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La sensibilidad no es un fenómeno nuevo; ocupa en la historia de nuestra sociedad un papel importante como motor del progreso civilizador. La urbanización y la tecnificación hacen al ser humano más sensible, porque al ampliarse el acceso a los derechos se agudiza también la percepción de las injusticias y de las vulneraciones que estas causan. Sin embargo, las posiciones al respecto se vuelven cada vez más rígidas: liberales e igualitarios, gente de derechas y de izquierdas, viejos y jóvenes, se enfrentan y propician una erosión creciente de la cultura democrática del discurso. Cuestiones como Me Too o Black Lives Matter, el lenguaje inclusivo, la libertad de expresión, el reconocimiento de colectivos marginados o la afectación de quienes temen perder sus privilegios, entre otros, ponen en evidencia uno de los grandes interrogantes que atenazan la discusión pública actual: ¿cuál es el límite de lo tolerable? En este irreverente ensayo, Svenja Flasspöhler invita a pensar en profundidad la paulatina sensibilización para advertir así las tendencias progresivas y regresivas que suscita, y se plantea si es el individuo quien debe hacerse más resistente o, por el contrario, si es el mundo que lo rodea el que tiene que cambiar.
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Sensible
Sobre la sensibilidad modernay los límites de lo tolerable
Traducción deAlberto Ciria
Traducción: Alberto Ciria
Diseño de la cubierta: Toni Cabré
Edición digital: José Toribio Barba
© 2021, Klett-Cotta - J.G. Cotta’sche Buchhandlung Nachfolger GmbH, Stuttgart
© 2023, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN EPUB: 978-84-254-4904-8
1.ª edición digital, 2023
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com)
INTRODUCCIÓN
La brecha en la sociedad
Sensibilidad activa y sensibilidad pasiva
Corporal, psíquica, ética, estética: las cuatro dimensiones de la sensibilidad
Objetivo de este libro
I. PROCESO DE SENSIBILIZACIÓN
La historia de la civilización según Norbert Elias
El yo sensible
Refinamiento de la conducta
Disciplinamiento y sensibilidad
¿Cenit como punto de inflexión?
II. LA FUERZA DE LA HERIDA
Resiliente o sensible: autotest
Nietzsche contra Lévinas: una controversia
Absolutizaciones problemáticas
Resiliencia sensible
¿Sensibilidad resiliente?
III. EL SIGLO DE LA EMPATÍA
Me too avant la letre
David Hume y el contagio sentimental
La feminización roussoniana de la moral
Sentimentalidad con Sade
¿Nivel superior de la civilización?
IV. LA VIOLENCIA EN NOSOTROS
Freud y lo primitivo imperecedero
La experiencia interior de Ernst Jünger
El dolor como principio de constancia
La violencia del disciplinamiento
Persona fría y yo blindado
¿Qué es una víctima?
V. TRAUMA Y DETONANTE
El organismo como vesícula
Víctimas: del recuento a la narración
De la pulsión al detonante: el trastorno por estrés postraumático
¿Algofobia?
VI. SENSIBILIDAD LINGÜÍSTICA
Efectos de realidad
Derrida y Butler: el juego como resistencia
Discurso lesivo
Sensitividad para el contexto
Ambivalencia del lenguaje
¿Demanda arrogadora?
VII. LOS LÍMITES DE LA EMPATÍA
En la piel de otro
Yo cerrado: Thomas Nagel y Jean Améry
Perspectiva del afectado y teoría del punto de vista
Empatía y pérdida del yo
Siento lo que tú no sientes
¿Sentir más intensamente?
VIII. SOCIEDAD DE LAS SENSIBILIDADES
Alta sensibilidad y el paradigma de lo especial
Sensibilidad para la resonancia
Paul Valéry y el espacio seguro
«Copos de nieve» contra «OK, boomer»
¿No me toques?
IX. REGLAS DE DISTANCIA
Demanda moderna de distancia y temor antropológico al contacto
Regulación de lo social
Vibraciones finísimas: el alegato de Plessner a favor del tacto
¿Qué cabe exigir?
X. CONCLUSIÓN
La paradoja de Tocqueville
Estructura e individuo
La mirada doble
La nueva alianza
AGRADECIMIENTOS
BIBLIOGRAFÍA
INFORMACIÓN ADICIONAL
Para Carsjen
Eres demasiado duro,y yo demasiado blandoTON STEINE SCHERBEN
¿Las sensaciones son asuntos puramente personales? ¿Cuándo un contacto empieza a ser molesto? ¿Cuánta proximidad resulta agradable y está, por tanto, permitida? ¿Y dónde está el límite de lo que está permitido decir? ¿Qué expresiones vulneran la dignidad del hombre y qué expresiones la respetan? ¿Hay que eliminar el masculino genérico? ¿Hay derecho a emplear la N-Word o «palabra que empieza por ene», aunque sea como cita? En caso de duda, ¿quién lo decide? ¿Están las víctimas más cerca de la verdad que las no-víctimas porque han sufrido la violencia —verbal o física— en sus propias carnes? ¿Es la vulnerabilidad la nueva fortaleza?
Ya hablemos de Me Too o de Black Lives Matter, de los debates sobre el lenguaje inclusivo, de los avisos de contenidos que pueden herir la sensibilidad o de la libertad de expresión, de la lucha por el reconocimiento de grupos discriminados o de las sensibilidades de quienes temen perder sus privilegios: evidentemente nunca habíamos estado tan ocupados con reajustar el límite de lo tolerable. Y sin embargo, parece que en el discurso sobre estos temas las posturas se vuelven cada vez más inamovibles: se enfrentan irreconciliablemente liberales contra igualitarios, gente de derechas contra gente de izquierdas, viejos contra jóvenes, afectados contra no afectados. Mientras que unos dicen «¡Tampoco es para tanto, sois unos “copos de nieve” hipersensibles!», los otros responden: «¡Injuriáis e insultáis, vuestro lenguaje está manchado de sangre!». El efecto de este choque frontal es una erosión progresiva de la cultura democrática del discurso y la apertura de una brecha en mitad de la sociedad que apenas se puede cerrar ya.
Tanto más acuciante será entonces preguntar dónde se puede hallar una vía de salida. Propongo dar un paso atrás y, sin entrar en polémicas, esclarecer un desarrollo que está indisolublemente asociado con la génesis del sujeto moderno: la progresiva sensibilización del yo y de la sociedad.
«Sensible» significa susceptible, percipiente, receptivo. En su sentido positivo, el término se emplea casi siempre para definir una capacidad muy marcada de empatizar con otros, mientras que, en su sentido negativo, designa la hipersensibilidad de un sujeto que no está preparado para la vida. Un vistazo a la historia de la filosofía muestra que esta tensión tiene una larga tradición.
Ya en la Edad Media se distinguía entre una sensibilidad activa, que en un sentido moral se orienta empáticamente hacia el mundo, y una sensibilidad pasiva, que es receptiva y reacciona a estímulos externos.1 La sensibilidad activa significa algo así como «estar dotado de sensibilidad»:2 generalizando, es la sensibilidad virtuosa, noble, buena, receptiva para la verdad divina. En el siglo XVIII se reelaboró sistemáticamente como sentimiento moral: simplificando, es el instinto natural del hombre de hacer espontáneamente el bien.
Por el contrario, la sensibilidad pasiva designa en general «lo que puede sentirse».3 En su sentido positivo, este aspecto pasivo (sobre todo durante la época de la sentimentalidad) se equiparaba con las emociones. Pero esta sensibilidad se tomaba predominantemente en su sentido negativo, como lo propio de quien es muy llorica o enseguida se exaspera, y también (por ejemplo, en Tomás de Aquino) para designar la complacencia sexual. Los materialistas del siglo XVIII denominaban la sensibilidad pasiva sensibilité physique, refiriéndose a la irritabilidad nerviosa.
Un vistazo al presente muestra claramente que la sensibilidad activa y la pasiva a menudo van emparejadas: casi siempre se considera reprobable y falso lo que irrita los ánimos, y a la inversa; y este fenómeno se da en todas las posturas políticas, aunque de diversas maneras. Mientras que las fuerzas de la derecha reaccionan con irritación a transformaciones sociales, como por ejemplo la «ideología de género», y no rara vez actúan con discursos de odio deliberados o incluso con violencia física palmaria, los pensadores liberales de izquierda tienen la piel muy fina cuando se cuestionan sus nociones de progreso social, lo que en ocasiones se traduce en boicots sistemáticos de algunas personas o incluso en despidos laborales.
Pero esta interconexión de moral e irritabilidad no es en modo alguno nueva, sino que tiene precedentes filosóficos: por ejemplo, ya el sensible Rousseau abominaba profundamente del exceso de estímulos al que uno está expuesto en las grandes ciudades. En la apacible periferia parisina desarrolló su moral del hombre bueno y empático por naturaleza, al que hay que proteger de influencias civilizatorias dañinas (véase el capítulo III). El idilio campestre de Montmorency era, por así decirlo, el «espacio seguro» de Rousseau.
Que la sensibilidad es un fenómeno de doble filo constituye una evidencia que abre nuevas perspectivas para la comprensión del presente, y por tanto también para este libro. La sensibilidad se dirige hacia fuera y hacia dentro. Enlaza y separa. Libera y reprime. Concretando: la sensibilidad comporta un lado violento que se muestra ya en su génesis histórica. La configuración de la sensibilidad presupone la coerción. Impresiona la descripción que, en su famosa obra Sobre el proceso de la civilización (1939), el sociólogo Norbert Elias hace de la transformación del comportamiento humano. A través de un disciplinamiento continuo —que regula desde el modo de comer y de dormir hasta situaciones sociales complejas— el hombre se va refinando de forma progresiva, y claramente se sensibiliza cada vez más para las transgresiones propias y las ajenas. Los métodos esenciales de este refinamiento son, según Elias, la «atenuación de los instintos», la «regulación de las pasiones» y la configuración de un superyó controlador. Dicho de otro modo: para sensibilizarnos, tenemos que amansarnos, «transformar las coerciones ajenas […] en coerciones autoimpuestas»,4 y elaborar sentimientos de vergüenza y ridículo (véase el capítulo I).
Lo que Norbert Elias describe es una compleja imbricación de disciplinamiento «frío» y sensibilización «cálida», de normativización y vergüenza, de autocontrol y percepción sensible del mundo y de sí mismo. El sociólogo resalta con claridad que el hombre apenas puede responder a las exigencias culturales sin sufrir daño, una observación que coincide con las tesis centrales del psicoanálisis: la civilización progresiva tiene un lado oscuro, que también se muestra en su fragilidad.
En consecuencia, es indudable que la sensibilización como desarrollo histórico no carece de fisuras ni de contradicciones. Dos devastadoras guerras mundiales y el Holocausto mostraron de manera impactante en el siglo XX que la crueldad es inherente al hombre y que en ciertas circunstancias puede eclosionar. En su libro Etologías del frío, el historiador Helmut Lethen analiza lúcidamente las instrucciones de conducta dadas durante el tiempo de entreguerras para mantener la distancia y acorazarse interiormente. Lethen se basaba en los textos que Ernst Jünger escribió en aquella época. Al mismo tiempo, las anotaciones de Jünger muestran los profundos mecanismos psíquicos que no solo hacen al hombre capaz de una violencia inconcebible, sino que también le permiten soportar lo inimaginable (véase el capítulo IV).
Con esto habríamos tocado un punto central, que este libro tratará de ir despejando poco a poco: esa «frialdad» de las líneas tradicionales que hemos mencionado es la causa decisiva de que la apelación a la fuerza de resistencia suene en nuestros días dura e insensible o, como dice Klaus Theweleit, viril. Según la famosa tesis de Theweleit, el fascismo pervive en el acorazamiento del hombre y en el rechazo violento de la mujer: el fascismo se puede definir como el «engendro de una violencia masculina desenfrenada»,5 como el «estado normal del hombre bajo condiciones capitalistas y patriarcales».6 El «hombre soldadesco» de las dos primeras guerras mundiales del que habla Theweleit se ha convertido hoy en el «hombre tóxico».
Resiliencia y sensibilidad: dos opuestos aparentemente incompatibles que se reflejan en las discordias de las posturas políticas. Ser resistente se equipara con insensibilidad. Con la incapacidad de permitir que algo se nos acerque. La resiliencia, tal como se la suele entender sobre todo por parte de la izquierda política, es una estrategia masculina y neoliberal de autooptimización, que es incompatible con la empatía y la solidaridad.
La etimología de la palabra «resiliencia» parece corroborar totalmente esta interpretación. En latín, resilire significa saltar atrás, rebotar. Originalmente es un término físico que designa la propiedad que tienen los cuerpos de recuperar su estado original tras haber sufrido una deformación causada por una perturbación externa.
Pero habrá que mostrar que la resiliencia y la sensibilidad no son necesariamente opuestos. Solo lo son cuando se absolutizan. A partir de aquí, podemos preguntarnos si las «etologías del frío» no implicarán también aspectos que precisamente hoy habría que redescubrir. Por ejemplo, si intentamos leer las obras de Jünger desde una perspectiva freudiana descubriremos que, bajo la glorificación de la guerra y de la violencia, se articula un impulso vital que puede resultar salvífico cuando se sufren experiencias traumáticas de suprema impotencia (véanse los capítulos IV y V).
También si examinamos la obra de Friedrich Nietzsche encontraremos algo más que un fanatismo del acorazamiento. En sus obras se entrelazan indisolublemente una gran vulnerabilidad y una capacidad plástica de resistencia (véase el capítulo II). En este libro habrá que poner de relieve estos puntos de contacto entre sensibilidad y resiliencia, pues si se logra que la resiliencia se alíe con la fuerza de la sensibilidad, el conflicto que actualmente divide a la sociedad se habría superado, al sintetizarse ambos opuestos en una tercera cualidad.
Que la relación entre sensibilidad y defensa en sentido general es básicamente mucho más dialéctica de lo que podría parecer a primera vista se muestra también en el propio proceso civilizatorio. La urbanización y la tecnificación hacen al hombre de piel fina e irritable. Su protección es el blindaje psíquico. Ya a principios del siglo XX el sociólogo Georg Simmel diagnostica un «hastío» o abotargamiento del urbanita,7 que se blinda para protegerse de los muchos estímulos del mundo externo, para poder afrontar eventuales exigencias y para crearse un espacio de libertad interior. Paul Valéry hace un diagnóstico muy parecido: «Tras un período de refinamiento», la sensibilidad del hombre moderno está «menguando», y el constante bombardeo de estímulos provoca finalmente un «abotargamiento».8 Una constatación que hoy parece confirmarse y ser más certera que nunca: en lugar de percibir su entorno siquiera de soslayo, gran parte de la población ya solo mira con fijeza y cerrilmente a su smartphone.
Sobreexcitación e insensibilización son las dos caras de una misma moneda.9 A partir de aquí, también los cambios sociales de la época actual quedan bajo otra luz. Ante ciertas exigencias de minorías formuladas de manera nueva, algunos sectores de la sociedad reaccionan con un engreimiento y un hastío similares a los que mostraban los urbanitas agobiados de los que hablaba Simmel. A la inversa, también la percepción atenta (woke) de implicaciones discriminatorias y el correspondiente dominio de códigos lingüísticos políticamente correctos se caracterizan a veces por una arrogancia engreída que cubre, como una capa protectora, la propia vulnerabilidad.
A lo largo de la historia se puede observar que precisamente las fases de violencia extrema son seguidas de decisivos procesos de sensibilización. Por ejemplo, los gravísimos crímenes mundiales del siglo XX, en los que las ciencias del frío alcanzaron su terrible punto culminante, condujeron hasta el que quizá haya sido el máximo impulso de sensibilización en la historia. Después de todo, de la experiencia de dos guerras mundiales y de la matanza sistemática de los judíos europeos surgió, entre otras cosas, la Ley Orgánica alemana de 1949, cuyo primer artículo dice: «La dignidad humana es inviolable». Esta frase significa que ni el Estado ni ninguna persona tienen el derecho de violar la dignidad humana, es decir, de tocarla.
Sentido del tacto y delicadeza, motricidad fina y diplomacia se juntan en esta formulación tan sensible de la dignidad intocable. Las exigencias de endurecimiento y acorazamiento pertenecen desde ahora, por buenos motivos, a un capítulo pasado de la historia. Es la sensibilidad la que determina desde ahora los destinos y la que debe ampliar el espacio protector del sujeto más allá de los límites de su corporalidad. De hecho, la protección de la dignidad de la que habla la Ley Orgánica abarca mucho más que la mera protección frente a la violencia corporal. Es más, qué es exactamente la dignidad humana, qué la afecta y qué la daña, a partir de qué momento una persona invade en sentido literal la intimidad de otra y la ofende, cuándo se rebasa el límite del respeto… todo eso no son cosas fijadas y definidas claramente de una vez por todas, sino que son asuntos muy discutibles y sumamente variables, según el grado de la sensibilidad social. Si hasta hace pocos años el derecho penal por delitos sexuales se centraba en la violencia física, a partir de la reforma de 2016 también la malinterpretación de una voluntad puede tener consecuencias jurídicas. Si durante la mayor parte de la historia de la humanidad no se consideraba problemático hablar de «mujeres» y «hombres» y atribuirles determinados rasgos biológicos, hoy eso se percibe como «tránsfobo», es decir, como discriminatorio hacia personas que no entran en ninguna de estas categorías. Si hasta entrada la década de 1990 no resultaba sospechoso designar unos dulces de azúcar recubiertos de chocolate con un término discriminante («beso negro»), la «palabra que empieza por ene» resulta hoy claramente racista y ofensiva, una forma de violencia lingüística inadmisible.
Es indiscutible que la sensibilización de la sociedad es un factor esencial del progreso civilizatorio. Las sociedades plurales, muy complejas y diferenciadas, necesitan básicamente, también a causa de su densificación espacial, individuos que sean capaces de percibir con sensibilidad las prioridades propias y las ajenas. Pero hoy experimentamos cómo justamente esta fuerza constructiva de la sensibilidad amenaza con tornarse destructividad: en lugar de conectarnos, la sensibilidad nos separa. Fragmenta las sociedades en grupos y hasta se convierte en un arma, y eso sucede a ambos lados de la línea de combate.
El núcleo del conflicto es la pregunta de si es el individuo el que tiene que trabajar en sí mismo para hacerse más resistente o si, por el contrario, es más bien el mundo que lo rodea el que tiene que cambiar. ¿La «palabra que empieza por ene» dicha sobre un escenario es simplemente arte y resulta por tanto admisible, o se trata de un intolerable gesto racista? Una insinuación en el bar del hotel, una mirada a los pechos o un cumplido del jefe, ¿son parte de un juego erótico o son muestras de intolerable sexismo? ¿Nos estamos convirtiendo en princesas del guisante, que perciben como inadmisible el menor incomodo por pequeño que sea, o estas presuntas bagatelas son más bien síntomas de una violencia estructural que hay que combatir con todos los medios? Planteándolo más radicalmente: ¿cuándo se necesita evolución individual y cuándo revolución social? ¿Cuándo es necesaria la fuerza de resistencia y cuándo es necesario transformar la situación?
Preguntas para las que, al parecer, hasta ahora no hay respuestas realmente satisfactorias. Por ejemplo, la filósofa norteamericana Judith Butler se posiciona claramente a favor de la revolución (aunque, como habrá que mostrar, asume una posición bastante ambivalente), cuando opina: «Cuando alguien se siente ofendido por un comentario o un acto racista u homófobo, eso es una experiencia personal. Pero el acto y su efecto activan una estructura social. Lo mismo sucede con el acoso sexual […]: el acoso tiene siempre la forma de una acción individual, y sin embargo, la forma de la acción o el modo de actuar refleja una estructura social y la reproduce».10 Por muy cierta e importante que sea la indicación de que las vulneraciones pueden ser más que meros sentimientos privados, eso no significa que siempre lo sean. De hecho, Butler no aclara qué es exactamente esa estructura con la que ya comienzan el racismo, la homofobia y el sexismo. ¿Preguntar «¿de qué país eres?» es ya racismo o es una muestra inofensiva de interés? ¿Cuándo empieza a haber sexismo? ¿Solo cuando se tocan las nalgas o ya cuando se usa el masculino genérico? ¿Actúa ya de forma homófoba quien, por ejemplo, insiste en que no es lo mismo si los padres de un niño son dos personas del mismo sexo o son hombre y mujer? ¿O eso es una mera diferenciación que no implica ninguna valoración? ¿Y cómo gestionamos que no todos los miembros de un grupo tienen la misma sensibilidad? Lo que unos perciben como inadmisible (por ejemplo, la designación de «negro»), para otros es una posibilidad adecuada de identificación.
Por su parte, el sociólogo Andreas Reckwitz, a diferencia de Judith Butler, está más bien a favor de la evolución. Por eso Reckwitz celebra expresamente la progresiva sensibilización de la sociedad, y señala que esa sensibilización genera una percepción refinada no solo de los sentimientos positivos sino también de los sentimientos ambivalentes y negativos. Pero son precisamente estos sentimientos desagradables los que no estamos dispuestos a aceptar, argumenta Reckwitz, señalando la coyuntura de la psicología positiva, que desde su punto de vista es problemática: «¡Sensibilidad, sí, pero, por favor, solo asociada con sentimientos positivos! Sensibilidad, sí, pero como sentido para formas estéticas bien configuradas, como sentido para una convivencia respetuosa, como sentido para la configuración del bienestar de cuerpo y alma. Una sensibilidad del bienestar».11
Por muy esclarecedora que sea esta observación, también se puede cuestionar: desde luego, Reckwitz no pretende decir que lo que hay que decirle a una persona de color que cuando va al trabajo recibe insultos por el color de su piel es que ella también debe abrirse a sentimientos negativos y aprender a soportarlos. Mirándolo más detenidamente, se aprecia que en esta situación se entremezclan varios factores y es más complicada: no hay que soportar todo dolor, pero tampoco hay que impedir socialmente todo dolor.
Este libro no pretende establecer fórmulas definitivas para definir lo tolerable, dando respuestas a las preguntas de qué está permitido hacer y qué no. Más bien se trata de identificar lo inadmisible justamente en las tendencias a absolutizar, que se pueden localizar en ambos bandos en liza. Es inadmisible una resiliencia absolutizada, porque la consecuencia de ella es que a uno le rebotan los derechos de los demás. Pero también es inadmisible una sensibilidad absolutizada, porque reduce a las personas a seres vulnerables que hay que proteger y que son incapaces de solucionar sus problemas por sí mismas. El límite de lo admisible discurre por el campo de tensión entre ambos polos y remite a una nueva relación consigo mismo y con el mundo que todavía hay que hallar (véase el capítulo X).
Hay cuatro dimensiones de la sensibilidad, que tendrán un papel central en lo sucesivo. Como guardan una estrecha relación de condicionamiento mutuo, y por tanto se solapan y traspasan recíprocamente, el contenido del libro no se articulará según ellas. Pero sí ayudarán a sistematizar el campo temático. Las cuatro dimensiones son:
La sensibilidad corporal. Nos hace progresivamente sensibles para el dolor y los cuerpos extraños y también nos hace medir constantemente la distancia tolerable con el otro. La eficacia del movimiento Me Too es un ejemplo elocuente de hasta qué punto, en comparación con el siglo XX, durante los últimos años se ha refinado la sensibilidad para las agresiones. Como consecuencia de la pandemia de COVID-19, el «miedo al contacto», por emplear esta expresión de Elias Canetti, ha alcanzado una legitimidad virológica: la distancia adecuada hacia el otro pasa a ser literalmente un asunto del metro plegable.
La sensibilidad psíquica. Considerada históricamente, esta sensibilidad resulta de que las coerciones externas se han transformado en coerciones autoimpuestas. Al igual que la sensibilidad corporal, conlleva irritabilidad y delicadeza. Aquí también es significativo que el concepto de violencia se amplíe hasta incluir el lenguaje ofensivo o las imágenes que pueden herir la sensibilidad, pues es innegable que esa ampliación hace que baje el umbral de tolerancia para influencias externas.12 El término peyorativo de snowflake o «copo de nieve» hace que resulte polémica la sensibilidad psíquica, al tomarla como una presunta hipersensibilidad: como «copos de nieve» se designan peyorativamente personas que se creen especiales, que no soportan opiniones contrarias y que son extremadamente sensibles a los estímulos y a las injerencias externas. Aquí se sitúan, entre otras cosas, los debates sobre los avisos de contenidos que pueden herir la sensibilidad y las discusiones sobre la sensibilidad lingüística, pero también la tendencia a la singularización social.13
La sensibilidad ética. Tiene su desarrollo filosófico y literario en el siglo XVIII y, hablando en general, significa la capacidad de empatizar con otros. En opinión de la historiadora Lynn Hunt, no es casualidad que los derechos humanos se declararan justamente en el mismo siglo en el que la empatía pasó a ser tema sistemático de la filosofía, y en el que las novelas epistolares de Jean-Jacques Rousseau y Samuel Richardson fomentaron una profunda identificación con personajes femeninos sufrientes. Movimientos globales como Black Lives Matter y Me Too, o en menor medida también la difusión de la solidaridad con la comunidad transgénero, serían impensables sin esta forma de sensibilidad.
Y, por último, la sensibilidad estética. Designa una receptividad para lo bello y lo feo, el placer sublimado del «observador» (Elias) y el deseo posmoderno de singularidad y «resonancia». En su libro homónimo, el sociólogo Hartmut Rosa analiza el anhelo de un mundo que dé respuestas y que no deje indiferentes a las personas, sino que las conmueva. Para él, la experiencia estética es la experiencia de resonancia por excelencia.14
De este libro no debe esperarse un código de conducta ni un extenso estudio científico sobre la sensibilidad. El punto de referencia es más bien el presente con sus situaciones problemáticas concretas, que hemos descrito antes. Solo si se entiende más profundamente la progresiva sensibilización se podrán advertir también las tendencias progresivas y regresivas del proceso. El objetivo de este libro es esclarecer la sensibilidad en su dialéctica y entender de forma nueva su relación con la fuerza de resistencia, para hallar así salidas a las crisis de nuestro tiempo.
1Cf. F. Baasner, «Sensibilité», en J. Ritter et al. (eds.), Historisches Wörterbuch der Philosophie online, Basilea, Schwabe, 2017.
2 Cf. ibid.
3 Cf. ibid.
4 N. Elias, El proceso de la civilización. Investigaciones sociogenéticas y psicogenéticas, México, FCE, 1979, p. 449.
5K. Theweleit, Männerphantasien, Berlín, Matthes & Seitz, 2020, p. 1211.
6Ibid., p. 48.
7 G. Simmel, Las grandes ciudades y la vida intelectual, Madrid, Hermida, 2016, p. 65.
8P.Valéry, Bilanz der Intelligenz, en Werke, vol. 7: Zeitgeschichte und Politik, Frankfurt del Meno, Insel, 1995, pp. 105-134; aquí: p. 118.
9 Sobre la relación entre sobreexcitación e insensibilización, cf. también B. Liebsch, «Ästhetisch, ethisch und politisch sensibilisierte Vernunft? Einleitung in historischer Perspektive», en Sensibilität der Gegenwart. Wahrnehmung, Ethik und politische Sensibilisierung im Kontext westlicher Gewaltgeschichte, Hamburgo, Felix Meiner, 2018, pp. 13-38; aquí: pp. 16 ss.
10J. Butler, «Verletzungen bilden gesellschaftliche Strukturen ab», Philosophie Magazin6/2021, pp. 62-65; aquí: p. 62.
11A. Reckwitz, «Dialektik der Sensibilität», Philosophie Magazin6/2019, pp. 56-61; aquí: pp. 60/61.
12Cf. S. Pinker, Gewalt. Eine neue Geschichte der Menschheit, Frankfurt del Meno, Fischer, 2011, pp. 582 ss.
13Cf. A. Reckwitz, Die Gesellschaft der Singularitäten. Zum Strukturwandel der Moderne, Berlín, Suhrkamp, 2017.
14Cf. H. Rosa, Resonanz. Eine Soziologie der Weltbeziehung, Berlín, Suhrkamp, 2016.
La época actual con sus cambios sociales tiene una dilatada historia, a lo largo de la cual se ha ido configurando progresivamente la sensibilidad humana. En su famosa obra Sobre el proceso de la civilización, el sociólogo Norbert Elias describe detalladamente este desarrollo, en concreto a partir de prácticas tales como las costumbres de mesa, las reglas de higiene o los hábitos matrimoniales. Para ilustrar el camino civilizatorio que el hombre ha recorrido en el curso de los últimos siglos, demos aquí un salto radical en el tiempo y hagamos un pequeño experimento mental. Nos hallamos en la Edad Media europea. Pensemos en un varón de unos treinta años en el siglo XI, e imaginémonos su vida tal como nos la explica Norbert Elias. Llamémosle Johan.
Johan es un caballero. Comenzó su formación de niño. La violencia es consustancial a su vida. De hecho, no conoce otra cosa. Tener consideración hacia los demás o preocuparse por ellos son cosas desconocidas en su mundo, como también lo son ciertas reglas básicas de conducta que hoy nos resultan habituales. Sonarse la nariz con los dedos es para Johan lo más normal del mundo. Cuando come en una gran mesa, con la misma mano con la que se acaba de sonar agarra trozos de carne directamente de la bandeja puesta en medio de la mesa, donde se acaba de trocear el animal muerto. Igual que no hay pañuelos, tampoco hay tenedores ni cucharas, y Johan se lleva la comida a la boca con su propio cuchillo, que por buenos motivos siempre lleva consigo.1 Cuando Johan tiene hambre agarra la carne, moja vorazmente el trozo mordisqueado en la bandeja de salsa que comparten todos, mastica haciendo ruido, bufa, escupe y tampoco se corta a la hora de hablar. Si la comida no le gusta, lo dice. Aborda todos los temas, también los más delicados, y no tiene pelos en la lengua.2 Vulnerabilidades ajenas, si las hubiera, discurren por debajo de su umbral de percepción. Johan comparte el vaso con su vecino de mesa. Con frecuencia nadan en la bebida migas de pan y restos de comida, pero eso no molesta a Johan. Si en un momento dado le entran ganas de hacer sus necesidades, las hace de cuclillas en un pasillo. Si de noche se despierta con ganas de orinar, lo hace en un rincón del dormitorio. Le da igual que lo vean orinando. También le da igual si otros lo ven desnudo. Mostrarse desnudo ante gente socialmente inferior es lo más normal del mundo. Cuando Johan se baña, lo sirven mujeres. El alcohol que bebe por la noche también se lo sirven mujeres, lo que para un hombre como él, que tampoco se pone barreras sexuales, conlleva ciertas ventajas.3 «No es vergonzoso, sino el orden natural y obvio de las cosas, que los guerreros, los nobles, tengan ganas de pasarlo bien y que los demás trabajen para ellos», escribe Norbert Elias en la primera parte de su obra. «Falta la identificación de las personas entre sí».4 Aún más claramente lo dice unas páginas más adelante: «Las pasiones del caballero quedan satisfechas cuando él se sabe distinto de los demás. La visión del contraste hace más placentera la vida».5
Cuando Johan se casa, es costumbre que consume el acto sexual con su esposa —pongamos que se llama Cristina— en los aposentos nupciales en presencia de testigos. Solo entonces es válido el matrimonio («El derecho se conquista en la cama»).6
En su condición de caballero, Johan solo vive para el combate. Su única verdadera preocupación es que no lo venza alguien más fuerte. La dureza y la capacidad de resistencia son vitales. Sin embargo, no hay quien ponga coto a las crueldades que él mismo comete. Nadie protege a los débiles e indefensos. Johan saquea iglesias, viola, maltrata a viudas y huérfanos, mutila a sus víctimas. En cierta ocasión cortó las manos en un monasterio a ciento cincuenta hombres y mujeres y les sacó los ojos. Por cierto, Cristina no es más melindrosa que su marido. Al contrario. Hace que les amputen los pechos o les arranquen las uñas a las mujeres de rango inferior.7 Johan siempre está dispuesto a la violencia, y eso tiene para él gran importancia vital y es muy placentero. Si resulta que no hay guerra, Johan lucha en torneos, que no son menos brutales. Quien no siente el «éxtasis»8 de matar muere pronto.
Con todo esto, apenas hace falta decir que Johan no tenía ni podía tener sensibilidad para la belleza del entorno. La naturaleza solo significaba peligro y escondía en todo momento la posibilidad de una emboscada, que era preciso advertir a tiempo. Cuando iba por los bosques o por campo abierto no hacía más que otearlos en busca de enemigos.
Pasemos al presente. Unos mil años después, Johan es ahora Jan. Reside en una gran ciudad. Está casado y tiene dos hijos en edad escolar. Estado social: clase media alta.