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La justicia social en educación está siendo puesta en cuestión por políticas globales que han considerado la gestión de expertos y la utilidad económica por encima de los fines sociales y del bienestar común. En un contexto neoliberal, los sistemas educativos se convierten en empresas que compiten en las cuales el conocimiento supone una inversión económica y una preparación para el mundo del trabajo. ¿Están agotados los modelos educativos? ¿Es todavía posible una escuela que se preocupe por conseguir la equidad, el pensamiento crítico y la libertad de conciencia? Este libro enfrenta los planteamientos de políticas y reformas educativas globales cuyo objetivo es la rentabilidad, la eficacia y el control de la educación con un proyecto colectivo y democrático para educar a la ciudadanía desde una concepción republicana, con igualdad política y cívica. Para ello, de una forma sencilla y utilizando ejemplos de distintas leyes educativas, como la LOMCE, recorre esta dialéctica abordando desde los objetivos de la educación en un mundo diverso, la finalidad de educar en sociedades globalizadas, qué cabe enseñar en la sociedad del conocimiento o cómo se enseña bajo modelos educativos de homogeneización y mercantilización cultural, hasta la profesión docente, sus condiciones de trabajo y su formación. La educación no se puede concebir como un mero servicio, inversión o mercancía, ni las políticas deben avivar la competencia entre los centros o entre las familias para que sus hijos consigan un mejor trabajo. La educación es un valor en sí mismo que genera individuos libres y sociedades más democráticas: es pensamiento, política y educación, nunca competencias, gestión y entrenamiento.
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COLECCIÓN: Recursos educativos
SERIE: El diario de la educación
TÍTULO: Políticas educativas en un mundo global
Primera edición (papel): junio de 2019
Primera edición electrónica: abril de 2020
© Carmen Rodríguez Martínez
© de esta edición:
Ediciones OCTAEDRO, S.L.
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Tel.: 93 246 40 02
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ISBN (papel): 978-84-17667-45-0
eISBN: 978-84-18083-89-1
Diseño de la cubierta: Tomàs Capdevila
Realización y producción: Editorial Octaedro
Los niños y niñas deben ser educados sobre cómo pensar, no acerca de qué deben pensar.
MARGARET MEAD
A Juande y a muchos profesores y profesoras como él.
El Estado de una sociedad democrática tiene la obligación de favorecer el bienestar de todos sus ciudadanos y ciudadanas y de justificar su acción pública. Tiene un compromiso con la provisión de ciertos bienes básicos que son indispensables para que cada persona afirme su autonomía en igualdad de condiciones y no bajo las posibilidades y limitaciones que le han proporcionado sus circunstancias.
La educación forma parte de esa serie de programas que dan legitimidad moral a los estados en las sociedades democráticas, por los derechos que crean sobre la ciudadanía. Forman parte de las políticas de justicia social (redistribución) que ponen las condiciones para que no haya discriminación ni represión y todas las personas adquieran la posibilidad de formarse, tener conciencia, responsabilidad y poder disfrutar de la libertad. En educación no basta con la igualdad de oportunidades, porque esta pone el énfasis en la igualdad de acceso y deja a la libre competencia y a la desigualdad económica y social la desigualdad de resultados. Por ello, la justicia social no queda garantizada con el acceso de toda la población a una plaza escolar e implica, asimismo, un modelo de escuela determinada, científica, laica, gratuita, democrática y comprensiva (Gómez Llorente, 2000), que permita la incorporación plena a la sociedad, en el doble plano laboral y social, con autonomía para tomar decisiones y con solidaridad para vivir con otros y hacia los otros (Nussbaum, 2002; Unesco, 2011).
En las últimas décadas los programas nacionales de educación se han visto influidos por políticas internacionales que han buscado la convergencia entre países de diferentes regiones e, incluso, la interconexión a escala mundial. La globalización económica, social, cultural y política es ensalzada por defensores del triunfante capitalismo global y denostada por quienes ven crecientes mecanismos de desigualdad y marginación que excluyen a una parte importante de la población. Los gobiernos nacionales están viendo recortada su autonomía por la influencia de una agenda común en políticas educativas que han hecho de la educación un instrumento para la mejora de la economía y la competitividad entre países.
Estas políticas se caracterizan por la pérdida del sentido de lo público tanto en educación como en servicios sociales, infraestructuras, sanidad o investigación, con un discurso contrario a las políticas de intervención de los estados para garantizar el bienestar de la ciudadanía en estos derechos básicos. El Estado provisor ha sido cuestionado por procesos de globalización que han considerado la gestión de expertos, así como la economía, por encima de los fines sociales y políticos.
En nuestro país nos encontramos con una cultura escolar que ha nacido con graves retrasos, que incorpora de forma tardía la enseñanza comprensiva (LOGSE, 1990), que la hace compatible con unos currículos muy extensos y memorísticos y con una enseñanza selectiva y diferenciada como consecuencia del retraso democrático, cultural y educativo que supuso el régimen franquista. No será hasta la Ley General de Educación (1970), una ley tecnocrática en un contexto político autoritario, cuando se vuelva a considerar la educación «como un servicio público fundamental», porque hasta entonces el Estado era subsidiario en la educación respecto a la Iglesia y a la familia.
En este contexto, las políticas promovidas por Europa, en lo que se ha denominado la Agenda de Lisboa (2000), han planteado una convergencia entre las políticas de los Estados miembros en un marco común, donde lo más importante es reforzar la unión entre la educación y la formación y las políticas de empleo. A partir de este momento las políticas educativas van a estar dirigidas a la producción de «capital humano» para una economía competitiva. El proceso de convergencia entre los países europeos consiste en: establecer objetivos cuantificables e indicadores para calcular el progreso, realizar evaluaciones comparativas con otros países, crear benchmarks o puntos de referencia e intercambiar buenas prácticas (Hatcher, 2008). Con todo, esto no quiere decir que sea aplicada por todos los países europeos, al menos no de la misma forma.
La influencia de estas políticas en educación empiezan a implantarse con la LOE (Ley Orgánica de Educación de 2006) del gobierno socialista, la cual, aunque mantiene el espíritu comprensivo de la ley anterior (LOGSE), incorpora de manera clara el discurso de la eficacia, la calidad, las competencias y la evaluación del sistema educativo (Gurpequi y Mainer, 2013). Abre las puertas a políticas de convergencia europea en el sistema educativo siguiendo indicadores y objetivos europeos que serán reforzados por la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (LOMCE).
La LOMCE de 2013 sirve de ejemplo a este tipo de políticas contrarias a los programas sociales del estado del bienestar que garantizan el derecho a la educación y va a cumplir al pie de la letra el mandato neoliberal de Europa (ET2010 y ET2020), e incluso intensificará estas políticas añadiendo selección, itinerarios y centralización del currículo, además de propuestas de corte más conservador, con respecto a la religión y la segregación por sexos. Sus dos pilares fundamentales son la privatización, la provisión de la educación no solo por parte del Estado y la competitividad, lo cual hará que los centros educativos funcionen como empresas. Estos modelos educativos en los que el conocimiento es una inversión económica y una preparación para el mundo del trabajo se extienden a nivel mundial, porque muchos lobbies han detectado la oportunidad del gran negocio que puede suponer la educación.
Son reformas educativas que plantean la ruptura de la idea de igualdad, aspiración con la que nacen los sistemas nacionales (en parte) y que en nuestro país, a partir de la transición, significa el ascenso para una parte importante de la sociedad. La LOMCE no es una ley más, sino que representa a las que defienden la ruptura de una educación con la misma calidad para todo el alumnado, porque renuncia a que reciban una educación integral y de igual valor hasta los 16 años, y por la diferenciación que va a crear entre centros educativos. Los itinerarios, especializaciones, evaluaciones públicas, privatización de la enseñanza y elección por parte de las familias de centros escolares conducirán a reforzar los patrones de desigualdad social.
No se basan en el pluralismo, sino en la selección y en la redistribución del trabajo por talentos a partir del sistema educativo, en una educación que ofrece una preparación dirigida al mundo del trabajo, a fin de crear personas sumisas, sin capacidad crítica o pensamiento autónomo para transformar las estructuras, sino solamente para reproducirlas. Leyes que adoctrinan a través de disciplinas útiles para el mundo del trabajo, aquellas que no desarrollan el pensamiento o la creatividad y que refuerzan, por el contrario, la doctrina y la religión.
En nuestro país es el único caso de ataque a un programa social, como es la educación, que supone un derecho fundamental, que se va a realizar a través de una ley orgánica. Ha contado con la oposición al completo de todos los partidos políticos y con una fuerte reacción de la ciudadanía. La segregación, la desigualdad y el fracaso escolar no se pueden evitar si no se blinda el sistema educativo a la privatización. La única forma de contar con una educación pública de calidad es teniendo un sistema educativo plural donde nuestros alumnos y alumnas disfruten del derecho a la educación en las mismas condiciones y no reciban el efecto de los pares agrupando al alumnado en función de su condición social.
La equidad, que significa dar a cada uno lo que le corresponde según su mérito y condición, según Rawls (Gargarella, 1999), ha escorado hacia el mérito y ha considerado la condición de origen como una causa que también entorpece el mérito. Las condiciones sociales y económicas están sirviendo para justificar la diferencia de mérito, en el mejor de los casos, o para demostrar que no todo el mundo se merece el mismo nivel de educación. Se antepone la concepción hobbesiana de libertad individual, frente a la libertad civil de la concepción republicana, que combate primero la dependencia y la vulnerabilidad para que las personas puedan decidir ser libres.
La aplicación de la ley no ha carecido de oposición, mientras que el Gobierno mostró un estilo contrario al respeto democrático que se espera a las instituciones del Estado. Después de aprobar toda la oposición una proposición de ley (PL) en el Parlamento (diciembre de 2016) que deroga el decreto de las evaluaciones finales de etapa (reválidas) y se sitúa como paso previo a la derogación de la LOMCE y a su sustitución por un proyecto de ley básica de educación, la PL es impugnada por el Gobierno del PP en la mesa del Congreso y ante el Tribunal Constitucional, todo ello dentro de la legalidad vigente.
Tras esta sensación de impunidad, en el año 2017 se cayó en la trampa del pacto educativo para lograr un acuerdo social y político por la educación (la subcomisión inicia sus labores el día 14 de febrero de 2017), que el Partido Popular aprovechó para seguir aplicando la ley. Es en este momento cuando queremos la derogación total de la LOMCE y no una leve modificación de algunos de sus supuestos, cuando se produce una desviación del tema, planteando la formación del profesorado, su evaluación y la carrera docente, haciendo parecer que el problema no es la ley sino el profesorado y su «mala formación», que necesita incentivos. Sin ignorar que, a partir de la crisis de 2008, la formación del profesorado ha desaparecido en mucha comunidades autónomas y sus condiciones de trabajo han empeorado, lo que contribuye a una degradación de todo el sistema educativo.
Somos conscientes de que los pactos no son siempre fáciles y de que las personas somos plurales. Pero hay principios comunes de igualdad, libertad y laicidad que han de ser defendidos frente a una determinada excelencia, al dogma o a la religión en la escuela, que no menoscaban a ninguna perspectiva ideológica, sino que son respetuosos con todas. Los pactos o acuerdos tienen que ampararse en principios democráticos, sobre los fines de la educación que pongan en el centro a los niños y niñas y supongan un avance en la democracia y en el bienestar común.
Una escuela pública, comprensiva e inclusiva donde la educación es un derecho universal y donde se trata de conseguir la equidad para todo su alumnado. Un modelo de escuela democrática, participativa, y que ha de servir para el fomento de la autonomía y para que se desarrolle el pensamiento con libertad, con conciencia y de una forma crítica.
La educación nunca puede ser entendida como un servicio, una inversión personal, una mercancía, ante la que nos comportamos como clientes, por lo cual deba ser liberalizada para competir en el mercado educacional; a costa de ser desigual su oferta, basada en la elección y en conseguir una mayor rentabilidad. Eso supone desarrollar un sistema educativo desigual y también el empeoramiento de las condiciones laborales y docentes del profesorado, dado que prima la eficiencia, una menor inversión con un supuesto mayor rendimiento.
Las cuestiones importantes siempre se mantienen abiertas: las que tienen que ver, por ejemplo, con la definición de educación, con la determinación de los fines educativos, con la forma de alcanzar la democracia… Hay siempre una tendencia a dirigirse hacia una conclusión, a acabar el boceto, a mirar hacia atrás y contemplar un todo articulado. Pero cada lector debe esforzarse por encontrar su propia conclusión.
GREENE (1997: 86-87)
La educación ha sido objeto central de teorías que han querido transformar la sociedad y de gobiernos, que la han visto como un instrumento para conseguir su objetivo. Pero estos presupuestos tendrían un sentido tiránico y les negaría a las nuevas generaciones su propio papel de diseñadoras del mundo. Una educación de calidad ha de proporcionar herramientas conceptuales a los sujetos para su autodeterminación, a la vez que les permita participar activa y responsablemente en su sociedad.
Las sociedades democráticas requieren de la participación de ciudadanos y ciudadanas en la vida política, y la educación es la vía que hace posible una participación consciente e ilustrada. Las relaciones entre política y educación muestran, por tanto, unos vínculos patentes.
Sin embargo, los sistemas nacionales de educación no se justifican solo como un medio que forme a estos nuevos ciudadanos para que puedan ejercer su libertad, sino que responde también a la necesidad de cualificación de los empleados en la incipiente sociedad industrial. No podemos olvidar que servirán a la burguesía en la defensa de sus intereses (Gómez Llorente, 2000).
La igualdad de oportunidades significó la universalización de la escolarización, que se fue extendiendo desde el siglo pasado y que alcanzó, sobre todo después de la Segunda Guerra Mundial, a colectivos que anteriormente no habían tenido acceso a la educación, como el femenino –en nuestro país, con retraso, a partir de la Ley General de Educación–, y creó la imagen de que los talentos o el trabajo aplicado y continuado asegurarían que cualquier ciudadano podría ocupar cualquier puesto en la sociedad (meritocracia de talentos).
No obstante, el acceso generalizado de individuos al sistema educativo demostró que este tipo de medidas no son suficientes para alcanzar la igualdad, como nos hicieron ver múltiples investigaciones en la década de los setenta y los ochenta del siglo pasado,1 al demostrar que los menos favorecidos no llegarían a la cúspide de la pirámide de dicho sistema. De hecho, en todos los estudios sobre rendimiento escolar, como el propio informe PISA, se mantiene una correlación con el origen social.