Una vista del puerto - Elizabeth Taylor - E-Book

Una vista del puerto E-Book

Elizabeth Taylor

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Beschreibung

En un pequeño pueblo de la costa inglesa, durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, Robert, el marido de una escritora de novelas, se siente atraído por Tory, una divorciada con un hijo. Éste es el punto de partida del que se sirve Elizabeth Taylor para construir una novela coral sobre la vida de un pueblo costero y los sentimientos de sus gentes. Taylor describe con destreza, y de manera implacable, las relaciones familiares y afectivas de las clases media y alta británicas. Fue amiga de la escritora Ivy Compton-Burnett y del novelista y crítico Robert Liddell. El escritor Kingsley Amis la consideraba una de las mejores escritoras del siglo xx.

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Portada

Una vista del puerto

Una vista del puerto

elizabeth taylor

Traducción de Carmen Francí

Título original: A View of the Harbour

© Elizabeth Taylor, 1947

© de la traducción y revisión: Carmen Francí

© de esta edición, 2016: Gatopardo ediciones

Rambla de Cataluña, 131, 1º-1ª

08008 Barcelona (España)

[email protected]

www.gatopardoediciones.es

Primera edición: enero 2016

Diseño de la colección y cubierta: Rosa Lladó

Imagen de la cubierta:

Puerto de Saint Ives, Cornualles

Fotografía de Philip Male, bajo licencia CC BY-SA

Imagen de interior:

Estanque Widmer en Penn, Buckinghamshire, Inglaterra

Fotografía de Hugh Mothersole, bajo licencia CC BY-SA

eISBN: 978-84-17109-05-9

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley,

la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Vista del estanque Widmer, en Penn, Buckinghamshire

(Inglaterra), donde Elizabeth Taylor pasó la mayor parte de su vida.

Índice

Portada

Presentación

Una vista del puerto

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Elizabeth Taylor

Otros títulos publicados en Gatopardo

Una vista del puerto

Capítulo I

Las gaviotas no escoltaron a los barcos de pesca que salieron del puerto a la hora del té, al contrario de lo que harían a su regreso; permanecieron sentadas, meciéndose tranquilamente en las aguas, o se encaramaron a los costados de pequeñas barcas, agitadas arriba y abajo por una estela tras otra. Cuando alzaron el vuelo y extendieron las alas, su blancura destacó sobre el verde del mar; eran tan blancas como el faro.

Desde las barcas, los hombres veían el puerto como algo sucio y familiar: una hilera de casas, tiendas, un café, un pub, revestidos de una capa desconchada de yeso de color albaricoque y azul celeste; más adelante, cuando las barcas avanzaron con decisión desde la bocana del puerto hacia el mar, se alzaron otras hileras de edificios, el campanario de la iglesia sobresalió por entre los tejados, los rótulos de las tiendas se volvieron borrosos y lo sórdido se hizo pintoresco.

Sin embargo, la vista siguió siendo la misma para Bertram, apoyado en una pared situada junto al faro. Parecía detenido entre el mar y la tierra; el agua se mecía inquieta a ambos lados del rompeolas en el que se encontraba. Miró sobre las barcas y las gaviotas en dirección al pub, que se hallaba en primera línea del puerto.

Cuando se levantaba por la mañana y se acercaba a una de las ventanas de delante de aquel pub para hacer sus ejercicios respiratorios, la vista estaba invertida. El faro hacía las veces de eje, y los edificios del puerto, el rompeolas y el mar giraban continuamente a su alrededor, agrupándose de nuevo, de modo que pocas veces se veía el faro sobre el mismo fondo. De idéntico modo, el rompeolas crecía o se veía reducido a la nada. «Ideal para un artista», pensó Bertram, sacando su álbum de dibujo y trazando una línea en mitad de una página. Dibujó cuadrados y rectángulos para representar los edificios; la gran casa de piedra en un extremo de la hilera, el pub, el café Mimosa Fish, la tienda de ropa de segunda mano, el salón recreativo, la Misión de los Marineros, la exposición de figuras de cera, el cobertizo del bote salvavidas. Dibujó por encima más tejados y el campanario de la iglesia.

En ese momento, advirtió que en la estrecha casa, que parecía metida con cuña entre la casa grande y el pub, se abría una puerta y salía una mujer con un pañuelo negro sobre la cabeza y una jarra blanca en la mano. La mujer se dirigió, apresurada, hacia la casa contigua, la del médico, con la cabeza inclinada sobre la jarra. La había visto con frecuencia salir a la hora del té con una jarra blanca; a otras horas del día, tomaba la dirección contraria, la del pub, con una jarra rosa.

Bertram guardó la libreta de dibujo en el bolsillo y sacó la pipa. No tenía grandes dotes artísticas, a pesar de que había encontrado una técnica muy buena para pintar las olas, con la blanca cresta inclinada, de un modo muy realista. Apenas había hecho un boceto de la escena cuando lo asaltó la curiosidad y lo distrajo la mujer que salía con la jarra de leche; o aquel hombre con delantal que escribía con letras blancas en la ventana del café Mimosa Fish, tras borrar el «Huevo, patatas fritas y té 1/3» que Bertram había advertido al pasar de camino hacia el faro. «Estupendos filetes fritos —murmuró Bertram—, espero que no se trate de tostadas con judías o de empanadillas escrito de modo incorrecto.»

Una vez completado el rótulo, fuera éste el que fuese, el hombre entró en el café. El escenario quedó vacío de nuevo, exceptuando a los hombres que recogían de la playa rollos de alambre de espino oxidado, restos de la guerra.

«Se está marchando la luz», se dijo Bertram.

Mientras vivió en el mar, siempre pensó que así sería su jubilación: se alojaría en el pub de algún puerto y pintaría aquellos aspectos del mar que, durante treinta y tantos años, creyó que lo esperaban. «Un bonito cuadro», había dicho a cada puesta de sol, cada vez que había visto salir la luna, ante cada tormenta y cada línea de la costa que brillaba como cubierta de alhajas, sin ver el paisaje en sí sino la cristalización o la esencia del mismo, el cuadro que pintaría él, completándolo en su imaginación. «Bertram Hemingway, ese exquisito pintor de temas marinos y playeros.» Pero cuando ponía las acuarelas sobre el papel, los verdes se tornaban fangosos y los pájaros negaban toda posibilidad de movimiento, prendidos e inmóviles sobre unas olas cuyas crestas nunca llegarían a romperse. «Quizá al óleo —pensó—. Siempre se plantean problemas con el medio. Con los medios, mejor dicho. Cuando entras en el café de un puerto, no esperas encontrar salmón en lata.»

La exposición de figuras de cera parecía estar cerrada y tenía las ventanas cubiertas con visillos grises. La tienda de ropa usada, situada al lado, estaba recibiendo una mano de pintura; la primera capa, de un color rosa salmón, enmarcaba los vestidos viejos que colgaban en el exterior. El salón recreativo tenía los postigos cerrados. Uno de los hombres se había alejado de las lazadas de alambre de espino y había entrado en el café; salió de nuevo a la puerta con una taza en la mano y gritó algo a sus compañeros, ahuecando la mano como una concha, junto a la boca. El sonido llegó débilmente a través del puerto.

Efectivamente, la luz se iba. Al darse la vuelta, Bertram vio las traineras diseminadas sobre el horizonte. Lo invadió una sensación de soledad. Golpeó la pipa contra el muro de piedra y emprendió el camino de regreso por el curvo malecón. «Bertram Hemingway, oficial de Marina retirado, el conocido...». «Otros hombres famosos empezaron tarde a realizar su obra, cuando ya tenían cierta edad —se apresuró a decirse—. Mira a...». Pero aunque hubiese podido encontrar un ejemplo, no se molestó en hacerlo, porque ahí estaba la mujer de nuevo, caminando a paso ligero en dirección contraria, colándose en su casa, esta vez con la cabeza alta y una mano blanca sobre el pañuelo negro que llevaba al cuello. Sin jarra. Era como si nunca las llevara de vuelta. Excepto la jarra del pub. La mujer caminaba despacio, con cuidado, como una niña.

Un automóvil se detuvo ante la casa de la que la mujer acababa de salir, la casa del médico. Éste bajó del coche, cerró con un portazo, se detuvo un momento para mirar hacia los barcos pesqueros (casi todo el mundo lo hacía) y después, cogiendo su maletín, se acercó a la puerta, llamó con los nudillos, esperó, y la casa se lo tragó.

Bertram caminó junto a la playa. «Sí, he hecho un par de dibujos —ensayó para decírselo al tabernero—. He hecho un boceto de la silueta..., ese grupo de casas produce un interesante efecto cubista..., pero se ha ido la luz.»

En el escaparate de la exposición de figuras de cera aparecía un rótulo anunciando, con letras oscuras, la última atracción: «El duque y la duquesa de Windsor»; había también un papel arrugado y descolorido, y algunos excrementos de ratón.

Al pasar ante el olor a pintura, tuvo la sensación de que el aire trepidaba y aguardaba, y entonces, efectivamente, la luz del faro giró e iluminó con valentía..., luz, centelleo, pausa..., confirmando lo que el artista ya había decidido, que el día había acabado.

«Estamos friendo pecado.» Bertram leyó en voz alta lo que estaba escrito en el ventanal del café, y se detuvo, desconcertado... «¡Oh, pecado!» Se echó a reír y se encaminó hacia el pub.

El puerto, a su vez, observaba a Bertram. Lo habían visitado otros artistas, pero trabajaban con caballetes, rodeados por un semicírculo de niños, y nunca habían acudido tan pronto, mucho antes de que empezara la temporada. Ese hombre levantaba algunas sospechas. Carecía por completo de la típica parafernalia: su barba era marina, no bohemia. Lo observaban tras las cortinas de las tiendas y de las casas. La señora Wilson, desde la exposición de figuras de cera, miró al exterior por la ventana delantera del primer piso y se preguntó si sería un espía, olvidándose de que la guerra había acabado ya. Cuando vio cómo la luz trazaba un arco sobre el agua, sintió pánico y desolación ante la proximidad de una larga tarde durante la cual debería intentar distraerse tomando tazas de té, escribiendo una carta a su hermano de Canadá o con la labor de punto que había dejado caer al suelo al inclinarse hacia el cristal para mirar a Bertram, apoyando la mejilla contra el áspero visillo, cuyo olor algodonoso y polvoriento le daba dentera.

Tory Foyle se quitó el pañuelo de felpilla negra del cabello. Poseía lo que, en otros tiempos, se consideraba la típica belleza inglesa: rostro sonrosado, cabello brillante y ojos de genuino color violeta.

—He recibido carta de Edward. —Sacó del bolsillo un pequeño papel rayado y lo alisó.

Beth sirvió el té y aguardó, con las antenas puestas.

—«Querida mamá —leyó Tory—, espero que estés bien, yo sí. Por favor envía sobres. Esto no me gusta mucho. Y sellos. Tengo mal la garganta. Hay chicos que tienen potes con miel. Me lo paso bien. Recuerdos. Tuyo sinceramente, Edward.»

—Bueno —comentó Beth—, no piensan lo que dicen, se limitan a poner lo que saben escribir. Recuerdo que Prudence estuvo fuera una vez y nos escribió: «Estoy muy mal. No puedo decir qué es». Cuando telefoneé, descubrí que no sabía escribir la palabra diarrea. Y, además, se curó mucho antes de que llegara su carta. No tenía que haberme preocupado.

—Por lo menos, puedo enviarle un poco de miel.

—Sí. Miden el afecto por lo que trae el correo.

La hija menor de Beth, Stevie, estaba junto a la mesa con una mano en la cadera, bebiendo con tragos largos y continuos la leche que Tory había traído para ella. Mientras bebía, los ojos se le desenfocaban. Beth y sus hijas tenían ojos grandes y bonitos, pero astigmáticos.

—Deja el vaso y parpadea.

Stevie hizo lo que le decía y, luciendo un bigote cremoso de leche, parpadeó varias veces.

—Leí en un libro que relaja los músculos —explicó Beth, subiéndose las gafas sostenidas por su pequeña nariz.

Tenía un aspecto virginal, pensó Tory, como si no hubiera recibido siquiera un beso en los labios.

—La sagrada letra impresa —comentó Tory.

—Ya puedes dejar de parpadear.

La niña respiró hondo y empezó a beber de nuevo.

—¿Dónde está Prudence?

—Está limpiando las orejas de los gatos. He tenido una idea estupenda: he pensado en invitar a Geoffrey Lloyd a pasar un fin de semana.

—No conozco a Geoffrey Lloyd.

—Creo que sí. ¿Te acuerdas de Rosamund Dobson, del colegio?

—Demasiado bien. Cuando teníamos unos doce años me dijo que cuando se tenía un hijo, el estómago reventaba —Tory hizo un gesto, abriendo las manos— y después tenían que coserlo de nuevo.

—Bueno, pues Geoffrey es su hijo.

—Entonces espero que naciera del modo habitual. Rosamund debió de llevarse una agradable sorpresa.

—Pensé que podría hacer compañía a Prudence. Está destinado a las afueras de la ciudad, en las fuerzas aéreas.

—¿Cómo es que seguimos con unas fuerzas aéreas, si todo ha acabado ya?

Tory se levantó y se puso el chal sobre la cabeza.

—Podría empezar de nuevo, supongo.

—Sólo sucederá si hablas así —sentenció Tory, depositando una gran responsabilidad sobre los hombros de su amiga—. Invítalo primero a tomar el té para ver cómo es. Estoy segura de que no es nada del otro mundo.

—Es sólo un muchacho. Y Prudence no tiene amigos.

—Dejaré la jarra hasta mañana por la mañana.

—Gracias, querida... No sé qué haría Stevie...

—No hay de qué. Odio la leche. Si me la quedara, sólo la utilizaría para lavarme la cara. Me parece que estás haciendo de casamentera, Beth. Encuentra a alguien para mí —dijo volviendo la cabeza.

—Querida Tory, me gustaría poder hacerlo. No conozco a ningún hombre. Y si conociera a alguno, no sería lo bastante bueno.

—Tengo que irme.

Pero no tenía otro motivo para marcharse a casa que el de evitar encontrarse con el marido de Beth.

Salió de aquella casa grande y desordenada, y entró en la suya, bonita y perfumada con olor a jacintos. Se sentó junto a los ventanales de su dormitorio y se peinó ante el espejo. Se deshizo el peinado y se lo volvió a hacer, pero no había nadie para ver el resultado.

A la señora Bracey le gustaban las bromas soeces, pero a sus hijas no. En la trastienda del establecimiento de ropa usada, Iris se estaba preparando para ir al trabajo y sostenía un par de medias ante el fuego. Les dio la vuelta con cuidado. Desprendían vapor. Su madre, paralítica de caderas para abajo, estaba tendida en la cama, situada junto a la pared, y se moría de risa.

—Sí —repitió secándose los ojos—. «No te tomes esas familiaridades», dijo él. «¡Tú y tus besos...!» Y mientras tanto estaba...

—Está bien, madre —intervino Maisie saliendo de la cocina—. Me parece que ya hemos oído suficientes veces esa palabra esta tarde.

—Dime, ¿qué puede ser más familiar que eso? —continuó la señora Bracey, riéndose todavía—. Depende de cómo lo mires, supongo. Las malditas distinciones de clase, incluso en... Está bien, está bien. Llegarás tarde, Iris —añadió con aspereza.

—¡A mí me lo vas a decir! —se puso las medias con cuidado.

—Ya son las seis menos cinco. Ya verás como no podrás dar un paso por culpa del reúma antes de cumplir los cuarenta —dijo su madre con tono de satisfacción.

Iris deslizó los pies en los zapatos y desapareció.

—¡Adiós! —gritó su madre, pero no obtuvo respuesta—. No tengo a nadie con quien divertirme un rato —se lamentó con un suspiro—. ¿Qué estás haciendo con esa guerrera, Maisie?

—Iba a plancharla un poco. La señora Wilson, la de la casa de las figuras de cera, dijo que me daría cinco chelines por ella, para la duquesa de Kent.

—No es lo bastante llamativa para la familia real, pero podemos intentar arreglarla. ¿De dónde viene?

—De casa del párroco. La cocinera trajo muchas cosas.

—No te empeñes, pues; no hay modo de tratar el terciopelo. Pon la plancha debajo y el vapor subirá entre el pelo.

—Y para hacerlo me pongo cabeza abajo, ¿no?

La señora Bracey juntó las manos y suspiró con aire teatral. Estaba aburrida, frustrada, no sólo debido a su estado físico, sino también a su mente, a su gran imaginación, terca y errática. En los viejos tiempos, durante las tardes de verano, le gustaba sentarse en el exterior de la tienda, en una silla junto a la puerta, y contemplar la marcha de las barcas o charlar con la gente que entraba o salía del Anchor; gritar insinuaciones maliciosas a los pescadores y tomar partido en las peleas de los niños. Ahora, cualquier brillo, cualquier chismorreo, había desaparecido de su vida. Cuando Iris volviera del Anchor se dejaría caer en una silla, cogería su novela por entregas y, tras quitarse los zapatos, esperaría a que Maisie trajera el chocolate.

«Pasa casi cinco horas en el mundo exterior y no me dice ni mu», pensaba su madre, esperando con nerviosismo el bocado exquisito que no llegaba nunca.

—¿Quién había por ahí esta noche, Iris? —preguntaba al final, exasperada, pero con tono sumiso.

—¡Oh!, los de siempre —contestaba Iris volviendo una página.

«No suelta prenda. Piensa que soy una entrometida. Ya veremos qué pasa cuando le toque a ella.»

La señora Bracey esperaba con optimismo que les llegara el turno a los demás.

«Estas chicas de ahora —pensó mientras contemplaba cómo Maisie trabajaba con calma—, ¿en qué creerán? Tienen una vida vacía.» Se sentía siempre molesta porque sus blasfemias las dejaban indiferentes. «Malditas ateas. Ni siquiera creen que el sexo es divertido. Supieron demasiado pronto todas las cosas de la vida, antes de que pudieran verle la gracia. Todo eso que llaman biología le quita encanto, hace que la vida pierda interés. ¡Oh, Señor! ¿Por qué no enviaste esta enfermedad a esa señora Wilson, por ejemplo, en lugar de enviármela a mí? Ella no quiere hacer otra cosa que estar sentada en casa, mirando por la ventana. Yo la habría visitado, habría sido muy buena con ella. “Buenos días, señora Wilson, sólo pasaba por aquí para ver si quiere alguna cosa. Le traigo un poco de caldo de ternera”, diría yo, dando la vuelta a la taza para que viera lo rica y sólida que era la gelatina. “Se lo calentaré en el fuego. Debemos compartir nuestras cargas, tal como dijo Nuestro Señor. ¿Para qué sirve la religión si todo se reduce a hablar en lugar de hacer algo? Mientras bebe esto, me sentaré un poco y charlaremos. No, no tengo prisa. Ayer noche oí una buena historia en el Anchor sobre un duque y una doncella...”.»

—¿Por qué sonríes, madre? —preguntó Maisie sacudiendo la chaqueta de terciopelo.

—Cosas mías.

Fue un golpe verse tendida en su propia cama, en lugar de estar sentada junto al lecho de la señora Wilson. «Es una pena, Señor. Sin duda, yo lo merecía por muchos motivos, pero no más que los demás. Golpea a alguno de esos malditos ateos, digo yo, no a uno de tus fieles, que podría haber estado en el mundo haciendo un trabajo útil. Como sentarme en mi silla, metiendo la nariz en los asuntos de los demás o tomando una rica cerveza de barril en el bar», añadió, pues no pretendía engañar a nadie. «Tendré mi recompensa en el cielo. Será muy agradable ver cómo cambian las tornas después de haberme ganado mi salvación aquí abajo con tanto dolor. Valdrá la pena esperar para ver la cara de Iris mientras Nuestro Señor dice: “¿Qué cosas buenas has hecho? Pues quedarte sentada, noche tras noche, para leer las tonterías de Charlas de Mujeres, sin una palabra cortés en los labios”. Si me encontrara en mi última agonía, acabaría el ejemplar de la semana antes de ir a buscar al doctor Cazabon.» Sus manos tiraban del dobladillo de la sábana mientras sus pensamientos volaban.

—Sí —dijo Bertram—, he dibujado la silueta, sólo un bosquejo, ¿sabe?

Estaba bebiendo una cerveza rubia en la barra. Iris sorbía una Guinness y se secaba los labios con un pañuelo de encaje.

—Nunca habíamos tenido un artista durante el invierno —comentó el señor Pallister—. Aparecían uno o dos durante las vacaciones, pero eso era antes de la guerra. Buscan todo lo viejo. Siempre creo que la ciudad nueva, al otro lado del cabo, sería un bonito cuadro, con el malecón, los jardines italianos y lo demás. Pero el puerto está acabado. No entiendo cómo se las apaña la señora Wilson, la de las figuras de cera; además, perdió a su hombre en la guerra. ¿Qué sacará de eso? La gente va por curiosidad, para divertirse. ¿Cuánto durará? Tenemos también el salón recreativo. Está cerrado, claro. Todos los veranos me pregunto si vendrán o no. Son gente llamativa, de Londres; no son de aquí. La señora Wilson, sí. Su hombre heredó de su padre, tal como yo hice de mi viejo. En esa época, esto era un lugar de moda y había casetas de baño bajo el muro. Vaya, si hasta tuvimos una vez una fiesta con un concierto y todo. ¿Te acuerdas, Iris? ¿Te acuerdas del tipo que llevaba una chaqueta a rayas rosas y blancas y un sombrero de paja? No recuerdo cómo se llamaba.

—Vaya, si yo sólo era una niña, señor Pallister —dijo Iris, sorprendida.

Pero Bertram se dio cuenta de que sí se acordaba, de que la chaqueta rosa y blanca a rayas había sido una de esas visiones que estimulan la imaginación de los niños y que recordaba incluso el nombre del individuo.

—Pero ya se acabó todo —dijo el señor Pallister—. Hoy en día, a la gente ya no le interesa el olor a pescado. Usted es marino y eso es distinto.

—No veo qué tiene que ver el estar en la Marina con el pescado —intervino Iris—. Además, el señor Hemingway era oficial.

—Nadie puede librarse —comentó el señor Pallister.

Echó un tronco al fuego y cuando lo movió con la bota, brotaron unas llamitas verdes a su alrededor. Unas cortinas de sarga roja cubrían las ventanas, y el barniz amarillo desprendía un brillo pegajoso. «No admitimos la posibilidad de la derrota», rezaba una tarjeta sucia y torcida que colgaba sobre la barra.

—Tenemos una noche tranquila —prosiguió el señor Pallister.

Lo decía casi todas las noches, excepto la de los sábados, en las que apuntaba: «Está todo muy tranquilo para ser sábado».

—Mire, aquí hay un cuadrito —añadió, descolgando algo de una esquina oscura—. Pintura al óleo —explicó con reverencia, tendiéndoselo a Bertram—. Me gustaría que un experto me diera su opinión sobre él. Lo hizo un tal señor Walker que estuvo por aquí. Ocupaba la misma habitación que usted, y cuando se fue, me lo dio.

—«Vista del puerto» —leyó Bertram, observando con atención la parte inferior del lienzo.

Aparecía el faro, el rompeolas y el cobertizo del bote salvavidas, todo ello pintado en un tono marrón que parecía salsa de carne. Al contemplarlo con mayor detalle, Bertram pudo distinguir un bote de color sepia y un pájaro. Las olas, en el mar abierto, se alzaban en hileras.

—Sí —dijo Bertram devolviendo el cuadro a su lugar—. Debo pintar un cuadrito para que le haga compañía.

«Cola y sopa al curry», pensó, y vio su propio cuadro lleno de luz. «Una pequeña joya de Bertram Hemingway.»

—¿Quién es la señora de la jarra? —preguntó.

—Se refiere a la señora Foyle —dijo Iris.

—¡Ah!, la señora Foyle, la de la puerta de al lado. Viene a buscar la cerveza a la hora de cenar. ¿La señora con el pañuelo negro?

—Sí.

Se produjo un breve silencio. Iris levantó la vista de sus uñas, de las que estaba quitándose el esmalte descascarillado.

—Tiene los ojos de un color muy bonito —añadió Iris pensando vagamente en Tory. ¡Oh, Señor! ¡Qué monótona es la vida! Imagina que se abre la puerta y, de repente, entra Laurence Olivier, tal vez rodando unos exteriores, «porque ningún otro motivo podría hacer que viniera por aquí», pensó con amargura.

El abanico de luz se detuvo bruscamente cerca de la tierra. Barrió el mar a lo lejos y rastreó el cielo. ¡Mira!, exclamó, y desapareció. Prudence se arrodilló en la oscuridad, junto a la ventana de su dormitorio, con las manos en el polvoriento alféizar. Yvette y Guilbert, sus gatos siameses, frotaron la cabeza en actitud de arrobo contra sus rodillas, dando vueltas, estremeciéndose, sin dejar de ronronear. El rostro de Prudence, bajo el gran flequillo, parecía un trozo de papel a la luz de la luna, que iluminaba la parte delantera de la casa de piedra y las deterioradas fachadas de yeso que daban al puerto. Abajo, distintas luces se extendían sobre los adoquines; la del farol situado sobre la puerta de la casa, la casa del médico, y la luz de la acera, de color rojo brillante bajo las ventanas cubiertas de sarga roja del Anchor. En las proximidades del rompeolas, las farolas describían círculos de luz verdosa cercados por la oscuridad. Y siempre estaba presente un sonido que ella ya no oía, pues lo había oído desde el principio: el rumor del agua al entrechocar de modo irregular contra las rocas, alzándose embriagada y, tras ver obstaculizado su camino, rompiendo y retirándose.

En el muelle había dos viejos bajo una farola, hablando acerca de un bote. La luz pintaba de plata los pliegues de sus jerséis oscuros. El viento arrastró un trozo de periódico y lo hizo revolotear hasta dejarlo empalado en un rollo de alambre, donde se quedó agitándose. Cuando se abrió la puerta delpub, un río de color amarillo corrió entre los adoquines. Bertram permaneció en él por un instante antes de cerrar la puerta. Prudence lo contempló, echándose un poco hacia delante, con los brazos desnudos sobre la áspera piedra del alféizar. Tal vez los pensamientos de Prudence hicieron que Bertram alzara la cabeza; lo cierto es que la muchacha vio su rostro levantado en dirección a ella, pudo verle la barba y, a medida que se alejaba, un pequeño anillo pálido en la coronilla, allí donde el cabello escaseaba. Bertram se unió a los dos hombres que se hallaban bajo la farola e incorporó su voz a las suyas. Prudence supuso que les preguntaría sobre ella y que éstos se encogerían de hombros y dirían: «Es la hija mayor del médico», o algo parecido, puesto que no significaba nada para ellos, sólo era una niña que había crecido ante sus ojos. Pero Bertram —Prudence ignoraba cómo se llamaba— había alzado la vista en el momento exacto en que dejaba de ser una niña y se convertía en una mujer —Prudence sentía vértigo ante el poder que eso le daba—. No importaba que se tratara de un hombre mayor, lo que ella experimentaba por primera vez era su propio poder para confundir a los demás.

—¡Prudence! —llamó su padre. Su voz le llegó a través de las escaleras. Era propensa a las bronquitis y no le estaba permitido asomarse a las ventanas por la noche y llenarse los pulmones de aire húmedo.

«Tengo veinte años —pensó—. ¡Y nunca me han dado un beso de amor!»

—¡Prudence! —la voz ascendió en espiral con mayor claridad. Su padre había llegado al primer piso. Prudence caminó de puntillas en dirección a la puerta, encendió la luz, salió al rellano y se asomó por la barandilla, mirando hacia el centro de la casa.

—¿Sí, padre?

Éste se detuvo con un pie en el primer escalón.

—No te quedes en tu habitación, que está fría. Es hora de cenar.

—Me estaba peinando —alzó la mano y se arregló el flequillo.

—Pues no has progresado mucho —observó él, preguntándose por qué sus dos hijas eran tan mentirosas.

«Beth y yo —pensó, bajando de nuevo las escaleras—somos tan francos, tan sinceros… ¿De quién lo habrán heredado? ¿En dónde nos equivocamos?»

Siempre estaba preocupado por alguna cosa, y seguía dando vueltas a esa cuestión cuando entró en el comedor, donde la estufa de gas rugía de modo irregular por tener algunas varillas rotas. Habían retirado las revistas de la gran mesa para poder servir la cena pero, aunque los periódicos estuvieran en otro lugar, los fantasmas de los pacientes seguían sentados en las sillas tapizadas de cuero, aguardando su turno. Su presencia llenaba la habitación.

Beth se sentó a la mesa, también aguardando, con las manos sobre el regazo y los ojos vagamente soñadores. Él la besó en la frente y le pasó una mano por el cabello corto y rizado, tan suave y despeinado. El gesto no significaba nada para ninguno de los dos.

—¿Viene Prudence?

—Ha dicho que ahora baja.

Beth estaba pensando que tal vez los camarones en salsa disimularan los grumos.

—¿Has escrito algo?

—¡Oh!, Robert, no han dejado de pasar cosas. En dos ocasiones, en cuanto me acababa de sentar, ha sonado el teléfono; después Stevie ha llegado temprano de la escuela y he tenido que preparar el té, y ha venido Tory...

—¡Tory! —sacó la servilleta del aro con un gesto brusco, la cogió por una esquina y la agitó para desdoblarla—. ¿Qué quería?

—Le sobraba leche y la ha traído para Stevie...

—Pero ¿no te das cuenta de que la niña ya bebe suficiente leche? Tiene poca hambre porque bebe demasiado.

—Le gusta —contestó Beth sin pensar—. Tendré que escribir esta noche.

Pero la idea de encerrarse con sus libros hasta la una o las dos de la madrugada le atraía y le producía un confortable placer.

—Pensaba que podríamos ir al cine.

—Tory quería ir.

Robert se comió el pescado sin contestar.

—¿Por qué no llevas a Tory, en lugar de ir conmigo?

—Desde luego que no.

—Me gustaría que te gustara Tory. Me parece que podríamos hacer mucho por ella, está tan sola. Nosotros nos tenemos el uno al otro.

«Tory es frívola —pensó Robert—. Tory es frívola.» Miró el rostro pequeño y serio de su esposa.

—Maldita sea, ¿dónde está Prudence? —Se levantó de la silla y volvió a llamarla a través de las escaleras, más enfadado con su hija de lo que parecía justificable.

Prudence bajó corriendo con el flequillo agitándose en la frente, el pecho oscilándole audaz y arrogante bajo el jersey, y los gatos brincando junto a sus talones. Pero la prisa le provocó un acceso de tos. Se detuvo en el pasillo, con el rostro sofocado y enrojecido de tal modo que contrastaba con el verde de sus ojos resplandecientes, a la vez que una gruesa vena le palpitaba en la frente.

—Tranquila, Prue —dijo su padre. Pasándole un brazo sobre los hombros, la condujo hasta el comedor sin una sola recriminación por que se le estuviera enfriando la cena; y la acompañó hasta su silla.

Bertram había visto a Prudence en la ventana; su blanco rostro le había sobresaltado y se preguntaba por qué se sentaría junto a la ventana en una habitación a oscuras. Como Prudence había adivinado, preguntó a los pescadores sobre ella. Éstos, con una sonrisa, se golpearon ligeramente la frente con los dedos pero no soltaron palabra.

Mientras paseaba a lo largo del muelle, antes de que llegara la hora de irse a dormir, meditaba sobre ello: «La vida se abre paso —pensó—. Sufrimos durante toda nuestra vida y ahora, cuando la vejez es inminente… —para él, la vejez era siempre inminente, pero no llegaba nunca—,uno espera alcanzar la paz, que la curiosidad ceda paso a la contemplación, a las abstracciones fáciles, al trabajo. Yo creía que, separado de todo lo que he conocido, en un lugar extraño, podría alcanzar aquello con lo que he soñado, a lo que he aspirado desde que era joven, acosado a cada paso por el amor, el odio, el mundo; siempre implicado, comprometido, rodeado por la vida. Entonces me liberaré, pensaba. Pero ahora llevo dos días en este lugar y la marea asciende, empieza a mojarme y percibo que en esta vida no existe la paz». Había llegado al cobertizo del bote salvavidas y se detuvo para contemplar las aguas negras y agitadas. «No conoceré la paz hasta que muera.» Dado que su egoísmo era grande y su esperanza de alcanzar la inmortalidad pequeña, sentía un miedo aterrador ante la muerte, así que prefirió apartar ese pensamiento y pensar en la vida, en la mujer de la jarra, por ejemplo, y ahora en la figura que se desplazaba por la habitación iluminada con una luz verdosa, tras los visillos, encima de la exposición de figuras de cera.

Iris salió del pub y caminó con prisa en dirección a su casa, arrimada a las paredes de los edificios.

«Tengo que volver —pensó Bertram—. El viejo Pallister estará dando cuerda al reloj, colocando un puñado de dardos en la jarra del estante y diciendo: “Ha sido una noche tranquila, pero estoy igualmente cansado”.»

Regresó caminando despacio, ahora con el viento a su espalda. El médico salió de su casa, sin sombrero y sin abrigo. Se dirigió hacia el coche, situado junto al bordillo, y permaneció inmóvil en la acera durante un momento, mirando hacia la casa contigua, en la que no había luz; después entró en el vehículo y condujo hasta la parte posterior de la casa, en dirección al garaje.

Cuando Bertram llegó al Anchor, el médico regresaba a paso rápido, con la cabeza inclinada para protegerse del viento y las manos en los bolsillos. Se detuvo en el escalón de la entrada, eligió la llave adecuada y, echando otro rápido vistazo en dirección a las ventanas oscuras de la casa vecina, entró en la suya y desapareció.

El señor Pallister estaba de pie en el bar con los dardos en la mano.

—¿Qué tal una última cerveza? —preguntó.

—No, gracias. Me voy a la cama.

—Si no fuera usted marino, diría que el viento del mar le cansa. Los visitantes siempre lo notan. Eso y el apetito.

Era un hombre pálido, de aspecto poco saludable, que pocas veces salía al exterior.

En el preciso instante en que Bertram estaba a punto de acostarse, oyó el repiqueteo decisivo de unos tacones altos a lo largo de la acera. Se acercó y miró por detrás de la cortina. Era Tory, que volvía del cine, sola.

«Qué perpetuo ir y venir hay aquí», pensó, malhumorado, metiéndose entre las ásperas sábanas de cruzadillo. Permaneció echado, contemplando el cielo aborregado. ¡Eh!, exclamó el faro, barriendo la habitación. El aguamanil pintado del lavabo destacó por un instante y se desvaneció. Pensó en la flota pesquera, agazapada a lo lejos, en las oscuras aguas. «Y yo, en tierra, durmiendo en una cama, como una mujer.»

—¿Quién estaba por ahí esta noche, Iris? —preguntó por fin la señora Bracey.

—Poca gente —contestó Iris, detenida ante el espejo mientras se recogía el cabello. Hablaba de manera poco inteligible, con unas cuantas horquillas entre los labios. No pretendía ser descortés con su madre, pero en su imaginación, Laurence Olivier seguía abriendo la puerta del salón y entrando en el bar. En cuanto se acercaba a Iris y empezaba a hablar, se hacía cada vez más borroso, hasta desvanecerse, pues no se le ocurría qué podría decirle. En ese momento, Maisie trajo el chocolate.

La señora Wilson cerró con llave la puerta de su dormitorio con el fin de impedir la entrada a la fantasmal compañía del piso inferior. Cuando Bob vivía, no le había importado su presencia, pero ahora era consciente de que estaban siempre ahí, agrupados, inmóviles, con ojos que lanzaban destellos cada vez que el haz de luz del faro centelleaba sobre ellos, con los brazos doblados, en un ademán poco natural, o las rodillas un poco flexionadas en un permanente gesto informal. Un guante se desintegraba entre los dedos de un miembro de la familia real; los rostros poco conocidos de unos asesinos olvidados miraban hacia la puerta; la señora Dyer, la asesina de niños, tenía el dorso de la mano cubierto de polvo.

Se acostó con frío en uno de los lados de la cama mal aireada, como si en cualquier momento pudiera llegar Bob para tenderse a su lado, y rezó para que el sueño la llevara con mano firme hasta la mañana siguiente.

Capítulo II

A la hora del desayuno, Beth se sentó rodeada de recortes de prensa. «Su capacidad de observación, su gran humanidad», leyó. Sostuvo los pedazos de papel en lo alto, mientras daba sorbos de café, satisfecha con el retrato que hacían de sí misma.

—Llegaré después de que pasen lista —se lamentó Stevie. Robert dejó el periódico.

—Beth, ¿qué pasa con Stevie?

—Corre a lavarte la cara, nena —dijo Beth.

—No quiero ir sola.

—Prudence, ve con ella.

Robert advirtió que la niña estaba tensa, a punto de hacer una escena. Cuando Stevie volvió, se dio cuenta de que Prudence había empeorado la situación al ponerle el abrigo a toda prisa y hacerle las coletas tan tirantes que parecía que no iba a poder cerrar los ojos. De repente, Stevie estalló: se quedó quieta, con los pies separados, los puños contra los ojos y la boca apretada.

—¿Qué pasa? —preguntó Beth con expresión de asombro.

—Me ha dado con la goma debajo de la barbilla.

—¡Pero bueno! —exclamó Prudence, dejándose caer en la silla.

—Bien, no es posible que te siga doliendo. ¿Dónde tienes el pañuelo? No vayas al colegio con los ojos colorados.

Pero, por el momento, Stevie no tenía intención de calmarse y berreó sin parar, incansablemente.

—No tienes ni una señal roja —constató Beth, pasando un dedo entre la gordezuela barbilla y la goma.

—Creo que es bastante evidente —intervino Robert, hablando en voz baja e impulsando su silla hacia atrás— que la goma no tiene absolutamente nada que ver con esto.

Prudence se dio cuenta de que su padre estaba enfadado por el modo en que dijo «absolutamente nada». Cuando éste salió de la habitación, el llanto de Stevie se hizo menos intenso.

—¿Me puedes decir qué te pasa? —le preguntó Beth cortésmente.

—No sé por qué no puedo creer en Dios como las demás niñas —balbuceó Stevie entre sollozos—. A mí me gustaría. Me gustaría.

—Entonces cree —contestó Beth con frialdad.

—Tú dijiste que no era verdad.

—Era sólo mi opinión. Viniste a casa contando todas esas tonterías del fuego del Infierno y, como es natural, te tengo que explicar que eso son tonterías.

Prudence, que prefería evitar enfrentamientos, pensó que su madre tentaba a la Providencia de forma innecesaria.

—Me gustaría creer en todo eso.

—¿Por qué me lo dices cuando estás a punto de marcharte de casa? Robert ha ido ya a buscar el coche. Ven, cariño, y deja que te seque los ojos. Sé una niña buena y sensata, y podrás creer en Dios todo lo que quieras; y también en la Inmaculada Concepción, en la Transustanciación, en la Gruta de Lourdes y todo lo demás... —añadió con un sarcasmo irritante.

—Yo sólo quería creer en Dios —se lamentó Stevie con tono resentido—, así podría rezar.

Robert tocó la bocina.

—Ahora corre, si no Robert se impacientará —besó el rostro tembloroso de Stevie y se dirigió hacia la ventana para verla entrar en el coche. Era un día gris y azul, en el que se sentía la proximidad del mar. El cielo parecía un dibujo infantil. Robert saludó con la mano y se alejó en el coche.

—Me pregunto por qué no tendrán milagros en Inglaterra —dijo Prudence pensando todavía en la religión.

—¿A quiénes te refieres? —preguntó su madre junto al alféizar.

No era especialmente cariñosa con sus hijas; e incluso la edad de éstas, los quince años que se llevaban Prudence y Stevie, insinuaba que habían sido concebidas de manera fortuita, como si para Beth se hubiera tratado de algo casual, florecimientos extraños e inesperados.

—¿Tenemos ya un visitante? —comentó Beth contemplando cómo Bertram iba delpub a la orilla.

—¡Déjame ver! —Prudence se acercó corriendo a la ventana y se detuvo junto al hombro de su madre, apretando suavemente el pecho contra ella. Beth se apartó un poco sin darse cuenta.

—¡Oh, sí, sí! Lo vi anoche. ¡Qué pañuelo blanco tan bonito!

Contemplaron cómo Bertram se sonaba.

—Ahí está Tory.

—¡Qué arreglada va!

Bertram se dio la vuelta, se metió el pañuelo en el bolsillo y se inclinó con un saludo. Vieron a Tory esbozar una sonrisa repentina y cálida, pero a medida que se acercaba a la casa, su rostro pareció adoptar una expresión de desconcierto.

—¿Conozco a ese hombre que está fuera? —preguntó perfumando la habitación al entrar.

—Se hospeda en elpub —contestó Prudence.

—Beth, me voy a Londres, ¿quieres alguna cosa?

Iba vestida completamente de gris, con un sombrero de plumas.

—¡A Londres! —repitió Beth como si se tratara de una medida de emergencia.

—Esa casa me vuelve loca. Me parece que voy a dejar que a todos los relojes se les acabe la cuerda para no oír el tictac.

—Echas de menos a Edward; siempre sucede lo mismo durante el primer trimestre.

—No está bien echar de menos a los niños de esta manera; debo reservarme algo para mí misma.

Prudence recogió a los gatos y salió. La oyeron abrir la puerta principal.

—¿Como qué? —preguntó Beth, confusa.

—Un sombrero nuevo, quizá —contestó Tory, echándose a reír—. Un sombrero nuevo de primavera.

—Pero si tienes docenas de sombreros y apenas te los pones.

—Ya lo sé. Me pongo el viejo chal negro.

—Si te sentías sola e inquieta podías haber venido a pasar el día conmigo.

—Estás ocupada. Y, además, está Robert.

—¿Qué pasa con Robert? Sólo viene a comer.

—Robert y yo... —Tory vaciló—. No hacemos muy buenas migas.

Beth empezó a protestar educadamente, pero de manera poco sincera.

—¡Oh, permíteme! —exclamó Tory cogiendo uno de los recortes—. ¿No te encanta ver tu nombre en letra impresa?

—No —contestó Beth—. Me da absolutamente igual.

—Pero ¿y cuando dicen cosas agradables?

—Siempre llega demasiado tarde, cuando ya te da lo mismo. Y con frecuencia dicen cosas desagradables. Y eso tampoco me importa.

—Tienes una vida secreta.

—Todos la tenemos —contestó Beth con timidez, empezando a apilar la vajilla del desayuno.

—«Capacidad de observación» —leyó Tory en voz alta. Dejó el papel y se acercó a mirarse en el espejo—. ¿Eres muy observadora, Beth?

Beth se sonrojaba siempre como una niña cuando le hacían preguntas personales.

—Supongo que uno sabe muy pronto que va a ser escritor y se entrena. Se va fijando en las cosas... —Beth, además, se expresaba con cierta incoherencia.

—Ya veo.

—¿Qué pasa, Tory?, pareces inquieta —Tory se sonrió ante el espejo.

—¿De veras?, pues no me siento inquieta —deslizó un dedo sobre una ceja—. Tengo que irme.

—Si ves calcetines de esos de color crema... —empezó a decir Beth—. Pero sólo si estás en la tienda.

Siguió a Tory hasta la puerta. Prudence estaba junto a ella, hablando con Bertram, con los gatos en brazos. Éstos parecían sentirse intimidados y apartaban la cabeza de la conversación, como si supieran que se estaba hablando de ellos.

—Se llaman como Yvette Guilbert —dijo Prudence—. ¿Lo ve?, parece que lleven guantes largos y negros. Mi padre tiene un retrato de esa cantante en un libro.

—¿Los vas a cruzar? —preguntó Bertram.

En realidad, no le interesaba y tenía los ojos puestos en la puerta de entrada de la casa.

—No, no se gustan, ¿sabe?

—Qué contratiempo.

—Sí, sobre todo porque Yvette se pone muy difícil en algunas ocasiones.

—Es natural —torció la boca y volvió a sacar el pañuelo blanco.

En ese momento, Tory apareció por la puerta delantera y saludó con la mano. Contemplaron cómo se alejaba.

—Se va a Londres —declaró Prudence.

—¿Es... viuda?

—No, divorciada. Su marido se largó con una de esas oficiales.

—Por favor —dijo Bertram—, no me conoce. No tengo ningún derecho a saberlo.

La gente que empezaba la jornada laboral hizo que el puerto perdiera su pulcro aspecto: aparecieron unas escaleras sobre la fachada de la casa de la señora Bracey y dieron la primera pincelada de pintura color chocolate sobre el rosa salmón; alguien estrujaba una bayeta en la ventana superior de la casa de la señora Wilson. Los hombres regresaron y se detuvieron ante las espirales de alambre oxidado, de las que colgaban algas negras, jirones de tela y papel, e incluso botellas rotas. La puerta del café se abrió de sopetón, el patrón sacó una estera y comenzó a barrer el suelo, con las sillas colocadas ordenadamente sobre las mesas.

—El patrón —dijo Bertram a Prudence con una sonrisa.

Ella se encogió de hombros. El pensamiento de Prudence se extendía en diversas direcciones, lanzaba incansables zarcillos y atrapaba ideas que soltaba tras preguntarse: «¿Y a mí qué me importa?». Sin duda, no le importaba gran cosa el patrón, aquel hombre sórdido y afanoso que se parecía a Charlie Chaplin.

Sólo el pub seguía durmiendo, amodorrado en su propio olor a cerveza. La ventana de Bertram se abrió de golpe y las cortinas se agitaron con violencia. Eso siempre alarmaba al señor Pallister, que había pasado gran parte de su vida protegiéndose de las brisas marinas, colocando burlete en la rendija de las puertas y gruesas cortinas en las ventanas. La devoción por el aire fresco le parecía una manía de la gente del interior, algo impensable en un viejo marino.

La señora Flitcroft —la ayuda diaria, tal como ella se consideraba— bajó por el empinado tramo de escaleras situado junto a la exposición de figuras de cera y avanzó bamboleándose sobre sus famosas piernas enfermas, con el delantal enrollado en el cesto. En cuanto vio a Prudence, comenzó a agitar el brazo en dirección a la casa y gritó para hacerse oír por encima del viento y el rumor del agua.

—¡Adentro! —gritó—. ¡Ahora mismo a casa! —Prudence volvió la cabeza y su cuello empezó a enrojecer. Los gatos, con un gesto patricio, también apartaron la mirada, ofendidos.

—¡Tú y tus pulmones! —exclamó la señora Flitcroft acercándose.

La sangre subió del cuello a las mejillas y Prudence comenzó a toser con el rostro congestionado.

—¡Y sin abrigo! No sé en qué estará pensando tu madre. Será mejor que entres tan deprisa como puedas.

Prudence movió la cabeza resignada; los gatos le molestaban. Bertram le tendió su bonito pañuelo limpio.

«No te sientas avergonzada ante ti misma —hubiera deseado decirle Bertram—, porque no lo estás ante mí.»

Contemplaron cómo la señora Flitcroft avanzaba hasta la esquina, en dirección a la puerta lateral de los Cazabon, y en cuanto hubo desaparecido, Prudence le tendió el pañuelo arrugado a Bertram y sonrió.

—¡Estúpida vieja furcia! —exclamó con voz titubeante—. Estará de mal humor.

«No, así no», pensó Bertram, pues le gustaba que las mujeres, incluso las muy jóvenes, fueran amables. Esa leve procacidad lo ofendió. Los jóvenes imaginan insultos, los exageran, los superan con gran esfuerzo, o bien responden. Un despilfarro de emoción, pensó Bertram; olvidan cuánta emoción hay que reservar para el futuro.

—Adiós —dijo Bertram.

Los gatos se apoyaban en el hombro de Prudence, con sus ojos de genciana muy abiertos; los suaves orificios de sus hocicos temblaban un poco ante el repudiado olor del aire exterior, y el viento les separaba el pelo en pequeños mechones. Deseaban ardientemente volver a su hogar, echarse junto al radiador del consultorio o en la parte inferior del armario de la ropa. Mientras Prudence los llevaba de nuevo a casa, lanzaron por encima de su hombro una mirada llena de desprecio hacia el mar.

Los hombres que trabajaban el alambre de espino silbaron a Iris mientras ésta se hallaba frente al Anchor, esperando para entrar y contemplando el panel de cristal esmerilado de la puerta.

—Buenos días —dijo Bertram.

—Buenos días.

Un antiguo oficial, pensó Iris. («Éste es mi hermano menor.» Iris empezó a fantasear. «¿Qué tal está usted?» Ella llevaba un traje gris, como el de la señora Foyle, y un broche con un diamante. Él llevaba un galón dorado. Ella se encontraba al otro lado de la barra. Bebían ginebra con bitter.)

Ned Pallister abrió la puerta, vestido con camisa y pantalón. Acababa de afeitarse, pero le quedaban restos de espuma junto a las orejas. Iris lanzó una mirada a Bertram, que caminaba por el muelle. Tenía un aspecto limpísimo, vestido con su pulcro traje azul marino y su camisa deslumbrante, pero, a través del cabello, se le veía la cabeza rosada. «Y si yo tuviera un hermano, como mínimo tendría sesenta años», pensó ella (Iris entró en el oscuro salón del bar, que olía a cerveza), y estaría en el otro extremo de la tierra, en las islas Canarias o en Panamá.

Descorrió las cortinas, pero se guardó mucho de abrir las ventanas.

Lily Wilson cantaba mientras sacudía el trapo en el aire resplandeciente. Estaba pensando en que no cocinaría para ella sola, sino que iría al café y tomaría algo allí. Esa decisión hizo que se sintiera aventurera y osada, y no se acordó de experimentar una sensación de pérdida cuando limpió el polvo de la fotografía de Bob, situada sobre la cómoda.

Mientras bajaba las escaleras con la cesta de la compra, se sentía alegre, consciente de que pronto llegaría la primavera y con ella las tardes se harían más largas, conservarían la misma luz que durante el día, cuando todas aquellas figuras de cera continuarían tal como eran ahora, mal hechas e irreales, y podría salir por las tardes e ir al cine, o charlar con la señora Bracey sin temor de regresar a oscuras y entrar sola en aquel edificio alto y lleno de ruidos.

Pasó junto a la taquilla acristalada y descorrió el cerrojo de la puerta. Bertram estaba mirando por la ventana hacia el interior, aunque no había nada que mirar, salvo el papel de color sucio y el viejo rótulo. Lily sintió vergüenza e, irritada por su mirada de curiosidad, tomó una serie de decisiones. Tiró de la puerta e hizo un gesto con la cabeza cuando él le dio los buenos días.

Bertram paseó en dirección al cobertizo del bote salvavidas. Tenía la sensación de que no hacía otra cosa que vagar de un lado a otro dando los buenos días a la gente. Palpó el álbum de dibujo que llevaba en el bolsillo y miró hacia el mar. Un pequeño velero apareció doblando el cabo; con sus velas blancas, acicalado, parecía de otro mundo.

El cobertizo del bote salvavidas estaba abandonado. Entró y dio la vuelta alrededor del bote, como si éste fuera una persona de cuerpo presente. En las paredes estaban pintados los nombres de los barcos rescatados y las fechas: el Scarborough Belle, el Bounteous Sea, el Pride of Lowestoft.

Al final tuvo que reconocer que el día le parecía vacío porque la señora Foyle se había ido a Londres. Recordó lo que Prudence había dicho de ella: divorciada. Su marido se había largado con lo que la muchacha había llamado «una de esas oficiales». Resultaba extraña la frecuencia con que los hombres hacían cosas así. A él le parecía que las mujeres vestidas de uniforme no eran mujeres; eran incapaces de impresionarle, de excitarlo. Llevaba un sombrero bonito, pensó: gris y con plumas. Le gustaba la imagen de una mujer con el cabello brillante vestida de gris; siempre que se atuviera al gris resistiría pequeños toques de otros colores, pero nada de rojo, como una ramera. Ella se había atenido al gris. Así que se divorció de él. «¿Te importaría divorciarte, querida?». «¡Así, de repente!»

Caminó a lo largo del rompeolas, se detuvo y se inclinó sobre el muro para mirar la espuma que flotaba entre las barcas y las gaviotas que se introducían el pico entre las plumas. Sacó el álbum de dibujo y lo dejó sobre el muro; después sacó la pipa y la llenó. «Voltaire empezó tarde —se dijo—. Hacia los sesenta o algo así, si no recuerdo mal.» Después reparó en que la punta del lápiz estaba rota y comenzó a buscar sin éxito el sacapuntas.

Lily Wilson subió por la empinada calle adoquinada y pasó junto a la iglesia, la pescadería, la librería de libros de ocasión, el quiromántico y la tienda de muebles viejos con su porcelana ribeteada, sus bandejas con remaches, cuarteadas y con frutas pintadas, y con una cúpula de cristal llena de flores de conchas rotas. Todas las tiendas nuevas estaban en la ciudad nueva, al otro lado del cabo. Aquí quedaba el poso de una vida que se había ido retirando sin que otra nueva la hiciera revivir. En las tiendas del puerto había objetos que, inertes, fuera de contexto, resultaban importantes como símbolos de una vida que se había desvanecido y que sugerían algo más grande, al igual que las charcas dejadas por la marea son un microcosmos del mar. Eran también representativos, estáticos entre las multitudes. Permanecían ahí, exánimes, se diría que agrandados, como las piedras bajo el agua.

Pero Lily Wilson no veía nada de eso, si bien tenía una amarga sensación de que la vida se había retirado del lugar; la vida y la alegría. Vio las hileras de postales descoloridas colgadas en la ventana del estanco, los Regalos de Newby, la cabeza calva de porcelana en el escaparate del quiromántico, con dibujos y números, así como el letrero (tras el cual acostumbraba a titilar una luz que se encendía y se apagaba): «Frenología, quiromancia, bola de cristal. Altamente científico y oculto». Vio todo aquello y lo comparó con el brillo de la ciudad nueva en detrimento de la antigua.