Sobre mi hija - Kim Hye-jin - E-Book
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Sobre mi hija E-Book

Kim Hye-jin

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Beschreibung

Mientras el verano calienta la ciudad, una madre acoge a su hija en su casa para ayudarla con sus problemas financieros. Pero la hija no se muda sola: lleva también a su novia, y con ella desata en la vida de la madre una espiral de recriminaciones y prejuicios que se hacen eco, a su vez, de la propia reacción social hacia la comunidad LGBTIQ+. El rechazo, la culpa, la imposibilidad de comprender, el temor a la vejez, al aislamiento, el deseo de volver el tiempo atrás y de negar aun cuando el cambio ya está en marcha se narran desde la perspectiva de esta madre, que nos sume con enorme sutileza en sus dudas y su desesperación.   Sobre mi hija, de Kim Hye-jin, es una novela sobre las distancias generacionales, sobre la colisión de dos formas de pensar en apariencia irreconciliables, sobre la empatía y la compleja aceptación de la diversidad, sobre la posibilidad de otro concepto de familia. Publicada en 2017 en Corea, donde se convirtió en best-seller, ha sido traducida a catorce lenguas y se presenta en español por primera vez en esta edición, lanzada en simultáneo con el sello español Las Afueras.

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SOBRE MI HIJA

KIM HYE-JIN

TraducciónIRMA ZYANYA GIL YÁÑEZ Y MINJEONG JEONG

FIORDO · BUENOS AIRES

ÍNDICE

Sobre este libro

Sobre la autora

Otros títulos de Fiordo

Sobre mi hija

SOBRE ESTE LIBRO

Mientras el verano calienta la ciudad, una madre acoge a su hija en su casa para ayudarla con sus problemas financieros. Pero la hija no se muda sola: lleva también a su novia, y con ella desata en la vida de la madre una espiral de recriminaciones y prejuicios que se hacen eco, a su vez, de la propia reacción social hacia la comunidad LGBTIQ+. El rechazo, la culpa, la imposibilidad de comprender, el temor a la vejez, al aislamiento, el deseo de volver el tiempo atrás y de negar aun cuando el cambio ya está en marcha se narran desde la perspectiva de esta madre, que nos sume con enorme sutileza en sus dudas y su desesperación.

Sobre mi hija, de Kim Hye-jin, es una novela sobre las distancias generacionales, sobre la colisión de dos formas de pensar en apariencia irreconciliables, sobre la empatía y la compleja aceptación de la diversidad, sobre la posibilidad de otro concepto de familia. Publicada en 2017 en Corea, donde se convirtió en best-seller, ha sido traducida a catorce lenguas y se presenta en español por primera vez en esta edición, lanzada en simultáneo con el sello español Las Afueras.

SOBRE LA AUTORA

Kim Hye-jin nació en Daegu, Corea, en 1983. Desde el inicio de su carrera literaria en 2012 ha recibido numerosos premios y distinciones, entre ellos el Dong-A Ilbo por el cuento «Chicken Run»; el Joong-Ang por la novela Central Station (2013); el Shin Dong-yup por Sobre mi hija (2018); el premio de la Fundación Daesan por The Work of No.9 (2020), y en 2021 el premio Munhakdongne a la literatura joven por Cotton Mansion. Ha publicado hasta ahora tres novelas, una nouvelle y dos conjuntos de cuentos, y sus obras han sido traducidas al japonés, chino, inglés, alemán, italiano, francés, polaco, checo y portugués, entre otras lenguas.

OTROS TÍTULOS DE FIORDO

Ficción

El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Leñador, Mike Wilson

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates

Solo la noche, John Williams

El libro de los días, Michael Cunningham

La rosa en el viento, Sara Gallardo

Persecución, Joyce Carol Oates

Primera luz, Charles Baxter

Flores que se abren de noche, Tomás Downey

Jaulagrande, Guadalupe Faraj

Todo lo que hay dentro, Edwidge Danticat

Cardiff junto al mar, Joyce Carol Oates

No ficción

Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit

Nuestro universo. Una guía de astronomía, Jo Dunkley

El Dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio, Al Alvarez

La mente ausente. La desaparición de la interioridad en el mito moderno del yo, Marilynne Robinson

Legua

Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate, Carmen M. Cáceres

ELOGIO DE SOBRE MI HIJA

«No puedo sino conmoverme ante una historia sobre mujeres que se encuentran, se pelean, se ayudan, se cuidan la una a la otra y alzan la voz contra los prejuicios y las críticas a las que están sometidas».

Cho Nam-joo

«Es una novela muy avanzada y valiente. La madre, que piensa que todo es culpa de ella, y Green y Rain, que tratan de proteger su mínimo derecho a existir, son todas mujeres. ¿No es la novela que estábamos esperando, una narrativa de las mujeres?».

Kang Young-sook

«Una madre, que también es la narradora, es incapaz de aceptar que su hija es lesbiana. Al comenzar el libro, estaba segura de que yo, como lectora, era diferente de la madre. Pero luego de leerlo, ya no tengo esa certeza. Aceptar la identidad (sexual) de otras personas es una tarea tan larga como la reconstrucción de un yo. No puede ser simple. Sin darme cuenta, me encontré empatizando con el monólogo de la madre y su súplica tenaz».

Eun Yoo

«Al representar el proceso a través del cual la madre intenta hacer las paces con las identidades de su hija y su amante lesbiana, la autora ha querido mostrar la dinámica entre el límite y la posibilidad que se pone en juego cuando tratamos de comprender a otras personas, así como los conflictos y avances que resultan de ese proceso. Aunque muchas veces fracasemos, el esfuerzo de prestar atención y tratar de entender a los demás sin duda nos transformará y nos hará madurar».

Kyunghyang Daily Newspaper

COPYRIGHT

Título original en coreano: 딸에 대하여

© Kim Hye-jin, 2017

All rights reserved. Originally published in Korea by Minumsa Publishing Co., Ltd. Arrangement with Kim Hyejin c/o Minumsa Publishing Co., Ltd. Published in arrangement with Casanovas & Lynch Literary Agency./Todos los derechos reservados. Publicado originalmente en Corea por Minumsa Publishing Co., Ltd., en acuerdo con Casanovas & Lynch Literary Agency.

© de la traducción, Irma Zyanya Gil Yáñez y Minjeong Jeong, 2022

© de esta edición, Fiordo, 2022

Tacuarí 628 (C1071AAN),

Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.fiordoeditorial.com.ar

Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro

Diseño de cubierta: Pablo Font

ISBN 978-987-4178-58-9 (libro impreso)

ISBN 978-987-4178-63-3 (libro electrónico)

Hecho el depósito que establece la ley 11.723

This book is published with the support of the Literature Translation Institute of Korea

(LTI Korea)./Este libro se ha publicado con el apoyo del Literature Translation Institute de Corea (LTI Korea).

Hecho en Argentina.

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra

sin permiso escrito de la editorial.

Kim, Hye-jin

Sobre mi hija / Hye-jin Kim. - 1a ed. -

Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo, 2022.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Irma Zyanya Gil Yáñez;

Minjeong Jeong.

ISBN 978-987-4178-63-3

1. Narrativa Coreana. 2. Literatura Coreana. 3. Novelas. I. Gil Yáñez, Irma Zyanya, trad. II. Jeong, Minjeong, trad. III. Título.

CDD 895.73

La camarera llega con dos platos de fideos. El rostro de mi hija, que hurga en el cucharero en busca de los cubiertos, luce un tanto cansado, demacrado y envejecido.

—¿No viste mi mensaje? —me pregunta.

—Sí. Pensé en llamarte, pero después se me pasó —miento.

La verdad es que pensé tanto en ella este fin de semana que quedé agotada. Y ahora estoy sentada aquí sin alternativa ni solución.

—¿Qué hiciste el fin de semana?

Como respuesta, invento que salí a almorzar con alguien cuyo nombre ella podría recordar. Aunque parece a punto de preguntar algo más, al final solo dice «Ajá», y luego, como por mostrar interés, agrega:

—Bien. Necesitas salir de vez en cuando. Estos días hay muchos festivales y esas cosas.

—No sé. Estoy muy ocupada.

Tomo con los palillos un fideo largo y grueso y comienzo a sorber. Me encantaban cuando era joven. Los comía una vez al día, al menos. Aún los disfruto, pero después viene la penitencia porque ya no puedo digerirlos como antes. Para calmar mi estómago alterado, tengo que sobarlo, caminar de un lado al otro, y me despierto varias veces por la noche. Envejecer es ir dejando de hacer una por una las cosas que nos gustan.

Un grupo de estudiantes universitarios entra al restaurante y unos oficinistas se dirigen al mostrador para pagar. Las risas y las conversaciones se vuelven más estruendosas. Hay gente joven en todos lados. Yo, con el rostro lleno de arrugas y manchas de la edad, con el pelo ralo y la espalda encorvada, desentono en este lugar. No dejo de sentir que en cualquier momento alguien me mostrará abiertamente su desagrado y observo con cautela de un lado al otro. Mientras mi hija vacía rápidamente su plato, yo me ahogo en preocupaciones. ¿Podré decir lo que quiero decirle? ¿Debería? ¿No debería? ¿Sería mejor quedarme callada? Hay una sola cosa a la que le temo: la represalia por rechazarla.

Digo finalmente:

—Bueno, no lo tomes a mal…

«Bueno, no lo tomes a mal». No hay señal más clara de que se está rechazando algo. Ella lo sabe y, por un instante, sus ojos tiemblan por la decepción.

—Ya lo sé, mamá. No te es posible.

Aún me mira como esperando que diga algo más. Alguien como yo no puede con el costo de la vivienda que en este país sube como el humo, día y noche, sin detenerse. Hace mucho que perdí la capacidad de participar en este juego de escalar una pendiente cada vez más escarpada.

—Sí. Bueno, ya sabes que la casa es todo lo que tengo.

Se trata de una casa más en un callejón estrecho de viviendas reclinadas una sobre otra como una hilera de dientes cariados. Es una construcción de dos plantas que, como su dueña, comienza a encorvarse hacia el frente y sufre de articulaciones desgastadas y huesos quebradizos. Es una casa que no tiene nada que ver con las otras de este mundo que se elevan triunfantes. Solo eso me dejó mi esposo. Es lo único real que tengo a mi nombre y bajo mi control.

—Ya sé, ya sé. Pero yo tampoco sé qué hacer y no tengo a nadie más a quien recurrir, mamá —dice en un murmullo revolviendo con los palillos el contenido de su tazón.

Su voz revela que vacila entre la resignación y la esperanza. A continuación, por fin dice algo más. Me propone que le preste dinero a cambio de un interés mensual. Sin duda tiene en mente a las dos familias que viven en el segundo piso, en los cuartos con los techos manchados de humedad, de pisos laminados sucios y rasgados, y ventanas de madera por las que se filtran el viento, el polvo y el ruido a todas horas. Lo que me pide es que cambie a los inquilinos que pagan alquiler mensual por otros que puedan hacer un depósito grande y le preste ese dinero.1

Pero conseguir nuevos ocupantes no es tan fácil como suena. Apenas ayer, la recién casada del segundo piso vino a quejarse de que el techo tiene una gotera justo sobre la pileta de la cocina. Con el rostro encendido de fastidio, vergüenza, desconcierto y vacilación, me pidió que esta vez llamara a un profesional que lo reparara de una vez por todas, no al viejo al que llamo siempre.

—Claro, solo deme unos días más —respondí, pero no pude darles una solución porque, al igual que a ellos que han venido a quejarse varias veces, no me alcanza para pagar el arreglo.

Mi hija golpetea con el pie bajo la mesa. El talón de sus zapatillas deportivas está visiblemente desgastado y el dobladillo de sus jeans, deshilachado y sucio. ¿No se da cuenta de que este tipo de detalles son esenciales para dar una buena primera impresión? ¿Por qué exhibe con tanta facilidad su falta de dinero, su holgazanería, su apatía y descuido, todo eso que nadie debería saber? ¿No le importa dar una idea equivocada? ¿Por qué deja de lado los atributos de más prestigio como la elegancia, el arreglo, la pulcritud y el orden? Me muerdo la lengua para no decirle nada.

—Mamá, ¿me estás escuchando? —insiste, apremiante.

Al fin pongo mis palillos sobre la mesa, me limpio los labios y la miro a los ojos. Sí, para esto está la familia. Y yo soy la única familia que tiene. Y puedo serlo para ella porque, al menos, tengo esta casa.

—Sí, déjame ver qué puedo hacer.

Es lo único que le digo.

*

—A ver, ¿cuánto pusiste?

La esposa del profesor susurra, aunque el volumen de su voz es tan alto que todos alrededor la escuchan. Me detengo a las puertas del edificio y le doy unas palmaditas al dorso de su mano.

—Solo cincuenta mil wones. Lo siento, pero no me alcanza para más.

Saca el sobre de su bolso y rezonga mientras agrega veinte mil wones:

—¿Para qué damos cincuenta mil cada una si con treinta mil es suficiente?

Cada vez que se mueve, se intensifica su perfume barato con olor a rosas. Debe tener el bolso color borravino lleno de esos cosméticos de bajo costo que regala sin contemplaciones para sentirse bondadosa, ya porque están vencidos o porque se trata de baratijas. A mí también me ha dado un par de cosas que nunca he usado. Siempre que tengo la intención, se me pasa la oportunidad. Desde hace un tiempo, mi memoria parece a punto de encenderse con chispazos intermitentes, pero pronto se oscurece como boca de lobo.

—¿De qué sirve dar dinero así cuando la gente ya está muerta? Eso solo beneficia a los hijos. Sería mejor agasajarlos con una buena comida mientras están vivos, al menos, ¿no? Estas costumbres deberían desaparecer. ¡Son una barbaridad!

No deja de hablar ni siquiera después de cruzar la puerta giratoria a la entrada del edificio. Me coloco donde pueda esquivar los rayos de luz que emanan, punzantes, de las brillantes lámparas y de las coronas de flores aún más resplandecientes. Alzo la vista a la pantalla buscando el velatorio y de mis labios se escapan estas palabras:

—¡Qué mujer tan desagradable!

Si contamos solo las veces que invitó a comer la difunta Seong, se superan por mucho los cien mil wones. ¡Qué digo cien mil wones! Seong siempre fue muy dadivosa. No, su situación no era lo suficientemente buena como para decir que fuera generosa. Y, sin embargo, como si hubiera sido el precio de mantener cerca a la gente, siempre era la primera en pagar y te hacía sentir en deuda. En cambio, la tacañería de esta otra mujer no podría calificarse sino de aborrecible. Aunque se presenta como «la esposa del profesor», nunca nadie ha visto a su marido ni ella tampoco dice en qué universidad trabaja o qué enseña. Por supuesto, para unas viejas como nosotras, eso no tiene importancia. De jóvenes poníamos nuestros límites, levantábamos muros a nuestro alrededor, pero ahora nos llevamos como si nada con gente que antes ni siquiera hubiéramos podido imaginar.

Todo se debe a que nos hemos convertido en unas viejas sin ninguna particularidad. Es culpa de que haya muy pocos lugares donde los ancianos sean bienvenidos.

Pero no digo nada de eso en voz alta.

Encontramos el velatorio. Saludamos y, tras darle nuestras condolencias al hijo de Seong, nos sentamos en el salón. Ahí mato el tiempo tomando poco a poco la infusión de hongos que traigo en un termo. La esposa del profesor come. Antes de meterse el bocado a la boca, mezcla el arroz con el caldo rojo de ternera que siempre se sirve en los funerales. También se zampa de una vez dos o tres piezas del reseco cerdo al vapor. Además, abre su teléfono y me muestra emocionada las fotos de su hijo y su nieto.

—A ver, ¿tendrás un pañuelo? ¿No habrá una bolsa o algo por ahí?

Luego se gira hacia mí con la intención de ocultar algo de la vista de los demás, les quita la bolsa a los platos descartables y en ella guarda los bocaditos secos. Yo, en silencio, le acerco los platos que están más lejos.

—A mis nietos les gustan mucho. Aunque mi nuera se enoja, ¿cómo no se los voy a dar? Ahora lo tengo que hacer a escondidas.

—Claro, llévales lo más que puedas.

Mientras tanto, yo ni siquiera miro la comida.

Es como si estuviera aterrada de que alguna energía o sombra de aquellos que han traspasado el umbral de la vida me cubriera o manchara. De repente, mi mirada se cruza con la de alguien sentado en la pared opuesta. Sus pupilas desbordan resignación. Esquivo de inmediato esos ojos que lucen como si supieran todos los secretos de la muerte y que ahora apuntan hacia mí. Es como el juego de las escondidas en el que alguien te toma por sorpresa por la espalda después de terminar de contar con los ojos cerrados uno, dos, tres. El día en que murió, a Seong se le detuvo el corazón tras salir del trabajo como de costumbre. Quedó fuera del juego por un paro cardíaco. ¿Qué tan cerca estaré de la muerte? ¿Por qué estaré tan segura de que me pisa los talones?

Hace meses vino a buscarme la familia de la mujer que alquilaba la habitación en el segundo piso. Antes de eso, habían venido otros que afirmaban ser sus amigos, pero no les di las llaves. ¿Cómo iba yo a confiar en ellos si mantenían apenas una relación tan endeble como una amistad o un noviazgo?

—Es que no hemos podido contactarla. Necesito que firme algo, por eso no me quedó más que venir a buscarla —dijo el hombre que llegó ese día y que se presentó como su hermano menor.

Ante mi falta de respuesta, me contó que el problema era que quería cambiar de sitio la tumba de su padre, e incluso me mostró un documento. Yo me quedé de pie observando la escalera, mientras el hombre subía uno por uno los escalones. Luego se escuchó que abrían la puerta, y luego nada.

—¡Oiga! Oiga, señor —grité sin moverme de donde estaba.

Después de un rato, el hombre bajó las escaleras y me dijo con el rostro ensombrecido:

—Mi hermana está en el cuarto. No sé, creo que hay que llamar a alguien, a la policía.

Enseguida salió por la puerta principal y no volvió más. Vino por ella una ambulancia. También llegó la policía y, con motivo de su investigación, me hicieron una pregunta tras otra hasta que cayó la tarde. Mientras tanto, aquel hombre se había marchado sin dejar rastro.

—¿Encontraron al que dijo ser su hermano? —pregunté dos días después, cuando a duras penas logré, finalmente, contactar al policía encargado del caso.

—Como ya le he dicho varias veces, los familiares de esta mujer se niegan a hacerse cargo de ella. Haga lo que quiera con sus pertenencias. El gobierno se ocupará del cadáver, pero no puede ver todo lo demás. Tiene el depósito del cuarto, ¿no? Resuélvalo con eso. A mí ya no me llame, que no tengo tiempo de atenderla —dijo y colgó sin darme tiempo de preguntar por qué o cómo había muerto la mujer.

Dos días más tarde entré en su cuarto. Me quedé de pie agarrando la manija de la puerta, aterrada a plena luz del día, a la hora en que los árboles echan retoños absorbiendo la energía tierna y cálida del sol. En esa habitación no había nada de lo que temía. Solo estaban bien ordenadas todas aquellas cosas que normalmente tiene en su vida cotidiana y en sus costumbres, en sus gustos e inclinaciones, una mujer que vive sola. La muerte le llegó sin indicios ni presagios, sin advertencia ni preparación.

—Una muerte lamentable —digo al ver tantos ancianos en el velatorio.

Y pienso que no me sorprendería enterarme de que mañana ha muerto otro de ellos. ¡Qué va a ser lamentable, más bien me reiría de lo mucho que han vivido! Quienes se quedan, en vez de sentir pena o lástima, deberían reflexionar fríamente sobre la vida que llevó el difunto. Si no tuvo nada bueno ni malo, pronto se olvidarán de él. Pronto se volverá sombra, nada. Cuando salgo, mi mirada gravita hacia el hijo de Seong, quien, vestido con un traje oscuro y llevando el brazalete funerario blanco, recibe a los invitados mientras hace guardia frente al cuerpo.

*

Se dice que cuando duele el cuerpo sin motivo, es porque un espíritu nos ha poseído y que, entonces, uno debe aceptar convertirse en chamán o se corre el riesgo de pasarle esa agonía a los hijos. Por supuesto, nadie quiere heredar algo así. Por eso me digo que debo hacer todo lo posible por aceptar yo misma el destino que me ha tocado.

Al pensar en mi hija, paso horas atrapada en este tipo de divagaciones. Me pregunto si estoy pagando alguna culpa, si le habré heredado algún mal. Jen mira por la ventana sentada en su silla de ruedas. Afuera, un empleado rocía agua en el amplio estacionamiento. El líquido que sale de la manguera se divide en chorros que golpean el piso y rebota en gotas cristalinas.

—¿Quiere salir? —digo mirándola a los ojos, aunque en realidad no tengo ganas de llevarla.

Una mujer que ha vivido demasiado, cuyos recuerdos se escapan quién sabe a dónde y que, al igual que cuando nació hace mucho tiempo, rompe los límites del género mientras se convierte en nada más que un ser humano que trasciende lo femenino y lo masculino.

A veces me parece mentira la vida de esta mujer pequeña, escueta y humilde que, después de nacer en Corea del Sur, estudiar en Estados Unidos y hacer carrera en Europa, volvió a su país donde malgasta el resto de sus días al cuidado de desconocidos. Considero inconcebible que, en una mujer que nunca se casó ni pudo tener hijos, convivan las huellas de un mundo grandioso que yo nunca conocí, a la par de esta soledad que ya sobrepasa un año, sin que nadie venga a visitarla.

Se escucha una conmoción en una mesa opuesta. Un anciano agita el control remoto mientras blasfema y desparrama los materiales didácticos que tenía enfrente. De su cuidadora, la esposa del profesor, no se ve ni la sombra. Debe estar escondida haciendo una llamada u ocupada picoteando algo entre comidas. Yo me apuro a empujar la silla de ruedas, porque, de todos modos, no podría contener a un hombre como este con mis fuerzas.

Antes de la cena, alguien abre el cuarto y me llama. Es el señor Kwon, gerente administrativo del asilo. Cuando salgo al pasillo, me pregunta si puedo llegar una hora más temprano mañana, que vendrán de una emisora a hacer un reportaje sobre Jen. Yo le digo que no tengo problema. El gerente Kwon agacha la cabeza con cortesía. Como dice la esposa del profesor, conmigo es especialmente atento. Aunque, mejor dicho, lo que hace es esforzarse en mostrar la cortesía mínima. Yo no ignoro que esto determina la actitud que el resto de los empleados tiene hacia mí. Me pregunto si debo sentirme afortunada, considerando que la mayoría de los cuidadores viejos en el asilo de ancianos reciben un explícito salario bajo y unos implícitos malos tratos y desprecios. Es posible que mi suerte se la deba al hecho de que me encargo de cuidar a Jen, porque aquí es importante a quién te toca cuidar. Al menos frente a ella, la gente se comporta de forma cortés y respetuosa.

—¿De verdad no tiene familia esa mujer?

Sin embargo, a sus espaldas, la cosa cambia. En especial con personas como la esposa del profesor, que no tienen empacho en mostrar sus verdaderas intenciones, como si siempre estuvieran esperando el momento para hacerlo.

—¿Y de qué le serviría tener familia? Siempre es lo mismo.

Es muy raro que los hijos que dejan a sus padres en el asilo vengan a visitarlos con regularidad. Aun siendo consciente de esto, la esposa del profesor no da tregua.

—Pero no es lo mismo que no tener familia. Qué lamentable es verla así sola por años. Por eso hay que cuidar bien a los hijos, aunque nos cueste trabajo, porque son nuestro patrimonio y nuestro seguro.

Como yo no muestro ninguna reacción, la esposa del profesor se lo repite a la joven casada que empezó a trabajar aquí hace poco, y me chasquea la lengua como apremiándome a que le dé la razón. En momentos como este, me doy cuenta de que, en mi situación, ni siquiera puedo decidir por mí misma con quién quiero estar. Me voy convirtiendo en uno de esos viejos que solo sirve para vivir de los impuestos, una anciana cerrada y prejuiciosa, como dicen los jóvenes, mientras me siento a conversar con gente como esta sin más remedio que estar de acuerdo con lo que dicen. La joven casada repite que sí a todo, pero no da muestras de estar a gusto. Debe ser porque su cuerpo aún no se acostumbra al trabajo. Sin dudas, está muy ajetreada porque le tocó encargarse de los pacientes de los que cuidaba la fallecida Seong. Acabará por acoplarse después de que el agotamiento la tumbe un par de veces. Aunque la verdad es que muchos se dan por vencidos antes de eso. La mayoría de los que se quedan es porque no tienen a dónde ir.

Entro al cuarto y reviso la cama donde descansa Jen.

—¿Se siente cómoda? Vuelvo mañana.

—Sí, estoy bien. ¿Tú vives cerca o lejos? —me pregunta tomándome la mano.