Un alma cándida - Elizabeth Taylor - E-Book

Un alma cándida E-Book

Elizabeth Taylor

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Beschreibung

Flora parece tenerlo todo. Es alta, rubia y hermosa. Y tiene un hogar, un bebé y un marido, Richard. Tiene bajo control a su amiga Meg y a su hermano, Kit, quien ha sentido siempre por ella una gran admiración, y también a Patrick, un caprichoso novelista. Sólo Liz, una pintora bohemia, rehúsa ser una seguidora suya. Flora los seduce, los manipula y los encandila con sus destellos de dicha y entusiasmo. Todos se sienten cautivados por el refinado encanto que ejerce en los demás; todos, menos Liz. Será ella quien pondrá en tela de juicio que la candidez de Flora es el «veneno» más dulce de todos. El escritor Kingsley Amis dijo de Elizabeth Taylor que era una de las mejores novelistas inglesas del siglo xx. La esposa de Amis, la novelista Elizabeth Jane Howard, que mantuvo una larga e íntima amistad con Taylor, declaró tras su muerte que envidiaba a cualquier lector que se topara con su lectura por primera vez.

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Portada

Un alma cándida

Un alma cándida

elizabeth taylor

Traducción de Ana Bustelo

Título original: The Soul of Kindness

Copyright © Elizabeth Taylor, 1964

© de la traducción: Ana Bustelo, 2018

© de esta edición: Gatopardo ediciones, S.L.U., 2018

Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª

08008 Barcelona (España)

[email protected]

www.gatopardoediciones.es

Primera edición: junio de 2018

Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó

Imagen de la cubierta:

Fotografía de George Marks / iStock by Getty Images

Imagen de interior:

Estanque Widmer, en Penn, Buckinghamshire, Inglaterra

Fotografía de Hugh Mothersole, bajo licencia CC BY-SA

eISBN: 978-84-17109-33-2

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Vista del estanque Widmer, en Penn, Buckinghamshire (Inglaterra),

donde Elizabeth Taylor pasó la mayor parte de su vida.

Índice

Portada

Presentación

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Elizabeth Taylor

Otros títulos publicados en Gatopardo

Capítulo 1

Hacia el final del discurso del novio, la novia se hizo a un lado y, por una abertura que había en la carpa, comenzó a arrojar migas de la tarta de boda a las palomas que había fuera. Lo hizo algo abstraída, y empezaron a llegar más palomas, que desde su casa de madera aterrizaban sobre los establos. Causó un ligero y divertido revuelo entre los invitados, pero ella no se dio cuenta. Su marido se sintió avergonzado y pensó que era demasiado pronto en su vida de casados como para sentirse así; pero de eso ella tampoco se dio cuenta.

Hacía un día precioso. La semana anterior, los amigos habían prometido a Flora y a su madre que rezarían para que hiciera bueno, y Flora había sonreído sin pensar, una sonrisa lánguida, como si la idea de un chaparrón en septiembre fuera completamente absurda. Los rayos de sol entraban por las ranuras de la carpa e incluso brillaban a través de la lona. El arrullo de las palomas se mezcló con la perorata de Richard. Se le habían subido un poco los colores, por la importancia del día, por su protagonismo y por la poca atención que le prestaba su esposa. Entonces, justo cuando estaba a punto de pronunciar las últimas palabras, ella dio un paso atrás para ponerse a su lado, y le tomó de la mano. Estaba radiante. Eso dijeron todos poco después. «Ay —pensó Flora—, cómo os voy a echar de menos. ¡Mis palomas!»

Qué novia tan bella, tan alta y tan rubia, pensó su ma­dre. Las novias rubias son las mejores. Era como si la hubiera tenido —querida Flora— sólo para esta maravillosa ocasión, y todo lo sucedido entre su nacimiento y el momento presente hubiera quedado olvidado; sólo contaban los dos triunfos. Incluso hoy era capaz de oír claramente ala hermana Willett decir: «Es una niña adorable». Y «¡qué chica tan encantadora!», decían todos los vecinos esa tarde. Flora de blanco. Había nacido para ser una novia. La señora Secretan se consoló: «No hay ninguna madre que considere que un joven es lo suficientemente bueno para su niña».

Las damas de honor bajaron la mirada hacia sus copas de champán, mientras sonreían tímidamente ante los elogios del padrino, y el tono de la conversación subió de nuevo, por el efecto que producía la altura de la carpa y sus finas paredes. La señora Secretan se paseó entre los invitados. «Es bonito el vestido, ¿verdad?» «No, no voy a llorar. Tan, tan agitato en la iglesia y tan, tan feliz aquí.» Era viuda, lo había sido durante mucho tiempo y ahora se enfrentaba a la soledad. Sus amigas seguían esperando que derramara alguna lágrima. La vieron acercarse al padre de Richard —un viudo—, y a algunas se les pasó una idea por la cabeza, ya que de una boda sale otra boda, como se suele decir. La mayoría no sabía que la amante del señor Quartermaine se encontraba allí, entre ellos. Se llamaba Barbara Goldman, y era una mujer inteligente, de mediana edad, que en aquel momento estaba hablando con Richard. Parece su madrina, pensaron algunos.

—Deberían estar cambiándose —dijo el señor Quartermaine, alargando el brazo por encima de su gran tripa para buscar un reloj.

La señora Secretan reparó en que al clavel del señor Quartermaine se le veía el cáliz. Apartó la mirada rápidamente, como si fuera algo vergonzoso, parecido a llevar los botones del pantalón desabrochados. Si había alguien que pudiera arruinar la boda, era él, había pensado una y otra vez en las últimas semanas. Como parte de su celosa organización de los preparativos, había pedido a varios de los testigos —primos, porque Flora era hija única— que estuvieran pendientes de que no bebiera demasiado, y le había encargado a su propio hermano que lo mantuviera lo más alejado posible de Barbara Goldman —a quien no había querido invitar—, por temor a que la llamara «Ba» o «Barbarita», y le diera una palmada en el trasero.

Con ese entusiasmo desorbitado que tenía por los detalles, la señora Secretan había previsto todos los posibles desastres. En mitad de la noche, se imaginaba que una avispa picaba a Flora en la nariz minutos antes de partir hacia la iglesia, de modo que obligó al jardinero a buscar y deshacerse de toda la fruta que hubiera caído en el jardín, y fue la propia señora Secretan quien fabricó una docena o más de trampas con mermelada y las colocó alrededor de la casa. Tomó precauciones contra posibles infecciones, contra la fatiga y la ansiedad; pero pocas precauciones se podían tomar contra el padre del novio. Hizo todo lo que pudo.

Él era tan grande y la señora Secretan tan pequeña —mucho más que su hija—, que fue un triunfo cuando ésta logró colocarse entre él y un camarero que llevaba el champán. Una copa menos, pensó. Cada pequeño gesto ayuda, era un consejo que daba constantemente.

—¿Dónde está Ba? —preguntó Percy—. Estoy harto de mis parientes. Hacen que me sienta viejo. Ese hijo mío ha hecho un discurso demasiado largo. Debería haberse dado cuenta de que la gente se estaba impacientando, querían volver a llenar sus copas. —Elevó la suya, que estaba vacía—. Hasta Flora se ha aburrido y se ha puesto a dar de comer a las palomas.

—Pero, en realidad, eran palomas blancas —dijo la señora Secretan.

—Bueno, va a tener que acostumbrarse a oír mucho más. Somos todos excelentes conversadores. —Había albergado la esperanza de hacer un discurso y, como nadie se lo había pedido, le dijo a su anfitriona que era una costumbre pasada de moda—. Pasada de moda —repitió—. Y burguesa. Ah, aquí está Flora, fresca como una rosa.

Le parecía una chica pasmada. No muy brillante, pero maleable.

—Cariño, te has derramado algo por el pecho —dijo la señora Secretan.

—No importa. Me voy a cambiar ahora.

El padrino había echado un vistazo a su reloj y le había murmurado algo a la dama de honor. La señora Secretan había organizado el orden del día con mucha antelación.

—Deja que te mire una vez más —susurró, y extendió el brazo, para poder verla con un poco de distancia. Cuando volvió a darse la vuelta, Percy Quartermaine caminaba entre los sombreros de flores en busca de un poco más de champán: y entonces, para su asombro, observó cómo éste ponía algo en la mano de un camarero. Siguió yendo de aquí para allá, sonriendo alegremente a derecha e izquierda, con el fin de alcanzar a su hermano y advertirle de lo que acababa de ver.

Flora y su amiga, Meg Driscoll, salieron de la carpa como si estuvieran haciendo una travesura y corrieron por el césped hasta la casa. Con la cola del vestido enroscada en el brazo, Flora corrió entre las palomas, mientras les hablaba y se reía.

—¡Ay! ¡Tú y las palomas! —dijo un niño. Era el hermano pequeño de Meg, que las seguía con una cámara de fotos—. ¡Tú y las palomas, por favor!

Flora soltó el vestido, se dio la vuelta y alargó un bra­zo a la espera de que una paloma se posara sobre la punta de sus dedos.

—Es un símbolo, ¿no? —preguntó Meg, mientras se apartaba para no salir en la fotografía.

—¡Antes de que salga volando! —dijo Kit, el niño, sin aliento al ver que se posaba una sobre sus dedos. Miró por el visor de la cámara.

—No va a salir volando —dijo Flora.

—Novia con palomas —dijo Meg—. Debería ser la mejor foto de todas, salvo que el novio no aparece.

Hizo la foto, la paloma echó a volar dulcemente y Flora y Meg entraron en la casa seguidas de Kit.

—No tenía ni idea de que a los niños les interesaran las novias y las bodas —dijo Flora por encima del hombro. Luego, a punto ya de entrar por las puertas de cristal que daban al salón, se volvió para despedirse. Él se acercó demasiado, pisó la cola del vestido, y, cuando ella se dio la vuelta, se rompió.

—¡Ay, Kit! —gritó Meg—. Pero ¿por qué demonios nos estás siguiendo?

Bajó la cabeza con tristeza, su rostro pecoso se puso de color rojo, ahogado por la humillación y la vergüenza. Pero, para su sorpresa, Flora le puso una mano en el hombro y comenzó a reír.

—En un minuto me voy a quitar esto para siempre. Puedes romperlo en pedazos, no me importará.

—Vamos, hay que darse prisa —dijo Meg tomando el brazo de Flora.

A pesar de los esfuerzos de la señora Secretan, iban con retraso; y Flora, que había estado demasiado tiempo colocándose el velo, había llegado ya veinte minutos tarde a la iglesia. Ahora a Meg le dio la sensación de que el día transcurría con lentitud.

—Te enviaré la foto —dijo Kit. Levantó la cabeza y miró a Flora.

La emoción lo embargaba, pero se rindió a ella porque sabía que lo recordaría más tarde. Soportó esa vergüenza a cambio de tener algo a lo que agarrarse más adelante, algo a lo que recurrir durante los oscuros domingos del último trimestre de otoño en la escuela, los peores días; algo que era mejor que la fotografía, no importaba cómo saliese ésta. Mientras se alejaba de Flora (porque ella se había vuelto para seguir a Meg), el momento se había convertido en un recuerdo, y él estaba elaborándolo, prolongándolo, haciéndola sonreír de una forma más íntima, menos vaga. Richard, su esposo, a menudo había hecho lo mismo.

—¡Querida, ven! ¡Flora, vamos! —gritó Meg desde lo alto de la escalera.

Se había adelantado hasta el dormitorio de Flora para asegurarse de que todo estaba listo. En la escuela, Meg había sido la amiga niñera, ya que desde el día que llegó Flora, la labor de la señora Secretan —la adoración, la sobreprotección— no podía interrumpirse de golpe. Alguien debía continuar. «¿Qué hago con esto?» «¿Adónde voy ahora?» Eran preguntas que alguien tenía que responder. Meg no estaba de acuerdo con la educación consentida que aplicaba la señora Secretan, pero se dio cuenta de que sería perjudicial si se terminaba de forma abrupta, igual que dejar una orquídea en el exterior cuando cae una helada o privar a un alcohólico de bebida de forma repentina. Había intentado —era así de buena—introducir reformas de manera gradual, pero Flora las ignoró, porque no sabía que hubiera necesidad alguna de valerse por sí misma, ni siquiera era consciente de que no lo estuviera haciendo. Sin embargo, ahora se enfrentaría a la dura realidad, y Meg temía por ella. A veces intentaba que atisbara gestos de traición y avaricia, y Flora respondía: «Nadie haría algo así», y sonreía con indulgencia a esa amiga que era capaz de imaginar cosas tan desagradables. Ahora ellas —Meg y la señora Secretan— habían entregado a Richard su preciosa carga, y Meg, desde luego, estaba nerviosa.

—Aquí estoy. Estoy aquí —dijo Flora con su voz aguda y cantarina, mientras se acercaba por el pasillo.

Los invitados —Flora estaba observándolos desde la ventana— habían salido de la carpa y deambulaban por el jardín; se detenían a leer las etiquetas de los rosales o se quedaban de pie, como hipnotizados, junto a los lechos de dalias. Por fin Flora estuvo casi vestida, y una doncella llamó a la puerta para avisar de que el novio la aguardaba en el vestíbulo. Meg bajó las escaleras para calmarlo con mensajes optimistas, a los que él se limitó a responder echándole un vistazo a su reloj. No dejaba de pensar: a ver si logro alejarla de aquí de una vez. Había sido un día de locos y todo su afán era escapar y marcharse solo con Flora, quizá más tarde detenerse en algún lugar para tomar una copa con calma. En su cabeza resonaba el constante parloteo.

Cuando Meg regresó a la habitación encontró a Flora vestida del todo, aunque sin guantes, sentada a su escritorio escribiendo una carta. Estaba llorando. No fue el estado emocional de Flora —era de lágrima fácil— lo que preocupó a Meg, sino que pusiera en peligro su aspecto, del que ella se sentía responsable.

—Pero ¿qué haces? —preguntó. Cerró la puerta y se acercó a Flora rápidamente.

—Estoy escribiendo una notita para mamá. La voy a dejar aquí y la encontrará cuando me haya ido. Tengo tanto miedo de que me eche de menos…

—Naturalmente que te echará de menos. Pero es una mujer sensata… —dijo Meg. ¡Ojalá lo fuera!, pensó. ¡Ojalá lo hubiera sido siempre!—. No puedes bajar con la cara bañada en lágrimas, sobre todo después de lo que has tardado. La gente pensará que tienes dudas.

—No pueden pensar eso —respondió Flora, sonriendo y secándose los ojos—. ¿Cómo iba a tener dudas sobre Richard?

—Está ahí, mirando la hora.

—Bueno, pues ya no tiene que esperar más —cerró el sobre y se levantó.

—Guantes —dijo Meg mientras se los lanzaba.

—Voy a extrañar todo esto —dijo Flora, echando un vistazo a la habitación.

—¡En marcha! —dijo Meg, y corrió a abrir la puerta.

— Gracias, Meg. No sólo hoy; gracias por todo, siempre.

—¡En marcha! —dijo Meg otra vez. Se había percatado del llanto contenido y del sentimentalismo, que sabía que eran contagiosos.

—¡Aquí estoy! —exclamó Flora a Richard mientras bajaba las escaleras.

Por un instante, Meg se sintió traicionada. De repente cayó en la cuenta de que Flora siempre decía eso, y que lo hacía en el mismo tono en que uno da un regalo maravilloso. Era la propia Flora quien se entregaba.

—Ya se van —dijo alguien en el jardín, y empezó a correrse la voz.

La emoción fue en aumento (se produjo una hilaridad casi febril) cuando se despidieron. Kit tomó más fotografías. Todos observaron el abrazo entre madre e hija. Luego la pareja se alejó, nadie sabía adónde se dirigían, y los invitados comenzaron a dispersarse.

Cuando ya se habían marchado los invitados, la señora Secretan fue a la habitación de Flora. Meg había puesto orden, el vestido desgarrado de novia colgaba en un armario y el velo fantasmal estaba extendido sobre la cama. La señora Secretan cogió la carta y la abrió: «Has sido la madre más maravillosa —leyó—. Tuve una infancia fantástica». Entonces, ¿debía darse por terminada? Las palabras eran como las que podrían pronunciarse en el lecho de muerte o a alguien que yace en uno. «Si Flora hubiera escrito —pensó con anhelo la señora Secretan— “Eres la madre más maravillosa”, hubiera sido algo muy distinto, parecería que todavía había un lugar para mí. Pero ahora mismo…» Recogió el velo y lo metió en un cajón, fuera de la vista. Tenía un aspecto muy triste y espectral ahí encima de la cama.

No obstante, había salido todo bien y Percy no se había emborrachado tanto. Ba había resultado ser de una eficacia inesperada a la hora de mantenerlo a raya. Se estaba poniendo el sol y caían sombras oblicuas sobre el jardín, donde la gran carpa parecía inmensa y fuera de lugar. Estaba cansada, se dijo la señora Secretan, más cansada, en todos los sentidos, de lo que había estado nunca. Tanto alboroto, tantas personas procedentes de todas partes, sólo para que Flora pudiera comenzar una nueva vida, crear su propio hogar. La señora Secretan no solía pensar en Richard si no era para desear que fuera digno de su hija o para temer que quizá no lo fuera.

Abrió la ventana y miró el césped, que presentaba un aspecto pelado y pisoteado. Más allá de la carpa y más allá de una hilera de álamos discurría el río Támesis, y se oían las voces lejanas de la gente que paseaba por el camino de sirga. Se imaginó que al ver la carpa se preguntarían para qué servía, o tal vez habían visto a Flora salir de la iglesia, quizá habían oído el repicar de las campanas y se habían detenido a mirar, sintiéndose parte de la emoción.

El verano había llegado a su fin y era preciso arrancar las dalias, que habían cumplido con su cometido por hoy. La señora Secretan no había reparado en lo que ocurriría después de ese día, ni siquiera había imaginado que llegaría la noche. Se preguntó dónde estaría esa pareja encantadora. Había tomado la firme decisión de no presionar a Richard —porque la idea de mantener el secreto a toda costa había sido idea de él—, tal como corresponde a una suegra maravillosa, que es lo que se había propuesto ser a partir de ahora. «Ni siquiera yo lo sé», había ido diciendo, cuando la gente había preguntado por la luna de miel; pero logró que sonara como si se tratara de una astucia para preservar el secreto.

El aire olía a otoño. En poco tiempo, las densas brumas vespertinas se elevarían desde las aguas, el silencio sería total en el camino, y subiría el nivel del río; quizá habría inundaciones. Flora se instalaría en Londres y no volvería nunca más, salvo como invitada.

«Lo planifiqué todo —pensó la señora Secretan—, hasta el último detalle. Pero me olvidé de esto, me olvidé de mí misma y del futuro. Sobre todo, pasé por alto esta noche.» Volvió a leer la carta, diciéndose a sí misma que Flora lo había hecho con toda su buena intención, que estaba muy bien, pobrecilla. De hecho, siempre había tenido buenas intenciones. Se había visto claramente cuando cometió algunos de sus mayores errores.

La señora Secretan cerró la ventana y, por un momento, se detuvo con los ojos cerrados y una expresión marchita en el rostro, hermoso, aunque arrugado. Le dolía la cabeza, pero debía acicalarse para cenar con su hermano y dos viejas tías. Repasarían los acontecimientos del día y cada uno aportaría algo distinto; pero ninguna de las historias encajaría. Era demasiado parecido a un sueño.

Afuera, unos hombres andaban por el jardín. Ya habían llegado para comenzar a desmantelar la carpa.

Capítulo 2

—Un sube y baja, unos hombres jugando a tirar de la cuerda, dos señales que apuntan en direcciones opuestas, encrucijadas, creo, y un divertido muñequito que hace cabriolas —dijo Flora mientras se balanceaba en la mecedora y miraba con aire pensativo la taza de té vacía de Ba—. Vaya síntomas de nerviosismo y tensión. —Sonrió, a la vez que se echaba plácidamente hacia atrás.

Desde que supo que iba a tener un niño, se había encaprichado de la pequeña sala de estar de Ba y especialmente de la mecedora. Después de cuatro años de matrimonio, había empezado a olvidarse de la posibilidad de tener hijos, y le sorprendió el diagnóstico del médico.

—¿Un bebé? —había preguntado, incrédula, maravillada, con los ojos tan fijos en los del médico que él tuvo que levantarse y dar una vuelta por la habitación para ocultar su sonrisa.

«Ya era hora», pareció ser la reacción de los demás: su madre, Meg, su suegro. El único que estaba tan desconcertado como ella era Richard.

Dejó la taza de Ba sobre la mesa y le dio la vuelta para alejar de ella el lado que tenía restos de carmín, una textura estriada que recordaba a la parte inferior de un hongo. Su vientre era un montículo perfecto bajo la chaqueta de seda mientras se balanceaba arriba y abajo.

—Perdona que te diga, cariño: nerviosismo y tormentas —intervino Ba enérgicamente.

—Que podrían evitarse. Cásate con Percy —respondió Flora con una expresión complacida, cubriéndose el vientre con las manos—. Dime lo que ves en mi taza —añadió con indiferencia— y lo interpretaré.

—No soy tan lista como tú —dijo Ba, girando la taza vacía y frunciendo el ceño—. No veo nada más que un búho.

Flora se echó hacia delante, le lanzó una mirada penetrante y severa, y le quitó la taza de las manos.

—Eso, querida Ba, quiere decir muerte. —A continuación, miró el interior de la taza y añadió—: ¡Vaya búho! —y volvió a dejarla en la mesa.

—Lo siento, cariño —murmuró Ba.

Su mano, con el gran anillo de diamantes, descansaba como una garra sobre una caja de cigarrillos de carey. «Percy-trofeos», pensó Flora. El anillo, la caja, el encendedor de oro del que con un chasquido surgía una llama perfecta. La sala estaba llena de trofeos, pero el conjunto era algo muy distinto —tan acogedora, tan sentimental, tan vivida—. Flora había notado a menudo que las mujeres como Ba, de una austeridad refinada en lo que se refiere a su aspecto, tienden a buscar la belleza en su entorno, con cierto gusto por las pantallas de lámpara de color rosa, cojines con figuras de mujeres con miriñaque y arriates cuajados de espuelas de caballero —ya sea bordadas en los cubrechimeneas o creciendo en el jardín—. Ba, con su elegante vestido, parecía alguien fuera de lugar en la habitación que había creado. Era alta y huesuda. El pelo, que había sido castaño oscuro, lo tenía ahora de un color ceniciento y lo llevaba recogido en un moño. Se notaba que era judía por sus fosas nasales en forma de almendra. El escote del vestido dejaba ver una gran extensión de su piel pecosa, pero sus pechos, que caían y caían, apenas se vislumbraban. Qué piernas tan hermosas, pensó Flora; luego echó un vistazo a las suyas, las levantó un poco del suelo, las observó, y las bajó de nuevo, sin llegar a ninguna conclusión. La voz de Ba siempre era una sorpresa. Era tan huesuda, con ese aspecto de caballo de carreras, que uno no esperaba que tuviera esa voz suave, ronca, con una entonación tan cariñosa.

Ba había dejado de estar desconcertada por su amistad con Flora, que su madre tanto detestaba, sin duda. No había imaginado que la familia de Percy pudiera querer acercarse a ella. Fue agradable cuando se percató de que Flora sí quería, y, después de un tiempo, tomó la costumbre de ir a la hora del té en los días que Ba hacía media jornada.

La pequeña tienda de ropa instalada en los bajos era el regalo más caro que le había hecho Percy, el que más le gustaba. Incluso ahora, en compañía de Flora, y por las tardes, cuando regresaba Percy, era consciente de lo que representaba para ella el piso de abajo; nunca olvidaba que estaba ahí —el silencio y la oscuridad, los estores bajados sobre la ventana y la puerta de cristal, con el nombre «Barbara» escrito en ellos con letras primorosas, la gruesa alfombra y las fundas para proteger los muebles del polvo—, un ambiente ligeramente cargado, el aroma de sus ambiciones.

—Da gusto verte comer, cariño —dijo, mientras Flora se inclinaba para coger un trozo de tarta de la mesa.

Ba acompañaba el té con algo de comida por costumbre, pero nunca se molestaba en ofrecer lo que sacaba.Era poco probable que alguien quisiera comer a esa hora del día.

—¿Por qué no tienes un gato? —preguntó Flora.

—No quiero un gato.

—Pero sería perfecto para ti. A Percy le gustan.

—Percy ya tiene uno.

De hecho, se lo había regalado Flora, y se había visto obligado a aceptarlo. En cuatro años, había descubierto que Flora no era tan maleable. Aunque era una chica estupenda, tenía ideas poco oportunas para complacer a los demás, y era incapaz de imaginar que alguien pudiera tener otras distintas de las suyas.

—Lo adora —dijo feliz—. Le hace compañía en ese apartamento horrible.

Volvió la cabeza y lanzó una mirada acusadora a Ba, pero, de repente, parpadeó cuando la criatura se movió en su vientre; era extraordinario lo que le estaba sucediendo. Sentía que su vientre era como una jaula de pájaros con un prisionero furioso dentro. ¿Cómo podremos ser amigas cuando sea libre?, se preguntaba.

Ba arrojó su cigarrillo al fuego y se puso a hacer punto. La lana de angora la hizo estornudar, por lo que la apartó de su cara por un momento, alzó las cejas y cerró los ojos a la espera de otro estornudo.

—Pobre bebé —dijo cuando terminó de estornudar.

—Todo el mundo está haciendo punto menos yo. Ma má teje con verdadera pasión —dijo Flora—. Tiene tales montones de ropa preparados que sospecho que comenzó hace años. Incluso Meg está haciendo algo. Primero, tejió unos leotardos, pero, cuando los cosió, descubrió que los dos pies apuntaban hacia la izquierda. Pobre Meg —añadió, como hacía siempre que hablaba de ella. Le parecía que su amiga tenía todos los problemas del mundo: la muerte de su madre cuando su hermano todavía iba al colegio, la de su padre mucho antes de que Kit fuera dueño de su futuro, problemas de dinero y un enamoramiento sin sentido. Sin sentido y tan imposible que rayaba en lo absurdo, dijo Ba—. Por cierto —dijo Flora, recordando algo que había pensado—. Viene Patrick a casa a tomar una copa.

Se sentó bien erguida y estiró la espalda. Se habría hecho de noche para cuando llegara a casa, porque habían cambiado la hora. Se puso el abrigo y siguió a Ba escaleras abajo, pasando por la tienda. Ba iba delante, encendiendo las luces. Cuando abrió la puerta de la calle, Flora observó que ya había anochecido: un azul plomizo, aún no oscuro del todo, se cernía sobre la hilera de pequeñas tiendas de enfrente. La gente salía apresurada del metro en ese barrio residencial del norte de Londres. Hacía tan sólo un momento la calle estaba desolada y volvería a estar desolada hasta que no llegara el siguiente tren. Había hojas amarillas pegadas en la acera grasienta. Debían de haber hecho un largo camino arrastradas por el viento, pensó Flora, mientras las pisaba con cuidado en dirección a su coche, temerosa de resbalar, ahora que llevaba tan preciosa carga. No había árboles por ningún lado, pero el aire estaba cargado de un humo lejano, el olor otoñal de la quema de rastrojos.

Parecía que habían pasado mucho más de seis meses desde que todas esas hojas habían colgado, translúcidas, de los árboles, y ella disfrutaba de la primavera, sola todavía, sin esta otra vida unida a la suya, atrapada por ella.

Entre un tren y otro, el barrio adquiría un aspecto sombrío. Las calles vacías y la iluminación aleatoria tenían algo de siniestro. Los pasajeros arrojados por el tren, que habían bajado apresurados por la ladera de la estación, se encontraban ya o estaban a punto de llegar a sus iluminadas madrigueras, recogidos para pasar la noche en su seno, en sus castillos de señores ingleses. Mientras conducía, Flora pensó primero en un clima más soleado y después en su bonita casa, en su esposo, en su amigo, Patrick, y deseó —aunque no lo suficiente como para causarle ansiedad— llegar antes que ellos.

Esa tarde que anunciaba por primera vez la llegada del invierno, Ba cerró la puerta de la tienda, subió las escaleras y, sin ningún pensamiento negativo en la cabeza, lavó las tazas de té y preparó el whisky para cuando llegara Percy.

Richard, en el andén del metro, con su cartera, su paraguas, el periódico de la tarde y una botella de ginebra envuelta en papel fino, hacía esfuerzos por no leer los anuncios o mirar el mapa por enésima vez para contar el número de estaciones que había entre donde él estaba y St. John’s Wood, que era donde realmente quería estar. El tedio de la hora punta y pasar tiempo en lugares poco agradables como éste constituían una amenaza a su cordura, pensó, por lo que se dedicó a llenar el vacío de su mente con nombres sin sentido, reteniendo imágenes banales en su retina. Miró hacia la pared de baldosas sucias que tenía delante, llevaba el bombín echado hacia atrás y golpeaba rítmicamente el suelo del andén con la punta del pie. Un poco másallá, entre la multitud, había visto a una vecina de St. John’s Wood, Elinor Pringle, y estaba seguro de que ella le había visto a él. Se reconocieron, pero fingieron que no se habían visto. Ella había desviado rápidamente la mirada hacia los paquetes que llevaba en los brazos. Ambos deseaban escapar del esfuerzo que suponía mantener una conversación durante el trayecto por la amplia y tranquila avenida hacia donde vivían.

Llegó un tren que no era el suyo. Richard explicaba a todo el mundo que su tren siempre era el segundo, y describía el infierno por el que tenía que pasar, lleno de autocompasión por la hora punta, e indignado por tener que terminar su jornada laboral de ese modo, obligado, durante toda la tarde, a visualizar lo que le esperaba. Con la inminente llegada del invierno, la situación no haría más que empeorar, los abrigos húmedos, los paraguas, y los espantosos compradores con sus enormes paquetes navideños. Echó un vistazo a la señora Pringle, que parecía haber comenzado ya sus compras. Era de las que se organizaba con tiempo.

Ahora llegó el tren correcto y se abrieron las puertas ante él. No se apeó nadie y los pasajeros apretujados lo miraron con hostilidad, sin hacerle un hueco; la verdad, dudaba que pudieran, y molesto, se apresuró por el andén en dirección al siguiente vagón, en el que entró a empellones y pisó el empeine de alguien. Al oír un resoplido de dolor contenido, se disculpó y miró a tiempo para ver cómo la expresión de furia de Elinor Pringle se convertía rápidamente en una educada sonrisa que indicaba que lo había reconocido.

Se disculpó de nuevo, con más énfasis aún, haciendo equilibrios mientras el tren salía ruidosamente de la estación. Enganchó el paraguas sobre uno de sus brazos, sujetó la botella de ginebra entre sus costillas y su codo, y buscó dónde agarrarse.

—No pasa nada —dijo su vecina—. Es que vamos como ganado… No se puede evitar.

Apoyó la barbilla sobre el último paquete de la pila que llevaba sujeta contra el pecho. Como no le quedaban manos para agarrarse, se habría tambaleado con cada movimiento del tren si hubiera habido espacio suficiente.

—¿Puedo llevar alguno de tus paquetes? —preguntó Richard, extendiendo el brazo que tenía libre para sujetarla.

—No…, muy amable... Se me van a caer todos si…

Comprendió que iba a tener que subir la colina con ella. No había forma de escapar de lo que ambos habían querido evitar. Si ella fuera Flora, pensó, alguien le habría cedido el asiento hacía rato. Nunca había visto que su esposa tuviera que viajar de pie en un autobús o en un tren; su sonrisa amable, su mirada confiada, siempre hacían que un hombre se levantara.

En Baker Street se bajó gente, y Richard y Elinor Pringle se sentaron. Ella miró hacia un lado con la intención de leer el periódico de alguien. Richard desplegó el suyo.

Estaba bastante oscuro en St. John’s Wood. Richard cogió uno o dos de los paquetes, y se pusieron en marcha por las aceras cubiertas de hojas, tiritando después del calor del tren. Elinor daba pasos cortos y rápidos, aunque todavía le dolía el pie.

—¿Cómo está Flora? —preguntó.

Allá vamos, pensó Richard.

—Maravillosamente bien. ¿Y Geoffrey?

—Muy..., bueno, la verdad es que tiene un resfriado tremendo.

—Todo el mundo está igual.

—Sí..., es la época…

Ella se estaba quedando sin aliento y a él le aburría la conversación; pero ambos sabían que unos conocidos del vecindario no debían caminar en silencio.

—¡Qué cantidad de paquetes! —continuó Richard, que procuraba hacer coincidir su paso largo con los pasitos de falda tubo de ella.

—Sí. Lo siento mucho.

Esperaba que ella no pensara que estaba quejándose por tener que cargar con uno o dos.

—No me gusta cuando cambian la hora —dijo—. No me gusta nada.

—Ni a mí —respondió ella con entusiasmo, como si acabaran de descubrir un vínculo fantástico e inimaginable entre ellos—. Se hace de noche tan temprano…

—Ayuda un poco por las mañanas, claro; aunque, de cualquier modo, por la mañana todo es espantoso.

—Ay, sí que ayuda, sí. —Su voz denotaba un alivio inmenso, pero era, sobre todo, porque había llegado a casa, una pequeña y atractiva casa de estuco que se entreveía en la oscuridad, detrás de dos araucarias.

Él y Flora habían estado allí un domingo por la mañana tomando el aperitivo. Hacía más de un año de eso. Aunque Flora había dicho varias veces que ahora les tocaba invitar a ellos, últimamente parecía haberlo olvidado.

Elinor cogió los paquetes que llevaba Richard, él sujetó la verja de hierro y se despidió. Mientras seguía subiendo la colina, pensó que ella odiaría llegar a una casa oscura y vacía después de lidiar con la hora punta; pero se la imaginaba poniéndola a punto rápidamente para el regreso de su marido resfriado, pasando de una cosa a otra de forma metódica, las habitaciones llenas de luz, las cortinas echadas y las llamas a punto de prender en la leña.

Giró por la colina hacia Beatrice Crescent. Había resquicios de luz entre las cortinas en la ventana de la planta baja de su casa, el número cinco, y vio a la señora Lodge, en el sótano, trajinando en la cocina. Tenía un aspecto acogedor, con el mantel rojo sobre la mesa y unas plantas en el alféizar. Todavía no había echado la cortina.

Vio que el coche de Flora no estaba en el garaje. Subió los dos o tres escalones hasta la puerta principal, custodiados por un par de leones de piedra, y se detuvo en el porche para buscar la llave de la puerta entre todas las demás. Cuando entró, se encontró a la señora Lodge en el vestíbulo. Al oírle, había subido corriendo.

—El señor Barlow está en la sala de estar —dijo en voz baja—. La señora lo invitó.

—Veo que la señora no ha vuelto todavía.

Se quitó el abrigo, pero parecía reacio a entrar en el salón. Es el colmo, pensó enojado, el colmo. Se tomó un minuto para ajustarse la corbata ante el espejo.

—No creo que tarde —dijo la señora Lodge—. Quizá esté en un atasco.

Por fin, Richard cogió fuerzas como si fuera a salir al escenario y dudara de su capacidad para hacer, esa noche en concreto, una estupenda representación. Dio un paso adelante y, con un entusiasmo brusco, abrió la puerta.

—Caramba, Patrick —dijo—. Lamento que te hayan dejado solo.

Percy Quartermaine, sin aliento después de subir las escaleras, se dejó caer en su butaca preferida, frente a la mecedora en la que había estado Flora hacía un rato. Apenas se había sentado cuando Ba le puso un whisky en la mano.

—Ha venido Flora —dijo.

—Ya. Pasé por casa de Richard antes de venir y ella llegaba en ese momento. Estaba allí ese tipo, su amigo escritor, ese individuo…

—Patrick Barlow.

—… lanzando diatribas sobre el arte. Le he dicho: «Me gustan los viejos maestros, me basta con su pintura». He conseguido que cerrara el pico. No sabía qué decir. Seguro que él no tiene un Canaletto.

—Tú tampoco, cielo.

—No, pero conozco a alguien que tiene uno sobre la chimenea —su expresión malhumorada se volvió ahora incluso tierna y se quedó mirando fijamente el whisky mientras sus gruesos dedos movían el vaso lentamente—. Daría lo que fuera por tener uno como ése: el Támesis en Londres. Parece que estés allí, viéndolo de verdad, en un momento magnífico de luz. Cuando la gente habla del río, yo veo ese cuadro. Hermoso, como Venecia. No veo todos esos malditos edificios nuevos. No, Ba, me duelen de verdad. Me hacen daño personalmente.

Se estaba poniendo furioso otra vez y había empezado a acariciarse el pecho como si el dolor y la indignación le estuvieran presionando. Ba se sentó plácidamente en la mecedora y sonrió. Le había dado muchas vueltas a cómo habría sido su esposa, y una vez se lo había preguntado.

—Pequeña y bonita —había dicho él sin más detalles—. Más bien apocada.

¿Apocada ante la vitalidad de él, acobardada ante la fuerza de su monstruoso egoísmo?, se preguntó Ba. Seguro que había sido el amo y señor de todo.

—Ese tipo —dijo—. ¿Qué ven estas mujeres en él, por el amor de Dios? ¿Flora? ¿Meg Driscoll?

—A mí me parece simpático. Es complaciente, sí, es muy complaciente y tiene una cara bastante agradable.

—Pero ¿para qué?

—A mí también me gusta.

—Escapa a mi comprensión.

Demasiadas cosas habían escapado a su comprensión en las últimas horas —en los últimos veinte años, mejor dicho—, y le molestaba lo que él consideraba pretenciosidad o empecinamiento. Le daba la sensación de que había cosas que se hacían y decían simplemente con el fin de enojarle. Hasta los altos edificios nuevos a lo largo del río parecían diseñados para disgustarle, y nunca conseguía verlos sin esa sensación de que constituían una ofensa personal.

—Sois bobas por dejaros engatusar de esa manera —dijo.

—¿Por qué este odio? ¿Por qué el miedo? —preguntó Ba—. Empieza a parecerme sospechoso. Lo estás sacando de quicio.

—¡Sacando de quicio! ¿Sabes que esa chica, Driscoll, está enamorada de él? ¿Cómo puede ser?

—Es la tragedia de Meg. Está fuera de nuestro alcance. No hay nadie a quien culpar ni nada que hacer.

—Bueno, mientras nosotros estemos bien —dijo con resentimiento.

—Sí. Tal vez no sea una actitud muy noble.

—De lo más noble. Y agradecida. Ya te lo he dicho, me gusta la gratitud. —Mientras decía esto se iba hundiendo en la butaca—. Y te estaría muy agradecido si me sirvieras un poco más de whisky, querida.

Ba le llenó la copa y se fue a preparar una de esas meriendas cena que se tomaban en una bandeja. Tenía una afición infantil por las alubias al horno sobre pan tostado, y los huevos con patatas fritas.

—¿Quieres ver la televisión? —preguntó antes de ir a la cocina.

Él dijo que no con la cabeza; estaba absorto, y apenas oyó la pregunta, desconcertado y enojado por las cosas que había dicho Flora antes. Al marcharse, ella le había acompañado a la puerta, y, mientras cogía el abrigo, le suplicó por segunda vez que se quedara a cenar.

—Siempre voy a casa de Ba —le respondió.

Ella lo sabía.

—Y eso me preocupa —respondió Flora, con sus grandes ojos perplejos fijos en él—. Es difícil para una mujer vivir y trabajar en un lugar donde corren habladurías sobre ella.

O algo similar, recordó; palabras que terminaron con las manos suplicantes de ella debajo de las solapas del abrigo de él.

—Me gusta Ba: me gustáis mucho los dos. Me encantaría que lo vuestro fuera definitivo.

Ba le había rechazado una docena de veces, pero cada vez que le explicaba esto a Flora, ella sonreía con ternura y negaba cariñosamente con la cabeza; como si ella tuviera las respuestas, como si supiera algo que él no podía comprender, tal vez que Ba se estaba haciendo de rogar. Que le hubiera rechazado no suponía un problema para él. Le gustaba el acuerdo que tenían. Indudablemente, dos casas son más caras que una; pero había suficiente dinero para permitirse ese lujo. Disfrutaba haciendo lo que le daba la gana durante el día y esperaba con ilusión las noches relajantes y hogareñas.

Hacía mucho tiempo que no hacían el amor. A menudo se olvidaba de darle un beso de buenas noches cuando se iba a casa a las diez; a veces lo recordaba en el coche, de vuelta, y se sentía culpable. A su esposa le importaban esas cosas, suspiraba y hacía pucheros, poniendo de manifiesto que estaba dolida. Era una reacción bonita, de niña, recordó. Ba no era del tipo que suspiraba y hacía pucheros, y ahora se preguntó, mientras ella freía patatas en la pequeña cocina, si la valoraba lo suficiente. Acababa de decirle que le gustaba la gratitud y sin embargo ahora había reparado en que estaba en deuda con ella. Ba le estaba dando su vida. Trabajaba de firme en la tienda, compraba, servía, hacía las cuentas; y luego, por la noche, le freía todas esas patatas. Se sintió incómodo por ella. Si la gente chismorreaba, la gente del barrio en el que se ganaba la vida… ¿Cómo podría averiguar él si todo eso era verdad? Había oído historias de éstas que sucedían en los barrios residenciales.

—¿Qué has hecho hoy? —preguntó ella cuando volvió con la bandeja de la cena.

«Nadie fríe tan bien como una mujer judía», pensó, mirando los crujientes filetes de pescado.

—Por la mañana he ido a la fábrica a echar un vistazo.

Aunque se había retirado, Percy todavía consideraba que tenía que interesarse por el negocio familiar; y disfrutaba interrumpiendo, apartando un rato a los hombres mayores de su trabajo para hablar de los viejos tiempos y preguntarles por la familia. A Richard eso le ponía muy nervioso, lo sabía.