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Los griegos no tenían un único término para expresar lo que nosotros entendemos con la palabra vida. Se servían de dos términos: 'zoé', que expresaba el simple hecho de vivir común a todos los seres vivientes (animales, hombres o dioses) y 'bíos', que indicaba la forma o manera de vivir propia de un individuo o de un grupo. Según Foucault explica en 'La voluntad de saber', en los umbrales de la época moderna la vida natural comienza a ser incluida en los mecanismos y en los cálculos del poder estatal y la política se transforma en biopolítica. El «umbral de modernidad biológica» de una sociedad se sitúa en el punto en que la especie y el individuo en tanto simple cuerpo viviente se vuelven la apuesta de sus estrategias políticas. El desarrollo y el triunfo del capitalismo en particular no habría sido posible sin el control disciplinario ejercido por el nuevo bio-poder que, por así decir, creó los «cuerpos dóciles» que necesitaba a través de una serie de tecnologías apropiadas. El protagonista de este libro es la vida desnuda, es decir, la vida del homo sacer, que se puede matar y es insacrificable, y cuya función esencial en la política moderna hemos intentado reivindicar. Una oscura figura del derecho romano arcaico, donde la vida humana se incluye en el ordenamiento únicamente en la forma de su exclusión, nos ha ofrecido la clave para develar los misterios, no sólo de los textos sagrados de la soberanía sino, más en general, de los propios códigos del poder político. Pero, a su vez, esta acepción del término sacer -quizás la más antigua- nos presenta el enigma de una figura de lo sagrado, más acá o más allá de lo religioso, que constituye el primer paradigma del espacio político de Occidente. El proyecto filosófico 'Homo sacer', que Giorgio Agamben construyó a lo largo de veinte años de reflexión y escritura, es uno de los más influyentes, citados y discutidos de las últimas décadas en todo el mundo. Se compone de nueve libros en los que el pensador italiano investiga y analiza el origen, la construcción, el alcance y los usos que constituyen la maquinaria política del poder en Occidente.
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Agamben, Giorgio
El poder soberano y la vida desnuda: homo sacer I / Giorgio Agamben
1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires
Adriana Hidalgo Editora, 2024
Libro digital, EPUB - (Filosofía e historia)
Archivo Digital: descarga
Traducción de: Mercedes Ruvituso
ISBN 978-987-8969-96-1
1. Filosofía Contemporánea. I. Ruvituso, Mercedes, trad. II. Título.
CDD 195
filosofía e historia
Título original: Homo sacer. Il potere sovrano e la nuda vita
Traducción: Mercedes Ruvituso
Traducción de textos en latín y transliteración de términos del griego: Antonio Tursi
Editor: Fabián Lebenglik
Diseño: Gabriela Di Giuseppe
© 1995 e 2005 Giulio Einaudi editore s.p.a., Torino
© Adriana Hidalgo editora S.A., 2017, 2018
www.adrianahidalgo.es
www.adrianahidalgo.com
ISBN Argentina: 978-987-8969-96-1
La traducción de esta obra ha sido financiada por el SEPS
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Via Val d’Aposa 7 - 40123 Bologna - Italia
[email protected] - www.seps.it
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Disponible en papel
La presente traducción del italiano incluye entre corchetes en el cuerpo del texto la traducción castellana de los términos, frases y títulos que en la versión italiana aparecen en otros idiomas, sólo cuando el contexto no permite deducir su sentido. En el caso de los pasajes de textos no italianos citados por el autor en su lengua original, se ha traducido directamente de esta última. En cambio, aquellos pasajes de los que el autor da su propia versión en italiano, han sido traducidos a partir de esta, teniendo la versión original a la vista.
Respecto de los nombres propios, se han adaptado al uso en lengua española los nombres de los autores clásicos, generalmente antiguos y medievales, que en las ediciones citadas por el autor están en otras lenguas. El mismo criterio se ha utilizado en la “Bibliografía” final. En ella, las traducciones castellanas de los libros citados por el autor sólo se señalan de manera orientativa.
En el caso de los términos técnicos y de los neologismos utilizados por el autor cuya traducción presenta una dificultad en particular [como por ejemplo, uccidibile, insacrificabile, bando, etc.], seguido de su traducción castellana, indicamos entre corchetes el término italiano.
Das Recht hat kein Dasein für sich, sein Wesen
vielmehr ist das Leben der Menschen selbst,
von einer besonderen Seite angesehen.
[El derecho no tiene una existencia por sí,
sino que más bien se da en la vida del hombre,
considerada en un cierto aspecto.]
Savigny
Ita in iure civitatis, civiumque officiis investigandis
opus est, non quidem ut dissolvatur civitas,
sed tamen ut tanquam dissoluta consideretur, id
est, ut qualis sit natura humana, quibus rebus ad
civitatem compaginandam apta vel inepta sit, et
quomodo homines inter se componi debeant, qui
coalescere volunt, recte intelligatur.
[Así es necesario, en la investigación sobre el derecho de la ciudad y sobre los deberes de los ciudadanos, no que se separe la ciudad,
sino que se la considere como separada, esto es, que se entienda rectamente cuál es la naturaleza humana, en qué cosas es apta
o inepta para ordenar la ciudad y cómo los hombres
que quieran unirse deben acordar entre sí.]
Hobbes
Los griegos no tenían un único término para expresar lo que nosotros entendemos con la palabra vida. Se servían de dos términos, semántica y morfológicamente distintos, pero reconducibles a una etimología común: zoé, que expresaba el simple hecho de vivir común a todos los seres vivientes (animales, hombres o dioses) y bíos, que indicaba la forma o manera de vivir propia de un individuo o de un grupo. Cuando Platón, en el Filebo, menciona tres géneros de vida y Aristóteles, en la Ética a Nicómaco, distingue la vida contemplativa del filósofo [bíos theoretikós] de la vida de placer [bíos apolaustikós] y de la vida política [bíos politikós], ninguno de ellos podría haber usado el término zoé [que, en griego, significativamente, no tiene plural], por el simple hecho de que para ellos de ningún modo estaba en cuestión la simple vida natural, sino una vida calificada, un modo de vida particular. Ciertamente, en relación a Dios, Aristóteles puede hablar de una zoé, arístekaì aidíos, de una vida más noble y eterna (Met. 1072b, 28), pero sólo en tanto trata de subrayar el hecho no banal de que también Dios es un viviente (así como en el mismo contexto se sirve del término zoé para definir, tampoco de modo trivial, el acto del pensamiento); pero hablar de una zoè politiké de los ciudadanos de Atenas no habría tenido sentido. No es que el mundo clásico no estuviera familiarizado con la idea de que la vida natural, la simple zoé como tal, podría ser un bien en sí misma. En un pasaje de la Política (1278b, 23-31), luego de recordar que el fin de la ciudad es vivir según el bien, Aristóteles expresa este pensamiento con una lucidez insuperable:
Esto [vivir según el bien] es el principal fin, tanto para todos los hombres en común, como para cada uno por separado. Sin embargo, ellos se unen y mantienen la comunidad política también en vistas al simple vivir, porque probablemente hay algo bueno en el solo hecho de vivir [katà tò zên autò mónon]; si no hay un exceso de dificultad en cuanto al modo de vivir [katà tòn bíon] es evidente que la mayor parte de los hombres soporta muchos padecimientos y se aferra a la vida [zoé] como si en ella hubiese una especie de serenidad [eumería,bello día] y una dulzura natural.
En el mundo clásico, sin embargo, la simple vida natural es excluida de la pólis [ciudad-Estado] en sentido propio y queda firmemente recluida en el ámbito del oîkos, como mera vida reproductiva (Pol. 1252a, 26-35). Al inicio de su Política, Aristóteles es muy cuidadoso en distinguir del político, al oikonómos [el jefe de una empresa] y al despotés [el cabeza de familia] que se ocupan de la reproducción de la vida y de su subsistencia, y se burla de los que imaginan que la diferencia entre ellos es de cantidad y no de especie. Y cuando, en un pasaje que se volvería canónico en la tradición política de Occidente (1252b, 30), define el fin de la comunidad perfecta, lo hace precisamente oponiendo el simple hecho de vivir [tò zên] a la vida políticamente calificada [tò eû zên]: ginoméne mèn oûn toû zên héneken, oûsa dè toû eû zên, “nacida con vistas al vivir, pero existente esencialmente con vistas al vivir bien” (en la traducción latina de Guillermo de Moerbeke que tenían a la vista tanto Tomás como Marsilio de Padua: facta quidem igitur vivendi gratia, existens autem gratia bene vivendi).
Es cierto que un celebérrimo pasaje de la misma obra define al hombre como politikòn zôon [animal político](1253a, 4), pero aquí (al margen del hecho de que en la prosa ática el verbo biônai [vivir] prácticamente no se usa en presente) político no es una atribución del viviente como tal, sino una diferencia específica que determina el género zôon (poco después, por otro lado, la política humana se distingue de la de los otros vivientes porque está fundada, a través de un suplemento de politicidad ligado al lenguaje, sobre una comunidad de bien y de mal, de justo y de injusto, y no simplemente de placentero y doloroso).
Al final de La voluntad de saber, Foucault se refiere precisamente a esta definición cuando resume el proceso a través del cual, en los umbrales de la época moderna, la vida natural comienza en cambio a ser incluida en los mecanismos y en los cálculos del poder estatal y la política se transforma en biopolítica: “Durante milenios, el hombre siguió siendo lo que era para Aristóteles: un animal viviente y, además, capaz de existencia política; el hombre moderno es un animal en cuya política está en cuestión su vida de ser viviente” (Foucault 1, p. 127).
Según Foucault, el “umbral de modernidad biológica” de una sociedad se sitúa en el punto en que la especie y el individuo en tanto simple cuerpo viviente se vuelven la apuesta de sus estrategias políticas. A partir de 1977, los cursos en el Collège de France comienzan a focalizarse en el pasaje del “Estado territorial” al “Estado de población” y en el consecuente aumento vertiginoso de la importancia de la vida biológica y de la salud de la nación como problema del poder soberano, que ahora se transforma progresivamente en “gobierno de los hombres” (Foucault 2, p. 719). “De ello resulta una especie de animalización del hombre llevada a cabo a través de las técnicas políticas más sofisticadas. En la historia aparecen entonces tanto la expansión de las posibilidades de las ciencias humanas y sociales, como la simultánea posibilidad de proteger la vida y de autorizar su holocausto”. Desde esta perspectiva, el desarrollo y el triunfo del capitalismo en particular no habría sido posible sin el control disciplinario ejercido por el nuevo bio-poder que, por así decir, creó los “cuerpos dóciles” que necesitaba a través de una serie de tecnologías apropiadas.
Por otra parte, a finales de la década de 1950 (es decir, casi veinte años antes de La Volonté de savoir), en The Human Condition [La condición humana], Hannah Arendt ya había analizado el proceso que lleva al homo laborans y, con él, a la vida biológica como tal, a ocupar progresivamente el centro de la escena política moderna. Arendt atribuía la transformación y la decadencia del espacio público en las sociedades modernas, precisamente a este primado de la vida natural sobre la acción política. El hecho de que la investigación de Arendt prácticamente no haya tenido continuidad y de que Foucault haya podido empezar sus estudios sobre la biopolítica sin ninguna referencia a ella, testimonia las dificultades y las resistencias que el pensamiento debía enfrentar en este ámbito. Es probable que estas dificultades expliquen tanto el curioso hecho de que, en The Human Condition, la autora no establece ninguna conexión con los penetrantes análisis que antes le había dedicado al poder totalitario (en los cuales falta cualquier perspectiva biopolítica), como la circunstancia, no menos singular, de que Foucault nunca trasladó su investigación a los lugares por excelencia de la biopolítica moderna: el campo de concentración y la estructura de los grandes Estados totalitarios del siglo XX.
La muerte le impidió a Foucault desarrollar todas las implicaciones del concepto de bio-política y mostrar en qué sentido habría podido seguir profundizando su investigación; pero, en todo caso, el ingreso de la zoé en la esfera de la pólis, la politización de la vida desnuda como tal, constituye el acontecimiento decisivo de la Modernidad, que marca una transformación radical de las categorías político-filosóficas del pensamiento clásico. Es probable, además, que el eclipse duradero que hoy parece atravesar la política se deba precisamente a que ella no se ha medido con este acontecimiento fundante de la Modernidad. Los “enigmas” (Furet, p. 7) que nuestro siglo le propuso a la razón histórica y que siguen siendo actuales (el nazismo es sólo el más inquietante de ellos) sólo podrán resolverse sobre el terreno –la biopolítica– sobre el cual se forjaron. De hecho, sólo en un horizonte biopolítico podrá decidirse si es necesario abandonar definitivamente las oposiciones categoriales que fundaron la política moderna (derecha/izquierda; privado/público; absolutismo/democracia, etc.) y que se han ido esfumando hasta entrar hoy en una verdadera zona de indiscernibilidad, o si quizá en este horizonte es posible que reencuentren el significado que habían perdido. Y sólo una reflexión que, retomando la sugerencia de Foucault y de Benjamin, interrogue temáticamente la relación entre la vida desnuda y la política que gobierna de modo oculto las ideologías de la Modernidad en apariencia más alejadas entre sí, podrá hacer salir lo político de su ocultamiento y, a la vez, restituir el pensamiento a su vocación práctica.
Una de las orientaciones más constantes del trabajo de Foucault es el decidido abandono de la perspectiva tradicional al problema del poder, basada sobre modelos jurídico-institucionales (la definición de la soberanía, la teoría del Estado), en dirección a un análisis desprejuiciado de los modos en que el poder penetra el propio cuerpo de los sujetos y sus formas de vida. En los últimos años, como muestra un seminario de 1982 en la Universidad de Vermont, este análisis parece orientarse en dos diversas trayectorias de investigación: por un lado, el estudio de las técnicas políticas (como la ciencia de la policía) con las que el Estado asume e incorpora el cuidado de la vida natural de los individuos, por otro lado, el estudio de las tecnologías de sí, a través de las cuales se realiza el proceso de subjetivación que lleva al individuo a vincularse a la propia identidad y a la propia conciencia y, a su vez, a un poder de control externo. Es evidente que estas dos líneas (que además continúan dos tendencias presentes desde el inicio en su trabajo) se cruzan en muchos puntos y reenvían a un centro común. En uno de los últimos escritos, Foucault afirma que el Estado occidental moderno incorporó en una medida sin precedentes las técnicas de individualización subjetivas y los procedimientos de totalización objetivos y habla de un verdadero “doble vínculo político, constituido por la individualización y por la totalización simultánea de las estructuras del poder moderno” (Foucault 3, pp. 229-232).
Sin embargo, el punto en que convergen estos dos aspectos del poder ha quedado llamativamente relegado en las investigaciones de Foucault, tanto que se ha afirmado que en todo momento habría rechazado elaborar una teoría unitaria del poder. Si Foucault se opone al enfoque tradicional del problema del poder, basado exclusivamente sobre modelos jurídicos (“¿qué legitima el poder?”) o sobre modelos institucionales (“¿qué es el Estado?”), y sugiere “liberarse del privilegio teórico de la soberanía” (Foucault 1, p. 80), para construir una analítica del poder que ya no tome como modelo o como código al derecho, ¿dónde está, entonces, en el cuerpo del poder, la zona de indiferencia (o, por lo menos, el punto de intersección) en la que se tocan las técnicas de individualización y los procedimientos totalizantes? Y, más en general ¿hay un centro unitario donde el “doble vínculo” político encuentra su razón de ser? Que haya un aspecto subjetivo en la génesis del poder, era algo ya implícito en el concepto de servitude volontaire en La Boétie; pero ¿cuál es el punto en el que la servidumbre voluntaria de los individuos se comunica con el poder objetivo? En un ámbito tan decisivo, ¿es posible conformarse con explicaciones psicológicas como aquella que establece, aunque no exenta de sugestiones, un paralelismo entre neurosis externas y neurosis internas? Y frente a fenómenos como el poder mediático-espectacular, ¿es legítimo o acaso posible distinguir entre las tecnologías subjetivas y las técnicas políticas?
Si bien la existencia de esta orientación parece estar lógicamente implícita en las investigaciones de Foucault, es como un punto ciego en el campo visual que el ojo del investigador no puede percibir, o bien algo así como un punto de fuga que se aleja al infinito, hacia el cual convergen las diversas perspectivas de su investigación (y más en general de toda la reflexión occidental sobre el poder) sin lograr alcanzarlo nunca.
La presente investigación concierne precisamente a este oscuro punto de cruce entre el modelo jurídico-institucional y el modelo biopolítico del poder. Uno de los probables resultados que obtuvo es que los dos análisis no pueden separarse y que las implicaciones de la vida desnuda en la esfera política constituyen el núcleo originario –aunque oculto– del poder soberano. Se puede decir, incluso, que la producción de un cuerpo biopolítico es la prestación original del poder soberano. En este sentido, la biopolítica es tan antigua como la excepción soberana. Poniendo la vida biológica en el centro de sus cálculos, el Estado moderno no hace más que volver a iluminar el vínculo secreto que une el poder a la vida desnuda, vinculándose de este modo (según una fuerte correspondencia entre lo moderno y lo arcaico que se pude encontrar en los ámbitos más diversos) con el más inmemorial de los arcana imperii [secretos del poder].
Si esto es cierto, será necesario reconsiderar atentamente el sentido de la definición aristotélica de la pólis como oposición entre el vivir [zên] y el vivir bien [eû zên]. La oposición, de hecho, es en la misma medida una implicación de la primera vida en la segunda, de la vida desnuda en la vida políticamente calificada. En la definición aristotélica no sólo deben interrogarse –como se ha hecho hasta ahora– el sentido, los modos y las articulaciones posibles del “vivir bien” como télos [fin] de lo político; más bien es necesario preguntarse por qué la política occidental se constituye ante todo a través de una exclusión (que, en la misma medida, es una implicación) de la vida desnuda. ¿Cuál es la relación entre la política y la vida, si la vida se presenta como aquello que debe ser incluido a través de una exclusión?
Desde esta perspectiva, la estructura de la excepción que hemos delineado en la primera parte de este libro parece ser consustancial a la política occidental. En consecuencia, la afirmación de Foucault según la cual para Aristóteles el hombre era un “animal viviente y, además, capaz de existencia política” debe ser completada, teniendo en cuenta que lo problemático es precisamente el significado de este “además”. La singular fórmula “generada en vistas al vivir, existente en vistas al vivir bien” puede leerse no sólo como una implicación de la generación [ginoméne] en el ser [oûsa], sino también como una exclusión inclusiva (una exceptio [excepción]) de la zoé en la pólis, como si la política fuese el lugar donde el vivir debe transformarse en el vivir bien y aquello que debe ser politizado fuese siempre la vida desnuda. En la política occidental la vida desnuda tiene este privilegio particular, el hecho de ser aquello sobre cuya exclusión se funda la ciudad de los hombres.
No es casual, entonces, que un fragmento de la Política sitúe el lugar propio de la pólis en el pasaje de la voz al lenguaje. El nexo entre la vida desnuda y la política es el mismo que la definición metafísica del hombre como “viviente que tiene el lenguaje” encuentra en la articulación entre phoné [voz] y lógos [lenguaje]:
Entre los vivientes, sólo el hombre tiene el lenguaje. La voz, de hecho, es signo del dolor y del placer y, por ello, también pertenece a los otros vivientes (su naturaleza, en efecto, llega hasta la sensación del dolor y del placer y a comunicárselas recíprocamente), pero el lenguaje existe para manifestar lo conveniente y lo inconveniente, así como lo justo y lo injusto; con respecto a los otros vivientes, esto es propio de los hombres, el hecho de ser el único que tiene sensación del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto y de las otras cosas del mismo género, y la comunidad de estas cosas constituye la vivienda y la ciudad (1253a, 10-18).
La pregunta “¿de qué modo el viviente tiene el lenguaje?” se corresponde exactamente con esta otra: “¿de qué modo la vida desnuda habita la pólis?” El viviente tiene lógos quitando y conservando en él la propia voz, del mismo modo, habita la pólis dejando relegada en ella la propia vida desnuda. La política se presenta entonces como la estructura en sentido propio fundamental de la metafísica occidental, dado que ocupa el umbral en el que se cumple la articulación entre el viviente y el lógos. En la vida desnuda, la “politización” es la tarea metafísica por excelencia, en la que se decide la humanidad del viviente hombre, y, asumiendo esta tarea la Modernidad no hace más que declararse fiel a la estructura esencial de la tradición metafísica. El par categorial fundamental de la política occidental no es amigo-enemigo sino vida desnuda-existencia política, zoé-bíos, exclusión-inclusión. Hay política porque el hombre es el viviente que, en el lenguaje, separa y se opone a sí mismo la propia vida desnuda y, a la vez, se mantiene en relación con ella en una exclusión inclusiva.
El protagonista de este libro es la vida desnuda, es decir, la vida que se puede matar [uccidibile] [1] y es insacrificable [insacrificabile] del homo sacer, cuya función esencial en la política moderna hemos intentado reivindicar. Una oscura figura del derecho romano arcaico, donde la vida humana se incluye en el ordenamiento únicamente en la forma de su exclusión (es decir, de la absoluta posibilidad de recibir la muerte [uccidibilità]), nos ha ofrecido la clave para develar los misterios, no sólo de los textos sagrados de la soberanía sino, más en general, de los propios códigos del poder político. Pero, a su vez, esta acepción del término sacer –quizá la más antigua– nos presenta el enigma de una figura de lo sagrado, más acá o más allá de lo religioso, que constituye el primer paradigma del espacio político de Occidente. La tesis foucaulteana deberá, pues, corregirse o al menos completarse en el sentido de que lo que caracteriza la política moderna no es tanto la inclusión de la zoé en la pólis, en sí misma antiquísima, ni simplemente el hecho de que la vida como tal se vuelve un objeto eminente de los cálculos y de las previsiones del poder estatal: lo decisivo es más bien el hecho de que, en paralelo al proceso por el cual en todas partes la excepción deviene la regla, el espacio de la vida desnuda que en su origen estaba situado al margen del ordenamiento, progresivamente coincide con el espacio político, y exclusión e inclusión, externo e interno, bíos y zoé, derecho y hecho entran en una zona de indistinción irreductible. El estado de excepción en el que la vida desnuda estaba excluida y, al mismo tiempo, capturada por el ordenamiento, en su separación, en realidad constituía el fundamento oculto sobre el que reposaba todo el sistema político; pero cuando sus límites se esfuman y se indeterminan, la vida desnuda que allí habitaba se libera en la ciudad y se vuelve tanto el sujeto como el objeto del ordenamiento político y de sus conflictos, el único lugar tanto de la organización del poder estatal como de su emancipación. Todo sucede como si, en paralelo al proceso disciplinar a través del cual el poder estatal hace del hombre en tanto viviente el propio objeto específico, se hubiese puesto en marcha otro proceso que coincide a grosso modo con el nacimiento de la democracia moderna, en el que el hombre como viviente ya no se presenta como objeto, sino como sujeto del poder político. Estos procesos, en muchos aspectos son opuestos y (al menos en apariencia) están en acerbo conflicto entre sí; sin embargo, convergen en el hecho de que en ambos está en cuestión la vida desnuda del ciudadano, el nuevo cuerpo biopolítico de la humanidad.
Por lo tanto, si algo caracteriza a la democracia moderna con respecto a la clásica es que desde un principio se presenta como una reivindicación y una liberación de la zoé, que constantemente trata de transformar la propia vida desnuda en forma de vida y, por así decir, encontrar el bíos de la zoé. De aquí también surge su aporía específica, que consiste en querer poner en juego la libertad y la felicidad de los hombres en el mismo lugar –la “vida desnuda”– que signaba su servidumbre. Detrás del largo proceso antagónico que lleva al reconocimiento de los derechos y de las libertades formales, una vez más, está el cuerpo del hombre sagrado con su doble soberano, una vida insacrificable y, sin embargo, que se puede matar.Tomar conciencia de esta aporía no significa desvalorizar las conquistas y los esfuerzos de la democracia, sino intentar comprender de una vez por todas por qué en el preciso momento en que parecía triunfar definitivamente sobre sus adversarios y alcanzar su apogeo, de manera inesperada, ella se reveló incapaz de salvar de una ruina sin precedentes a aquella zoé, a cuya liberación y felicidad le había dedicado todos sus esfuerzos. La decadencia de la democracia moderna y su progresiva aproximación a los Estados totalitarios en las sociedades postdemocráticas espectaculares (que ya empiezan a ser evidentes con Tocqueville y han encontrado su sanción final en los análisis de Debord), quizá tengan su raíz en esta aporía que marca su inicio y la aproxima, en secreta complicidad, a su más ferviente enemigo. Nuestra política no conoce otro valor (y, en consecuencia, otro disvalor) que la vida, y, hasta que no se resuelvan las contradicciones que esto implica, el nazismo y el fascismo que habían hecho de la decisión sobre la vida desnuda el criterio político supremo, por desgracia, seguirán siendo actuales. Según el testimonio de Antelme, lo único que los campos le habían enseñado a sus habitantes era precisamente que “la puesta en duda de la cualidad de hombre provoca una reivindicación casi biológica de pertenencia a la especie humana” (Antelme, p. 11).
La tesis de una íntima solidaridad entre la democracia y el totalitarismo (que aquí anticipamos, aunque con toda prudencia) no es, obviamente (como, por otro lado, lo es la de Strauss sobre la secreta convergencia entre el liberalismo y el comunismo en cuanto a la meta final), una tesis historiográfica que autorice la liquidación y el aplacamiento de las enormes diferencias que caracterizan su historia y su antagonismo; al mismo tiempo, en el plano histórico-filosófico que le es propio, debe mantenerse con firmeza, porque sólo la democracia podrá orientarnos frente a las nuevas realidades y acuerdos imprevistos de este fin de milenio, despejando el campo para esa nueva política que en gran parte resta inventar.
En el pasaje recién citado, contraponiendo el “bello día” [eumería] de la vida simple a las “dificultades” del bíos político, Aristóteles le había dado quizá la formulación más bella a la aporía que está en el fundamento de la política occidental. Los veinticuatro siglos que desde entonces transcurrieron no han aportado ninguna solución que no sea provisoria e ineficaz. En la realización de la tarea metafísica que la llevó a asumir cada vez más la forma de una bio-política, la política no logró construir la articulación entre zoé y bíos, entre voz y lenguaje que habría debido componer la fractura. La vida desnuda queda presa en ella en la forma de la excepción, es decir, de algo que es incluido sólo a través de una exclusión. ¿Cómo es posible “politizar” la “dulzura natural” de la zoé? Y, sobre todo ¿realmente tiene necesidad de ser politizada o lo político ya está contenido en ella como su núcleo más precioso? La biopolítica del totalitarismo moderno, por un lado, y la sociedad del consumo y del hedonismo de masa, por el otro, cada una a su modo dan una respuesta a estas preguntas. Sin embargo, hasta que no se presente una política totalmente nueva –es decir, no fundada sobre la excepción de la vida desnuda– toda teoría y toda praxis seguirán aprisionadas sin salida alguna, y el “bello día” de la vida obtendrá ciudadanía política sólo a través de la sangre y la muerte o en la perfecta insensatez a la que la condena la sociedad del espectáculo.
La definición schmittiana de la soberanía (“soberano es aquel que decide sobre el estado de excepción”) se volvió un lugar común, mucho antes de que se comprendiera qué es lo que estaba verdaderamente en cuestión en ella, es decir, nada menos que el concepto-límite de la doctrina del Estado y del derecho, en el que la soberanía (dado que todo concepto límite siempre es el límite entre dos conceptos) limita con la esfera de la vida y se confunde con ella. Mientras el horizonte de la estatalidad todavía constituía el círculo más amplio de toda la vida comunitaria y las doctrinas políticas, religiosas, jurídicas y económicas que lo sostenían eran sólidas, esta “esfera más extrema” no podía salir a la luz verdaderamente. El problema de la soberanía, entonces, se reducía a identificar quién, en el interior del ordenamiento, estaba investido de ciertos poderes, pero el propio umbral del ordenamiento nunca se ponía en cuestión. Hoy, en un momento en que las grandes estructuras estatales entraron en un proceso de disolución y, como Benjamin había pronosticado, la emergencia se volvió la regla, llegó el momento de replantear en una nueva perspectiva el problema de los límites y de la estructura originaria de la estatalidad. Porque la insuficiencia de la crítica anárquica y marxista del Estado era justamente no haber ni siquiera vislumbrado esta estructura y haber dejado rápidamente de lado el arcanum imperii, como si este no tuviese otra consistencia más allá de los simulacros y de las ideologías que se habían alegado para justificarlo. Pero con un enemigo cuya estructura no se conoce, antes o después, siempre se termina identificándose, y la teoría del Estado (y, en particular, del estado de excepción, es decir, la dictadura del proletariado como fase de transición hacia la sociedad sin Estado) es precisamente el escollo sobre el que han naufragado las revoluciones de nuestro siglo.
Este libro, que inicialmente había sido concebido como una respuesta a la sangrienta mistificación de un nuevo orden planetario, debió enfrentar problemas –en primer lugar, el de la sacralidad de la vida– que no habían sido tenidos en cuenta en un principio. Sin embargo, en el curso de la investigación se hizo claro que en tal ámbito no era posible aceptar como garantizada ninguna de las nociones que las ciencias humanas (desde la jurisprudencia a la antropología) habían creído definir o habían presupuesto como evidentes y que, al contrario –ante la urgencia de la catástrofe–, muchas de ellas exigían una revisión sin reservas.
[1] El término italiano uccidibile será frecuentemente utilizado por el autor en un sentido técnico para caracterizar el concepto de vida desnuda o el de vida sagrada, la figura del homo sacer y otras figuras análogas. Teniendo en cuenta la dificultad que plantea traducir este término (los neologismos “matable” y “matabilidad”, aunque gramaticalmente correctos, no son de uso frecuente en nuestra lengua), optamos por utilizar para este caso, “vita uccidibile”, la fórmula “vida que se puede matar”, y para casos y términos análogos (como uccidibilità), una variación de la misma fórmula [N. de la T.].
En adelante, todas las notas al pie corresponden a Notas de la Traductora.
1.1. La paradoja de la soberanía se enuncia: “el soberano está, al mismo tiempo, fuera y dentro del ordenamiento jurídico”. Si el soberano es, de hecho, aquel al cual el ordenamiento jurídico le reconoce el poder de proclamar el estado de excepción y de suspender, de este modo, la validez del ordenamiento, entonces “él está fuera del ordenamiento jurídico y, sin embargo, pertenece a él, porque le compete decidir si la constitución in toto [totalmente]puede ser suspendida” (Schmitt 1, p. 34). La precisión “al mismo tiempo” no es trivial: al tener el poder legal de suspender la validez de la ley, el soberano se coloca legalmente fuera de la ley. Esto significa que la paradoja también se puede formular de este modo: “la ley está fuera de sí misma”, o bien: “yo, el soberano, que estoy fuera de la ley, declaro que no hay un afuera de la ley”.
Vale la pena reflexionar sobre la topología implícita en la paradoja, porque sólo una vez que se haya comprendido su estructura, se volverá claro en qué medida la soberanía marca el límite (en el doble sentido de fin y de principio) del ordenamiento jurídico. Schmitt presenta esta estructura como la de la excepción [Ausnahme]:
La excepción es aquello que no es atribuible; ella se sustrae a toda hipótesis general, pero al mismo tiempo vuelve evidente con absoluta pureza un elemento formal específicamente jurídico: la decisión. En su forma absoluta, el caso excepcional se verifica sólo cuando se debe crear la situación en la cual pueden tener eficacia las normas jurídicas. Toda norma general requiere una estructuración normal de las relaciones de vida sobre las cuales de hecho debe ser aplicada y que ella somete a la propia reglamentación normativa. La norma necesita de una situación media homogénea. Esta normalidad de hecho no es simplemente un presupuesto externo que el jurista puede ignorar; al contrario, ella tiene que ver directamente con su eficacia inmanente. No existe ninguna norma que sea aplicable al caos. Primero debe establecerse el orden: sólo entonces tiene sentido el ordenamiento jurídico. Es necesario crear una situación normal, y soberano es aquel que decide de modo definitivo si este estado de normalidad reina verdaderamente. Todo derecho es “derecho aplicable a una situación”. El soberano crea y garantiza la situación como un todo en su integridad. Él tiene el monopolio de la decisión última. En esto reside la esencia de la soberanía estatal, que entonces no debe definirse como el monopolio de la sanción y del poder, sino como el monopolio de la decisión, donde el término decisión es usado en un sentido general que todavía debe desarrollarse. El caso excepcional es lo que más hace evidente la esencia de la autoridad estatal. Aquí la decisión se distingue de la norma jurídica y (para formular una paradoja) la autoridad demuestra no tener necesidad del derecho para crear derecho [...] La excepción es más interesante que el caso normal. Este último no prueba nada, la excepción prueba todo; no sólo confirma la regla, la propia regla vive sólo de la excepción [...] Un teólogo protestante que demuestra cuán vital puede ser la reflexión teológica incluso en el siglo XIX, dijo: “La excepción explica lo general y a sí misma. Y si se quiere estudiar correctamente lo general, sólo hay que ocuparse de una excepción real. Ella saca a la luz todo con mayor claridad que lo general en sí mismo. A la larga el eterno lugar común de lo general disgusta: hay excepciones. Si no se pueden explicar, tampoco puede explicarse lo general. Habitualmente esta dificultad no se tiene en cuenta, porque no se piensa lo general con pasión, sino con una calma superficial. Por el contrario, la excepción piensa lo general con una pasión enérgica” (ibíd., pp. 39-41).
No es casual que para su definición de la excepción Schmitt haga referencia a la obra de un teólogo (que no es otro que Kierkegaard). Si bien Vico ya había afirmado la superioridad de la excepción en términos no muy disímiles, como “configuración última de los hechos”, sobre el derecho positivo (“Indidem iurisprudentia non censetur, qui beata memoria ius theticum sive summum et generale regularum tenet; sed qui acri iudicio videt in causis ultimas factorum peristases seu circumstantias, quae aequitatem sive exceptionem, quibus lege universali eximantur, promereant” [“De allí que se considera jurisprudente no a quien, con buena memoria, domina el derecho positivo o bien la totalidad general de las reglas, sino al que, con juicio agudo, ve en los casos las últimas situaciones o circunstancias de los hechos que ameriten equidad o excepción con las que se sustraen de la ley universal”] – De antiquissima, cap. II), en el ámbito de las ciencias jurídicas no existe una teoría de la excepción que le reconozca un rango tan alto. Porque lo que está en cuestión en la excepción soberana, según Schmitt, es la propia condición de posibilidad de validez de la norma jurídica y, con ella, el sentido mismo de la autoridad estatal. A través del estado de excepción, el soberano “crea y garantiza la situación” que el derecho necesita para su propia vigencia. Pero ¿qué es esta “situación”, cuál es su estructura, desde el momento en que ella no consiste más que en la suspensión de la norma?
La oposición de Vico entre el derecho positivo [ius theticum] y la excepción expresa bien el estatuto particular de la excepción. En el derecho, la excepción es un elemento que trasciende el derecho positivo, en la forma de su suspensión. Está en el derecho positivo, como la teología negativa está en la positiva. Mientras la teología positiva, en efecto, predica y afirma determinadas cualidades de Dios, la teología negativa (o mística), con su ni... ni..., niega y suspende la atribución de cualquier predicación. Sin embargo, no está fuera de la teología sino que funciona, si bien se mira, como el principio que funda la posibilidad general de algo así como una teología. Sólo porque la divinidad ha sido presupuesta negativamente como aquello que subsiste fuera de todo predicado posible, puede volverse el sujeto de una predicación. De modo análogo, sólo porque la validez del derecho positivo está suspendida en el estado de excepción, este puede definir el caso normal como el ámbito de la propia validez.
1.2. La excepción es una especie de la exclusión. Ella es un caso individual, que está excluido de la norma general. Pero lo que caracteriza a la excepción en particular es que aquello que es excluido no por ello pierde toda relación con la norma; al contrario, la norma se mantiene en relación con la excepción en la forma de la suspensión. La norma se aplica a la excepción desaplicándose, retirándose de ella. El estado de excepción, entonces, no es el caos que precede al orden, sino la situación que resulta de su suspensión. En este sentido, según su etimología, la excepción es verdaderamente sacada afuera [ex-capere] y no simplemente excluida.
Muchas veces se ha observado que la estructura del ordenamiento jurídico-político incluye aquello que, a la vez, deja afuera. Así, Deleuze escribió que “la soberanía sólo reina sobre lo que es capaz de interiorizar” (Deleuze, p. 445) y, a propósito del grand enfermement [gran encierro] descripto por Foucault en su Histoire de la folie à l’âge classique [Historia de la locura en la época clásica], Blanchot habló de una tentativa de la sociedad de “encerrar el afuera” [enfermer le dehors], es decir, de constituirlo en una “interioridad de espera o de excepción”. Frente a un exceso, el sistema interioriza aquello que lo excede a través de una prohibición y, de este modo, “se designa como exterior a sí mismo” (Blanchot, p. 292). La excepción que define la estructura de la soberanía, sin embargo, es todavía más compleja. Aquí, lo que está afuera no es simplemente incluido a través de una prohibición o una internación, sino suspendiendo la validez del ordenamiento, dejando entonces que este se retire de la excepción y la abandone. La excepción no es lo que se sustrae a la regla, sino que la regla, suspendiéndose, da lugar a la excepción y sólo de este modo se constituye como regla, manteniéndose en relación con aquella. El “vigor” particular de la ley consiste en esta capacidad de mantenerse en relación con una exterioridad. Llamamos relación de excepción a esta forma extrema de una relación que sólo incluye algo a través de su exclusión.
La situación que crea la excepción, por lo tanto, tiene de particular que no puede definirse ni como una situación de hecho, ni como una situación de derecho, sino que instituye entre estas un paradójico umbral de indiferencia. No es un hecho, porque está creado sólo por la suspensión de la norma; pero, por la misma razón, tampoco es un caso jurídico, aunque abra la posibilidad de vigencia de la ley. Este es el sentido último de la paradoja formulada por Schmitt, cuando escribe que la decisión soberana “demuestra que no tiene necesidad del derecho para crear derecho”. En la excepción soberana, en efecto, no se trata tanto de controlar o neutralizar un exceso, sino sobre todo de crear y definir el espacio mismo en que el orden jurídico-político puede tener valor. En este sentido, la excepción es la localización [Ortung] fundamental, que no se limita a distinguir lo que está adentro y lo que está afuera, la situación normal y el caos, sino que traza entre ellos un umbral (el estado de excepción) a partir del cual lo interno y lo externo entran en aquellas complejas relaciones topológicas que vuelven posible la validez del ordenamiento.
Por lo tanto, el “ordenamiento del espacio” que, para Schmitt, constituye el Nómos soberano no sólo es “posesión de la tierra” [Landnahme], fijación de un orden jurídico [Ordnung] y territorial [Ortung], sino sobre todo “posesión del afuera”, excepción [Ausnahme].
א Dado que “no existe ninguna norma que sea aplicable al caos”, este primero debe ser incluido en el ordenamiento a través de la creación de una zona de indiferencia entre el exterior y el interior, el caos y la situación normal: el estado de excepción. Para referirse a algo, una norma debe, de hecho, presuponer aquello que está fuera de la relación (lo irrelaci-onado) y, no obstante, establecer de este modo una relación con ello. Así, la relación de excepción expresa simplemente la estructura formal originaria de la relación jurídica. En este sentido, la decisión soberana sobre la excepción es la estructura político-jurídica originaria, a partir de la cual adquieren su sentido lo que está incluido en el ordenamiento y lo que está excluido de él. En su forma arquetípica, entonces, el estado de excepción es el principio de toda localización jurídica, porque es el único que abre el espacio en el que por primera vez se vuelve posible fijar un ordenamiento y un territorio determinados. Como tal, sin embargo, el estado de excepción es en sí mismo esencialmente ilocalizable (aunque en ciertas ocasiones se le puedan asignar límites espacio-temporales definidos).
El nexo entre localización [Ortung] y ordenamiento [Ordnung] que constituye el “nómos