Lo irrealizable - Giorgio Agamben - E-Book

Lo irrealizable E-Book

Giorgio Agamben

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Beschreibung

La distinción entre lo posible y lo real, entre esencia y existencia, parece tan obvia que no nos damos cuenta del proceso largo y laborioso que ha llevado a escindir el ser, la "cosa" del pensamiento, en dos fragmentos opuestos e íntimamente entrelazados. La máquina ontológico-política de Occidente, sin la cual la ciencia y la política no serían posibles, se basa precisamente en ella. Este ensayo reconstruye el nacimiento de la escisión fundacional y el proceso de sus posteriores articulaciones en la filosofía y la política de Occidente.

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Giorgio Agamben

Lo irrealizable

Índice
Portadilla
Legales
Advertencia
Lo irrealizable
Umbral
I. Res
II. La existencia de Dios
III. Lo posible es lo real
La antigua selva Chora Espacio Materia
I. Silva
II. Chora
III. Steresis
IV. Sensorium Dei
Lección para concurso de profesor asociado
Bibliografía
Acerca de este libro
Acerca del autor
Otros títulos

Agamben, Giorgio

Lo irrealizable: para una política de la ontología / Giorgio Agamben

1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Adriana Hidalgo Editora, 2024.

Libro digital, EPUB - (Ensayo y teoría_filosofía)

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Rodrigo Molina-Zavalía

ISBN 978-631-6615-20-6

1. Ensayo Filosófico. 2. Política. 3. Ontología. I. Molina-Zavalía, Rodrigo, trad. II. Título

CDD 111

Ensayo y teoría_filosofía

Título original: L’irrealizzabile. Per una politica dell’ontologia

Traducción: Rodrigo Molina-Zavalía

Editor: Mariano García

Coordinación editorial: Gabriela Di Giuseppe

Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino

Imagen de tapa: Paula Castro

Retrato de autor: Gabriel Altamirano

© 2022 Giulio Einaudi editore s.p.a., Torino

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2024

www.adrianahidalgo.com

www.adrianahidalgo.es

ISBN: 978-631-6615-20-6

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.

Disponible en papel

Advertencia

Los dos textos que componen este libro son autónomos, pero el segundo –como le ha sucedido en varias ocasiones al autor– nació de manera más o menos consciente para profundizar y desarrollar el tema en el que el primero concluía. La doctrina, que allí asomaba, sobre la posibilidad como conocimiento de una cognoscibilidad y no de un objeto corresponde, en el segundo ensayo, a la lectura de la chora platónica, del espacio-materia como la experiencia de una pura receptividad sin objeto. Por tanto, pueden ser leídos, en su continuidad, como dos intentos de devolver el pensamiento a su “cosa”. La filosofía no es una ciencia ni una teoría que ha de realizarse, sino una posibilidad ya perfectamente real y, como tal, irrealizable. La política que se atiene a esta posibilidad es la única política verdadera.

Lo irrealizable

Umbral

1. El verbo “realizar” aparece tardíamente en las lenguas romances; en italiano no antes del siglo XVIII, como traducción del francés réaliser. Desde entonces, sin embargo, se ha vuelto cada vez más frecuente, no solo en el vocabulario de la economía y la política, sino también, sobre todo en la diátesis reflexiva, en el de la experiencia personal. Leopardi, aunque advierte contra el abuso de los galicismos en italiano, emplea en varias ocasiones el término y sus derivados, en particular para el tema, al que vuelve tan a menudo, de las ilusiones (“La sociedad humana” –escribe en Zibaldone, 680– “carece de cosas que realicen las ilusiones en la medida en que sean realizables”). Y si en la modernidad la política y el arte definen la esfera en que las ilusiones actúan con más fuerza, no es de extrañar que precisamente en estos ámbitos el léxico de la realización encuentre su máximo despliegue.

2. Se suele atribuir a Marx la idea de una realización de la filosofía en la política. A decir verdad, la interpretación de los pasajes de la introducción a Zur Kritik der Hegelschen Rechtsphilosophie [Crítica de la filosofía del derecho de Hegel] en los que parece enunciar esta tesis resulta ser todo menos obvia. Marx la formula por primera vez como una objeción a un partido que, a falta de una mejor identificación, él denomina como un “partido político práctico” que reivindica la negación de la filosofía: “Vosotros no podéis suprimir [aufheben] la filosofía sin realizarla [verwirklichen].” Pocas líneas más adelante, en contra de los representantes del partido contrario, añade que ellos creen “que se puede realizar la filosofía sin suprimirla”. Y, después de haber definido al proletariado como la disolución de todas las clases, la introducción termina con una afirmación perentoria, que vincula la realización de la filosofía y la abolición del proletariado en un círculo: “la filosofía no puede realizarse sin suprimir el proletariado; el proletariado no se puede suprimir si la filosofía no se realiza.”

Incluso antes, en las notas a su tesis doctoral Differenz der demokritischen und epikureischen Naturphilosophie [Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y Epicuro], examinada en Jena en 1841, Marx había escrito que cuando la filosofía trata de realizarse en el mundo, “el devenir filosofía del mundo es, al mismo tiempo, el devenir mundo de la filosofía y su realización es, a la vez, su pérdida [ihre Verwirklichung zugleich ihr Verlust]”. [1] Dado que Marx no pretendía aquí simplemente retomar la dialéctica hegeliana como tal, ciertamente no es obvio qué podría significar para él una revolución que hubiera verificado las dos tesis simétricas “suprimir y realizar la filosofía” y “suprimir y realizar el proletariado”. Y es poniendo a jugar este defecto de claridad que Adorno comienza su dialéctica negativa al afirmar que “la filosofía, que otrora parecía superada, se mantiene viva porque dejó pasar el momento de su realización”. [2] Casi como si, de no haberse dejado pasar ese momento, ella ya no existiría; y realizándose se habría suprimido. Pero, ¿qué significa “realizarse”? ¿Y qué significa “dejar pasar su propia realización”? Usamos estos términos como si su significado fuera evidente, pero tan pronto como intentamos definirlo, se nos escapa y se manifiesta opaco y contradictorio.

3. En la Phänomenologie des Geistes [Fenomenología del Espíritu], los dos términos alemanes para “realización”, Verwirklichung y Realisierung, aparecen respectivamente 49 y 19 veces y el verbo realisieren unas 20 veces. Aún más frecuentes son las dos palabras para “realidad”: 68 apariciones para Wirklichkeit y 110 para Realität. Como se ha señalado, esta frecuencia no es accidental, sino que se trata de términos técnicos por derecho propio. [3]

La experiencia de la conciencia en cuestión en la Fenomenología implica un continuo proceso de realización, pero que en cada ocasión es puntualmente defectuosa o fallida. Ya se trate de la certeza sensible (para la cual la realidad que cree afirmar “suprime su verdad” y “dice lo contrario de lo que quiere decir”), de la “dialéctica de la fuerza” (“la realización de la fuerza es, al mismo tiempo, la pérdida de la realidad”), de la conciencia natural (para la cual “la realización del concepto vale más bien como la pérdida de sí misma”), de la cultura (en la que “el Sí mismo es consciente de ser real solo como Sí mismo suprimido”), del alma bella (cuya realización “se evapora como una nebulosidad vacía”) o de la conciencia infeliz (“su realidad es inmediatamente su nada”), la realización es siempre también pérdida y supresión de sí. Cada una de las figuras en las cuales se realiza el espíritu en su movimiento se suprime para dar paso a otra figura, que a su vez es suprimida en otra hasta llegar a la última, que es el “conocimiento absoluto” [das absolute Wissen]. Pero precisamente porque el espíritu no es sino este movimiento de autorrealización incesante, su “última figura” [lezte Gestalt] solo puede tener la forma de un recuerdo en el que el espíritu “abandona su existencia y confía su figura a la memoria”, una suerte de “galería de imágenes, cada una de las cuales está adornada con toda la riqueza del espíritu”. En la memoria, “el espíritu tiene que recomenzar su movimiento desde el principio en su inmediatez e ingenuamente extraer de esta figura su grandeza, como si todo lo anterior se hubiera perdido para él”. El saber absoluto (es decir, el espíritu “que se sabe a sí mismo como espíritu”) no es una “realidad”, sino más bien la contemplación de una “realización” incesante, cuya realidad debe ser por ello desmentida cada vez, y aparecer en la memoria solo como la “espuma de la propia infinitud”. La realización es la negación más radical de la realidad, porque si todo es realización, entonces la realidad es algo insuficiente, que debe ser incesantemente suprimido y superado y la figura última de la conciencia no podrá tener más que la forma de una realización de la realización (este es el conocimiento absoluto). Frente a esta concepción, es necesario recordar que la realidad no es el efecto de una realización, sino un atributo inseparable del ser. Lo real, como tal, es por definición irrealizable.

4. Es singular que casi un siglo después Debord retome la fórmula marxista, refiriéndola esta vez no a la filosofía sino al arte. Reprochará a los dadaístas haber querido suprimir el arte sin realizarlo y a los surrealistas haber querido realizar el arte sin suprimirlo. En cuanto a los situacionistas, en cambio, ellos pretenden crear arte y, a la vez, suprimirlo.

El verbo, que en el texto marxista hemos traducido como suprimir, es el mismo –aufheben– que, con su doble sentido, cumple una tarea esencial en la dialéctica de Hegel, a saber: abolir, cesar [aufhören lassen] y conservar [aufbewahren]. El arte puede realizarse en la política solo si, de algún modo, se suprime y, al mismo tiempo, se conserva en ella. Como había observado Robert Klein en un ensayo de 1967, significativamente titulado “L’éclipse de l’œuvre d’art” [El eclipse de la obra de arte], la supresión que las vanguardias tenían en mente no se dirigía tanto contra el arte como contra la obra, a la que el arte pretendía sobrevivir. Este remanente de artistidad vagante lo recoge el arte contemporáneo, que renuncia a la realidad de la obra en nombre de la realización del arte en la vida.

El verbo aufheben, al que Hegel confía este arcano dialéctico, adquirió su doble significado a través de la traducción luterana del Nuevo Testamento. Frente al pasaje de la Epístola a los Romanos (3, 31), que siempre había puesto en apuros a los intérpretes, porque Pablo parece afirmar tanto la supresión de la ley como su confirmación (“¿Suprimimos [katargoumen], pues, la ley por medio de la fe? Al contrario, la establecemos [histanomen]”), Lutero decide traducir el gesto antinómico de la katargesis paulina con aufheben [heben wir das Gesetz auf].

La intención del apóstol, sin embargo, era necesariamente más compleja. En la perspectiva mesiánica en la que se situaba, el advenimiento del Mesías significaba el fin de la ley [telos ti nomou (Rom 10, 4)], en el doble sentido que tiene en griego el término telos: fin y, al mismo tiempo, cumplimiento, plenitud. La crítica de Pablo no se dirigía, en efecto, a la Torá como tal, sino a la ley en su aspecto normativo, que define sin posibles equívocos nomos ton entolon, ley de los mandamientos (Ef 2, 15) o incluso nomos ton ergon [ley de las obras (Rom 3, 27)]. Es decir, para él se trata de cuestionar el principio rabínico según el cual la justicia se obtiene cumpliendo las obras prescritas por la ley (“creemos” –escribe– “que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley”, Rom 3, 28).

Por eso, siempre que tiene que expresar la relación entre el Mesías y la ley, Pablo emplea el verbo katargeo, que no significa “destruyo”, como a veces traduce la Vulgata, sino “vuelvo inoperante, hago salir del ergon y de la enérgeia” (en este sentido, katargeo es lo opuesto de energeo, que significa “pongo en obra, actúo”). Pablo conoce perfectamente la oposición tan familiar al pensamiento griego a partir de Aristóteles entre la potencia [dýnamis] y el acto [enérgeia] y se refiere a ella en varias ocasiones (Ef 3,7: “según la enérgeia de su dýnamis”; Gal 3, 5: el espíritu “pone en obra [energon] en vosotros las potencias [dynameis]”). Sin embargo, respecto de la ley, el acontecimiento mesiánico opera una inversión de la normal relación entre los dos términos, que privilegia el acto: el cumplimiento de la ley que aquí sucede desactiva en cambio su enérgeia y vuelve inoperantes sus mandamientos. La ley deja de ser algo que debe realizarse en los hechos y en las obras, y la katargesis de su aspecto normativo abre al creyente la posibilidad real de la fe, como plenitud y cumplimiento de la Torá, que ahora se presenta como la “ley de la fe” [nomos pisteos (Rom 3, 27)]. De este modo la ley es restituida a su potencia, una potencia que, según el claro dictado de 2 Cor 12, 9, “se cumple en la debilidad” [dynamis en astheneia teleitai]. Aquí no puede hablarse propiamente de supresión ni de realización: la fe no es algo que pueda realizarse, porque ella misma es la única realidad y la única verdad de la ley.

5. Una lectura poco atenta de la Carta VII parece sugerir que Platón, en sus tres viajes a la corte de Dionisio en Sicilia, trató de implementar la filosofía en la política. De hecho, en ella Platón justifica su estancia con el tirano en su preocupación por no mostrarse a sí mismo como un hombre “que es solo palabra y nunca se dedica a obra alguna” y confiesa haber cedido a la insistencia de algunos amigos que le recuerdan que “si nunca nadie pudo emprender para llevar a feliz término [apotelein] las ideas pensadas sobre las leyes y la política, este era el momento de intentarlo” (328c). Sin embargo, su intención al pronunciar esas palabras solo puede entenderse si se las compara con lo escrito poco antes (326b) sobre la justa relación entre la filosofía y la política: “no cesarán los males que afligen a las generaciones humanas hasta que los cargos políticos no sean ocupados por la clase de los filósofos verdaderos y justos o bien hasta que aquellos que tienen el poder en las ciudades por algún favor divino lleguen a hacer verdadera filosofía [philosophesei].” Esta tesis perentoria retoma la teoría del rey filósofo que Platón expone casi con las mismas palabras en un célebre pasaje de la República (473d): “A menos que los filósofos no reinen en las ciudades, o los que ahora son llamados reyes y dinastas filosofen de modo genuino y competente [philosophesosi gnesio te kai ikanos] y la dynamis política y la filosofía coincidan en una misma persona [eis tenso sympesei – la expresión es significativa: sympegnymi también significa “coagular”] [...] no disminuirán los males para las ciudades y para el género humano, y la política misma de la que acabamos de hablar no nacerá [phyei] en la medida de sus posibilidades ni verá la luz del sol.”

La interpretación corriente de esta tesis platónica es que los filósofos deben gobernar la ciudad, porque solo la racionalidad filosófica puede dictar las medidas adecuadas que deben adoptar quienes gobiernan. Platón afirmaría, con otras palabras, que el buen gobierno es el que realiza y pone en práctica las ideas de los filósofos. Una variante de esta interpretación ya está presente en el pasaje de las Lecciones sobre la historia de la filosofía en el cual Hegel lee al filósofo rey de la República en estos términos: “Platón se limita aquí a afirmar lisa y llanamente la necesidad de unir la filosofía con el poder político. Puede parecer una gran presunción que el gobierno de los Estados deba ponerse en manos de los filósofos: el terreno de la historia es diferente del de la filosofía. Ciertamente en la historia debe realizarse la idea, en cuanto potencia absoluta: en otras palabras, Dios gobierna el mundo. Excepto que la historia es la idea que se realiza de modo natural, sin la conciencia de la idea. Ciertamente se obra según pensamientos universales de derecho, de uniformidad a la costumbre, de subordinación a la voluntad divina; pero también es cierto que obrar es al mismo tiempo la actividad del sujeto como sujeto que persigue fines particulares.” El rey filósofo es ese soberano que toma prestados de la filosofía los principios universales de la racionalidad y los deja prevalecer sobre cualquier fin particular: “cuando Platón afirma que el gobierno corresponde a los filósofos, quiere decir que toda la vida del Estado debe ser regulada de acuerdo con principios universales.” [4]

Es mérito de Michel Foucault haber mostrado la insuficiencia de estas interpretaciones del teorema platónico, que de este modo en definitiva queda indebidamente alineado de forma acrítica a la tesis aristotélica del filósofo consejero del soberano. Lo único decisivo es la coincidencia de la filosofía y de la política en un único sujeto. “Pero de esto” –observa Foucault–, “es decir, del hecho de que quien practica la filosofía sea también quien ejerce el poder y quien ejerce el poder sea asimismo alguien que practica la filosofía, no puede inferirse en modo alguno que su conocimiento filosófico constituirá la ley de su acción y de sus decisiones políticas. Lo importante, lo imperioso, es que el sujeto del poder político sea también el sujeto de una actividad filosófica.” [5] No se trata simplemente de hacer coincidir un saber filosófico con una racionalidad política: el asunto en cuestión es más bien un modo de ser, o más precisamente, para el individuo que hace filosofía, “una manera de constituirse como sujeto según un modo determinado de ser”. Se trata, en concreto, de la “identidad entre el modo de ser del sujeto que filosofa y el modo de ser del sujeto que practica la política. Si es necesario que los reyes sean filósofos, no es porque así podrán preguntar a sus saberes filosóficos qué debe hacerse en tal o cual circunstancia [...]. No hay coincidencia de los contenidos, isomorfismo de racionalidades, identidad entre el discurso filosófico y el discurso político, sino identidad del sujeto filosofante con el sujeto gobernante.” [6]

Si intentamos desarrollar las consideraciones de Foucault en la perspectiva que aquí nos interesa, primero debemos preguntarnos qué significa, en palabras de Platón, que la dynamis politiké, la potencia política, coincida con la filosofía y esta con aquella. Como ha señalado Foucault, ciertamente no se trata de la realización de una en la otra, sino de su coincidencia en un mismo sujeto. Al comienzo de la Carta VII, Platón cuenta que había decidido dedicarse a la filosofía cuando se percató de que en su ciudad toda actividad política se había vuelto imposible, es decir, que la posibilidad de la filosofía coincidía con la imposibilidad de la política. En el filósofo rey la posibilidad de la filosofía y la de la política coinciden, “por un azar divino”, en un solo sujeto. Por eso el filósofo no deja de ser tal, no se suprime realizándose en la filosofía, sino que su potencia se identifica con la del soberano. La coincidencia de las dos potencias es la realidad y la verdad de ambas. En cuanto reales, ellas no necesitan realización: son, más bien, estrictamente irrealizables.

Por este motivo, como observó Hadot, mientras que la escuela de Aristóteles formaba en la vida filosófica, en el modo de vida del teórico por ser distinto de aquel del soberano, a quien el filósofo eventualmente podía darle consejos, la Academia platónica tenía esencialmente un objetivo político, pero solo en la medida en que se proponía hacer coincidir el modo de ser del filósofo con el del rey. Platón, en la Carta VII, advierte explícitamente contra la idea de que el filósofo pueda convertirse en consejero del rey sin que este cambie su modo de ser. “El consejero de un enfermo, si este sigue un mal régimen, ¿no debería ante todo hacerle cambiar de estilo de vida [metaballein ton bion]? [...] Lo mismo ocurre con las ciudades que se desvían por completo de la política correcta y se niegan a seguir sus huellas y bajo pena de muerte ordenan a sus consejeros que no alteren la política y los incitan a convertirse en servidores de su voluntad y de sus deseos [...] yo tendría por viles a las personas que aceptaran ese papel” (330d-331a). La filosofía no debe buscar realizarse en la política: si quiere que las dos potencias coincidan y que el rey se convierta en filósofo, ella debe, por el contrario, convertirse siempre en la guardiana de su propia irrealizabilidad.

Giorgio Pasquali concluye su agudísima lectura de la Carta VII con un largo excursus sobre la tyche, que aparece varias veces en las consideraciones de Platón como una potencia irracional, hostil y maléfica, pero en ocasiones también como una potencia “divina y benéfica”, como la theia moira, que en el pasaje citado (326b) garantiza que los filósofos lleguen al poder en la ciudad. Desde el principio, recordando el juicio iniciado contra Sócrates, escribe este que tuvo lugar kata tina tyche, por algún azar (325b5), así como poco después naufragan las esperanzas puestas en Dion a causa de “algún demonio o algún espíritu maligno” [tis daimon e tis alitherios] (336b). Pasquali muestra que el problema de la tyche es central incluso en los diálogos más antiguos y sobre todo en Las leyes. Si en la República (592a) el hombre razonable no estará dispuesto a actuar en política en su ciudad “a menos que ocurra algún azar divino [theia [...] tyche]”, en Las leyes el invitado ateniense, antes de exponer sus ideas sobre la legislación, enuncia el melancólico teorema según el cual “ningún mortal da leyes, sino que todas las cosas humanas son tychas, azares” (708e). Pasquali habla, a este respecto, de un “dualismo demonológico” en el pensamiento de Platón, según el cual los asuntos humanos se presentan como una batalla en la que el hombre es ayudado o frustrado por entes sobrenaturales.

En verdad, según la costumbre platónica, se trata de un mito en el que él se enfrenta a un problema particularmente difícil para una mente antigua: el de la contingencia. La serie de acontecimientos que suceden a los hombres no es un curso necesario del que pueda darse razón mediante explicaciones causales que se remontan al infinito, ni, como en Hegel, un proceso en el que en todo caso el espíritu se realiza. El sentido último de los acontecimientos se nos escapa y tyche –que significa “acontecimiento”– es el nombre de la contingencia, del puro y, en definitiva, inexplicable presentarse de algo: contigit, es decir, precisamente, “acontece”. Los acontecimientos históricos dependen en última instancia de la tyche y por esta razón el rey filósofo no puede pretender realizar la filosofía en sus acciones. En este sentido, Platón se encuentra más cerca que Hegel de las conclusiones de la ciencia de nuestro tiempo, lo que deja amplio espacio al azar y la contingencia.

6. Hay una crítica del concepto de realización en la esfera política en el Theologisch-politisches Fragment [Fragmento teológico-político] de Benjamin, que los editores fechan a principios de la década de 1920, pero que el autor estimaba lo suficientemente importante como para comunicárselo a Adorno en su último encuentro en San Remo a principios de 1938 como algo “absolutamente nuevo”.

El problema teórico del fragmento es el de la relación entre el orden profano y el Reino, entre la historia y lo mesiánico, que Benjamin define sin reservas como “uno de los puntos doctrinales esenciales de la filosofía de la historia.” [7] Esta relación es tanto más problemática en cuanto el fragmento comienza por afirmar abiertamente la radical heterogeneidad de los dos elementos. Dado que solo el Mesías completa [vollendet, “lleva a su fin”] todo acontecer histórico y, a la vez, redime y crea la relación entre este y lo mesiánico, “nada histórico puede pretender referirse por sí mismo a lo mesiánico [...]. El Reino de Dios no es el telos de la dynamis histórica; aquel no puede plantearse como meta. Desde un punto de vista histórico, no es una meta [Ziel], sino un final [Ende]. Por eso el orden de lo profano no puede erigirse sobre el pensamiento del Reino de Dios, por eso la teocracia no tiene ningún sentido político, sino únicamente un sentido religioso.” [8]

Es decir, el reino y el concepto marxista de una sociedad sin clases –que, como enuncia la tesis XVIII sobre la filosofía de la historia, es su secularización– no son algo que pueda plantearse jamás como el fin de una acción política y ser “realizado” a través de una revolución o una transformación histórica. Desde la perspectiva del “Fragmento teológico-político”, puede entonces decirse que el error de las ideologías modernas consistió en haber alineado acríticamente el orden mesiánico con el histórico, olvidando que el Reino, para mantener su propia eficacia, nunca puede plantearse como una meta que ha de realizarse, sino solo como final [Ende]. Si se lo plantea como algo que debe realizarse en el orden histórico profano, el Reino inevitablemente terminará reproduciendo el orden existente en nuevas formas. Sociedad sin clases, revolución y anarquía son, en este sentido, al igual que el Reino, conceptos mesiánicos, que no pueden, como tales, convertirse en meta sin perder su fuerza y su propia naturaleza.

Esto no quiere decir que los conceptos mesiánicos sean ineficaces o que carezcan de significado en el plano histórico. Hay, de hecho, una relación entre ellos y la esfera profana, pero paradójicamente esta resulta solo de la obstinada perseverancia de cada uno de los dos órdenes en la dirección que los define. El orden de lo profano, por su parte, “debe orientarse hacia la idea de la felicidad”, mientras que “la inmediata intensidad mesiánica del corazón, de cada hombre interior, en cambio, procede a través de la desdicha, en la sensación del dolor”. [9] Su divergencia es, según la ejemplificación que sugiere Benjamin, una auténtica oposición y, sin embargo, esta oposición produce algo así como una relación: “Si una flecha indica la meta hacia la que opera la dynamis de lo profano y otra señala la dirección de la intensidad mesiánica, entonces la búsqueda de la felicidad de la humanidad libre ciertamente diverge de esa dirección mesiánica. Pero al igual que una fuerza puede favorecer en su trayectoria a otra dirigida en la dirección opuesta [...], así también el orden profano de lo Profano puede favorecer el advenimiento del Reino Mesiánico.” Si bien lo profano no es en modo alguno “una categoría del Reino”, actúa como un principio que facilita la “aproximación más silenciosa” del Reino. [10]

Así como la filosofía no puede ni debe realizarse en la política, sino que ya es en sí misma completamente real y así como, según Pablo, la obligación de realizar la ley por las obras no produce justicia, de igual modo, en el Fragmento, lo mesiánico actúa en el acontecer histórico solo permaneciendo irrealizable en él. Solo así custodia la posibilidad, que es su don más preciado, sin el cual ningún espacio se abriría al gesto y al acontecimiento. Es necesario dejar de pensar en lo posible y lo real como las dos partes funcionalmente conectadas de un sistema que podemos llamar la máquina ontológico-política de Occidente. La posibilidad no es algo que deba, al pasar al acto, realizarse: es, por el contrario, lo absolutamente irrealizable, cuya realidad acabada en sí misma actúa sobre el acontecer histórico que se ha petrificado en los hechos como un final [Ende], es decir, rompiéndolo y aniquilándolo. Por eso Benjamin puede escribir que el método de la política mundial “debe llamarse nihilismo”. La radical heterogeneidad de lo mesiánico no admite planes ni cálculos para su verdadera materialización en un nuevo orden histórico, pero solo puede aparecer en este como una instancia real absolutamente destituyente. Y una potencia que nunca se deja realizar en un poder constituido se define como destituyente.

[1] Karl Marx, Differenz der Demokritischen und Epikureischen Naturphilosophie, en Marx-Engels Werke, vol. 40, Berlín 1968, p. 73.

[2] Theodor Adorno, Dialettica negativa, Turín, Einaudi, 1970, p. 3.

[3] Joseph Gauvin, “Les dérivés de ‘Res’ dans la Phénoménologie de l’esprit”, en Res III. Colloquio Internazionale del Lessico Intellettuale Europeo (Roma, 7-9 de enero de 1980), Roma, Ateneo, 1982, passim.

[4] Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lezioni sulla storia della filosofia, Florencia, La Nuova Italia, 1932, pp. 176-178.

[5] Michel Foucault, Le gouvernement de soi et des autres, París, Seuil-Gallimard, 2008, p. 272.

[6] Ibíd.

[7] Walter Benjamin, Gesammelte Schrift-en, t. II, vol. 1, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 1977, p. 203.

[8] Ibíd.

[9] Ibíd., p. 204.

[10] Ibíd.

I

Res

1. Según los lexicógrafos, la palabra latina res, de la que derivan nuestros términos realidad y realización, es el vocablo más frecuente en la literatura latina que se ha conservado. Sin embargo, está singularmente aislado en el léxico latino clásico, porque el adjetivo realis y el adverbio realiter, que derivan de él, aparecen recién a partir de los siglos IV y VI de nuestra era, mientras que el sustantivo realitas y el raro verbo realitare (o realitificare) no lo hicieron antes de la tardía Edad Media. Es aún más singular que este término tan frecuente en latín no se haya conservado como tal en las lenguas modernas, salvo en francés en la forma rien, que significa “nada”. En cambio, las lenguas romances emplean un término derivado de causa: cosa, chose, coisa. La razón de esta sustitución de un término por otro es genuinamente semántica. Res, en efecto, aún antes de significar un objeto o un bien poseído, es el asunto de los humanos, lo que les concierne o de lo que se trata para ellos y entre ellos, y por tanto, también casi sinónimo de lis en sentido jurídico, lo que está en causa en un juicio (quibus res erat in controversia, ea vocabatur lis [se llamaba lis a aquello que estaba en disputa], Varrón, VII, 93). Por esta razón los antiguos de res derivaban reus, “aquel cuyo asunto es objeto de un proceso” y por la misma razón la palabra se usa a menudo adverbialmente en un sentido causal: quare, quam ob rem (por cuya cosa, a causa de) y tiende a fijarse habitualmente en unión sintagmática con los adjetivos, hasta casi desaparecer en ellos: res publica, res divina, res familiaris, res militaris, res adversae o secundae. El significado original de “lo que me concierne, lo que está en la esfera de mi interés” es evidente en las expresiones, ya comunes en Plauto, rem gerere, rem agere, “ocuparse de un asunto”, rem narrare, “exponer una cuestión”.

El significado de “bien, cosa poseída”, que los léxicos registran como antiguo junto al de “asunto”, en realidad deriva de este. Si en Plauto encontramos así res como sinónimo de pecunia es porque muy verosímilmente el dinero es por excelencia “lo que me interesa”. De nuevo en Plauto, en expresiones eufemísticas como mala res, “la cosa mala”, para designar el látigo con el que será azotado el esclavo, el significado de objeto es secundario respecto del “mal asunto” que le espera, al igual que la res venerea no es una cosa, sino la complicada vivencia entre el amor y el sexo.

Es significativo que la reflexión filosófica haya influido en la progresiva decadencia del “asunto de los hombres” en un sentido objetivo. En Lucrecio, ya en el título De rerum natura –ausente como tal en los manuscritos, pero presente como sintagma en el texto y correspondiente al peri physeos de los filósofos griegos– res adquiere el sentido filosófico de “ente”, que mantendrá a lo largo de la latinidad. Un pasaje del poema lucreciano sobre el que conviene reflexionar da testimonio del modo en que los significados del término se entrelazan estrechamente en una constelación semántica en la cual “ente”, “cosa” y “causa” se vuelven indistinguibles: “Si de cuatro cosas se engendran todas las demás cosas [quattuor ex rebus si cuncta creantur] | y de nuevo en ellas todas las cosas [res omnia] se disuelven, | ¿Cómo se pueden llamar estos principios de las cosas [rerum primordia], | en lugar de inversamente las cosas principios de aquellas?” (I, 763-66).

Es posible que entre los factores que facilitaron la deriva semántica del término hacia el de ens estuviera el empleo cada vez más frecuente de res en la expresión negativa nulla res como sinónimo de nihil (así en Lucrecio I, 150: nullam rem e nihilo gigni divinitus umquam [no hay cosa que se engendre a partir de nada por obra divina jamás]): res, en cuanto ente, es lo opuesto a nada (de ahí el uso de nullius rei como genitivo de nihil). Un pasaje de los Tópicos de Cicerón (6, 27) nos informa de una primera división de la res que anticipa la medieval entre res extra animam y res in intellectu, según se use el término para las cosas que existen [earum rerum qui sunt] o para las inteligibles y desprovistas de sustancia corpórea (tales como ususcapio, tutela, agnatio).

No es casualidad que los ejemplos de Cicerón provengan de la esfera del derecho. Al significado filosófico se le siguen añadiendo, de hecho, el jurídico (en el que la res, como resulta evidente en el Corpus iuris civilis, es lo que entra de cualquier modo en el ámbito del derecho, ya sea que se trate de una causa judicial, de un bien poseído o enajenado –res data, res adquisita– o transmitido en herencia –res hereditaria–) y el político, en el que (como en el incipit de la obra en la que Augusto relata sus hazañas) las Res gestae designan las acciones realizadas por el imperator en el ejercicio de sus funciones.

La res, al igual que el ser, es la cosa de los hombres, la “cosa” de su pensamiento y de su lenguaje, lo que en todos los sentidos los provoca y les concierne. La etimología –familiar para los antiguos, pero no segura para los modernos– de reor, “pienso, cuento, juzgo”, parece confirmarlo. Pero, precisamente en cuanto coincide con toda la esfera del pensamiento y de las actividades humanas, la “cosa” debe dividirse y articularse en cada ocasión según una variedad de significados y de estrategias, entre las cuales la mente corre el riesgo de perderse.

En la conferencia “Das Ding” [La cosa], dictada en la Academia de Bellas Artes de Baviera en 1950, Heidegger traza una breve genealogía de la palabra alemana Ding y de su equivalente latino res. Ambas significaban originalmente, como ya hemos recordado, “lo que concierne a los hombres, el asunto [Angelegenheit], la controversia [Streitfall], el caso en cuestión [Fall]”. [11] A este significado original se le suma otro, completamente diferente, en latín, que sustituye al primero hasta ocultarlo por completo.

La palabra latina res nombra aquello que de un modo u otro concierne al hombre, lo que preocupa [das Angehende] es lo real de la res. La realitas –Heidegger anticipa anacrónicamente aquí el uso del término realitas, que los romanos, como hemos visto, no conocían– es experimentada por los romanos como der Angang [el concernimiento]. Pero los romanos nunca pensaron en su esencia lo que ellos así experimentaban. Más bien, la realitas romana de la res se representa, a través de la recepción de la filosofía griega tardía, en el sentido del griego on. On, en latín ens, significa aquello que está presente en el sentido del Herstand [lo pro-veniente]. La res se convierte en ens, eso que está presente, en el sentido de lo que se pro-duce y representa. La auténtica realitas de la res, experimentada originariamente por los romanos como aquello que concierne, que permanece, como esencia de la cosa presente, escondida y enterrada. Por el contrario, el término res se emplea más tarde, sobre todo en la Edad Media, para designar todo ens qua ens, es decir, todo ente que de un modo u otro se halla presente, aun cuando no consista más que en la representación como ens rationis. Lo mismo sucede con el término alemán correspondiente, dinc, pues indica cualquier cosa que de alguna manera es. [12]

Llegado a este punto, Heidegger abandona la genealogía que había esbozado rápidamente para volver al ejemplo de la “cosa” con la que había abierto la conferencia: un cántaro. Dando la espalda decididamente a la “cosa” de la tradición ontológica, que también le era familiar, escoge un régimen de pensamiento que él mismo, en la Brief an einen jungen Studenten [Carta a un joven estudiante], anexa al ensayo, define como “desordenado y arbitrario”. El cántaro del que bebo para saciar mi sed no es una cosa en el sentido de la res romana, ni en el sentido del ens, concebido al modo de la Edad Media: ahora está inserto en la “cuaternidad” de la tierra y el cielo, de los divinos y de los mortales, en cuya relación consiste su esencia. Proponemos aquí retomar la genealogía filosófica de la cosa bruscamente interrumpida.

2. Es en la filosofía medieval donde la evolución semántica desde la res hacia el sentido ontológico del ens alcanza su máximo desarrollo. Al final del mundo antiguo, en Agustín, el campo de la res está ya definido en toda su amplitud en oposición a la del lenguaje y de los signos: “Toda doctrina concierne a cosas o a signos, pero las cosas se conocen por signos [sed res per signa discuntur]. He llamado cosas propiamente a las que no sirven para significar algo, como madera, piedra, oveja y otras semejantes” (De doct. christ. I, II, 2). Si es importante señalar que “cosa” –según una deriva semántica que siempre estará presente, aunque raramente tematizada como tal– es aquí todo a lo que el lenguaje da significado, la ambigüedad inherente al término persiste, porque incluso las cosas pueden ser usadas como signos, “como la vara que Moisés introdujo en las aguas amargas para que desapareciera su amargura” y, a la inversa, los signos son también cosas en su aspecto sensible, de lo contrario no podrían existir (“todo signo es también una cosa cierta, porque lo que no es cosa alguna no es nada” [quod enim nulla res est, omnino nihil est]). Y que la esfera semántica del término ya es tan vasta como para identificarse con el ser lo muestra el hecho de que Agustín, en la dificultad de “encontrar un nombre que convenga a tanta excelencia”, llama “cosa” a la misma trinidad: “La cosas de las que debemos disfrutar [res ergo, quibus fruendum est] son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo y la misma trinidad. La única y suprema cosa agradable a todos, si es que se trata de una cosa y no más bien la causa de todas las cosas, si además es de veras causa [si tamen res et non rerum omnium causa, si tamen et causa est]” (I, V, 5).

A partir de este momento, también en relación con este problemático pasaje agustiniano, los obstinados esfuerzos de los teólogos estarán dirigidos a definir el sentido de la res con respecto al vocabulario de la ontología. En el desplazamiento de la res hacia la dimensión del ser, el significado originario de “lo que se trata para cada quien” divergirá así según las divisiones que rigen la ontología occidental: ser y ente, esencia [