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Brillante conversador, además de erudito, George Steiner (en contraposición dialéctica con su interlocutor, Antoine Spire) se abre a un relato vivo, apasionado, que nos lleva al límite de la paradoja y la provocación. Desde aspectos de su propia biografía a los asuntos más espinosos abordados en la obra de este gigante de la cultura europea, sus pensamientos tocan la música, la filosofía, la poesía y la literatura, el lugar que corresponde a un hombre culto enfrentado a la barbarie, así como la relación a menudo trágica y ambigua entre la filosofía y el despotismo, entre el judaísmo y Auschwitz como símbolo del mal absoluto. Y todo ello sin perder de vista la crítica lúcida de otros filósofos contemporáneos, como Sartre y Derrida, una crítica en que el punto de vista de Steiner se hace más nítido y afilado. La barbarie de la ignorancia —que publicamos ahora con una nueva traducción, un apartado final, "Stacca to", no recogido en la edición castellana anterior, y un epílogo en el que Antoine Spire rememora un encuentro no del todo fácil con el filósofo— seguirá sorprendiendo al lector por la lucidez y la combatividad de un autor cuya libertad de pensamiento y exigencia intelectual y moral constituyen hoy como ayer un aldabonazo para nuestras conciencias.
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George Steiner
LA BARBARIE DE LA IGNORANCIA
Conversación con Antoine Spire
Traducción de Pablo Hermida Lazcano
Título original: Barbarie de l’ignorance, originalmente publicado en francés por Éditions Le Bord de l’eau
Primera edición en esta colección: enero de 2021
© Éditions Le Bord de l’eau
© de la traducción, Pablo Hermida Lazcano, 2021
© de la presente edición: Editorial Alfabeto, 2021
Editorial Alfabeto S.L.
Madrid
www.editorialalfabeto.com
ISBN: 978-84-17951-15-3
Ilustración de portada: Alba Ibarz
Diseño de colección y de cubierta: Ariadna Oliver
Diseño de interiores y fotocomposición: Grafime
Reservados todos los derechos. Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. Si necesita fotocopiar o reproducir algún fragmento de esta obra, diríjase al editor o a CEDRO (www.cedro.org).
Durante mucho tiempo, George Steiner no fue para mí más que el autor desencarnado de una obra considerable que gira en torno al lenguaje, su sentido y sus consecuencias morales y religiosas. No me desagradó el perfume del escándalo que envolvió El traslado de A. H. a San Cristóbal en 1981. Un breve texto de ficción que ponía en escena a un Hitler nonagenario, escapado de su búnker bajo la cancillería del Reich, encontrado en los confines de Brasil y de Paraguay, explicando por qué había querido exterminar a todos los judíos: «El judío ha inventado la conciencia y ha hecho del hombre un culpable. El judío era así la mala conciencia de la humanidad y, por consiguiente, era preciso deshacerse de él». Tal es el argumento desarrollado en una ciénaga amazónica por un Hitler envejecido, que se identifica con todos aquellos que no quieren enfrentarse a la pregunta por el sentido de su propia existencia.
Esto completaba mi propia visión del judío que escandaliza porque se identifica con una cierta normalidad y, al mismo tiempo, con una diferencia insoportable para todos aquellos que no aciertan a comprender que algunos puedan decirse a la vez idénticos a los otros y diferentes de los otros. Lo cierto es que nos corresponde tratar de comprender por qué, a mitad del siglo XX, un hombre, pertrechado de esta ideología nazi, decidió borrar del mapa humano todo rastro de judaísmo, desde el anciano hasta el niño más inocente.
Pero George Steiner es asimismo uno de los profesores fundadores del Churchill College de Cambridge. Allí enseña desde hace más de cuarenta años una formidable cultura literaria amasada como un tesoro. De Tolstói o Dostoievski a Presencias reales, pasando por Lenguaje y silencio y Antígonas, Steiner, mediante un estilo muy claro y vigoroso en el que la erudición no es jamás superflua, analiza las amenazas que pesan sobre el lenguaje, sobre la posición del poeta frente a la barbarie, sobre la supervivencia de un sentido ligado a la cultura occidental.
Steiner profesa un pesimismo histórico y político radical, que se sitúa en las antípodas de lo que yo defiendo: una comprensión del mundo que constituye ya el preludio de una cierta transformación. Como Sísifo, me empecino en empujar la roca de las injusticias sociales, intentando impedir sus repercusiones por todos mis modestos medios. Steiner no se consume en este género de tarea, que se le antoja vana. Con su cultura, atestigua la belleza atesorada por el mundo a la que, por desgracia, no todas las personas desean siquiera aproximarse: es un gourmet del espíritu. «Elitismo», he pensado con frecuencia, sin vacilar en arrojarle a la cara la palabra. Nuestros encuentros en France Culture han sido controvertidos y duros y, en el transcurso de nuestras primeras conversaciones, llegué incluso a creer que las interrumpiría y que se negaría a proseguir el diálogo con un periodista mediocre e impertinente. Sin embargo, no solo aguantó hasta el final de nuestra primera serie de encuentros, sino que accedió a continuar la discusión aceptando la invitación del magacín Staccato. Tras nuestro primer duelo, en el que la tensión había alcanzado su clímax en torno al valor que él concede a la obra de Heidegger, me ofrecí a llevarlo en coche al centro de París. Charlamos durante veinte minutos como si fuéramos viejos amigos y, en el momento de despedirnos, delante de Saint-Germain-des-Prés, incluso me abrazó. Yo me sentía tremendamente emocionado al ver encarnarse de ese modo su inmensa generosidad espiritual, contradictoria a mi juicio, con esa veneración exclusiva por la cultura tradicional opuesta a las culturas nacientes y balbuceantes de las nuevas generaciones. Aprendí así a respetar un pensamiento que no me resultaba familiar y a hallar en él, además de los puntos de discrepancia irreconciliables, una construcción desesperada pero innegablemente seductora.
ANTOINE SPIRE
Diciembre de 1999
Antoine Spire: George Steiner, usted nació en 1929, vivió sus primeros años en París, en el XVI distrito si no me equivoco.
George Steiner: Primero en la avenida Paul-Doumer, muy cerca, como usted sabe, de la calle de la Pompe. Era un barrio muy liberal, con mucha cultura y también con una gran presencia judía. Mis comienzos fueron totalmente los de una infancia privilegiada, protegida, en una casa llena de libros, llena de música; una madre maravillosa de origen vienés, políglota; un padre de origen checo, de una minúscula aldea a ocho kilómetros del pueblo de Lídice, tristemente célebre por una de esas venganzas totales nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Y una educación llena de esperanza, de un humanismo muy característico de ese mundo, a la vez francés y de Europa central.
A. S.: Cuando dice Europa central, por supuesto ha pronunciado los nombres de Viena y Praga, las ciudades de sus padres. De hecho, usted viene de esa Viena de Benjamin, de Adorno, de Ernst Bloch, de Lukács, de Freud. Cabe decir que la Viena mítica de las personas cultas, ese es su nido familiar.
G. S.: Era ya una Viena trágica. No hay que olvidar la paradoja: matriz —me atrevo a decir— de nuestra cultura moderna, de nuestro modernismo e incluso posmodernismo, pero ya a la sombra de un antisemitismo cada vez más feroz, y especialmente gracias a la catástrofe de 1914-1918, la parte de un imperio que buscaba ya un futuro con Alemania. Había allí —es muy difícil de explicar; la física nos brinda un término, si lo entiendo bien— explosiones, y más potentes todavía eran las implosiones, concentraciones de fuerzas cuando estas se multiplican por la intimidad del medio. Era muy pequeña. Todo el mundo conocía a todo el mundo. De repente, Viena, antigua capital imperial, se había convertido en un pueblo. Pero, como usted ha dicho, yo nací en París y solo conocí ese mundo a través de mis padres.
A. S.: Entonces, antes de que usted naciera, sus padres se habían marchado de Viena: una presciencia absolutamente extraordinaria de su padre, por la que cabe preguntarse. En 1924, él, que tenía responsabilidades (era secretario jurídico del banco de Austria a los veinticuatro años), deja Viena, al sentir que las cosas se complican cada vez más, dificultando la vida de los judíos.
G. S.: Piense que es un alcalde de Viena, Karl Lueger, un hombre muy importante, quien lanza en realidad el programa, que será el de su discípulo Hitler, para la eliminación de los judíos en Europa. Un pequeño detalle me atormenta: la palabra terriblemente fea en alemán, Judenrein, es decir, «limpieza étnica»; regiones, ciudades, organizaciones en las que ya no habrá judíos. Es el club ciclista de la ciudad de Linz el que inventa ese término en 1906.
G. S.: Estará limpio: ya no habrá más judíos. Un club ciclista de Linz. Así pues, mi padre lo vio venir; no en detalle, por supuesto, pero él buscaba otro futuro para sí mismo y para sus hijos.
A. S.: Su padre va a rehacer, a reconstruir su vida en París emigrando allí en 1924. Escribirá para el Manchester Guardian. De hecho, esa presciencia y luego la extraordinaria capacidad lingüística de su padre, que proviene por supuesto de un mundo germanófono y que habla inglés para un periódico inglés; todo ello explica que usted reciba una educación trilingüe.
G. S.: Mi madre comenzaba una frase en una lengua y la terminaba en otra sin reparar en ello. Ella también tenía un oído soberbio y un francés exquisito. Porque, en la cultura vienesa, uno de los ascensos hacia la dicha de otra civilización era el francés… No hay que olvidar jamás el enorme prestigio de la lengua y de la literatura francesas a través de esa Europa central. Hoy en día, en el angloamericano cuasiuniversal (volveremos sobre ello), olvidamos que era el francés el que daba acceso a la sensibilidad clásica europea. Era hablando francés como se llegaba a ser (el término se ha vuelto muy feo con Hitler, pero es una palabra muy hermosa) cosmopolita. Esta es una palabra muy bella en su sentido griego: «ciudadano del planeta». ¡No hay nada más hermoso! Son Hitler y Stalin quienes han conferido a este término todo su sentido peyorativo.
A. S.: Puede decirse que esta palabra ha vuelto a encontrar todo su valor, toda su belleza, y que hoy ser cosmopolita es, por fin, ser verdaderamente ciudadano del mundo.
G. S.: Ese era el ideal de la Ilustración y de una cierta emancipación judía: la gran salida histórica del gueto, el movimiento hacia Occidente y hacia la libertad francesa, el ideal de la Revolución francesa y los grandes pensadores ilustrados. A mi juicio, bajo el poder angloamericano hemos perdido en cierta medida nuestro sentido de lo que significaba ser europeo en esa época.
A. S.: Fue entonces cuando se percató de que una lengua que se aprende supone una nueva libertad. Así pues, usted era trilingüe y, en un libro titulado Después de Babel, quiso, en el fondo, dar cuenta de la necesidad de ese plurilingüismo y, al mismo tiempo, de la manera en la que este permitía penetrar en las psicologías de pueblos diferentes.
G. S.: ¡No hay mayor fortuna para mí! Cada lengua es una ventana a otro mundo, a otro paisaje, a otra estructura de valores humanos. Es preciso insistir de nuevo en este punto; una cierta pedagogía psicológica, en gran medida estadounidense, querría decirnos: «El niño multilingüe corre el riesgo de sufrir esquizofrenia, corre el riesgo de padecer trastornos mentales». ¡A mi parecer, esto es totalmente absurdo! Darle a un niño una serie de lenguas supone dotar a su personalidad, de entrada, de un sentido humano muy general. Es decir, que no existe ningún monopolio chovinista ni nacional de una sola fórmula humana. Las literaturas a su alcance y la historia de otra tradición son cosas esenciales. Si los árboles tienen raíces —¡y yo adoro los árboles!—, los hombres tenemos piernas; esto supone un progreso inmenso: las lenguas nos dotan de estas piernas. Podemos ser los invitados de los otros hombres, comprender lo que nos dicen y responderles a nuestra vez… Yo he tenido esta enorme fortuna y he añadido después otra lengua que adoro: el italiano. Hoy, al final de mi carrera, de mi docencia, tengo todavía el privilegio de dar lecciones y conferencias en cuatro lenguas. Se trata en cada ocasión de las vacaciones de verano del alma. No sé expresarme de otro modo; ¡es una libertad maravillosa!
A. S.: Estudió en el colegio americano de París, en la calle Théophile-Gautier, donde recibió formación en inglés. Luego estuvo en Janson de Sailly, donde se impartían las enseñanzas en francés. Siempre con ese fondo de cultura alemana vienesa, que era en todo caso el terreno cultural en el que había crecido. Después aprendió griego con su padre. Cuando le contó su infancia a uno de sus entrevistadores iraníes, me llamó la atención el hecho de que su padre le pidiera que tomase notas de lectura de cada uno de los libros que leía y que se las entregase. ¡Él supervisaba muy de cerca su educación!
G. S.: Un pequeño resumen, y no podía empezar el siguiente libro hasta que hubiera escrito ese pequeño resumen, incluso si este decía «no he entendido nada» o «no me gusta este libro». No se trataba de eso; era para que no fuese el niño en la fábrica de chocolate, que come demasiado y se atiborra. La finalidad era enseñarme un cierto método y el respeto por la obra. La obra merece una atención y esta atención ha de reflejarse. Y más tarde, en el instituto, usted lo sabe tan bien como yo, todo el sistema de resúmenes llegó a ser muy importante en la educación secundaria. Se trataba de una pedagogía. A veces me impacientaba y me enfadaba; quería el próximo libro. Sobre ese asunto, mi padre era muy estricto.
A. S.: Usted explica que nació con una discapacidad en la mano y el brazo derechos, y que sus padres reaccionaron con un cierto voluntarismo; y es que, si existe un voluntarismo cultural (del que acabamos de hablar), hay también un voluntarismo bastante asombroso para forzarle a escribir con la mano derecha. Creo que le ataban la mano izquierda a la espalda para obligarle a escribir con la mano derecha. ¡Esto resulta absolutamente incomprensible en estos tiempos!