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Diana Palmer

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Beschreibung

Eran duros y fuertes... y los hombres más guapos y dulces de Texas. Diana Palmer nos presenta a estos cowboys de leyenda que cautivarán tu corazón. Coreen y Ted Regan se enamoraron nada más conocerse, pero él se negó a admitir sus sentimientos, y apartó a la joven de sí, echándola prácticamente en brazos de su primo Barry, con quien terminó casándose. El matrimonio acabó siendo un verdadero infierno para la joven, ya que su marido la maltrataba, celoso del amor que ella aún sentía por Ted. Dos años después, Barry, que conducía ebrio, se mató en un accidente de tráfico. Durante todo ese tiempo, Ted había creído las mentiras de su primo sobre cómo el desprecio de Coreen lo había empujaba a la bebida, pero poco a poco iría descubriendo el horror por el que había pasado la joven, al tiempo que tendría que afrontar sus sentimientos.

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 1994 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.

TED, Nº 1457 - septiembre 2012

Título original: Regan’s Pride

Publicada originalmente por Silhouette Books

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-0836-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Capítulo 1

Tras el entierro, Ted Regan se mantuvo alejado del resto de los asistentes, observando fijamente y con desprecio a la joven y esbelta viuda enlutada, de pie junto a un Rolls-Royce negro, mientras recibía las condolencias de unos y otros. Su primo Barry había muerto y aquella mujer era la culpable. No sólo había atormentado a su marido durante dos años, empujándolo a convertirse en un alcohólico, sino que también había dejado que condujera ebrio, matándose al precipitarse su coche por el borde de un puente. Y allí estaba, sin una lágrima en sus ojos.

Su hermana Sandy, tras besar y abrazar a la viuda, se acercó a él para reprenderlo por su actitud.

—Deja de mirarla de ese modo. ¿Es que no tienes sentimientos? —le espetó enfadada.

Ted, de cuarenta años de edad, contaba dieciséis más que su hermana, y su cabello, antaño oscuro como el de ella, se había llenado de prematuras canas, pero, por lo demás, tenía el aspecto de un hombre mucho más joven.

—¿Acaso los tiene ella? —replicó con una sonrisa cínica, dando una larga calada al cigarrillo que tenía entre sus dedos.

—Me prometiste que ibas a dejarlo —le recordó ella.

Ted enarcó una ceja.

—Y te estoy haciendo caso: ya apenas fumo, sólo cuando estoy nervioso o irritado, y siempre en lugares abiertos.

—Eso no basta, recuerda lo que te dijo el médico. Sé que detestas que te sermonee, pero eres mi hermano y me preocupa tu salud.

Ted esbozó una sonrisa amable.

—Está bien, tú ganas. Volveré a intentarlo... a partir de mañana —dijo. Sandy frunció el ceño, pero él había girado la cabeza, y estaba observando de nuevo a la viuda con la misma mirada gélida en sus ojos azules—. La amante esposa... —masculló—. No ha derramado ni una lágrima tras dos años de matrimonio...

—¿Quién eres tú para juzgarla? Nadie puede saber lo que pasa dentro de un matrimonio.

Ted ignoró el reproche y dio otra calada al cigarrillo, escrutando de nuevo el rostro de la viuda.

—¿Y a qué viene el velo entonces? —inquirió a su hermana, señalando con un gesto de la cabeza el sombrero negro con velo que llevaba la mujer—. ¿Acaso teme que la madre de Barry se pregunte por qué sus ojos están secos?

—Eres tan mordaz e insensible que no me extraña que no te hayas casado —lo increpó Sandy disgustada—, y tampoco me extraña que la gente diga que no hay una mujer en todo Texas con valor para hacerte pasar por la vicaría.

—No hay una mujer en todo Texas por la que esté dispuesto a pasar por la vicaría —corrigió él—. Sencillamente no soporto a ninguna.

—Y a Coreen menos que a ninguna —murmuró su hermana, al ver que los ojos de Ted habían vuelto a fijarse en la joven viuda—. Es curioso, hubo un tiempo en que hubiera jurado que te gustaba.

—Tiene veinticuatro años, y yo cuarenta: demasiado joven para mí, aunque hubiera estado interesado en ella.

—¿Sabes, Ted? Te equivocas respecto a Coreen. No es la clase de persona que crees.

—Me parece encomiable que defiendas a tus amigos, Sandy, pero no lograrás convencerme de que esa mujer de ahí está penando por su difunto esposo.

—Siempre la has tratado con la punta del pie —continuó ella sin escucharlo.

Ted se tensó visiblemente.

—Eso es porque siempre estaba atosigándome.

Sandy no contestó a eso.

—¿Irás a la casa después? —le preguntó—. Se hará la lectura del testamento tras el almuerzo.

—Vaya, qué sorpresa, la viuda tiene prisa por saber cuánto dinero le corresponde... —masculló Ted.

—Ha sido idea de la madre de Barry, no suya —le aclaró Sandy irritada.

Ted giró la cabeza y se quedó observando un instante a una mujer delgada y de baja estatura, vestida con un elegante traje negro de diseño.

—¿De la tía Tina?

—Detesta a Coreen tanto o más que tú —dijo Sandy—. Seguro que espera que Barry no le haya dejado un centavo para poder echarla de la casa.

Ted tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó con la suela del zapato.

—¿Acaso te extraña? Coreen mató a su hijo.

—¡Ted!

La fría mirada en los ojos azules de su hermano podría haber cortado un diamante.

—Ella nunca lo amó. Se casó con él sólo porque su padre había muerto y no le había dejado más que deudas. Hasta la casa estaba hipotecada. ¿Y se mostró agradecida al menos con Barry? No, pasó los dos años de su matrimonio haciéndolo sufrir. Más de una vez tuve que ofrecerle un hombro donde llorar a nuestro pobre primo.

—¿Cuándo? —inquirió ella—. No recuerdo que fueras nunca a su casa. Incluso te negaste a ser su padrino en la boda.

Ted apartó la vista.

—Vino a Victoria varias veces a verme por asuntos de negocios, y un día se sinceró conmigo porque ya no aguantaba más. Me lo contó todo acerca de Coreen. Fue ella quien lo empujó a la bebida.

—Eso no puedes probarlo. ¿Y acaso le has pedido a Coreen que te cuente su versión de la historia? —le espetó su hermana—. Es mi amiga, Ted, y no voy a permitirte que la acuses de ese modo. Al menos podrías acercarte a ella y darle tus condolencias.

Ted enarcó una ceja.

—¿Por qué tendría que hacerlo cuando no le importa que su marido esté muerto? Además, las apariencias nunca me han importado. No voy a darle mis condolencias sólo por quedar bien ante ella o ante los demás.

Sandy gruñó desesperada y regresó junto a Coreen. Cuando los asistentes comenzaron a dispersarse, ambas subieron al Rolls Royce negro, y Henry, el chofer, puso el automóvil en marcha, dirigiéndose hacia la enorme casa.

—Ted estaba diciéndote algo acerca de mí, ¿no es cierto? —inquirió Coreen en un tono tenso.

El velo negro del sombrero resaltaba aún más la palidez de su rostro, y había una mirada trágica en sus ojos azules. Sandy asintió en silencio.

—No tienes por qué sentirte culpable por su actitud hacia mí —le dijo la joven viuda—. Conozco a tu hermano desde que íbamos juntas a la universidad, ¿recuerdas? Ted siempre me ha odiado. Es algo que viene incluso de antes de mi matrimonio —añadió.

Sandy sabía que su amiga había estado muy enamorada de su hermano, pero ignoraba que él había sido el catalizador que la había empujado a aquel matrimonio, a una unión que ella jamás había querido.

—Bueno, ya sabes que Ted siempre ha rehuido cualquier clase de compromiso —murmuró, tratando en cierto modo de disculparlo—. Nunca ha ido en serio con nadie.

Coreen asintió con la cabeza.

—Supongo que lo que hizo vuestra madre lo afectó —dijo, porque Sandy le había hablado de su infancia.

—Sí, después de aquello se volvió muy receloso con las mujeres —contestó su amiga, exhalando un suspiro—, aunque, ¿sabes?, durante un tiempo estuve convencida de que sentía algo por ti —añadió, mirando a Coreen por el rabillo del ojo, curiosa por ver su reacción.

Sin embargo, el rostro de la joven viuda no dejó entrever emoción alguna. Durante aquellos dos años había aprendido muy bien a ocultar sus sentimientos, porque su marido siempre había aprovechado el más mínimo signo de debilidad o vulnerabilidad para atacarla. Un día, durante la primera semana después de la boda, había cometido el error de mencionar a Ted en presencia de Barry, sin darse cuenta de que el solo matiz en su voz al pronunciar su nombre había delatado que aún seguía amándolo. Esa noche Barry volvió a casa borracho y le dio una paliza. Pero, de eso, nadie sabía nada.

—¿Por qué ha insistido Tina en que el testamento se lea tan pronto? —le preguntó Sandy, arrancándola de tan amargos recuerdos.

Los largos dedos de Coreen se aferraron al bolso negro que tenía sobre las rodillas.

—Porque está segura de que Barry se lo ha dejado todo a ella, incluida la casa —contestó—. Ya sabes cómo se opuso siempre a nuestro matrimonio. Si la hizo beneficiaria única, me echará a la calle antes de que anochezca. Y apuesto a que lo hizo —murmuró con la mirada vidriada—: me daba cien dólares a la semana, y con eso tenía que arreglármelas para hacer la compra y pagar las facturas.

Su amiga alzó el rostro hacia ella, sobrecogida por aquella revelación, y de pronto se fijó en que el vestido que llevaba Coreen no era precisamente nuevo. Sabía que no había sido precisamente feliz en su matrimonio, pero nunca había tenido a Barry por uno de esos avaros que daban con cuentagotas el dinero a sus esposas. Después de todo, sin saberlo, tal vez no había andado muy desencaminada al decirle a Ted aquello de que no podía saber lo que había ocurrido dentro del matrimonio de su primo y Coreen.

—Sólo tengo los vestidos que me compré antes de casarme —le dijo Coreen, adivinando lo que estaba pensado, y evitando su mirada—, pero no me importó —se apresuró a añadir—, me las apañé con lo que tenía. Nunca he necesitado demasiado.

Sin embargo, a pesar de esa aseveración, lo único en lo que podía pensar Sandy era que su tía había acudido al entierro con un vestido de diseño exclusivo, mientras que Coreen llevaba uno que no aguantaría otra temporada.

—Pero, ¿por qué?, ¿por qué te hacía eso? —inquirió indignada.

Coreen sonrió con tristeza.

—No te preocupes. Aunque me haya dejado sin un centavo, no me derrumbaré. Buscaré un trabajo. Me las arreglaré como sea.

—Pero no puede haber sido tan cruel, tiene que haberte dejado algo...

La joven viuda meneó la cabeza.

—Sandy, Barry me odiaba, ¿es que nunca te diste cuenta? Estaba acostumbrado a que las mujeres se le echasen encima, y no podía soportar la idea de ser la segunda opción de nadie —le dijo—. Pero todo ha acabado... ha acabado... —murmuró más para sí que para su amiga—. Oh, Sandy, me siento tan avergonzada...

—¿Avergonzada de qué? —inquirió la otra joven, que no terminaba de comprender sus palabras.

—Del alivio que siento —respondió Coreen en un susurro apenas audible, como temerosa de que el coche tuviera oídos—. ¡Se ha acabado!, ¡al fin se ha acabado! Y no me importa que la gente crea que yo lo maté —concluyó estremeciéndose.

A Sandy le picaba la curiosidad, pero no quiso presionarla. Coreen se lo contaría algún día, cuando se sintiese preparada para hacerlo. Durante aquellos dos años apenas había tenido contacto con ella, ya que Coreen siempre le decía que no podía recibirla, que a Barry lo ponían de mal humor las visitas, pero Sandy siempre le había quitado importancia, diciéndose que se debería a que era exageradamente posesivo, que no quería que su esposa prestara atención a otras personas.

—Bueno, ahora podremos quedar de vez en cuando sin tener que hacerlo a escondidas —le dijo Sandy.

Coreen alzó los ojos preocupada hacia los de su amiga.

—¿No le habrás contado a Ted que teníamos que vernos así?

—No, nunca se lo conté —fue la contestación de Sandy—. De hecho... —murmuró vacilante—, de hecho me cortaba cada vez que intentaba hablarle de ti.

Los delgados hombros de Coreen se relajaron, y giró el rostro hacia la ventanilla.

—Ya veo.

—¿Qué es lo que ves? —masculló Sandy irritada ante esa resignación—. Yo... ¡no es justo lo que está haciendo contigo! No lo comprendo, Coreen, no entiendo por qué se comporta así. Su actitud hoy durante el entierro me ha avergonzado.

—Apreciaba a Barry —contestó la viuda sin mirarla.

Barry había tenido engañado a todo el mundo, así que, ¿por qué iba a haber sido el hermano de Sandy una excepción? No, Ted no tenía ni idea de lo que su primo la había hecho pasar.

El vehículo se había detenido, y el chófer les abrió la puerta.

—Gracias, Henry —murmuró Coreen, tomando la mano que le ofrecía para ayudarla a bajar.

Henry pasaba ya de los cincuenta, y era un militar retirado, fornido y de corto cabello canoso, que llevaba años trabajando para Barry. Nadie lo sabía, pero le debía su vida a aquel hombre.

—No hay de qué, señora Tarleton —respondió el chófer suavemente.

Sandy entró en la casa con Coreen, observando extrañada que no saliera a recibirlas criada alguna, ni cocinera, ni mayordomo... lo cual era en verdad bastante raro, dado que la vivienda tenía un total de ocho habitaciones, casi el mismo número de cuartos de baños, y que Barry había ganado una fortuna con sus negocios.

—Barry despidió a todo el servicio al poco de casarnos —le dijo Coreen al advertir su asombro—, a todos excepto a Henry —añadió mientras se quitaba el sombrero y lo dejaba sobre una mesita—. No le gustaba que la gente lo viera conducir su propio coche.

Se quitó también la chaqueta y, al hacerlo, una de las mangas del vestido se le levantó un poco, dejando por un instante al descubierto la marca de un cardenal en el antebrazo. Casi había desaparecido, observó mentalmente Sandy, que recordaba lo amoratado que lo había tenido el día que se lo hizo; de los cardenales del rostro ya no quedaba ni huella.

De aquello hacía algo más de una semana. Se había presentado en Javcobsville sin avisar para darle una sorpresa a Coreen, pero al llegar a la casa nadie había contestado al timbre. Extrañada, fue a preguntarle a la vecina si sabía si el señor y la señora Tarleton habían salido. La mujer le dijo que estaban en el hospital, que parecía ser que ella había tenido un accidente.

Sandy se había ido corriendo al hospital, pero al llegar allí, comprobó para su alivio, aunque la encontró llena de moraduras y con un esguince en el tobillo, que no había sido nada grave. Barry le explicó que Coreen había estado practicando ala delta, y que había tenido una caída un tanto aparatosa. Sandy sabía que su amiga era aficionada a ese deporte desde sus días de universidad, pero sus compañeros siempre habían dicho que era una verdadera maestra, así que parecía extraño que se hubiera descuidado de ese modo. «Es que se levantaron unas rachas de viento muy fuertes de repente, y no tuvo tiempo de reaccionar», le explicó Barry cuando ella hizo ese comentario, «¿No es verdad, cariño?», había dicho volviéndose a Coreen. Y ella había asentido.

—Siéntate, haré un poco de café —le dijo su amiga, sacándola de sus pensamientos.

—Oh, no, ni hablar, lo haré yo —se apresuró a replicar Sandy—. Eres tú quien necesitas que se ocupen de ti. ¿Has podido dormir algo esta noche?

Coreen meneó la cabeza.

—No dejo de tener pesadillas —le confesó frotándose la frente mientras tomaba asiento en uno de los sofás del salón.

—¿Y esas pastillas que te dio el médico para dormir?

—Me da miedo empezar a tomarlas y no poder pasar sin ellas.

—Tonterías, no te ocurrirá nada por tomar una o dos. Además...

Pero Sandy no terminó la frase porque en ese momento se abrió y se cerró la puerta principal. Sólo una persona se consideraba con la libertad de entrar sin llamar al timbre. Oyeron pasos acercarse desde el vestíbulo, y al cabo apareció Ted, aflojándose la corbata. No llevaba su sombrero vaquero, y con aquel traje oscuro tan elegante no parecía el mismo.

—Estaba a punto de hacer café —le dijo su hermana, lanzándole una mirada de advertencia para que no fustigase a Coreen—. ¿Quieres una taza?

—Sí, por favor.

—Coreen, ¿quieres que prepare algo para almorzar? —se ofreció su amiga.

—La verdad es que no hay demasiado en la nevera, ni en la alacena —respondió la otra joven.

—Tranquila, veré qué puedo hacer —sonrió Sandy y se fue a la cocina, mordiéndose la lengua para no mencionar la poca consideración de los vecinos. No quería incomodar a Coreen.

Era tradición en las zonas rurales llevar comida preparada a quienes habían tenido un fallecimiento en la familia, y la de Jacobsville era una comunidad muy unida.

Ted, sin embargo, no era tan considerado como su hermana y, en cuanto ésta hubo desaparecido, puso el dedo en la llaga:

—¿Cómo es que nadie te ha traído comida? —le preguntó con aspereza a la joven viuda, esbozando una sonrisa cruel mientras tomaba asiento frente a ella—. ¿Es que los vecinos también creen que mataste a tu marido?

Coreen sintió náuseas en la boca del estómago, pero tragó saliva y alzó sus ojos azules hacia él.

—Nunca tuvimos una relación estrecha con ningún vecino. Barry decía que si les dábamos confianza acabaríamos teniéndolos en la casa todo el tiempo. Nunca le gustó la gente.

—Y a ti nunca te gustó él —masculló Ted con puro veneno en la voz—. Me lo contó todo sobre ti, Coreen, todo.

La joven no tenía que preguntarle para imaginar qué clase de mentiras le habría contado, como que era frígida y lo había rechazado desde que se habían casado. Cerró los ojos y se frotó la frente, donde se estaba formando el principio de un dolor de cabeza.

—¿No tienes un negocio que atender? —le espetó—, ¿varios, de hecho?

Ted cruzó una pierna sobre la otra.

—Mi primo ha muerto, y he venido a su entierro.

—Pues el entierro ya ha terminado —le respondió ella cortante.

—Y supongo que ya debes estar imaginándote con los millones de Barry en tu bolsillo. Pues yo que tú no contaría aún las ganancias: todavía no se ha leído el testamento. Tina ya viene hacia aquí.

—Espoleada por ti, sin duda.

Ted enarcó las cejas.

—No necesita que nadie la espolee.

Coreen se puso de pie. El dolor y el tormento de aquellos dos años la estaban corroyendo por dentro como el ácido.

—Yo no maté a Barry.

Ted también se levantó.

—Dejaste que se subiera a un coche y que condujera cuando había bebido. Sí, Coreen —añadió asintiendo con la cabeza ante la mirada de estupefacción de la joven—, las noticias se extienden como la pólvora en las pequeñas localidades como Jacobsville. Sandy y yo hemos vuelto a instalarnos en el rancho, y la gente dice que en la fiesta de los Ballenger, anteayer, Barry te pidió que lo llevases a casa, y tú te negaste, así que se marchó solo y salió disparado por el borde de un puente.

De modo que así era cómo las malas lenguas habían tergiversado los hechos... Coreen se quedó mirando a Ted, pero no dijo nada. Sandy no le había dicho que habían vuelto a Jacobsville para quedarse. ¿Cómo iba a soportar tener que vivir en la misma ciudad que Ted?

—¿No te defiendes? —la retó burlón—. ¿No vas a buscar ninguna excusa?

—¿De qué serviría? —le contestó ella cansada—. Tú ya me has condenado, igual que los demás.

Ted caminó por el salón, deteniéndose junto a una estantería, y se giró hacia ella.

—Barry me escribió hace un par de semanas —le dijo de repente—. En su carta decía que había cambiado el testamento, y que me mencionaba en él. ¿No lo sabías?

No, Coreen no lo sabía, lo único que Barry le había dicho era que lo había cambiado, pero desconocía su contenido.

—Imagino que también mencionará a Tina —continuó Ted, acercándose a ella y mirándola fijamente.

Había una sonrisa tan engreída en sus labios, que las manos de la joven se cerraron, clavándose las uñas en las palmas para contener la ira que se estaba apoderando de ella. Estaba harta, harta del incesante aguijoneo de Ted. ¿Por qué tenía que soportarlo después del infierno por el que había pasado?

—Márchate, por favor —le rogó desesperada—. Márchate...

Ted se había detenido apenas un metro frente a ella, y Coreen no estaba segura de poder contener mucho más tiempo las lágrimas que se estaban agolpando en sus ojos. Bajando el rostro para que no pudiera ver la angustia en él, trató de pasar por su lado para huir escaleras arriba, pero tropezó con el borde de la alfombra, y estuvo a punto de caer de bruces al suelo cuando Ted, en un acto reflejo, dio un paso adelante y la sostuvo, quedando la joven atrapada en un inesperado abrazo.

Años atrás le habría parecido un sueño encontrarse entre los fuertes brazos de Ted Regan, pero después de su matrimonio con un hombre que la había maltratado, aquel contacto provocó miedo en Coreen.

—¡Déjame!, ¡suéltame...! —gimió zafándose y echándose atrás. Se dejó caer sobre el sofá y rompió en amargos sollozos, ocultando el rostro entre las manos.

Ted, que no se había esperado esa reacción, se quedó mirándola estupefacto, sintiéndose mal por haberla puesto en ese estado, pero se dijo que si lloraba era porque se sabía culpable.

De mala gana se sacó un pañuelo del bolsillo y lo puso en las manos de la joven.

—Sécate esas lágrimas de cocodrilo —le ordenó malhumorado.

Justo en ese momento regresaba Sandy, con una bandeja cargada con un plato de sándwiches, café, y algo de fruta pelada y cortada.

Al ver el rostro lloroso de Coreen y sus ojos enrojecidos, lanzó una mirada fulminante a su hermano, pero éste no se dio por aludido.

—Vamos, Corrie, come un poco, te vendrá bien —le dijo a su amiga mientras depositaba la bandeja sobre la mesita baja entre los sofás enfrentados.

Ted volvió a sentarse, observando cómo Sandy servía el café y le daba una taza a su amiga.

—Tina me ha dicho durante el entierro que está alojada en un motel —comentó, sin dar tregua a Coreen—. ¿No hay sitio para ella en la casa de su propio hijo?

La joven, que había recobrado la compostura, lo miró brevemente antes de responder con aspereza:

—Le ofrecí que se viniese aquí estos dos días, hasta que regresara a Houston, pero se negó.

Ted bajó la vista a la taza de café que su hermana le estaba pasando en ese momento.

—Cuando todo esto haya acabado, deberías marcharte un par de semanas a un lugar tranquilo —le dijo Sandy a Coreen—, a la costa, por ejemplo. Ahora es temporada baja y no habrá nadie.

—Sí, ¿por qué no? —intervino de nuevo Ted, en el mismo tono sarcástico—, cuando hayas cobrado el dinero podrás permitírtelo. Podrás irte a Montecarlo, o a Las Bahamas, o...

—¡Ya basta! —gritó Coreen fuera de sí, los ojos como platos en su rostro pálido—. ¡Deja de atormentarme!

—¡Ted, por favor! —intercedió Sandy por ella.

El ruido de un coche deteniéndose frente a la casa atrajo la atención de Ted, que se levantó y fue a abrir la puerta.

—No lo soporto más, no lo soporto... —balbució Coreen, dejando con manos temblorosas la taza sobre la mesita—. ¿Por qué me hace esto?, ¿por qué...?

Sandy peinó el corto cabello castaño de su amiga con los dedos.

—Creo que es por algo que Barry le contó —murmuró contrayendo el rostro y meneando la cabeza—, pero no sé qué pudo ser. Antes, en el cementerio, me dijo que durante estos dos años había visto a Barry a menudo, y que él le había contado cosas acerca de ti.

Coreen dejó escapar una risa amarga.