Tiempos de claroscuro - Deanna Raybourn - E-Book
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Tiempos de claroscuro E-Book

Deanna Raybourn

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Beschreibung

Los espíritus cuentan secretos… Lady Julia y Nicholas Brisbane habían vuelto de su viaje por el extranjero y habían establecido su residencia en Londres. Sin embargo, unir sus dos colecciones de mascotas, sirvientes y artilugios dejaba muy poco tiempo a los recién casados, por no decir al trabajo como investigador privado de Brisbane. Entre sus clientes estaba el propio hermano de Julia. Lord Bellmont le pidió a Brisbane que guardara silencio absoluto sobre su caso. No obstante, Julia no estaba dispuesta a que la mantuvieran en la ignorancia de nada que tuviera que ver con su amada y excéntrica familia, y pronto se implicó en la investigación. El rastro la llevó hacia El Club de los Espíritus, un exclusivo club de espiritismo donde Madame Séraphine celebraba sesiones todas las noches… sesiones a las que acudían caballeros poderosos. A partir de aquel lugar extraño e inquietante fueron revelándose una serie de actos que podían acabar con la reputación de algunos. Los Brisbane pronto se dieron cuenta de que debían permanecer unidos si no querían fracasar. Por el bien de Bellmont, y por otras cosas más que estaban en juego, tuvieron que enfrentarse a peligros que habían nacido de secretos oscuros.

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Deanna Raybourn. Todos los derechos reservados.

TIEMPOS DE CLAROSCURO, Nº 22 - noviembre 2012

Título original: The Dark Enquiry

Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1161-4

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Nota de los editores

Estimados lectores:

Nos complace gratamente presentaros una nueva aventura de lady Julia Grey y su enigmático y atractivo marido, el detective Nicholas Brisbane.

En Tiempos de claroscuro, Deanna Raybourn nos relata una increíble historia de médiums y espías ambientada en la Inglaterra victoriana de finales del siglo XIX, donde la intriga y el misterio se mantienen hasta la última página, así como la tensión romántica entre nuestros protagonistas.

Aparte de ellos, en esta novela hay toda una galería de curiosos e interesantes personajes secundarios, de todos los estratos de la sociedad, que aportan una gran credibilidad a la trama.

A lo largo de la novela, Deanna nos da a conocer la política internacional del momento, las tensiones sociales de la época y los nuevos descubrimientos.

Solo nos queda advertir a nuestros lectores que estén muy atentos a los pequeños detalles, ya que son la clave para descubrir los posteriores acontecimientos y desenmascarar a los criminales y los motivos que les llevan a cometer sus crímenes.

Esperamos que disfrutéis de la lectura de este libro que para nosotros es un auténtico tesoro.

Los editores

Capítulo 1

Me quedaré tan silencioso como un cordero.

El rey Juan

Londres, septiembre 1889

−Julia, por el amor de Dios, ¿qué es ese olor? Es como si tuvieras animales de granja aquí dentro −se quejó mi hermano Plum. Se sacó un pañuelo de seda del bolsillo y se lo llevó a la nariz. Se le humedecieron los ojos, y tosió de forma dramática.

Yo tragué saliva para contener mi propia tos, e ignoré mis ojos llorosos.

−Es estiércol −admití, volviendo a mis vasos de precipitados y a mis quemadores.

Acababa de llegar a un punto crucial de mi experimento cuando me había interrumpido Plum. En la mesa, ante mí, había varios matraces y frascos, y un viejo ejemplar de la Revista de Ciencia Trimestral abierta junto a mi codo. Yo tenía el pelo bien recogido y me había puesto un delantal de lona que me cubría desde los hombros hasta los tobillos.

−¿Y por qué motivo has traído estiércol al despacho de Brisbane? −preguntó Plum, con la voz ligeramente amortiguada por el pañuelo.

Yo lo miré de reojo. Con el pañuelo de seda de color lila sobre la mitad inferior de la cara, parecía un bandolero muy apuesto, pero poco convincente.

−Estoy continuando el experimento que empecé el mes pasado −le expliqué yo−. He llegado a la conclusión de que el error está en el nitrato de potasio. Era impuro, así que he decidido refinar el mío yo misma.

Él abrió unos ojos como platos y tosió de nuevo.

−¡La pólvora negra no! Julia, se lo prometiste a Brisbane.

Aquella mención de mi marido no sirvió para disuadirme. Habíamos discutido durante meses sobre aquel asunto, y por fin habíamos acordado que yo podía participar en sus investigaciones siempre y cuando llegara a dominar ciertas disciplinas que eran necesarias para la profesión. Entre ellas estaba ser una experta tiradora.

−Solo le prometí que no tocaría su pistola hasta que me enseñara a usarla debidamente −le recordé a Plum.

Vi que mi hermano miraba con ansiedad la piel de tigre que había en el suelo. Brisbane había matado al animal en la India, de un solo disparo, con su enorme pistola howdah, para salvarme la vida. Mis propias experiencias con aquella arma habían sido menos satisfactorias. La ventana sur de la casa todavía tenía unas tablas claveteadas, porque yo la había hecho añicos al detonar accidentalmente una carga de pólvora. El vecino de enfrente de la Chapel Street nos había amenazado con tomar medidas legales hasta que Brisbane le había calmado con una caja de botellas de un excelente vino francés.

Plum suspiró debajo del pañuelo.

−¿Qué es lo que te propones esta vez, exactamente?

Yo vacilé. Plum y yo habíamos participado en los asuntos profesionales de Brisbane, pero había cosas de las que no hablábamos por acuerdo tácito, y el villano que habíamos descubierto a los pies del Himalaya era uno de aquellos asuntos. Yo había visto al individuo desaparecer en medio de una nube de humo, y la experiencia había sido asombrosa. Me había impresionado tanto que quería tener un poco de aquella sustancia para mí, pero aunque había hecho numerosas investigaciones, no había encontrado la fuente. Así pues, había decidido fabricarla por mí misma.

−Estoy intentando reproducir un tipo de pólvora que vi en la India −dije−. Si lo consigo, esa pólvora no necesitará fuego. Será lo suficientemente sensible como para inflamarse por un impacto.

Plum abrió mucho los ojos, con espanto.

−Maldita sea, Julia, ¡vas a hacer volar el edificio! Y la señora Lawson ya te tiene suficiente manía −añadió, de manera bastante desagradable, en mi opinión.

Yo me incliné hacia mi trabajo.

−La señora Lawson le tendría manía a cualquier mujer que fuera esposa de Brisbane. Ha pasado muchos años llevando su casa, preparándole los pudines y almidonándole las camisas. Su desagrado hacia mí no son más que celos femeninos.

−Por no mencionar el hecho de que has creado una atmósfera pestilente aquí −dijo Plum−. O tal vez también tenga que ver con el hecho de que has conseguido que las ventanas de su casa salten por los aires.

−¡Qué exagerado! Las del primer piso solo se agrietaron, y los daños del humo no se notan casi nada desde que vinieron los pintores. En cuanto a la ventana sur, llega mañana. Además, esa explosión no fue culpa mía. Brisbane no me explicó que el sulfuro es muy volátil.

−Es un loco −murmuró Plum.

Yo lo atravesé con la mirada.

−Entonces, nosotros dos también, porque trabajamos con él −le recordé−. ¿Por qué has venido?

Plum soltó un resoplido.

−Vaya una bienvenida de mi propia hermana.

−Somos diez hermanos, Plum. Una visita fraternal no es precisamente un acto de estado.

−Hoy estás de muy mal humor. Quizá debiera marcharme y volver cuando se te haya endulzado la lengua.

Yo medí cuidadosamente unos cuantos granos de la pólvora negra que acababa de formular.

−O quizá debieras decirme por qué estás aquí.

Él suspiró de nuevo.

−Necesito hablar con tu esposo sobre el nuevo caso que me ha asignado. Quiere que corteje a la hija del conde de Mortlake para descubrir si ella es la ladrona de las esmeraldas de lady Mortlake.

Yo me erguí. Aquello me había intrigado.

−Eso es absurdo. Felicity Mortlake es una muchacha muy agradable que no tiene ningún motivo para querer robar las esmeraldas de su madrastra. Estoy segura de que tus esfuerzos lo confirmarán.

−Puede ser, pero mientras, tengo que conseguir que me inviten a su casa solariega para poder fingir que soy un pretendiente fervoroso. Esto habría sido mucho más fácil durante la temporada.

−¿Y no puedes posponerlo? −le pregunté mientras me limpiaba las manos con un trapo húmedo.

−No es probable. Las esmeraldas siguen sin aparecer y Brisbane dice que Mortlake se está impacientando. No se ha demostrado nada con respecto a Felicity, pero hasta que su señoría no sepa algo con certeza, no podrá estar seguro de la inocencia o la culpabilidad de su hija. Le compadezco. Claro que también me compadezco a mí mismo. Felicity Mortlake me detesta −dijo él, con aflicción.

Yo estuve a punto de sonreír.

−Sí, ya lo sé.

Recordaba bien aquella ocasión en la que ella le había echado un cuenco de ponche por la cabeza a Plum, durante un baile en Mayfair. No había sido el mejor momento de mi hermano, pero posiblemente, sí el de Felicity.

Yo me incliné de nuevo hacia mi experimento.

−Los franceses tienen ahora una pólvora que no desprende humo −musité, enfurruñándome un poco−, y yo todavía no he conseguido perfeccionar esta.

Plum retrocedió hacia la puerta.

−No irás a encender eso −dijo, al verme tomar una cerilla.

−Naturalmente que sí. De lo contrario, ¿cómo voy a saber si he tenido éxito? No te preocupes, esta vez he tomado precauciones −le dije yo para tranquilizarlo, y señalé el grueso mandil que me había puesto sobre el vestido más viejo que tenía. Ya había destrozado tres conjuntos muy caros con mis experimentos, y finalmente había tenido que aceptar que debía sacrificar la moda en aras de lo práctico cuando empleaba el método científico.

−No estoy pensando en tu ropa −protestó mi hermano, alzando un poco la voz mientras yo encendía la cerilla.

−Si te pone nervioso, puedes esperar fuera. Brisbane volverá dentro de muy poco −le dije yo.

−Brisbane ha vuelto ahora mismo −dijo una voz grave y familiar desde la puerta de la entrada.

Yo alcé la vista.

−¡Brisbane! −exclamé alegremente. Y la cerilla se me cayó.

El hecho de que la explosión solo rompiera una ventana no sirvió para mitigar mi desgracia. Brisbane apagó el fuego en silencio, o por lo menos, yo creo que fue en silencio. Tal vez la explosión me provocara un pitido constante en los oídos. Tal vez él estuviera moviendo la boca, pero yo no oí nada de lo que tal vez me estuviera diciendo hasta que llegamos a nuestra casa de Brook Street aquella noche. Brisbane había pedido que nos sirvieran la cena en una bandeja en la habitación, y yo me alegré. Me había dado un baño caliente y perfumado con el que me quité todos los restos de hollín del cuerpo, y cuando me acercaba a la mesa, me di cuenta de que estaba hambrienta.

−¡Ooh! Ostras… ¡y urogallo! −exclamé, tomando el plato que me ofrecía Brisbane. Me puse a cenar alegremente, y pasaron unos minutos hasta que me di cuenta de que él no estaba comiendo.

−¿No tienes hambre, querido?

−He comido tarde, en el club −me dijo él, pero no me engañó. Arrancó un pedazo de carne de su ave y se lo arrojó a su lebrel blanco, Rook. Para ser un perro tan grande, comió con delicadeza y se relamió cuidadosamente la grasa de los labios cuando terminó.

Yo dejé el tenedor a un lado.

−Sé que ya no estás enfadado, o todavía estarías gritando. ¿Qué es lo que te preocupa?

Él se pasó una mano por los ojos, y a mí me alarmó que estuviera rondándole una de sus terribles migrañas. Sin embargo, cuando abrió los ojos, me di cuenta de que los tenía despejados, y tan negros y brillantes como siempre.

−Sencillamente, no sé qué hacer contigo −me dijo. Y, en aquel momento, sentí lástima por él.

−Cuatro explosiones en un mes es algo un poco excesivo −admití.

−Cinco −corrigió él−. Se te olvida la de la fiesta en la casa de campo de lord Riverton.

−Oh… ¿Le llamarías a eso una explosión? Yo hubiera pensado que era una detonación −comenté. Volví a tomar el tenedor. Si íbamos a tener la misma conversación de siempre, lo mejor sería que al menos disfrutara de la cena−. Las ostras son excelentes. Es una lástima que la cocinera se marche a vivir al campo. Nunca encontraremos a alguien tan experto en la preparación del marisco.

Brisbane no se dejó distraer con aquella charla doméstica.

−De todos modos, tenemos que hacer algo acerca de vuestra tendencia a hacer saltar las cosas por los aires, milady.

El hecho de que Brisbane usara mi título nobiliario era prueba de su agitación. Él nunca lo usaba durante nuestras conversaciones; prefería utilizar pequeñas expresiones de cariño, algunas de las cuales especialmente calculadas para provocarme el rubor en las mejillas.

Se sirvió una copa de vino y bebió. Después se aflojó el pañuelo del cuello. Aquel era un gesto inadecuado durante la cena, y habría molestado a la mayoría de las esposas, pero no a mí. Brisbane tenía un cuello muy bonito.

Yo volví a la cena.

−Es el mismo dilema de siempre −dije−. Yo quiero implicarme en tu trabajo. Tú lo permites, en contra de tu sentido común, y por algún motivo, todo se complica mucho más de lo que esperabas. En realidad, no sé por qué sigue sorprendiéndote.

Después de haber resuelto juntos cuatro casos, incluyendo el desenmascaramiento del asesino de mi primer marido, parecía absurdo que Brisbane pensara que nuestra asociación pudiera ser algo sencillo.

Él suspiró.

−La dificultad es que no soy capaz de convencerte de que hay peligros en el mundo. Eres la mujer más despreocupada con su seguridad personal que he conocido.

Yo le puse una mano sobre el brazo.

−No quiero ser difícil, querido. Es solo una cuestión de entusiasmo. Me dejo llevar por el momento y olvido las posibles consecuencias.

Él entornó peligrosamente sus ojos negros.

−Entonces, deberíamos encontrar otros entusiasmos para ti.

Yo conocía bien aquella mirada, así que me crucé de brazos. No iba a permitir que me sedujera y me hiciera olvidar aquella conversación. Brisbane tenía la habilidad de distraerme completamente con una muestra de afecto marital. Después, yo casi nunca recordaba de qué estábamos hablando. Era una salida muy buena para las situaciones peliagudas. Sin embargo, me prometí que en aquella ocasión no sería así.

Aparté la vista de su cuello bronceado y lo miré a los ojos implacablemente.

−No podemos pasarnos el resto de nuestro matrimonio teniendo la misma discusión, aunque sé que hay uno o dos asuntos que tenemos que resolver −dije.

Llevábamos casados unos quince meses, pero nuestra luna de miel había sido muy larga, y habíamos vuelto a Londres hacía tan solo unas cuantas semanas. Desde entonces, habíamos encontrado una casa de alquiler y habíamos llevado allí muchas de las posesiones de Brisbane, desde su residencia de soltero de Chapel Street, y de las mías, desde la pequeña casita que yo poseía en la finca de mi padre, en Sussex. Habíamos contratado a los empleados domésticos, habíamos comprado muebles y papel para las paredes y nos habíamos aburrido mortalmente durante todo aquel proceso. Queríamos trabajo, una ocupación que mereciera la pena, casos que resolver, misterios que desentrañar. Él se había quedado con su piso de Chapel Street para usarlo de despacho y laboratorio, y, de ese modo, mantener separadas nuestra vida profesional y nuestra vida personal, pero yo estaba cada vez más impaciente. Él ya había resuelto tres casos importantes desde nuestro regreso, pero yo solo había tenido que resolver el misterio de por qué la lavandera solo almidonaba cinco de las siete camisas que él enviaba a lavar.

−Pero tú me prometiste que podría participar en tu trabajo −le recordé−. Estoy intentando aprender todo lo posible para ser una buena socia.

−Ya lo sé −respondió él−. Nadie hubiera trabajado más, ni con más entusiasmo que tú −admitió él, frunciendo un poco los labios para reprimir una sonrisa−. Y por eso creo que es hora de que te embarques en tu primera investigación.

−¡Brisbane!

Me levanté de un salto y volqué la mesita. En un instante estaba en su regazo, cubriéndolo de besos. Rook aprovechó la oportunidad para curiosear entre la porcelana y la comida del suelo. Atrapó un urogallo y comenzó a morderlo, pero yo no le reprendí. Estaba demasiado contenta, y besé a Brisbane en la mejilla.

−¿Lo dices en serio?

−Pues sí −respondió él con la voz ronca−. Plum tiene que investigar a la hija de Mortlake, y quiero que vayas con él. Conoces a la familia, y todo parecería más natural si estuvieras allí. Lord Mortlake sospecha que el robo de las esmeraldas ha sido un delito femenino, y tú serás muy valiosa para averiguar los secretos de las damas.

−No te arrepentirás −le dije−. Voy a recuperar las esmeraldas, y voy a desenmascarar al ladrón.

−Te tomo la palabra −murmuró él, y posó la boca en el pulso de mi cuello.

Después de eso, la cena fue olvidada, y un poco después, mientras yo me quedaba dormida entre los fuertes brazos de Brisbane, pensé en lo bien que estábamos consiguiendo conciliar el trabajo con el matrimonio. Solo era necesario tener un poco de paciencia y un poco de comprensión, me dije con petulancia. Yo le había demostrado mi valía, y él tenía fe en mi capacidad para ayudar en una investigación.

Debería haber sido más lista.

A la mañana siguiente, las cosas ya habían empezado a aclararse. Yo bajé muy animada a desayunar, con la cabeza llena de planes para el caso Mortlake. Estaba deseando hablar de ello con Brisbane mientras tomábamos una deliciosa comida en la sala de desayunos; era una habitación azul, con gruesas cortinas de terciopelo que vestían unas ventanas altas y con vistas al jardín trasero. Una estancia serena y agradable para comenzar el día, en suma. El único detalle incongruente era la enorme jaula del Grim, nuestra mascota, pero yo le tenía mucho cariño al cuervo y él, a su vez, le tenía mucho cariño a la comida que yo le daba.

Bajé al vestíbulo justo en el momento en el que nuestro mayordomo salía por la puerta que separaba la cocina del resto de la casa.

−Buenos días, Aquinas.

−Milady −dijo él, inclinando la cabeza. Incluso cuando llevaba una bandeja de tostadas, era capaz de transmitir una gran dignidad.

−¿Cómo va la contratación? ¿Ha encontrado ya una sustituta para la cocinera?

Aquinas llevaba años trabajando para mí, primero de mayordomo en Grey House, durante mi primer matrimonio, y después, a mi servicio directo. Tenía una fe inmensa en él, tan inmensa como el aburrimiento que me producía la organización doméstica. Había dejado en sus manos la contratación de los empleados para nuestra nueva casa de Londres, indicándole que acudiera a la señora Potter, una de las agencias de servicio doméstico más importantes de Londres. Los resultados habían sido solo regulares.

−He encontrado una sustituta para la cocinera, y ha preparado el desayuno −me dijo él, con una ligera mueca de desagrado al mirar una tostada de las tostadas de la bandeja, que estaba ligeramente quemada.

Yo arqueé las cejas.

−Nunca le había visto llevar una tostada quemada a la mesa, Aquinas. Entiendo que no es el primer intento.

−El cuarto −respondió él con tirantez−. Y es el mejor. No deseo retrasarlos ni al señor Brisbane ni a usted con este asunto, pero hablaré con ella cuando termine el desayuno. También me he tomado la libertad de contratar a otra doncella ante la inminente llegada del señor Eglamour March.

Yo me quedé inmóvil ante la mención de mi hermano.

−¿El señor Eglamour?

Eglamour era el nombre de pila de mi hermano, nombre que no usábamos jamás, salvo en las conversaciones con el servicio y en los eventos sociales.

−El señor Brisbane me informó ayer de que el señor Eglamour March va a instalarse aquí dentro de pocos días. He pensado que la Habitación China puede ser la más adecuada para él, puesto que tiene vestidor. También he pensado que la luz del sur será muy adecuada para que pueda pintar.

Pues sí, luz del sur, pensé yo, frunciendo los labios. Plum era el cuarto hijo de un conde, y por lo tanto era casi un ser inútil. Se había dedicado al arte antes de convertirse en detective privado, y yo pensaba que tenía mucho talento. Sin embargo, ninguna de esas dos ocupaciones justificaba el hecho de que viniera a vivir a mi casa.

Tomé la bandeja de tostadas de las manos de Aquinas.

−Yo la llevaré, si no le importa. Me gustaría hablar con el señor Brisbane.

Aquinas se marchó a buscar el té, y yo me preparé para la batalla. No tuve que esperar mucho; en cuanto Brisbane me vio la cara, al entrar en la sala, alzó las manos.

−Lo sé. No es lo ideal. Él no quería decírtelo, pero Plum ha tenido una discusión con tu padre.

Al oírlo, me aplaqué un poco. Puse la bandeja de tostadas sobre la mesa y fui a abrir la jaula de Grim. Él me saludó inclinando amablemente la cabeza.

−Buenos días −dijo con su vocecita extraña.

Yo le devolví el saludo, y Grim bajó al suelo para pasearse por la habitación y hacer su inspección matinal de todos los rincones. Yo rompí un trocito de tostada para él y lo puse en un platito en el suelo antes de servirme. Entonces me giré hacia Brisbane.

−¿Se han peleado porque Plum trabaje en tu negocio?

Brisbane asintió.

−Su señoría considera que la empresa no es adecuada para nadie con un nacimiento tan elevado como Plum −dijo con ligereza.

Sin embargo, yo me pregunté si la desaprobación de mi padre le producía dolor. En realidad, era algo terriblemente desagradecido por parte de mi padre. Brisbane le había salvado la vida en una ocasión, y había salvado el honor de la familia más veces de las que yo podía contar.

−Te advertí que sería difícil −murmuré−. Y sobre todo ahora. Portia dice que ha tenido muchas discusiones con Auld Lachy.

Las peleas de mi padre con su ermitaño se habían vuelto tan acaloradas que Homero podría haber escrito un poema épico sobre ellas. Y no había servido de nada que yo le dijera a mi padre que, en primer lugar, era absurdo tener un ermitaño en el centro de la ciudad. Sin embargo, era lo que debía esperarse mi padre; había contratado a Auld Lachy a través de un anuncio del periódico, y tal y como yo le recordé, uno nunca debía contratar a un ermitaño sin contar con las referencias adecuadas.

Con un cuchillo, comencé a quitarle la capa quemada a una tostada. Grim había ignorado su pedacito después de estudiarlo atentamente. Yo le puse una cucharadita de mermelada en el plato y él asintió alegremente.

−Eso es para mí −dijo, antes de empezar a desayunar.

En lo relacionado con la comida, Grim no tenía nada de la delicadeza de Rook. Yo aparté la mirada y puse confitura también en mi tostada. Después, retomé la conversación con mi marido.

−Debes recordar que mi padre es un hipócrita. Nos educó a todos con sus ideas progresistas, pero en realidad no las cree, por lo menos en lo referente a sus hijos.

−Pues le dio su bendición a nuestro matrimonio −señaló Brisbane con calma.

Yo sonreí con afecto.

−A mi padre no le importa mucho lo que hagan sus niñas, siempre y cuando sean felices y no provoquen escándalos. Son sus hijos quienes le preocupan. Entre el hecho de que Bellmont haya resultado tory y Valerius haya comenzado a practicar la medicina, se siente decepcionado con sus herederos.

Mi padre no lo había tenido fácil con sus hijos. Los que se habían casado tenían buenos matrimonios, pero su hijo mayor y heredero del condado, el vizconde Bellmont, era uno de los principales miembros del partido Tory. El pequeño, Valerius, había empezado a trabajar de médico, y Lysander y Plum se dedicaban a las artes. Mi padre admiraba la inteligencia y la energía de Brisbane, pero su relación era espinosa; mi padre oscilaba entre la cercanía y la frialdad, y mi marido mantenía siempre una distancia amable, y aconsejable.

Yo mordí la tostada y me quedé pensativa.

−Además, sospecho que lo que disipó las dudas que pudiera tener es el hecho de que tengas parentesco con un duque. En realidad, mi querido padre es un esnob.

El tío abuelo de Brisbane era el duque de Aberdour, y esa relación familiar compensaba el hecho de que su madre fuera una adivina gitana y su padre… Bueno, cuanto menos se hablara del padre de Brisbane, mejor.

Proseguí.

−Pero la desaprobación de mi padre no es lo importante. ¿Por qué viene Plum a vivir con nosotros? Podría utilizar la habitación que hay en Chapel Street. Puede vivir allí −sugerí.

Grim graznó con impaciencia para que le diera otro pedazo de tostada con mermelada, y yo obedecí.

Brisbane tomó el periódico.

−Me temo que eso no puede ser. Esa habitación la ocupa Monk, por el momento.

Yo suspiré al oír aquel nombre. Monk había sido el tutor de Brisbane en su juventud, y después, su ordenanza. Aquella era una conexión que yo quería explorar, porque ninguno de los dos hablaba nunca del tiempo que habían pasado juntos en el ejército. Ahora, Monk era la mano derecha de Brisbane durante sus investigaciones. Al principio, yo le había caído bien, pero desde entonces, nuestra relación había sido fría, aunque amable. Aquello solo eran suposiciones por mi parte, porque nunca habíamos hablado del tema, pero Monk había tomado la costumbre de ausentarse lo más posible y de tratarme con cordialidad y distancia cada vez que nuestro encuentro era inevitable.

Algunas veces, Brisbane tenía la increíble capacidad de saber exactamente lo que yo estaba pensando.

−Entrará en razón −dijo con delicadeza. Yo sonreí débilmente.

−Eso espero. Ya es lo suficientemente descorazonador que la señora Lawson haya decidido odiarme.

Brisbane no me lo discutió, y yo me dije que tenía que ser más discreta cuando fuera de visita a Chapel Street. Realmente, le había hecho la vida muy difícil a la señora Lawson con mis experimentos, y no podía causarle rechazo a todos aquellos que formaban parte de la vida de Brisbane.

−Bueno, Aquinas ha dicho que va a instalar a Plum en la Habitación China, y ya ha contratado a otra sirvienta, así que supongo que es un hecho consumado. Sin embargo −dije, animándome de repente−, no veo por qué no puede ocupar el ático del piso de Chapel Street.

Aquella buhardilla era un estupendo espacio de almacenamiento, pero podría convertirse fácilmente en una habitación espléndida para Plum, y sería mucho más grande que cualquier otro sitio que pudiéramos ofrecerle.

−Imposible −dijo Brisbane, doblando el periódico de golpe−. Tengo planes para la buhardilla.

−Pero, Brisbane, de veras…

Él se levantó, me dio un beso en la coronilla y dijo:

−He pensado que sería el lugar perfecto para que tú tuvieras tu estudio de fotografía. De hecho, el equipo fotográfico va a llegar mientras tú estás en casa de los Mortlake. Cuando haya concluido el caso y vuelvas a Londres, tendrás tu propio estudio con sala de revelado incluida.

−¡Brisbane! −exclamé yo, y volví a lanzarme a sus brazos por segunda vez en menos de veinticuatro horas−. Me dejas asombrada. Llevo semanas sin mencionar la fotografía.

Había comenzado a interesarme en la fotografía a causa de una señora fotógrafa que habíamos conocido durante nuestra última investigación, y deseaba tener una cámara. Admiraba la facilidad con que se combinaban la ciencia y el arte en la fotografía, y con una familia tan extensa como la mía, sabía que nunca me faltarían individuos para inspirarme.

Él me besó con firmeza.

−Sí, bueno, sabía que disfrutarías con ello, y creo que tener nuestro propio estudio de fotografía será muy útil para las investigaciones. Si se te da bien, te proporcionará una parte del negocio que será enteramente tuya.

Yo me quedé deslumbrada con la idea de tener algo que fuera útil y mío a la vez. Ahora podía contribuir de verdad, y me prometí que tendría éxito. Me prometí que me ganaría un sitio en la agencia, y me puse tan contenta que apenas oí lo que mi marido me decía después.

−Los albañiles dividirán el espacio para la sala de revelado y para el estudio, con mesas, estanterías y todos los muebles necesarios, así que tal vez no debieras ir hoy al piso. Cuando vuelvas del campo, harás un inventario y, si falta algo, puedes encargarlo.

Yo no dije nada. Me levanté, observé las fuentes de comida que había en la mesa auxiliar y no las encontré muy apetecibles. Tomé un riñón para Grim, pero el resto de los platos no me tentaron. Dejé el pedazo de carne en el plato de Grim; él se acercó y se lo comió ávidamente. Yo le acaricié la cabeza sedosa con la yema del dedo, observando los reflejos verdes de sus plumas negras.

−¿Cuándo salimos Plum y yo para el campo, querido?

−Los Mortlake van a dar una fiesta que comienza mañana. La casa solariega está en Middlesex. Toma el tren del mediodía en Victoria Station y llegarás antes de la hora del té. ¿Te parece bien?

Me volví para mirarlo a los ojos, aquellos maravillosos ojos negros, y le lancé una sonrisa resplandeciente.

−¡Por supuesto! Pero si me voy a marchar mañana mismo, tengo que ir de compras. Seguramente, llegaré tarde a cenar esta noche. Y tengo que ir a ver a Portia antes de salir.

Él volvió a besarme la coronilla y se marchó, y cuando salía de la habitación, yo me di cuenta de que estaba completamente aliviado. Aquinas entró con la tetera.

−Entonces, ¿el señor Brisbane se ha marchado, milady?

−Sí, Aquinas −dije yo distraídamente.

Aquinas se entretuvo allí durante unos instantes, metiendo a Grim en su jaula y recogiendo la comida de la mesa auxiliar.

−Los huevos están crudos, y las gachas están llenas de grumos −le dije−. Concédale un día más a la nueva cocinera, pero si no mejora, debe mandársela de nuevo a la señora Potter y pedirle que nos envíe otra.

−Ya se ha despedido −me dijo él.

−¿De veras? Pero si ha empezado esta mañana…

−Va a marcharse antes de la comida de hoy.

−¿Nos ha avisado con tres horas de antelación?

−Eso es, milady.

Yo suspiré.

−¿Y qué problema tenía?

−Le da miedo la nueva cocina.

Yo tuve que contener un resoplido. La cocina era una extravagancia; se trataba del último adelanto tecnológico para el hogar, y Brisbane se había empeñado en adquirir una. Adoraba todos los aparatos, y en cuanto había visto la monstruosa cocina de hierro oxidado que había en la cocina, había ordenado que se la llevaran y había comprado el modelo más nuevo y más caro de todos. El problema era que la mayoría de las cocineras tenían sus costumbres y cocinaban con madera o con carbón, y cocinar con fuego de gas les atemorizaba. Yo agité una mano.

−Aquinas, le encargo a usted que pida otra cocinera a la señora Potter. Yo tengo muchas cosas que hacer hoy.

−Muy bien, milady.

Yo repasé las dos conversaciones que había tenido con Brisbane, cuidadosamente.

−Aquinas, avise a Morag de que quiero verla. Tengo que hablar de mi equipaje con ella.

−¿Para su estancia en el campo? Muy bien, milady.

−En absoluto −dije yo, mientras le ofrecía la taza para que me sirviera más té, y le sonreía enseñando los dientes−. No tengo ni la más mínima intención de ir al campo.

Capítulo 2

Si es trabajo para un hombre, yo lo haré.

El rey Lear

Aquella tarde, después de hacer mis recados, me refugié en casa de mi hermana Portia. Ella me dio un té, y me trajo a su hija recién adoptada para que la viera. La pequeña Jane estaba al cuidado de su competente niñera india, que había venido con nosotros desde Darjeeling. Yo saludé a la señorita Stone con afecto. Por supuesto, su nombre verdadero no tenía nada que ver con Stone, pero a ella le encantaban las cosas inglesas. Había cambiado sus maravillosos saris de seda por un vestido de fustán negro con un delantal blanco, y su nombre indio por el apelativo de «niñera Stone».

Había aprendido algunos rudimentos de inglés antes de salir de su país natal, pero se propuso perfeccionarlo entablando conversación con cualquiera que quisiera hablar con ella. El resultado era la curiosa mezcla de una gramática peculiar y la jerga de la calle, pronunciada con su precioso acento.

Le había puesto a la niña un vestido de color verde esmeralda que contrastaba de un modo encantador con el halo de pelo rojo y suave del bebé. La niña llevaba un mordedor en uno de los puños regordetes, y babeaba excesivamente cuando la niñera quiso entregármela.

Yo le devolví una sonrisa forzada.

−Me parece que no la voy a tomar en brazos ahora, señorita Stone. Está un poco mojada.

La niñera Stone se sacó un pañuelo del bolsillo y comenzó a secarle la cara a la niña, arrullándola con dulzura.

−Señorita Stone, creo que le duelen las encías otra vez. ¿No le convendría un poco más de aceite de clavo? −sugirió Portia.

Lo que siguió fue un debate muy aburrido comparando las bondades del aceite de clavo y de los remedios nativos de la señorita Stone para aliviar el dolor de los dientes. Ganó la niñera, que se llevó a la niña a su habitación para aplicarle algún bálsamo de su propia invención.

Cuando se marcharon, Portia me lanzó una mirada de reproche.

−Es tu ahijada, Julia. Algún día tendrás que tomarla en brazos.

Yo chasqueé la lengua.

−Sé muy bien que es mi ahijada. Y también sé que es un encanto, Portia, y la quiero mucho, pero tienes que admitir que es una niña muy húmeda. Siempre tiene humedad en la boca o en la nariz o en otros lugares −dije remilgadamente. Ella me fulminó con los ojos, y yo me apresuré a continuar−: No estoy demasiado cómoda con los bebés. Tal vez cuando sea un poco mayor pueda llevarla de tiendas, o al teatro.

Portia me dio un empujoncito, y las dos nos instalamos en su salón para hablar de la duplicidad de mi marido.

−¿De verdad crees que quiere librarse de ti? −me preguntó Portia con los ojos muy abiertos. Mi hermana adoraba los chismorreos; se acurrucó en el sofá con su anciano perro, el señor Pugglesworth, un can flatulento que debería haber muerto cinco años antes.

−Por lo menos, durante unos días. Plum es perfectamente capaz de llevar el caso Mortlake él solito −respondí, mirándola significativamente.

Plum era muy guapo, y cuando se lo proponía, era el más encantador de todos nuestros hermanos. Para él sería un juego de niños cortejar a una joven, aunque le tuviera manía, como Felicity Mortlake.

−No, Brisbane tenía otro propósito para sacarme de Londres. Y no solo de Londres; no quería que me acercara a Chapel Street en absoluto.

−Y no puedes culparle, querida. Has intentado quemar ese piso por lo menos tres veces.

−Cuatro −dije yo, pensando en el día anterior−. Y sé que habría conseguido dar con la fórmula de la pólvora inflamable si hubiera tenido tiempo suficiente.

−Pero tú crees que Brisbane tenía otro motivo para querer librarse de ti −respondió mi hermana con delicadeza, para volver al tema de la conversación.

−¿Umm? Sí. Fue muy ingenioso, pero me indicó que no debía ir por Chapel Street antes de salir de Londres.

−¿Porque había algo que no quería que vieras?

−A alguien −dije yo.

Rápidamente, le conté a Portia lo que había hecho aquella misma tarde. Me había quedado vigilando en un carruaje de alquiler en Park Street, en un punto desde el que tenía una vista perfecta de cualquiera que se acercara al despacho desde Park Lane. A las dos horas había visto a alguien a quien no esperaba ver en absoluto.

−¡Bellmont! −exclamó Portia.

Se le habían coloreado las mejillas y tenía los ojos brillantes, y yo me alegré. Había sufrido la pérdida del amor de su vida a comienzos de aquel mismo año, y la niña, Jane, estaba bajo su tutela a causa de esa muerte. La maternidad inesperada y la pérdida de su amante habían sido unas cargas muy difíciles de soportar, y yo me sentí feliz al verla en paz consigo mismo, tanto que podía sentirse interesada en mis pequeños problemas.

−Sí, querida. Y te pregunto: ¿Qué negocios puede tener nuestro hermano mayor con mi marido?

Bellmont había dejado bien claro desde el principio que no aprobaba nuestro matrimonio. Brisbane tenía una profesión con la que se ganaba la vida, y eso era inaceptable para un aristócrata. Así pues, aunque mi hermano era cordial con Brisbane, nunca había sentido verdadero afecto por mi marido. Claro que Bellmont nunca sentía verdadero afecto por nadie en particular; adoraba a su esposa, Adelaide, pero en familia a menudo comentábamos que su calidez física se reducía a un apretón de manos una vez al año. Ni siquiera una mente privilegiada habría podido entender cómo se las habían arreglado para tener seis hijos. Bellmont era una criatura política que no admitía faltas de decoro. Estaba consagrado a sus ideales con tanta firmeza que contrastaba con la famosa excentricidad de mi familia. A menudo se decía que la familia March padecía la locura de las liebres, y que provenía de nuestros antepasados, cuya insignia heráldica era precisamente ese animal. Bellmont hacía todo lo posible para alejarse de esa reputación.

−Tal vez haya sangre −sugirió Portia con perversidad−. ¿Y si se ha liado con una bailarina y quiere que Brisbane destruya todas las pruebas antes de que Adelaide se entere?

Yo me reí por lo bajo.

−Será antes de que se entere lord Salisbury. A Bellmont le importa más la opinión del primer ministro que la opinión de su esposa.

Desde la reciente llegada al poder de lord Salisbury, Bellmont tenía un papel muy importante en el gobierno.

−¡Oh! −exclamó Portia, y se irguió en el asiento con tanto ímpetu que molestó al perro−. Shh, Puggy −le dijo, cuando el animal gruñó de irritación−. Mamá no lo ha hecho a propósito −añadió. Después se volvió hacia mí−. Tal vez se trate de que a Virgilia la persigue un individuo cuestionable.

Yo pestañeé al oír el nombre de la hija mayor de Bellmont.

−Virgilia se presentó en sociedad hace dos años. ¿Sigue sin prometerse? Yo creía que Bellmont ya le habría arreglado algo.

−Ya sabes que Bellmont tiene debilidad por ella −dijo Portia. En aquel momento, Puggy emitió un sonido muy desagradable, que fue seguido de un olor aún más desagradable, pero Portia hizo caso omiso de él−. Se ha puesto muy sentimental con Gilly, y se ha estado preocupando mucho por la amistad de la niña con el heredero de lord Fairbrother. Le ha prometido que si no se comprometía formalmente todavía, sopesaría esa unión.

Yo arqueé una ceja.

−Pero si la temporada social acabó hace tres meses. ¿De veras ha impedido que ella se comprometiera? He de admitir que tiene más poderes de persuasión de lo que yo pensaba.

Portia se encogió de hombros.

−Gilly siempre ha sido su favorita, y sospecho que es porque se parece a nuestra madre.

Yo no dije nada. Nuestra madre había muerto al dar a luz a nuestro hermano menor, cuando yo era muy pequeña. Yo no me acordaba de ella; solo tenía un vago recuerdo del crujido de unas faldas amarillas, y del olor a hierba luisa. Sin embargo, Portia recordaba más cosas, y algunas veces, cuando se quedaba silenciosa y sombría, yo sabía que estaba pensando en nuestra madre, que reía y bailaba, y que nos había dejado demasiado pronto. Y Bellmont, al ser el mayor, la recordaría mejor que ningún otro de mis hermanos. Él ya era casi adulto cuando ella murió, y debía de haber sentido mucho perderla.

−Razón de más para prohibir el noviazgo si tiene reparos con respecto al chico de los Fairbrother. ¿Qué le pasa al muchacho?

Portia sonrió.

−Es un acérrimo seguidor del señor Gladstone.

Las dos nos echamos a reír al imaginarnos al mojigato de nuestro hermano mayor obligado a pasar el resto de su vida con un yerno liberal. Bellmont odiaba a Gladstone, y no solo porque sir William hubiera visitado frecuentemente nuestra casa cuando éramos pequeños. Nuestra tía Hermia se había conmovido tanto con el trabajo que realizaba Gladstone para sacar a las prostitutas de las calles y reformarlas, que había fundado su propio refugio en Whitechapel y enseñaba a las mujeres a realizar las tareas domésticas para que pudieran trabajar en una casa. La mayoría de nuestras doncellas habían salido de su refugio, incluida mi Morag. Yo podía haberle pedido a la tía Hermia que me proveyera de servicio para mi propia casa, pero con una prostituta reformada tenía suficiente.

−Pobre Bellmont −dije por fin−. De todos modos, me pregunto si se rebajaría tanto como para pedirle a Brisbane que hallara algo indecoroso para impedir a la pobre Gilly que se comprometa con ese chico.

−Si el muchacho tiene algo malo, Bellmont tiene derecho a saberlo −dijo Portia. Yo me quedé mirándola. Desde que se había convertido en madre, su propia vena mojigata, que antes reprimía completamente, estaba saliendo a relucir.

−¿Haría algo así Brisbane?

−¡Por supuesto que no! −respondí yo acaloradamente−. Brisbane es el hombre más íntegro que yo haya conocido, incluyendo a nadie de nuestra familia.

−Entonces, no tienes nada de lo que preocuparte −dijo ella con suavidad.

Portia estaba convencida, pero yo no. Por la rigidez de los hombros de mi hermano mayor al alejarse de la oficina de Chapel Street, yo sabía que le ocurría algo malo. Su arrogancia habitual había decaído un poco, y su porte aristocrático, bastante natural en un hombre que iba a heredar un condado de más de setecientos años, se había empañado. ¿Era solo por la idea de entregarle a su hija a un oponente político, o estaba luchando contra algo peor?

Yo tenía intención de averiguarlo.

−De todos modos, entenderás que me resulta imposible marcharme. Tengo que saber qué se propone Bellmont.

−¿Por qué? −preguntó ella.

−Porque o tiene problemas él, o los tiene Brisbane.

−¿Brisbane? ¿Qué problemas? ¿Y por qué iba a pedirle ayuda a Bellmont?

−No lo sé, pero si Brisbane tuviera algún problema lo primero en lo que pensaría sería en protegerme apartándome de su camino. Ya sabes que es muy molesto en lo relacionado con mi seguridad personal −dije yo. En realidad, aquel era el único problema que causaba tensiones en nuestro matrimonio−. Y una vez que yo estuviera segura y alejada, él sí podría acudir a Bellmont. Nuestro hermano tiene contactos extraordinarios, es uno de los hombres en los que más confía el gobierno y tiene el favor del primer ministro. Lord Salisbury solo tendría que chasquear los dedos y Brisbane se vería libre de cualquier problema.

Para darle énfasis a mis palabras, chasqueé los dedos y desperté a Puggy sin querer. Rápidamente, él dejó escapar otra flatulencia.

−Cierto −dijo Portia−, pero de todos modos, no puedo imaginarme ninguna situación de la que Brisbane no pueda salir por sus propios medios. Ese hombre es tan listo y esquivo como un gato −añadió, y yo supe que lo decía como un cumplido.

−Sí, pero incluso los gatos necesitan más de una vida −le recordé yo−. Y este gato en concreto tiene ahora una compañera que puede cuidar de él −dije. Respiré profundamente y alcé la barbilla. Fueran cuales fueran las dificultades que tenía mi marido, estaba decidida a permanecer a su lado y ayudarle en todo.

Miré a mi hermana con fijeza.

−Y por eso he ideado un plan…

Llegué a casa y me encontré a Brisbane ocupado en un proyecto que requería a un par de trabajadores que llevaban delantales de cuero, bobinas de hilo y alteraciones importantes en el armario que había debajo de las escaleras.

−¿Brisbane?

Él salió del armario bajándose las mangas.

−Has llegado mucho antes de lo que pensaba. Esperaba poder darte una sorpresa.

Me sonrió, y yo entorné los ojos con desconfianza. Tenía motivos para recelar de las sorpresas.

−¿Qué es todo esto? −pregunté, abarcando con un movimiento del brazo a los operarios y sus cables.

−Un teléfono −dijo Brisbane.

Yo me quedé mirándolo fijamente.

−¿Un teléfono? ¿Y para qué?

−Para poder hablar con él −respondió mi marido con una exagerada paciencia.

−Sí, pero, ¿con quién? Para hablar con alguien por teléfono, es necesario conocer a otra persona que tenga teléfono.

−Nosotros lo tenemos −repuso él con satisfacción−. Voy a instalar otro en Chapel Street. Podremos comunicarnos con el despacho desde aquí, y viceversa.

−¿Y vamos a pagar dos teléfonos? −le pregunté en voz baja, para que los operarios no me oyeran discutir de dinero con mi marido−. ¿Qué se te ha metido en la cabeza?

−Será muy útil para mi trabajo −respondió él suavemente−. Me sorprende que no te hayas entusiasmado. Yo creía que iba a gustarte la idea de que podamos hablar el uno con el otro siempre que queramos.

−Y me gusta −dije yo con sinceridad−. Lo que ocurre es que me ha sorprendido. Parece un poco complicado.

−En absoluto. De hecho, Bellmont tiene este aparato desde hace semanas y dice que es un invento de lo más satisfactorio.

−¿Bellmont? −pregunté yo, con el pulso acelerado−. ¿Has hablado recientemente con él?

Brisbane se limitó a encoger un hombro.

−No, desde que cenamos por última vez en March House. Pero Bellmont y yo hablamos del teléfono en esa ocasión. Tuviste que oírnos. Y se suponía que ibas a pedirle a tu tía Hermia la receta de la salsa de caqui que sirvieron en la cena. Estaba deliciosa.

Aquella mentira de Brisbane se llevó el calor de la habitación. Yo sentí un escalofrío, y cuando hablé, tenía los labios rígidos de frío.

−Me temo que se me había olvidado. Enviaré un mensaje a March House para que nos la den. La tendremos cuando yo vuelva del campo −dije, mientras sonreía forzadamente−. Bien, ahora voy a ver si Morag ha terminado de hacer mi equipaje −añadí, volviéndome hacia las escaleras.

−Es una pena que lord Mortlake no tenga uno de estos −dijo él, señalando el teléfono con la cabeza−. Habría podido hablar contigo incluso desde el campo.

Yo agradecí en silencio el hecho de que el coste de instalar un teléfono hubiera impedido su uso a la mayoría de nuestros conocidos. Lo último que necesitaba era que Brisbane telefoneara a la mansión campestre de Mortlake y averiguara que yo no estaba allí.

Le lancé una sonrisa resplandeciente y falsa.

−Una verdadera pena, amor mío.

A la mañana siguiente, envié a Morag con mi baúl al campo, dándole instrucciones muy concretas.

−No saldrá bien −me advirtió ella−. Puede que esa lady Mortlake tenga menos inteligencia que un conejo, pero incluso ella se dará cuenta de que le falta una invitada.

−No, si haces exactamente lo que yo te he dicho −repliqué yo−. Es muy sencillo, de verdad. Ya he dejado una nota para mi hermano, diciéndole que voy a tomar el primer tren. Él suele levantarse tarde, y para cuando lea la nota, el tren habrá salido ya, contigo y con mi baúl a bordo. Cuando llegues a casa de los Mortlake será mucho más pronto de lo que esperaban. Estarán hechos un lío −continué−. Sólo tendrás que pedir que envíen el baúl a mi habitación, y explicarles que tengo migraña a causa del viaje, y que deseaba dar un paseo por el jardín antes de hablar con nadie.

Morag me estaba escuchando atentamente, con la punta de la lengua entre los dientes. Sin embargo, tenía una mirada de desaprobación, y yo seguí hablando apresuradamente.

−Dirás que mi dolor de cabeza no ha mejorado, y me disculparás para la cena. Estoy enferma y no deseo ver a nadie. Voy a retirarme pronto. Ya he escrito una nota pidiéndole disculpas a lady Mortlake, nota que tú enviarás a la anfitriona cuando suene la campana de la cena. En ella explico que me encuentro demasiado mal como para ver a nadie, y que estoy segura de que el aire campestre me habrá aliviado mucho para la hora del desayuno.

−¿Y qué pasará cuando tampoco aparezca para desayunar? ¿Qué? ¿Les digo que ha salido a dar un paseo y que se ha caído al estanque de las carpas? −me preguntó ella con aspereza.

Yo la tomé firmemente del codo.

−Esto no lo hago por mí −le dije con un silbido de ira−. Lo hago por el señor Brisbane, y no necesito recordarte que tú le tienes un gran afecto.

Ahí di en la diana. Morag, pese a su corazón de piedra y sus modales poco refinados, le tenía estima a Brisbane. Tal vez se debiera a que ambos compartían sangre escocesa, o tal vez a que era muy fácil idolatrar a mi marido, pero Morag lo adoraba. Lo llamaba «el amo» y hacía todos los remiendos de su ropa, además de los de la mía. Yo no dudaba que lo prefería a él antes que a mí, y esa deslealtad me dolía, aunque solo un poco. La verdad era que Morag era mucho más fácil desde que Brisbane había entrado en nuestras vidas. Por lo menos, de vez en cuando estaba de un humor tratable.

−Muy bien −dijo, frotándose el brazo−. Lo haré, pero solo por el amo. De todos modos, es muy feo que una señora le mienta a su propio marido.

Me miró con reproche, y yo la empujé.

−No seas boba. Yo no le voy a traicionar. Pero temo que tenga problemas, y no va a confiarme de qué se trata. Tengo que descubrir la verdad por mí misma para poder ayudarlo.

Para mi asombro, a Morag se le llenaron los ojos de lágrimas. Se las enjugó con el dorso de la mano y, antes de que yo pudiera prepararme, me dio un beso en la mejilla.

−Perdóneme, milady. No debería haber pensado que podía serle desleal al amo.

−¡Desleal! −exclamé yo, restregándome la mejilla con la mano−. Morag, ¿cómo puedes tener una opinión tan baja de mí?

−Bueno, quería usted escabullirse como una mujerzuela −observó ella−. ¿Cómo iba a saber yo que no iba a reunirse con un amante?

Adoptó una expresión de indignación dolida, y me habría besado otra vez si yo no la hubiera apartado moviendo la mano.

−Oh, déjalo ya. Creía que, después de tantos años, me conocías mejor.

Morag alzó la barbilla.

−No se ponga tan altiva conmigo, milady. Muchas mujeres mejores que usted han caído en la tentación y se han alejado del camino del bien.

Yo entrecerré los ojos.

−¿Has estado leyendo esos folletos instructivos otra vez? Ya te he dicho que no voy a permitir el Evangelismo en mi casa. Puedes practicar la religión que quieras, pero no puedes echarme sermones a mí −le advertí.

Ella me dio una palmadita en la mano.

−De todos modos rezaré por usted, milady. Le pediré a Dios que le dé un corazón más humilde.

Yo reprimí un juramento y le entregué la nota que había preparado para lady Mortlake.

−Toma esto y haz exactamente lo que te he dicho. Te enviaré más instrucciones por telegrama cuando haya pensado cuál es mi próximo movimiento.

Morag se metió la nota en la manga del vestido y me guiñó el ojo exageradamente.

−Soy su hombre −me dijo−. ¿Dónde estará usted mientras yo finjo que estoy sirviéndola en casa de los Mortlake?

−Me quedaré en casa de lady Bettiscombe −respondí. Portia había accedido a darme refugio.

−¿Y qué me dará para asegurarse de que no les cuento nada de esto al señor Brisbane ni al señor Plum si me hacen alguna pregunta?

Yo me quedé mirándola boquiabierta.

−¡No estarás pensando en extorsionarme!

Ella volvió a guiñarme un ojo.

−A mí me parece que sería muy beneficioso para sus planes que yo guardara silencio, y también me parece que meterse en las intrigas de su señora no es el trabajo de una doncella.

Yo solté una palabrota que había aprendido de Brisbane y revolví en mi bolso.

−Cinco libras. Eso es todo. Y a cambio de eso, convencerás a todo el mundo de que estoy en el campo.

Agité el billete delante de su cara, y a ella se le iluminaron los ojos.

−¡Oh, sí, milady! Haré que se lo crean todo aunque tenga que mentirle a la reina de Inglaterra.

−Muy bien −dije yo. Entonces, rasgué el billete en dos mitades.

−¿Y de qué demonios me sirve a mí esto? −me preguntó ella cuando le entregué una de las partes.

−No digas palabrotas −le ordené−. La tía Hermia se llevaría una decepción si le digo que juras como un carretero.

−Si no quiere que diga palabrotas, no me robe el puñetero dinero −me contestó ella con amargura.

Yo metí la mitad del billete en mi bolso.

−Tendrás la otra parte cuando hayas hecho tu trabajo satisfactoriamente. Si vas al banco con las dos mitades, te darán un billete nuevo −le dije. Entonces, se animó.

−Bueno, entonces supongo que está bien −admitió−. Procure no perder esa mitad.

−¿Quieres que se lo entregue a los guardias de la Torre para que lo custodien junto a las Joyas de la Corona? −le pregunté.

Ella agitó un dedo ante mí.

−Hablaré con Dios acerca de esa lengua suya, milady.

−Hazlo, Morag, te lo ruego.

Capítulo 3

Tenía el don, y conseguí la técnica que llamaba a los espíritus de la inmensa profundidad...

The Witch of Endor

Anthony Endor

Con mi doncella y mi baúl de camino al campo, y mi fina red de mentiras extendiéndose sutilmente, yo fui a casa de mi hermana a pie y me acerqué por el jardín trasero. Tenía pensado hacer una entrada discreta, pero cuando llegué, me encontré fuera a los habitantes de la casa admirando a una vaca. Había un hombre que le sujetaba el ronzal y tiraba de ella, suavemente, hacia una bala de heno.

Portia me hizo un gesto para que me acercara. Mi hermana estaba con Jane the Younger y la niñera Stone.

−¿No te parece divina? −canturreó.

−Sí, es la niña más preciosa del mundo −le aseguré, aunque a decir verdad, tenía la misma carita sin formar que todos los niños a esa edad, y yo sospechaba que iba a ser mucho más guapa en uno o dos años.

−No me refiero a la niña −dijo Portia con un suspiro de resignación−. La vaca.

Me giré hacia el animal, a quien estaban cepillando mientras rumiaba un buen puñado de heno.

−Sí, maravillosa, pero, ¿por qué quieres tener una vaca en Londres?

−Para la niña, por supuesto. Jane the Younger va a necesitar leche dentro de pocos meses y quiero estar preparada. No puede tomar leche de la ciudad −me dijo mi hermana, con la ligera arrogancia y la certeza que yo había observado en la mayoría de las madres primerizas−. La leche de la ciudad es puro veneno.

Yo no dije nada. Portia era implacable con la salud de la niña, y yo ya había aprendido que no debía dar mi opinión al respecto a menos que coincidiera con la suya. Y en aquel caso, mi hermana tenía razón. Se había descubierto leche adulterada en algunas de las mejores tiendas de Londres. No era más que agua con polvo de tiza y otras cosas perniciosas. Era difícil creer que en una ciudad tan grande como Londres nos viéramos obligados a tener vacas en el jardín para darles de comer a los niños, y lo peor era que no todo el mundo pudiera permitirse algo así.

Observé al animal un instante. Era una vaca robusta, de enormes ojos oscuros y pelaje marrón claro. De vez en cuando mugía de felicidad, y Jane the Younger respondía con un gorgorito.

−Bueno, pues enhorabuena, querida −le dije a Portia−. Acabas de hacerte con la mascota más grande de la ciudad.

Ambas nos echamos a reír, y Portia le dio la niña a su niñera y me acompañó a mi habitación. Yo solo llevaba una bolsa de mano, pero había seleccionado cuidadosamente su contenido. Mi hermana abrió unos ojos como platos al ver la ropa, la peluca y el bigote falso.

−¡Julia! No puedes ir por Londres así vestida −dijo, agarrando una de las prendas con las puntas de los dedos.

−¡Déjalo! Lo vas a arrugar, y yo soy muy tiquismiquis con el cuello de la camisa −le advertí yo con una sonrisa.

Sin embargo, Portia no le veía la gracia a la situación.

−Julia, es ropa de hombre. No puedes ponértela.

−No puedo ponerme otra cosa −la corregí yo−. Si quiero investigar por las calles de Londres pasando desapercibida, no puedo ser yo misma, ni puedo ir en mi carruaje. Me reconocerían. Debo tomar un coche de alquiler, y eso significa que tengo que ir de incógnito. Sé que este traje me será muy útil; lo encargué hace unas semanas, y estaba esperando la oportunidad perfecta para ponérmelo.

Había pedido el traje al mismo tiempo que encargaba un traje de montar para Brisbane, y le había regalado una botella de un oporto buenísimo a su sastre, para ganarme su discreción. Él estaba acostumbrado a que las damas le pidieran los trajes para el campo, pero un traje para la ciudad, y un traje de etiqueta, ambos de caballero, eran algo muy distinto.

−Ah, para un teatro amateur, sin duda −había dicho con una mirada grave, y yo había sonreído para darle la razón.

En cierto modo, iba a participar en una obra de teatro amateur. Iba a fingir que era otra persona. Durante mi primera investigación con Brisbane me había disfrazado de hombre, pero el resultado no había sido satisfactorio. Sin embargo, en esta ocasión había encargado el traje con un corte específico para disimular mis formas femeninas y sugerir una apariencia masculina. Y había tenido la precaución de encargar un mostacho delgado y castaño oscuro, hecho de mi propio pelo. Aquel bigote no era exactamente del mismo color que la peluca, pero yo estaba muy contenta con el efecto, y me parecía que ni siquiera Brisbane iba a reconocerme.

Pasé el resto del día en mi habitación, sin poder concentrarme en nada en particular. Miré los periódicos por encima, comí unas cuantas chocolatinas e intenté leer el excelente libro de lady Anne Blunt, Las tribus beduinas del río Éufrates. Portia me envió una bandeja con la cena, pero yo estaba demasiado nerviosa como para comer. Toqué el timbre para pedir que se llevaran la bandeja y me probé el disfraz. Noté, y no por primera vez, que el traje masculino era al mismo tiempo liberador y restrictivo. Era delicioso librarse del corsé, pero la tirantez de los pantalones me resultaba desconcertante, y cuando Portia vino a dar su opinión, agitó la cabeza.

−Te quedan muy ajustados −dijo−. No puedes quitarte la chaqueta en ningún momento, o se darán cuenta de que eres una mujer.

Yo me tiré de la chaqueta.

−¿Mejor?

Ella me indicó que girara sobre mí misma.

−Sí, aunque tienes que hacer algo con las manos. Nadie se va a creer que son de un joven.

Entonces me puse los guantes y el sombrero, y posé como un hombre.

−¿Y ahora?

Portia frunció los labios.

−No pasarías una inspección minuciosa, pero como vas a salir de noche, supongo que valdrá. ¿Por qué has elegido un traje de etiqueta? No pensarás moverte entre la alta sociedad.

Yo me encogí de hombros.

−Puede que no me quede más remedio. Todo depende de adónde vaya Brisbane. Si voy de calle no puedo seguirlo, pero si llevo un traje de etiqueta, tal vez me dejen pasar. En el peor de los casos puedo hacerme pasar por un petimetre ebrio.

Ella no estaba nada convencida.

−Al principio me pareció gracioso, pero ahora no me siento tranquila. La última vez que hiciste esto te llevaste a Valerius. ¿No puedes pedirle a alguno de nuestros hermanos que te acompañe? O tal vez a Aquinas. Él tiene una lealtad absoluta hacia ti.

Yo me mordí el labio y me pillé varios de los pelos del bigote. Me lo despegué del labio y lo sequé contra el pantalón.

−No puedo pedírselo a ninguno de ellos. Son igual de autoritarios que Brisbane. Aunque ojalá se me hubiera ocurrido lo de Aquinas −admití−. Él habría sido el conspirador perfecto, pero ahora es demasiado tarde.