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«Un libro no escrito es algo más que un vacío. Acompaña a la obra que uno ha hecho como una sombra irónica y triste. Es una de las vidas que podríamos haber vivido, uno de los viajes que nunca emprendimos.»George Steiner En esta obra, extremadamente audaz y original, George Steiner habla de siete libros que no escribió. Porque las intimidades y las indiscreciones eran demasiadas. Porque el tema acarreaba excesivo sufrimiento. Porque el desafío intelectual o emocional que suponía parecía estar más allá de sus capacidades. Los temas concretos versan sobre cuestiones muy variadas y desafían tabúes convencionales: el tormento que padecen las personas de talento que viven entre los grandes cuando se comparan con ellos; la experiencia del sexo en diferentes idiomas; el amor por los animales que supera al amor por los seres humanos; el costoso privilegio del exilio; una teología del vacío… Sin embargo, en esta diversidad subyace una percepción unificadora. Lo mejor que tenemos o que podemos producir no es más que la punta del iceberg. Detrás de todo gran libro, como una sombra, está el libro que se ha quedado sin escribir.
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Índice
Cubierta
Portadilla
Nota del autor
Los libros que nunca he escrito
Chinoiserie
Invidia
Los idiomas de Eros
Sión
Cuestiones educativas
Del hombre y la bestia
Petición de principio
Notas
Créditos
Para Aminadav Dykman, para Nuccio Ordine, más que amigos
Cada uno de estos siete capítulos habla de un libro que yo tenía la esperanza de escribir pero nunca he escrito. Trata de explicar por qué.
Un libro no escrito es algo más que un vacío. Acompaña a la obra que uno ha hecho como una sombra irónica y triste. Es una de las vidas que podríamos haber vivido, uno de los viajes que nunca emprendimos. La filosofía enseña que la negación puede ser determinante. Es más que una negación de posibilidad. La privación tiene consecuencias que no podemos prever ni calibrar adecuadamente. Es el libro que nunca hemos escrito el que podría haber establecido esa diferencia. El que podría habernos permitido fracasar mejor. O tal vez no.
George Steiner
Cambridge, septiembre de 2006
Cuando, a finales de los años setenta, el profesor Frank Kermode, estudioso y crítico, me pidió que colaborara con un artículo en su serie Modern Masters, le sugerí el nombre de Joseph Needham. Como no soy biólogo ni sinólogo, ni tengo formación en química ni en estudios orientales, mi falta de cualificación y lo inoportuno de mi propuesta eran patentes. Pero yo llevaba mucho tiempo hechizado por la titánica empresa de Needham y por su caleidoscópica personalidad. ¿Había existido un espíritu y un propósito más eruditos y completos desde Leibniz? Lo que yo pretendía llevar a cabo era una aproximación –posiblemente irresponsable– al hombre y a sus obras.
Como miembro reciente del equipo editorial de The Economist en Londres, se me había encargado cubrir un encuentro público en el cavernoso ayuntamiento de St. Pancras. El encuentro era en protesta contra la intervención angloamericana en la guerra de Corea. El lugar estaba atestado. El presidente, un famoso publicista de izquierdas y compañero de viaje, presentó a Joseph Needham. La figura canosa y un tanto leonina se puso en pie. Se identificó como titular de la cátedra William Dunn de Bioquímica de la Universidad de Cambridge y como un observador directo de la situación en China y en Corea del Norte. Insistió en su compromiso, virtualmente sacrosanto, con la evidencia empírica y experimental, en su calidad de científico de alto rango internacional. Después pasó a presentar al público un proyectil vacío. Aseguró que aquel siniestro objeto ofrecía una prueba irrecusable de que la artillería americana estaba recurriendo a la guerra química. Needham y los epidemiólogos chinos habían comprobado y vuelto a comprobar los hechos. A continuación, el presidente de la asamblea propuso que se autorizara el envío de un telegrama de ardiente repulsa al presidente Truman. Pero también pidió a cualquiera de los presentes que no diera crédito a los hallazgos del doctor Needham que tomara la palabra y expresara su desacuerdo. El mensaje a la Casa Blanca, en ese caso, no sería unánime.
No había amenaza física alguna, como la habría habido, por ejemplo, en una reunión fascista. La oferta del presidente era juego limpio británico del bueno. Yo estaba convencido de que Needham se engañaba o mentía con fines propagandísticos. Pero permanecí sentado, mudo e inmóvil. No por miedo, sino a causa de la presión física que me producía el sentirme cohibido, paralizado por la idea de hacer el ridículo. Así, la protesta «unánime» fue enviada y comunicada a la prensa. Abandoné la asamblea extremadamente indignado y deprimido. Por mi falta de valor y coraje (la palabra alemana es Zivilcourage). Este episodio, acontecido hace más de medio siglo, no sólo ha continuado abrumándome, sino que ha orientado la totalidad de mi actitud hacia quienes se achican bajo el chantaje totalitario, ya sea nacionalsocialista, estalinista o maccarthista. Ya sea el del vándalo anarquista, el del maoísta o el del fascista. A partir de aquella tarde supe de mi gran inclinación hacia la abyección.
Kermode sondeó a Needham en relación con mi (desvergonzado) proyecto. Para mi sorpresa, Needham respondió con una convocatoria inmediata. Fui a verlo a su despacho de director del Caius College. La estancia se hallaba imponentemente abarrotada de libros, separatas, galeradas esperando corrección y una serie de bibelots chinos. Si la memoria no me traiciona, en un rincón estaban colgadas su toga académica de director y la sobrepelliz que se ponía para oficiar y predicar en una congregación no conformista fuera de Cambridge (misión que sólo su círculo más íntimo conocía y que estaba impulsada por un ecumenismo enormemente complejo y personal). Lo que me chocó al momento fue la visible excitación de Needham ante la perspectiva de figurar en la selección de Modern Masters. Sus «viejos ojos chispeantes» eran en efecto «jubilosos» como los de los sabios orientales celebrados por Yeats. Su regocijo iluminaba la habitación. Intenté detallar mi incompetencia, disculparme por mi intrusión de aficionado en su órbita, concisa pero también arcana. Needham hizo caso omiso. Me ayudaría a hacer mi retrato y le daría forma. Se prestaría a largas entrevistas. Empezaríamos con el proyecto casi de inmediato.
Luego le pregunté por su testimonio sobre la guerra química, sobre las armas bacteriológicas norteamericanas y su uso en Corea. Pensaba que no podría acometer una introducción a sus obras, por deficiente que fuera, sin saber si él creía haber dicho la verdad cuando hizo esta acusación, si persistía en su pretensión de objetividad científica. La temperatura de la habitación cayó en picado. La irritación y el enojo de Joseph Needham fueron manifiestos. Aún más lo fue la mendacidad que había en aquel enojo. No contestó con franqueza. Se dice que quienes tienen el oído entrenado pueden detectar una grieta diminuta en una copa de cristal cuando pasan los dedos por el borde. Yo oí esa grieta, inequívocamente, en la voz de Needham. La percibí en su postura. A partir de aquel momento no podía haber ninguna perspectiva realista de confianza recíproca. No volvimos a vernos.
Nunca escribí aquel librito. Pero el deseo de hacerlo no me ha abandonado.
Hasta donde yo sé, no existe ninguna bibliografía definitiva de la opera omnia de Needham. El catálogo de conferencias, artículos, monografías y libros sobrepasa con mucho los trescientos. Su variedad es pasmosa. Comprende publicaciones técnicas sobre bioquímica, sobre biología y morfología comparativa, sobre cristalografía; es uno de los miembros más destacados de la Royal Society. Hay estudios voluminosos, tanto monográficos como resumidos, sobre la historia de las ciencias naturales, teóricas y aplicadas, sobre instrumentos y tecnología desde la Antigüedad hasta hoy. Como Bernal, cuyo ámbito de actuación era en algunos aspectos comparable, Needham escribió de forma apremiante sobre el lugar de las ciencias en la sociedad, sobre los peligros que plantean el progreso científico incontrolado y su explotación para fines ideológicos y financieros. La voz del vigilante, del predicador, se ha dejado oír con fuerza.
En especial, Needham argumentó a favor de fomentar las relaciones intelectuales y políticas entre el Este y el Oeste. Recalcó la imperativa necesidad de una «comunidad mundial de cooperación que incluya a todos los pueblos como las aguas llenan el mar». En numerosos textos expuso la historia y la esencia de la filosofía de la ciencia, y dedicó especial atención a los modelos darwinianos de la evolución, por una parte, y hacia las escuelas del «vitalismo», por otra. Le fascinaban las posibles analogías entre la termodinámica y la química de los organismos vivos. No menos que Coleridge, una sensibilidad afín a la suya, Needham desafió toda disociación dogmática entre lo orgánico y lo inorgánico. Daba la impresión de percibir la realidad como un todo animado que entreteje materia y espíritu. (¿Qué tiene Cambridge, un asentamiento frecuentemente gris y anegado de agua en las planicies de East Anglia, para haber inspirado visiones panópticas siglo tras siglo?) Una y otra vez, Needham vuelve a los conflictos, polémicos pero profundamente creativos, entre ciencia y religión. Examina esta dialéctica a la luz de los ideales socialistas y comunitarios. El islam, todas las ramas del budismo, el cristianismo y la historia de la duda, del secularismo positivo, salen a relucir en el debate. Se reimprime un artículo rigurosamente argumentado sobre «Las limitaciones de las lentes ópticas» junto con una meditación sobre «Aspectos del espíritu mundial en el tiempo y en el espacio» y sobre «El hombre y su situación» (de nuevo la influencia coleridgiana). Con pseudónimo y sin ser identificado por la mayoría de sus colegas, Needham ha publicado novelas históricas que ponen en escena la suerte y las doctrinas de diversas sectas radicales en la época de Cromwell. Pero incluso este inventario, este omnium gatherum, por usar la expresión macarrónica de Coleridge, palidece cuando se compara con la tarea monumental sobre Science and Civilization in China, una empresa cuyos orígenes se remontan a 1937 y que ha tenido continuación tras la muerte de Joseph Needham en marzo de 1995.
Sin embargo, ninguna bibliografía puede dar idea de la densidad de las percepciones de Needham. La poesía, ya sea la de Tessimond o la de Blake, la de Day Lewis o la de Goethe, la de los himnos latinos o la de Auden, junto con la de los cantores o los sabios de Oriente, está presente por doquier. La psicología de la experiencia religiosa es ilustrada por santa Teresa y por Julián de Norwich, pero también por Bunyan y por William James. Needham es un virtuoso de la cita. Una cita del «destello de intuición» de Thomas Browne corona un análisis de Schrödinger y Max Planck sobre el metabolismo y la irreversibilidad. Hay en Needham una poética del tecnicismo difícil de definir. Said Husain Nadr, historiador de la ciencia islámica, es emparejado con Santillana en referencia a esa «desacralización de la Naturaleza» que caracteriza la modernidad, que ha dominado en Occidente desde Galileo. C. S. Lewis –que escribió sobre «la abolición del hombre»–, «un habitante cristiano de lo que queda de cristianismo», aparece al lado del humanismo pedagógico del maestro Kung.
La presencia de Marx, de los análisis marxistas y de la dialéctica de la naturaleza de Engels, es omnipresente. Junto con Haldane, Blackett y Bernal, Needham perteneció a una constelación de eminentes científicos británicos de convicciones marxistas, incluso en ocasiones estalinistas. La depresión económica en el orden capitalista, la flagrante injusticia social, el empuje del fascismo y el nazismo en Europa, la victoria de Franco en España generaron entusiasmo por la Unión Soviética. Estaba en juego, además, una cuestión fundamental. Las ciencias teóricas y aplicadas estaban en una fase de esplendor que crecía exponencialmente; su desarrollo pronto modificaría todos los aspectos de la vida individual y social. Sin embargo, el abismo entre ciencia y entendimiento común, entre una clase dominante científica y la conciencia política estaba aumentando de forma alarmante. Para Bernal o Needham resultaba evidente que solamente un sistema comunista como el que estaba desarrollando el leninismo y el estalinismo podía situar a las ciencias en una interrelación dinámica con las fuerzas intelectuales, económicas y políticas en general. Hasta las locuras asesinas de la biología vegetal de Lysenko habrían quizá de ser toleradas en el camino hacia la utopía. El marxismo parecía ser la esperada culminación de la triple emancipación y del racionalismo generados por la filosofía idealista alemana, la economía política inglesa y la revolución francesa.
Lo que era privativo de Needham era su sincretismo. El materialismo dialéctico «se basaba en esa misma progresión revolucionaria que Spencer describió tan minuciosamente». Se puede demostrar –afirmaba Needham– que «el marxismo tiene raíces chinas y cristianas (del organicismo neoconfuciano por medio de Leibniz y Hegel)». Aquí resulta llamativa la omisión de Needham de la palpitación, mucho más evidente, del judaísmo mesiánico, fundamental en el genio airado de Marx y en su retórica apocalíptica. ¿Sugiere un (infrecuente) punto ciego en la omnívora sensibilidad de Needham? Sea como fuere, es la interpretación marxista de la historia humana lo que subyace tras el credo inflexible de Needham: «Por poderosas que sean las fuerzas de la reacción armada, al final la humanidad progresista ha hallado invariablemente energías para obtener la victoria y para preservar y desarrollar los logros de la mente humana». Esta convicción prestó a las ciencias su lógica, que se hace evidente. Pero no se inspiró menos en el pensamiento político radical y en las «futuridades» visionarias que se expresan en la poesía. Blake y Shelley son tan vitales para Needham como Copérnico, Kepler y Darwin. Las voces de los muertos revividos, ya sean de poetas, filósofos, teólogos, teóricos económicos y sociales, científicos puros y aplicados, arquitectos e ingenieros, pueblan las páginas de Needham. Sus notas a pie de página son una summa de la historia de la mente. En relación con Joseph Needham podemos preguntar, como nos preguntábamos en relación con Leibniz o con Humboldt, «¿hubo algo que no hubiera leído y retenido?».
Por inverosímil que sea el contexto –la metalurgia de los cañones de armas de fuego, la invención de los tallarines, el diseño de indicadores de presión diferencial para ventilación de minas–, el criterio de Needham es el de la belleza, de la gracia eficaz. Lo que busca es la simetría, la proporcionalidad armónica, la interacción entre prioridades lógicas y variaciones estructurales. Es esta búsqueda la que empujó a su sensibilidad de la manera más apremiante hacia los ideales chinos y la armoniosa dinámica del Tao. Examinemos su artículo sobre «Las primeras observaciones de cristales de nieve», publicado en 1961 en colaboración con Lu Gwei-Djen.
Como en tantos otros ejemplos, asevera Needham, la prioridad en la observación no corresponde a la Antigüedad clásica occidental sino que se origina claramente en Extremo Oriente. Guarda relación con los estudios chinos de los halos solares y el parhelio. Así, el conocimiento chino de la configuración hexagonal y sistemática de los cristales de los copos de nieve es más de un milenio anterior a las erróneas conjeturas de Alberto Magno. En Occidente no se entienden de verdad hasta la publicación en 1611 de un breve tratado latino de Johannes Kepler. Además, las cruciales indicaciones de Kepler sobre las relaciones armónicas en las órbitas planetarias están emparentadas, a su propia manera neopitagórica, con el sentir chino.
En los textos clásicos chinos, el número seis es la correlación simbólica del elemento «agua». La arquitectura hexagonal del copo de nieve fue observada por Hang Ying ya en el año 135 a. C. Como es típico en él, Needham se pregunta qué clase de lente, qué grado de aumento tuvo a su alcance el observador chino. Fue el filósofo sabio Chu Hsi, «tal vez el más grande de toda la historia de China», quien relacionó las flores de nieve de seis puntas con las facetas de ciertos minerales. El mineral referido aquí es la selenita, cristales hexagonales translúcidos de yeso (sulfato de calcio). Como siempre en Needham, irradia la «santidad de la partícula diminuta» que decía Blake. La asociación de la selenita con los copos de nieve es «enormemente interesante porque prefigura el posterior desarrollo del proceso del bombardeo de nubes».
Surge de inmediato la cuestión que habría de dominar, incluso obsesionar, la obra y la vida de Joseph Needham. Tras haber llegado a estas brillantes percepciones empíricas e identificaciones interdisciplinarias, mucho antes que Occidente, ¿por qué los chinos no siguieron avanzando? En lugar de hacerlo, estos observadores sin parangón y creadores de pautas entrelazadas se contentaron con aceptar los fenómenos «como un hecho de la Naturaleza» y explicarlos «de acuerdo con la numerología de las correlaciones simbólicas». En Europa, después de Descartes y de las notaciones microscópicas publicadas en la Micrographia de Robert Hooke en 1665, el progreso fue rápido. Condujo, inevitablemente si podemos decirlo así, a la ordenada clasificación de William Scoresby de las formas de los cristales de nieve, a la que llegó después de sus viajes por el Ártico justo antes de 1820. ¿A qué se debe esa diferencia? El esfuerzo de Needham por responder a esta pregunta será monumental y heroico. Los chinos poseían los medios necesarios para la visión ampliada. Pero optaron por no avanzar más. Sin embargo, el tempranísimo y pionero conocimiento chino de la simetría hexagonal de todos los cristales de nieve «debiera recibir el galardón del elogio». Esta alocución un tanto arcaica, casi litúrgica, es característica del lenguaje de Needham.
Ahora bien, considérese la Hobhouse Lecture que pronunció en Londres en 1951. El tema fue «La ley humana y las leyes de la naturaleza». El argumento crítico empieza con la lex legale y el ius gentium tal como se exponen en el Derecho romano. Recoge el tropo de la legislación celestial en la epopeya babilónica de la creación y examina la «afirmación más clara de la existencia de leyes en el mundo no humano» que se puede encontrar en el homenaje de Ovidio a las enseñanzas de Pitágoras. Como es propio de él, Needham cita la inspirada versión de Dryden. La filosofía del Derecho expuesta por Ulpiano y Justiniano conduce a su vez a la comparación con las doctrinas de Confucio tal como las expone Mencio. La categoría de unas leyes de la naturaleza decretadas, en última instancia, por una divinidad suprapersonal y suprarracional está implícita en los logros de Kepler, Descartes y Boyle. Alcanza su punto máximo en la cosmología, regulada por la divinidad, de los Principia de Newton. El pensamiento chino, por otra parte, concibe las «leyes» en «un sentido organísmico whiteheadiano». Las jerarquías normativas y las pautas legislativas sí invaden la totalidad de la naturaleza, pero siguen siendo en lo esencial inescrutables y no poseen «contenido jurídico». Esto, reconoce Needham, tiene claros inconvenientes en lo que concierne a la evolución de la ciencia moderna. Pero evitó unas inhumanidades y una histeria como las que se manifestaron en los juicios europeos por brujería y las sentencias dictadas contra animales. El estudio de Needham pasa a Mach y Eddington y a las actuales teorías sobre el rango, experimental y ontológico, de las leyes científicas. La pregunta final es puro Needham: «El estado de ánimo en el que se podía perseguir judicialmente a una gallina ponedora ¿era quizá necesario en una cultura que posteriormente tendría la decencia de producir un Kepler?».
No hay un précis semejante que comunique el arte de la presentación de Needham. Alternan cáusticos tecnicismos y panoramas horizontales. Chispean las ironías. El basso profundo, sin embargo, contiene una exasperada tristeza. En la perenne crueldad y sinrazón humanas, en las miopías que han impedido a diferentes credos y culturas una colaboración tolerante. He aludido ya al gran archipiélago de notas a pie de página de Needham. Éstas constituyen un contrapunto al relato principal. Poseen un continuum propio que devana el argumento hacia atrás y hacia delante, que en ocasiones lo debilita con nuevas matizaciones y un desafío implícito. Needham combina una cierta concisión barroca, modelada sobre Burton, sobre Browne, sobre los teólogos del siglo XVII en cuya majestuosa retórica está muy versado, con el «canto llano» y la inmediatez de los artículos científicos modernos. Su estilo tiene quizá solamente un rival. Es el del clásico estudio de D’Arcy Wentworth Thompson titulado Sobre el crecimiento y la forma (la aportación de Needham a la embriología química se cita más de una vez). Consideremos a Thompson como un botón de muestra cuando habla de las pautas de crecimiento de ballenas y tortugas: «Más curiosa y aún menos conocida es la influencia de la luna en el crecimiento, como en el crecimiento y maduración de los huevos de ostra, erizo de mar y cangrejo. La creencia en esta influencia lunar es tan antigua como Egipto; se confirma y justifica, en ciertos casos, hoy, pero se desconoce por completo la manera en que se ejerce esta influencia». La voz podría desde luego ser la de Needham.
La semilla de la que brotaron los treinta tomos de Science and Civilization in China se sembró en 1937. En aquella época, Joseph Needham era un investigador en bioquímica que se estaba especializando en el estudio del desarrollo del embrión. Se sabía que sus simpatías políticas estaban con la izquierda militante que a la sazón luchaba en España. Llegó a Cambridge Lu Gwei-Djen. Needham se casaría con ella en 1939, dos años después de la muerte de su primera esposa, Dorothy Needham, a su vez una distinguida investigadora en bioquímica muscular. Con Lu Gwei-Djen vinieron otros dos bioquímicos chinos. «Vi que la mente de ellos tres era exactamente igual que la mía.» Esta coincidencia planeó la cuestión de por qué la ciencia moderna no había «despegado» en China. Needham, que no dominó un solo carácter de la escritura china hasta los treinta y siete años, se aplicó en el estudio de la lengua y llegó a usarla con bastante fluidez. Fue una proeza asombrosa, realizada por un atareado científico teórico y experimental que ya se sentía cómodo con una serie de lenguas exigentes, entre ellas el griego y el latín clásicos. Posteriores visitas a China y la peregrinación a Cambridge de estudiosos chinos pronto confirmaron el rango, un tanto legendario, de Needham.
En los intervalos de su trabajo como científico asesor en China durante la guerra, Needham concibió un estudio en un solo volumen de algo que se estaba convirtiendo rápidamente en un reto hipnótico. En 1948 Needham había perfilado ya siete volúmenes. Abarcarían desde las aportaciones chinas a la física y a la ingeniería mecánica hasta la botánica medicinal, la navegación y la alquimia fisiológica chinas. Antes de que pasara mucho tiempo, las propuestas para SCC –como se conocía internacionalmente– llegaron a diez descomunales partes (algunas en volumen doble). Pronto, hasta este modelo múltiple se vio superado por la plétora de nuevos materiales y cuestiones. Se estimaba que los dieciocho volúmenes que Needham tenía pensado escribir –con varios capítulos simultáneamente en proyecto– requerirían sesenta años de trabajo ininterrumpido, más la inmensa tarea de investigación preliminar y bibliografía. Habría que peinar literalmente centenares de fuentes, muchas recónditas y difíciles de localizar. Needham tenía ya cuarenta y siete años cuando empezó a redactar realmente el primer volumen. Su vida, fantásticamente productiva, no alcanzó la edad de ciento siete años que necesitaba, según su propio cálculo, para culminar toda la obra. Estaba todavía trabajando en SCC dos días antes de su muerte a los noventa y cuatro años. La bibliografía de Gregory Blue menciona 385 títulos, entre ellos más de 185 artículos científicos, muchos de gran extensión e importancia innovadora. La prodigalidad no cesó durante la composición de SCC. Por su variedad y por su fecundidad, Needham es comparable con Voltaire y Goethe. Como Goethe, además, llevó una activa existencia pública, política y académica mientras producía su magnum opus.
Desde 1949 en adelante, Needham delegó las subsecciones especializadas en un equipo de colaboradores cada vez mayor. En el transcurso de los años siguientes, quince expertos, en su mayoría, pero no exclusivamente, reclutados en China, darían fin a dieciséis enormes volúmenes. Como era inevitable, empezó a abrirse un cierto abismo entre el mago, que iba envejeciendo, y sus auxiliares, más jóvenes. Surgieron diferencias ideológicas y técnicas. Algunas de ellas amenazaron con tornarse fundamentales. Se basaban en las especiales limitaciones y «estructuras profundas» de la(s) lengua(s) china(s) ante una visión científica del mundo. Algunos de los compañeros de Needham se preguntaron si el concepto mismo de «ciencia» en el sentido occidental podía aplicarse con justicia a la situación china. Needham pensó que lo más justo era entrar en un riguroso y razonado debate con su equipo. Como señala K. G. Robinson, lo que estaba en juego eran unos desplazamientos sísmicos en la historia y en la sociología de las ciencias, unos movimientos que daban al traste con la idea cardinal de Needham de una «ciencia mundial». De aquí las dos secciones del séptimo volumen, resumidas, retrospectivas y metodológicas. Incluso dentro del Needham Research Institute, con sede en Cambridge y esencial para la empresa enciclopédica, se dieron momentos de fricción. Hubo que abandonar una serie de epígrafes proyectados. Luchando contra la enfermedad de Parkinson, plenamente comprensible sólo para quienes estaban más cerca de él, Needham se esforzó por llegar a una declaración concluyente, a una summa de sus hallazgos y convicciones. No vivió para culminar su tarea. No obstante, los textos reunidos en la segunda parte del séptimo volumen sí se acercan mucho a ello. Son inconmovibles. Por vez postrera, el halcón, o, como preferiría Needham, la cometa de dragón, un invento chino, da vueltas sobrevolando un extenso paisaje de observación, análisis científico, doctrina filosófica y pensamiento social.
Ojalá tuviera la competencia necesaria para rendir el merecido homenaje a los responsables de diseño y composición de Cambridge University Press. Hay aquí una saga establecida por derecho propio. Según testimonios de expertos, ninguna otra imprenta ni editorial podría haber satisfecho los requerimientos de Needham. En numerosas páginas figuran media docena de lenguas y alfabetos, junto con símbolos algebraicos y químicos. Ya sólo el impacto visual es propio de alguna arcana hechicería. Proliferan los caracteres chinos. Las infinitas notas a pie de página van desde la química de la cera de sellar y el soplado del vidrio rojo en la Babilonia de Nemrod hasta los compuestos asirios de óxido de plomo. Éstos, a su vez, dirigen al lector a los tratados tecnológicos de dos monjes occidentales, Heraclio, de finales del siglo X, y Teófilo, de fines del XI. Los caracteres griegos clásicos, transcripciones del árabe y del coreano encabezan una docta procesión. Cada tomo comprende bibliografías e índices en una docena de lenguas. Abundan los mapas, las cartas astronómicas, los diagramas geométricos, las tablas estadísticas, las fotografías de emplazamientos chinos y las reproducciones de arte chino. Se hace uso de fuentes rusas, así como de referencias a las matemáticas indias y a la alquimia medieval. Se dota de una abigarrada vida a mundos dentro de mundos. Junto con los Principia Mathematica de Russell y Whitehead, SCC encarna uno de los puntos culminantes en la historia de la tipografía, la maquetación y la publicación. Ambas obras han salido de Cambridge University Press y –vale la pena observarlo– son anteriores a la era informática.
Needham se deleita exponiendo lo que entiende como anticipación china. De forma reconocida, esto incluye la pólvora, la manufactura del papel, la imprenta de tipos movibles, los mecanismos de escape en relojería, la brújula magnética, la porcelana, la invención del estribo y la de la noria. Pero el catálogo, que ocupa más de siete páginas, comprende también innovaciones y descubrimientos menos espectaculares: el ábaco, el abanico, el paraguas plegable, los petardos, las sillas plegables, la moxibustión (una entrada un tanto misteriosa), el cepillo de dientes, el carrete de las cañas de pescar, la veleta y docenas de cosas más. La astronomía china de observación y los mapas de estrellas, la metalurgia, las técnicas náuticas como el timón de codaste, la higiene y la medicina preventiva se anticipan siglos a Occidente, quizá milenios. También la anatomía, la cartografía y la collera para caballos con todo lo que este dispositivo supone para el transporte. Mucho antes de que Occidente concibiera una herramienta de este tipo, los chinos estaba utilizando pistones con bisagras en sus forjas y motores alternativos para cerner y separar granos. Su sistema de examen para la selección y promoción de los funcionarios de formación superior que administraban la agricultura, las industrias manufactureras, las minas y canteras, el comercio terrestre y fluvial en toda la enorme extensión y con las peculiaridades del Imperio del Medio, se anticipan más de mil años a cualquier método comparable de reclutamiento y cualificación en Europa. Las máquinas de vapor chinas, afirma Needham, estaban echando humo muchos siglos antes de James Watt. Los astrónomos chinos habían localizado novas y supernovas ya en el año 1400 a. C. Añádanse a todo esto unas concepciones metafísicas y cosmológicas de incisiva sutileza, encaminadas a articular una visión coherente y equilibrada de nuestro universo y del lugar del hombre dentro de él. Y esto en una época en la que las culturas occidentales eran en lo esencial rudimentarias y estaban asediadas por la irracionalidad.
Sin embargo, fueron ellas las que «pasaron». Fueron la ciencia y la tecnología occidentales, la física y la ingeniería occidentales, las que generaron el orden planetario en el que todos nosotros, incluidos los chinos, vivimos nuestra vida moderna, tanto pública como privada. El camino condujo de Galileo a Kepler y a Newton, Darwin, Rutherford y Einstein. No hay ni un nombre chino en ese panteón. Fueron el racionalismo cartesiano, la crítica kantiana, los escenarios históricos hegeliano y marxista los que avalan el desarrollo exponencial de la concepción occidental de la naturaleza y del dominio de ella. Fue como si la ciencia china, tan brillante en su aurora, hubiera entrado en un estado de animación suspendida hasta que pudiera devenir congruente a través –por así decirlo, force majeurede los modelos y las prácticas occidentales. ¿Por qué esta paradójica discontinuidad? ¿Cómo se podría explicar esta «parada cerebral» (nunca, desde luego, total)? Obsesionado con este enigma, Needham planteó repetidas veces la pregunta a sus colegas y colaboradores chinos, pero con mayor insistencia se lo cuestionó él mismo. Era más que una idée fixe. Suscitó artículos, monografías y libros de dimensiones cada vez mayores. Por sensibilidad, un erudito, una persona para la cual todo conocimiento y toda teoría era su esfera, un político-intelectual en perpetuo movimiento, Needham se quedó clavado en un punto esencial. ¿Qué inexplicable fatalidad, si en efecto lo era, había lisiado las iniciales y prodigiosas fuerzas de la primacía científica y tecnológica china?
«Viajar por mares de pensamiento» puede ser algo tan combativo como cualquier saga. Needham lidia con todos los posibles modelos teóricos e interpretativos. Durante un tiempo parecieron decisivos unos análisis de tenor marxista, análogo al paradigma del «despotismo oriental» de Karl Wittfogel. Los elementos históricos y sociales chinos habían evolucionado y se habían convertido en un «feudalismo burocrático». Al principio, este sistema propició el cultivo de la indagación natural, la filosofía natural y la aplicación tecnológica encaminada al beneficio social. Sin embargo, en poco tiempo inhibió el surgimiento del capitalismo moderno y del impulso científico asociado a él, de manera muy notable el de la inversión competitiva. En contraste, la decadencia del feudalismo europeo generó el nuevo orden mercantil. Así, a pesar de la superior racionalidad y justicia social del orden chino medieval, Occidente, durante el Renacimiento, experimentó un empuje cada vez mayor tanto en las ciencias teóricas como en las aplicadas. Este impulso dominante pudo florecer incluso bajo el poder absolutista y ante la censura religiosa. En una palabra, tal vez el socialismo era el espíritu de la justicia no dominadora aprisionado dentro de la cáscara del burocratismo medieval chino. Si, con todo, la civilización china dejó de hacer progresos en el pasado, los elementos mismos que habían causado esta detención podrían resultar inapreciables en el futuro. La ética china, opinaba Needham, su desconfianza hacia el lucro desenfrenado y la explotación empresarial «quizá sean más congruentes con la cooperativa comunidad científica mundial» que Needham imaginaba como el verdadero futuro del mundo, un futuro que ni el capitalismo de consumo de masa europeo ni el norteamericano podían conseguir. Por coherente que fuera, este diagnóstico no dejó satisfecho a Needham (ni a sus colegas chinos).
Se sintió impulsado a profundizar más en ello. La sensibilidad histórica y filosófica europea puede definirse casi por su confianza en el creador y singular «milagro» de la antigua Grecia. Husserl y, de una manera matizada y revisionista, Heidegger dieron una nueva vitalidad a este axioma. Es mérito del pensamiento griego clásico haber dado preferencia a la búsqueda de verdades objetivas y criterios analítico-lógicos en la argumentación científica, haber intuido la primacía fenomenológica de las matemáticas. Ninguna otra civilización cruzó este umbral. ¿En qué otro lugar hay un Aristóteles o un Euclides? Joseph Needham no permitiría esta tesis apodíctica, eurocéntrica. Sin embargo, llegó a examinar lo que podrían ser contrastes de mentalidad –el francés mentalité es más precisotan radicales como para pesar más que la contingencia social o económica. Mientras que Bacon reclamaba que se extrajesen pruebas experimentales de los fenómenos naturales –un mandato en el que Needham percibía la analogía subyacente de la tortura y la fatalidad de la violencia apropiadora–, el organicismo chino buscaba situar al hombre dentro de unas armonías receptivas mucho más grandes que él mismo, armonías que no había que «forzar» ni diseccionar. Lo que quizá traduce mejor esta actitud es la invocación de Wordsworth de una «sabia pasividad». El concepto mismo de soberanía sobre la naturaleza, implícita en la ciencia y en la industria occidentales, era ajeno al sentido chino de la concordancia y el unísono del mundo. Esta hipótesis llevó a Needham a proposiciones de un género muy discutible.
Para él, la despótica primacía de lo político en la China de Mao significaba la de los «valores morales humanos». Los dictados maoístas estaba dirigidos a garantizar la aplicación de valores como «la salud y bienestar de tu hermano y de tu hermana en la mesa de trabajo, en el campo, en el taller, y junto a ti en la oficina o en la mesa del consejo». Este idilio cuáquero eligió ignorar e incluso negar la evidencia de las atrocidades de la Revolución Cultural, de la hambruna y las miserias demenciales que Mao infligió a su pueblo –hechos de los que Needham tenía amplia información–, y también de la ancha vena de crueldad, especialmente con respecto a la vida animal y a los incapacitados, que recorre la totalidad de la historia social china. Cuando se le inquiría sobre ello, Needham eludía o censuraba la pregunta. Una vez más era la ceguera o el autoengaño que había mostrado en la época de las acusaciones de guerra bacteriológica en Corea. Inevitablemente, Needham rompió con una serie de compañeros y amigos, y se retiró más a su dominio sinológico.
Reconsiderando la obra de su vida, Needham reconoció que no había llegado a ninguna conclusión firme y mucho menos determinante. Los factores pertinentes eran, a pesar de lo exhaustivo de su estudio, demasiado múltiples y complejos. Ni siquiera una visión tan sinóptica como la suya podía asumirlos ni otorgarles rango probatorio. Revisó los testimonios. China no había experimentado una Ilustración según el modelo europeo ni una revolución industrial burguesa. A estos movimientos liberadores, aunque también ambiguos, se opusieron una venerable burocracia centralizada, cosmológicamente reasegurada, y la estabilidad (¿inercia?) de las coacciones oficiales y familiares. Needham distinguía en la conciencia china un fundamental desacuerdo respecto de los ideales mercantiles que, a su vez, tuvieron como consecuencia que no se lograra desarrollar una economía «matemáticamente dirigida». Admite que Occidente tal vez no hubiera podido desarrollar sus metodologías científicas sin Euclides y Arquímedes. O quizá la burguesía no hubiera podido conquistar su influyente dominio de no ser por las consecuencias demográficas y económicas de la Peste Negra. «Estas cuestiones son estimulantes y a veces suscitan ideas nuevas, pero no tienen respuestas definitivas.» De este epílogo magistral emana esa peculiar honestidad que implica la derrota. Además, en última instancia lo que le importaba a Joseph Needham era la instauración de una red planetaria de progreso científico y tecnológico en colaboración, en el que sin duda desempeñaría un papel estelar un nuevo despertar de China. A pesar de la «americanización» y de los estragos de la libre empresa, Needham habría dado la bienvenida a destacados aspectos de la globalización y de la telecomunicación planetaria.
En una evocación ceremonial muy sugerente de los ritos chinos (pero también del «Funeral de un gramático» de Browning), el ataúd de Needham fue llevado dando la vuelta al patio de Caius College, del cual había sido director. Los Fellows caminaron, de dos en dos, siguiendo el féretro hasta la Puerta de Honor. Nunc Dimittis. En homenaje y en alabanza a su labor sin parangón, que quedó adecuadamente pero también majestuosamente inconclusa.
Insisto de nuevo en mi falta de competencia para acceder a este monstruo. De aquí mi posiblemente «ilícita» aproximación.
Me parece que con lo que mejor se puede comparar la obra de Needham no es con otras historias enciclopédicas de la ciencia y la tecnología, sino que es con En busca del tiempo perdido de Proust. SCC y la Recherche son, a mi juicio, los dos actos más importantes de remembranza, de total reconstrucción en el pensamiento, la imaginación y la forma ejecutiva modernos. Son las dos «arquitecturas en el tiempo» más completas. Reviven un pasado fantásticamente abarrotado e intrincado. Resucitan al pasado de las distorsiones e injusticias del olvido. No ha habido ningún arqueólogo de la conciencia más diligente. Los centenares de personae a los que llaman de nuevo a la vida, a una vida que se palpa, sus entornos urbanos y rurales, la multitudinaria interacción de actuaciones privadas, sociales y naturales que elucidan, se avivan dando visos de realidad a un imperio interior tan sustantivo, tan tangible para nuestra imaginación como cualquiera de los que hay en la narración histórica y literaria. (Tanto la Recherche como SCC pueden ser «trianguladas» en relación con la Divina Comedia de Dante). Proust y Needham elaboran unas epopeyas temporales de tanto detalle e intensidad, de tantas referencias cruzadas internas, que resultan coherentes. Esta ordenada solidez, esta calidad compacta de eco interno y estructura «cristalográfica» es difícil de definir en abstracto. Lo que dice Mandelstam sobre Dante es quizá lo que más se acerca. Pero cualquiera que sea el punto en el que uno entre en el mundo de Proust o en el de Needham, su lógica interior de relaciones, de punto y contrapunto, es inmediatamente perceptible.
Cada partícula, cada gavilla de la múltiple cosecha de la resurrección está dotada de «una morada local y un nombre», pero también de unas retículos tan vitales y extensos que se interrelacionan con la plenitud circundante. El texto se convierte precisamente en lo que China decía de sí misma: un «Imperio del Medio». Además, en ambos casos, tanto en el mosaico de Proust como en el tapiz de Needham, las convenciones del reconocimiento y la referencia brotan, orgánicamente por decirlo así, del proceso de composición (ni en uno ni en otro magnum eran previsibles la escala ni el trabajo). Todo arte y literatura serios aspiran a generar su propio diseño específico. Busca retroceder en espiral hasta sus orígenes. En la Recherche, esta estrategia es palmaria. Es, sencillamente, el tema de la obra. En los largos años dedicados a SCC, el proceso de desplegar una estilización, la elaboración de un tono de distinción, fueron más graduales (al adquirir la suma un carácter de colaboración) pero no menos dinámico. El «efecto Needham» se hace más profundo de un tomo a otro.
Si se entra en el edificio por casi cualquiera de sus infinitas puertas, la sensación de unísono bien concordado, de reciprocidades armónicas, es palpable. En 1086, Shen-kua define y calcula claramente el grado de retraso continental, es decir, el intervalo constante entre la hora teórica de la marea alta y la hora real en que tiene lugar en cualquier lugar dado. Hay una tabla de mareas grabada en el pabellón Che-Chiang, que se hallaba en la ribera del río Chien-Tang. Needham nos invita a comparar este registro con la tabla de mareas del siglo XIII para el Puente de Londres (Cotton MSS, Julius D,7). Fue en septiembre de 1124 cuando Hsü Ching redactó el prefacio a su relato de una embajada imperial a Corea. Aunque no se imprimió hasta 1167, este texto llega a Corea. Encontraremos de nuevo su información sistemática acerca de las mareas en el rico contexto del desarrollo chino de la brújula magnética (una de las demostraciones virtuosistas de Needham). A pesar de las mareas del Mediterráneo, o quizá por su debilidad, la primera formulación occidental de la influencia lunar se adelanta a la china. Needham juega limpio. Entre las menciones más tempranas figura la de Herodoto. Cuando «Tsou Yen estaba hablando de los mares circundantes, Piteas de Marsella, en el otro extremo del mundo antiguo, estaba experimentando las mareas del Canal de la Mancha (ca. 320 a. C.). Precisamente en esta época, unos marineros de Alejandro Magno llegaron a la desembocadura del Indo, cerca de Karachi» (este «barrido con la cámara» es característico de la técnica de Needham). Allí se quedaron sorprendidos al ver no sólo las mareas mismas sino también «una especie de maremoto». Como después Ko Hung, un tal Dicearco de Mesina, discípulo de Aristóteles, conjetura que es en realidad el sol el que de una u otra manera es responsable de las mareas. Las simultaneidades o cuasi-simultaneidades en lugares separados por amplios espacios geográficos hechizaban a Needham incluso cuando eran prematuras o en parte estaban equivocadas.
Igual que en una velada proustiana, hacen sus entradas diferentes personae; a menudo los volvemos a encontrar en otros momentos de la intriga. El reparto es legión. Antígono de Crasisto, el poeta Mein Shêng, Seleuco el Caldeo, Poseidonio de Apamea, contemporáneo de Lhosia Hung. Alquimistas, broncistas, almirantes de remotas expediciones por la costa africana, agrónomos, mandarines y sabios solitarios en sus retiros de la montaña. Beda el Venerable hace sorprendentes observaciones. Leonardo da Vinci fracasa totalmente. La meteorología y la hidrología constituyen un leitmotiv. Ningún meteorólogo habría rechazado, como lo hizo Galileo, la acertada intuición de Kepler basándose en que «la luna no podía ejercer un efecto sobre los acontecimientos terrestres: semejante opinión habría sido contraria a la visión entera del mundo propia del naturalismo orgánico». Tampoco debemos olvidar que es en China donde se produce uno de los dos únicos grandes macareos o maremotos del mundo, en el río Chien-Tang, cerca de Hangchow (el otro tiene lugar en la desembocadura norte del Amazonas). «Se oye un ruido atronador mucho antes de que llegue el maremoto, y cuando ha pasado los juncos avanzan río arriba en la fuerte corriente apenas bajo control.» Vemos su movimiento de vaivén representado en precisas xilografías. Proust nos lleva de viaje en el ferrocarril local, de aldea en aldea, cada una llena de su propia poesía. Needham examina un mapamundi chino del año 1402 de nuestra era. En él, los grandes meandros del Río Amarillo, marcados en blanco, son claramente visibles, al igual que la negra línea dentada de la Gran Muralla. El gran lago de Sinkiang tal vez indicara Lop Nor. En los contactos chino-árabes participan exploradores, cartógrafos, lingüistas. Un mundo, en parte ciencia en parte fábula, emerge de la neblina del tiempo, como las montañas y las ermitas en las pinturas chinas sobre seda. Hacia el 1150 de nuestra era, Abu Abdala al-Sharif al-Idrisi produce un mapa del mundo para Rogerio II, rey de Sicilia. Ni la cartografía islámica ni la de los contemporáneos chinos tiene en cuenta la curvatura de la Tierra. Para Al-Idrisi y sus patronos normandos, China seguía siendo una desconocida detrás de la muralla de Gog y Magog trazada en el mapa. Pero figuran la India y las Indias Orientales. Como también las «ameboides Islas Británicas». Vagamente, a su izquierda está la Isla de Raslanda. La imaginación de Needham se inflama ligeramente. Tal vez esta figura representa a las Feroe; tal vez es el origen de la mítica Isla de Frislandia, en el turbulento Atlántico Norte. De manera casi imperceptible, la cartografía y la topografía chinas determinan la cosmografía religiosa. Invaden el Shen I Ching (el Libro de lo espiritual y de lo extraño, un oportuno título alternativo para el propio SCC). En las enseñanzas religiosas, los montes Kun-Lun se hallan en el centro del orbe. La materia es la de la leyenda, pero surge del descubrimiento de la precesión de los equinoccios por Yü Sung en su Chhiung Thien Lun (Discurso sobre la inmensidad del cielo), fechado hacia el año 265 de nuestra era. A su vez, Wang Chung argumentó que la puesta de sol era solamente ilusoria, «como la desaparición de la luz de una antorcha que un hombre llevara lejos del observador en un plano horizontal». El eminente Ko Hung lo refutará. Proust trata de hacer una metáfora de la Relatividad.