Profanaciones - Giorgio Agamben - E-Book

Profanaciones E-Book

Giorgio Agamben

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Beschreibung

Lo sagrado y lo profano, el proceso de subjetivación y desubjetivación o la percepción del capitalismo como religión de la modernidad son algunas de las sutiles indagaciones que se reúnen en estos diez ensayos breves. Desde la imagen del Genius latino hasta la del ayudante en Kafka, en Walser y en Collodi, Agamben reflexiona sobre la parodia, el deseo y la noción de autor, sobre el cuerpo convertido en puro medio sin fin, sobre la secreta solidaridad entre felicidad y magia, con un elogio de la profanación a modo de hilo conductor.

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Agamben, Giorgio

Profanaciones / Giorgio Agamben

1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires

Adriana Hidalgo editora, 2022

Libro digital, EPUB - (Ensayo y teoría_filosofía)

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Flavia Costa; Edgardo Castro

ISBN 978-987-8969-30-5

1. Filosofía occidental. 2. Filosofía moderna. I. Costa, Flavia, trad.

II. Castro, Edgardo, trad. III. Título.

CDD 195

Ensayo y teoría_filosofía

Título original: Profanazioni

Traducción: Flavia Costa y Edgardo Castro

Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino

Imagen de tapa: Paula Castro

Retrato de autor: Gabriel Altamirano

© Giorgio Agamben, 2005

© Adriana Hidalgo editora S.A., 2022

www.adrianahidalgo.es

www.adrianahidalgo.com

ISBN: 978-987-8969-30-5

Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados

Disponible en papel

Índice
Portadilla
Legales
Genius
Magia y felicidad
El día del juicio
Los ayudantes
Parodia
Desear
El ser especial
El autor como gesto
Elogio de la profanación
Los seis minutos más bellos
Acerca del libro
Acerca del autor
Otros títulos

Genius

Now my charms are all o’erthrown,

And what strength I have is my own.

Próspero al público

Los latinos llamaban Genius al dios al cual todo hombre es confiado en tutela en el momento de su nacimiento. La etimología es transparente y se la puede observar todavía en nuestra lengua en la cercanía que hay entre genio y generar. Que Genius tiene que ver con el generar es por otra parte evidente en el hecho de que el objeto por excelencia “genial”, para los latinos, era el lecho: genialis lectus, porque en él se realiza el acto de la generación. Y consagrado a Genius era el día del nacimiento, al que por esto mismo denominamos todavía genesíaco. [1] Los regalos y los banquetes con los cuales celebramos el cumpleaños son, a pesar del odioso y ya inevitable cantito anglosajón, un recuerdo de la fiesta y de los sacrificios que las familias romanas ofrecían al Genius en el natalicio de sus integrantes. Horacio habla de vino puro, de un lechón de dos meses, de un cordero “inmolado”, es decir, rociado con la salsa para el sacrificio; pero parece que, en sus orígenes, no había más que incienso, vino y deliciosas figazas de miel, porque Genius, el dios que preside el nacimiento, no gustaba de los sacrificios sangrientos.

“Se llama mi Genius, porque me ha engendrado (Genius meus nominatur, quia me genuit).” Pero eso no basta. Genius no era solamente la personificación de la energía sexual. Ciertamente cada ser humano varón tenía su propio Genius y cada mujer tenía su Juno, ambos manifestaciones de la fecundidad que genera y perpetúa la vida. Pero, como es evidente en el término ingenium, que designa la suma de las cualidades físicas y morales innatas en aquel que comienza a ser, Genius era de alguna manera la divinización de la persona, el principio que rige y expresa toda su existencia. Por esto a Genius era consagrada la frente, no el pubis; y el gesto de llevarnos la mano a la frente, que hacemos casi sin darnos cuenta en los momentos de desconcierto, cuando nos parece casi que nos hemos olvidado de nosotros mismos, recuerda el gesto ritual del culto de Genius (unde venerantes deum tangimus frontem). Y dado que este dios es, en cierto sentido, el más íntimo y propio, es necesario aplacarlo y mantenerlo propicio en todos los aspectos y en todos los momentos de la vida.

Hay una locución latina que expresa maravillosamente la secreta relación que cada uno debe saber entablar con su propio Genius: indulgere Genio. A Genius es preciso condescender y abandonarse, a Genius debemos conceder todo aquello que nos pide, porque su exigencia es nuestra exigencia, su felicidad es nuestra felicidad. Aun si sus –¡nuestras!– exigencias puedan parecer poco razonables y caprichosas, es bueno aceptarlas sin discutir. Si, para escribir, tenemos –¡tiene él! – necesidad de ese papel amarillento, de esa lapicera especial, si necesitamos precisamente aquella luz mortecina que alumbra desde la izquierda, es inútil decirse que cualquier lapicera hace su trabajo, que todas las luces y todos los papeles son buenos. Si no vale la pena vivir sin aquella camisa de lino celeste (¡por favor, no la blanca con el cuellito de empleado!), si nos sentimos sin ánimo para seguir adelante sin esos cigarrillos largos hechos en papel negro, no sirve de nada repetirse que son solamente manías, que es hora de ponerse más juiciosos. Genium suum defraudare, defraudar al propio genio, significa en latín entristecerse la vida, embrollarse a uno mismo. Y genialis, genial, es la vida que aleja la mirada de la muerte y responde sin dudar a la incitación del genio que la ha generado.

Pero este dios intimísimo y personal es también lo que en nosotros es más impersonal, la personalización de lo que, en nosotros, nos supera y excede. “Genius es nuestra vida, en tanto esta no ha sido originada en nosotros, sino que nos ha dado origen.” Si él parece identificarse con nosotros, es sólo para revelarse súbitamente después como más que nosotros mismos. Comprender la concepción del hombre implícita en Genius significa entender que el hombre no es solamente Yo y conciencia individual, sino más bien que desde el nacimiento hasta la muerte convive con un elemento impersonal y preindividual. El hombre es, por lo tanto, un ser único hecho de dos fases; un ser que resulta de la complicada dialéctica entre una parte no (todavía) individuada y vivida, y otra parte ya marcada por la suerte y por la experiencia individual. Pero la parte impersonal y no individuada no es un pasado cronológico que hemos dejado de una vez por todas a nuestras espaldas y que podemos, eventualmente, evocar con la memoria; ella está presente en todo momento, en nosotros y con nosotros, en el bien y en el mal, inseparable. El rostro de jovencito que tiene Genius, sus largas, trépidas alas significan que no conoce el tiempo, que lo sentimos estremecerse muy cerca de nosotros como cuando éramos niños, respirar y batir las sienes afiebradas, [2] como en un presente inmemorial. Por eso el cumpleaños no puede ser la conmemoración de un día que ya pasó sino que, como toda fiesta verdadera, es abolición del tiempo, epifanía y presencia de Genius. Es esta presencia imposible de alejar lo que nos impide cerrarnos en una identidad sustancial; es Genius el que destruye la pretensión del Yo de bastarse a sí mismo.

La espiritualidad, ha sido dicho ya, es sobre todo esta conciencia del hecho de que el ser individuado no lo está enteramente, sino que contiene todavía una cierta carga de realidad no individuada que es preciso no solamente conservar sino incluso respetar y, de alguna manera, honrar, como se honran las propias deudas. Pero Genius no es sólo espiritualidad, no tiene que ver sólo con las cosas que estamos acostumbrados a considerar las más nobles y altas. Todo lo impersonal en nosotros es genial: sobre todo la fuerza que empuja la sangre en nuestras venas o que nos hace hundirnos en el sueño, la ignota potencia que en nuestro cuerpo regula y distribuye sutilmente el calor y relaja o contrae las fibras de nuestros músculos. Es Genius lo que oscuramente presentimos en la intimidad de nuestra vida fisiológica, allí donde habita lo más propio y lo más extraño e impersonal, lo más vecino y lo más remoto e inmanejable. Si no nos abandonáramos a Genius, si fuésemos solamente Yo y conciencia, no podríamos siquiera orinar. Vivir con Genius significa, en este sentido, vivir en la intimidad de un ser extraño, mantenerse constantemente en relación con una zona de no-conocimiento. Pero esta zona de no-conocimiento no es una remoción, no mueve o traslada una experiencia de la conciencia al inconsciente, donde sedimenta como un pasado inquietante, listo para aflorar bajo la forma de síntomas o neurosis. La intimidad con una zona de no-conocimiento es una práctica mística cotidiana, en la cual el Yo, en una suerte de especial, alegre esoterismo, asiste sonriendo a su propia ruina y, ya se trate de la digestión del alimento o la iluminación de la mente, testimonia incrédulo su propia e incesante disolución. Genius es nuestra vida en tanto que no nos pertenece.

Debemos entonces observar al sujeto como un campo de tensiones, cuyos polos antitéticos son Genius y Yo. El campo es recorrido por dos fuerzas conjugadas pero opuestas, una que va de lo individual a lo impersonal y otra que va de lo impersonal a lo individual. Las dos fuerzas conviven, intersecan, se separan pero no pueden emanciparse completamente una de la otra ni identificarse perfectamente. ¿Cuál es, entonces, para el Yo, el mejor modo de dar testimonio sobre Genius? Supongamos que el Yo quiera escribir. Escribir, no esta o aquella obra, sólo escribir, nada más. Este deseo significa: Yo siento que en alguna parte Genius existe, que hay en mí una potencia impersonal que me impulsa a la escritura. Pero de la última cosa que Genius tiene necesidad es de una obra; él, que jamás ha tenido en sus manos una lapicera (y mucho menos una computadora). Se escribe para devenir impersonal, para devenir geniales, y sin embargo, escribiendo, nos individuamos como autores de esta o aquella obra, nos alejamos de Genius, que no puede jamás asumir la forma de un Yo, y tanto menos de un autor. Todo intento del Yo –del elemento personal– de aproximarse a Genius, de constreñirlo a firmar en su nombre, está necesariamente destinado a fallar. De aquí la pertinencia y el éxito de operaciones irónicas como las de las vanguardias, en las cuales la presencia de Genius era atestiguada mediante la de-creación, la destrucción de la obra. Pero si sólo una obra revocada y deshecha puede ser digna de Genius, si el artista verdaderamente genial es el artista sin obra, el Yo-Duchamp no podrá nunca coincidir con Genius y, en la admiración general, se va de viaje por el mundo como la melancólica prueba de la propia inexistencia, como el tristemente célebre portador de su propia inoperancia.

Por ello, el encuentro con Genius es terrible. Si la vida que se lleva en la tensión entre lo personal y lo impersonal, entre Yo y Genius, es poética, el sentimiento que provoca la idea de que Genius nos exceda y supere por todas partes, que nos suceda algo infinitamente más grande que cuanto nos parece que podríamos soportar, es el pánico. Por eso la mayor parte de los hombres huye aterrorizada cuando se encuentra ante su propia parte impersonal, o trata hipócritamente de reducirla a su propia, minúscula estatura. Puede suceder, entonces, que lo impersonal rechazado reaparezca en forma de síntomas y tics todavía más impersonales, de muecas todavía más excesivas. Pero tanto más risible y fatuo es aquel que vive el encuentro con Genius como un privilegio, el Poeta que se pone en pose y se da aires o, peor, agradece con fingida humildad por la gracia recibida. Delante de Genius, no existen los grandes hombres, son todos igualmente pequeños. Pero algunos son lo suficientemente inconscientes como para dejarse agitar y atravesar por él hasta el punto en el cual caen en pedazos. Otros, más serios pero menos felices, se niegan a encarnar lo impersonal, a prestarle sus labios a una voz que no les pertenece.

Hay una ética de la relación con Genius que define el rango de todo ser. El rango más bajo compete a aquellos –y son muchas veces autores celebérrimos– que consideran a su propio genio como su hechicero personal (“¡todo me sale tan bien!”, “si tú, mi genio, no me abandonas...”). ¡Cuanto más amable y sobrio es el gesto del poeta que en cambio minimiza a este sórdido cómplice, porque sabe que “la ausencia de Dios nos ayuda”!

Según Simondon, la emoción es aquello a través de lo cual entramos en relación con lo preindividual. Emocionarse significa sentir lo impersonal que está en nosotros, hacer experiencia de Genius como angustia o regocijo, seguridad o tremor.

En el umbral de la zona de no-conocimiento, el Yo debe deponer sus propiedades, debe conmoverse. Y la pasión es la cuerda tendida entre nosotros y Genius, sobre la cual camina la funámbula vida. Antes incluso que el mundo allí fuera de nosotros, lo que nos maravilla y nos deja estupefactos es la presencia en nosotros de esta parte para siempre inmadura, infinitamente adolescente, que vacila en el umbral de toda individuación. Y es este elusivo jovencito, este puer obstinado que nos empuja hacia los otros, en quienes buscamos solamente la emoción que en nosotros permanece incomprensible, esperando que por milagro en el espejo del otro se aclare y elucide. Si mirar el placer, la pasión del otro es la emoción suprema, la primera política, es porque buscamos en el otro esa relación con Genius que no logramos realizar, nuestra secreta delicia y nuestra altiva agonía.

Con el tiempo, Genius se desdobla y comienza a asumir una coloración ética. Las fuentes, quizá por influencia del tema griego de los demonios que habitan en cada hombre, hablan de un genio bueno y de un genio maligno, de un Genius blanco (albus) y de uno negro (ater). El primero nos empuja y aconseja acerca del bien y hacia el bien; el segundo nos corrompe y nos inclina al mal. Horacio, probablemente con razón, sugiere que se trata en realidad de un solo Genius, que es sin embargo mutable, por momentos cándido, por momentos tenebroso; por momentos sabio, por momentos depravado. Esto significa, si se lo mira bien, que lo que muta no es Genius, sino nuestra relación con él, que de ser luminosa y clara se hace opaca y oscura. Nuestro principio vital, el compañero que orienta y vuelve amable nuestra existencia, se transforma de golpe en un clandestino silencioso, que nos sigue a cada paso como una sombra y secretamente conspira en contra de nosotros. El arte romano representa así, uno al lado del otro, a los dos Genios: uno que sostiene en su mano una antorcha encendida, y otro, mensajero de la muerte, que derriba la antorcha.

En esta tardía moralización, la paradoja de Genius emerge a plena luz: si Genius es nuestra vida en cuanto no nos pertenece, entonces nosotros debemos responder de cosas de las cuales no somos responsables; nuestra salvación y nuestra ruina tienen un rostro pueril que es y no es nuestro propio rostro.