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Solo bajo sus condiciones El millonario Quinn Sullivan estaba a punto de conseguir la empresa de su enemigo. Solo tenía que casarse con la hija menor de su rival. Sin embargo, cuando Kira Murray le rogó que no sedujera a su hermana, Quinn se sintió intrigado. Por fin una mujer que se atrevía a desafiarlo, una mujer que le provocaba sentimientos mucho más intensos que los que albergaba por su prometida. Ahora el magnate tenía un nuevo plan: se olvidaría de la boda… pero solo por un precio que la encantadora Kira debía pagar de buena gana.
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Seitenzahl: 165
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Ann Major. Todos los derechos reservados.
TÉRMINOS DE COMPROMISO, N.º 1854 - mayo 2012
Título original: Terms of Engagement
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0107-3
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Toda mala obra es castigada.
Kira se preguntó cuándo iba a aprender.
Con la suerte que tenía, nunca.
De modo que ahí estaba, sentada en el despacho del multimillonario del petróleo Quinn Sullivan, demasiado nerviosa para concentrarse en la revista que ojeaba mientras esperaba comprobar si él tendría tiempo para una mujer a la que, probablemente, consideraba otra adversaria a la que había que aplastar en su búsqueda de venganza.
Hombre arrogante y horrible.
Si no le concedía audiencia, ¿tendría la oportunidad de hacer que cambiara de parecer acerca de destruir la empresa familiar Murray Oil y obligar a su hermana Jaycee a casarse?
Un hombre tan vengativo como para mantener un agravio contra su padre durante veinte años, no podía tener corazón.
Cerró las manos con fuerza. Cuando el hombre que tenía frente a ella se puso a mirarla fijamente, se ordenó parar. Bajó los ojos a la revista y fingió que leía un aburrido artículo sobre superpetroleros.
Unos tacones altos resonaron el mármol e hicieron que alzara la vista con pánico.
–Señorita Murray, lo siento mucho. Estaba equivocada.
El señor Sullivan sigue aquí –comentó la elegante secretaria con sorpresa–. De hecho, la verá ahora.
–¿Sí? –Kira graznó–. ¿Ahora?
La sonrisa de la otra mujer fue de un blanco reluciente.
Kira sentía la boca seca como papel de lija. Para evitar los temblores que intuía que tendría, se levantó de un salto y, con el movimiento, tiró la revista al suelo.
Había estado esperando que Quinn se negara a verla. Un deseo ridículo cuando había ido con el deseo expreso de conocerlo al fin formalmente y manifestarse con claridad.
Sí, en una ocasión se había cruzado con él de manera improvisada. Justo después de que anunciara que quería casarse con una de las hijas Murray para hacer que la absorción de Murray Oil fuera menos hostil. Su padre había sugerido a Jaycee, y Kira no pudo evitar pensar que se debía a que era la hija favorita y la más atractiva. Como siempre, Jaycee había acatado los deseos de su padre, de modo que Quinn se había presentado en el rancho a sellar el trato con una cena de celebración.
Había llegado tarde. Un hombre tan rico y arrogante probablemente se consideraba con derecho a regirse por su propio horario.
Herida por el comentario poco amable de su madre acerca de su indumentaria nada más llegar a casa: «¿Vaqueros y una camiseta rota? ¿Cómo puedes pensar que eso es adecuado para conocer a un hombre tan importante para el bienestar de esta familia?», Kira se había largado. No había tenido tiempo de cambiarse después de la crisis en el restaurante de su mejor amiga, donde trabajaba temporalmente de camarera al tiempo que buscaba un puesto de conservadora de un museo. Como su madre siempre hacía oídos sordos a sus excusas, en vez de ofrecerle una explicación, había decidido pasear a los perros de caza de su padre mientras curaba sus sentimientos heridos.
Mientras los perros alborozados prácticamente la habían estado arrastrando por el camino de grava, había tenido en los ojos el sol rojo y brillante que se ponía. Cegada, no había visto ni oído el Aston Martin plateado de Quinn que en ese instante tomaba la curva. Pisando los frenos, él la había esquivado con holgura y Kira había tropezado con los perros, cayendo en un charco de barro.
Con ladridos estridentes, los perros habían corrido de vuelta a la casa, dejándola a solas con Quinn mientras de su barbilla chorreaba agua fría y sucia.
Quinn se había bajado del coche y se había acercado con sus caros mocasines italianos mientras ella se ponía de pie. Durante largo rato la había inspeccionado con detenimiento. Luego, indiferente a su cara manchada, a los dientes que le castañeteaban y a sus prendas embarradas, la había abrazado contra el cuerpo duro y grande.
–Dime que estás bien.
Era muy alto para ella y tenía los hombros anchos. Sus ojos azules enfadados la habían quemado; sus dedos como prensas le habían atenazado el codo. A pesar de sus emociones exacerbadas, le había gustado estar en sus brazos… le había gustado demasiado.
–Maldita sea, no te he golpeado, ¿verdad? Bueno, di algo, ¿por qué estás callada?
–¿Cómo voy a poder hablar… si no paras de gritar?
–¿Estás bien, entonces? –preguntó, aflojando la presión de sus manos.
Había suavizado la voz a un sonido ronco tan inesperadamente hermoso que tembló. En esa ocasión vio preocupación en la dura expresión de él.
¿Había sucedido en aquel momento? Sé sincera, Kira, al menos contigo misma. Ese fue el instante en que se formó una atracción inapropiada con el futuro novio de tu hermana, un hombre cuyo objetivo principal en la vida es destruir a tu familia.
Él lucía unos vaqueros viejos y una camisa blanca remangada hasta los codos. La ropa que en ella parecía desaliñada, hacía que él tuviera un atractivo devastador y agreste. Sobre un brazo llevaba una chaqueta de cachemira.
Le habían encantado su pelo negro y sus pómulos marcados. ¿A qué mujer no? Su piel estaba bronceada y exudaba un aura peligrosa de sensualidad que estuvo a punto de carbonizarla.
Aturdida por la caída y por el hecho de que el enemigo era un hombre tan apuesto y peligroso que seguía manteniéndola casi pegada a él al tiempo que la miraba con ojos ardientes, respiraba de forma jadeante.
–Te he preguntado si estás bien.
–Lo estaba… hasta que me agarraste –la voz le sonó trémula y extrañamente tímida–. ¡Me estás haciendo daño! –mintió para que la soltara, a pesar de que una parte de ella no quería que lo hiciera.
Entrecerró los ojos con suspicacia.
–Lo siento –había dicho, otra vez con tono duro–. ¿Y quién diablos eres, en cualquier caso? –demandó.
–Nadie importante.
–Aguarda… –enarcó las cejas oscuras–, he visto tus fotos… Eres la hermana mayor. La camarera.
–Sólo temporalmente. Hasta que consiga un trabajo nuevo como conservadora.
–Claro. Te despidieron.
–De modo que has oído la versión de mi padre.
La verdad es que mi opinión profesional no era tan importante para el director del museo como me habría gustado, pero me dejaron ir debido a las limitaciones del presupuesto.
–Tu hermana habla muy bien de ti.
–A veces creo que es la única que lo hace en esta familia.
Asintiendo como si lo entendiera, le pasó la chaqueta por los hombros.
–Quería conocerte. Estás temblando. Lo menos que puedo hacer es ofrecerte mi chaqueta y llevarte de vuelta a la casa.
El corazón le latía con fuerza y se sentía avergonzada de estar llena de barro.
–Estoy demasiado manchada –repuso, ya que no confiaba en sí misma para pasar un segundo más con un hombre tan peligroso.
–¿Crees que eso me importa? Podría haberte matado.
–Pero no lo hiciste. Así que olvidemos el asunto.
–¡Imposible! Y ahora, ponte mi chaqueta.
Se pasó la chaqueta por los hombros, giró en redondo y lo dejó. Mientras avanzaba con rapidez a través del bosque en dirección a la casa, se dijo que no había pasado nada.
Al llegar, la sorprendió ver que la esperaba en el exterior mientras sujetaba a sus estridentes perros. Se ruborizó mientras él le entregaba las correas enmarañadas, de nuevo había vuelto a usar como excusa la ropa embarrada para entrar y evitar la cena, momento en que su padre anunciaría de manera formal la boda de Quinn con su hermana.
Y a pesar de que lo único que lo movía a él era el deseo de venganza contra sus seres más queridos, la razón por la que no había podido compartir mesa con Quinn era la atracción que le había despertado. ¿Cómo soportar semejante cena cuando con sólo mirarlo se le encendía la piel?
Semanas después de aquel encuentro fortuito, esa atracción había seguido obsesionándola y causándole un dolor culpable. Pensaba constantemente en él.
En ese momento, recogió la revista que había tirado y la depositó con cuidado en la mesita. Luego respiró hondo, aunque no le calmó los nervios.
Al volverse, la secretaria le dijo:
–Sígame.
Kira tragó saliva. Había postergado esa entrevista hasta el último momento debido a que había tratado de trazar un plan para enfrentarse a un hombre tan poderoso, dictatorial y, sí, peligrosamente sexy como Quinn Sullivan.
Pero no se había presentado con un plan. ¿Es que alguna vez tenía uno? Estaría en desventaja, ya que Sullivan lo planeaba todo hasta el último detalle.
La sala de espera de Quinn con sus sillones de suave piel y sus frisos de madera apestaba a dinero. El pasillo largo, decorado con cuadros de intensas manchas de color minimalistas, conducía a lo que probablemente sería un despacho de opulencia obscena. Pero a pesar de su deseo de que le desagradara todo acerca de ese hombre, admiró el arte y deseó poder detenerse para estudiar algunas de las obras. Eran elegantes, refinadas e interesantes. Se preguntó si las habría elegido él en persona.
Probablemente, no. Era un arrogante ostentoso.
Después de aquel primer encuentro, lo había investigado. Parecía creer que su padre se había beneficiado en exceso al comprar la participación del padre de Quinn de la empresa que compartían a partes iguales. Además, culpaba a su padre por el suicidio del suyo… siempre que hubiera sido suicidio.
Quinn, que había conocido las penurias físicas tras la muerte de su padre, estaba decidido a compensar aquellas tempranas privaciones viviendo con opulencia; y jamás asistía a una fiesta sin llevar del brazo a una belleza, incluso más deslumbrante que su secretaria.
Era un respetado coleccionista de arte. En varias entrevistas había dejado claro que nadie volvería a menospreciarlo jamás. Ni en los negocios ni en su vida personal. Era el rey de su reino.
También había descubierto que justo cuando una mujer podía creer que significaba algo para él, la dejaría y se pondría a salir con otra rubia que siempre era más hermosa que la que acababa de abandonar. Había habido una mujer, también rubia, que lo había dejado a él hacía aproximadamente un año, una tal Cristina. Aunque la prensa no se había demorado en olvidarla cuando él había reanudado su caza de bellezas con la misma despreocupación de siempre.
Por lo que Kira había podido deducir, su vida se centraba en ganar, no en que alguien pudiera importarle. Ese era el único objetivo de que se rodeara de las mansiones, los coches, los yates, las colecciones de arte y las bellezas despampanantes. No albergaba ninguna ilusión sobre cómo sería su matrimonio con Jaycee.
No tenía intención de ser un marido fiel con su hermosa y rubia hermana. Si su adorada Jaycee no fuera vital en los planes de venganza que él tramaba, hasta podría haber sentido algo de pena por la maldición de tener un corazón tan negro.
A Kira no se le daba bien la planificación ni la combatividad, dos razones importantes por las que no avanzaba en su carrera. Y Quinn era la última persona en la Tierra a la que quería enfrentarse. Pero lo primordial era cuidar de Jaycee, como había hecho desde que su hermana naciera.
Desde luego, su primer paso había sido suplicarle a su padre que cambiara de idea acerca de utilizar a su hermana para allanar un trato de negocios, pero aquel se había mostrado pertinaz sobre los beneficios de dicho matrimonio. No entendía la rentabilidad de la adquisición hostil de Murray Oil, pero su padre parecía pensar que Quinn sería un presidente brillante. Sus padres habían dicho que si Jaycee no se casaba con Quinn según lo pactado, las condiciones de este serían mucho más onerosas. A pesar de que el padre de Quinn había sido un copropietario, aquel era considerado como un hombre con una venganza personal contra los Murray y Murray Oil.
Desde la muerte de su padre, los rumores acerca de la hostilidad que le inspiraba todo lo relacionado con los Murray habían sido ampliamente divulgados por la prensa. Sólo si se casaba con Jaycee todos pensarían que al fin se había alcanzado la paz entre las dos familias y la empresa estaría a salvo en sus manos.
Por eso se hallaba allí.
Estaba decidida a evitar que se casara con Jaycee, aunque aún no sabía cómo. Y cuando sintió un vestigio de pánico, se recordó que, con o sin plan, ya no podía dar marcha atrás.
Cuando su secretaria empujó la puerta del despacho de Quinn, el tono profundo y rico de la voz asombrosamente hermosa de ese hombre la recorrieron como si fueran música. Se le aflojaron las rodillas y se detuvo en seco.
Oh, no. Volvía a suceder.
Desde que había hablado con él por primera vez había sabido que era carismático, pero había contado con su nuevo conocimiento del carácter despreciable que tenía para que la protegiera. Esa voz de barítono le causó un hormigueo en sus partes más secretas y femeninas y supo que seguía siendo tan vulnerable a él como antes.
Sin querer centrarse en el palpitar de sus pezones y en su pulso desbocado, respiró hondo antes de atreverse a mirarlo. Se le veía relajado detrás del escritorio, con esa espalda enorme hacia ella mientras se reclinaba en el sillón con un auricular apoyado contra una oreja.
Notó que en la mesa había una foto enmarcada en plata de su padre. Con los ojos azules intensos, el pelo negro y las facciones muy marcadas y bronceadas, padre e hijo se parecían mucho. Sabía que ambos habían sido atletas en la universidad.
–Te dije que compraras, Habib –ordenó con brusquedad con esa voz demasiado hermosa–. ¿Qué hay que discutir? Hazlo –concluyó la llamada.
Al menos era tan grosero como lo recordaba. Sin importar esa profunda voz de barítono, sería fácil odiarlo.
Su secretaria tosió para hacerle saber que estaban en la puerta.
Ceñudo, Quinn giró en el enorme sillón negro de piel, pero en el momento en que vio a Kira, se quedó quieto.
Con un gesto de la cabeza despidió a su secretaria.
Sus penetrantes ojos la golpearon de lleno y la encendieron… igual que en el pasado.
Con una sola mirada el hombre la hechizaba.
Cuando las comisuras de sus labios se alzaron, el mundo de Kira se movió como lo había hecho aquella primera noche… y ni siquiera la había tocado.
Se lo veía tan arrebatadoramente apuesto como siempre… e igual de duro, cínico e indomable, incluso en ese despacho ordenado con su secretaria haciendo guardia.
No obstante, durante un instante a Kira le pareció captar un dolor turbulento y añoranza mezclados con el inesperado placer de verla.
La recordaba.
Pero con la misma celeridad con que apareció, se desvaneció, y sus facciones atractivas recuperaron la expresión dura y despiadada que él quería que viera la gente.
Sin embargo, el reconocimiento ya se había establecido.
Era como si cada uno hubiera visto en el alma del otro, como si hubiera percibido los anhelos secretos.
Ella quería que su familia, que la consideraba difícil e irritante, la quisiera y aceptara por sí misma, como hacía con su hermana.
Él anhelaba lo que la venganza y el éxito exterior habían fallado en satisfacer. ¿Qué sería? ¿Qué faltaría en su vida disciplinada, ostentosa y materialista?
¿Se sentía tan atraído por ella como ella por él?
Imposible.
Entonces, ¿cómo podía ser el único hombre que alguna vez la había hecho sentir menos sola en el universo?
Se dijo que no tenía derecho a abrirle de esa manera el corazón y despertar semejantes anhelos.
Él ladeó la cabeza y la estudió ceñudo.
–Te debo una disculpa por la última vez que nos vimos –comentó con parsimonia–. Estaba nervioso por la absorción y el compromiso y por causaros una buena impresión a ti y a tu familia. Fui demasiado duro contigo. Unos centímetros más… y podría haberte matado. Tuve miedo, y eso me enfadó.
–No me debes nada –respondió con frialdad.
–No te culpo en absoluto por evitarme todas estas semanas. Probablemente, te pegué un susto de muerte.
–No te he estado evitando. En realidad, no –murmuró, sin conseguir no ruborizarse al pensar en todas las cenas familiares a las que no había asistido al saber que él estaría presente–. Estuve ocupada.
–¿Sirviendo mesas?
–¡Sí! Estoy ayudando a Betty, mi mejor amiga, mientras hago entrevistas para puestos en museos.
Abrir un restaurante en el Paseo del Río San Antonio era el sueño de ella. El local empezó a funcionar bien mucho antes de lo esperado, por lo que me ofreció un trabajo. Como ya había hecho de camarera un verano entre semestres de la universidad, poseía cierta experiencia.
Él sonrió.
–Me gusta que ayudes a tu amiga a cumplir su sueño, a pesar de que tu carrera está parada. Es un bonito gesto.
–Crecimos juntas. Betty era la hija de nuestra ama de llaves. Al crecer, mi madre esperaba que yo dejara atrás esa amistad mientras mi padre la ayudaba a conseguir una beca.
–Me gusta que seas generosa y leal –titubeó–. Las fotos no te hacen justicia. Ni mi recuerdo de ti.
–Quizá porque la última vez que te vi estaba bañada en barro.
Él sonrió.
–Sin embargo, trabajar de camarera parece una ocupación extraña para una conservadora de museos, aunque se trate de algo temporal. Estudiaste Historia del Arte en Princeton y completaste tus estudios con un puesto de becaria en el Museo Metropolitano de Arte. Tengo entendido que te graduaste con honores.
–¿Ha sido mi padre, que tiene la costumbre de hablar demasiado, quien te ha contado mi historia vital?
Durante largo rato, Quinn no confirmó ni negó la acusación.
–Y bien, ¿es esa la fuente de tu información? –repitió ella.
–Si habló de ti, fue porque yo sentía curiosidad y pregunté.
Frunció el ceño al imaginar a sus padres quejándose de sus decepciones desde Princeton durante todas esas cenas familiares a las que no había asistido.
–¿Te dijo que tuve enfrentamientos con un par de directores de museo porque lo querían controlar todo?
–No exactamente.
–Apuesto que no. Se pone del lado del jefe porque es igual de arrogante y despótico. Por desgracia, una noche, después de terminar el montaje de una nueva exposición, estando extenuada, el director se puso a dudar de mis decisiones sobre cosas que ya había autorizado. Y yo cometí el error de decirle lo que de verdad pensaba. Cuando hubo recortes presupuestarios, puedes adivinar de quién se desprendió.
–Lamento oír eso.
–Soy buena en lo que hago. Encontraré otro trabajo, pero hasta entonces, no veo por qué no he de ayudar a Betty. Por desgracia, mi padre no está de acuerdo.
Discrepamos con frecuencia.
–Es tu vida, no la suya.
Lo mismo que pensaba ella. La irritó que coincidiera, ya que Quinn era el enemigo.
La mirada ardiente de él, que ya le había avivado demasiadas hormonas, volvió a alzarse a su rostro. Al sonreírle, Kira se mordió el labio inferior para contener el deseo de devolverle la sonrisa.
Se puso de pie e hizo que se sintiera pequeña, femenina y hermosa, de formas que nunca antes había experimentado. Fue hacia ella, le tomó la mano y la estrechó con suavidad.
–Me alegro mucho de que decidieras darme una segunda oportunidad.
Se preguntó por qué sus dedos tenían que ser tan cálidos y el contacto tan deliciosamente íntimo. Retiró la mano, haciendo que le centellearan los ojos con ese dolor que no quería que ella viera.
–Esto no es eso.
–Pero me has estado evitando, ¿no es cierto?
–Sí –reconoció y al instante lamentó tanta sinceridad.
–Fue un error… para ambos.
Cuando le preguntó si deseaba beber algo le dijo que no y se dedicó a mirar por las ventanas hacia el sol que se ponía en el horizonte de San Antonio. No podía arriesgarse a mirarlo más que lo necesario porque la atracción parecía ir en aumento. Probablemente, él la percibiría y, de algún modo, la aprovecharía en su contra.
Sentía como si le faltara el oxígeno.