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El intenso encuentro personal entre maestro y discípulo es lo que interesa a George Steiner en este libro, una reflexión acerca de la infinita complejidad y la sutil interacción de poder, confianza y pasión en los géneros más profundos de pedagogía. Basado en las Conferencias Norton sobre el arte y las tradiciones de la enseñanza, Lecciones de los Maestros evoca a muchos personajes ejemplares: Sócrates y Platón, Jesús y sus discípulos, Virgilio y Dante, Brahe y Kepler, Husserl y Heidegger, entre otros. Fundamentales en la evolución de la cultura occidental son Sócrates y Jesús, maestros carismáticos que no dejaron enseñanzas escritas ni fundaron escuelas. En los esfuerzos de sus discípulos, en los relatos de pasión inspirados por su muerte, Steiner ve los comienzos de un vocabulario interior, los reconocimientos cifrados de buena parte de nuestro lenguaje moral, filosófico y teológico. Después analiza una serie de tradiciones y disciplinas, referidas todas ellas a tres temas subyacentes: el poder del maestro para aprovechar la dependencia y vulnerabilidad del discípulo; la complementaria amenaza de subversión y traición al mentor por parte del discípulo; y el recíproco intercambio de confianza y amor, de aprendizaje y enseñanza entre profesor y alumno.
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Índice
Cubierta
Portadilla
Lecciones de los Maestros
Introducción
1. Unos orígenes perdurables
2. Lluvia de fuego
3. Magnificus
4. Maîtres à penser
5. En tierra natal
6. El intelecto que no envejece
Epílogo
Agradecimientos
Nota bibliográfica
Notas
Créditos
Para Rebecca, para Miriam, un día
Después de pasar más de medio siglo dedicado a la enseñanza en numerosos países y sistemas de estudios superiores, me siento cada vez más inseguro en cuanto a la legitimidad, en cuanto a las verdades subyacentes a esta «profesión». Pongo esta palabra entre comillas para indicar sus complejas raíces religiosas e ideológicas. La profesión del «profesor» –este mismo un término algo opacoabarca todos los matices imaginables, desde una vida rutinaria y desencantada hasta un elevado sentido de la vocación. Comprende numerosas tipologías que van desde el pedagogo destructor de almas hasta el Maestro carismático. Inmersos como estamos en unas formas de enseñanza casi innumerables –elemental, técnica, científica, humanística, moral y filosófica–, raras veces nos paramos a considerar las maravillas de la transmisión, los recursos de la falsedad, lo que yo llamaría –a falta de una definición más precisa y material– el misterio que le es inherente. ¿Qué es lo que confiere a un hombre o a una mujer el poder para enseñar a otro ser humano? ¿Dónde está la fuente de su autoridad? Por otra parte, ¿cuáles son los principales tipos de respuesta de los educados? Estas cuestiones desconcertaron a san Agustín y aparecen con toda su crudeza en el clima libertario de nuestra propia época.
Simplificando, podemos distinguir tres escenarios principales o estructuras de relación. Hay Maestros que han destruido a sus discípulos psicológicamente y, en algunos raros casos, físicamente. Han quebrantado su espíritu, han consumido sus esperanzas, se han aprovechado de su dependencia y de su individualidad. El ámbito del alma tiene sus vampiros. Como contrapunto, ha habido discípulos, pupilos y aprendices que han tergiversado, traicionado y destruido a sus Maestros. Una vez más, este drama posee atributos tanto mentales como físicos. Recién elegido rector, un Wagner triunfante desdeñará al moribundo Fausto, antaño su magister. La tercera categoría es la del intercambio: el eros de la mutua confianza e incluso amor («el discípulo amado» de la Última Cena). En un proceso de interrelación, de ósmosis, el Maestro aprende de su discípulo cuando le enseña. La intensidad del diálogo genera amistad en el sentido más elevado de la palabra. Puede incluir tanto la clarividencia como la sinrazón del amor. Consideremos a Alcibíades y Sócrates, a Eloísa y Abelardo, a Arendt y Heidegger. Hay discípulos que se han sentido incapaces de sobrevivir a sus Maestros.
Cada uno de estos modos de relación –y las ilimitadas posibilidades de mezclas y matices entre ellos– han inspirado testimonios religiosos, filosóficos, literarios, sociológicos y científicos. Los materiales existentes desafían cualquier análisis exhaustivo, siendo como son verdaderamente planetarios. Los capítulos que siguen pretenden ofrecer la más sumaria de las introducciones; son casi ridículamente selectivos.
Están en juego tanto cuestiones enraizadas en la circunstancia histórica como interrogantes perennes. El eje del tiempo cruza y vuelve a cruzar. ¿Qué significa transmitir (tradendere)? ¿De quién a quién es legítima esta transmisión? Las relaciones entre traditio, «lo que se ha entregado», y lo que los griegos denominan paradidomena, «lo que se está entregando ahora», no son nunca transparentes. Tal vez no sea accidental que la semántica de «traición» y «traducción» no esté enteramente ausente de la de «tradición». A su vez, estas vibraciones de sentido y de intención actúan poderosamente en el concepto, siempre desafiante él mismo, de «translación» (translatio). ¿Es la enseñanza, en algún sentido fundamental, un modo de translación, un ejercicio entre líneas, como dice Walter Benjamin, cuando atribuye a lo interlineal eminentes virtudes de fidelidad y transmisión? Veremos que hay muchas respuestas posibles.
Se ha dicho que la auténtica enseñanza es la imitatio de un acto trascendente o, dicho con mayor exactitud, divino, de descubrimiento, de ese desplegar verdades y plegarlas hacia dentro que Heidegger atribuye al Ser (aletheia). El manual secular o el estudio avanzado son la mimesis de una plantilla y de un original sagrados, canónicos, que fueron también ellos comunicados oralmente, en lecturas filosóficas y mitológicas. El profesor no es más, pero tampoco menos, que un auditor y mensajero cuya receptividad, inspirada y después educada, le ha permitido aprehender un logos revelado, la «Palabra» que «era en un principio». Éste es, en esencia, el modelo que presta validez al maestro de la Torá, al explicador del Corán y al comentador del Nuevo Testamento. Por analogía –y cuántas perplejidades salen a la luz en los usos de lo análogo–, se extiende este paradigma a la difusión, transmisión y codificación del conocimiento secular, de la sapientia o Wissenschaft. Incluso en los Maestros de las Sagradas Escrituras y su exégesis encontramos ideales y prácticas que se adaptan a la esfera secular. Así, san Agustín, Akiba y Tomás de Aquino tienen un lugar en la historia de la pedagogía.
Por el contrario, desde la autoridad pedagógica se ha sostenido que la única licencia honrada y demostrable para enseñar es la que se posee en virtud del ejemplo. El profesor demuestra al alumno su propia comprensión del material, su capacidad para realizar el experimento químico (el laboratorio alberga a «demostradores»), su capacidad para resolver la ecuación de la pizarra, para dibujar con precisión el vaciado de escayola o el desnudo en el taller. La enseñanza ejemplar es actuación y puede ser muda. Tal vez deba serlo. La mano guía la del alumno sobre las teclas del piano. La enseñanza válida es ostensible. Muestra. Esta «ostentación», que tanto intrigaba a Wittgenstein, está inserta en la etimología: el latín dicere, «mostrar» y, sólo posteriormente, «mostrar diciendo»; el inglés medio token y techen con sus connotaciones implícitas de «lo que muestra». (¿Es el profesor, a fin de cuentas, un hombre espectáculo?) En alemán, deuten, que significa «señalar», es inseparable de bedeuten, «significar». La contigüidad impulsa a Wittgenstein a negar la posibilidad de toda instrucción textual honrada en filosofía. Con respecto a la moral, solamente la vida real del Maestro tiene valor como prueba demostrativa. Sócrates y los santos enseñan existiendo.
Acaso estos dos escenarios sean idealizaciones. El punto de vista de Foucault, por simplificado que esté, tiene su pertinencia. Se podría considerar la enseñanza como un ejercicio, abierto u oculto, de relaciones de poder. El Maestro posee poder psicológico, social, físico. Puede premiar y castigar, excluir y ascender. Su autoridad es institucional, carismática o ambas a la vez. Se ayuda de la promesa o la amenaza. El conocimiento y la praxis mismos, definidos y transmitidos por un sistema pedagógico, por unos instrumentos de educación, son formas de poder. En este sentido, hasta los modos de instrucción más radicales son conservadores y están cargados con los valores ideológicos de la estabilidad (en francés, tenure es estabilización). Las «contraculturas» de hoy y la polémica de la New Age –que tiene sus antecedentes en la querella con los libros que encontramos en el primitivismo religioso y en la anarquía pastoral– ponen al conocimiento formal y a la investigación científica la etiqueta de estrategias de explotación, de dominio de clase. ¿Quién enseña qué a quién, y con qué fines políticos? Como veremos, es este plan de dominio, de enseñanza como poder bruto, elevado al extremo de la histeria erótica, lo que se satiriza en La leçon [La lección] de Ionesco.
Casi no se han analizado las negativas a enseñar, las negativas a la transmisión. El Maestro no encuentra ningún discípulo, ningún receptor digno de su mensaje, de su legado. Moisés destruye las primeras Tablas, precisamente las escritas por la propia mano de Dios. Nietzsche está obsesionado por la falta de discípulos adecuados precisamente cuando su necesidad de recepción es angustiosa. Este motivo es la tragedia de Zaratustra.
O tal vez sea que la doxa, la doctrina y el material que hay que enseñar, se juzgue demasiado peligrosa como para ser transmitida. Está enterrada en algún lugar secreto que no será redescubierto durante mucho tiempo o, de manera más drástica, se deja que muera con el Maestro. Hay ejemplos en la historia de la tradición alquímica y cabalística. Más frecuentemente, sólo a un puñado de elegidos, de iniciados, se les dará conocimiento de lo que verdaderamente quiere decir el Maestro. Al público general se le sirve una versión diluida, vulgarizada. Esta distinción entre la versión esotérica y la exotérica anima las interpretaciones que hace Leo Strauss de Platón. ¿Existen hoy posibles paralelismos en la biogenética o en la física de partículas? ¿Son estas hipótesis demasiado amenazadoras (socialmente, humanamente) como para comprobarlas, debiendo dejar descubrimientos sin publicar? Los secretos militares podrían ser el disfraz, a modo de farsa, de un dilema más complejo y clandestino.
Puede también haber pérdida, desaparición por accidente, por autoengaño –¿había resuelto Fermat su propio teorema?– o por acción histórica. ¿Cuánta sabiduría y ciencia oral, por ejemplo en botánica y terapia, se ha perdido sin remedio; cuántos manuscritos y libros se han quemado, desde Alejandría hasta Sarajevo? De las escrituras de los albigenses sólo se han conservado mínimas conjeturas. Es una inquietante posibilidad que ciertas «verdades», que ciertas metáforas e ideas fundamentales, especialmente en las humanidades, se hayan perdido, estén irrevocablemente destruidas (Sobre la comedia, de Aristóteles). Hoy somos incapaces de reproducir, si no es fotográficamente, ciertos colores mezclados por Van Eyck. Según se dice, no podemos ejecutar cierta fermata, con triple elevación de tono presionando con el dedo, que Paganini se negó a enseñar. ¿Por qué medio se transportaron a Stonehenge o se plantaron derechas en la Isla de Pascua aquellas piedras ciclópeas?
Evidentemente, las artes y los actos de enseñanza son, en el sentido propio de este término tan denostado, dialécticos. El Maestro aprende del discípulo y es modificado por esa interrelación en lo que se convierte, idealmente, en un proceso de intercambio. La donación se torna recíproca, como sucede en los laberintos del amor. «Cuando soy más yo es cuando soy tú», como dijo Celan. Los Maestros repudian a los discípulos si los hallan indignos o desleales. El discípulo, a su vez, piensa que ha dejado atrás a su Maestro, que debe abandonar a su Maestro para convertirse en sí mismo (Wittgenstein le conminará a que así lo haga). Esta superación del Maestro, con sus componentes psicoanalíticos de rebelión edípica, puede ser causa de una tristeza traumática. Como cuando Dante se despide de Virgilio en el Purgatorio, o en The master of go, de Kawabata. O acaso puede ser una fuente de vengativa satisfacción tanto en la ficción –Wagner triunfa sobre Fausto– como en la realidad –Heidegger prevalece sobre Husserl y lo humilla.
Son algunos de estos múltiples encuentros en la filosofía, en la literatura o en la música lo que quiero considerar ahora.
La instrucción, hablada y representada, por medio de la palabra o de la demostración ejemplar, es evidentemente tan antigua como la humanidad. No puede haber sistema familiar ni social, por aislado que esté y por rudimentario que sea, sin enseñanza y discipulazgo, sin magisterio y aprendizaje consumados. Pero el legado occidental tiene sus fuentes específicas. Hasta un punto que resulta asombroso, los usos, los motivos que siguen poniendo en práctica nuestra instrucción, nuestras convenciones pedagógicas, nuestra imagen del Maestro y de sus discípulos, junto con las rivalidades entre escuelas o doctrinas enfrentadas, han conservado sus peculiaridades desde el siglo VI a. C. El espíritu de nuestras clases magistrales y seminarios, las aseveraciones carismáticas de los gurús rivales y de sus acólitos, muchas de las técnicas retóricas de la enseñanza misma, no sorprenderían a los presocráticos. Es esta continuidad milenaria lo que constituye quizá nuestra principal herencia y el eje de lo que llamamos –siempre provisionalmente– cultura occidental.
El problema es que sabemos demasiado y demasiado poco de personajes como Empédocles, Heráclito, Pitágoras o Parménides. Lo que se cuenta de sus vidas nunca ha dejado de fascinar a la sensibilidad filosófica y poética. Estimulan no sólo la argumentación cosmológica, metafísica y lógica en el curso de toda la historia intelectual de Occidente, sino también el arte, la poesía y, en el caso de Pitágoras, las concepciones de la música. Sin embargo, lo que realmente enseñaron ha llegado hasta nosotros –si es que ha llegado– en fragmentos, en jirones desgarrados, por así decirlo, o a través de citas, posiblemente inexactas o incluso oportunistas, de voces críticas tales como las de Platón, Aristóteles, los doxógrafos bizantinos y los Padres de la Iglesia. Una niebla legendaria, aunque en ocasiones extrañamente luminosa, envuelve las enseñanzas y métodos filosófico-científicos de la Sicilia y el Asia Menor presocráticas. Hasta el epígrafe «filosófico-científico» es cuestionable. Los presocráticos no hacen esta distinción. Hay elementos alegóricos, cultos esotéricos, magia, como los que conocemos por las prácticas chamánicas, inextricablemente entretejidos con unas proposiciones de un tenor arduamente abstracto (Parménides sobre la «nada», Heráclito sobre la dialéctica). La imagen de Hegel es fascinante: no es hasta Heráclito cuando la historia de la filosofía, que es filosofía en sí misma, pisa tierra firme. Heráclito, el aforista oscuro y enigmático, como lo describían los antiguos, es, sin embargo, tan escurridizo como sus crepusculares predecesores.
Y de inmediato llegamos a uno de nuestros grandes temas: el de la oralidad. Antes de la escritura, en la historia de la escritura y como desafío a ella, la palabra hablada era parte integrante del acto de la enseñanza. El Maestro habla al discípulo. Desde Platón a Wittgenstein, el ideal de la verdad viva es un ideal de oralidad, de alocución y respuesta cara a cara. Para muchos eminentes profesores y pensadores, dar sus clases en la muda inmovilidad de un escritorio es una inevitable falsificación y traición.
Para Heidegger, Anaximandro era una presencia inmediata. Pero ya para la Antigüedad clásica tenían algo de misterioso unos Maestros primigenios, en muchas ocasiones itinerantes, como Anaximandro, Anaxágoras, Jenófanes e Ión de Quíos. ¿Cómo y a quién habían enseñado; qué significaban exactamente las tempranas referencias a cierta «escuela» de Anaxágoras? La leyenda y la conjetura se inclinaban a relacionar el «orfismo», las enseñanzas y ritos que la mitografía atribuía a la figura de Orfeo, con los albores de la instrucción filosófico-cosmológica. El orfismo sigue constituyendo un concepto y una tradición casi impenetrables. Lo que importa aquí son las íntimas afinidades entre la pedagogía filosófica, por un lado, y las artes del rapsoda, por otro. Estas artes son orales y, por definición, poéticas. La recitación de los rapsodas, de poetas-cantores más o menos nigromantes, los tratados de los propios Maestros presentados bajo formas poéticas (Empédocles, Parménides, pero también la mitología platónica), la fundación de unas comunidades iniciadas de adeptos y discípulos contribuyeron a componer un fermento ahora irrecuperable pero de grandes consecuencias. Su fuerza se puede evaluar por las huellas que ha dejado en la moderna práctica.
Por lo que sabemos de las enseñanzas y relatos hagiográficos que rodean a Empédocles y Pitágoras, es allí donde tienen su origen los omnipresentes temas del Magisterio y el discipulazgo. A finales del siglo V estaban muy extendidas la fama de Pitágoras y la práctica de sus preceptos. Considerado como un hombre universal (Heráclito denunciará esta «charlatanería» polimática), Pitágoras ejerció una influencia dominante en la cosmografía, las matemáticas, la comprensión de la música y, sobre todo, el modo de llevar una vida cotidiana de carácter ascético, purificado. El hechizo que irradiaba de sus enseñanzas en Crotona era sin duda mesmérico. En su estudio sobre los presocráticos, un escéptico Jonathan Barnes habla de «numerosos sectarios», de una «francmasonería» pitagórica «unida por prescripciones y tabúes, una sociedad religiosa –no un gremio científico– que tenía sus escarceos en la política de la Italia meridional».
Son estos «escarceos» los que quizá resultaron fatales. Da la impresión de que Pitágoras reunió alrededor de él una asamblea extraída de la aristocracia local. La tenaz leyenda evoca años de preparación, de silencios iniciáticos, de estricta observancia dietética e higiénica necesaria antes de que los miembros de este grupo (hetaireia) fueran admitidos a la presencia y enseñanza personal del Maestro. Aunque el compromiso ético e intelectual era sin duda primordial, la visión y las doctrinas de Pitágoras tenían implicaciones políticas. Su objetivo era nada menos que el gobierno de la ciudad por la filosofía: el ideal platónico. La tradición según la cual la ciudadanía se levantó contra Pitágoras obligándolo a huir a Metaponto, hacia 497-495 a. C., no es inverosímil. De acuerdo con informaciones no contaminadas de misticismo, el Maestro falleció tras abstenerse de todo alimento durante cuarenta días (¿aquellos «cuarenta días en el desierto»?).
Pero sus discípulos no desaparecieron con él. Al parecer, siguieron existiendo comunidades pitagóricas en ciudades que se hallaban bajo la influencia de Crotona. Atacados hacia el año 450 a. C., los pitagóricos huyeron a Grecia. «Unidos en camaradería por la costumbre y el ritual», es posible seguirles la pista hasta aproximadamente el año 340 a. C. Había comenzado un conflicto recurrente entre la vida mental y la vida en la polis. También a Orfeo lo habían hecho pedazos y la intuición hebrea insistirá en que a los profetas y a los maestros de sabiduría los matan sus conciudadanos.
Este conflicto se deja ver en lo que conocemos de Empédocles. Aquí el aura de lo sobrenatural es todavía más marcada que en lo que atañe a Pitágoras. Empédocles rodea a su augusta e inspirada persona de hetairoi, alumnos, compañeros, entre ellos mujeres. Sus prácticas didácticas, con su precedente órfico-pitagórico o parmenídeo, apuntan a una oralidad fundamental, aunque en éste han llegado a nosotros fragmentos de un texto filosófico-poético. La cuestión de la ambición política es inconfundible. La doxa filosófico-mágica de Empédocles, cuyos preceptos internos y esotéricos son ofrecidos solamente a una elite selecta, contiene la posibilidad de un gobierno político de Siracusa o Agrigento. La tradición según la cual Empédocles rechaza la corona que el pueblo le exhortaba a aceptar es antigua, como lo es también aquella según la cual ejerció alguna forma de gobierno despótico, que incluyó la ejecución de sus enemigos. De aquí –con arreglo a otra tradición biográficael levantamiento popular y el destierro del sabio al Peloponeso. La otra versión se hará enormemente célebre. Destrozado por el odio de la casta sacerdotal y de la plebe y tras haberse despedido de Pausanias –su discípulo elegido, que llegará a ser un destacado médico–, Empédocles asciende al solitario desierto del monte Etna y salta al interior de su cráter en llamas. Una sandalia, hallada en el refulgente borde, revela su suicidio.
No obstante, esta influencia doctrinal y estilística continuará. En Siracusa florece una escuela empedocliana de medicina en el siglo IV a. C. En fecha tan tardía como el siglo VI d. C., el neoplatónico Simplicio lee a Empédocles en un rollo de pergamino. Es sobre todo el extremo dramatismo de la legendaria muerte de Empédocles y de sus repercusiones filosófico-sociales lo que seguirá ejerciendo su fascinación. Más adelante nos referiremos a la obra de Friedrich Hölderlin, Tod des Empedokles [La muerte de Empédocles], en sus tres versiones. Novalis proyecta un drama sobre Empédocles. Lo mismo hace Nietzsche cuando planea una tragedia en prosa. Sólo se ha conservado una escena, pero el material tiene mucho de autorretrato. El Empédocles de Nietzsche volverá el conocimiento contra sí mismo: desea la ruina de su pueblo porque la pereza y la mediocridad de éste son incurables. Él «se endurece cada vez más». Estos temas y el «paisaje de Empédocles» se reflejan en Así habló Zaratustra. La imago del ascenso y la muerte del Maestro en lugares elevados incluso deviene arquetípica. Inspira a Ibsen y proporciona un revelador contraste con la urbanidad de Sócrates. El «Indipohdi» de Gerhart Hauptmann pone en forma de drama el suicidio volcánico. Otros poetas y dramaturgos se extienden hablando de las relaciones eróticas de Empédocles con uno o más de sus embelesados discípulos.
Empedocles on Etna, de Matthew Arnold, es un ejercicio plúmbeo e interminable, pero contiene un indicio importante. Las discusiones «nos dividen en dos, ya que este nuevo enjambre/ de sofistas se ha hecho con el mando en nuestras escuelas». La «prole sofista ha recubierto/ de palabras la última chispa de la conciencia humana». ¿Quiénes eran, pues, estos destructivos sofistas?
La denominación ha tenido un carácter peyorativo a lo largo de toda nuestra historia. Connota una argumentación mendaz, una capacidad para ponerse de cualquiera de las dos partes con idéntico y artificioso brío retórico, un virtuosismo lógico sin sustancia ni referente moral. La sofística designa ostentación verbal y el interesado juego de la elocuencia ensayada. Sólo en décadas recientes se ha sometido a nueva consideración esta acusación tradicional y proverbial y a nueva valoración las dos grandes escuelas sofistas de la Antigüedad –la primera en Grecia, la segunda en Roma–. La revisión propuesta puede con justicia calificarse de revolucionaria. Ahora se ve a los principales sofistas y a sus discípulos como engendradores de la crítica textual (compárese la explicación que da Pitágoras de un poema lírico de Simónides). Se sostiene que sus audaces especulaciones sobre la «nada», sobre la condición paradójica de las proposiciones existenciales, especialmente en Gorgias, contienen in nuce la experiencia de Heidegger del Nichts [la nada] y consiguientes aspectos del juego mundano de la deconstrucción lacaniano-derridiana. Isócrates, Alcidamante y luego Hipias de Elis parecen compartir una fascinación por el lenguaje, por la «gramatología», que se anticipa de forma radical a nuestros intereses filosófico-semióticos más recientes. Una estudiosa tan destacada como Jacqueline de Romilly ve en los sofistas unos agentes indispensables de lo que denominamos democracia ateniense.
De máxima pertinencia en mi contexto es su papel en el desarrollo de la enseñanza, del mundo académico, del mundo de los libros tal como lo conocemos. Los sofistas leían en voz alta a sus alumnos, en lo que podemos suponer como clases magistrales y seminarios, tanto a los autores clásicos objeto de sus exposiciones como sus propios escritos (paradeigmata). Si podemos fiarnos de la tradición que dice que las obras de Protágoras fueron quemadas por razones de ateísmo (416-415 a. C.?), nos proporciona una prueba de la diseminación de los rollos de pergamino escritos y su venta a propietarios privados. También es una polémica prueba la contenida en las críticas socrático-platónicas del saber libresco de los sofistas, de la confianza de éstos en la inerte autoridad de lo escrito, crítica que aparece en Protágoras, Fedro y en las CartasII y VII de Platón. De uno u otro modo, los sofistas fueron capaces de superar lo que Rudolf Pfeiffer ha llamado «la aversión griega, profundamente arraigada, a la palabra escrita». Se sientan las bases de nuestras convenciones en la pedagogía sistemática, en el análisis hermenéutico y gramatical, en la cita textual. Se desarrollan técnicas para formar al alumno (paideuein) en el pensamiento riguroso y en la atención al detalle. Se pretende que aquél y ésta formen la base y la técnica, susceptibles de ser enseñadas, de la retórica y de las habilidades retóricas, pues los sofistas, a pesar de su ilustración y «modernidad», tan cultivadas, reivindicaban como predecesores suyos a los rapsodas de inspiración divina, a los cantores de la verdad.
Cada uno de estos elementos se refleja en Sócrates, cuya actitud hacia Protágoras y Gorgias es un híbrido, muy complejo, de ironía y respeto, de refutación y mimesis. Para sus contemporáneos, Sócrates era él mismo un sofista eminente. Sus argumentos no siempre son superiores a los de sus adversarios afines (evidente en Protágoras). Su sentido de similitud se revela y, en determinados momentos, lo perturba. La captación de esta ambigüedad aviva la burla de Aristófanes en las Nubes.
La sátira de Aristófanes toca una preocupación vital aunque insoluble (extrañamente, Leo Strauss casi la elide en su Sócrates y Aristófanes). Yendo de ciudad en ciudad, impartiendo sus lecciones en casas privadas y espacios públicos, los sofistas piden y reciben pago. Se cuenta que Pródico cobra cincuenta dracmas –una cantidad considerable– por sus clases sobre el uso adecuado de las palabras y la sintaxis.
A las implicaciones filosóficas, morales y epistemológicas les falta poco para ser ilimitadas. Afectan a todos los aspectos de nuestro asunto. ¿Cómo es posible pagar por la transmisión de sabiduría, de conocimiento, de doctrina ética o de axiomas lógicos? ¿Qué equivalencia monetaria o patrón de cambio se puede establecer entre la sagacidad humana y entrega de la verdad, por una parte, y unos honorarios en metálico, por otra? Si el Maestro es verdaderamente un portador y comunicador de verdades que mejoran la vida, un ser inspirado por una visión y una vocación que no son en modo alguno corrientes, ¿cómo es posible que presente una factura? ¿No hay algo degradante y al mismo tiempo risible en semejante situación? (Compárese NubesII, 658-ss., o a Rabelais, sobre la Sorbona.)
Son necesarios, desde luego, matices y discriminaciones. Puede que las habilidades técnicas, la enseñanza de las artesanías, tal vez incluso los aspectos superiores de la tecnología que invaden las ciencias, tengan su racionalidad fiscal. Los movimientos de la carpintería y los de la electrónica, o del cómputo de cuantos, no sólo se ajustan palpablemente a lo «profesional»; se puede sostener razonablemente que el tiempo y las disciplinas operativas implicados en ellos son calculables y susceptibles de compensación monetaria. Puede muy bien ser, aunque en un sentido simplificado, que la distinción que hay que argumentar se establezca entre la enseñanza de las matemáticas aplicadas y las matemáticas puras, entre la geometría que necesitan el topógrafo o el ingeniero y todo aquello a lo que es adicto el teórico de los números (una frontera que siempre es contingente y está abierta a revisión). La música plantea un problema que constituye un reto especial. ¿Hay alguna posible separación entre, por ejemplo, la educación de una voz, la enseñanza del contrapunto y la de la composición misma? ¿O bien es la música, aun en sus manifestaciones más elevadas, una tejné cuyos valores, a fin de cuentas, pueden tener un equivalente y un reembolso monetario?
Pero ¿qué pasa con el material filosófico, ético, cognitivo? ¿Qué pasa con la poética? El rapsoda, el Ión omnisciente de Platón, el Orfeo que canta para los argonautas pueden ser justamente recompensados por su performance, por lo que en los tiempos antiguos asocia a menudo su arte con el del atleta victorioso. Pero ¿cómo podemos valorar y pagar lo que dice Parménides sobre «el uno», lo que dice Sócrates sobre la virtud, lo que dice Kant sobre la síntesis a priori? ¿Hacen huelga los metafísicos mal pagados, niegan su trabajo a quienes no pueden pagar su magisterium? ¿Tienen diferente precio, por ejemplo, la ontología de Heidegger y las jocundas liberalidades y el relativismo de Richard Rorty? Esta pregunta, absolutamente fundamental, queda oculta por la realidad académica. Puesto que, precisamente desde los sofistas, la filosofía se «hace» en tan gran medida en las universidades gracias a hombres y mujeres con titulaciones públicas y profesionales, justamente porque los participantes en esta empresa reclaman y reciben un salario, tenemos tendencia a pasar por alto el carácter extraño, tan problemático, de su oficio. Como tantos Maestros, desde Aristóteles hasta Bergson o Quine, han sido «profesores», miembros titulados de un gremio de jerarcas con su mecánica de nombramientos, ascensos y compensaciones económicas, esa situación parece «normal». Ha habido impresionantes inconformistas, hombres o mujeres cuyos ingresos privados les dispensaban de entrar en el mundo académico: Schopenhauer y Nietzsche, por ejemplo. Hubo pensadores de la talla de Sartre para quienes la pedagogía académica resultaba inaceptable y que se ganaron la vida «fuera». Wittgenstein ocupó una cátedra universitaria, si bien tenía esta situación por radicalmente falsa. En la actualidad el «poeta residente», el profesor de «escritura creativa» pueden ser considerados, pueden considerarse ellos mismos en una falsa situación. Y el propio Freud dejó traslucir su incomodidad con la tarifa de remuneración monetaria de la terapia psicoanalítica. Las abstenciones de Spinoza no han perdido nada de su ejemplar resplandor.
Preguntar si los profesores de filosofía, de literatura y de poética –lo que los sofistas denominaban «retórica»– deben exigir y aceptar pago es adentrarse en un terreno desconcertante. Es invitar a un público universitario, muchos de cuyos miembros más jóvenes se hallan sometidos a una tensión económica más o menos severa, a lanzar una acusación de provocadora sofistería (aquí, el uso peyorativo es exactamente correcto). Pero la cuestión es genuina.
La auténtica enseñanza es una vocación. Es una llamada. La riqueza, las exacciones de significado que se relacionen con términos como «ministerio», «clerecía1» o «sacerdocio» se ajustan tanto moral como históricamente a la enseñanza secular. El hebreo rabbi quiere decir, simplemente, «maestro». Pero nos hace pensar en una dignidad inmemorial. En los niveles más elementales –que en realidad nunca son «elementales»– de la enseñanza, por ejemplo, de niños pequeños, de sordomudos, de minusválidos psíquicos, o en el pináculo del privilegio –en los altos puestos de las artes, de la ciencia, del pensamiento–, la auténtica enseñanza es consecuencia de una citación. «¿Por qué me llamas, qué quieres que haga?», pregunta el profeta a la voz que lo llama o pregunta el racionalista a su propia conciencia. La manera que tiene Ovidio de entender a Pitágoras en MetamorfosisXV sigue siendo una especie de talismán:
se acercó con su mente a los dioses, y las cosas que la naturaleza negaba a la contemplación humana las extrajo con los ojos del espíritu. Y cuando había estudiado todas las cosas con su mente y vigilante preocupación, las entregaba a todos para que las aprendieran, y a la multitud que guardaba silencio...
El profesor es consciente de la magnitud y, si se quiere, el misterio de su profesión, de lo que ha profesado en un tácito juramento hipocrático. Ha tomado los votos. Hay afinidades, siempre objeto de duda, incluso de ironía, con lo oracular: sequar or moventem/ Rite deum Delphosque meos ipsumque recludam («ahora seguiré al dios al abierto Delfos que llevo en mi interior»).
me agrada caminar por entre los elevados astros, me agrada, una vez abandonada la tierra y sus desmañados terrenos, ser transportado en una nube y apoyarme en los hombros del fuerte Atlas, y desde lejos contemplar a los hombres que andan errantes a la desbandada por doquier y privados de razón, y exhortar así a los temblorosos y temerosos de la muerte y desplegar el encadenamiento del destino.
Los peligros se corresponden con el júbilo. Enseñar con seriedad es poner las manos en lo que tiene de más vital un ser humano. Es buscar acceso a la carne viva, a lo más íntimo de la integridad de un niño o de un adulto. Un Maestro invade, irrumpe, puede arrasar con el fin de limpiar y reconstruir. Una enseñanza deficiente, una rutina pedagógica, un estilo de instrucción que, conscientemente o no, sea cínico en sus metas meramente utilitarias, son destructivas. Arrancan de raíz la esperanza. La mala enseñanza es, casi literalmente, asesina y, metafóricamente, un pecado. Disminuye al alumno, reduce a la gris inanidad el motivo que se presenta. Instila en la sensibilidad del niño o del adulto el más corrosivo de los ácidos, el aburrimiento, el gas metano del hastío. Millones de personas han matado las matemáticas, la poesía, el pensamiento lógico con una enseñanza muerta y la vengativa mediocridad, acaso subconsciente, de unos pedagogos frustrados. Las estampas de Molière son implacables.
La antienseñanza, estadísticamente, está cerca de ser la norma. Los buenos profesores, los que prenden fuego en las almas nacientes de sus alumnos, son tal vez más escasos que los artistas virtuosos o los sabios. Los maestros de escuela que forman el alma y el cuerpo, que saben lo que está en juego, que son conscientes de la interrelación de confianza y vulnerabilidad, de la fusión orgánica de responsabilidad y respuesta (lo que yo llamaría «respuestabilidad» [answerability]) son alarmantemente pocos. Ovidio nos recuerda que «no hay mayor maravilla». En realidad, como sabemos, la mayoría de aquellos a quienes confiamos a nuestros hijos en la enseñanza secundaria, a quienes acudimos en busca de guía y ejemplo, son unos sepultureros más o menos afables. Se esfuerzan en rebajar a sus alumnos a su propio nivel de faena mediocre. No «abren Delfos» sino que lo cierran.
El contrapunto ideal de un verdadero Maestro no es ninguna fantasía o utopía romántica fuera de la realidad. Los que hemos sido afortunados habremos topado con verdaderos Maestros, ya se trate de Sócrates o de Emerson, de Nadia Boulanger o de Max Ferdinand Perutz. Es frecuente que permanezcan en el anonimato: aislados maestros y maestras de escuela que despiertan el don que posee un niño o un adolescente, que ponen una obsesión en su camino. Prestándoles un libro, quedándose después de las clases, dispuestos a que vayan a buscarlos. En el judaísmo, la liturgia incluye una bendición especial para las familias en las que uno de sus vástagos al menos ha llegado a ser una persona docta.
¿Cómo se puede poner en nómina la vocación? ¿Cómo es posible poner precio a la revelación (Dictaque mirantum magni primordia mundi)? Esta interrogante me ha perseguido y me ha tenido inquieto toda mi vida como profesor. ¿Por qué se me ha remunerado, se me ha dado dinero, por lo que es mi oxígeno y mi raison d’être? Leer con otros, estudiar el Fedro o La tempestad, introducir (de manera titubeante) Los hermanos Karamázov alrededor de una mesa, tratar de dilucidar la página de Proust sobre la muerte de Bergotte o un poema de Paul Celan: éstos han sido mis privilegios, recompensas, toques de gracia y de esperanza no comparables con ningún otro. Lo que experimento ahora al jubilarme de la docencia me ha dejado huérfano. Mi seminario de doctorado de Ginebra duró, más o menos ininterrumpido, un cuarto de siglo. Aquellas mañanas de los jueves estaban tan cerca de un Pentecostés como pueda estarlo un espíritu corriente, secular. Pero ¿en nombre de qué supervisión o vulgarización se me debería haber pagado para llegar a ser lo que soy, cuando –y he pensado en ello con un malestar crecientepodría haber sido absolutamente más apropiado que yo pagara a quienes me invitaban a enseñar?
Un sentido común airado, desdeñoso, exclama: ¡los profesores tienen que vivir; incluso esos elevados Maestros a quienes probablemente usted idealiza, tienen que comer! Muchos de ellos sufren ya una suerte desdichada, ante cuyo incontestable desafío, un duende de la perversidad murmura, en un lenguaje que no es del todo de este mundo: «vivir y comer son en efecto necesidades absolutas, pero también grises y secundarias a la luz de la indagación y comunicación de las cosas grandes y definitivas». ¿No hay alternativas a la profesionalización, a la mercantilización de la vocación del Maestro, a esa equivalencia entre la búsqueda de la verdad y el salario introducido por los sofistas?
Una sociedad enfocada hacia las cosas esenciales podría proveer de las necesidades materiales a sus enseñantes. Fue un arreglo de este género el que propuso Sócrates, con soberana ironía, a sus acusadores. Se pagaría según el oficio y precisamente a los mediocres, a quienes han hecho negocio de una vocación. Se sufragaría a los Maestros mínimamente; su reclutamiento sería análogo al de un fraile mendicante. Veremos que los Maestros hasídicos caen dentro de este ámbito. De manera más realista, el Maestro, el pensador o indagador en general, se ganará el pan cotidiano de alguna manera que no guarde relación con su vocación. Böhme hacía zapatos, Spinoza pulía lentes, Peirce –el filósofo más importante que nos ha dado hasta ahora el Nuevo Mundo– produjo sus obras-leviatán, de formidable originalidad, en la pobreza y el aislamiento más extremos desde la década de 1880 en adelante; Kafka y Wallace Stevens trabajaron en oficinas de seguros, Sartre fue un comediógrafo, novelista y panfletista de genio. Un puesto titular es una trampa y un tranquilizante. Un sistema académico exigente requeriría que se pasaran períodos sabáticos ganándose la vida en una ocupación totalmente al margen de la especialidad de uno. Aun cuando se apliquen sólo a una minoría y postulen una comunidad cuyos valores son casi la antítesis de los que actualmente prevalecen –la arrogancia, el hedor del dinero que todo lo impregna–, tales escenarios no son imposibles.
Las cuestiones suscitadas coinciden con la entrada de los sofistas en la polis