada una de ellas en el lugar que le corresponde?
Sin embargo, justamente eso es lo que no haremos en esta primera parte. En lugar de ello, nos limitaremos a considerar diez parábolas de épocas muy distintas y a preguntar cómo están compuestas y de qué manera funcionan. Al proceder de ese modo no entraremos todavía en el tratamiento de las auténticas parábolas de Jesús, pero esta panorámica nos ayudará en la segunda parte del libro a tratarlas de manera adecuada.
En un grupo de debate que se reúne periódicamente y en el que se leen y comentan textos literarios escogidos, presenté recientemente una parábola. No mencioné el autor, sino que solo les pedí a los participantes que manifestaran su comprensión e interpretación del siguiente texto:
Un hombre fue atacado por un león. Se salvó por casualidad. Después fue perseguido por un oso. Una vez más, pudo salvarse. Con las últimas fuerzas que le quedaban construyó su casa y logró cerrar la pesada puerta justo antes de la llegada del oso; respirando agitadamente, se apoyó con las manos en la pared y, en ese momento, lo mordió una serpiente. La mordedura fue mortal.
Me quedé sorprendido de la intensidad con la que el grupo se puso de inmediato a analizar el texto. Una joven de diecisiete años, que ya había llamado a menudo la atención en el grupo por sus observaciones provocativas pero inteligentes, dijo espontáneamente: «El sentido del texto es totalmente claro: los peores enemigos no están fuera, sino en la propia casa».
«¡Que va!», replicó una mujer de cierta edad: «Esta parábola trata sobre la muerte. Quiere decir que no puedes escapar de ella. Viene de manera implacable, por mucha suerte que hayas tenido en la vida».
Un hombre de mediana edad, profesor de Filología Clásica, dijo: «Seguramente, podría decirse eso... pero quisiera modificar un poco esa última interpretación. La parábola no habla simplemente de la muerte: habla del destino. Por más que luches, nunca podrás escapar del destino que se te ha asignado. Por lo menos, así pensaban los griegos. Podrás correr todo lo que quieras: al final, el destino te alcanzará, aunque los dioses tengan que enviarte una serpiente».
Otro hombre, psicoterapeuta exitoso, dijo: «Por supuesto, usted no ha inventado esta parábola. Seguramente es muy antigua. Y en ella anida mucha experiencia, experiencia profunda. La parábola trata sobre las sombras a merced de las cuales se encuentran muchas personas. En la mayoría de los casos, sin una terapia no podrán con ellas. Siempre de nuevo se verán amenazadas o incluso dominadas por ellas, y las sombras reaparecen en figuras siempre nuevas».
«Yo tengo una interpretación totalmente distinta», dijo en respuesta un joven listo con una amplia variedad de intereses que estaba escribiendo su tesis doctoral sobre un autor de teología moral del siglo XVII. «El león significa la tentación grave. La persona tentada logra escapar de ella; pero entonces, la misma tentación reaparece de una forma distinta. También esta vez puede resistir: está contenta de su victoria y, por fin, se siente liberada. Sin embargo, la tentación da un nuevo golpe y aparece de otra forma, también nueva. Esta vez, la tentación vence a la persona precisamente porque se sentía tan victoriosa».
Por último, tomó la palabra una mujer que tenía tras de sí un matrimonio muy desdichado y doloroso. «Para mí, todos ustedes son, tal vez, unos teóricos. Lo peor que sufrí en mi matrimonio no fueron los golpes realmente duros que me tocaron: la muerte de nuestra hija pequeña y los amoríos baratos de mi esposo. No: lo peor fueron los pequeños alfilerazos con los que me lastimaba continuamente, sus observaciones irónicas, las heridas infligidas conscientemente. Al final, esos diminutos dientes venenosos fueron mortales para nuestro matrimonio».
Entonces les dije a los asistentes de dónde había tomado la parábola: les leí el siguiente texto del profeta Amós:
¡Ay de los que suspiran por el Día del Señor! ¿Qué será para ustedes el Día del Señor? ¡Será tinieblas y no luz!
Como cuando alguien huye de un león y se topa con un oso;o al entrar en su casa, apoya su mano contra la pared y lo muerde una serpiente...
¡El Día del Señor será tinieblas y no luz, será oscuro, sin ningún resplandor! (Am 5,18-20).
Desde luego, después tuve que decir algo sobre el «Día del Señor», o sea, sobre el motivo decisivo que enmarca y domina esta parábola. Amós quiere explicarles a sus oyentes de Israel, el reino del Norte, qué significa para ellos el «Día del Señor». Antes de que caigan sobre ella la guerra y la deportación, la población del reino del Norte vive en una precaria seguridad: la situación económica es buena (Am 3,15), los ricos se hacen cada vez más ricos y explotan a los pobres (Am 2,7; 4,1; 8,4), se celebran pomposos actos de culto y grandes fiestas (Am 5,21-23; 6,4-6). Pero la situación política se agudiza: el pueblo espera de Dios una victoria sobre los enemigos como en el «día de Madián» (Is 9,3; Jue 7). Este era para ellos un día en el que Dios había intervenido y había salvado a Israel de sus enemigos. En ese momento anhelaban de nuevo un «Día del Señor» semejante.
Pero el profeta destruye radicalmente esa expectativa del pueblo: el «Día del Señor» que el pueblo desea terminará siendo totalmente distinto. Será un día de desgracia, de destrucción y de muerte, pues Israel, el reino del Norte, no cumple en absoluto la voluntad de Dios en su vida comunitaria.
El breve discurso de Amós es sumamente breve y conciso. Su afirmación está condensada al máximo. Hasta podría haber sido pronunciado de ese modo por el Amós histórico. En lugar de la luz, símbolo de salvación y redención, vendrán tinieblas sobre el país. El esperado «Día del Señor» se mostrará como una ruina que trae consigo la muerte. Dentro de esa profecía de perdición está inserta la parábola de la huida en vano: para el pueblo del reino del Norte no hay ya salvación.
A continuación seguimos discutiendo largamente en nuestro grupo qué tan abierto puede ser el texto de una parábola a las más variadas interpretaciones cuando está separado de su contexto. Solo el contexto literario, el comentario verbal o la situación real dentro de la cual se pronuncia la parábola determinan con claridad su sentido. Justamente por ese motivo, ya Amós situó su parábola en el marco del «Día del Señor». Sin embargo, el marco podría haber sido simplemente la situación histórica de entonces, que todo el mundo conocía: la creciente presión militar proveniente de Oriente y las ilusorias ideas de salvación del pueblo.
¿Quedaría totalmente abierta la parábola de Amós, sería susceptible de cualquier interpretación si no tuviera marco alguno y si no se conociera su situación histórica? «De ninguna manera», afirmó una parte del grupo: «Las diferentes interpretaciones que se expusieron fueron todas en una dirección determinada: la de la inevitabilidad». «Eso no es cierto en absoluto», replicó la chica de diecisiete años. «Mi interpretación de que los verdaderos enemigos están siempre dentro de la propia casa no tiene nada que ver con “inevitabilidad”». Tuve que darle la razón. Al parecer, sin marco y sin un contexto histórico claro una parábola permite las más variadas interpretaciones.
El problema se nos presentará de nuevo en las parábolas de Jesús. Aunque considerarlas como «entidades estéticas autónomas», independientes en sí mismas1, puede resultar de ayuda para investigar su estructura de forma más cuidadosa que de costumbre, de ese modo es muy fácil equivocarse en cuanto a su mensaje. En ese caso solo se ven en ellas exhortaciones morales generales, sabias reglas sapienciales o el desvelamiento de la existencia humana. Pero las parábolas de Jesús eran decididamente más que eso: hablaban de la cercanía del reino de Dios y del «aquí y ahora» del reinado de Dios en Israel. En ningún caso las parábolas de Jesús deben aislarse de aquel que las pronunció y de la situación en cuyo marco lo hizo.
Nuestro segundo texto está tomado del libro de Jueces y se encuentra allí en el siguiente contexto: Abimélec, hijo de Ierubaal, es proclamado rey en Siquem (Jue 9,6). Para lograrlo, tuvo que hacer matar a sus setenta hermanastros del harén de su padre por un grupo de mercenarios contratados (9,4-5). Solo quedó vivo Jotam, el menor de los hermanos, que había podido esconderse a tiempo. Entonces, Jotam dirige desde la cima del monte Garizim un discurso a los ciudadanos de Siquem que comienza con una parábola. Es la célebre «fábula de Jotam».
Los árboles se pusieron en camino para ungir a un rey que los gobernara. Entonces dijeron al olivo: «Sé tú nuestro rey». Pero el olivo les respondió: «¿Voy a renunciar a mi aceite con el que se honra a los dioses y a los hombres, para ir a mecerme por encima de los árboles?».
Los árboles dijeron a la higuera: «Ven tú a reinar sobre nosotros». 11 Pero la higuera les respondió: «¿Voy a renunciar a mi dulzura y a mi sabroso fruto, para ir a mecerme por encima de los árboles?».
Los árboles le dijeron a la vid: «Ven tú a reinar sobre nosotros». Pero la vid les respondió: «¿Voy a renunciar a mi mosto que alegra a los dioses y a los hombres, para ir a mecerme por encima de los árboles?».
Entonces, todos los árboles dijeron a la zarza: «Ven tú a reinar sobre nosotros». Pero la zarza respondió a los árboles: «Si de veras quieren ungirme para que reine sobre ustedes, vengan a cobijarse bajo mi sombra; de lo contrario, saldrá fuego de la zarza y consumirá los cedros del Líbano» (Jue 9,8-15).
Del mismo modo como existen fábulas de animales, existen también de vegetales. El texto de Jue 9,8-15 es una fábula semejante. Pero, al igual que todas las fábulas, refleja con agudeza y sin ilusiones las situaciones que imperan en el mundo de los hombres. El texto está estructurado de forma estricta: tiene cuatro estrofas, de las cuales las tres primeras están construidas de forma casi idéntica. Así, la cuarta se destaca de forma tanto más clara, de modo que resulta una sucesión según la fórmula 3 + 1. En todos los relatos o parábolas en que aparece esta fórmula, la parte que se distingue por su mayor extensión tiene un peso especial. Se podría decir, asimismo, que la última parte es la culminación del conjunto, del mismo modo como la gracia de todo buen chiste viene solo al final.
El material ilustrativo de la parábola está cuidadosamente escogido: primero aparecen el olivo, la higuera y la vid; después, separada del resto, aparece en la cuarta estrofa la zarza. El olivo, la higuera y la vid se encontraban entre los medios de sustento más importantes en el mundo mediterráneo, tanto desde el punto de vista económico como desde el civilizatorio. En cambio, la zarza se consideraba un arbusto inútil: a lo sumo, se la utilizaba como seto o como leña para el fuego.
Los árboles constituyen todo un pueblo, y ese pueblo de los árboles quiere tener un rey. Como ocurre a menudo en las parábolas, de entre una pluralidad se escogen unos pocos representantes. Siguiendo un estilo de estricta sucesión, a uno tras otro se les pide que acepten reinar sobre el pueblo. Pero los tres rehúsan el ofrecimiento. Y no solo eso, sino que rechazan la realeza con indignación. Argumentan, en efecto, que ellos ya sirven al pueblo con sus dones: con el aceite, los higos y el vino. ¿Acaso han de abandonar esas exquisiteces solo para «mecerse» por encima de los demás árboles?
La palabra hebrea traducida aquí por «mecerse» tiene como significado fundamental «moverse de un lado a otro», «vagar por ahí», «balancearse» o «tambalearse». Se utiliza para designar a personas que han perdido toda orientación, por ejemplo, para referirse a los borrachos (Is 24,20; Sal 107,27). Al decir tanto el olivo como la higuera y la vid «¿Voy a renunciar a mi aceite, a mi dulzura y mi fruto, a mi mosto para ir a mecerme por encima de los árboles?» se está ridiculizando a la realeza de una manera directamente sarcástica. Los mejores del pueblo rehúsan convertirse en rey o reina. Porque el rey o la reina no hacen más que «mecerse» sobre los árboles, es decir, realizan pomposos rituales reales que no sirven para nada ni nadie. Desde luego, hay que preguntarse cómo puede la vid «mecerse» sobre los árboles. ¿Pierden aquí las imágenes su propia lógica? La respuesta es sencilla. En la Palestina de entonces las vides no se cultivaban como entre nosotros, en hileras, ni menos aún eran guiadas a lo largo de alambres. En aquel tiempo o bien se extendían simplemente por el suelo (Sal 80,10.12) o sus pámpanos eran enganchados a las ramas de los árboles (Sal 80,11), desde donde colgaban2. En ese caso, podían ciertamente «mecerse».
Así pues, por tres veces seguidas se hace la misma afirmación: el olivo, la higuera y la vid rechazan con desprecio y hasta con sarcasmo la realeza. Sobre el trasfondo de esta afirmación cada vez más insistente se llega después al remate en la cuarta estrofa: de todos los árboles (los tres anteriores representan, justamente, a todos los demás) queda solamente la zarza. Y la pinchuda zarza reacciona de forma totalmente distinta de los anteriores: se siente sumamente halagada y anuncia de inmediato: «Vengan a cobijarse bajo mi sombra».
Quien todavía no haya estado nunca en los países meridionales en los que sopla el ardiente viento del desierto, el siroco o el jamsin, no sabe lo que significa la sombra. Pero sobre todo hay que saber que en el Antiguo Oriente «dar sombra» es una afirmación característica que se hace sobre el rey, e incluso sobre Dios. El hecho de que el rey dé «sombra» forma parte de la ideología real del Antiguo Oriente y se refiere a que el rey da vida al pueblo, le brinda protección, es su refugio (Sal 121,5; Is 32,2; Lam 4,20).
La zarza se apropia de inmediato y sin inhibición alguna de esta metáfora real de la sombra salvadora, siendo que ella no ofrece sombra a nadie porque nadie puede acomodarse debajo de ella. Pero no se queda solamente en eso: la invitación a cobijarse bajo su sombra, arrogante en sus labios, es seguida inmediatamente por una amenaza de muerte: «de lo contrario, saldrá fuego de la zarza y consumirá los cedros del Líbano». Este reto repentino muestra qué es lo que la zarza quiere realmente: un despotismo que no descarta ni siquiera el recurso a la destrucción.
Una serie de importantes intérpretes3 considera que la amenaza del final de la fábula no es original. En efecto: en primer lugar, la zarza pasa a hablar de sí misma en tercera persona; en segundo lugar, extrañamente aparecen de pronto en escena los cedros, que, siendo, en realidad, los árboles más prominentes, deberían haber sido consultados incluso antes del olivo. Por eso –se afirma–, el v. 15e-g podría no pertenecer ya a la parábola original.
Según mi modo de ver, este argumento no es en absoluto convincente. No hay razón alguna por la cual un discurso en primera persona no pueda pasar a la tercera persona. El cambio puede resultar incluso un recurso estilístico sumamente efectivo. Y la introducción de los majestuosos cedros del Líbano solo en este punto del discurso tiene pleno sentido: justamente refuerza allí de forma efectiva la amenaza de la zarza: si hasta el alto y poderoso cedro está amenazado por el fuego de la zarza, tanto más lo estarán todos los demás árboles de la nación arbórea. Pero, sobre todas las cosas, sin el v. 15e-g, la cuarta estrofa pierde toda preponderancia respecto de las tres precedentes. Su ironía («bajo mi sombra») resultaría relativamente inofensiva. Sin embargo, con el agregado de la amenaza aparece en toda su desnudez y sin rebozo irónico la arrogante voluntad de poder de los monarcas.
Existe un amplio consenso en la opinión de que la fábula de Jotam no encaja realmente en su contexto actual: tiene que haber existido antes de forma independiente. Servía para ridiculizar sin más la realeza y solo se la comprende en toda su fuerza si se tiene en consideración la historia de Israel. El tácito ideal que se encuentra en el trasfondo es la sociedad tribal previa al tiempo de los reyes, o sea, el denominado tiempo de los «jueces». Este fue un tiempo de solidaridad en libertad. Solo había obligaciones incondicionales en el seno de la familia y del clan; la tribu y la unión de las tribus no podían obligar a nada. Esa sociedad tribal no era una forma primitiva de Estado, sino un modelo conscientemente antagónico respecto del de las ciudades-Estado cananeas, de estructura monárquica, y sobre todo respecto del modelo del Estado esclavista de Egipto. A pesar de todos los problemas que se dieron en ese período no estatal de Israel, fue un tiempo de voluntariedad, de responsabilidad propia y de igualdad. Los «jueces» –una de las figuras de juez más conocidas fue una mujer, Débora– fueron personalidades carismáticas que reunían constantemente de nuevo al pueblo. Desde luego, el objetivo de unión no siempre se lograba. De ahí el anhelo que había en Israel de un rey fuerte que protegiese de los ataques enemigos. Pero de ahí también la crítica mordaz de muchos israelitas perspicaces a la institución de la monarquía (cf., p. ej., 1 Sm 8,10-18). No se quería regresar nunca más a Egipto.
¿Recitó Jotam, hijo de Ierubaal, la llamada fábula de Jotam a los ciudadanos de Siquem desde la cima del monte Garizim? Eso debe excluirse. La fábula de los árboles que querían hacerse ungir como rey es una sátira político-teológica que habla contra la institución de la monarquía y, con toda probabilidad, proviene del período tardío de los reyes, pero dirigiendo retrospectivamente la mirada al idealizado tiempo de los jueces. Con razón calificó Martin Buber la fábula de Jotam como «la poesía antimonárquica más fuerte de la literatura universal». La fábula de Jotam había sido formulada para que circulara entre la gente del pueblo. Debía tener una estructura lo más clara posible y contener muchas repeticiones para que se la pudiese memorizar bien. Y, como sucede con todo buen chiste, tenía que terminar con un remate inesperado e impactante.
Si bien el «punto clave» de la parábola estaba al final, los oyentes sabían desde el comienzo que se trataba de la cuestión de la institución monárquica, puesto que, en la fábula, los árboles quieren conseguir un rey. Y ya en la primera estrofa se rechaza la monarquía; lo mismo ocurre en las estrofas segunda y tercera. El rey aparece como un hazmerreír, pues «se mece» sobre los árboles. No obstante, toda la arrogancia y el apetito de poder de los reyes (¿o será, quizá, de un rey determinado?) solo se desvelan al final. Y si la parábola producía su efecto, los oyentes ya sabían: el pueblo de Dios no debe ser gobernado por estructuras de poder, como sucedía en los pueblos del entorno.
Para el posterior tratamiento de las parábolas de Jesús hay que retener que, por lo visto, puede haber parábolas con estructura de 3 + 1. En tal caso, su culminación se da al final. Además, hay que contar con que determinadas parábolas estén estructuradas de forma extremadamente uniforme y con fórmulas que se reiteran de manera estereotipada. Pero, sobre todas las cosas, en modo alguno puede excluirse que las parábolas «argumenten» para convencer a sus oyentes. Extrañamente, en ocasiones este hecho se discute: se afirma, entonces, que las parábolas de Jesús no pueden tener en ningún caso un carácter argumentativo. Nunca he entendido por qué se lo considera imposible.
También la siguiente parábola trata acerca del abuso de poder de los reyes. Aquí solo podemos insinuar brevemente su contexto bíblico: el rey David se ha llevado a Betsabé, la esposa de Urías, al palacio y a su lecho real mientras Urías está en el frente de guerra por él. Urías era uno de sus mejores y más fieles soldados4. La noche con Betsabé tiene sus consecuencias: la mujer de Urías queda encinta. David ordena a Urías que regrese del frente, lo recibe en su palacio e intenta que vaya a su casa y se acueste con su esposa Betsabé. Urías se da cuenta de las intenciones del rey. No va a su casa, sino que se acuesta al lado de la puerta del palacio, junto con la guardia personal del rey. De ese modo, Urías puede atestiguar públicamente que no ha estado con su mujer. Entonces, David envía a Urías de nuevo al frente y cuida de que muera en el combate por la ciudad de Rabá. Junto con Urías caen otros soldados del ejército de David. Después, el rey hace de Betsabé su esposa. Ya la sola forma en que David escenifica este asesinato es descrita con el más alto nivel de arte narrativo. Pero la historia alcanza su clímax cuando el profeta Natán es enviado por Dios a David y le presenta al rey el siguiente caso:
Había dos hombres en una misma ciudad, uno rico y el otro pobre. El rico tenía una enorme cantidad de ovejas y de bueyes. El pobre no tenía nada, fuera de una sola oveja pequeña que había comprado. La iba criando, y ella crecía junto a él y a sus hijos: comía de su pan, bebía de su copa y dormía en su regazo. ¡Era para él como una hija! Pero llegó un viajero a la casa del hombre rico, y este no quiso sacrificar un animal de su propio ganado para agasajar al huésped que había recibido. Tomó en cambio la oveja del hombre pobre, y se la preparó al que le había llegado de visita (2 Sm 12,1-4).
Cuando Natán terminó su discurso, David no pudo ya seguir conteniéndose: «¡Por la vida del Señor, el hombre que ha hecho eso merece la muerte! Pagará cuatro veces el valor de la oveja, por haber obrado así y no haber tenido compasión». Natán dijo entonces a David: «¡Ese hombre eres tú!».
¿Terminaba allí el relato de la historia? En cualquier caso, David se enfurece, y aunque la historia no hubiese terminado allí, no era necesario proseguir el relato: había alcanzado su objetivo.
El relato de la «oveja del pobre» acierta perfectamente en la maldad de David para con Urías. David, que en ese tiempo poseía todo un harén5, se había apropiado de la mujer de uno de sus más fieles soldados. Sin embargo, no se da cuenta de que el relato lo tiene a él por blanco y lo desenmascara personalmente. ¿Cómo es que no se da cuenta?
Desde luego, la respuesta a esa pregunta podría ser: el David del relato –por supuesto, permanecemos en el plano puramente narrativo– se siente plenamente seguro de su causa en todo este escándalo. Está incluso como ciego. Ha tropezado y caído en un crimen que, paso a paso, lo ha arrastrado cada vez más al abismo. En efecto, todo comienza con que David, desde la azotea de su palacio, ve a lo lejos a una mujer bañándose. Siente deseo por ella, quiere tenerla consigo en su cama, después procura atribuirle el embarazo resultante a Urías y, finalmente, termina deshaciéndose del marido. Como «daño colateral» resultan muertos también otros soldados suyos. Por lo visto, David no es para nada consciente de su grave culpa. Está totalmente de acuerdo consigo mismo, por lo que no se da cuenta de que el relato de Natán versa sobre él mismo.
Está claro, sin embargo, que esta respuesta psicológica no es suficiente para nuestra pregunta. En efecto, nos interesa cómo funciona la parábola. ¿Funciona tan bien porque no se la reconoce de inmediato como parábola? «Había dos hombres en una misma ciudad, uno rico y el otro pobre». La frase podría ser el comienzo de un caso legal que el profeta expusiese al rey. El pobre tenía una sola oveja, mientras que el rico tenía rebaños enteros. Aun así, el rico le arrebata al pobre su única oveja. Lo expuesto se parece mucho a un caso legal –y, por cierto, de la peor índole–. Como quiera que sea, así lo ve el David del relato, y su reacción es coherente con ello.
Pero ¿está tan claro que la forma del relato se identifica con la exposición de un caso legal? «Había dos hombres en una misma ciudad»: se trata de un «comienzo en nominativo», forma estilística que después aparecerá a menudo en las parábolas de Jesús:
Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó... (Lc 10,30)
Un hombre preparó un gran banquete... (Lc 14,16)
Un hombre tenía dos hijos... (Lc 15,11)
Había un hombre rico que tenía un administrador... (Lc 16,1)
Había un hombre rico que se vestía de púrpura... (Lc 16,19)
En una ciudad había un juez... (Lc 18,2)
Un hombre plantó una viña... (Mc 12,1)
Un hombre tenía dos hijos... (Mt 28,1)
Dos hombres subieron al Templo para orar... (Lc 18,10)
¿Había parábolas con esta apertura ya en la época en que se formuló el relato de «la oveja del pobre»? En tal caso, David podría haberse dado cuenta de que debía tener cuidado, pues se trataba de una parábola. Pero, aunque no hubiese sido así, a más tardar con el avance de la historia David tendría que haberse percatado de que no se trataba de ningún caso legal de su reino. Tendría que haberlo notado cuando se relató que la oveja en cuestión compartía la mesa con el hombre, bebía de su copa y dormía en su regazo. No era una descripción ajena a la realidad: más o menos así podrían criar los niños un corderito como animal doméstico. Sin embargo, las metáforas de la parábola aludían claramente al matrimonio de Urías. Por otra parte, la conducta del rico era tan brutal e inhumana que el David del relato bien podía pensar que el profeta le estaba presentando un caso real de su reino.
De modo que no queda duda alguna: en este texto se está operando con dos géneros narrativos diferentes. Por una parte, estamos ante un auténtico «informe de caso»; por la otra, hay indicios de que se trata de una «parábola» sobre cuyo significado hay que preguntarse. El texto oscila entre ambos géneros. Los rasgos extravagantes surgen justamente por el hecho de que se alude metafóricamente a la conducta real de David: el pan y la copa representan la mesa del hogar de Urías, la oveja es su amada Betsabé, que reposa en su regazo. La parábola está dispuesta de tal modo que David pueda recordar su crimen, pero, al mismo tiempo, lo confunde. David debe ser arrastrado al interior de la historia. Sin darse cuenta, debe pronunciar la condena a muerte y percatarse solo después de que él mismo es el acusado.
Tenemos que contar con que también Jesús pudo utilizar esta anfibología en las historias que narró. Las mujeres y los hombres que lo rodeaban escuchaban ante todo una historia interesante, cautivante. Pero, de pronto, tenían que reconocer que era de ellos mismos de quienes se estaba hablando, que ellos mismos eran parte del relato. Y, de ese modo, quedaban atrapados en la red de la parábola.
Más arriba hemos visto que la parábola de «la oveja del pobre» estaba orientada a engañar inicialmente al rey. El siguiente texto profético es aún más claro en este engaño de los oyentes, por lo menos al comienzo. Se los induce a identificarse con la historia, que tendrá un final totalmente distinto del que al comienzo se imaginan. En efecto, el texto comienza como un canto de amor. Y ¿a quién no le agrada escuchar un canto de amor?
Probablemente en los primeros tiempos de su actuación, en algún momento entre los años 740 y 730, el profeta Isaías entonó en Jerusalén este canto que recibió más tarde el nombre de «canto de la viña». Lo entonó en un tiempo de bienestar, de abundancia y de autocomplacencia. Tal vez lo hizo en el templo, quizá hasta en medio de la atmósfera alegre de la fiesta de las Chozas.
Voy a cantar en nombre de mi amigo el canto de mi amado a su viña.
Mi amigo tenía una viñaen una loma fértil.La cavó, la limpió de piedrasy la plantó con cepas escogidas;edificó una torre en medio de ellay también excavó un lagar.Él esperaba que diera uvas,pero dio frutos agrios.Y ahora, habitantes de Jerusalény hombres de Judá,sean ustedes los juecesentre mi viña y yo.¿Qué más se podía hacer por mi viñaque yo no lo haya hecho?Si esperaba que diera uvas,¿por qué dio frutos agrios? Y ahora les haré conocerlo que haré con mi viña:Quitaré su valla y será destruida,derribaré su cerco y será pisoteada.La convertiré en una ruina,y no será podada ni escardada.Crecerán los abrojos y los cardos,y mandaré a las nubesque no derramen lluvia sobre ella.Porque la viña del Señor de los ejércitoses la casa de Israel,y los hombres de Judáson su plantación predilecta.¡Él esperó de ellos equidad,y hay efusión de sangre;esperó justicia,y hay gritos de angustia! (Is 5,1-7).
Antes de empezar, Isaías anuncia lo que tiene previsto hacer. Quiere entonarles a sus oyentes un canto, un canto compuesto por su amigo acerca de una viña. ¿Cómo habrán entendido los oyentes este anuncio? Muchas cosas sugieren que no pensaron en una viña real. En los cantos del Antiguo Oriente se utilizaban mucho los símbolos, y la viña podía ser el símbolo de una bella mujer, de una amante, de una novia. En el posterior «Cantar de los Cantares» la viña tiene una connotación incluso erótica (Cant 1,6; 2,15; 7,8.13; 8,11-12).
E Isaías quiere cantar expresamente la canción de «su amigo». Los oyentes deben de haberse preguntado si el profeta se había convertido en un casamentero o testigo de casamiento. En efecto, en aquel entonces no estaba permitida la comunicación directa entre la novia y el novio: por eso se elegía a un hombre como portavoz e intermediario entre ellos, a quien se daba el nombre de «amigo del novio» (cf. Jn 3,29). De modo que, si el profeta quiere cantar un canto que trata acerca de su amigo y si, además, ese canto ha de versar sobre la viña de su amigo, la expectativa de los oyentes se dirigirá casi necesariamente a la descripción de una hermosa novia, aunque, desde luego, una descripción con abundancia de metáforas. Los oyentes tienen que haber esperado que, como imagen de la hermosa novia, se iba a hacer referencia a una viña que había que vigilar, porque en ella maduran uvas finas y sabrosas.
En un primer momento, esa expectativa no se ve decepcionada. El profeta describe con detalle cómo su amigo plantó la viña en una colina fértil, por decirlo así, como una plantación modelo. En medio de la viña se elevaba una torre para los vigías, que en el tiempo de la vendimia debían proteger los racimos de pájaros y de ladrones. En un lugar apropiado se habían excavado en el suelo rocoso dos fosos rectangulares con un canal entre ambos a fin de que sirviesen de lagar para que, después de la vendimia, los pisadores pudiesen extraer con sus pies desnudos el mosto6. Se había hecho todo lo que se podía hacer para plantar una viña modelo.
Los oyentes deben de haber seguido el relato con entusiasmo. Sabían que en una viña fecunda había que invertir primeramente mucho, del mismo modo que se debía invertir mucho en una mujer joven y hermosa. Y ahora su expectativa se centraba en las dulces uvas que el amor le brindara al novio.
Pero, justo en ese momento, el canto experimenta un vuelco. Contra todo lo esperable, la viña no produjo uvas firmes y deliciosas, sino solo uvas agrias, arrugadas y apestosas. Probablemente, en ese punto los oyentes cambiaron rápidamente de perspectiva. De pronto, todo parecía apuntar a una de las historias del «amante engañado». A menudo se contaba con malicia ese tipo de historias: por ejemplo, cómo alguien había pagado una elevada dote por una mujer y había quedado después como un tonto porque, tras quitarse el velo, la novia había resultado ser muy fea, o hasta lo había engañado con otro hombre.
Pero los oyentes solo pudieron pensar en esa dirección por un instante, pues en el canto se produce enseguida el giro dramático. De pronto, el profeta ya no canta como «el amigo del novio», sino como el novio en persona, y su canto se convierte en lamento o, más aún, en una amarga acusación contra la novia. El castigo de la novia se expone detalladamente mediante la imagen de la destrucción de la viña.
Del mismo modo como la plantación de la viña se había descrito con todo detalle, así se describe ahora su destrucción. Y cada vez queda más claro quién es el que realmente habla. Cuando se dice que el novio mandará a las nubes que no derramen lluvia sobre la viña se hace evidente que el novio es Dios mismo, y que «la viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel». Con esas palabras, Isaías se ha quitado definitivamente la máscara. La viña y la vid no tienen solamente connotaciones eróticas, sino que son también metáforas permanentes del pueblo de Dios, de Israel (Os 10,1; Sal 80,9-17).
Dios hizo todo lo que podía por su viña. La planeó para largo. Pero Israel le fue infiel. En lugar de vivir frente a todos los pueblos según el orden social que Dios le había regalado, los pobres y los desamparados por la ley clamaban en el país. En su original hebreo el canto termina con juegos de palabras que solo se pueden reproducir de forma precaria en una traducción: «esperó de ellos equidad [mišpat], y hay efusión de sangre [mispaḥ, opresión, derramamiento de sangre]; esperó justicia [ṣedaqah, justicia, ser justo], y hay gritos de angustia [ṣĕ‘aqah]».
Todo ese texto, que aparentemente había comenzado como la alabanza de una novia hermosa, se desveló de forma cada vez más clara como una acusación contra el pueblo de Dios. El amigo del que Isaías quería cantar aparece progresivamente como Dios mismo. Y lo que debía ser una plantación modelo de Dios en el mundo se convertirá en tierra yerma. Isaías juega de forma ingeniosa y sutil con el lenguaje. Altera el lenguaje habitual y los patrones mentales familiares. Comienza como tocando la cítara, suscitando el placer de su audiencia, y termina de pronto con un hacha en la mano a fin de partir por fin el blindaje gélido de la indiferencia en sus oyentes.
Como conclusión hay que decir que en las parábolas bíblicas hemos de estar siempre preparados para que los destinatarios se vean llevados a una situación en la que creen poder escuchar plácidamente una historia interesante, para experimentar de pronto un vuelco total: se los confronta con la voluntad de Dios o con el estado de perdición en el que viven en su presencia.
¿Es el canto de la viña una parábola? ¡Por supuesto! Pero, al mismo tiempo, es una acusación, incluso un discurso acusatorio como los que se pronuncian ante un tribunal. Así pues, los intérpretes de las parábolas bíblicas tienen que contar siempre con que no encontrarán en ellas géneros literarios «puros», sino incursiones sumamente hábiles, a menudo incluso oscilantes, en otros géneros.
El canto de la viña de Isaías nos ha mostrado a Dios como un amante enfadado, un amante que amenaza a su pueblo con el juicio. No obstante, el canto de la viña era un texto relativamente breve. Y, al principio, el hecho de que el acusador era Dios mismo permanecía oculto. Muy distintas son las cosas en Ez 16. Aquí Dios aparece desde el comienzo y sin tapujos como el acusador, y su acusación es expuesta con toda amplitud. A pesar de la forma de parábola tenemos aquí ante nosotros un claro discurso acusatorio. Esto se ve ya en el solo hecho de que el discurso comienza con la frase: «Hijo de hombre, da a conocer a Jerusalén sus abominaciones. Tú dirás: Así habla el Señor a Jerusalén» (Ez 16,2-3), a lo que sigue de inmediato el siguiente texto:
Por tus orígenes y tu nacimiento, perteneces al país de Canaán; tu padre era un amorreo y tu madre una hitita. Al nacer, el día en que te dieron a luz, tu cordón umbilical no fue cortado, no fuiste lavada con agua para ser purificada ni frotada con sal, ni envuelta en pañales. Nadie se compadeció de ti para hacerte alguna de esas cosas, sino que fuiste arrojada en pleno campo, porque dabas asco el día que naciste.
Yo pasé junto a ti, te vi revolcándote en tu propia sangre y entonces te dije: «Vive y crece como un retoño del campo». Tú comenzaste a crecer, te desarrollaste y te hiciste mujer; se formaron tus senos y crecieron tus cabellos, pero estabas completamente desnuda. Yo pasé junto a ti y te vi. Era tu tiempo, el tiempo del amor; extendí sobre ti el borde de mi manto y cubrí tu desnudez; te hice un juramento, hice una alianza contigo –oráculo del Señor– y tú fuiste mía. Yo te lavé con agua, limpié la sangre que te cubría y te perfumé con óleo. Te puse un vestido bordado, te calcé con zapatos de cuero fino, te ceñí con una banda de lino y te cubrí con un manto de seda. Te adorné con joyas, puse brazaletes en tus muñecas y un collar en tu cuello; coloqué un anillo en tu nariz, pendientes en tus orejas y una espléndida diadema en tu cabeza. Estabas adornada de oro y de plata, tu vestido era de lino fino, de seda y de tela bordada; te alimentabas con la mejor harina, con miel y aceite. Llegaste a ser extraordinariamente hermosa y te convertiste en una reina. Tu fama se extendió entre las naciones, porque tu belleza era perfecta gracias al esplendor con que yo te había adornado –oráculo del Señor–.
Pero tú te preciaste de tu hermosura y te aprovechaste de tu fama para prostituirte; te entregaste sin pudor a todo el que pasaba y fuiste suya. Tomaste tus vestidos para hacerte lugares altos de vivos colores, y te prostituiste en ellos (Ez 16,3-16).
El discurso en parábola de Ezequiel prosigue después a lo largo de muchos versículos más. Lo que acabo de citar no es más que el primer cuarto del texto completo. Con una intensidad y dureza extraordinarias se describe aquí la infidelidad de la ciudad de Jerusalén para con su Dios. La ciudad se ha convertido en prostituta. Ha hecho propios todos los pecados de los cananeos. Abrió sus piernas a todo aquel que pasara por el camino. Ha actuado peor que Samaría y que Sodoma. Ha olvidado lo que Dios había hecho por ella cuando los israelitas estaban expuestos a campo abierto. Ha olvidado que su belleza y sus joyas las había recibido solo de Dios. Por eso Dios reunirá ahora a sus amantes en contra de ella. Ellos la despojarán de sus vestidos, le arrebatarán todas sus joyas y la abandonarán desnuda. Probablemente, en su origen el discurso acusatorio terminaba justamente con esas imágenes, concluía tal como había comenzado: Jerusalén yace nuevamente desnuda e indefensa en el suelo.
Por eso, prostituta, escucha la palabra del Señor. Así habla el Señor: Por haberte exhibido desvergonzadamente y haber descubierto tu desnudez en tus prostituciones con tus amantes y con todos tus ídolos abominables, y por la sangre de tus hijos que les has ofrecido, por todo eso, yo voy a reunir a todos tus amantes, a los que has complacido y amado, y también a los que has odiado; los reuniré contra ti, de todas partes, descubriré ante ellos tu desnudez, y ellos verán toda tu desnudez. Te aplicaré el castigo de las mujeres adúlteras y sanguinarias, y descargaré sobre ti mi furor y mis celos. Yo te entregaré en sus manos. Ellos arrasarán tus colinas y demolerán tus montículos; te despojarán de tus vestidos, te arrebatarán tus joyas y te dejarán completamente desnuda (Ez 16,35-39).
Recordaremos, seguramente, la pregunta formulada en esta primera parte de nuestro libro: «¿Cómo funcionan las parábolas?». En este sentido, Ez 16 nos presenta una nueva variante de parábola.
En efecto, este texto de Ezequiel es más largo que todos los que hemos conocido hasta ahora. La parte originaria del discurso correspondía aproximadamente al texto que hemos citado. En un estadio posterior, esa versión más antigua fue ampliada probablemente en los actuales versículos 44-63.
Ya habíamos visto que, a diferencia del canto de la viña de Is 5, aquí está claro desde el comienzo que quien habla es Dios mismo: el que habla constantemente en primera persona no puede ser sino Dios.
También queda claro desde el comienzo a quién se dirige la palabra de Dios: a la ciudad de Jerusalén. Esto mismo se indica ya antes del discurso. Pero, aunque esa indicación de lectura no hubiese estado, todo el mundo tenía que reconocerlo cuando se dijo: «tu padre era un amorreo y tu madre una hitita». El profeta hace tomar consciencia a sus oyentes (o lectores) de que Jerusalén era al comienzo una ciudad pagana, con todos los aspectos oscuros del paganismo.
No obstante, en la personificación de Jerusalén se está hablando a todo el pueblo de Dios. Jerusalén solo está en primer plano porque Ezequiel quiere hablar del pueblo de Dios como de una joven o de una mujer, y, en el Antiguo Oriente, como también en toda la Antigüedad, especialmente las grandes ciudades se representaban simbólicamente como mujeres, en particular cuando se formulaba un lamento por una ciudad destruida. Esto es válido también para el Antiguo Testamento. Los textos se dirigen allí a Jerusalén como «hija [de] Sion» (Lam 2,1), «hija [de] Jerusalén» (Lam 2,13) o «virgen hija [de] Jerusalén» (Lam 2,13). Solo por ese motivo Jerusalén está aquí en primer plano.
También está claro desde el principio que se está hablando metafóricamente, es decir, en sentido «traslativo». Y los oyentes o lectores estaban perfectamente en condiciones de trasladar de forma continua los elementos metafóricos a la historia real del pueblo de Dios. No era necesario que se les interpretara el relato en un anexo aparte. Sabían que todo lo que se estaba relatando era su propia historia. Podían interiorizar lo que se les relataba con preocupación y temor, o también podían rechazarlo con indignación y resentimiento.
La niña expósita es Israel, que habría estado perdida entre los pueblos, es decir, no habría llegado de ningún modo a la existencia si Dios no lo hubiese creado para sí. La expresión causativa «vive» resuena como un acto de creación que llama a Israel a la vida. Después, Dios cuida de su pueblo. Lo hace grande y hermoso. Lo hace madurar y lo adorna. Al escucharlo, los oyentes piensan en todo lo que Dios hizo por su pueblo para elevarlo por encima de las demás naciones. Cuando se les relata que Dios se desposó con la joven piensan, desde luego, en la alianza que Dios selló con Israel en el Sinaí. Solo con esa alianza recibió Israel vida en el pleno sentido de la palabra. Y cuando, finalmente, se les describe cómo la desposada se entregó como prostituta a todo aquel que pasaba, seguramente muchos de los oyentes piensan no solamente en la participación del pueblo en los cultos cananeos, sino también en la política de alianzas de sus reyes, que se congraciaron con las grandes potencias y se les entregaron.
De modo que la historia de Israel con Dios se relata como una parábola en la que aparecen constantes correspondencias entre el plano metafórico y la realidad misma. Esta figura se denomina en lenguaje técnico «alegoría». No obstante, el discurso no se queda solamente en el nivel de las imágenes. En determinados puntos se introduce también la realidad misma en el plano metafórico, por ejemplo, cuando se menciona el origen de Jerusalén en los amorreos y los hititas, o cuando se hace referencia directa al sacrificio de los hijos primogénitos a un ídolo cananeo (cf. Ez 16,36).
Para nosotros, oyentes actuales, la parábola de la esposa infiel es más difícil de entender que la fábula de Jotam o que la poesía de la viña de Isaías. Hay que saber, por ejemplo, que en el antiguo mundo pagano la práctica de abandonar niños en pantanos o páramos estaba muy extendida. En especial las niñas eran simplemente desechadas después de nacer. Hay que saber que se frotaba a los bebés con sal molida y se los envolvía a continuación en pañales, y no solamente por razones higiénicas, sino sobre todo para protegerlos de los demonios. Hay que saber que los pendientes en las orejas o los aros en la nariz tenían una función apotropeica: se trataba de bloquear a los demonios la entrada a través de las aberturas del cuerpo. Hay que saber que la corona mencionada en el v. 12 es una corona nupcial. Hay que saber que ya Oseas y Jeremías habían descrito la alianza de Dios con Israel mediante la imagen del matrimonio y la participación en los cultos de la fecundidad de los cananeos como prostitución y adulterio (Os 1–3; Jr 3,1-13). Y muchas otras cosas más hay que saber para comprender Ez 16 en todos sus detalles y en todo su alcance.
Sin embargo, aun cuando hoy en día no se capten de inmediato muchos de los detalles que los oyentes de entonces conocían, la parábola de la esposa infiel es hoy como ayer un texto profundamente movilizador que toca a todo el pueblo de Dios, pues también nosotros somos una y otra vez infieles a Dios y con demasiada frecuencia abrazamos modelos falsos y, a veces, hasta demoníacos.
La parábola de Ezequiel que aquí presentamos tiene la osadía de describir a Dios como un amante fracasado. Dios ha hecho todo por su amada, ha esperado mucho tiempo –al igual que el dueño de la viña en Is 5,1-7–. Pero, después, todos sus esfuerzos fueron vanos. El desengaño de Dios se torna en ira. Pero, justamente, esa ira no es indiferencia. La fría indiferencia sería el fin de todo amor. Por el contrario, el ardor de la ira muestra que el amor no está muerto. Solo está profundamente herido, tan profundamente como solamente puede estarlo el verdadero amor. Pero al final de Ez 16 (entre tanto, la versión original del profeta ha sido ampliada y actualizada) escuchamos la siguiente promesa:
Así habla el Señor: Yo actuaré contigo como has actuado tú, que despreciaste el juramento imprecatorio, quebrantando la alianza. Pero yo me acordaré de la alianza que hice contigo en los días de tu juventud y estableceré para ti una alianza eterna (Ez 16,59-60).
En conjunto, Ez 16 nos muestra que en los libros proféticos de Israel hay «alegorías»; nos muestra que, muy probablemente, las había ya en las intervenciones y los discursos de los mismos profetas; y que, al parecer, los israelitas eran capaces de comprender alegorías.
Damos ahora un salto del Antiguo al Nuevo Testamento, más concretamente, al evangelio de Juan. Allí nos encontramos con un tipo de parábola que se distingue de todo lo que hemos considerado hasta el momento. En la exégesis neotestamentaria se habla de «discursos mediante imágenes» o «discursos metafóricos». He aquí un ejemplo típico de tales discursos:
Yo soy la verdadera vid y mi Padre es el viñador. Él corta todos mis sarmientos que no dan fruto; al que da fruto, lo poda [literalmente: lo limpia] para que dé más todavía. Ustedes ya están limpios por la palabra que yo les anuncié. Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes. Así como el sarmiento no puede dar fruto si no permanece en la vid, tampoco ustedes, si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes los sarmientos. El que permanece en mí, y yo en él, da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer. Pero el que no permanece en mí, es como el sarmiento que se tira y se seca; después se recoge, se arroja al fuego y arde. Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán. La gloria de mi Padre consiste en que ustedes den fruto abundante, y así sean mis discípulos (Jn 15,1-8).
En la mayoría de las traducciones de este texto no queda claro cómo se distinguen estos dos procesos de corte y poda. El autor del cuarto evangelio sí lo tiene claro, pues los distingue también en el plano del lenguaje: los sarmientos que no dan fruto alguno son «cortados», mientras que los que tienen flores son «podados». La palabra griega que aquí se traduce con «podar» suele traducirse con «limpiar». Este modo de traducir tiene sentido en la medida en que, de esa manera, se establece con claridad la relación con Jn 15,3 (ustedes ya están limpios).
Lo importante es que nuestro texto no reparte el «corte» y la «poda» entre los dos procesos de tratamiento de la vid durante el período de crecimiento. En efecto, en el proceso de corte anterior al período de crecimiento se descartan también todos los sarmientos que dieron fruto en la temporada precedente. Por el contrario, en el caso de nuestra parábola se hace referencia solamente al corte que se realiza durante el período de crecimiento7, ya que justamente en ese corte se eliminan todos los sarmientos que no fructifican, mientras que los que tienen muchas flores son «podados». Esto a modo de acotación previa.
Si se compara el discurso metafórico de Jn 15 con la parábola de la esposa infiel de Ez 16 aparece de inmediato que nos encontramos ante algo totalmente distinto. En Ezequiel teníamos un relato continuo que comenzaba con la niña expósita hallada en medio de su propia sangre y terminaba con la esposa infiel cubierta de sangre. Todo el conjunto era un «discurso forense» o, más precisamente, un «discurso de acusación», pero era un relato continuo. Este es, justamente, el tipo de relato que no tenemos en Jn 15,1-8. Antes bien, aquí nos encontramos ante una diestra mezcla de parábola e instrucción. No obstante, no se está entremezclando una serie de comparaciones y metáforas dentro de un discurso instructivo, sino que en el mismo discurso instructivo se oculta una parábola perfecta y acabada en sí misma. En efecto, si se dejan de lado todos los elementos instructivos y se antepone al cuerpo restante del texto una típica introducción de parábola como las de los sinópticos, se obtiene sin especial manipulación el siguiente texto, lleno de sentido en sí mismo:
El reino de Dios se parece a lo que ocurre con una vid. Todo sarmiento que no da fruto es cortado, y todo sarmiento que da fruto es podado para que dé más fruto todavía. Los sarmientos que no permanecen unidos a la vid serán tirados y se secarán. Se los recoge, se los arroja al fuego y arden.
No es posible dejar de constatar una cierta semejanza entre este texto reconstruido y la «parábola de la red» (Mt 13,47-50). Del mismo modo como en esta última se separan el pescado bueno del malo, así se separan en nuestro texto los sarmientos fructíferos de los no fructíferos. El pescado malo es arrojado fuera, los sarmientos cortados son arrojados al fuego.
Ahora bien, mi intención al «podar» el discurso instructivo de Jesús en Jn 15,1-8 no ha sido en modo alguno descubrir y reconstruir una parábola auténtica de Jesús. No es ese el objetivo en este lugar. Mi «poda» servía solamente para demostrar con cuánta destreza está estructurado el pasaje de Jn 15,1-8: la materia de la parábola, la interpretación de dicha materia, la advertencia y la promesa están ensamblados y entretejidos entre sí.
La «materia» de la parábola acabamos de conocerla mediante el recurso a la reconstrucción. La «interpretación» se encuentra ya al comienzo del discurso: Dios es el viñador, Jesús es la vid, los discípulos son los sarmientos. La «advertencia» atraviesa todo el texto y se expresa sobre todo con las voces de los verbos «permanecer» (siete veces) y «dar fruto» (cinco veces). Al final aparece entonces la gran promesa: «Si ustedes permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan lo que quieran y lo obtendrán».
Gracias a este entrelazamiento de distintos géneros surge un discurso de índole totalmente propia, desconocido para nosotros hasta este momento. Considerado en su conjunto se distingue también de las parábolas auténticas de Jesús con las que nos encontraremos en la segunda parte de este libro. Esto se manifiesta sobre todo en el hecho de que, en los tres primeros evangelios –los sinópticos– no aparecen discursos extensos de Jesús en primera persona, mientras que en el discurso metafórico de Jn 15,1-8 se trata de un texto entero en primera persona. En efecto, Jesús abre aquí su discurso con la presentación de sí mismo en la frase «yo soy la verdadera vid», la repite ya en el v. 5 y habla en primera persona varias veces a lo largo del texto.
Cualquiera que sepa percibir formas y géneros literarios tendrá que admirarse y hasta sorprenderse en algún momento sobre las profundas diferencias existentes entre la forma de hablar de Jesús en los evangelios sinópticos y en el evangelio de Juan. Es evidente que Jesús no habló nunca en discursos metafóricos como los que aparecen en el evangelio de Juan, pero una mirada y escucha atentas harán que el observador reconozca con cuánta exactitud y fidelidad destella en el cuarto evangelio el ser de Jesús. En efecto, también detrás de las parábolas auténticas de Jesús se esconde de forma discreta y oculta una reivindicación inconcebible. De ella hablaremos más abajo en este libro.
La siguiente parábola se remonta al siglo II d.C. Se encuentra en un libro escrito por un cristiano llamado Hermas en torno al año 140 en Roma y lleva el nombre de El Pastor (latín: Pastor Hermae). Este libro fue posteriormente dividido en tres partes: 1) «Visiones» (Visiones); 2) «Mandamientos» (Mandata); y 3) «Comparaciones» (Similitudines).