Prohibido morir aquí - Elizabeth Taylor - E-Book

Prohibido morir aquí E-Book

Elizabeth Taylor

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Beschreibung

Una lluviosa tarde de domingo, poco después de haber enviudado, Laura Palfrey llega al Claremont para iniciar una nueva vida. En el hotel la esperan cuatro huéspedes permanentes, días ordenados en torno a las rutinas de las comidas y los programas de televisión. Solo modifica el tedio la visita esporádica de algunos familiares. Pero nadie va a ver a Laura. Cuando de pronto conoce en la calle a Ludo, un joven a quien desvela el deseo de ser escritor, juntos elaboran un plan para compensar la soledad a la que la tienen sometida. Elegida por The Guardian como una de las mejores novelas de todos los tiempos, candidata al Booker Prize, Prohibido morir aquí es la obra maestra de Elizabeth Taylor. Su genio reside en la forma tan verosímil con que sabe capturar cada detalle revelador de la vida cotidiana. El encanto poético, la precisión de las observaciones, un milagroso sentido de la ironía y un afinamiento justo de la voz terminan por componer una narración vívida, inolvidable, extraordinariamente conmovedora.

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Prohibido morir aquí

Elizabeth Taylor

Prohibido morir aquí

Traducción de Ernesto Montequin

Índice de contenido
Portada
Portadilla
Legales
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX

Taylor, Elizabeth

Prohibido morir aquí / Elizabeth Taylor. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : La Bestia Equilátera, 2021.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Ernesto Montequin.

ISBN 978-950-9749-48-1

1. Narrativa Inglesa. I. Montequin, Ernesto, trad. II. Título.

CDD 823

Corrección: Cecilia Espósito y Virginia Avendaño

Título original: Mrs. Palfrey at the Claremont

© 1971 The Estate of Elizabeth Taylor

© Ernesto Montequin, de la traducción

© 2018 La Bestia Equilátera S.R.L.

Av. Córdoba 629, 8º piso

Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.labestiaequilatera.com

ISBN 978-950-9749-48-1

Hecho el depósito que indica la Ley 11.723

Queda prohibida la reproducción total o parcial

de esta obra, por cualquier medio o procedimiento,

sin permiso previo del editor y/o autor.

Primera edición en formato digital: diciembre de 2020

Versión: 1.0

Digitalización: Proyecto451

Capítulo I

La señora Palfrey llegó por primera vez al hotel Claremont en la tarde de un domingo de invierno. Llovía torrencialmente sobre Londres y el taxi avanzaba chapoteando por Cromwell Road, que se hallaba casi desierta, dejando atrás un pórtico tras otro, cada uno más cavernoso que el anterior. El conductor había aminorado la velocidad y asomaba la cabeza por la ventanilla bajo el aguacero, porque no conocía el Claremont. Semejante descubrimiento, el hecho de que el hombre ignorase la existencia del hotel, había inquietado un poco a la señora Palfrey, pues tampoco ella lo conocía y empezaba a preguntarse en qué clase de establecimiento estaba a punto de hospedarse. Trató de ahuyentar el terror de su corazón. La amenaza de su propia angustia la atemorizaba.

“Si no es un lugar agradable, no estoy obligada a quedarme”, se dijo a sí misma, moviendo apenas los labios mientras se inclinaba hacia delante en el interior del taxi, mirando a ambos lados de la calle ancha y aterradora, casi temiendo leer “Claremont” sobre el pórtico de uno de aquellos edificios. Había muchos hoteles a lo largo de la calle, uno junto al otro, y todos parecían iguales.

Había descubierto por casualidad el anuncio en el diario del domingo mientras pasaba unos días en Escocia en casa de su hija Elizabeth. Tarifas reducidas en invierno. Cocina excelente. “No hay que tomar eso al pie de la letra”, había pensado entonces.

Por fin, el automóvil se detuvo. Leyó nítidamente “Hotel Claremont” escrito con grandes letras que cruzaban el frente de lo que debían ser dos, o quizá tres, grandes casas que habían sido transformadas en una. Sintió alivio. Las columnas del pórtico parecían recién pintadas, había laureles en las macetas que decoraban las ventanas, cortinas limpias: una fachada de meticulosa respetabilidad.

Salió con dificultad del taxi y, apoyándose en su bastón con punta de goma, cruzó la vereda y subió los escalones. Le dolían las várices.

Era una mujer alta, corpulenta, con rostro noble, cejas oscuras y mandíbula de contorno firme. Habría podido ser un hombre apuesto y distinguido y, a veces, cuando se ponía un traje de noche, parecía un general ilustre disfrazado de mujer.

Seguida por el conductor del taxi y por su equipaje (porque el hotel no daba señales de vida), la señora Palfrey luchó contra la puerta giratoria y entró casi dando tumbos en el vestíbulo silencioso. La recepcionista la recibió con amabilidad distante, como si trabajara en una clínica, y una clínica para enfermos mentales, además.

—¡Qué día! —dijo.

El taxista, que avanzaba tropezándose con las maletas, parecía un intruso en aquel lugar aislado del mundo, y enseguida el portero se ocupó de reemplazarlo en la tarea de cargar el equipaje. La señora Palfrey abrió su cartera y eligió cuidadosamente algunas monedas. Todos sus movimientos eran lentos, casi solemnes. Siempre había sabido cómo comportarse. Aun en sus tiempos de recién casada en Birmania, cuando vivía en condiciones extrañas, por no decir alarmantes, se había mostrado majestuosa y serena, como la vez en que la transportaron en canoa río arriba hasta su nuevo hogar; impasible, había entrado en una casa que era la humedad misma, mientras una serpiente enroscada en la baranda le daba la bienvenida. Había alzado la frente y se había armado de valor, como aquella misma tarde en el tren que la llevaba a Londres.

A pesar de la larga práctica, había descubierto que ya no le resultaba tan fácil mostrar firmeza. En su juventud tenía que cuidar su imagen primero ante su marido, a quien admiraba, luego ante sí misma y por último ante los nativos (“Soy una mujer inglesa”). En la actualidad, esa imagen de sí misma ya no se reflejaba en nadie, y estaba disminuida: había perdido dos tercios de su antiguo valor (ya no había marido ni nativos).

Luego de que el portero dejara las maletas en el piso y se marchara, la señora Palfrey se dijo que así debían sentirse los presos la primera vez que los dejaban solos en su celda: primero se acercarían a la ventana, luego se volverían para mirar la puerta que acababa de cerrarse; por último, contarían los pasos que separaban las paredes. Imaginó la escena vívidamente.

Desde la ventana vio (era lo único que podía ver) un muro de ladrillos blanco manchado por el agua sucia de la lluvia y una escalera de emergencia de hierro, bastante bonita. Trató de convencerse de que era muy bonita. La vista, sobre todo en aquella tarde gris, era deprimente, pero ya sabía que las habitaciones traseras de los hoteles donde se hospedan ancianas de pocos recursos no suelen ofrecer una perspectiva agradable. Reservan las habitaciones con mejor vista para los recién casados, aunque son precisamente los únicos que no la necesitan.

La cama era bastante alta y la alfombra estaba gastada, pero no raída. Aún se vislumbraba un dibujo de rosas. En un rincón había una chimenea tapiada, que conservaba el hogar de azulejos azul eléctrico. El radiador emitía un olor acre, a quemado, y ruidos sordos. Notó que los cajones de la cómoda tenían gruesas perillas de madera. Se parecía bastante a la habitación de una criada.

Se quitó el sombrero y se arregló el cabello. Lo tenía corto, gris y con ondas regulares, como si una mano abierta se hubiese posado sobre él y luego hubiese apretado con fuerza.

El silencio era extraño, el silencio y la extrañeza de una tarde dominical, y por un momento su corazón dio un vuelco, empezó a latir con desesperación horrorizada, como lo había hecho la vez en que de pronto supo, o más bien no pudo no saber, que su marido estaba en el umbral de la muerte y evidentemente se disponía a franquearlo. Contra toda esperanza y a pesar de todas sus plegarias.

Para calmarse, se sentó en el borde de la cama y respiró profundamente con la frente en alto, como si quisiera dar el ejemplo.

El ascensor gimió a lo lejos. Enseguida oyó el chasquido de la puerta al cerrarse, y luego ruidos dispersos, pasos, fragmentos de conversación, gente que se aproximaba por el pasillo. Dos voces articuladas pasaron, por fin, frente a su puerta. Les agradeció mentalmente.

Una vez superada la angustia, empezó a deshacer las maletas. Mientras colgaba la ropa recordó sus antiguas casas, pero con gratitud, sin tristeza. Todo lo que tocaba le resultaba familiar; las píldoras se entrechocaban con un ruido conocido dentro de sus frascos mientras los colocaba sobre la mesa de luz. Colgó la estola en una silla. Olía a alcanfor y a animal, como siempre. Decidió que la usaría en la cena, para crear una primera impresión decisiva. Ya descubriría en quién, o tal vez no. Junto a la cama dejó el ejemplar de Palgrave’sGolden Treasury, la antología de poemas de la que nunca se separaba, y la Biblia, aunque no era religiosa.

Cuando terminó de deshacer el equipaje, y lo deshizo con la mayor lentitud posible para no dejar mucho tiempo libre antes de la cena, tomó su neceser y avanzó por el pasillo hacia la puerta, cuyo letrero anunciaba “Baño de damas”.

Su mesa se hallaba en un rincón del comedor. Estaba decorada con un crisantemo blanco y una ramita de helecho dentro de un florero plateado. Pronto tendría su propio paquete de tostadas de centeno y, para el desayuno, su propia caja de copos de avena y su propio frasco de mermelada de naranja de buena calidad. Prefería evitar la mermelada del hotel.

Las otras mesas estaban ocupadas por unas pocas ancianas que le parecieron sentadas allí desde hacía años. Esperaban pacientemente la sopa de apio con las manos cruzadas sobre el regazo y mirada ausente. Había un par de matrimonios que hacían algún comentario de tanto en tanto para guardar las apariencias, sobre todo cuando uno de los dos requería la atención del otro tras largos minutos consagrados a recorrer con mirada absorta el comedor o a mordisquear un pan. A diferencia de las ancianas, las parejas parecían estar de paso. Las camareras se movían sigilosamente sobre la mullida alfombra como si ejecutaran un ritual. Muchas mesas estaban vacías.

Luego de una espesa sopa de apio, podían elegir pollo asado de Surrey o pavo frío de Norfolk. Por último, pasó el carrito de los postres con su cargamento de temblorosas gelatinas rojas y ensalada de frutas aguada (compuesta en su mayor parte, notó la señora Palfrey, por rodajas de manzanas y de bananas). Sirvieron el café en el salón. Todo terminó bastante pronto, sin conversaciones que les permitieran hacer tiempo. Eran las ocho y cuarto.

En el salón las mujeres sacaron sus tejidos. Hubo alguna que otra conversación esporádica. La señora Palfrey sabía que en estos hoteles los huéspedes permanentes tienen sus sillones preferidos y, fiel a su costumbre de hacer siempre lo correcto, aquella primera noche se sentó en un rincón oscuro junto a la puerta, en medio de una corriente de aire. Se echó la estola sobre los hombros y se puso a leer una novela de Agatha Christie.

A las nueve en punto, notó que la gente empezaba a moverse. Las agujas de tejer se clavaban en los ovillos de lana (decidió que mañana también ella se procuraría un tejido), los libros se cerraban con alivio, como si solo fuesen un intervalo, y los cuerpos rígidos se alzaban alborotadamente de los sillones.

La señora Palfrey fue la única que siguió leyendo, desconcertada, hasta que una anciana, más lenta que los demás, doblada por la artritis y sostenida por dos bastones, detuvo su fatigosa marcha hacia la puerta al pasar junto a ella.

—¿No quiere mirar la telenovela? —preguntó con una expresión que dejaba entrever que habría sonreído si el dolor se lo hubiese permitido.

La señora Palfrey se incorporó rápidamente, un poco ruborizada, como una alumna nueva a quien la celadora dirige la palabra por primera vez.

—Me llamo Elvira Arbuthnot —dijo bruscamente la anciana encorvada, mientras se alejaba con dificultad—. Nos gusta mirar la telenovela. Es una distracción —agregó.

La señora Palfrey podía darse por satisfecha en su primera noche. Alguien le había hablado: ya tenía un nombre que recordar. Mañana en el desayuno podría inclinar la cabeza y decir “Buenos días” a la señora Arbuthnot. Sería un buen modo de empezar el día. Y, más tarde, saldría a comprar su propio pan crujiente y su frasco de mermelada y algunos ovillos de lana. (Qué diablos podía tejer y para quién, se preguntó). Eso la mantendría ocupada toda la mañana.

Ayudó a su nueva conocida a encontrar una silla en la sala ya en penumbra. Luego ella misma se sentó en una dura butaca detrás de una hilera de sillones. Cabezas cubiertas de pelo ralo se apoyaban contra las fundas que cubrían los respaldos. Alguien se volvió con dificultad y la miró durante unos segundos, como advirtiéndole que no hiciera ruido. La señora Palfrey permaneció inmóvil. Entendió muy poco de la telenovela porque la historia ya estaba muy avanzada.

El hotel estuvo en silencio durante toda la noche; hasta el tráfico de Londres, sordo y pausado, parecía circular en otro mundo. La señora Palfrey durmió mal y se alegró cuando por fin oyó pasos en el pasillo y luego el ruido del agua que salía con fuerza de la ducha. Se levantó, se puso la bata y se sentó a esperar, con el neceser colgado de la muñeca, que los pasos volvieran a recorrer el pasillo. Cuando eso ocurrió, salió enseguida de su habitación con una prisa apenas disimulada, recorrió el pasillo y apoyó la mano sobre el picaporte de la puerta del baño antes de que alguien pudiese siquiera asomarse en la curva.

El baño estaba tibio y vaporoso, la alfombrita se veía húmeda y en la bañera mojada había un vello gris enrollado en espiral. Lo arrastró con un chorro de agua hasta que desapareció y trató de olvidarlo. Se bañó con rapidez (por consideración hacia los demás huéspedes), mientras su jabón de limón disipaba el anterior, que olía a claveles.

Más tarde, ya enfundada en su vestido de lana marrón, con su collar de perlas y sus zapatos de taco bajo, se dirigió hacia el comedor y saludó con una leve inclinación de cabeza a una o dos personas que pasaron junto a ella mientras caminaba hacia su mesa en el rincón. La camarera más veterana esperó de pie, con aire sombrío, mientras la señora Palfrey vacilaba entre las ciruelas y la avena o el arenque ahumado y las salchichas.

Mientras esperaba las ciruelas, la señora Palfrey reflexionó acerca del día que tenía por delante. La mañana pasaría agradablemente, pero la tarde y la noche se harían interminables. “No hay que desear que la vida pase lo más rápido posible”, se dijo a sí misma, pero sabía que, a medida que envejecía, miraba con mayor frecuencia el reloj y siempre era más temprano de lo que creía. En su juventud era siempre más tarde.

Se dijo que podría ir al Victoria and Albert Museum y sin embargo tenía la sensación de que terminaría por dejar la visita para otro día. “Siempre hay tantas cosas para ver en Londres”, le había dicho a su hija cuando le sugirió que Eastbourne sería un lugar más apropiado donde vivir. En Londres siempre había montones de espectáculos gratis y gente de lo más diversa.

Las ventanas del comedor estaban cubiertas con visillos, pero le pareció que había empezado a llover otra vez.

Cuando terminó el desayuno, salió al vestíbulo y se detuvo junto a la puerta giratoria, observando a los peatones que caminaban a toda prisa sobre la vereda mojada, curvados bajo los paraguas, salpicados por los autobuses. Iban rumbo a sus trabajos. “Una típica mañana de lunes”, se dijo la señora Palfrey. Regresó al salón y empezó a escribir una carta alegre para su hija.

A las once decidió afrontar la lluvia y salir a echar la carta en un buzón y hacer algunas compras. Todo aquello le llevó mucho menos tiempo del que había pensado y, a pesar de las várices, dio una vuelta completa alrededor de la plaza vecina. En el centro había un jardín con senderos de asfalto, una glorieta y arbustos que goteaban. La plaza parecía un retrete para perros. Todos los pequineses y caniches de los edificios cercanos habían depositado sus pequeños excrementos junto a la verja. La señora Palfrey tuvo que mirar dónde ponía los pies.

“Veré florecer las lilas”, pensó. Casi como si estuviese en el jardín de Rottingdean. El entorno no podría ser más diferente, pero sintió que debía tomar una decisión con respecto a las lilas. Formarían parte de sus reglas, de su código de conducta. Sé independiente; nunca cedas a la melancolía; nunca gastes tu capital. Y estaba decidida a cumplir esas reglas.

Regresó a las doce en punto. Había estado fuera una hora.

—¡Los modales ingleses! —exclamó la señora Post al entrar por la puerta giratoria detrás de la señora Palfrey—. ¿Adónde fueron a parar? Solían ser tan correctos.

Se frotó las medias grises que un automóvil había salpicado de barro.

—No respetan a nadie.

La señora Palfrey chasqueó la lengua en señal de simpatía.

—Usted llegó anoche —dijo la señora Post sin más preámbulos—. ¿Se quedará mucho tiempo?

La señora Palfrey dio una respuesta deliberadamente imprecisa.

—Tengo que darme prisa y arreglarme el pelo —dijo la señora Post, caminando hacia el ascensor—. Hoy vendrá a almorzar mi prima. Este lugar se ha transformado en mi hogar, ¿sabe?, y aquí recibo a mis visitas como en mi propia casa.

Mientras subían juntas en el ascensor una cierta timidez se apoderó de ellas. Cada una miraba los zapatos de la otra. Finalmente, la señora Post hizo un esfuerzo.

—¿Tiene parientes en Londres? —preguntó.

—Mi nieto vive en Hampstead.

—Oh, entonces lo verá muy a menudo, imagino. Eso es importante. ¿También baja en este piso?

Salieron del ascensor y recorrieron juntas el pasillo.

—Es importante tener parientes —dijo la señora Post—. Aunque una jamás viviría con ellos.

—Jamás —dijo la señora Palfrey.

—Por más apremiada que esté. Pero me gusta verlos, me gusta que vengan a visitarme. Si no tuviese parientes en Londres, creo que me habría mudado a Bournemouth. Allí el clima es más agradable y siempre hay algo interesante para ver.

—Yo diría que es en Londres donde siempre hay algo interesante para ver —dijo la señora Palfrey.

—Es cierto, pero es como si una no se diera por enterada.

Capítulo II

A medida que pasaban los días, y pasaban lentamente, la señora Palfrey aprendió a distinguir entre huéspedes permanentes como ella y aves de paso. Los huéspedes permanentes eran tres viudas bien entradas en años y un anciano, un tal señor Osmond, que parecía detestar la compañía femenina y rara vez disponía de otra. Intentaba entablar conversación con el viejo camarero, perseguía con su charla al portero, acechaba al gerente.

En realidad, el bar era un rincón del salón donde se tocaba un timbre y alguien del comedor acudía enseguida para abrir la cerradura de la alacena en la que se guardaban las botellas. Allí, sentado en aquel rincón, pasaba las tardes el señor Osmond. Desde el extremo opuesto del salón llegaban el golpeteo de las agujas de tejer y el rumor sordo del tráfico de Cromwell Road, que se filtraba a través de las pesadas cortinas.

El señor Osmond bebía vino. Permanecía sentado, inmóvil con la copa a su lado como si le hiciera compañía. Esperaba al gerente, que se asomaba de vez en cuando. El señor Osmond no podía ocultar su fastidio cada vez que la señora Burton irrumpía en aquella zona del salón y empezaba a tocar el timbre, una y otra vez, para que le sirviesen whisky. La señora Burton gastaba una considerable cantidad de dinero en whisky, lo cual escandalizaba a las otras damas; “se tragaba el dinero”, como decía la señora Post. Tenía otras extravagancias, como reflejos de color violeta en el pelo, y además “fumaba como una chimenea”, según la definición de la señora Arbuthnot, aunque no era exactamente así. La señora Arbuthnot, quizá debido a su artritis, tenía cierta tendencia a mostrarse despectiva.

Aunque anhelaba encontrar su lugar y ser aceptada en él, la señora Palfrey tenía la suficiente fortaleza de carácter para sacar sus propias conclusiones acerca de la señora Burton. “Digo lo que pienso”, podría haber sido su lema, si no lo considerara una expresión propia del personal de servicio.

El principal punto de encuentro para los huéspedes era el vestíbulo, donde, alrededor de una hora antes del almuerzo y de la cena, colocaban el menú en un marco junto al ascensor. En esos momentos la gente parecía rondar el lugar sin propósito definido: leían viejos anuncios de la iglesia clavados en el panel, examinaban el barómetro, preguntaban si había correspondencia para ellos en la recepción o contemplaban la calle. Ninguno quería parecer ansioso ni obsesionado por la comida, pero la comida marcaba las pausas del día y los menús ofrecían una modesta posibilidad de elegir, y también satisfacciones y desengaños, como alguna vez les había proporcionado la vida misma.

Una vez colocado el menú en el marco, aunque todos lo habían esperado con ansiedad, fingían ignorarlo durante un rato. Luego, quizá la señora Arbuthnot, en su lenta marcha hacia el ascensor, se detenía con aire despreocupado, pero no se demoraba allí más de un segundo. No había mucho que memorizar: una opción entre dos o tres platos y el hecho (que la señora Arbuthnot conocía, pero la señora Palfrey aún ignoraba) de que los menús se repetían cada dos semanas o incluso antes. Había variaciones, pero no innovaciones.

El señor Osmond no se dignaba a sumarse a las maniobras evasivas de las ancianas. Caminaba con grandes pasos hasta el menú cuando se le antojaba, se paraba delante con aire resuelto y leía en voz alta, intercalando comentarios y exclamaciones dirigidas al portero, que se hallaba en el otro extremo del salón:

—Vaya, espero que el budín de pan sea mejor que la última vez. Estaba aguado. Una maldita bazofia, créame.

De hombre a hombre. Eran palabras demasiado fuertes para la señora Palfrey y la hacían fruncir el entrecejo (antes de que ella misma perdiera la timidez). Su marido nunca había maldecido delante de ella, aunque estaba segura de que lo hacía con frecuencia, en el momento y el lugar apropiados. Vagamente recordó a los indígenas birmanos, tercos y caprichosos.

La señora Burton casi nunca participaba en la espera del menú. Tenía cosas más importantes que hacer, como tocar el timbre del bar. Pero, en la sexta noche de la señora Palfrey en el hotel, la señora Burton cruzó el vestíbulo a su regreso de la peluquería y ambas se turnaron para leer el menú mientras esperaban el ascensor. La señora Burton suspiró.

—Oh, el estofado de los viernes —dijo.

El ascensor se detuvo con un quejido y ambas entraron. Era una de las oportunidades que la señora Palfrey aprovechaba para hacer amistades, para iniciar una conversación. No era de buena educación quedarse callada.

—“Restaurante abierto al público en general” —citó la señora Burton con desprecio—. Siempre me causa gracia el aviso ahí afuera. Dudo que alguna vez haya tentado a alguien.

Olía fuertemente a spray para el pelo y al whisky que solía beber antes del almuerzo. Tenía el pelo más violáceo que nunca y lo llevaba cubierto con una redecilla salpicada de moñitos de terciopelo.

Explicó que vivía en el Claremont desde hacía cinco años y había visto entrar a muy pocos comensales que no se alojaran en el hotel.

—Tampoco he visto un viernes sin estofado —añadió—. ¡Qué aburrimiento! Pero son todos iguales. Antes vivía en el Astor. ¿Lo conoce? Está en Bloomsbury. ¡Ah, Dios mío, Bloomsbury! Qué triste puede ser en una tarde de invierno. En especial un domingo. Por cierto, ¿por qué no tomamos una copa juntas antes de la cena?

La señora Palfrey aceptó la invitación sintiendo que el ascensor había hecho magia, y se entusiasmó con la idea de los comentarios, y no precisamente de aprobación, que causaría cuando se sentara en el bar en compañía de la señora Burton.

Más tarde, mientras bajaba, no sabía si pedir un jerez semiseco o un Dubonnet. Se sentía elegante y osada. Llevaba puesto uno de sus vestidos marrones con un bordado de cuentas sobre el pecho. Había dejado su tejido en la habitación. Con un ligero rubor, atravesó el salón y tomó un viejo ejemplar de The Field. Volvió las páginas con aire distraído, sin alzar la cabeza. Enseguida apareció la señora Burton y tocó, con gran autoridad, el timbre. En el otro extremo del salón, el señor Osmond las miraba con fijeza. En la mesa que tenía a su lado había una copa de vino, pero él parecía no haberla tocado. Permanecía sentado, inmóvil, con las manos sobre las rodillas, como si esperase que la copa se bebiera a sí misma.

La señora Burton se había quitado la redecilla del pelo y se había cubierto las arrugas de la cara con maquillaje. A decir verdad, tenía la cara arruinada: llena de bolsas, papadas y surcos profundos, como la ladera de una montaña luego de un alud.

—La bebida está haciendo estragos —susurró la señora Arbuthnot a la señora Post, que se hallaba en el extremo opuesto del salón.

Pero la señora Post se limitó a sacudir ligeramente la cabeza, aunque no en señal de desaprobación, mientras movía los labios contando los puntos. Cuando terminó, miró durante unos segundos a la señora Burton con tranquilidad y volvió a sacudir la cabeza:

—Es muy triste —dijo, como si sintiera una gran compasión.

Finalmente llegó el camarero y la señora Palfrey, que se había decidido por el jerez, se arrellanó en el sillón dispuesta a enfrentar el interés hostil del extremo opuesto del salón.

—Hoy viene a cenar mi cuñado —dijo la señora Burton—. Por eso me hice este peinado. —Se pasó la mano con cuidado por la cabeza, pero el pelo se mantuvo firme—. Está pendiente de mí, Harry. ¿Usted tiene parientes en Londres?

La señora Palfrey se dijo que la señora Burton no era la clase de compañía que habría elegido en circunstancias normales, en absoluto, pero la vida había cambiado, y si quería conservar la cordura, también ella tenía que cambiar.

—Tengo un nieto que trabaja en el Museo Británico. Nadie más. Su madre vive en Escocia. No, no fumo, gracias.

—Ah, hubiese estado más cerca de él en el Astor. ¿Vendrá a visitarla?

—Oh, sí. Desmond vendrá pronto. Sabe dónde estoy. Siempre fuimos muy unidos, ¿sabe? Es un tipo de relación que suele saltarse una generación.

—Me gusta ver caras jóvenes.

El señor Osmond había interceptado al camarero, que se detuvo con impaciencia junto al sillón.

—Recordé algo que pensé que le interesaría… —masculló el señor Osmond—. De pronto me dije… debo contárselo a Antonio… uno de mis viajes… en Italia… su país… los frescos…

La vieja cara rosada tenía una animación predatoria y forzada, porque mantener cautivo a su oyente era un trabajo arduo. La señora Burton lo miraba desapasionadamente, mientras se arreglaba el pelo, porque solo alcanzaba a oír fragmentos de la conversación nerviosa y asordinada del anciano. De pronto, el señor Osmond la miró y dijo al camarero:

—Esto tengo que decírselo en voz baja. —Se incorporó a medias para acercarse a la cabeza inclinada del camarero y luego gritó como si el hombre fuese sordo—: El órgano sexual más enorme que haya visto. Era casi gigantesco. —Luego volvió a bajar la voz y continuó en un tono más íntimo—: Eran frescos. Frescos pompeyanos. Imagino que sabe de qué hablo.

La señora Burton soltó una risita nerviosa que logró disimular con una tos. La señora Palfrey apartó la mirada con aire casual y bebió un sorbo de jerez. “Ahora sabemos qué clase de viejo es”, pensó.

—¡Gigantesco! —repitió el señor Osmond, y el camarero se retiró a toda prisa. Cuando volvió a quedarse solo, el señor Osmond permaneció inmóvil en su sillón y sonrió. Había logrado conversar un rato.

—Viejo cochino —susurró la señora Burton detrás de su pañuelo.

En el otro extremo del salón reinaba el silencio. La señora Post cerraba puntos en su tejido y la señora Arbuthnot se había recluido en su mundo de sufrimiento. Al cabo de unos minutos, la señora Burton se puso de pie y volvió a tocar el timbre.

A las siete y media, el señor Osmond fue el primero en caminar con aire distraído hacia el comedor; lo siguió la espectral señora Arbuthnot, que avanzaba paso a paso, dolorosamente, apoyando los bastones unos centímetros delante de ella. Parecía un insecto malherido. Al pasar frente a la señora Palfrey se detuvo, ignorando a la señora Burton.

—¿Dónde escondió a su nieto? —preguntó—. Si no lo vemos pronto, empezaremos a dudar de su existencia.

—Oh, ya vendrá —dijo la señora Palfrey, sonriendo. Estaba convencida de que su nieto la visitaría pronto.

Luego de la cena, ya segura de haber afirmado su personalidad, fue en busca de su lana y de sus agujas y se unió a las otras ancianas que tejían junto a la ventana en la otra punta del salón. La señora Burton regresó al bar acompañada de su cuñado, quien ahora se ocupaba de levantarse a tocar el timbre y que parecía haberse dedicado a eso buena parte de su vida.

Capítulo III

Desmond no aparecía. La señora Palfrey ya casi había terminado de tejer el suéter para su nieto y todos en el hotel sabían que él no había pasado a recogerlo. Guardar las apariencias había constituido una parte importante de la vida en Oriente y la señora Palfrey se proponía seguir guardándolas en Londres. Es una actitud que suele acarrear problemas, y el caso de la señora Palfrey no fue precisamente la excepción, ya que la obligaba a mentir y a recordar las mentiras. Tuvo que inventar enfermedades para Desmond y viajes al extranjero relacionados con su trabajo, un trabajo que, ella lo sabía, no exigía viajes al extranjero. Todo aquello era una pesada carga para ella, a la que se agregaba la tristeza secreta de comprobar que no tenía parientes en Londres después de todo y que el joven estudioso y un tanto remilgado del que siempre se había sentido orgullosa no parecía tener el menor interés en ella. Ni siquiera había contestado sus cartas ni sus invitaciones a cenar en el Claremont. Creía que los jóvenes siempre tienen hambre y que suelen tener poco dinero, pero era evidente que su nieto no estaba tan hambriento ni tan pobre para necesitar la ayuda de su abuela. No solo se sentía despreciada, sino también indignada. Estaban en juego los buenos modales. Las cartas deben contestarse. No pudo evitar mencionar ese desliz en las cartas a su hija: introducía sus comentarios con un “solo me pregunto”, como era su costumbre. A menudo empleaba frases como “solo me pregunto” o “me atrevo a mencionarlo” o “tan solo sugiero”. Su hija hizo una mínima alusión al “solo me pregunto”, y con su habitual vehemencia, sin pedir disculpas ni demostrar sorpresa. “Son todos iguales. Me cago en los jóvenes”. Solía usar expresiones burdas que hacían ruborizar a su marido escocés. Él no las “tragaba”, como diría ella.

Pero la señora Palfrey no se enteró de si su hija repudiaba o no la conducta de Desmond. Los días pasaban y él seguía sin escribir ni aparecer, y ella deseó fervientemente no haberlo mencionado jamás en el Claremont. Empezaba a sentir que la compadecían. Todos los otros huéspedes recibían visitas, aun los parientes lejanos cumplían con su deber de vez en cuando: se quedaban un rato, elogiaban las comodidades del hotel y se marchaban aliviados. A la señora Palfrey le resultaba inconcebible que su único nieto —su heredero, de hecho— se mostrara tan desconsiderado.

La señora Arbuthnot, en uno de sus peores días de artritis, le dio sus condolencias en tono pérfido, y aquella noche la señora Palfrey no pudo dormir. Dio vueltas en la cama hasta muy tarde, aterrada ante su propia soledad.

“No debo alterarme tanto”, se advirtió a sí misma. Alterarse era malo para su corazón. Encendió la luz, tomó una píldora y se preguntó si amanecería alguna vez. Intentó leer, pero su corazón se sacudía con tanta fuerza que los latidos retumbaban en su cabeza. En esos momentos sentía que cualquier cosa sería mejor que estar sola: un hogar de ancianos, donde siempre habría alguien despierto de noche, o incluso la casa de su hija, suponiendo que ella se lo propusiera alguna vez. Se prometió a sí misma que en la mañana recuperaría el coraje, la convicción de que no se daría por vencida. Se quedaría en Claremont mientras pudiera, y de allí la llevarían finalmente al hospital donde esperaba morir lo antes posible, sin molestar a nadie, salvo a quienes se les pagara por atenderla.

—Los jóvenes son desalmados —se había atrevido a decir la señora Arbuthnot.

—Mi nieto vendría si pudiese —había contestado la señora Palfrey, apretando los labios para evitar que le temblaran.

—Somos unas pobres viejas que han vivido más de la cuenta —dijo la señora Arbuthnot con una sonrisa.