Soy toda oídos - Kim Hye-jin - E-Book

Soy toda oídos E-Book

Kim Hye-jin

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Beschreibung

Todos los días, desde hace casi un año, la doctora Haesu Im redacta cartas que no logra concluir, las destroza y las desecha en algún cesto del parque. Las palabras, según constata cada día, no son suficientes: no explican ni invitan a dar explicaciones, no pueden resolver el aislamiento al que la mujer ha quedado confinada luego de un penoso incidente del que poco a poco vamos teniendo noticias. La solidez de esta rutina saturada de rabia y autocompasión comienza a resquebrajarse cuando conoce a Sei, una preadolescente que carga con sus propios traumas. Gracias a un gato callejero, entre las dos se establece un vínculo improbable que cambia el eje de su día a día y les abre, al fin, una nueva perspectiva. Como en su anterior novela, el best-seller Sobre mi hija, en Soy toda oídos Kim Hye-jin trabaja sobre la introspección y las preguntas que nos hacemos para procesar diversas circunstancias. Sagaz, sutil, hecha de insistencias que logran comunicar la complejidad del pensamiento y la emoción, esta novela mira desde adentro fenómenos como la cultura de la cancelación y el bullying, la soledad y la culpa, y ofrece una aproximación no dogmática a los puntos ciegos del lenguaje, en un profundo viaje literario que una vez que atrapa ya no suelta.

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SOY TODA OÍDOS

KIM HYE-JIN

Traducción IRMA ZYANYA GIL YÁÑEZ Y MINJEONG JEONG

FIORDO

ÍNDICE

Sobre este libro

Sobre la autora

Otros títulos de Fiordo

Soy toda oídos

SOBRE ESTE LIBRO

Todos los días, desde hace casi un año, la doctora Haesu Im redacta cartas que no logra concluir, las destroza y las desecha en algún cesto del parque. Las palabras, según constata cada día, no son suficientes: no explican ni invitan a dar explicaciones, no pueden resolver el aislamiento al que la mujer ha quedado confinada luego de un penoso incidente del que poco a poco vamos teniendo noticias.

La solidez de esta rutina saturada de rabia y autocompasión comienza a resquebrajarse cuando conoce a Sei, una preadolescente que carga con sus propios traumas. Gracias a un gato callejero, entre las dos se establece un vínculo improbable que cambia el eje de su día a día y les abre, al fin, una nueva perspectiva.

Como en su anterior novela, el best-seller Sobre mi hija, en Soy toda oídos Kim Hye-jin trabaja sobre la introspección y las preguntas que nos hacemos para procesar diversas circunstancias. Sagaz, sutil, hecha de insistencias que logran comunicar la complejidad del pensamiento y la emoción, esta novela mira desde adentro fenómenos como la cultura de la cancelación y el bullying, la soledad y la culpa, y ofrece una aproximación no dogmática a los puntos ciegos del lenguaje, en un profundo viaje literario que una vez que atrapa ya no suelta.

SOBRE LA AUTORA

Kim Hye-jin nació en Daegu, Corea, en 1983. Desde el inicio de su carrera literaria en 2012 ha recibido numerosos premios y distinciones, entre ellos el Dong-A Ilbo por el cuento «Chicken Run»; el Joong-Ang por la novela Central Station (2013); el Shin Dong-yup por Sobre mi hija (2018); el premio de la Fundación Daesan por The Work of No.9 (2020), y en 2021 el premio Munhakdongne a la literatura joven por Cotton Mansion. Ha publicado hasta ahora tres novelas, una nouvelle y dos conjuntos de cuentos, y sus obras han sido traducidas al japonés, chino, inglés, alemán, italiano, francés, polaco, checo y portugués, entre otras lenguas.

OTROS TÍTULOS DE FIORDO

Ficción

El diván victoriano, Marghanita Laski

Hermano ciervo, Juan Pablo Roncone

Una confesión póstuma, Marcellus Emants

Desperdicios, Eugene Marten

La pelusa, Martín Arocena

El incendiario, Egon Hostovský

La portadora del cielo, Riikka Pelo

Hombres del ocaso, Anthony Powell

Unas pocas palabras, un pequeño refugio, Kenneth Bernard

Stoner, John Williams

Pantalones azules, Sara Gallardo

Contemplar el océano, Dominique Ané

Ártico, Mike Wilson

El lugar donde mueren los pájaros, Tomás Downey

El reloj de sol, Shirley Jackson

Once tipos de soledad, Richard Yates

El río en la noche, Joan Didion

Tan cerca en todo momento siempre, Joyce Carol Oates

Enero, Sara Gallardo

Mentirosos enamorados, Richard Yates

Fludd, Hilary Mantel

La sequía, J. G. Ballard

Ciencias ocultas, Mike Wilson

No se turbe vuestro corazón, Eduardo Belgrano Rawson

Sin paz, Richard Yates

Solo la noche, John Williams

El libro de los días, Michael Cunningham

La rosa en el viento, Sara Gallardo

Persecución, Joyce Carol Oates

Primera luz, Charles Baxter

Flores que se abren de noche, Tomás Downey

Jaulagrande, Guadalupe Faraj

Todo lo que hay dentro, Edwidge Danticat

Cardiff junto al mar, Joyce Carol Oates

Sobre mi hija, Kim Hye-jin

Todo el mundo sabe que tu madre es una bruja, Rivka Galchen

El mar vivo de los sueños en desvelo, Richard Flanagan

Un imperio de polvo, Francesca Manfredi

Dios duerme en la piedra, Mike Wilson

Yo sé lo que sé, Kathryn Scanlan

Historia de la enfermedad actual, Anna DeForest

Desolación, Julia Leigh

Los galgos, los galgos, Sara Gallardo

La ficción del ahorro, Carmen M. Cáceres

Perturbaciones atmosféricas, Rivka Galchen

No ficción

Visión y diferencia. Feminismo,

feminidad e historias del arte, Griselda Pollock

Diario nocturno. Cuadernos 1946-1956, Ennio Flaiano

Páginas críticas. Formas de leer y

de narrar de Proust a Mad Men, Martín Schifino

Destruir la pintura, Louis Marin

Eros el dulce-amargo, Anne Carson

Los ríos perdidos de Londres y El sublime topográfico, Iain Sinclair

La risa caníbal. Humor, pensamiento cínico y poder, Andrés Barba

La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Al Alvarez

Los hombres me explican cosas, Rebecca Solnit

Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit

Nuestro universo. Una guía de astronomía, Jo Dunkley

El Dios salvaje. Ensayo sobre el suicidio, Al Alvarez

La mente ausente. La desaparición de la interioridad en el mito moderno del yo, Marilynne Robinson

Islas del abandono. La vida en los paisajes posthumanos, Cal Flyn

Un caballo en la noche. Sobre la escritura, Amina Cain

Correr hacia el peligro. Encuentros con un cuerpo de recuerdos, Sarah Polley

Legua

Al borde de la boca. Diez intuiciones en torno al mate, Carmen M. Cáceres

El viento entre los pinos. Un ensayo acerca del camino del té, Malena Higashi

ELOGIO DE SOY TODA OÍDOS

«Un relato casi ingrávido sobre la pesadez de la existencia. (…) Melancólica y meditativa, aunque cargada de una energía serena, esta historia de Kim Hye-jin guía a la protagonista a darse cuenta de que, casi siempre, lo que anhelamos ser es lo que ya somos, y que la vida, más que un llegar a ser, es una forma de revelación».

Kirkus Reviews

«Una buena novela está siempre más cerca del oído de quien escucha que de la boca que habla. Es una novela que permanece con quien tiene un corazón impenetrable. Y ese es el lugar donde se queda Kim Hye-jin cuando uno de sus personajes duda y guarda silencio. Se esfuerza en escuchar ese corazón, incluso si está silente. Ella no hace decir a sus personajes lo que no quieren decir. Respeta en lo profundo a sus personajes, y yo también he sentido ese respeto».

Choi Jin-young

«Una historia vivificante sobre una mujer de mediana edad que rescata un gato y consuela a una niña en un momento difícil, contra el trasfondo del suicidio de un hombre en parte a causa de ella. Estas dos líneas narrativas se entremezclan y se aferran la una a la otra, y no abandonan a quien lee en todo el libro».

Cho Nam-joo

COPYRIGHT

Título original en coreano: 경청 (Gyeongcheong)

por 김혜진 (Kim Hye-jin)

Primera edición en español, marzo de 2024

© Kim Hye-jin, 2022

All rights reserved. Originally published as 경청(Gyeongcheong) by 김혜진 (Kim Hye-jin) in Korea by Minumsa Publishing Co., Ltd. Published in arrangement with Kim Hye-jin c/o Minumsa Publishing Co., Ltd, and Casanovas & Lynch Literary Agency./Todos

los derechos reservados. Publicado originalmente en Corea por Minumsa Publishing Co., Ltd., en acuerdo con Casanovas & Lynch Literary Agency.

© de la traducción, Irma Zyanya Gil Yáñez y Minjeong Jeong, 2024

© de esta edición, Fiordo, 2024

Paroissien 2050 (C1429CXD), Ciudad de Buenos Aires, Argentina

[email protected]

www.fiordoeditorial.com.ar

Dirección editorial: Julia Ariza y Salvador Cristofaro

Diseño de cubierta: Pablo Font

ISBN 978-987-4178-97-8

Hecho el depósito que establece la ley 11.723

This book is published with the support of the Literature Translation Institute of Korea

(LTI Korea)./Este libro se ha publicado con el apoyo del Literature Translation Institute

de Corea (LTI Korea).

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra sin permiso escrito de la editorial.

Kim, Hye-jin

Soy toda oídos / Hye-jin Kim. - 1a ed -

Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Fiordo, 2024.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

Traducción de: Irma Zyanya Gil Yáñez; Minjeong Jeong.

ISBN 978-987-4178-97-8

1. Literatura Coreana. I. Gil Yáñez, Irma Zyanya, trad. II. Jeong, Minjeong, trad. III. Título.

CDD 895.7

Para el periodista Seongmok Lee.

Señor Lee:

Soy Haesu Im. Supongo que lo tomará por sorpresa esta carta. Podría ser que, incluso, ya no recuerde mi nombre. Lo que unos llevan consigo hasta la muerte, otros lo descartan con facilidad. Es notable que quienes olvidan puedan continuar con su vida como si nada, mientras que quienes no lo hacen viven en constante agonía.

Aunque, posiblemente, en la vida ocurran cosas más increíbles que esto.

Aparento seguir viva; vivo estando muerta. Me encuentro en un estado en que da lo mismo vivir que morir. Me miro y veo que es posible existir de esta manera. Me imagino que sabe el porqué.

En internet aún se pueden encontrar los artículos que usted redactó, aquellos en los que habló de mí. Aún no puedo entender cómo fue capaz de escribir esos reportajes sin molestarse en verificar los más mínimos detalles.

Tampoco comprendo por qué, a pesar de que se lo pedí incontables veces, se ha negado a borrarlos. Por más que lo piense, no entiendo cómo puede negarse a una petición tan

En este punto, la mujer se detiene y baja su bolígrafo. Una mancha de tinta que había teñido el dorso de su mano deja una marca negra en la parte inferior del papel donde no hay nada escrito. Así ya no sirve. Tiene que empezar de nuevo. Sin embargo, sabe que la razón no es el borrón de tinta, sino que esta carta no consigue transmitir sus sentimientos. El léxico es mediocre y el estilo demasiado cortés y apacible.

Mira las palabras que eligió. Luego, toma el bolígrafo y tacha «supongo», «muerte», «agonía». Corrige «llevan consigo hasta la muerte» como «cargan consigo», además de reemplazar «nombre» por «existencia». No obstante, no logra acabar por completo con la cautela y la indecisión que empapan esa carta.

Con estas palabras y frases ordinarias no puede expresar los sentimientos que la embisten una y otra vez, lo que la parte y lo que la quema, lo que la abrasa y lo que reaviva las brasas. Se quedan cortas.

Ha vivido acostumbrada a no expresar sus sentimientos. Si bien en el pasado hubo momentos duros de sobrellevar, en general resultaron tolerables, y fáciles de olvidar. Alguna vez tuvo la convicción de que podía controlar sus emociones. Estaba segura de que era posible si aplicaba su esfuerzo y voluntad. Y, ahora que todo resulta imposible, no le queda más que reconocer que lo que habilitaba el control eran sus circunstancias, y no su propio empeño y determinación.

Dobla la carta por la mitad dos veces, la pone en su bolsillo y sale de casa. Es la hora en la que incluso quienes dan paseos nocturnos ya están de vuelta. Unos borrachos fuman frente a un minimercado con las luces encendidas. Sus rostros enrojecidos se iluminan con los faros brillantes de los automóviles que pasan.

Emerge de una callecita estrecha y cruza una avenida de cuatro carriles en dirección a un parque oscuro y desierto. Hasta hace unos años, este lugar fue campo de batalla de bares ruinosos que, iluminados con lamparitas de distintos colores, en espera de clientes dejaban entreabiertas sus puertas corredizas cubiertas con vinilos adhesivos. Lo que se llegaba a entrever era burdo y decadente, un tanto melancólico. Como un puerto en el que atracaba todo lo que la corriente trajera a flote.

Ahora ya no queda rastro alguno de eso.

Hay edificios de departamentos emplazados a intervalos regulares, además de tiendas cuyo interior se aprecia con claridad a través de los vidrios transparentes, y caminos amplios hechos con pulcros bloques de cemento. La gente se mueve de un lado a otro sin recordar el antiguo paisaje y acostumbrada al nuevo panorama. Aunque es cierto que quienes recuerdan lo que era este lugar ya no viven aquí.

Recorre el largo sendero del parque. Se esfuerza por encontrar la calma dentro de la serenidad y las luces apacibles. La primavera se acerca. Se concentra en la estación que la rodea. Cada vez que sopla el viento, se agita sutilmente la sombra proyectada por las hileras de árboles. Las siluetas de las sombras, que en invierno no son más que raquíticas líneas, comienzan ya a recuperar su forma. En los meses venideros seguirán ensanchándose y creciendo.

El paseo a mitad de la noche es, de muchos modos, seguro y beneficioso.

En la claridad diurna todo se revela, y a la gente le gusta fisgonear lo que queda al descubierto. Es solo en plena noche que, con la vista ensombrecida, se adormila hasta la atroz curiosidad. Tras una segunda vuelta al parque a través de los senderos más oscuros, por fin se detiene frente al cesto de basura junto a la entrada. Luego saca la carta bien doblada y la hace pedazos, como si así se deshiciera de los sentimientos que el papel contiene, como si no fuera a permitir que la cimbraran de nuevo.

Al llegar a la calle de su casa, encuentra a dos de sus vecinas en plena trifulca.

—Por Dios, ¿por qué les pones comida justo en las casas de otros? —grita una persona baja y encorvada que está de espaldas.

—Señora, esta no es la puerta de su casa, es la calle. Por aquí pasa la gente —replica otra algo más alta y a quien tampoco puede ver de frente.

—Bueno, entonces, ¿por qué les dejas comida a los gatos en la calle donde pasa la gente? Si tanto te gustan, ponla en tu casa. ¿Por qué tienes que venir a molestar a este barrio?

—¿De qué forma la molesto? Los gatos también necesitan alimento. ¿En qué le afecta que les dé de comer? Usted es la que me molesta a mí.

La voz de una es agresiva y la de la otra, defensiva. Una blande una lanza y la otra un escudo. Ninguna tiene ganas de rendirse.

Se escucha una canción popular que sale de un auto que pasa. La melodía triste y melancólica se va perdiendo poco a poco a medida que el auto se aleja. Haesu se pega a un camión estacionado en un lugar no habilitado. Para llegar a su casa, tendrá que pasar por donde discuten las mujeres y alguna de las dos podría reconocerla. Es posible que hasta le dirijan la palabra, que le pidan que se ponga de su lado, le lancen preguntas o le digan cosas innecesarias. Cosas que no tendría por qué escuchar.

Unos días atrás arremetieron así contra ella en el supermercado.

Sucedió cuando estaba en la sección de productos frescos mirando los carteles que señalaban ofertas de 2 por 1, superdescuentos, rebajas de última hora. Una persona que la había estado mirando de soslayo y se encontraba de pie frente a la mesa del apio y las lechugas, se le acercó.

—¿Acaso no es la doctora Haesu Im? Sí, ¿verdad? Qué sorpresa encontrarla aquí. ¿Vive en este barrio? —preguntó.

La señora llevaba puesto un saco azul y una bolsa amarilla colgada del hombro y, sobre su cabeza, unos enormes lentes de sol que parecían a punto de caerse.

Sin darle tiempo a responder, la miró a los ojos y continuó hablando:

—No sé cómo le caerá lo que le voy a decir, pero la verdad es que no concuerdo en que lo sucedido haya sido totalmente culpa suya. La gente habla sin saber bien de qué está hablando. A la gente solo le gusta discutir. No debería darles importancia.

Haesu soltó una débil sonrisa. O, más bien, se esforzó en hacerlo. Sintió con claridad que los músculos de la cara se tornaban rígidos, como si se le paralizaran.

—La verdad, creo que usted debió tomar medidas más rigurosas cuando comenzó el asedio de los artículos que la criticaban. A esas personas solo es posible cerrarles el pico con mano dura. En cuanto notan un dejo de vacilación, arremeten en su contra. No se puede lidiar con gente así.

La mujer fijó la mirada en la alta pila de lechugas, que más bien parecía una torre. No le quedó más remedio que aguantar. Si no se hubieran caído las de la cima, si no se hubiera derrumbado con estrépito ese cúmulo en forma de pirámide, si no hubiera llegado corriendo un empleado a levantar el pequeño desastre, habría tenido que quedarse ahí de pie escuchando tales descortesías hasta que esa señora decidiera terminar su soliloquio.

—Yo no soy como ellos. No piense que soy de esos chismosos —afirmó la señora trazando una línea entre ella y los demás, eligiendo esas palabras para distinguirse de otras personas que presumen de su honradez y su equidad.

Sin embargo, para Haesu no hay diferencia entre una y los otros, porque ambos la hacen evocar tiempos pasados, porque son la evidencia de que nada se olvida, porque son una advertencia de que su nombre quedará en boca de todos sin importar cuánto tiempo pase. Es posible que solo se trate de su sentimiento de culpa y una tendencia a victimizarse. De cualquier modo, no quiere dejarse arrastrar por las opiniones de los demás. No quiere volver a involucrarse en ese asunto, en nada más.

Al volver la cabeza, una bolita amarilla vuelve a esconderse veloz debajo del camión.

*

Su día a día es muy ordenado.

Se despierta a las ocho de la mañana y hace unos estiramientos ligeros aún acostada en la cama. Se lava los dientes y luego toma un vaso de agua. Después, abre la ventana y escucha la radio mientras toma una taza de café. Por lo general sintoniza un programa basado en historias triviales contadas por los radioescuchas. Desayuna ya tarde, antes de las diez de la mañana, y hace las tareas de la casa hasta el mediodía. Después de esa hora, el tiempo pasa más rápidamente. De pronto dan las dos, luego las tres y, al fin, llega la tarde.

Lo que hace antes de la cena es, más que nada, escribir. Redacta una carta a mano y, en ocasiones, un correo electrónico. Es su labor más importante del día. Comienza con un saludo convencional y luego va colocando palabras que selecciona con mucha cautela, como si fueran un camino de piedras sobre un arroyo, hasta que termina por perder el rumbo entre una avalancha de palabras. Al anochecer, toma la carta sin terminar y sale a dar un paseo. Camina por el parque poco más de una hora y se deshace de ese escrito elaborado con gran esfuerzo y, solo al volver, encuentra el alivio de haber concluido un día más sin contratiempos.

Pasa sus jornadas en calma y en silencio.

Si bien esa es la impresión que da si se la observa desde fuera, su interior es un cristal quebradizo que se rompe de un golpe y no se restaura con facilidad. Lo que alguna vez se dañó, no puede volver a su estado original. Aunque lo sabe bien, no pierde la esperanza de recuperar su antiguo temple.

Es un anhelo imposible. Un deseo inalcanzable.

Quizás aquello que le permite seguir su día a día es que se aferra a esa esperanza.

Una noche, al volver de su paseo, vuelve a ver una figura amarilla que se oculta debajo del camión. Es un gato. La mujer se agacha y mira por debajo del vehículo estacionado. El felino agazapado la mira con ojos resplandecientes.

—Así que tú eres el que ocasiona las peleas entre las vecinas —dice en voz baja estirando una mano.

El gato, encogido, abre un poco la quijada en señal de alerta. Es pequeño. No es un gatito cachorro, pero tampoco es adulto.

—Ven.

Ella inclina la cabeza y estira la mano un poco más. Se escuchan voces que se acercan y se alejan. Dos motos salen de la callecita a toda velocidad, como si estuvieran jugando carreras. El gatito mira el entorno agachando las orejas con temor y sin bajar la guardia.

—Tienes mucho miedo, ¿verdad?

En el momento en que se levanta, el gatito lanza un maullido. La mujer se agacha de nuevo para mirarlo debajo del camión y el animal vuelve a maullar.

Le descubre una herida rojiza en la frente. Es una costra de sangre seca. Con la cabeza totalmente inclinada hacia un lado, la mujer la observa con detenimiento. La escara color granate del tamaño de una moneda ha comenzado a tornarse negruzca y supura por los bordes, donde se ve una secreción blanquecina. Esto no es todo. Una de sus patas delanteras está tan hinchada que parece un tubo. Pero el gato la esconde bajo su cuerpo en cuanto ella se acerca a examinarlo más de cerca.

En el minimercado cercano, la mujer compra leche y una pechuga de pollo cocida para saciar el hambre de la pequeña criatura; o, quizá, para salvarlo del abismo cubierto de colillas, bolsas de plástico y otros muchos tipos de basura; no, mejor dicho, para proyectarse en ese desafortunado ser y volver a dejarse llevar por la victimización.

El animal agazapado debajo del camión le recuerda la cruel realidad a la que ella misma está condenada y su miserable situación. Qué fácil es encontrar en ese gato callejero el reflejo de sus penas y aflicciones, de su llanto y de su ira. Logra la victimización absoluta; una autocompasión sin fin.

Al regresar con los alimentos, el gato ya se ha ido. Lo espera no poco tiempo, pero él no aparece, como si adivinara sus intenciones. La mujer regresa a su casa y guarda en la heladera lo que compró.

*

No se queja de este patrón de vida que ha llevado cerca de un año.

Sin embargo, ignora cuánto más será capaz de seguir viviendo de este modo. Bien sabe que no va con ella esta monotonía. Entiende, mejor que nadie, que no encontrará satisfacción en esta insípida rutina. Esperaba muchas cosas. Había tenido infinidad de sueños. Nunca se habría imaginado que su existencia se reduciría a esto, desprovisto de peculiaridad y sin ningún carácter.

Su vida se ha convertido en cualquier vida. No le extrañaría que, en realidad, se tratara de la historia de otro, pues ella ha dejado de dirigir su curso.

La tarde del día siguiente, lo vuelve a ver. El gato, que asomaba su cabeza debajo del camión, se esconde de inmediato en cuanto la ve acercarse. Ella se pone en cuclillas con cuidado a un lado del camión y saca lo que tiene preparado. Sirve la leche en un vaso de papel y al lado coloca un pedazo de pechuga de pollo.

—Come. Vamos, prueba esto.

Intenta persuadirlo con dulzura, pero el animal ni siquiera se inmuta. No hace más que observar atento, con su ojos brillantes, cada uno de sus movimientos. ¿Será innata esa pertinaz desconfianza hacia el mundo exterior? ¿O ha sido aprendida a la fuerza? Sea como sea, esa cautela vuelve su vida más dura y solitaria. Los pensamientos de la mujer se inclinan, de nuevo, a la autocompasión. Da un paso atrás y se esfuerza en no ser devorada por la melancolía.

El gato demuestra interés sacando la nariz.

—Oiga —le dice alguien.

Al darse vuelta, se encuentra con una niña. Bueno, para ser una niña se la ve bastante grande. Cruza la mirada con la chica mientras evalúa si se trata de una estudiante de primaria o si es de secundaria.

—Si se lo da así en pedazos grandes, no se lo va a poder comer, tiene una boca muy pequeña. ¿Eso es pechuga de pollo? Hace un rato comió alimento para gatos.

—¿Lo conoces?

Cuando la mujer se pone de pie, el cuerpo de la niña le parece relativamente pequeño. La chica se cambia de un hombro al otro una enorme bandolera y da unos ligeros saltitos sin avanzar.

—¿A ese gatito? Claro. Oiga, pero ¿eso no es pechuga de pollo de la que comemos nosotros? No es bueno darles comida de humanos. Como está condimentada, les daña los riñones.

—Ah, ¿en serio? —responde la mujer volviéndose a mirar la carne blanquecina sobre el suelo.

Tan apetitosa se veía sobre el plato, y ahora le parece sospechosa. No sabe si debería levantarla o dejarla ahí. La niña de pronto inclina el torso y se asoma debajo del camión. La enorme bandolera se le cuelga hacia delante y los objetos dentro hacen ruido al moverse.

—Ah, pero esta pechuga sí la puede comer porque no está condimentada. Yo también la como a veces. No tiene gusto a nada —dice la niña y luego se acuclilla.

Enseguida, comienza a rebuscar en su mochila. Sus movimientos son bruscos y repentinos. Se comporta con naturalidad sin que le importe quién esté a su lado. La mujer baja la guardia.

—¿Por qué no le da esto la próxima vez? Le gusta mucho.

—¿Qué es?

—Se llama Churu. Es una golosina para gatos que te deja los dedos hediondos si llegas a tocarla.

Un automóvil mediano pasa por la callecita y hace sonar la bocina. Ambas se pegan al camión lo más que pueden. El rostro de la niña brilla por el sudor y su cuerpo despide un aroma acre. Es un olor a fatiga que emanaría de alguien que no ha parado de moverse en todo el día. La mirada de la mujer se pasea por las medias deportivas, la muñequera en un solo brazo y la cola de caballo firmemente amarrada.

—Lo abre un poco por aquí y presiona para dárselo. Como el gatito no se acerca, coloque un poco sobre el piso.

La mujer toma el Churu que le ofrece la niña. Nunca ha pasado tanto tiempo conversando con alguien de este barrio. No es que no conozca a nadie más, pero incluso esas pocas personas han olvidado ya cómo hablar con ella. Ahora la juzgan y opinan. Quieren darle consejos y orientación, como si disfrutaran manteniéndola encerrada en aquel asunto del pasado.

—Así que esto les gusta a los gatitos. ¿Cuánto te debo? —pregunta hurgando en sus bolsillos.

—No tiene que pagarme —responde la chica de inmediato—. A mí me lo dio una señora. Cuando vuelva a ver al gato, póngale más —insiste y, de pronto, señala debajo del camión.

El gatito ha salido y lame la leche que estaba en el vaso de papel. Se sostiene en tres patas, y balancea la que está lastimada en el aire, en una postura incómoda, pero sin perder el equilibrio. Así atrapa unos instantes sus miradas.

—¿Ve lo hinchada que la tiene? Hace unas semanas estaba aún peor. Ni siquiera podía caminar bien —explica la niña.

Sin quitarles la mirada de encima, el gato vuelve a esconderse debajo del vehículo. La mujer no entiende por qué la niña le cuenta estas cosas ni por qué ella misma conversa así con alguien a quien ve por primera vez. Y, sin embargo, no se mueve de ese sitio.

—Una señora que le da de comer me aseguró que ya está fuera de peligro. Me contó que es más fuerte de lo que la gente piensa y que por eso ha resistido. Me explicó que los gatos callejeros no son como la gente cree, sino que son muy inteligentes y valientes.

A la mujer le agrada lo que escucha. Por debajo del camión, se asoma un poco la cabeza del felino. Ahora que lo ve de nuevo, le parece distinto. Le pregunta a la niña unas cosas más sobre el gatito: cuándo suele aparecer, dónde come y quién le da el alimento, su edad aproximada, cuándo se lastimó y demás. La niña le responde con diligencia. Sin embargo, en cuanto suena su celular, de inmediato se prepara y se despide.

—Ya me tengo que ir.

—Ah, ¿y tu nombre?

—Es Sunmu. Se lo puse yo —responde antes de irse.

La mujer asiente sin más, aunque no le había preguntado el nombre del gato, sino el de ella. Y, cuando la niña ya se ha alejado bastante, a la mujer se le ocurre preguntar algo de pronto:

—¿Sabes por qué se lastimó?

—La gente nunca me cree cuando digo que estoy en tercer grado de primaria. ¡Pero juro que es verdad! —responde la niña sin relación alguna de nuevo.

Al parecer, no escuchó bien la pregunta por el ruido de los autos. Luego, cruza la calle transitada y se pierde detrás del tráfico.

*

Querida Juhyeon:

Te he llamado varias veces, pero parece que estabas ocupada. ¿Cómo te ha ido? Yo me encuentro relativamente bien. Al menos, eso intento y, afortunadamente, sé lo importante que es hacer el esfuerzo.

Supongo que tienes claro que yo estaba muy nerviosa la última vez que nos vimos. No era para menos. No me sentía en mis cabales. Recuerdo que insististe en que todo pasaría pronto, que tenía que soportarlo, que no era necesario que echara leña al fuego.

Aunque era consciente de que lo decías por mi bien, en aquel momento tus consejos me cayeron como un balde de agua fría. Sentía que presagiabas que todo lo que venía sería aún peor. Estaba aterrorizada. Para ocultarlo, no hice sino gritarle e insultar a la persona más cercana a mí.

Me equivoqué. No sé por qué dije esas cosas. Te pregunté si te alegraba que hubiera caído en desgracia. En tono burlón, insinué que disfrutabas verme en ese estado y saqué a colación los tiempos difíciles que pasaste tú. Sí, lo hice para recordarte que tú también habías pasado por un infierno. No entiendo cómo pude comportarme de tal forma.

Me viste despotricar como una desquiciada, y al final te fuiste. ¿Qué habrás pensado en ese momento? Es posible que ese haya sido el instante en que se quebró nuestra relación. Yo no me callé hasta que saliste y se cerró la puerta. No pude seguir hablando porque estallé en llanto. Recuerdo haber llorado sin consuelo por mucho tiempo. Pensaba en lo que había perdido y en lo que iba a perder, mientras me lamentaba por mi vida que caía en picada.

En ese momento, no se me ocurrió que tú eras una de las cosas más importantes que había dejado ir. Lo cierto es que, en aquel entonces, no era siquiera capaz de darme cuenta de eso.

Deja de escribir y vuelve a leer la carta. La repasa una y otra y otra vez hasta reconocer que con esas palabras solo se engaña a sí misma.

¿Lo que busca es recuperar a Juhyeon? ¿Quiere pedirle disculpas? No. Sabe bien que no es nada de eso lo que pretende expresar en realidad. Lo que intenta es defender a su yo de aquel entonces y alegar que se comportó así porque, bajo aquellas circunstancias, no le quedaba más remedio. Por eso, esta carta, de nuevo, es un fracaso.

Por la noche, de regreso del paseo en el que ha desechado ese escrito, deambula cerca del camión donde por lo general se encuentra Sunmu. Después de darle el Churu que la niña le regaló la vez pasada, ha comprado unos cuantos más. Esta vez lleva tres de diferentes ingredientes y sabores.

Nunca se había interesado así por ningún animal.

Durante años se consideró a sí misma una terapeuta muy capaz que trataba, básicamente, a personas. A personas y a las emociones que las dominaban. Como creía que podía controlar a voluntad los sentimientos y los estados de ánimo, se sentía habilitada para ofrecer consejos con total seguridad. En su existencia no había lugar para animales, plantas ni nada que no fuera gente. Su vida estaba colmada, por completo, de lo humano. Pero ¿es posible llamar humana a una vida tal?

La mujer trata de detener esos pensamientos que escapan de su control y mira a su alrededor. Después de un rato, encuentra a Sunmu, que no estaba debajo del camión estacionado en infracción, sino sentado sobre un muro observando desde arriba los coches detenidos.

Tiene la cara del tamaño de un puño, una naricita rosada, orejas puntiagudas y relativamente grandes, y unas patas pequeñas que ocultan unas filosas garras. Su pelaje amarillo comienza en la frente y, como si dibujara un mapa, cubre su espalda hasta abrazar su cola por completo.

No es lo único que ha llegado a saber sobre el gatito.

Saca un Churu de su bolsillo y se acerca con cautela. Sunmu mira a su alrededor como indeciso entre quedarse o huir. Es una buena señal. Incluso después de que la mujer se le acerca bastante, se queda en su sitio.

—¿Quieres una golosina? Mira, es la que te gusta.

La mujer abre el envoltorio por un extremo y exprime el contenido sobre el suelo. Se siente ridícula en esa pose en la que aleja el cuerpo lo más posible y deja los brazos extendidos. Una figura redonda aparece de pronto detrás de Sunmu. Se trata de otro gato, Cami, de pelaje totalmente negro. La mujer saca otro paquete. Sin recelo alguno, Cami se acerca y, tras devorar la golosina, le lanza un maullido a la mujer.

—¿Quieres más?

Cami no desconfía. Comparado con Sunmu, demuestra más candidez e inocencia. ¿Estas características serán un perjuicio o una ayuda para estos seres que viven en las calles? ¿Serán amigos, familia o no tendrán ninguna relación?

Como para ahuyentar esos pensamientos inútiles, saca una golosina más. De nuevo, Cami la devora en un parpadeo. Sunmu los observa inmóvil unos pasos atrás, dispuesto a lanzarse sobre la mujer al más ligero movimiento sospechoso, como si no fuera a tolerar el más mínimo error.

Cami saca su pequeña lengua rosada y se acerca a la mujer. Podría acariciarle la cabeza con solo extender la mano. De pronto, como interponiéndose, Sunmu se cruza. Parece un movimiento protector. No, quizás la mujer lo ha malinterpretado. Sunmu maúlla varias veces tratando de disuadir a su compañero y luego desaparece detrás del muro. Cami mira una vez a la mujer y luego lo sigue.

En vez de volver a casa, la mujer decide caminar un poco más a lo largo del muro.

*

La mujer ha vivido en este barrio por tres años.

—En poco tiempo, este será un vecindario de lindas casas particulares. Aunque hoy en día la mayoría de las construcciones son antiguas, en la otra cuadra han hecho muchísimas remodelaciones. Ya lo verá. El lado de acá también va a mejorar —le aseguró el encargado de la agencia de bienes raíces que visitó cuando llegó por primera vez en busca de una propiedad.