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La justicia podría no ser suficiente... En medio de una serie de asesinatos violentos a mujeres en Dinamarca, la inspectora jefe Cecilie Mars es arrastrada a las sombras de un mundo oculto lleno de odio. Los asesinatos se remontan a un antiguo caso de violación olvidado que une a un grupo de hombres con una rabia desmedida contra las mujeres. En su investigación, Mars descubre una sociedad secreta y no tardará en darse cuenta de que la ley no basta para detener a los autores. Con su enfoque implacable ganará nuevos enemigos, dentro y fuera de la fuerza policial, convirtiéndose en el objetivo de la misma ira que está persiguiendo. "Monstruos de la noche" es un thriller policíaco, secuela independiente del best seller aclamado por la crítica "El vigilante de las sombras".
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Seitenzahl: 388
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Michael Katz Krefeld
Saga
Monstruos de la noche - Una novela negra de la inspectora Cecilie Mars 2
Original title: Nattens udyr (Cecilie Mars 2)
Translator: Rodrigo Crespo Arce
Original language: Danish
Copyright © 2024 SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728297407
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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A mi preciosa esposa y mejor amiga, Lis
Caballos galopan en el cielo nocturno
Advierten de la llegada de la muerte.
Cuchillos, palabras en un loco tumulto.
Nadie restará vivo cuando acabe esta tanda.
Copenhague
La calle Nymindevej de Vanløse estaba tranquila bajo el sol matutino hasta que sonó un walkie-talkie que asustó a un mirlo. Al final de la calle, tras la cinta roja y blanca, había un par de coches patrulla. Junto a la ambulancia más cercana aguardaba un grupo de enfermeros con chaquetas reflectantes, y delante del coche del jefe se concentraba un grupo de agentes fuertemente armados. Los vecinos de la calle todavía no habían empezado su día, y los agentes solo habían tenido que alejar a un madrugador repartidor de periódicos unas horas antes. Entre los policías se encontraba la inspectora Cecilie Mars del departamento de homicidios, que acababa de llegar. Sobre el chaleco antibalas vestía una chaqueta de cuero negro y llevaba un par de vaqueros ajustados, que habían provocado un par de largas miradas al trasero por parte de varios de los agentes. Cecilie se pasó la mano por el pelo corto y rubio y se acercó hacia Niels P., el jefe del grupo.
—¿Cuántos muertos hay? —preguntó.
Niels, que era fuerte y varias cabezas más alto que Cecilie, miró hacia abajo.
—Uno confirmado.
—¿Cuántos heridos?
—No lo sabemos.
—¿Cuántos autores?
—Uno confirmado, pero podría haber más.
—Así que no tenéis ni idea de cuántas personas se encuentran en el interior. —Comentó mientras observaba la gran casa de ladrillo rojo del otro lado de la calle.
—¿Con vida?
—Sí, con vida, Niels.
—Solo tenemos contacto visual con una de las habitaciones y la cocina. —Niels P. señaló con la mano enguantada el frontal más cercano—. Las cortinas están echadas en el resto de la casa. Los tiradores de precisión han visto movimiento en el interior del salón, pero no han podido determinar ni el número, ni el estatus. Quiero decir, si era un criminal o un rehén…
—Sí, lo he pillado. ¿Cuándo empezó todo esto?
—La llamada de alarma se registró a las dos treinta, pero el crimen ya había tenido lugar.
—¿Y seguís aquí fuera esperando? —preguntó Cecilie frunciendo el ceño.
—Estamos esperando a un negociador. Hay bastante lío en la jefatura. El primero en la lista está de baja y al segundo lo acaban de localizar, así que…
—Coño, no podemos quedarnos esperando —dijo mientras soltaba la tira de la pistolera que llevaba a el cinturón.
Niels P. se quedó con la boca abierta y los ojos como platos.
—No… no estoy seguro de que sea buena idea que entremos. La situación podría escalar rápidamente, y podría causar nuevas bajas.
—¿Quién ha dicho “entremos”? —Se dio media vuelta y llamó—: ¡Troels!
El policía, que estaba apoyado en el coche camuflado, la miró con ojos somnolientos. Con las mejillas pecosas y el pelo rubio, daba la sensación de acabar de dejar la escuela de policía, y no distaba mucho de la realidad. Troels salió disparado y se acercó rápidamente.
—¿Sí?
—Sígueme —le dijo.
—¿A… dónde? ¿A… la casa? —preguntó señalándola.
—¿No sería mejor que esperásemos al negociador, Cecilie? —preguntó Niels P. —Está al caer.
—¿Y si fuera tu familia la que estuviera ahí dentro? ¿Te quedarías esperando, Niels?
Antes de que llegara a responder, Cecilie estaba cruzando la calle con Troels pisándole los talones. Cuando llegó a la verja blanca, miró el buzón que había a un lado. En la parte superior ponía “Irene & Jørgen Olsen”, y debajo “Nicklas Olsen”. La puerta chirrió al empujarla para entrar en el jardín. Ante ellos estaba la casa, muy parecida al resto de viviendas del barrio. A pesar de todo, parecía que las ventanas, con sus cortinas corridas, los mirasen sin vida.
—Saca la pistola, Troels, y mantente detrás de mí —le dijo con tranquilidad mientras avanzaba hacia la puerta principal.
Troels desenfundó su Glock y le quitó el seguro.
Cecilie echó mano a la aldaba y llamó con fuerza. Como no sucedió nada, comenzó a aporrearla. Al cabo de un minuto, se oyó un rumor en el recibidor. Cecilie se alejó un paso de la puerta, y esta se abrió.
Un joven con los ojos rojos la miró; tenía la cara pálida repleta de acné y la melena grasienta separada en dos en la frente. Cecilie se fijó en las manchas marrones y secas de su camiseta arrugada. Le pareció que podía ser tanto salsa de tomate como sangre. Le sonrió levemente.
—Buenos días. Me llamo Cecilie Mars, soy policía, y él es mi compañero Troels —dijo señalando hacia atrás.
El hombre miró indolente sin decir nada.
—Nos gustaría saber si todo va bien.
El tipo se rascó el trasero.
—Bien… muy bien.
—¿Eres Nicklas?
—Sí, sí…
—¿Hay alguien más en casa, Nicklas?
—Sí, sí…
—¿Podemos pasar?
—¿Por qué? ¿Quiénes sois? —masculló.
—Somos de la policía, me llamó…
—Ah sí, vale, guay —dijo asintiendo con la cabeza—. Entrad, pero rápido que estoy en medio de una partida. —Nicklas se volvió y desapareció.
Cecilie sacó su arma y abrió la puerta por completo.
—¿Va puesto o qué? —susurró Troels.
Recorrieron el largo corredor en penumbra. De la habitación más alejada salía un halo de luz.
—¿Nicklas? —llamó Cecilie mientras avanzaban. Cuando llegaron a la puerta abierta del oscuro salón, Cecilie se detuvo y echó un rápido vistazo. No vio nada sospechoso. Continuaron por el pasillo hasta la habitación del fondo. A medida que se aproximaban, el ruido de gritos y disparos creció.
Nicklas se había sentado de espaldas a la puerta, delante de un televisor Ultrawide jugando a Call of Duty. La pantalla cóncava cubría la pared que tenía ante él y lo situaba directamente en el campo de batalla. A su derecha había un portátil abierto desde donde chateaba con otros cuatro usuarios.
Cecilie y Troels entraron en la habitación. Vieron el cadáver de la mujer, sentada a la izquierda de la puerta en una silla de oficina, con una macheta de cocina clavada en el cráneo. Frisaría en los sesenta; iba vestida con una bata de un amarillo sol en la que había quedado pegada la sangre coagulada. Troels buscó aire mientras luchaba contra las náuseas. Cecilie se acercó al cuerpo y le colocó dos dedos en el cuello para comprobar el pulso, por mucho que la respuesta fuese evidente.
—Troels, ¿vigilas a este mientras yo registro el resto de la casa? —Cecilie señaló con la pistola a Nicklas, absorto en su videojuego.
Troels, ausente, asintió con la cabeza.
—¿Quieres… quieres que me quede aquí?
—Sí, gracias —respondió Cecilie abandonando la habitación.
Llegó hasta la cocina, que era un desbarajuste.
—¿¡Hola!? —preguntó a la oscuridad sin obtener respuesta. No le habría extrañado toparse con el padre de Nicklas, Jørgen, pero difícilmente con vida. Cruzó la cocina pasando junto a la mesa, en la que las botellas de cola vacías y las bandejas de pizza luchaban por hacerse un hueco.
—¿¡Cecilie!? —gritó Troels desde la habitación—. ¿Encuentras algo, Cecilie?
No respondió y siguió hacia el dormitorio, en el que había montones de ropa repartidos alrededor de la gran cama de matrimonio. Cecilie observó que solo estaba hecha la mitad. Se dirigió al ropero y corrió las puertas. La mitad del armario estaba, como la cama, completamente vacío. ¿Sería que papá Jørgen ya no vivía en casa? Fue hasta el cuarto de baño y comprobó que en la casa no vivía nadie más que Nicklas y la mujer muerta. Regresó al pasillo, en cuyo extremo opuesto estaba Troels.
—¿Has encontrado algo? —le preguntó él.
—¿Lo tienes controlado? —Fue su respuesta.
En ese instante, Nicklas apareció por detrás de Troels. Levantó el brazo y Cecilie vio un hacha. La hoja afilada reflejaba la luz del ordenador.
—¡A tu espalda! —gritó ella.
Troels intentó girarse, pero, en ese movimiento, la pistola dio en el marco de la puerta y se le cayó de las manos. La Glock negra aterrizó pesadamente en el suelo mientras Troels trataba febrilmente de alcanzarla.
—¡Muere, demonio, muere! —gritó Nicklas avanzando un paso en dirección a Troels mientras levantaba el enorme utensilio de cocina.
Los tres disparos que siguieron alcanzaron a Nicklas en mitad del pecho. Se tambaleó y se desplomó en la habitación, llevándose por delante la pantalla del ordenador.
Cecilie bajó lentamente el arma. El estruendo de las detonaciones aún le retumbaba en los oídos y la nube de pólvora le había dejado un sabor metálico en la boca. Se dirigió hasta donde estaba Troels, en cuclillas junto al marco de la puerta.
—¿¡Estás bien!? —le gritó. Él asintió y ella pasó a su lado.
Nicklas estaba en el suelo del cuarto a los pies de su difunta madre. Con una mano le sujetaba el tobillo desnudo y de su boca salió un ronco estertor mezclado con una nube de sangre escarlata.
—De sabel… Abel… Abel… —La mano se aflojó y dejó de respirar.
Cecilie volvió a enfundar la Glock. De la entrada le llegó el ruido de los GEO precipitándose en la casa.
Bien entrada la mañana, Cecilie y Troels se dirigían en coche a la sede del departamento de homicidios en Teglholmen. Habían dejado el lugar de los hechos a los técnicos y forenses, que se habían puesto manos a la obra. Le sorprendería que esas muertes les fueran a sobrecargar de trabajo.
Arrancó una lluvia fina que hizo que tuviera que conectar el limpiaparabrisas del Golf. Troels estaba en silencio en el asiento del copiloto, todavía con el chaleco antibalas y mirando al infinito a través del vidrio. Estaba pálido como un cadáver, como si estuviera en estado de shock.
Cecilie lo miró.
—¿Por qué demonios no seguiste el protocolo?
—Lo… lo siento. La he cagado.
—¡Y tanto! ¡Nunca, NUNCA se debe dar la espalda a un sospechoso! Y menos aún a uno que acaba de meterle a su madre un hachazo en toda la sesera. —Meneó la cabeza—. Joder…
—Lo… siento.
—Sentirlo no serviría de nada si el chalao ese hubiese conseguido abrirte en canal. —Apretó el volante con tal fuerza que los nudillos se le volvieron blancos.
Troels tragó saliva un par de veces.
—Creí… pensé que seguía jugando.
—Pues ya ves: game over. Muerto bajo nuestra custodia. De puta madre. —Volvió a mover la cabeza.
—Lo… siento.
Le echó un vistazo al chaleco antibalas, tan grande que lo engullía.
—Pero ¿por qué coño sigues llevando eso? Pareces uno de esos idiotas que van por el super con el casco de ciclista puesto.
—Lo… siento —dijo Troels mientras comenzaba a tirar de los velcros de la prenda.
—Y deja ya de sentirlo. Será mejor que conectes de una vez el cerebro —le reprendió mientras se saltaba un semáforo en rojo.
Cecilie encontró un hueco frente a la sede de Teglholm Allé. Ya hacía unos cuantos años que el departamento de homicidios se había mudado desde la antigua jefatura para asentar sus reales entre edificios anónimos de oficinas, pero Cecilie aún no acababa de acostumbrarse al nuevo barrio. Mientras cruzaba la calle en dirección a la entrada, se giró para mirar a Troels.
—Cuando nos reunamos con Karstensen, deja que sea yo la que hable. Si hay algo que odia el jefe de homicidios es la gente que no sigue los protocolos, ¿vale?
Troels asintió nervioso.
Cinco minutos después estaban en el despacho de Karstensen, al final del Departamento de Investigación de Delitos contra las Personas. El despacho era completamente anodino, pero tenía una vista impresionante del puerto. Karstensen saludó brevemente a Cecilie sin levantar la vista de la bolsa llena de zanahorias que intentaba abrir. En el escritorio tenía marcos con las fotos de sus nietos. A Cecilie le pareció que últimamente se les había sumado alguna.
—¿Es verdad que mató a su madre de un hachazo? —preguntó Karstensen.
—¿Así que ya te han informado?
—Sois la comidilla de todo el cuerpo. También en el despacho del director de la Policía. —Karstensen los miró con ojos inquisitivos. No parecía exultante con la publicidad—. ¿Qué ha pasado?
Troels miraba al suelo mientras Cecilie le explicaba que los grupos especiales de operaciones estaban aguardando al equipo negociador pero que este se estaba retrasando.
—Como nadie sabía con seguridad cuántos rehenes había en la casa o cuál era su situación, decidí entrar.
—Típico. Una vez más le corresponde a homicidios arreglar las cosas. ¿Y qué hay del tipo que ha muerto?
—Veintiocho años. Vivía con su madre. Estamos investigando su historial y las condiciones antes del asesinato, puede que vayan apareciendo más cosas.
—¿Y el aviso?
—Llegó por la noche de forma anónima. Era un usuario de un chat que, junto con unos cientos más, estaba conectado con Nicklas cuando cometió el asesinato en directo.
—Puto demente —exclamó Karstensen—. Y la acción en sí, ¿cómo transcurrió?
Cecilie miró brevemente a Troels antes de continuar.
—Nos abrió él mismo. Luego hallamos a la víctima, que estaba en una silla en la habitación del autor.
—Con el hacha de cocina en la cabeza —apuntó Karstensen.
—Correcto. Después registré el resto de la casa mientras Troels mantenía bajo vigilancia al hombre. Cuando regresé tras unos minutos, el tipo presentó resistencia.
—¿No lo esposasteis?
Cecilie negó con la cabeza.
—Al entrar, tuvimos la impresión de que presentaba un comportamiento psicótico y trastornado. Lo más sensato era no agravar la situación y dejar que continuase jugando mientras comprobábamos si había alguien más en la casa. —Cecilie carraspeó—. Desgraciadamente, me tropecé con una mesa al inspeccionar la cocina. El ruido alarmó a Troels, que quiso asegurarse que estaba bien, momento que el sujeto aprovechó para hacerse con el arma.
Karstensen frunció sus pobladas cejas.
—¿Agarró el hacha del cráneo de su madre?
—Sí. Para acto seguido lanzarse hacia Troels —dijo Cecilie agitando los brazos—. Por suerte, Troels estuvo lo suficientemente atento como para agacharse y que yo pudiese tener ángulo de disparo.
Troels la miró sin decir nada.
—Conseguí detenerlo con tres disparos. Falleció en el acto.
—¡Cecilie! —gruñó Karstensen.
—¿Sí?
—¿Me haces el favor…? —Le alcanzó la bolsa de zanahorias. Cecilie metió las uñas en el nudo e intentó aflojarlo.
—¿Quién te ha puesto a dieta?
—El doctor Mengele. Mi médico sádico. Dice que estoy en zona de riesgo de contraer diabetes tipo 2. —Karstensen se dio unas palmaditas en la barriga—. Ketty tampoco parará hasta que haya acabado conmigo.
Cecilie soltó el nudo y le devolvió la bolsa.
—Aquí tienes.
Karstensen sacó una de las zanahorias. Se la llevó a la boca dubitativo, y al comenzar a masticarla, parecía un condenado a muerte a punto de ver cumplirse la sentencia. —¿Y ahora?
—Tenemos que informar a los familiares. Luego esperar el informe de los forenses y técnicos. La Brigada de Investigación Tecnológica se ha llevado el ordenador del sujeto. Espero tener un informe listo para finales de semana y poder cerrar el caso.
Karstensen asintió rápidamente y Cecilie supo que nunca llegaría a leérselo. Se contentaría con que el departamento tuviera un caso menos.
—Vale, vale. ¡Menudo bautismo de fuego! Eh, ¿Troels? —comentó Karstensen.
—Pues sí —respondió ruborizándose—. Menudo bautismo.
—Pero parece que pasaste la prueba con nota.
Troels miró a Cecilie de reojo.
—Troels fue el verdadero responsable de que el asunto acabará así.
—Sí. Es una lástima cuando hay que apretar el gatillo —dijo Karstensen tomando otra zanahoria—, pero si sucede, mejor ellos que nosotros.
Cecilie asintió con la cabeza.
—Mejor ellos que nosotros.
Karstensen dejó la bolsa de las zanahorias.
—No creo que la Unidad de Asuntos Internos tarde mucho en aparecer haciendo preguntas.
—Después de todo, es su trabajo —respondió Cecilie despreocupada—. Estamos a su disposición. ¿John Nyholm sigue trabajando con ellos?
Karstensen sonrió.
—John sigue allí. Y más peleón que nunca. —Karstensen la señaló con la punta de una zanahoria—. Con la suerte que tienes, seguro que se ocupa personalmente del caso, pero aquí no hay nada que rascar.
El eco del comentario quedó en el aire.
Un ¡uyyyy! resonó en el alargado local de Pub & Sport. El bar estaba hasta la bandera y la mayoría se agolpaba en torno a las pantallas gigantes que colgaban del techo. El “equipo de la ciudad” jugaba un importante partido clasificatorio y estaba a punto de adelantarse en el marcador.
Cecilie no era una gran aficionada al fútbol y solo lo seguía a medias. Prefería intentar concentrarse en el golpe que iba a dar. Tras numerosos chupitos y cervezas, la mesa de billar bailaba delante de sus ojos. Golpeó la bola blanca y falló.
—¡Puta mierda! —gritó mientras se enderezaba—. Tu turno, Heino.
Heino se levantó de la silla con dificultad. Había trasegado tanto como Cecilie, así que podía decirse que jugaban con el mismo hándicap. Heino era el arquetipo de hípster, vestía una camisa de leñador y una barba perfectamente recortada.
Después del trabajo, se habían acercado al local para ver el partido junto con un grupo de investigadores. Cecilie se arrepentía de haberse saltado la cena, y le quitó de las manos el cuenco de cacahuetes a Henrik.
—Vaya, vaya, vaya —exclamó de buen humor mientras se limpiaba las manos en los pantalones de pana. Henrik era la segunda persona más veterana del departamento y le faltaba poco para jubilarse. —¿Habéis encontrado algo del tipo ese de hoy? —preguntó con voz gangosa.
—¿De Nicklas Olsen? —Ella negó con la cabeza mientras masticaba—. No mucho, aunque ya tenía un caso abierto de 2015. —Cecilie se tambaleó ligeramente—. Por posesión de pornografía infantil.
—¡La hostia! —dijo Henrik bebiendo de su cerveza.
—Pues sí, la hostia. Así que puede que los de la tecnológica encuentren alguna cosa cuando abran su ordenador.
—¿Sabéis por qué mató a su madre?
—Nah, aún no. Estuvimos hablando con su padre esta tarde y no averiguamos nada. Los padres se separaron hace años y parece que ha estado muy ocupado con su nueva familia.
—Odio tener que informar a los familiares —dijo Henrik entre un escalofrío—. Nunca te acostumbras a eso. ¿Cómo se lo tomó?
—¿Tú qué crees, Henrik? Se quedó en shock.
Henrik asintió.
—¿Le contaste que…?
—¿Que si le conté qué?
—Bueno, que fuiste tú la que…
—No, no le informé de que fui yo, en persona, la que descerrajó tres tiros en el pecho a su hijo. Me pareció que esa información no iba a ayudarle en nada.
—Desde luego que no.
Cecilie agarró su vaso y lo vació. Justo en ese momento, Heino metió la bola en la tronera.
—¡Game over, jefa!
Le mostró el dedo corazón extendido y le cedió el taco a Henrik.
—¿Me haces el favor de machacarlo?
Cecilie se abrió paso por el local repleto de coloridas camisetas hasta el baño. Ese bar era uno de los pocos lugares en la ciudad donde los hombres tenían que hacer cola para entrar en el aseo y donde ella podía entrar en el de mujeres sin esperar. Se paró delante del lavabo y se miró en el sucio espejo. Puta mierda de día. Abrió el grifo del agua fría, se mojó la cabeza y volvió a mirar su imagen en el espejo. El agua fría no había ayudado mucho, pero había hecho que el rímel se le corriese un poco. Jodida puta mierda de día. Intentó arreglarse el maquillaje con un pañuelo de papel, pero le temblaban demasiado los dedos como para conseguirlo. Tiró el pañuelo y se dirigió a los retretes. Las tres puertas estaban abiertas de par en par, eligió la primera y cerró. Sacó la bolsita de coca y esnifó un par de rayas directamente de la tapa de la cisterna. Luego regresó al espejo. Comprobó que no tuviera restos en las fosas nasales y se pasó la mano por el pelo.
—Puta mierda —dijo sonriendo satisfecha.
Regresó al bar, donde reinaba ahora un ambiente más tranquilo. Al parecer, el marcador en el descanso no era favorable y la mayoría de la gente intentaba pedir antes de que sonara el silbato de la segunda parte. Cecilie divisó a Troels, solo en un extremo de la barra. Se abrió camino en esa dirección, pero antes de llegar, se topó con Jesper y uno de sus colegas. Eran de los grupos especiales y tenían esa actitud de chulería a lo James Bond.
—Cuánto tiempo sin verte, Cecilie. Me han dicho que hoy has abierto fuego. —Jesper le dirigió una mirada que nada envidiaba a las de Daniel Craig.
—Sí, desgraciadamente.
—¿Has pensado alguna vez en entrar en los GEO?
—Ya tengo bastante de lo que ocuparme en homicidios.
El compañero de Jesper, que había bebido más que él, sonrió.
—Nos vendrías bien en otros puestos. ¿Estás soltera… si se me permite la pregunta?
Cecilie negó con la cabeza.
—Tengo a Bob XL en casa que me satisface plenamente.
Jesper soltó una carcajada.
—¡Eres perversa, Cecilie! Realmente perversa.
—Hasta otra, chicos —les dijo dirigiéndose hacia donde estaba Troels.
Cuando llegó, captó la atención del camarero y pidió una ronda para ella y para los de la mesa de billar.
—Troels, ¿y tú? ¿Qué tomas?
Miró su media cerveza, que parecía haber perdido toda su fuerza.
—Nada, gracias. Estoy servido.
—¿Estás seguro? Desde lejos tienes pinta de necesitar un Jäger bomb.
—Gracias, pero ya me voy a casa.
El camarero regresó con las bebidas que Cecilie pagó. Se bebió de un trago el chupito de Jäger extra que había pedido y golpeó la barra con el vaso.
—De verdad que siento lo de hoy —insistió Troels.
Levantó el índice y negó con la cabeza.
—Nada de sentirlo, Troels. La próxima vez lo haces mejor y ya está, ¿vale?
—Desde luego. No volverá a suceder. Pero…
—Pero ¿qué? —preguntó ella recogiendo las jarras de cerveza.
—Quiero darte las gracias. Por haberme salvado la vida.
Cecilie sonrió.
—Lo nuestro hubiese sido demasiado breve si le hubiese dejado plantarte el hacha en la cabezota.
Él sonrió azorado.
—Es uno de esos episodios de los que es mejor olvidarse. Hasta luego —le dijo mientras intentaba encontrar una manera de salir de la barra.
—¿Cecilie?
Volvió la cabeza hacia Troels.
—¿Sí?
—Y gracias por… haberle dicho a Karstensen lo que le dijiste.
—Le conté lo que había pasado, ¿o no?
Él miró al suelo.
—Acuérdate cuando hables con los cabrones de Asuntos Internos.
—¡¡¡SIIIIIIIIÍ!!! —El FCK había marcado y todos a su alrededor se volvieron locos.
A las doce y media estaban delante del bar ya cerrado. Hacía tiempo que Henrik y Heino se habían ido a casa, igual que la mayor parte de la troupe. Solo quedaban un par de aficionados borrachos, que usaban los últimos restos de voz para celebrar con cánticos la victoria. Cecilie bajó por Vester Voldgade y comprobó que el alcohol le había vencido la partida a la coca, haciendo que las piernas pareciesen de goma. Valoró la posibilidad de buscar un taxi para regresar a casa, pero no podía dejar el coche patrulla allí. Cincuenta metros por delante de ella, vio a un hombre y una mujer tambaleándose. Discutían en alta voz y el hombre, considerablemente más grande que la mujer, comenzó a empujarla; esta respondía con empellones y la situación parecía a punto de descontrolarse. Cecilie apretó el paso. En ese momento, el hombre llamó a un taxi, que se detuvo a su lado. Abrió la puerta y, de un empujón, metió a la mujer en el asiento trasero.
—¡Métete de una puta vez, zorra!
—¡Eh! —gritó Cecilie al hombre.
—Qué te follen, puta —voceó él a su vez.
Cuando llegó a la altura del coche, el hombre cerró la puerta de golpe. Cecilie llegó a agarrar el picaporte, pero el taxi arrancó y ella perdió el apoyo. El tipo le hizo una peineta mientras el vehículo se perdía por la calle.
Puta mierda pensó mientras seguía las luces rojas del taxi en la noche. A la puta mierda con lo de intentar salvar a todo el mundo. Era hora de irse a casa.
Eran casi las diez de la mañana cuando Cecilie entraba en el departamento de homicidios de la segunda planta. Parecía que acababa de salir de la cama, y más o menos había sido así. Para defenderse del mundo, y de la luz del sol que la fustigaba desde los amplios ventanales, no se quitó sus Ray Ban oscuras. Cuando pasó por el escritorio de Henrik, este le dedicó una sonrisa cansada.
—Pues no es que tú tengas muy buen aspecto, Henrik.
Cecilie dejó caer el bolso sobre su mesa y se sentó en la silla. Sacó del bolsillo de su cazadora negra un tubo de aspirinas efervescentes y buscó algún líquido con el que tomarla. Localizó una taza de café sucia que llenó con su botellín de agua. Fue entonces cuando se dio cuenta de que el puesto de Troels estaba vacío.
—Henrik, ¿Troels no ha llegado aún? —Se quitó las gafas y lo buscó por la oficina.
—Llegó hace rato. Está en la sala dos.
—Vale. ¿Ya han llegado los frikis de la tecnológica?
Él negó con la cabeza.
—No, no vendrán antes de mediodía. Troels está hablando con los de Asuntos Internos, que se han pasado por aquí.
Cecilie dejó caer la aspirina en la taza de café.
—Bien. ¿Sabes a quién han enviado?
En ese preciso instante, Troels apareció en compañía de un hombre de mediana edad y pelo fino. El hombre llevaba un traje negro desaliñado, que, junto con la tez pálida, le hacía parecer un enterrador. Y de los pobres.
—Cecilie Mars —dijo con una fría sonrisa.
—John —le contestó ella con calma. Lo conocía, y sabía que era un pequeño hijo de puta puntilloso y vengativo. Con la cantidad de casos delicados que tenía el departamento de homicidios, John Nyholm era un visitante frecuente.
—Si la inspectora puede hacerme el favor de acompañarme.
Cecilie se levantó y vació la taza. La aspirina aún no se había disuelto totalmente, así que machacó lo que quedaba mientras observaba a Troels. Este evitó su mirada y se sentó.
Cecilie fue con John a la sala de reuniones. Le pareció percibir algo triunfal en sus andares, y le preocupó lo que Troels pudiera haberle contado. Cuando llegaron a la sala, John le sostuvo la puerta mientras ella entraba. Saludó al compañero de John, Alan Svare, un fichaje nuevo en su departamento. Su pelo fino y la piel blanca recordaban a John, pero aún no había adoptado la actitud arrogante de su compañero. También estaba presente Susan, del Sindicato de Policía. Sus prominentes labios rellenos le hacían parecer un pato. Susan actuaba como consejera de los agentes en las investigaciones internas, pero Cecilie aún no la había oído decir nada sensato, a pesar de conocerla desde hacía ya muchos años.
Cecilie comenzó a explicar su versión de los hechos, que no difirió en nada de lo hablado con Karstensen el día anterior. Allan Svare preguntó por un par de detalles, mientras John permaneció reclinado en la silla. Aún no había abierto su libreta negra, contrariamente a lo que solía hacer. Después de un cuarto de hora, John por fin se movió. Se rascó la nariz y se echó hacia adelante.
—¿Podríamos repasar el momento concreto de los disparos?
—Desde luego. —Intentó sonreír a los demás.
—Cuéntanos con tus propias palabras cómo sucedió.
Dudó y dio un trago del vaso de agua que Susan le había preparado. Si la pillasen mintiendo a Asuntos Internos, sería acusada y despedida inmediatamente.
Dejó el vaso y explicó cómo Troels, heroicamente, se había agachado para que ella pudiera tener ángulo de tiro y neutralizar al sujeto.
Tanto Allan como John plantearon, a continuación, preguntas sobre si le había gritado, si había realizado algún disparo a modo de advertencia y sobre el número de balas que había requerido para detenerlo. Eran preguntas rutinarias que aclaró sin más contrariedades. Observó que, durante toda la reunión, John aún no había anotado nada en su cuadernito negro.
Poco después, le agradecieron su tiempo y Cecilie se levantó.
—Menuda experiencia para tu nuevo compañero —le dijo John mirándola—. Todavía parecía conmocionado.
—Troels se desenvolvió bien.
—Sí, sí, además, tampoco es su primer muerto, ¿no?
—No —respondió Cecilie—, lleva en el departamento casi un año, así que…
Todos miraron a John, que abrió su libreta y la ojeó hasta que encontró lo que buscaba.
—Sí, justo. Recién aterrizado de Hobro y su primer día empezó con un asesinato en la zona de Nordvest, ¿no es así?
—Lo recuerdas mejor que yo —respondió Cecilie, aunque no era cierto.
—Cerebro privilegiado —sonrió John—. Hassan Amir. Tiroteado en el pecho. Justo en tu barrio. ¿Conocías a Hassan?
Cecilie se metió las manos en los bolsillos y se quedó mirando a John, que seguía sentado.
—Todo el mundo conocía a Hassan y a la banda de la que era miembro. ¿Por qué?
—Sí, John, ¿tiene alguna importancia ahora? —inquirió Susan, superando así su propio récord de preguntas brillantes.
John cerró la libreta y agitó la mano en una disculpa.
—En absoluto. Como dije antes, es tan solo mi cabeza. Simplemente, me acordé del caso… y los rumores de entonces. Y que fue el primer caso de Troels.
—¿Qué rumores? —preguntó Cecilie.
John rio entre dientes.
—Como Susan ha apuntado, no tiene ninguna relevancia. Gracias por tu tiempo y tu colaboración. —Le hizo un pequeño gesto como para indicar que la reunión había terminado.
De vuelta al departamento, Cecilie iba pensando en lo que John podía estar tramando. Era evidente que no solo había ido a investigar las circunstancias de la muerte de Nicklas. Si hubiese sido así, lo habría abordado de un modo muy diferente. No se habría librado tan fácilmente.
—¿Estás bien?
Troels se volvió en la silla y la miró.
—Sí, desde luego. Todo bien, creo… ¿no? —Se mordió el labio.
—Sin problemas. —Dio la vuelta a la mesa y se sentó en su puesto. Cecilie encendió el ordenador mientras pensaba que John era perfectamente capaz de darse cuenta si Troels mentía, pero no le había prestado atención y había permitido que ella le contase la misma patraña sin inmutarse. Es más, había esperado pacientemente hasta encontrar la rendija a través de la cual poder sacar el tema por el que realmente había ido hasta allí. John quería ver su reacción al mencionar el antiguo caso de Hassan, aunque solo fuera para ver si los rumores que había oído podían ser ciertos. Había obtenido lo que había ido a buscar, e intuía que eso era solo el comienzo de algo que podría acabar mal para ella.
—Los de la tecnológica están de camino —dijo Henrik con el teléfono en la mano.
Cecilie asintió y sacó un par de paracetamoles para hacer compañía a la aspirina.
Los silos de hormigón de Bellahøj se alzaban contra el cielo vespertino mientras ofrecían una mayestática imagen a la luz mortecina. Las desgastadas viviendas fueron originariamente, en los años sesenta, parte de un celebrado proyecto, pero en la actualidad todo el barrio ocupaba un puesto destacado en las listas de zonas marginadas.
Cecilie cruzaba el barrio en dirección al bloque en el que vivía. Sacó el brazo por la ventanilla abierta mientras miraba las vacías aceras que se extendían entre los edificios. La mayoría de los residentes, sabiamente, permanecían en casa cuando oscurecía. Cecilie divisó a un chaval que iba a toda velocidad en su bici de trial. Era uno de los macarras del barrio que vigilaba para los más mayores, a los que probablemente ya habría avisado de que la puta poli estaba de vuelta. Tras la muerte a tiros de Hassan, aún no aclarada, todos los pececillos se mantenían a una prudencial distancia de ella.
Hassan era su líder. El rey de las aceras, en las que nadie del barrio se sentía seguro. Los pandilleros habían intentado asustarla para que se fuera de Bellahøj, e incluso la habían atacado. No había acabado bien para ella, pero tampoco para Hassan y algún otro. Cecilie no había denunciado el episodio; había llegado a una tregua armada entre ella y la pandilla. Por desgracia, poco tiempo después Hassan pasó a ser miembro de pleno derecho de los Nordvest Brothers. Con razón, Cecilie lo había evitado hasta la noche en la que cayó en una emboscada bajo el puente de Bispeengbuen, un lugar en el que no había ni testigos ni cámaras de vigilancia. Donde Hassan recibió tres tiros en el pecho por parte de un autor desconocido, que ni dejó rastros de ADN ni un arma del crimen. Ella fue la encargada del caso y la que después lo enterró bien profundo.
Los rumores sobre la implicación de Cecilie se extendieron rápidamente por el barrio, pero hasta el momento, los Brothers no habían hecho nada, lo más seguro que porque estaban en guerra con los Rebels del barrio de Amager, que pretendían instalarse en la zona.
Cecilie aparcó el Golf negro y salió con la caja de pizza en una mano. Mientras cerraba el coche, aspiró el aire frío de la tarde. Observó por encima del techo del coche el asfalto calcinado a diez o quince metros de distancia. La mancha negra dejaba constancia del coche que había saltado por los aires un par de semanas atrás. La explosión le había costado la vida a un miembro de los Rebels y había convertido el vehículo en un montón de chatarra.
Cecilie caminó por el oscuro sendero hasta su portal. Tomó el ascensor, que olía a pis, hasta el piso superior, donde se encontraba su apartamento. Al entrar en el salón, fue recibida por una figura musculosa de pie junto a la puerta de la terraza. Cecilie encendió la luz.
—Hola Bob. ¿Me has echado de menos?
Dejó la bandeja de la pizza en la mesa del salón y se quitó la chaqueta de cuero. El maniquí de boxeo de la altura de un hombre la miraba en silencio. Bob XL tenía arrugas en la cara y parecía una mezcla entre Kim Bodnia y un boxeador del siglo pasado. No tenía ni brazos ni parte inferior de las piernas; se sostenía sobre una columna ajustable. A cambio, su desnudo y musculoso torso de látex exhibía una envidiable tableta y una entrepierna abultada, señal de que era un hombre.
Cecilie se sentó en el sofá y abrió la caja de pizza. El contenido era, como de costumbre, un número ocho de la pizzería de la esquina. Venecia, regentada por tres kurdos, algo que le daba autenticidad al plato, pues siempre la pedía con shawarma por encima.
—Hoy ha pasado por el departamento el cabrón de John Nyholm —le dijo a Bob agarrando un trozo de pizza, doblándolo por la mitad y dándole un buen bocado—. Solo para husmear en el viejo caso Hassan. —Tomó una servilleta y se limpió la boca— No oficialmente, peeeeeero… —le guiñó el ojo al muñeco—. John puede hundirnos. Y si yo caigo, tú también, Bob. —Se comió otro trozo más—. Lo que más me preocupa, es cómo un rumor de barrio puede haber llegado hasta Asuntos Internos y hasta John. Todos los de por aquí suelen estar tan callados como tú, Bob. Y sin embargo, alguien se ha ido de la lengua. A menos que John tenga en marcha su propia investigación, que tendría como único objetivo encontrar algo con lo que atacarme. —Apartó la caja vacía y se limpió los dedos—. Tenemos que ser prudentes, Bob. Corren tiempos peligrosos. —Alargó el brazo para sacar de su chaqueta el tubito de coca que llevaba en el bolsillo, desenroscó la tapa y lo golpeó contra el dorso de la mano. No había ni para una sola raya, así que optó por frotarse las encías con los tristes restos. El efecto era pobre, pero lo suficiente como para levantarla del sofá. Se quitó la camiseta y los zapatos. Vestida solo con unos vaqueros y un sujetador deportivo, comenzó a lanzarle puñetazos a Bob; un par de golpes a la mandíbula y luego uno duro a los riñones. Cada vez eran más rápidos. Contra el cuerpo. La cabeza. Los huevos. Bob lo encajaba todo. Diez minutos después estaba empapada en sudor y se apoyó agotada en el muñeco. Intentó recobrar el aliento. Tenía la pizza atascada en la garganta y salió al balcón para tomar aire fresco.
Allí arriba, en la planta decimocuarta, el viento soplaba con fuerza y refrescó rápidamente su cuerpo sudoroso. Se reclinó en la barandilla y miró hacia Copenhague, que se extendía como una alfombra luminosa y brillante. Desde su terraza tenía una visión panorámica de toda la capital. Aparentemente, unas bonitas vistas, pero sabía la podredumbre que acechaba debajo. Cada uno de los distritos de la ciudad tenía sus asesinatos, a cuál más bestial. En realidad, lo que estaba contemplando era una ciénaga de maldad.
Cecilie estaba dándole la última mano de pintura al informe del caso de Nicklas Olsen. O mejor dicho, los últimos dedos, porque aporreaba el teclado con solo dos de ellos. Nunca consiguió dominar la mecanografía, y tampoco dejaba de tener problemas con la ortografía. Sin embargo, era una satisfacción ponerle, literalmente, el punto final al caso.
—Cecilie —la llamó Heino desde la puerta.
—Ahora no, Heino, tengo que acabar esto.
—No es cosa mía; Karstensen quiere verte.
—¿Puedes decirle que el informe ya está casi listo? En media hora lo termino.
—Dice que ipso facto. —Heino bajó la voz—. Parece bastante cabreado.
Cecilie dejó de teclear y se reclinó en la silla.
—Así que todo sigue igual.
—Troels, tú también estás invitado —dijo Heino.
Troels levantó la vista del ordenador.
—¿Yo…? —preguntó nervioso.
Cecilie y Troels recorrieron el pasillo en dirección al despacho de Karstensen.
—¿De qué crees que querrá hablar? —preguntó él.
—Ni idea —le respondió moviendo la cabeza—. ¿Cuántos dedos utilizas al escribir?
—Todos, creo.
—Estupendo, pues vas a ser tú quien pase los informes.
Cecilie llamó a la puerta y los dos entraron. Le sorprendió que Karstensen no estuviera solo: estaba sentado en un extremo de la mesa de reuniones en compañía de un hombre más joven y una mujer. Les pidió a Cecilie y Troels que tomaran asiento, y presentó al hombre como Palle Hjort, de la oficina del Director de la Policía, y a la mujer como Birgitte Lund, del gabinete de prensa del Ministerio del Interior.
—¿Qué ha pasado? ¿Se ha fugado Peter Lundin? —comentó Cecilie sonriendo.
Nadie respondió.
—Me alegro de que conserves tu sentido del humor, Cecilie. Yo me he quedado sin él —respondió Karstensen—. Ha salido a la luz en Internet un vídeo bastante problemático relacionado con vuestro último caso.
Cecilie asintió.
—Era solo una cuestión de tiempo que ocurriera.
—¿Entonces ya sabes de que se trata? —comentó Karstensen sorprendido.
Cecilie sintió que todos los ojos la miraban.
—Lo vimos el otro día en la reunión con la brigada tecnológica.
—¿Por qué no se me informó?
—Porque estoy terminando el informe.
—Pero es un desastre. Todas las reacciones que nos llegan —dijo Karstensen con tal vehemencia que se le escapaba saliva de la boca.
Cecilie estaba sorprendida por el nivel de excitación, que, incluso teniendo en cuenta que se trataba de Karstensen, estaba al límite.
—Que grabase el asesinato de su madre y que después haya publicado el vídeo, desde luego que no es agradable. ¿Se podría prohibir que la prensa lo reprodujera? —Sonrió con empatía hacia Palle, que apartó la mirada. Conocía a los de su clase, era otro chico de los recados del director de la policía, con ambición y pocos escrúpulos, a partes iguales. Sin duda, ya tenía en su mira el despacho de Karstensen.
Karstensen negó con la cabeza.
—¡No es ese el vídeo del que hablamos!
—Entonces creo que no os sigo.
Karstensen giró el portátil hacia Cecilie y Troels. Intentó abrir el fichero, pero en su nerviosismo no daba con la tecla correcta. Birgitte acudió en su ayuda y puso el vídeo en marcha.
Estaba tomado con la cámara del ordenador de Nicklas y tenía la misma mala calidad que el del asesinato de su madre. La breve secuencia de vídeo mostraba a Nicklas en la puerta de su habitación con la espalda vuelta hacia el objetivo. De pronto, se cae hacia atrás, como si alguien lo hubiese empujado y arrastra en su caída el ordenador y la cámara hasta el suelo. La cámara sigue grabando desde el suelo y encuadra a Nicklas, que yace sin vida, mientras Cecilie se aproxima. Con la pistola en una mano, lo mira mientras él exhala, tras lo cual, se congela la imagen.
—El vídeo se colgó en Internet esta mañana. Tiene más de ciento cincuenta mil visualizaciones —dijo Birgitte. Sus cejas tatuadas no estaban iguales, lo que le daba una continua expresión de escepticismo.
Cecilie aspiró profundamente.
—Los de la tecnológica dijeron que no había más material en el ordenador de Nicklas. ¿De dónde ha salido esto?
—No estaba en el ordenador —respondió Karstensen—. Según la brigada, alguno de los que jugaba online con Nicklas lo grabó.
—¿Y sabemos quién? ¿Podemos parar la fuente?
—Ya es demasiado tarde para contenerlo. El fichero se ha compartido quince mil veces.
—Pero aun así podríamos solicitar una orden judicial…
—La prensa nos ha estado llamando sin parar —respondió Birgitte—. Ekstra Bladet, en especial, quiere saber cómo la Policía puede disparar a un hombre desarmado.
Cecilie negó con la cabeza.
—¡Pero no estaba desarmado! ¡Atacó a Troels!
Birgitte se acercó al ordenador y pulsó una tecla que puso en marcha el vídeo de nuevo.
—En este momento, Nicklas está parcialmente fuera de encuadre y en ningún momento se puede ver el arma.
Cecilie miró el vídeo y tuvo que darle la razón a Birgitte. Efectivamente, parecía que Nicklas estuviera desarmado.
—Y eso no es todo, pues el mismo periodista ha investigado el historial médico de Nicklas Olsen y ha contactado con el jefe del departamento de psiquiatría en el que lo trataron hace unos años.
—“La Policía dispara a un joven retrasado” escribe B.T. —dijo con afectación Palle Hjort, mostrando su teléfono para que todos pudieran ver el titular en la pantalla—. Esto tiene pinta de que va a convertirse en una enorme bola de mierda. El director de la Policía no está precisamente muy contento —añadió dejando el teléfono sobre la mesa.
—Ni los demás tampoco —remarcó Cecilie.
—Quizá la próxima vez deberíais investigar el historial de vuestros criminales antes de poneros a pegar tiros —dijo Birgitte malhumorada.
Cecilie iba a replicar, pero se controló.
—¿Nos interesa encontrar el vídeo completo? —preguntó Palle Hjort.
—¿Qué quieres decir? —le cuestionó Karstensen.
Palle Hjort se estiró en la silla con indolencia.
—Yo qué sé. Solo intento contener el desastre lo mejor posible. ¿La acción se llevó a cabo correctamente?
—Sí, claro —respondió Kastensen—. La unidad de Asuntos Internos ya ha estado por aquí. No hay nada que esconder, ¿verdad? —Karstensen miró a Cecilie y luego a Troels, cuyo rostro se encendió.
—Todo se hizo según el manual —contestó Cecilie—. Pero en lugar de dedicar semanas a buscar un vídeo que quizá no exista, ¿por qué no sacamos a la luz el vídeo en el que se ve a Nicklas matando a su madre? Ahí sí se ve claramente el arma del crimen.
—Prefiero ignorar esa sugerencia —dijo Palle Hjort.
—Sí, sería precioso —intervino Birgitte levantando las cejas, que por un momento parecieron rectas.
—La gente vería a lo que nos enfrentamos —añadió Cecilie mientras movía los brazos animadamente.
—Gracias por la aportación. Ya hemos oído suficiente —dijo Karstensen con sarcasmo mientras señalaba la puerta.
Cecilie se levantó y se llevó a Troels con ella. Cuando salieron al pasillo, él la miró inquieto.
—¿Y si aparece todo el vídeo?
—Baja la voz, Troels.
—Pero ¿y si muestra… lo que ocurrió realmente?
—Ya hemos dicho lo que ocurrió realmente. —Echó un rápido vistazo a su alrededor—. Mira, si el vídeo mostrase algo que de alguna manera pudiera comprometernos, no hay nada que hacer. Así que borra esa cara de pánico, ¿vale?
Volvieron en silencio al departamento. Tanto Henrik como Heino y algunos de los detectives más cercanos los miraron; estaba claro que ya estaban circulando artículos de prensa por Internet, pero ninguno dijo nada.
Cecilie volvió al trabajo para terminar el informe, aunque la muerte de Nicklas no parecía querer dejarla en paz. Pensó si podría haber actuado de diferente manera. ¿Quizá haber disparado a herirlo? ¿Dispararle solo una vez? No era sano pensar en esas cosas, ni para el sueño, ni para su capacidad de reacción. Aun así, le preocupaba haberle pegado a Nicklas tres tiros en el pecho, sin titubear, y después… no haber sentido absolutamente nada. Eso tampoco podía ser sano.
Una hora después, Karstensen la volvió a llamar a su despacho. Estaba solo, sentado tras la mesa y enfrascado con sus zanahorias.
—Esto es una auténtica mierda, Cecilie.
—Yo no lo habría expresado mejor.
—La sugerencia de la oficina del director de la Policía es que te suspendamos mientras los de la Unidad Régimen Disciplinario “investigan” el caso —dijo formando unas comillas en el aire.
—¿No tenemos suficientes casos de los que ocuparnos?
—Sí, desde luego. Por eso he decidido seguir la recomendación de Birgitte.
—¿Y es…?
—Mejorar la imagen del departamento.
—Me temo que no acabo de entenderte. ¿Tenemos que recoger las tazas de café de las mesas y vaciar la papelera?
—No, hay que recuperar la confianza de la opinión pública. Presentar una imagen positiva. —Karstensen tenía un aspecto sereno, sonriendo con la zanahoria entre los dientes.
—Te juro que no te sigo.
—Tenemos que promocionarnos. Eso es lo que sugirió Birgitte.
—Sigo sin tener ni repajolera idea de lo que eso significa.
Unos días después, Cecilie y Birgitte Lund se dirigían hacia la entrada principal del Instituto de Ørestad bajo una fuerte lluvia. El colorido edificio destacaba vívidamente entre el resto de aburridos silos de oficinas que se levantaban en el corazón de Amager.
—Esto es una auténtica pérdida de tiempo.
—No para el director de la Policía. La bola de mierda en la que estamos no para de crecer. Mira los periódicos.
—Con razón no los leo. Pero, en cualquier caso, no consigo entender cómo una visita a un instituto va a cambiar algo.
—No se trata de una sola, Cecilie. Te tengo preparado un itinerario completito que también incluye los programas municipales de Escuela, Servicios sociales y Policía y el de asesoramiento a la enseñanza secundaria. Están teniendo mucho éxito, seguro que haces un buen papel.
—Y mientras tanto, ¿qué pasa con la investigación de los asesinatos? ¿Quién les va a explicar a los allegados que aparcamos sus casos para mejorar las encuestas?
Birgitte le puso morritos.
—Desde luego que las cosas no son nada fáciles contigo, Cecilie. Considéralo una acción preventiva, ¿vale? Una manera de conectar con los jóvenes.
Jette Ålund, la directora del instituto, las recibió al entrar. Estaba tan radiante como el fular que llevaba al cuello y muy contenta de saludarlas.
—Este lugar es fantástico —comentó Birgitte mientras cruzaban hacia el auditorio—. Aquí se respira creatividad y ganas de aprender, ¿no te parece, Cecilie?
—Desde luego, por lo que recuerdo es mejor que los locales de la escuela de policía —respondió Cecilie.
En el aula magna las esperaban unos ciento cincuenta alumnos. Cecilie saludó al resto de participantes en la mesa redonda: un psicólogo, un especialista en adicciones y un trabajador social ya entrado en años. Ninguno de ellos parecía entusiasmado con su presencia.
Jette dio comienzo a la reunión explicando que no había un programa fijo y que los alumnos podían plantear preguntas sobre los problemas con los que se topaban en el día a día. La directora presentó a cada uno de los integrantes de la mesa hasta llegar a Cecilie.