Tiempo de pasión - Deanna Raybourn - E-Book

Tiempo de pasión E-Book

Deanna Raybourn

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Beschreibung

Pese a que Nicholas Brisbane le había advertido que se mantuviera lejos de él, lady Julia Grey apareció en la finca que el distante y atractivo detective había heredado en Yorkshire. Así, ambos se vieron obligados a compartir aquella casona en ruinas con las últimas descendientes de una familia de ilustre linaje, que había mantenido bien ocultos sus secretos. Después de haber perdido la fortuna familiar y de haber caído en el olvido social, lady Allenby y sus hijas dependían de Brisbane. Aquellas mujeres estaban a la deriva, arrastradas por los vientos del pantano, incapaces de cambiar su propio destino.En el corazón podrido de Grimsgrave había un misterio que tal vez lady Julia tuviera que desentrañar sola, ya que Brisbane estaba fuera de combate a causa del veneno que alguien le había suministrado. Sin embargo, la sangre hablaría, y antes de que la primavera llegara a los páramos del norte, lady Julia habría descubierto un antiguo legado de maldad.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2009 Deanna Raybourn. Todos los derechos reservados.

TIEMPO DE PASIÓN, Nº 262 - noviembre 2010

Título original: Silent on the Moor

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Mira son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9258-2

Editor responsable: Luis Pugni

Estamos muy complacidos de presentaros Tiempo de pasión de Deanna Raybourn. Es posible que conozcáis a nuestra heroína lady Julia Grey, por sus anteriores aventuras en Tiempo de secretos y Tiempo de engaños. En esta ocasión, sin ser invitada, viaja a Grimsgrave Hall, el nuevo hogar de Nicholas Brisbane. Aunque él le dispensa un frío, a la vez que apasionado recibimiento, Julia decide quedarse en la antigua casa solariega para aclarar de una vez por todas las cosas con el enigmático y atractivo detective y resolver los misterios que los antiguos moradores de la mansión esconden y que parecen estar relacionados con el oscuro pasado de Brisbane.

Deanna Raybourn ha creado con Julia Grey un personaje maravilloso que a lo largo de sus libros ha ido deshaciéndose paulatinamente de los convencionalismos de la época para convertirse en una mujer independiente y totalmente realizada. De la misma manera, la tensión romántica entre Julia y Brisbane se ha ido intensificando, con gran acierto, ya que nuestra autora trabaja hábilmente los elementos románticos.

No os podéis perder ningún detalle, por pequeño que os parezca, pues todo tiene su razón de ser en esta historia que captura perfectamente el ambiente de los sombríos páramos de Yorkshire y los misterios que este bello y desolado paisaje esconde. Además, retrata de una manera magistral a la sociedad victoriana de la época.

Por eso, si os gusta el misterio, el romance o simplemente una buena novela, no podemos dejar de recomendaros Tiempo de pasión de Deanna Raybourn.

Los editores

Este libro está dedicado a Courtenay James Jones, un padre mucho mejor que cualquiera de los que yo pudiera haber retratado.

1

Porque ahora reina la impaciencia.

William Shakespeare. (EnriqueV)

—Julia Grey, preferiría verte colgada antes que ver a una hermana mía salir corriendo detrás de un hombre que no la quiere —protestó furiosamente mi hermano Bellmont—. En cuanto a ti, Portia, me causa consternación no sólo que apruebes esa conducta, sino también que la secundes acompañando a Julia.

Tú eres su hermana mayor. Deberías dar ejemplo.

Yo suspiré y miré con melancolía el decantador de whisky. Portia y yo sabíamos que la llamada a casa de nuestro padre, en Londres, era una emboscada poco encubierta, pero no creo que ninguna de las dos esperara un ataque tan rápido ni tan brutal. Acabábamos de sentarnos en la cómoda biblioteca de papá cuando nuestro hermano mayor emprendió una invectiva contra nuestra intención de visitar Yorkshire.

Mi padre, instalado detrás de su enorme escritorio de caoba, no decía nada. Tenía una expresión inescrutable tras los anteojos.

Mi hermana Portia captó mi mirada melancólica, se levantó y nos sirvió una copa de whisky a cada una.

—Toma esto, querida —me dijo—. Bellmont está en muy buena forma. Seguramente va a estar clamando contra nosotras hasta la hora de cenar, a menos que antes le dé una apoplejía —terminó alegremente.

Bellmont, que ya estaba de color rojo, se congestionó.

—Puedes bromear sobre esto, pero es inaceptable que Julia acepte la invitación de Brisbane a visitar su casa de campo. Él un hombre soltero y ella es una viuda de treinta años. Aunque tú seas su acompañante, Portia, tienes que admitir que es una falta de decoro.

—Oh, Julia no está invitada —respondió Portia—. Me invitó a mí. Julia se ha invitado a sí misma.

A Bellmont le rechinaron los dientes. Respiró profundamente, y las aletas de la nariz se le pusieron blancas por los bordes.

—Si lo has dicho para consolarme, no ha servido de nada, te lo aseguro.

Portia se encogió de hombros y le dio un sorbito a su whisky. Bellmont se volvió hacia mí, suavizando deliberadamente el tono. A los cuarenta años, y heredero del condado de mi padre, hacía mucho tiempo que se había acostumbrado a salirse con la suya. Era sólo con su excéntrica familia con la que no tenía tanto éxito. Con una astuta combinación de severidad, engatusamiento y lógica, algunas veces era capaz de que cediéramos a su voluntad, pero en igual número de ocasiones se veía retirándonos la palabra a alguno de sus nueve hermanos. En aquel momento, intentó hacerme razonar.

—Julia, entiendo que quedaras desconsolada al perder a Edward. Eras muy joven para quedarte viuda, y comprendo que te vieras obligada a encontrar al asesino de tu marido.

Yo arqueé las cejas. En aquel momento no había sido tan comprensivo. Cuando yo desenmascaré al asesino de mi marido en una escena dramática, después de la cual mi casa londinense había ardido en llamas y yo había estado a punto de morir, Bellmont me había retirado la palabra durante dos meses. Parece que el asesinato es un defecto sólo de la clase media. Se supone que los aristócratas están por encima de una cosa tan desagradable.

Él continuó.

—Entiendo que tu conexión con el señor Brisbane era un mal necesario en aquel momento. Él ha demostrado que es un detective privado muy eficaz y, gracias a Dios, discreto, pero tu relación con este hombre no puede continuar. No sé en qué estaba pensando papá cuando lo invitó a la Abadía de Bellmont en Navidad, pero estuvo mal, y te ha dado ideas.

—Y Dios sabe que las mujeres no deben tener ideas —murmuró Portia en su vaso. Bellmont ni siquiera se molestó en mirarla. Estábamos acostumbrados a las alusiones mordaces de Portia.

Yo miré con impotencia a mi padre, que se encogió de hombros y se sirvió una copa de whisky. Si Bellmont continuaba así, nos íbamos a convertir en una familia de beodos.

—Monty —dije yo, pacientemente—. Agradezco tu preocupación. Sin embargo, papá ya te ha explicado que Brisbane estaba allí llevando a cabo una investigación. Se marchó antes de que la familia llegara para celebrar la Navidad. Tú ni siquiera lo viste. Yo nunca lo he invitado a que me acompañe a tu casa, nunca te lo he endosado en un evento social. Aunque no estaría fuera de lugar. Su tío es el duque de Aberdour, ¿sabes?

Bellmont se pasó la mano por la cara y se alisó las arrugas de la frente.

—Querida, sus antecedentes son irrelevantes. Trabaja. Es un vagabundo medio gitano que se gana la vida resolviendo los problemas y las miserias sórdidas de otras personas. Sus hazañas son pasto para los periódicos, y a nosotros ya nos han arrastrado por el fango lo suficiente —dijo, lanzándole a papá una mirada llena de amargura.

Mi padre agitó la mano con indolencia.

—No me eches la culpa a mí, hijo. Yo hice lo que pude por meter el asunto debajo de la alfombra, como Brisbane —dijo.

Era cierto. Los periódicos, gracias a la influencia de papá y a los contactos de Brisbane, apenas habían publicado noticias sobre lo ocurrido en la Abadía de Bellmont, pero algunos detalles desagradables sí habían aparecido en sus páginas.

Bellmont se volvió hacia papá, mientras Portia y yo nos acurrucábamos una contra la otra y bebimos nuestro whisky.

—Estoy al tanto de tus esfuerzos, padre, pero la prensa siempre ha estado muy interesada en nuestros deslices, y tú no has hecho lo suficiente para mantenerlos a raya, sobre todo al ser tan indiscreto como para invitar a tu amante a la misma fiesta de Navidad que a tus hijos y tus nietos.

—Un golpe, un golpe indiscutible —susurró Portia.

Yo contuve una risita. Bellmont se estaba comportando de una manera injusta con papá. Él había ejercido toda la autoridad posible sobre la prensa. Teniendo en cuenta lo que había sucedido de verdad en la Abadía, teníamos suerte de que el asunto no se hubiera convertido en el escándalo del siglo.

—Madame de Bellefleur no es mi amante —dijo mi padre, con las mejillas enrojecidas de indignación—. Es mi amiga, y te agradeceré que hables de ella con respeto.

—No importa lo que sea —replicó Bellmont—. Sólo importa lo que los demás digan que es. ¿Es que no te das cuenta de lo perjudiciales que pueden ser esos rumores para mí y para mis hijos? Orlando está pensando en postularse para el Parlamento cuando se haya establecido, y Virgilia va a debutar esta temporada. Su oportunidad de conseguir un buen matrimonio puede irse al traste debido a tu conducta, y las cosas no mejorarían si alguien viera a sus tías corriendo hacia Yorkshire para alojarse en casa de un soltero de reputación cuestionable.

Portia se removió en el asiento.

—Creo que el hecho de que yo viva abiertamente con una mujer es mucho más perjudicial para ella si quiere contraer un buen matrimonio —comentó fríamente.

Bellmont dio un respingo.

—Durante estos diez años he llegado a aceptar tu relación con Jane. Es muy loable que ella haya decidido vivir discretamente y no quiera frecuentar nuestro círculo social.

Los ojos de Portia brillaron de un modo ominoso, y yo le puse la mano, como advertencia, en la muñeca.

—Jane es el amor de mi vida, Bellmont, no una mascota que haya que domesticar.

Mi padre alzó la mano.

—Ya está bien. No voy a permitir que os peleéis como perros por un hueso. Creía que habíamos enterrado ese asunto hace años. Bellmont, te has pasado de la raya. Y yo ya he permitido que nos insultes a tus hermanas y a mí lo suficiente.

Bellmont abrió la boca para protestar, pero mi padre volvió a indicarle que se callara.

—Te preocupa la reputación de tus hermanas, y eso habla en tu favor, pero tengo que decir que, para ser considerado como uno de los hombres más inteligentes de tu generación, eres bastante obtuso en lo relacionado con las mujeres. Llevas casado más de veinte años, hijo. ¿Es que no has aprendido que es más fácil bajar una estrella del cielo que conseguir que una mujer ceda? La más dócil de ellas se rebelará si te empeñas en que obedezca y, por si no lo habías notado, tus hermanas no son precisamente dóciles.

No. Si están decididas a ir a Yorkshire, irán.

Portia miró triunfalmente a Bellmont, que se había quedado pálido. Yo tomé otro sorbo de whisky y me pregunté, no por primera vez, por qué mis padres habían decidido tener tantos hijos.

—Padre —dijo Bellmont, pero mi padre se levantó, se estiró el chaleco color amapola y alzó la mano.

—Lo sé. Estás preocupado por tus hijos, como debe ser, y yo me ocuparé de que sus oportunidades en la vida no se vean perjudicadas por las acciones de sus tías —afirmó. Hizo una pausa, para darle un efecto dramático a sus palabras, y después dijo con grandilocuencia—: Tus hermanas viajarán bajo la protección de vuestro hermano Valerius.

Portia y yo nos quedamos mirándolo boquiabiertas. Bellmont fue más rápido.

—Muy bien. Valerius es completamente incapaz de controlarlas, pero al menos su presencia le dará una apariencia de respetabilidad a todo este asunto.

Gracias, padre —dijo, y se volvió hacia nosotras con una mirada penetrante—. Sé que es demasiado pedir que os comportéis como damas, pero intentadlo —dijo como despedida.

Portia todavía estaba tartamudeando cuando el criado cerró la puerta tras él.

—De veras, papá, no entiendo por qué no lo hiciste ahogar cuando era pequeño. Tienes otros cuatro hijos, ¿qué te habría importado uno en el fondo del estanque?

Mi padre se encogió de hombros.

—Lo hubiera ahogado yo mismo de haber sabido que iba a hacerse Tory. Sé que quieres protestar por la sugerencia de que viajéis acompañadas por vuestro hermano Valerius, pero desearía hablar con tu hermana. Déjanos a solas un momento, ¿de acuerdo, querida? —le dijo a Portia.

Ella se levantó con elegancia y se dio la vuelta, haciéndome un gesto de burla la salir. Yo intenté no retorcerme en el asiento, pero de repente, me sentía tímida e insegura. Sonreí encantadoramente a mi padre e intenté desviar la conversación.

—Valerius se va a poner furioso contigo, papá. Ya sabes que odia salir de Londres, y que está dedicado en cuerpo y alma a su trabajo con el doctor Bent.

Acaba de comprarse un microscopio nuevo.

En otras circunstancias, habría sido un buen intento. Mi padre podía despotricar durante horas sobre el tema de Valerius y de su interés inapropiado por la medicina. Sin embargo, tenía otro asunto entre manos.

Se volvió hacia mí, cruzado de brazos.

—No intentes distraerme —me dijo con severidad—. ¿Qué demonios te propones persiguiendo a Brisbane como si fuera un zorro? Monty tiene razón, aunque yo nunca le daría la satisfacción de reconocerlo delante de él. Es completamente indecoroso, y muestra una clara falta de dignidad. Tenía un concepto más alto de ti.

Yo me alisé la falda del vestido con un gesto nervioso.

—No estoy persiguiendo a Brisbane. Él le pidió a Portia que le ayudara a organizar su casa de campo.

Parece que el propietario anterior la dejó en un estado deplorable, y Brisbane no tiene ninguna dama que pueda encargarse de ese menester.

—Nicholas Brisbane es perfectamente capaz de comprar sus sábanas y contratar a su cocinera —respondió él, al tiempo que entornaba los ojos.

—No hay nada de siniestro en todo esto —le aseguré yo—. Brisbane escribió en enero para aceptar la ayuda de Portia, y le dijo que esperara hasta abril, cuando el tiempo fuera más apacible. Eso es todo.

—¿Y cómo te has metido tú en esto? —me preguntó.

—Vi la carta, y me pareció que pasar la primavera en los pantanos podía ser muy agradable.

Mi padre sacudió lentamente la cabeza.

—No me lo creo. Lo que quieres es resolver lo que hay entre vosotros dos, sea lo que sea.

Yo retorcí unos flecos de uno de los cojines de seda del sofá, y aparté la vista.

—Es complicado —dije.

—Entonces, vamos a simplificarlo —respondió él sin miramientos—. ¿Te ha pedido que te cases con él?

—No —dije con un hilillo de voz.

—¿Te ha dado un anillo de compromiso?

—No.

—¿Te ha hablado alguna vez de casarse contigo?

—No.

—¿Te ha escrito desde que se marchó a Yorkshire?

—No.

Mis respuestas cayeron como piedras pesadas. Él esperó un momento, durante el cual, los únicos sonidos que interrumpieron el silencio fueron el suave crepitar del fuego de la chimenea y el tictac del reloj.

—No te ha ofrecido nada. No ha hecho planes de futuro contigo. Ni siquiera te ha escrito. Y, aun así, ¿tú quieres ir a buscarlo?

Su voz se había suavizado, y su tono no era de juicio ni de recriminación. Sin embargo, me escocía como si fuera sal en una herida.

Yo lo miré.

—Tengo que hacerlo. Lo sabré cuando lo vea de nuevo. Si no hay nada, volveré a Londres en el primer tren y no volveré a hablar de él, ni me preguntaré qué podría haber sido. Pero si existe la más mínima oportunidad de que sienta algo por mí… —me interrumpí.

No era necesario que dijera el resto en voz alta.

—¿Estás decidida?

—Sí —respondí.

Él no dijo nada durante un momento, pero escrutó mi rostro con atención, sin duda, en busca de alguna señal de debilidad que le permitiera persuadirme de abandonar mis planes.

Al final, suspiró y apuró el vaso de whisky.

—Entonces, ve. Ve bajo la protección de Valerius, por muy endeble que sea, y averigua si Brisbane te quiere. Pero voy a decirte una cosa —se acercó a mí, y yo me levanté del sofá. Entonces, él me abrazó y me dio un beso en el pelo—: Puede que tenga setenta años, pero sigo practicando con el estoque todos los días, y si ese villano te hace daño, lo perseguiré y le atravesaré el corazón.

—Gracias, padre. Es todo un consuelo.

La cena de aquella noche fue un evento bastante silencioso. Portia era una anfitriona encantadora y ofrecía una mesa admirable. Era famosa por la calidad de su comida y de sus vinos, además de por la excelencia de su compañía. Conocía a gente interesantísima, y a menudo los invitaba a cenas pequeñas organizadas a su medida, para mostrarlos a la perfección, como si fueran gemas en el terciopelo idóneo. Sin embargo, aquella noche sólo estábamos nosotras: Portia, su amada Jane y yo. Las tres estábamos absortas en nuestros pensamientos, y hablamos poco. Los silencios se llenaban con los resoplidos flemosos de la repugnante mascota de Portia, el señor Pugglesworth, que estaba dormido bajo la mesa.

Después de un intervalo especialmente brusco, dejé el cuchillo en el plato.

—Portia, ¿es obligatorio que ese perro esté en el comedor? Me está quitando las ganas de comer.

Ella agitó suavemente el tenedor hacia mí.

—No seas mala porque Bellmont te haya leído la cartilla hoy.

—Puggy es bastante desagradable —dijo Jane en voz baja—. Voy a llevarlo a la cocina.

Se levantó y engatusó al animal con un pedacito de ciruela guisada. Portia la observó sin decir nada.

Eran un estudio de contrastes, cada una maravillosa a su manera, pero distintas como el día y la noche. Portia tenía una elegancia de huesos finos, además del color de la familia March, pelo caoba oscuro y grandes ojos verdes. Vestía de manera llamativa, con colores que favorecieran su tez de alabastro, siempre de un solo tono de la cabeza a los pies.

Jane, por otra parte, estaba empeñada en llevar a la vez todos los colores del arco iris. Era una artista, una erudita, y su rostro era reflejo de su personalidad. Tenía una estructura ósea que iba a hacerle un buen servicio durante la vejez. Sus facciones tenían carácter; su barbilla denotaba un temperamento decidido y sus ojos tenían una mirada franca, que nunca juzgaba, nunca desafiaba. Muchas personas, con frecuencia, le hacían confidencias extraordinarias guiadas por aquellos ojos. De un castaño oscuro, con reflejos de color ámbar, cálidos y llenos de inteligencia, eran su mayor belleza. Su pelo, siempre descuidado, no lo era. Era pelirrojo oscuro, y tan basto como las crines de un caballo. Se le rizaba salvajemente, hasta que ella se cansaba y se lo recogía con una redecilla. Su cabello se resistía a cualquier otro confinamiento. Yo había visto a Portia, más de una vez, intentando dominarlo, rompiendo peines en la maraña, entre risas.

Sin embargo, mi hermana no se estaba riendo mientras observaba a Jane tomar a Puggy en brazos y salir con él del comedor hacia la cocina. Se limitó a tomar un poco de vino y le hizo una señal al mayordomo para que volviera a llenarle la copa.

—¿Cuándo te parece que deberíamos marcharnos…? —intenté preguntar yo.

—Mañana. Ya he consultado los horarios. Si salimos temprano, llegaremos a Grimsgrave al anochecer.

He enviado a Valerius un mensaje para que se reúna con nosotras en la estación.

Yo me quedé mirándola con estupor.

—Portia, yo todavía no he hecho el equipaje. No he organizado nada.

Ella se quedó mirando las pálidas lonchas de carne de cerdo que tenía en el plato. Las empujó desganadamente con el tendedor, y después le pidió al mayordomo que le retirara el plato, pero se quedó con la copa de vino.

—No tienes que organizar nada. Yo me he ocupado de todo. Dile a Morag que te haga el equipaje, y estate preparada mañana al amanecer. Eso es todo lo que tienes que hacer.

Yo también le hice una señal al mayordomo, y le entregué mi vino, lamentando que Portia no hiciera lo mismo. Ella casi nunca bebía en exceso, y por aquella copa de más, su actitud se había vuelto retraída, casi glacial.

—Portia, si no quieres ir a Yorkshire, yo puedo ir sola con Valerius. Ya estoy cometiendo una falta de decoro, así que no creo que ir sin ti empeore tanto las cosas.

—No. Es mejor que yo vaya también. Necesitarás a alguien que cuide de ti y, ¿quién mejor que tu hermana mayor? —me preguntó en tono burlón.

Yo la miré con fijeza. Portia y yo nos habíamos peleado muchas veces, pero estábamos muy unidas.

Ella me había ofrecido alojamiento en su casa de la ciudad mientras yo estuviera en Londres, y mi estancia había sido muy agradable. Jane me había acogido afectuosamente, y habíamos pasado muchas veladas junto a la chimenea, leyendo poesía o chismorreando sobre nuestros amigos. Sin embargo, de vez en cuando, como el destello de un relámpago, breve, agudo y caliente, algo peligroso había trepidado entre nosotras. Yo no sabía por qué, ni cómo, pero había surgido algo espinoso, y más de una vez yo me había arañado con sus púas. Una palabra demasiado áspera, una mirada demasiado fría, tan sutil, que yo casi pensaba que lo había imaginado. Sin embargo, el ambiente que reinaba en el comedor no era una imaginación.

Miré hacia la puerta, pero Jane no volvió.

—Querida —dije con impaciencia—, si quieres quedarte aquí con Jane, deberías hacerlo. Sé que Brisbane te ha invitado a ti, pero él entenderá que tú prefieras quedarte en Londres.

Portia hizo girar la copa en la mano, y el vino se agitó hacia el borde.

—¿Con qué propósito?

Me encogí de hombros.

—La temporada social va a empezar muy pronto.

Podrías organizar un baile para Virgilia. O celebrar una cena para Orlando y presentarle a algunos caballeros influyentes. Si quiere conseguir un escaño en el Parlamento, debe empezar ya.

Portia resopló y su mano dio un respingo, de modo que estuvo a punto de derramar el vino en el mantel.

—La madre de nuestra sobrina nunca me permitiría que diera un baile para ella, como tú bien sabes. Y los caballeros influyentes tienen poco interés en conocer a nuestro sobrino durante una cena, del mismo modo que yo tengo poco interés en estar con nuestro sobrino. Es un muchacho aburrido sin conversación.

Portia estaba siendo muy dura con Orlando, pero yo sabía que si se lo reprochaba, sólo conseguiría provocarla.

—¿Y esperas encontrar buena conversación en Yorkshire? —le pregunté en broma, con la esperanza de terminar con su mal humor.

Mi hermana miró fijamente su copa de vino, y durante un momento, la expresión de su rostro se suavizó, como si estuviera sintiendo una emoción muy fuerte. Sin embargo, ella la dominó rápidamente, y su semblante se volvió duro de nuevo.

—Quizá no haya nada que encontrar —dijo en voz baja.

Ladeó la mano, y una gota roja cayó sobre el mantel y manchó el lino con la irrevocabilidad de la sangre.

—Portia, ya basta. Vas a estropear el mantel —le dije. El mayordomo se aproximó para espolvorear sal en la mancha.

Portia posó la copa sobre la mesa, cuidadosamente.

—Me parece que he bebido demasiado —dijo, y se levantó—. Julia, disfruta del postre. Yo me retiro.

Tengo que supervisar a Minna mientras hace el equipaje. Si la dejo sola, lo meterá todo en una sábana, hará un hatillo y dirá que ha terminado.

Yo le deseé buenas noches y le dije al mayordomo que no quería nada salvo una taza de té fuerte. Él me lo trajo, dulce y muy caliente, y yo di unos sorbitos lentos mientras pensaba en mi viaje a Yorkshire. Si antes me había causado euforia, ahora me provocaba aprensión. No me alarmaban sólo las gracias de Portia; sabía muy bien que Brisbane no me había invitado a ir a Yorkshire. Además, conocía su carácter voluble, y sabía lo mordaz que podía ser su ira. Era muy capaz de subirme al siguiente tren hacia Londres, sin permitir que resolviera mi propósito. Además, sabía que él se empeñaba de una manera obstinada y estúpida en culparse a sí mismo por mi roce con la muerte durante la primera investigación que habíamos llevado a cabo juntos. Yo le había dicho, con toda claridad, que esa idea era una estupidez. En todo caso, Brisbane me había salvado la vida, y yo se lo había dicho, sí.

Otra cosa era que él me hubiera escuchado. Desde que nos conocíamos, nuestra relación había sido una danza complicada, retorcida, dos pasos el uno hacia el otro, tres pasos en dirección contraria. Yo ya estaba cansada de tanta incertidumbre. Me había abandonado al placer de su compañía demasiadas veces, pero la situación se había visto frustrada por las circunstancias o por su terco orgullo. Me parecía que era una gran tontería intentar arrancarle una declaración, pero dejarlo marchar me parecía una tontería incluso mayor. Si existía la más mínima posibilidad de alcanzar la felicidad con él, yo estaba dispuesta a conseguirlo.

Sin embargo, aquella determinación no fue suficiente para calmar mis nervios, y mientras depositaba la taza en su platillo, me di cuenta de que me temblaba la mano.

En aquel momento, Jane volvió al comedor y ocupó su sitio, con una sonrisa amable.

—Te pido disculpas por Puggy. No es un compañero de cena muy agradable. Se lo he dicho muchas veces a Portia.

—Por favor, no le des importancia. Con cinco hermanos, he visto cosas mucho peores en la mesa —bromeé.

Su sonrisa se apagó ligeramente, y tomó su copa, mientras yo me servía un poco más de té.

—Ojalá pudieras venir con nosotras —dije de repente—. ¿Estás segura de que tu hermana no puede prescindir de ti?

—Me temo que no. Anna está nerviosa por su reclusión. Dice que sería un consuelo para ella el tenerme en Portsmouth cuando llegue el momento, pero no entiendo por qué. Tengo poca experiencia en esos asuntos.

Yo le di una palmadita en la mano.

—Creo que tener a su hermana mayor a su lado en una ocasión así será muy reconfortante. Es su primer hijo, ¿verdad?

—Sí —dijo Jane con una expresión melancólica—. Se casó hace sólo un año.

Entonces, Jane se quedó en silencio. Yo me arrepentí de haber mencionado aquel tema. Anna siempre había sido motivo de dolor para Jane, desde que su padre había muerto y las dos hermanas habían quedado a merced de la caridad del marido de Portia. Anna, que era unos seis años menor que Jane, siempre había dejado claro que desaprobaba la relación de Jane y Portia, aunque hubiera cosechado los beneficios cuando Portia se empeñó en pagar los gastos de su educación. Portia le había ofrecido un lugar en su casa, pero Anna había rechazado la oferta con un mínimo intento de cortesía, y había aceptado un puesto de institutriz después de terminar la escuela. En dos años, había encontrado un marido, un oficial de la marina que le gustaba lo suficiente como para disfrutar cuando él estaba en casa, y tan poco como para estar contenta cuando él se hacía a la mar. Había adoptado un estilo de vida hogareño y lo demostraba con petulancia, pero a mí no me sorprendía que hubiera mandado llamar a Jane. Había poca gente tan serena y dueña de sí misma como ella, y yo esperaba que aquella rama de olivo por parte de Anna abriera un nuevo capítulo en su relación.

Estuve a punto de decírselo a Jane, pero ella cambió de tema.

—¿Estás impaciente por emprender el viaje a Yorkshire? —me preguntó—. No lo conozco, pero me han dicho que conserva toda su belleza natural.

—No —confesé—. Tengo ganas de conocer Yorkshire, sí, pero estoy aterrorizada, a decir verdad.

—¿Brisbane?

Asentí.

—Ojalá lo entendiera… Es tan exasperante, el modo en que me deja de lado durante meses, y después, cuando volvemos a vernos, se comporta como si yo fuera el mismo aire que respira. Me saca de quicio.

Jane posó una mano sobre la mía. La suya era cálida, y tenía asperezas en los dedos a causa del manejo de las herramientas de su arte.

—Mi querida Julia, debes prestarle atención a tu corazón, aunque no sepas adónde van a conducirte sus dictados. Hacer otra cosa sería abrirle la puerta a la tristeza.

Se le oscureció la mirada brevemente, y yo pensé en lo mucho que Portia y ella habían arriesgado para estar juntas. Jane era una pariente pobre del marido de Portia, lord Bettiscombe, y la sociedad había sido muy cruel cuando ellas habían comenzado a vivir juntas, después de la muerte de Bettiscombe. Tenían un círculo de amigos abiertos y cultos, pero mucha gente les había retirado el saludo directamente, y a Portia le habían negado el paso a muchas casas ilustres de Londres. Lo suyo había sido un acto de fe en un mundo despiadado. Y, sin embargo, lo habían conseguido juntas, y habían sobrevivido. Eran un ejemplo para mí.

Yo cubrí su mano con la mía.

—Tienes razón, por supuesto. Hay que ser valiente en el amor, como decían los trovadores de la antigüedad. Y hay que atrapar la felicidad antes de que se escape para siempre.

—Os deseo a todos buena fortuna —dijo ella, y elevó su copa.

Entonces brindamos, Jane con su vino y yo con mi té, pero después de beber, nos quedamos sumidas en un largo silencio. Yo pensaba en Brisbane, y en el gran riesgo que estaba a punto de correr. No me pregunté en qué estaba pensando ella. Después me arrepentí de no haberme preocupado más por sus pensamientos. Cuántas cosas podrían haber sido distintas.

2

Oh, mi señora, ¿adónde vais?

William Shakespeare. (Noche de Reyes)

Tal y como había dicho Portia, salimos muy temprano a la mañana siguiente, pero no llegamos a Grimsgrave Hall hasta por la noche. El viaje, en una palabra, fue desastroso. Jane no nos acompañó a la estación; prefirió despedirse en Bettiscombe House. Y fue lo mejor. Entre Portia y yo reuníamos dos doncellas, tres mascotas y una montaña de equipaje. Valerius se unió a nosotras en el andén; llegó justo antes de que se cerraran las puertas, y se dejó caer en el asiento con un juramento y de muy malas pulgas.

—Buenos días, Valerius —le dije yo, cordialmente—. Me alegro mucho de verte. Cuánto tiempo.

Él tenía un gesto de mal humor en los labios.

—Sólo hace quince días, en la velada de Haydn de la tía Hermia.

—De todos modos, me alegro de verte. Seguramente, estarás muy molesto por que papá te haya pedido que vengas…

Él dio un respingo, de la irritación.

—¿Que me ha pedido que venga? No, no me lo ha pedido. Me amenazó con retirarme la asignación para siempre si no te llevaba de la mano durante todo el camino a Yorkshire. Y lo peor de todo es que no puedo volver a Londres hasta que tú vuelvas. Estoy exiliado —terminó amargamente.

Portia soltó un resoplido y comenzó a rebuscar el horario en su bolso. Yo tuve que contener un suspiro y me puse a mirar por la ventanilla. Iba a ser un viaje muy largo si Val tenía la intención de enumerar las injusticias que sufría. Yo había oído muchas veces aquel estribillo en boca de todos mis hermanos pequeños. Aunque el grueso del patrimonio March se mantenía intacto para Bellmont y sus herederos, mi padre era muy generoso con el resto de sus hijos, pero desafortunadamente, su generosidad no se extendía a la libertad de elección. Mi padre esperaba que fueran diletantes, nada menos que aristócratas. Podían escribir sonatas o publicar versos o llenar lienzos con óleo, pero trabajar a cambio de un salario estaba totalmente prohibido. Valerius no sólo había luchado por escapar de aquella jaula, sino que había abierto de par en par los barrotes. Se había establecido, de manera ilegal, como médico de un burdel muy caro.

Su vocación por la medicina violaba todos los códigos morales que nos había inculcado mi padre, y éste había estado a punto de desheredar a Valerius. Después de unas cuantas discusiones muy airadas había permitido, de mala gana, que Valerius estudiara medicina, pero sólo en teoría, siempre y cuando no se dedicara profesionalmente a tratar a los pacientes. Aquel compromiso no compensaba a Valerius, pero aunque su trabajo se hubiera vuelto insatisfactorio, dejarlo era peor para él.

Mi hermano se sumió en un silencio huraño y se puso a dormitar contra la ventanilla mientras el tren aceleraba y comenzábamos el viaje.

Portia y yo estuvimos discutiendo, finamente, toda la mañana. Sólo hicimos una pausa para comernos el contenido de la cesta que había preparado la cocinera de Portia. Sin embargo, ni siquiera la más deliciosa empanada de jamón era cura para el malhumor, y Portia estaba muy destemplada. Cuando el tren se detuvo en la estación de Bletchley para recoger a los pasajeros, yo ya estaba harta de ella.

—Portia, si estás tan empeñada en no pasarlo bien, ¿por qué no te bajas ahora? Puedes comprar un billete para el próximo tren a Londres, y en pocas horas estarías en casa arreglando tu enojo con Jane. Tal vez puedas acompañarla a Portsmouth.

Ella arqueó una ceja.

—No tengo interés en conocer Portsmouth. Además, ¿qué enojo? No hemos discutido.

Val se animó considerablemente al oír aquella nueva información, y Portia le lanzó una mirada aviesa.

—Vuelve a dormirte, querido. Los mayores están charlando.

—No intentes distraerme —dije yo rápidamente, para evitar una pelea entre ellos—. Sé que las cosas no estaban bien entre vosotras, y sé por qué. Ella no estaba de acuerdo con este viaje. Tal vez te echa de menos, o teme que hagas alguna travesura mientras dure, pero yo sé que no le gusta. Tiene mucho mérito que haya sido tan buena conmigo cuando yo soy la causa de la riña.

Portia envolvió lo que quedaba de su ración de empanada en un poco de papel de estraza y lo guardó en la cesta. Acto seguido, Val lo sacó y comenzó a comérselo. Portia le hizo caso omiso.

—Tú no eres el motivo, Julia. Yo habría ido a ver a Brisbane de todos modos. Estoy preocupada por él.

A mí se me encogió el corazón.

—¿Por qué? ¿Has tenido noticias suyas?

Ella vaciló un instante, pero después rebuscó algo en su bolso.

—Recibí esta carta suya hace dos semanas. Yo no pensaba ir a Grimsgrave tan pronto. Cuando me invitó, pensé que quizá la mejor época fuera a mediados de abril, o mayo. Sin embargo, al leer esto…

Se quedó callada, y yo tomé la carta.

La letra me resultaba tan familiar como la mía, enérgica, en negro, trazada con un plumín grueso. El remite era de Grimsgrave Hall, Yorkshire, y tenía fecha de la semana anterior. La leí rápidamente, y después volví a empezar con más detenimiento, en voz alta, como si al oír las palabras las entendiera mejor.

De toda la misiva había una parte que destacaba especialmente.

Por lo tanto, debo retirar mi invitación a Grimgrave. La situación se ha deteriorado desde la última vez que te escribí, y no estoy de humor para tener compañía, aunque sea una compañía tan agradable como la tuya. No me reconocerías, porque me he vuelto incivilizado, y no quisiera causarte horror.

Me imaginé la sonrisa sardónica que seguramente tenía al escribir aquellas líneas. Seguí leyendo, y cada una de sus palabras me heló la sangre más y más.

No le digas nada a tu hermana. Ella debe olvidarme, y lo hará. Fueran cuales fueran mis esperanzas en el pasado, me doy cuenta de que fui un tonto o unloco, o de que tal vez me haya vuelto loco ahora. Aquí los días son todos muy parecidos, y hay muchas horas de oscuridad que resultan deprimentes; me he convertido en un extraño para mí mismo.

Posé la carta en mi regazo con nerviosismo.

—Portia —murmuré—, ¿cómo has podido ocultarme eso?

—Porque tenía miedo de que, si lo leías, no fueras a Grimsgrave.

—Entonces, eres más tonta de lo que yo creía —respondí. Metí la carta en el sobre y se la devolví—. Me necesita, eso está claro.

—Parece que quiere que lo dejen en paz —dijo Val, sacudiéndose las migas del pantalón.

—Me necesita —repetí yo, marcadamente.

—Una cosa es que yo fuera allí cuando me invitó —me recordó Portia—. ¿No te preocupa que lleguemos las dos, sin avisar y sin invitación? ¿Acompañadas de Valerius, además?

—No —dije—. Los amigos tienen el deber de preocuparse los unos por los otros, aunque no sea oportuno.

Brisbane me necesita, Portia, aunque no esté dispuesto a reconocerlo.

Portia me observó atentamente. Al final, asintió con una ligera sonrisa.

—Espero que tengas razón. Y espero que él esté de acuerdo. Podría darnos con la puerta en las narices.

¿Qué le dirías si nos manda al infierno?

Yo me atusé el pelo, que llevaba perfectamente recogido bajo un precioso sombrerito que había comprado la semana anterior. Era de terciopelo morado, con unos ramitos de violetas cosidos a la corona, que se derramaban por un lateral y enmarcaban mi rostro.

—Le diré que nos señale el camino.

Entonces Portia se echó a reír, y terminamos la comida mucho más afablemente de lo que la habíamos empezado. Fue el último momento agradable del viaje. Los retrasos, el mal tiempo y una vaca errante que deambulaba por la vía del tren, todo ello conspiró contra nosotros, y nos vimos obligados a pasar la noche en un hotel incómodo de poca categoría en Birmingham, después de conseguir tres habitaciones con una mezcla detestable de soborno y arrogancia. Portia y yo compartimos una, las doncellas otra, y como castigo por poder disponer de una para él solo, Valerius tuvo que dormir con las mascotas.

A la mañana siguiente, después de un desayuno inefable, proseguimos nuestro viaje con sus cambios de trenes, de vía más pequeña en vía más pequeña, de un pueblo gris a otro pueblo más gris, hasta que, finalmente, bajamos de un tren que no era más grande que el juguete de un niño.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

Portia sacó un mapa y lo desplegó para mostrárnoslo a Val y a mí. Detrás de nosotros, Morag y Minna estaban contando maletas y preparándose para llevar a los perros a dar un paseo.

Portia señaló en el mapa un punto microscópico.

—Estamos en Howlett Magna. Tenemos que encontrar un medio de transporte al pueblo de Lesser Howlett, y desde allí, a Grimsgrave.

Mi hermana estaba llena de energía, y organizó el transporte rápidamente. Valerius y yo esperamos en la acera mientras ella se encargaba de todo.

—Parece un lugar especialmente señalado en una guía de localidades perfectas para contraer el cólera —dijo Val, y frunció el labio superior.

—No pongas esa cara, querido —le dije yo—. Pareces un burro.

—Mira las alcantarillas —me respondió en voz baja—. Hay aguas residuales corriendo por la calle.

A mí se me revolvió el estómago.

—Val, te lo ruego…

Me quedé callada de repente, porque algo me distrajo.

—¿Qué te pasa? —preguntó mi hermano—. ¿Has visto a alguien sacando de casa a uno de sus difuntos, víctima de la peste?

Yo negué lentamente con la cabeza.

—No. He visto a un hombre que venía caminando en dirección a nosotros, pero al vernos, ha girado rápidamente y se ha metido en la mercería. Nunca había visto un bigote igual. Parece el perro pastor del tío Balthazar. Verdaderamente, estos norteños son tímidos con los forasteros —dije, mientras señalaba con la cabeza la puerta de la tienda que había frente a nosotros. El señor no tenía nada de particular y era bastante mayor; llevaba un traje negro, cojeaba un poco y tenía un bigote tan crecido que ocultaba casi por completo su rostro.

—Seguro que se ha asustado de lo limpios que estamos —dijo Val, mordazmente.

Yo me volví hacia él, con las cejas arqueadas, para reconvenirlo por su actitud.

—Te has vuelto un esnob, ¿lo sabías? Si te horrorizan tanto las condiciones que hay en este pueblo, tal vez debieras hacer algo por mejorarlas.

—Y tal vez lo haga —repuso él—. Dios sabe que voy a tener muy poco que hacer de todos modos.

Hablaba con amargura, y yo tuve que contener un suspiro. Val ya era lo suficientemente difícil cuando estaba de buen humor. Un Val malhumorado podía resultar insoportable.

En aquel momento, Portia nos hizo una señal, con una expresión triunfante. El herrero de Howlett Magna tenía asuntos que atender en el lugar al que nosotros nos dirigíamos y accedió, por la cantidad que hubiera exigido un usurero, a llevarnos, con doncellas, perros y equipaje, al pueblo de Lesser Howlett. Nos advirtió que desde allí, nosotros mismos tendríamos que buscar la forma de continuar el camino, pero Portia asintió alegremente.

La carreta del herrero era enorme y estaba más limpia de lo que yo hubiera imaginado, lo cual me puso de buen humor. Sin embargo, el paisaje se encargó de terminar pronto con aquello. Cada kilómetro que recorríamos en dirección a Lesser Howlett nos adentraba más y más en los páramos. Allí, el viento soplaba como si fuera el grito de una voz humana. No parecía que a Portia le afectara mucho, pero yo me di cuenta de que Valerius tenía una expresión sombría, como si estuviera escuchando atentamente una voz que estaba fuera del alcance del oído. El herrero era de carácter taciturno y tampoco habló, apenas. Así continuó el viaje hasta que llegamos a Lesser Howlett.

El pueblo tenía un aspecto lóbrego y sucio. Había unas cuantas casas arracimadas y, entre ellas, una calle estrecha y empedrada. El límite del pueblo estaba envuelto en una niebla gris que impedía ver más allá y que transmitía la sensación de que el mundo se acabara al final del camino. Bajamos lentamente de la carreta, como si no quisiéramos interrumpir el silencio pesado que reinaba en el pueblo.

—Dios Santo, ¿qué es este lugar? —susurró por fin Valerius.

—La frontera del fin del mundo, diría yo —pronunció una voz agria detrás de nosotros.

Morag. Cargaba con su enorme bolsa de loneta y con la cesta de mi perra, Florence, y la jaula de mi otra mascota, el cuervo Grim. Tenía el sombrero ladeado de manera que le cubría un ojo, pero con el otro se las arregló para clavarme una mirada de malevolencia.

Por el contrario, la joven doncella de Portia, Minna, estaba casi saltando de emoción.

—Entonces, ¿ya hemos llegado? Qué sitio más pintoresco y bonito es éste. ¿Vamos a descansar? El viaje ha sido muy largo. Tengo bastante hambre. ¿No tienes hambre, Morag?

Portia, que estaba conversando con el herrero, llamó a Minna justo en aquel momento, y la chica salió botando, con los lazos del sombrero flotando alegremente al viento.

Morag volvió a mirarme torvamente.

—He estado oyendo a ésa, que habla como un loro, durante todo el camino. Voy a decirle una cosa, no pienso compartir habitación con ella en Grimsgrave, no. Antes prefiero dormir en la calle y esperar a que se me lleve la muerte.

—Yo no te lo voy a impedir —contesté amablemente, y le di un pellizco en el brazo—. Sé buena con la chica. Ella no conoce nada del mundo, y tiene edad de ser tu nieta. No te vendría mal ser un poco agradable.

Minna era un nuevo miembro del servicio de Portia. Su madre, la señora Birch, era una mujer que vivía en una pobreza digna, y que estaba sacando adelante a una familia muy grande con los pequeños ingresos que conseguía de variados trabajos, incluyendo el de lavar y arreglar para su entierro a los difuntos de nuestra parroquia de Londres. Minna siempre había demostrado que poseía una mente aguda e inquisitiva que, en mi opinión, iba a ayudarla a abrirse camino en el mundo. No había hecho falta convencer a Portia para que la tomara como doncella. Nuestras doncellas personales, incluida Morag, provenían normalmente del reformatorio de prostitutas que había fundado y que dirigía nuestra tía Hermia. Era un lujo tener una doncella que no fuera vieja, que no hablara como un carretero o que no estuviera enferma. Yo envidiaba amargamente a mi hermana, aunque había terminado por tomarle mucho cariño a Morag, pese a su acritud.

Por fin, Portia concluyó su conversación con el herrero y volvió, sonriendo con satisfacción.

—La posada está ahí —dijo, señalando con la cabeza al otro lado de la calle, hacia el edificio más grande de todos—. El posadero tiene una carreta. El herrero ha ido a pedirle que nos lleve a Grimsgrave.

Yo me volví hacia la posada y me estremecí. Las ventanas estaban limpias, pero la piedra gris y áspera le confería a la casona un aire siniestro, y en el letrero descolorido del establecimiento se leía el nombre ominoso deEl árbol del ahorcado. A mí me pareció ver que una cortina se movía, y que detrás de ella asomaban una cara pálida y unos ojos desconfiados.

A mi lado, Valerius masculló un juramento. Sin embargo, Portia ya estaba cruzando la calle decididamente, y todos los demás la seguimos. Llegamos justo cuando mi hermana saludaba al posadero, un joven moreno, delgado y fibroso, de los que a menudo se veían en el norte.

El joven asintió con solemnidad y habló con un cerrado acento gaélico.

—Hola, señoritas, señor. Bienvenidos al pueblo.

¿Necesitan medio de transporte?

—Buenas tardes —dije yo—. Sí, necesitamos transporte. Nos han dicho que usted tiene una carreta.

Quizá tenga también un carruaje, eso sería mucho más cómodo, creo. Somos cinco en total, con equipaje y unas cuantas mascotas. Somos invitados del señor Brisbane.

—No precisamente invitados —me dijo Portia en voz baja.

Pero no lo suficientemente baja. Al posadero le brillaron los ojos al percibir la posibilidad de enterarse de un buen chisme.

—¿Brisbane? ¿Se refiere al nuevo caballero que vive en Grimsgrave? No, ningún coche puede llegar hasta allí. El camino es demasiado pedregoso. Debe ser un carro de granja.

Portia palideció, y Morag soltó una risotada. Yo las ignoré a las dos.

—Muy bien, un carro —dije—. ¿Y cree que podría conseguirnos el vehículo para hoy? Estamos muy cansados, y nos gustaría llegar cuanto antes a Grimsgrave.

—Sí. Me llevará un rato. Por esa escalera pueden subir a una habitación privada. Deborah les llevará un té, y pueden descansar un poco.

Valerius se excusó para dar un paseo por el pueblo y estirar las piernas, pero yo le di las gracias al posadero y subí tras él, seguida del resto del grupo, hacia la habitación. La posada parecía salida de un libro de cuentos para niños. No debía de haber nada dentro del edificio que hubiera cambiado desde los días en que los bandoleros asaltaban las diligencias por los caminos, exigiendo que se les entregaran el oro y la virtud.

Sin embargo, pese al mobiliario anticuado, la posada era cómoda, y las gruesas cortinas de terciopelo no dejaban pasar la niebla.

El posadero nos dijo que se llamaba Amos, y nos presentó a una mujer regordeta de pelo rubio, Deborah, que hizo una reverencia y se marchó apresuradamente a preparar el té. No volvimos a hablar hasta que volvió, cargada con una bandeja llena de emparedados, bizcocho y pan con mantequilla. Una doncella la seguía con otra bandeja para Minna y Morag, que se animó considerablemente a la vista de la comida.

Las acomodaron en una mesa un poco alejada del fuego, pero a Portia y a mí nos colocaron junto a la chimenea, y se llevaron nuestros abrigos para quitarles el polvo del viaje.

Parecía que Deborah no quería marcharse después de servirnos el té, y Portia me lanzó una mirada significativa para que la animara a quedarse. No habíamos hablado de ello, pero se me ocurrió, y sin duda también a ella, que sería buena idea sonsacarles a los paisanos de la zona toda la información que pudiéramos sobre los asuntos de Grimsgrave Hall.

Por su parte, Deborah debió de sentirse gratificada cuando le pedimos que se quedara. Abrió mucho los ojos azules y rehusó discretamente la invitación de Portia para que compartiera el té con nosotras. Tomó una silla pequeña, de respaldo recto, y se sentó con el delantal perfectamente colocado sobre las rodillas. Nos miró a Portia, después a mí, y después a Portia de nuevo.

—Parece muy joven para dirigir un establecimiento así —comentó mi hermana—. ¿Lleva mucho tiempo casada?

Deborah soltó una risita.

—No estoy casada, milady. Amos es mi hermano.

¿Quiere otro emparedado? Los he hecho yo misma.

Portia tomó uno, y Deborah se sonrojó de placer.

—Yo le ayudo a llevar la posada cuando tenemos huéspedes —dijo, y nos miró con melancolía—. Pero ustedes no van a quedarse. Amos las llevará a Grimsgrave Hall.

—¿Es muy antiguo Grimsgrave Hall? —pregunté yo, mientras tomaba un pedazo de bizcocho. La muchacha tenía muy buena mano. Pocas veces había tomado uno tan esponjoso.

—Oh, sí, milady. Fue construida en tiempos de los Estuardo, pero ya había una casa solariega en Grimsgrave antes de que llegara el Conquistador.

—¿De veras? ¡Qué interesante! —comentó Portia—. ¿Y ha cambiado muchas veces de propietario?

—Oh, no, milady. La familia Allenby posee esas tierras desde tiempos de los sajones. Fue así hasta el año pasado, cuando murió sir Redwall y se descubrió que no quedaba dinero. Tuvieron que vender la propiedad a un recién llegado, el señor Brisbane. ¿Es amigo suyo?

—Sí —respondí yo—. Hemos pensado en darle una sorpresa haciéndole una visita. Se dice que la primavera en los pantanos es muy bella.

—Pues sí —respondió la muchacha—. Han florecido los narcisos, y por todos lados se oyen los balidos de los corderitos recién nacidos.

—¿Y es muy grande la casa de Grimsgrave? ¿Hay trabajo en la finca para las gentes del pueblo?

—No, milady. Tienen una muchacha retrasada para hacer las tareas domésticas, y unos cuantos empleados de las granjas, que ayudan al señor Godwin con las ovejas y el esquileo cuando es necesario. Y, por supuesto, está la señora Butters, la cocinera y ama de llaves, pero no hay nadie más, como había antiguamente.

—¿El señor Godwin? —preguntó Portia, mientras se servía otra taza de té.

Deborah bajó la vista y se miró las manos, posadas en el regazo.

—El señor Godwin era primo del difunto sir Redwall. Su parte de la familia no fue nunca tan ilustre.

Eran granjeros honrados, administradores y mayordomos de los caballeros Allenby. El señor Godwin es el último de los hombres Allenby que queda. Él se ocupa de las ovejas.

Yo miré a Portia. Aquello era muy curioso. Quizá aquel último descendiente de los Allenby fuera el origen de las dificultades de Brisbane en su nuevo hogar.

Como si me hubiera leído el pensamiento, Portia preguntó:

—¿Y qué clase de hombre es el señor Godwin?

Para mi sorpresa, Deborah se ruborizó intensamente.

—Es un buen hombre, milady. Es alto, y las muchachas del pueblo lo consideran guapo.

Yo oculté la sonrisa detrás de la taza de té. No había misterio en aquel señor Godwin. Era, sencillamente, el donjuán del pueblo. Me pregunté si alguna vez se había portado mal con Deborah, o si sólo había querido hacerlo. Me dije que iba a observarlo atentamente cuando llegáramos a Grimsgrave. Después, volví a concentrarme en la conversación.

—¿Y el señor Brisbane viene a menudo al pueblo?

—Nunca, milady. Siempre está en la casa, y si necesita algo, envía al señor Godwin a buscarlo. No hemos vuelto a verlo desde enero.

Aquello no me gustó. Brisbane era un hombre dinámico, lleno de energía. Si se había encerrado en Grimsgrave Hall como un animal en su guarida, o estaba amargado dándole vueltas a algo, o había vuelto a sufrir aquellas perniciosas migrañas con las que había tenido que luchar durante toda su vida. Yo no sabía qué podía ser peor.

—Bueno, eso lo cambiaremos muy pronto —dijo Portia con una alegría forzada—. Este pueblo es encantador. Debemos asegurarnos de que disfrute de sus bellezas naturales.

Yo me quedé mirándola fijamente. Lo poco que habíamos visto del pueblo era deprimente. Las casas de piedra gris, la niebla, el viento, la gente pálida de mirada recelosa… Era cierto que Amos y Deborah habían sido muy amables, pero, ¿hasta qué punto había sido genuino su comportamiento, y no a cambio de las monedas que pudieran ganar?

No obstante, el comentario de Portia tuvo el efecto deseado. Deborah sonrió y en sus mejillas se formaron dos hoyuelos. Después, se marchó apresuradamente para ver cómo iban los preparativos que estaba haciendo su hermano para trasladarnos a Grimsgrave Hall.

Portia y yo nos servimos otra taza de té y nos miramos.

—No me gusta esto, Julia. ¿Has visto cómo se movía la cortina cuando nos acercábamos a la posada?

—Quizá es porque tienen muy pocos visitantes —dije yo; sin embargo, tuve que rendirme al ver la cara de Portia—. No, tienes razón. A mí tampoco me gusta esto. Ni siquiera parece que estemos en Inglaterra, ¿verdad?

—Si piensan que esto es extraño, es que no han estado en Escocia —soltó Morag con un resoplido.

Nosotras bebimos té y no dijimos nada más.

Amos vino a recogernos un poco después, mientras Deborah nos ayudaba a recoger todas nuestras cosas y a ponernos los abrigos recién cepillados. Le dimos las gracias por el té, pagamos generosamente y salimos a la calle bajo la luz mortecina del sol del atardecer. Yo lamenté no poder permanecer un poco más junto al agradable fuego de la posada. Ahora que casi había llegado a Grimsgrave Hall, y junto a Brisbane, mi coraje se debilitó un poco, y me pregunté en qué estaba pensando cuando había decidido hacer aquel viaje.

Portia, que percibió mi estado de ánimo, me empujó suavemente y me hizo subir al carro. Después se sentó pesadamente al borde de mi falda, para mantenerme clavada en mi sitio.

—Nada de volver corriendo a Londres, cielo —murmuró—. Ha llegado la hora de la verdad.

Si me hubiera demostrado un poco de comprensión, quizá yo hubiera huido. Sin embargo, su sentido común fue el apoyo que yo necesitaba para recuperar el valor. Valerius llegó en aquel momento y se sentó junto a nosotras, y después subieron las doncellas, las mascotas y las maletas. Yo volví la cara hacia los páramos ventosos, y le dije a Amos que podía comenzar el viaje.

El trayecto se me hizo interminable. A cada giro de las ruedas, el estómago me daba un vuelco de protesta. Amos habló poco, pero sí nos explicó algunas cosas sobre la zona. Nos dijo que el pueblo limitaba con Grimsgrave Moor, y que la casa estaba al otro lado del pantano. La carretera rodeaba el pantanal, pero él señaló con la cabeza un sendero que discurría por la mitad del terreno cenagoso, saliendo desde el patio de la iglesia de Lesser Howlett.

—Ése es el camino más rápido hacia Grimsgrave Hall; a pie se tarda una hora, o un poco más. Sin embargo, la carretera da una vuelta mucho más larga, y los caballos sólo pueden ir a un trote lento porque es empinada y muy pedregosa. Habremos llegado más o menos en dos horas.

Yo agité la cabeza, asombrada. Nunca hubiera imaginado que en algún lugar de nuestra isla diminuta y abarrotada existiera tal aislamiento. La estación de tren más cercana estaba a medio día de camino, y era el final de una vía muy pequeña. Yo me había criado en el sur, donde todas las carreteras conducían inexorable y rápidamente hacia Londres.

Me maravillé con el silencio del paisaje, en contraste con Minna, que parloteó sobre todo lo que veía.

Afortunadamente, el viento ahogaba su voz, y aunque yo veía que se movían sus labios, oía muy poco de lo que pudiera estar diciendo. Morag le lanzó unas cuantas miradas fulminantes y después intentó dormir. El banco del carro no estaba acolchado, y había pocos lugares en los que apoyarse o agarrarse, pero lo consiguió. Sin duda, gracias a una habilidad que había desarrollado en sus días de prostituta en Whitechapel, pagando una fracción de penique por dormir, sentada, en el banco de un albergue para indigentes.

La luz del anochecer fue convirtiéndose en una sombra gris sobre el paisaje. Val miraba hacia delante, mientras que Portia y yo observábamos los pantanos, la hierba que se movía sobre ellos como olas inquietas de un vasto mar interior. Poco a poco apareció una luna torcida que iluminó pálidamente la escena mientras continuábamos ascendiendo por la carretera.

Después de una eternidad, divisamos una luz diminuta, fantasmal, que parpadeaba a lo lejos. Amos tiró de las riendas y nos detuvimos un minuto. Elevó el látigo y señaló la lucecita.

—Aquello es Grimsgrave Hall.

Sus palabras me produjeron un pequeño escalofrío. La casa estaba agazapada al final de un largo camino, elevada sobre los pantanos, sin la compañía de un solo árbol o arbusto, tan sólo de unas cuantas zarzas retorcidas. Pasamos por una cancela, y yo distinguí la forma de la casa, oscura y baja, como una bestia escondida entre las sombras. En la parte delantera había algo plano, brillante. Era un estanque rodeado de juncos, de aguas negras apenas movidas por el viento del pantano. Detrás del estanque, había un muro de piedra oscura que se alzaba contra el cielo nocturno, con tres ventanas arqueadas. Al mirarlas, me di cuenta de que la luna se entreveía por aquellos arcos, como si habitara dentro de la casa. Entonces supe que el muro se erguía solo, como los restos de un ala derruida.

—Dios mío —murmuré.

No tuve tiempo de señalarle mi descubrimiento a Portia. Amos había detenido el carro frente a la puerta principal de la casa, y se había bajado del pescante para llamar al pesado portón de roble. Yo bajé también, contenta de librarme del carro, pero con el estómago encogido. Todos los nervios que había contenido durante del viaje se desataron con furia, y me resultaba difícil incluso tragar saliva. De repente, tenía la boca tan seca como la tiza.

Me reproché aquella cobardía, y sacudiéndome la falda del vestido, fingiendo un coraje que no sentía, seguí a Amos. Detrás de mí, oí que Minna recitaba en voz baja una plegaria al Señor, y estuve a punto de pedirle que rezara también por mí.

Después de una eternidad, la puerta se abrió, y la mujer más diminuta que yo hubiera visto en mi vida, arrugada como una manzana de invierno, apareció en el umbral.

—¿Sí, Amos?

—Han venido unas damas y un caballero a visitar al señor Brisbane —dijo por encima del hombro, mientras caminaba hacia el carro y comenzaba a bajar nuestro equipaje.

Hubo unos cuantos ladridos de protesta de los perros y Grim, el cuervo, emitió un graznido aciago. Sin embargo, las mascotas eran la última de mis preocupaciones. Me adelanté e incliné la cabeza.

—Buenas noches. Siento muchísimo aparecer sin aviso. Soy lady Julia Grey. Le presento a mi hermana, lady Bettiscombe. Nuestro hermano, el señor Valerius March.

Val y Portia asintieron para saludar a la pequeña manzana, que al instante dio un paso hacia atrás, hacia el vestíbulo.

—Oh, por favor, pasen y protéjanse del viento —dijo, con una expresión de profundo desconcierto—. ¡Visitas! No habíamos tenido tantas emociones desde el día en que llegó el nuevo maestro de escuela a Howlett Magna. Claro que tendrán un techo aquí. Ustedes pueden ser ángeles inesperados, como dice la Biblia. ¡Pasen, pasen!

Lo hicimos, y me di cuenta de que la mujer llevaba una cofia sobre el pelo blanco y rizado, y un delantal sobre un vestido de rayas. El vestíbulo era tan anticuado como la apariencia de aquella mujer. Las paredes estaban cubiertas con paneles de roble grueso y el suelo era de grandes losas de piedra. Al fondo de aquel vestíbulo había una escalera de madera oscura, iluminada tan sólo en el rellano por una vela.

—Soy la señora Butters, la cocinera y ama de llaves —dijo la señora.

Sin embargo, antes de que pudiera terminar de presentarse, yo advertí una figura en las escaleras. La señora Butters debió de darse cuenta de que yo miraba por encima de su hombro, porque se quedó callada y se volvió, mientras alguien bajaba los escalones.

Verdaderamente, era una visión. Pese a la severidad de su peinado y la sencillez de su vestimenta, era la mujer más bella que yo hubiera visto nunca. Descendía las escaleras con gracia, con pasos ligeros y dignos, lentamente. Cuando salió a la luz del vestíbulo, me percaté de que era de más edad y más pobre de lo que yo había pensado en un principio. Tenía más de treinta años, y llevaba un vestido que había pasado de moda dos décadas antes. Tenía algunas arrugas alrededor de los ojos, pero su mirada era serena, y nos observaba como a iguales, con la barbilla alta y una expresión de ligero reproche, quizá por lo tardío de la hora.

La señora Butters dio otro paso atrás.

—Invitados en Grimsgrave, señorita Ailith. Lady Julia Grey y lady Bettiscombe, y el señor Valerius March. Son amigos del señor.

La mirada fría y evaluadora de la mujer descansó brevemente sobre mí, después sobre mi hermana y finalmente sobre Valerius. Nos observó durante unos largos instantes, tan inescrutable como la Mona Lisa, e igualmente deslumbrante. Tenía unos rasgos tan bellos, que ningún maestro del Renacimiento hubiera podido idearla mejor. Su piel era luminosa como el alabastro, y sus ojos, grandes y de un azul intenso.