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Cuatro ensayos que abordan el presente crítico en que nos sumió la pandemia, una reflexión profunda sobre la naturaleza de puertas y umbrales. El rostro es lo más humano, el ser humano tiene un rostro y no simplemente un morro o una cara, porque habita en lo abierto, porque en su rostro se expone y se comunica. Por esta razón el rostro es el sitio de la política. Nuestro tiempo impolítico no quiere ver su propio rostro, lo mantiene a distancia, lo enmascara y lo cubre. Ya no debe haber rostros, sólo números y cifras. Incluso el tirano no tiene rostro ¿Qué casa se está quemando? ¿El país donde vives o Europa o el mundo entero? Tal vez las casas, las ciudades ya se han quemado, no sabemos por cuánto tiempo, en una sola hoguera inmensa, que fingimos no ver.
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Agamben, Giorgio
Cuando la casa se quema / Giorgio Agamben
1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Adriana Hidalgo editora, 2023
Libro digital, EPUB - (Ensayo y teoría_filosofía)
Archivo Digital: descarga
Traducción de: María Teresa D’Meza Pérez; Rodrigo Molina-Zavalía
ISBN 978-987-8969-46-6
1. Filosofía occidental. 2. Pandemias. 3. Lenguaje. I. D’Meza Pérez, María Teresa, trad. II. Molina-Zavalía, Rodrigo, trad. III. Título
CDD 190
Ensayo y teoría_filosofía
Título original: Quando la casa brucia
Traducción: María Teresa D’Meza Pérez y Rodrigo Molina-Zavalía
Editor: Fabián Lebenglik
Coordinación editorial: Gabriela Di Giuseppe y Mariano García
Diseño e identidad de colecciones: Vanina Scolavino
Imagen de tapa: Paula Castro
Retrato de autor: Gabriel Altamirano
© Giometti & Antonello - Macerata - Italia.
© Adriana Hidalgo editora S.A., 2023
www.adrianahidalgo.es
www.adrianahidalgo.com
ISBN: 978-987-8969-46-6
Prohibida la reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial. Todos los derechos reservados
Disponible en papel
Cuando la casa se quema
“Nada de lo que hago tiene sentido, si la casa se quema.” Sin embargo, precisamente mientras la casa se quema es necesario seguir adelante como siempre, hacer todo con cuidado y precisión, acaso con mayor aplicación, incluso si nadie debiera darse cuenta de ello. Puede ocurrir que la vida desaparezca de la Tierra, que no quede memoria alguna de lo que se ha hecho, para bien o para mal. No obstante, tú continúa como antes, es tarde para cambiar, ya no hay tiempo.
“Lo que sucede a tu alrededor / ya no es asunto tuyo.” Como la geografía de un país que debes abandonar para siempre. Y aun así, ¿de qué modo te concierne todavía? Precisamente ahora que ya no es asunto tuyo, cuando parece que todo se ha acabado, cada cosa y cada sitio se presentan en su apariencia más genuina, de algún modo te tocan más de cerca, tal como son: esplendor y miseria.
La filosofía, lengua muerta. “La lengua de los poetas siempre ha sido una lengua muerta [...] resulta curioso: la lengua muerta se usa para dar mayor vivacidad al pensamiento.” Acaso no una lengua muerta, sino un dialecto. El hecho de que la filosofía y la poesía hablen en una lengua que es algo menos que la lengua da la medida de su rango, de la especial vitalidad de ambas. Sopesar, juzgar el mundo midiéndolo con un dialecto, con una lengua muerta y, sin embargo, primigenia, donde no puede cambiarse siquiera una coma. Sigue tú hablando este dialecto, ahora que la casa se quema.
¿Qué casa se está quemando? ¿El país donde vives, Europa o el mundo entero? Tal vez las casas, las ciudades, ya se han quemado, sin que sepamos desde hace cuánto tiempo, en una única, inmensa hoguera, que hemos fingido no ver. De algunas solo quedan trozos de muros, una pared con frescos, restos del techo, nombres, muchísimos nombres, ya engullidos por el fuego. Con todo, los cubrimos tan cuidadosamente con enlucido blanco y palabras mendaces que parecen intactos. Vivimos en casas, en ciudades quemadas por completo como si todavía estuvieran en pie, la gente finge que habita en ellas y sale a la calle enmascarada entre las ruinas cual si aún fuesen los barrios conocidos de otros tiempos.
Y ahora la llama ha cambiado de forma y de naturaleza, se ha hecho digital, invisible y fría, pero justamente por eso es aún más cercana, está encima de nosotros y nos rodea a cada instante.
Que una civilización –una barbarie– se hunda para no volver a levantarse es algo que ya ha sucedido antes y los historiadores están acostumbrados a marcar y fechar cesuras y naufragios. Pero ¿cómo dar testimonio de un mundo que va a la ruina con una venda en los ojos y el rostro cubierto, de una república que se derrumba sin lucidez ni orgullo, abyecta y temerosa? La ceguera es mucho más desesperada, puesto que los náufragos pretenden gobernar su propio naufragio, juran que todo se puede mantener técnicamente bajo control, que no hacen falta un nuevo dios ni un nuevo cielo: solo prohibiciones, expertos y médicos. Pánico y embustes.
¿Qué sería un Dios al cual no se le dirigiesen plegarias ni sacrificios? ¿Y qué sería una ley que no conociese mando ni ejecución? ¿Y qué sería una palabra que no significa ni manda, pero que se mantiene de veras en el principio, más aún, antes que él?
Una cultura que se siente próxima a su fin, ya inerte, intenta gobernar su ruina como puede a través de un estado de excepción permanente. La movilización total, en la que Jünger veía el carácter esencial de nuestro tiempo, ha de verse desde esta perspectiva. Los seres humanos deben ser movilizados, deben sentirse en todo momento en una situación de emergencia, regulada en los más mínimos detalles por quien tiene el poder de decretarla. Pero mientras que en el pasado la movilización tenía el objetivo de acercar a los seres humanos, ahora apunta a aislarlos y a distanciarlos entre sí.
¿Desde cuándo la casa comenzó a quemarse? ¿Cuánto tiempo lleva quemándose? Sin duda, hace un siglo, entre 1914 y 1918, algo ocurrió en Europa que arrojó a las llamas y a la locura todo lo que aún parecía conservarse íntegro y vivo; luego otra vez, treinta años más tarde, la hoguera volvió a expandirse por todas partes y desde entonces no ha dejado de arder, sin tregua, subterránea, apenas visible bajo las cenizas. Tal vez el incendio había comenzado mucho antes, cuando el ciego impulso de la humanidad hacia la salvación y el progreso se unió a la potencia del fuego y de las máquinas. Todo esto se sabe y de nada sirve repetirlo. Más bien es preciso preguntarse cómo pudimos seguir viviendo y pensando mientras todo se quemaba, qué quedaba de algún modo íntegro en el centro de la hoguera o en sus márgenes. Cómo logramos respirar entre las llamas, qué perdimos, a qué restos del naufragio –o a qué impostura– nos aferramos.
Y ahora que ya no hay llamas, sino tan solo números, cifras y mentiras, estamos ciertamente más débiles y solos, pero sin concesiones posibles, lúcidos como nunca antes.
Si únicamente en la casa en llamas se vuelve visible el problema arquitectónico fundamental, entonces ahora puedes ver lo que estaba en juego en la experiencia de Occidente, qué es lo que esta buscaba comprender a toda costa y por qué solo podía fracasar.
Es como si el poder buscase asir a toda costa la vida desnuda que ha producido y, sin embargo, por más que se esfuerce en apropiarse de ella y controlarla mediante cualquier dispositivo posible, ya no solo policial, sino asimismo médico y tecnológico, esta no podrá sino huir de él, ya que es por definición inasible. Gobernar la vida desnuda es la locura de nuestro tiempo. Los seres humanos reducidos a su pura existencia biológica ya no son humanos: el gobierno de las personas y el gobierno de las cosas coinciden.
La otra casa, aquella que jamás podré habitar, pero que es mi verdadera casa, la otra vida, aquella que no he vivido mientras creía hacerlo, la otra lengua, que deletreaba sílaba por sílaba sin nunca llegar a hablarla, tan mías que nunca podré tenerlas...
Cuando el pensamiento y el lenguaje se separan, se cree poder hablar olvidando que se habla. Poesía y filosofía, mientras dicen algo, no olvidan lo que están diciendo, recuerdan el lenguaje. Si el lenguaje se recuerda, si no se olvida que podemos hablar, entonces somos más libres, no estamos obligados a las cosas y a las reglas. El lenguaje no es un instrumento, es nuestro rostro, lo abierto donde estamos.
El rostro es lo más humano, el ser humano tiene un rostro y no simplemente un morro o una cara, porque habita en lo abierto, porque en su rostro se expone y se comunica. Por esta razón el rostro es el sitio de la política. Nuestro tiempo impolítico no quiere ver su propio rostro, lo mantiene a distancia, lo enmascara y lo cubre. Ya no debe haber rostros, solo números y cifras. Incluso el tirano no tiene rostro.
Sentirse vivir: ser afectados por la propia sensibilidad, delicadamente entregados al propio gesto sin poder asumirlo ni evitarlo. Sentirme vivir me vuelve posible la vida, incluso si estuviera encerrado en una jaula. Y nada es tan real como esta posibilidad.
En los años por venir solo habrá monjes y delincuentes. Y, sin embargo, simplemente no podemos quedarnos al margen, creer que podemos salir de entre los escombros del mundo que se ha derrumbado a nuestro alrededor. Porque el derrumbe nos concierne y nos interpela, también cada uno de nosotros no es más que uno de esos escombros. Deberemos aprender a usarlos con cautela, del modo más correcto, sin hacernos notar.
Envejecer: “crecer solo en las raíces, ya no en las ramas”. Ahondar en las raíces, ya sin flores ni hojas. O, más bien, como una mariposa ebria, revolotear sobre aquello que se ha vivido. Existen aún ramas y flores en el pasado. Y de ellas aún puede hacerse miel.
El rostro está en Dios, pero los huesos son ateos. Fuera, todo nos empuja hacia Dios; dentro, el obstinado y socarrón ateísmo del esqueleto.
Que el alma y el cuerpo están indisolublemente unidos: eso es espiritual. El espíritu no es un tercero entre el alma y el cuerpo, es solo la inerme y maravillosa coincidencia entre ellos. La vida biológica es una abstracción, y es esta abstracción la que se pretende gobernar y curar.
No puede haber salvación individual: hay salvación porque existen otros. Y ello no por razones morales, dado que yo debería obrar por el bien de ellos. Sólo porque no estoy solo hay salvación: puedo salvarme únicamente como uno entre muchos, como otro entre los otros. Solo –esta es la especial verdad de la soledad–, no necesito de la salvación, antes bien, soy, precisamente, insalvable. La salvación es la dimensión que se abre porque no estoy solo, porque existen la pluralidad y la multitud. Dios, al encarnarse, ha dejado de ser único, y se ha convertido en un hombre más entre tantos. Por esto el cristianismo debió ligarse a la historia y seguir hasta el fondo su suerte; y cuando la historia, como parece ocurrir hoy, se extingue y decae, también el cristianismo se acerca a su ocaso. Su insanable contradicción es que este buscaba, en la historia y a través de la historia, una salvación más allá de la historia y cuando esta termina, ya no hay suelo bajo sus pies. La Iglesia en realidad era solidaria no con la salvación, sino con la historia de la salvación y puesto que buscaba la salvación a través de la historia, no podía más que terminar en la salud. Y cuando el momento llegó, no dudó en sacrificar la salvación por la salud.
Es preciso arrancar la salvación de su contexto histórico, hallar una pluralidad no histórica, una pluralidad como una vía para salir de la historia.
Salir de un sitio o de una situación sin entrar en otros territorios, dejar una identidad y un nombre sin asumir otros.
Hacia el presente solo puede retrocederse, mientras que hacia el pasado se avanza recto. Lo que llamamos pasado no es sino nuestra larga regresión hacia el presente. El primer recurso del poder es separarnos de nuestro pasado.