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Agamben aborda el libro más leído y traducido de toda la literatura italiana, reformulando desde el principio las interpretaciones esotéricas sobre las aventuras del títere, desde su muerte al renacimiento, de la metamorfosis en burro hasta que es tragado por la ballena. Collodi inventa poéticamente, no aplica doctrinas masónicas transmitidas por iniciados impredecibles, y el libro resultante no es un cuento de hadas, no es una novela, no es atribuible a ningún género literario, al igual que su protagonista, que no es ni un animal ni un niño, ni siquiera es un "quién", sino solo un "cómo". Una maravillosa propuesta gráfica con más de cincuenta ilustraciones de las versiones originales de Mazzanti, Chiostri y Mussino del clásico de Collodi.
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Agamben, Giorgio
Pinocho: las aventuras de un títere dos veces comentadas y tres veces ilustradas / Giorgio Agamben
1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires:
Adriana Hidalgo editora, 2023
Libro digital, EPUB - (Ensayo y teoría_literatura)
Archivo Digital: descarga
Traducción de: Rodrigo Molina-Zavalía
ISBN 978-987-8969-51-0
1. Filosofía occidental. I. Molina-Zavalía, Rodrigo, trad. II. Título.
CDD 809.3923
Ensayo y teoría_literatura
Título original: Pinocchio. Le avventure di un burattino doppiamente commentate e tre volte illustrate
Traducción: Rodrigo Molina-Zavalía
Editor: Fabián Lebenglik
Coordinación editorial: Mariano García y Gabriela Di Giuseppe
Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino
Retrato de autor: Gabriel Altamirano
© 2021 Giulio Einaudi editore s.p.a., Torino
© Adriana Hidalgo editora S.A., 2022
www.adrianahidalgo.es
www.adrianahidalgo.com
ISBN: 978-987-8969-51-0
Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados.
Disponible en papel
Nota de traducción
Se ha consultado la primera versión en castellano publicada en España, Aventuras de Pinocho. Historia de un muñeco de madera (Madrid, Saturnino Calleja Fernández, 1912), que en realidad es una adaptación de la obra a cargo de Rafael Calleja (hijo del editor), así como una traducción más actual: Las aventuras de Pinocho, traducción de Miquel Izquierdo, Penguin Clásicos, 2016.
¡Por Dios, voy como asno cargado de misterios, pero no tengo la intención de seguir haciéndolo durante mucho más tiempo!
Aristófanes, Las ranas
Y quien hoy más ríe, será también quien reirá al final.
Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos
Prólogo celeste (¿o infernal?)
En la edición de Bemporad ilustrada por Carlo Chiostri que tengo ante mis ojos (Florencia, 1911), el sexto capítulo de Las aventuras de Pinocho. Historia de un títere [1] comienza con estas fatídicas palabras: “Era precisamente una horrible noche infernal”. Giorgio Manganelli en su comentario paralelo dice, en cambio, que en “dos de los tres textos que us[a]” lee: “Era precisamente una horrible noche invernal” y llega a la conclusión de que la lectura como “infernal” es una errata “tan simple cuanto difícil de reconocer”. “La lectura original” –añade incautamente– “está llena de informaciones; y nos brinda, entre otras, en qué estación se fecha el nacimiento de Pinocho”.
No sé si existen ediciones críticas del códice del maravilloso títere, pero una rápida revisión de los textos que tengo a la mano parece confirmar la lectura de “infernal”. El ejemplar encuadernado de 1881 del Giornale per i bambini, donde se publicó por primera vez La storia di un burattino [“La historia de un títere”] (año I, número 5, p. 66, fechado el 4 de agosto, el primer episodio salió el 7 de julio, por tanto era pleno verano), sin sombra de duda reza: “Era precisamente una horrible noche infernal” y esta lectura, ciertamente menos obvia, de todas maneras debe preferirse filológicamente a la lectio facilior “invernal”.
Si esta es la lectura original, no sabemos la fecha de nacimiento de Pinocho, pero sí sabemos el sitio en que se halla: el infierno. El mes es, presumiblemente, pero sin certeza, de invierno, porque nieva (“una vez que dejó de nevar”, se lee cuando Pinocho sale de casa con su Abecedario bajo el brazo), pero la temporada es en el infierno. Por otra parte, el agudo comentador, que acaba de sacrificar la filología al deseo de registrar una fecha de nacimiento, de inmediato relaciona “la errata infernal” con las llamas que amenazan al muñeco de madera: dado que proviene de una “selva”, “con las plantas comparte el miedo a un peligro que a cada momento se vuelve repentino y amenazante: el fuego”. Un elemento infernal por excelencia, pero que el glosador –quien también sabe que “lo esencial, lo fatal que ocurre a Pinocho [...] ocurre in tenebris” y que ocho años después publicará un inigualable tratado sobre el infierno– no relaciona, al menos de momento, con el Hades.
Manganelli no podía ignorar que el error tipográfico era, en realidad, “invernal”. Es él mismo quien observa que Pinocho, cuando narra a Geppetto lo sucedido, emplea precisamente casi la misma expresión del supuesto lapso: “‘Ha sido una noche infernal’, comienza de forma precipitada Pinocho con una frase que explica y corrobora la errata anterior (¿o quizá se adapta a la posibilidad de una errata?)”. Incluso si hubiera sido completamente profano en filología, si bien no hay un área en la cual la mente de Manganelli pueda definirse como profana, ciertamente él no podía malinterpretar la evidencia, a saber, que la frase de Pinocho, ‘corroborando’ la errata, solo probaba que esta no era tal.
Por tanto, ha de existir una razón por la cual el libro paralelo se interesa en introducir a toda costa una errata en el texto, en leer “invernal” donde dice “infernal”. Y pronto se descubre, en cuanto se observa con qué cuidado y cautela Manganelli evita cualquier interpretación esotérica de la historia del muñeco. “Invernal” es una fecha en el calendario, “infernal” está cargada de significados simbólicos y de posibles alegorías.
El ejemplo por excelencia de una lectura esotérica se encuentra en Elémire Zolla, según quien el libro de Collodi da testimonio de “una profundidad esotérica casi intolerable”, cuyos orígenes deben buscarse “en la cultura del círculo masónico al cual pertenecía Collodi”. El libro es la historia de una iniciación, el Hada de cabello turquesa es, por supuesto, Isis, “la gran mediadora, representante de todo el mundo animal o más bien de la indistinción entre el animal y el ser humano”. “La sencillez de la lengua toscana en Pinocho” –prosigue el autor– “se debe a que Collodi está transmitiendo una verdad esotérica y no puede sino expresarla así, como se la narraría a un niño. Lo que produce este lenguaje particular es la moderación de quien habla de cosas indecibles, tanto en Collodi como en Apuleyo.” Incluso el nombre Pinocho, como toda la onomástica del libro, posee un significado esotérico:
En latín pinocolus significa trozo de pino. Para un pagano, es el árbol de hoja perenne que desafía la muerte invernal. Lucignolo [2] es un Lucifer mísero, hecho a la medida del puer, es decir, preiniciado, y el Gato y el Zorro son Legbá y Eshu, grandes personajes de la mitología africana que también se encuentran en el vudú. En esa época se leía, y en los Estados Unidos de finales del siglo XIX había abundancia de libros sobre vudú. Algunos masones de allende la mar podrían haber informado a Collodi. La vida de la logia es muy extraña, es secreta y está llena de encuentros.
Todos los episodios, personajes y animales inventados por Collodi son en realidad símbolos antiguos:
El arquetipo de la muerte y del renacimiento siempre y casi en todas partes vuelve a vestirse con la forma simbólica de una ingestión en el vientre de la ballena o en los sufrimientos asininos o en la serpiente verde que aterroriza, pero tiene el secreto del renacimiento. [...] La serpiente verde es la verdadera custodia de la transmutación y el renacimiento. Es un símbolo inmemorial. Aparece en Claudiano, símbolo de la eternidad en la cueva de la Naturaleza, así como de todos los terrores que aguardan a quienes quieren liberarse de límites y grilletes, renacer, precisamente.
Que Las aventuras de Pinocho justamente tratan de esto, queda claro cuando Collodi hace que su muñeco, al tener que disponerse como perro guardián, exclame: “¡Oh, si pudiera renacer una vez más!”.
Por tanto, Las aventuras de Pinocho no pueden escapar a las clásicas pruebas del agua con el naufragio, del fuego junto al pescador, del aire durante el vuelo de la paloma o del Espíritu.
No creo que haya un episodio de Las aventuras de Pinocho que no pueda rastrearse en ese curioso mundo que es la iconografía alquímica.
¿El país de las lechuzas? [3]
Es el que atraviesa para ir hacia la Eterna Sabiduría, nos informa la primera viñeta del Amphitheatrum aeternae sapientiae de Heinrich Khunrath.
¿El campo sobre el cual fabulan el Gato y el Zorro?
¿Ese que Collodi llama “campo bendito” o “campo de los milagros”? Lo encontraréis en Mutus liber, la obra maestra de la literatura alquímica francesa.
El motivo para retomar antiguos arquetipos iniciáticos en particular regresa en la interpretación de la historia del muñeco:
El muñeco de madera y el burro son versiones equivalentes del mismo arquetipo: el cansancio de la victoria sobre la condición puramente natural y mecánica. Una utilizada por Marco Aurelio, la otra, por Apuleyo, con el mismo propósito. Collodi empleó ambas. ¡Victoria agotadora! Collodi muestra cómo para obtenerla hay que renunciar a toda fe en las instituciones humanas, liberarse por entero de la ilusión de la justicia y de la utopía.
El error del esoterismo no radica en los conceptos que sugiere al intérprete, el de iniciación sobre todo (pero no solo este), que es definitivamente pertinente. Sin duda es cierto que el “arquetipo de la muerte y del renacimiento” se reviste también aquí “con la forma simbólica de una ingestión en el vientre de la ballena” o con la metamorfosis de Pinocho en asno. El error consiste más bien en considerar la iniciación como una doctrina secreta, que se revela a algunos –los iniciados– y se oculta a los profanos. El esoterismo es aceptable solo si se comprende que lo esotérico es lo cotidiano y lo cotidiano, lo esotérico. Collodi inventa poéticamente, no aplica doctrinas masónicas que le han sido transmitidas por iniciados imprevisibles. Tanto en los misterios de Eleusis como en los del muñeco no se trata de comunicar un arcano, que luego se prohíbe divulgar a extraños. Es viviendo sus aventuras como muñeco –la venta del Abecedario, la entrada al Gran Teatro, la fuga hacia el País de los juguetes, el encuentro con el Gato y el Zorro, la transformación en asno y el viaje al vientre del Cazón–, como Pinocho, al igual que Lucio en Apuleyo, es iniciado, pero aquello en lo cual se lo inicia es su propia vida. En esta, lo que inicia y en lo cual se es iniciado se confunde y no pueden distinguirse de ninguna manera como quisiera la lectura esotérica. El único contenido de la iniciación es que ahora no hay nada más que comprender, que hemos terminado de tener que comprender, de tener que seguir extrayendo agua con un cántaro desfondado. Pero esto es exactamente lo que los iniciados en Eleusis, después de contemplar objetos dispares –un trompo, un espejo de mano, un miembro viril, una espiga– y canturrear canciones infantiles sin sentido, no podían revelar. Así como Pinocho no puede decirlo al final de su iniciación: “En medio de todas estas maravillas, que se sucedían una tras otra, Pinocho ya ni siquiera sabía si estaba despierto de verdad o si siempre soñaba con los ojos abiertos”.
En nuestra lectura del cuento de hadas narrado por Collodi, por consiguiente no eliminaremos, como parece querer hacer Manganelli con su errata, el tema de la iniciación, sino que eliminaremos cualquier rastro de esoterismo de la errata. Hay, como sabía Benjamin, una “iluminación profana” que nos introduce, más allá de todo esoterismo, en ese “espacio imaginativo” en el cual cuerpo e imaginación se compenetran, y respecto del cual no tiene sentido subrayar “los aspectos enigmáticos de lo enigmático”. Es en este espacio donde se mueve el cuento de hadas de Pinocho, a condición de que se sepa reconocer “lo cotidiano como impenetrable y lo impenetrable como cotidiano”. Si los símbolos y los arquetipos vuelven incesantemente, si no hacen más que asumir nuevas figuras cada vez, no es a causa de la doctrina: es la imaginación que vive en y para ellos, y puede evocarlos a voluntad tanto en un libro sagrado –la Biblia– como en una modesta fábula para niños. Al igual que la iluminación profana, la imaginación no conoce jerarquías e ignora cándidamente cualquier distinción entre lo sagrado y lo profano, que no hace más que mezclar y confundir. Y nosotros también lo haremos, con el permiso de los principios superiores.
Había una vez...
–¡Un rey! dirán de inmediato mis pequeños lectores.
–No, muchachos, estáis equivocados. Había una vez un trozo de madera.
El comentador paralelo con razón considera este “comienzo catastrófico” como una provocación. Si el “había una vez” es “la carretera principal, el cartel indicador, la contraseña del mundo de la fábula”, en este caso “la carretera engaña, el cartel miente, la contraseña está alterada”. El fabulista, en este caso Collodi, con su fraude inicial, ha dado acceso al lugar del cuento de hadas, pero de un cuento de hadas que ya no es tal, “dramáticamente incompatible con la otra tierra regia y antigua de los cuentos de hadas, constatada por el círculo áureo de la corona”. Incluso podría tratarse de un “intento de matar al cuento de hadas”.
En un cuento escrito muchos años antes en Il lampione, el periódico que entonces dirigía, Collodi ya se había burlado del incipit de cuento de hadas, si no para “matar el cuento de hadas”, al menos para contraponerle la historia: “Al relataros un cuento, mis estimadísimos lectores, no comenzaré como comienzan los sirvientes –Había una vez un rey– porque ya una vez no hubo reyes, y si se estaba mejor o peor que ahora no lo sé y, si lo queréis saber, id a buscarlo en la historia”. En cualquier caso, el rey parece ser algo que constitutivamente falta.
El glosador paralelo, que con la figura del Rey en mayúscula tiene una relación especial –como atestiguan las inquietantes páginas del capítulo del mismo nombre de A los dioses ulteriores, se trata de una auténtica identificación–, en este sitio de su libro concentra sus análisis en la peculiar modalidad de la inexistencia del Rey. El Rey ha optado por no existir, porque ha descubierto que “la ‘no existencia’ es su forma típica e inexpugnable de existir”. [4] Si, por el contrario, intentamos continuar con la intuición inicial sobre el estatus literario especial del cuento de hadas del muñeco, podemos sacar algunas conclusiones poco tranquilizadoras. La historia de Pinocho es un cuento de hadas, que comienza negando que lo sea. “Había una vez un trozo de madera” no es el comienzo de un cuento de hadas, más aún cuando, como enseguida se precisa, no se trata de un trozo de madera fina, sino de un “simple leño, de los que en invierno se echan a las estufas y a las chimeneas para encender el fuego y calentar las habitaciones”. La evocación de uno de los interiores más banales desplaza decisivamente la narración desde el terreno del cuento de hadas hacia el de un boceto realista, con el cual se corresponden las dos útiles figuras que en modo alguno son propias del primero: Maese Antonio, conocido como maestro Cereza, y Geppetto, a quien llamaban Polentita. [5] Sin embargo, el cuento de hadas que acaba de negarse irrumpe con violencia tan pronto como el trozo de leña resulta ser la más feérica entre todas las criaturas de ese género que jamás hayan existido.Roman Jakobson y Piotr Bogatyriov, en un ejemplar estudio del folclore como forma autónoma de creación [“Die Folklore als eine besondere Form des Schaffens”], han traducido la oposición fundamental entre el mito y la cultura oral por un lado y la obra literaria y la escritura por el otro, en términos de oposición lingüística entre langue y parole. La obra del folclore, a la cual el cuento de hadas pertenece por derecho propio, es un hecho de langue, que el recitador, por mucho que pueda transformarla cada vez, recibe y transmite de manera impersonal. Para el autor de una obra literaria, esta última representa, en cambio, un hecho de parole, que debe inventarse desde cero en cada nueva ocasión y presupone un autor y no solo un recitador. Consciente de ello o no, Collodi, con insospechada habilidad, ha jugado su carta entre el mito y la literatura, entre el cuento de hadas y el cuento (o novela). Pone en manos del lector una fábula que no es una fábula y una novela que no es una novela, pero resulta más de cuento de hadas que cualquier cuento de hadas. Y es probable que el éxito del libro, que alcanzó los setecientos mil ejemplares en pocos años, se deba precisamente a la audacia con la que cuestiona la predecible oposición entre mito y obra literaria y nos recuerda que estos no son dos sustancias separadas, sino solo dos tensiones en el único campo magnético de la imaginación y de la lengua. El hecho de que luego el protagonista no sea un animal ni un ser humano, sino un muñeco de madera, corresponde precisamente al estatus híbrido de la narración de sus aventuras.
¿Qué es una fábula? La palabra griega para fábula es ainos o, más comúnmente, mythos. Y es con este término, “mito”, que Sócrates se refiere a ella en el Fedón, evocando poco antes de su muerte, junto a la música y la filosofía, precisamente este particular género poético y el nombre de quien fue su inventor por excelencia: Esopo. Sócrates cuenta a Cebes y a los amigos que lo rodean un sueño recurrente, ahora con una forma, ahora con otra, en el cual una voz le ordenaba obstinadamente: “¡Sócrates, haz música!” Al principio a Sócrates le pareció que el sueño, como se hace con los corredores, lo incitaba a hacer eso que ya estaba haciendo, desde el momento en que la filosofía es justamente la música suprema; pero luego, al recapacitar, se convenció de que el sueño requería de él que compusiera un tipo de música más popular y que por ese motivo no debía desatenderlo. “Entonces, en primer lugar, compuse un himno en honor al dios cuya fiesta se estaba celebrando; pero después, al reflexionar que un poeta, si quiere ser poeta, debe componer fábulas [mythous] y no discursos [logous]; y como no era fabulista [mythologikos] por ello pensé que tenía a mano fábulas de Esopo que conocía de memoria y di forma poética a las primeras que se me fueron ocurriendo” (61 b).
No nos es dado saber cuáles fueron esas fábulas. Poco antes, Sócrates masajeándose las piernas entumecidas a causa del veneno, aunque sin definirla, nos cuenta algo sobre la naturaleza de la fábula, observando cómo el dolor que sentía antes se transformaba en su opuesto, en placer.
¡Qué extraño, amigos, parece ser lo que la gente llama placer, y qué maravilloso por su naturaleza es referirse a lo que parece ser su opuesto, el dolor! Ninguno de ellos quiere estar a la vez con el otro en el ser humano, pero cuando alguien persigue a uno de los dos y lo alcanza, de alguna manera siempre se ve obligado a tomar al otro también, como si, a pesar de ser dos, estuvieran ligados a una misma cabeza. Me parece que si Esopo lo hubiera pensado, habría compuesto una fábula: de cómo el dios, al ver que no podía reconciliar a los dos contendientes, les había unido sus dos cabezas [synepsen]; de modo que quien obtiene el uno, también le acompaña el otro de inmediato (60b).
Es posible que Aristóteles recordara este pasaje del Fedón cuando definió la adivinanza [ainigma, un término relacionado con uno de los nombres de la fábula, ainos] como un “unir [synapsai, el mismo verbo usado por Sócrates] cosas imposibles diciendo cosas reales” y cuando, en la Retórica, clasifica la fábula entre los ejemplos y parábolas, es decir, entre los discursos basados en la analogía, que capta similitudes donde no parece que existieran. En cualquier caso, lo que Platón hace decir a Sócrates es que la estructura de la fábula se basa en la inversión de una cosa en su opuesto y en una ambigüedad tan consustancial que nunca es posible tomar una cosa sin su opuesto. En las dos fábulas que Platón inventa, la de las cigarras del Fedro y la del origen de Eros en el Banquete, también se hallan presentes la ambigüedad y la inversión: la alegría del canto de las cigarras se convierte en muerte por inedia y la genealogía de Eros no es sino una serie de contrariedades que no se sabe cómo están unidas: pobre/rico; ignorante/sabio; mortal/inmortal. Asimismo, en las fábulas de Esopo, lo positivo acaba produciendo lo negativo y toda acción produce el efecto opuesto al que se propone: el burro que viste la piel del león para asustar al zorro se delata rebuznando; Tales cae al pozo porque se obstina en contemplar las estrellas; el burro que para imitar a las cigarras quiere alimentarse de rocío, muere de hambre.
No sorprende que la fábula de Pinocho, al igual que la imaginada por Sócrates, se desarrolle de principio a fin a través de una serie de inversiones inesperadas y traspasos incesantes desde un opuesto hacia el otro. No hay buen propósito que no termine en bribonada, ni desventura o infortunio que no se trastrueque en escape y salvación. De tal suerte que, al final, si se recurriera a la fórmula que concluye fábulas de Esopo [o mythos deloi, la fábula desvela], la única moraleja es que nada es como es: ni la madera es madera, ni el amigo, amigo; ni el burro, burro; ni el Hada, hada; ni el Grillo parlante, grillo, sino que todo cambia y se transforma de manera constante.
Cristina Campo, una escritora a la que el comentador paralelo define como “majestuosa”, no menciona a Pinocho en sus extraordinarias digresiones sobre el cuento de hadas. Aun así, cuando sitúa el cuento de hadas en “una provincia meridiana [...] entre la prueba y la liberación”, en la cual el bien y el mal “se intercambian las máscaras”, y cuando define al héroe del cuento de hadas a través de su pertenencia simultánea a dos mundos, en uno de los cuales debe saber interpretar de algún modo al otro con fina agudeza, es difícil no pensar en el maravilloso muñeco de madera. Precisamente la particular situación del personaje (definirlo como “héroe” es mucho decir) entre esos dos mundos proporciona la clave para la comprensión del cuento de hadas y, a la vez, nos permite verificar su relación con la iniciación. Lo que sucede en una iniciación es que un elemento humano y terrestre –la vida de un ser humano– se convierte en el vehículo de una vivencia sobrehumana o divina, en la cual participa de alguna manera. Sin embargo, no se trata en absoluto –es preciso repetirlo una vez más en contra de la interpretación esotérica– de una enseñanza o de una doctrina, sino de algo así como una impresión o una “pasión” en el sentido etimológico. “Los iniciados” –escribe Aristóteles en uno de los fragmentos de su diálogo perdido Sobre la filosofía– “no deben aprender algo [mathein ti], sino padecer [pathein