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Tiempo de Seducción Tony Danzetta tenía dinero, y además era alto, moreno y misterioso. Millicent Evans, la tímida e introvertida bibliotecaria, llevaba años enamorada de él; sin embargo, Tony nunca parecía haberse fijado en ella… Pero cuando él volvió a San Antonio sí empezó a fijarse, por fin, en Millie. ¿Podría la temporada festiva juntarlos, en contra de todo pronóstico? Corazones en peligro En el trabajo de Marc Brannon, un hombre íntegro con voluntad de hierro, defender el honor y la justicia era algo tan natural como respirar. Al iniciarse la investigación de un asesinato, Brannon volvió a coincidir con una joven y dinámica investigadora a la que había conocido en otros tiempos. Años atrás, su corazón estuvo unido al de Josette Langley, hasta que ésta lanzó una explosiva acusación que conmovió los círculos políticos... y rompió la fe de Brannon en ella.
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Seitenzahl: 425
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.
TIEMPO DE SEDUCCIÓN, Nº 5 - 22.9.09
Título original: Silent Night Man
Publicada originalmente por Silhouette® Books
© 2001 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.
CORAZONES EN PELIGRO, Nº 5 - 22.9.09
Título original: The Texas Ranger
Publicada originalmente por Mira Books, Ontario, Canadá.
Este título fue publicado originalmente en español en 2002.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-671-5425-2
Depósito legal: B-30246-2009
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Tiempo de seducción
En la funeraria, el amigo del fallecido era un hombre grandote y bien vestido que parecía un luchador profesional. Completaba la cara vestimenta un abrigo de cachemir. Tenía la tez aceitunada, ojos negros y el pelo negro y ondulado recogido con una coleta. Vigilaba el féretro sin decir ni una palabra, con aire distante y amenazador. Desde que había entrado en el edificio no había hablado con nadie.
Tony Danzetta miraba el féretro de John Hamilton con expresión pétrea, aunque por dentro estaba muerto de rabia. Resultaba difícil contemplar los restos de un hombre al que conocía y quería desde el instituto. Su mejor amigo estaba muerto; muerto por culpa de una mujer.
El amigo de Tony, Frank Mariott, lo había llamado a casa del hombre para quien estaba trabajando temporalmente, en Jacobsville, Texas. Tony había pensado quedarse más tiempo, tomarse unas cuantas semanas libres antes de volver a su verdadero empleo. Pero la noticia de la muerte de John le había a San Antonio, la ciudad donde había crecido.
De los tres, John había sido el eslabón más débil. Los otros dos siempre habían tenido que salvarlo de sí mismo. Fantaseaba con personas y lugares que consideraba parte de su vida. A menudo, la gente se asombraba cuando se enteraba de que les contaba a sus amigos que tenía una buena relación con ellos.
Tony y Frank pensaban que John era inofensivo; que sólo quería ser alguien. Sus padres habían trabajado en una fábrica de telas. Cuando trasladaron la fábrica fuera de Estados Unidos, trabajaron en almacenes de ropa al detalle. Ninguno de ellos había acabado el instituto, pero a menudo John inventaba historias sobre sus padres famosos y ricos que tenían un yate y un avión privado. Tony y Frank estaban mejor informados, pero le dejaban que contara esos cuentos chinos. Lo comprendían.
Sin embargo, John había muerto... y esa mujer era la responsable. Tony se acordaba muy bien de su cara, y de cómo ella se ponía roja de vergüenza cada vez que le preguntaba por algún trabajo para la clase de derecho penal a la que asistían los dos. De eso hacía ya seis años. Ella ni siquiera podía hablar con un hombre sin tartamudear y temblar. Millie Evans tenía el pelo castaño y los ojos verdes. Llevaba gafas. Era delgada y no tenía nada de especial. Pero la madre adoptiva de Tony, que había sido archivera en la biblioteca local, era la superior de Millicent Evans y quería mucho a Millie. Siempre le hablaba a Tony de ella, siempre intentando juntarlos.
Tony no se lo podría haber contado a su madre adoptiva, pero sabía demasiado de la chica como para interesarse por ella. John se había obsesionado con ella un par de años atrás y durante una de las escasas visitas de Tony a San Antonio, le había hablado del alter ego de Millie. En privado, le había dicho, Millie era una bomba. Con un par de cervezas haría gozar a cualquier hombre. La pose recatada y nerviosa no era más que eso, una pose. Millie no era una chica tímida e introvertida, sino que le gustaba mucho la juerga. Incluso había hecho un trío con él y su amigo Frank, le había contado a Tony en confianza. Luego le había pedido que no se lo contara a Frank, porque a Frank aún le daba corte.
Después de saber eso de Millie Evans, a Tony había dejado de gustarle. Claro que antes tampoco le había parecido atractiva. Era una más de una larga lista de solteronas que harían cualquier cosa por conseguir un hombre. Pobre John. Le había dado mucha lástima de su amigo, porque siempre había estado obsesionado con Millie Evans. Para John, Millie era como la reina de Saba, la mujer más atractiva del mundo. John le había contado entre sollozos que ella a veces lo amaba, pero que otras lo trataba como a un extraño. Y otras veces, ella se quejaba de que él la acosaba. Ridículo, le había dicho John a Tony. Muchas veces, cuando regresaba de su trabajo como vigilante nocturno, ella lo esperaba en su apartamento, totalmente desnuda.
La descripción de John de la solterona le resultaba incomprensible a Tony, que había tenido detrás a mujeres bellas, inteligentes y ricas. Jamás había tenido que ir detrás de una mujer. Millicent Evans no era guapa, no tenía personalidad y parecía bastante pánfila. Tony nunca había logrado entender lo que John había visto en ella.
Pero John estaba muerto; porque Millicent Evans lo había llevado al suicidio. Tony se quedó observando el rostro pálido y sintió la rabia que se agolpaba en su interior. ¿Qué clase de mujer utilizaba de ese modo a un hombre, y abusaba de su amor hasta conducirlo al suicidio?
El director de pompas fúnebres recibió una llamada telefónica, tras la cual se acercó al hombre taciturno que esperaba en la sala de observación. El director se detuvo a su lado.
—¿Es usted el señor Danzetta? —le preguntó el hombre de manera respetuosa.
El que llamaba lo había descrito como un hombre alto y de facciones poco convencionales. Eso era decir poco. De cerca, era un hombre enorme y con unos ojos oscuros de mirada penetrante.
—Soy Tony Danzetta —respondió con voz profunda.
—Su amigo el señor Mariott acaba de llamar para decirnos que lo esperáramos. Ha dicho que tiene usted una petición especial que hacer en cuanto al entierro.
—Sí —respondió Tony—. Tengo dos parcelas en un cementerio con vigilancia continua a las afueras de San Antonio, bastante cerca de donde está enterrada mi madre adoptiva. Me gustaría que enterraran a John en una de ellas.
Recordaba una colina en Carolina del Norte, donde su verdadera madre estaba enterrada, y un cementerio en Atlanta donde descansaban los restos de su padre y de su hermana pequeña. Él se había ido a vivir con su madre adoptiva a San Antonio desde que había empezado a ir al instituto.
Describió las parcelas, una de las cuales había destinado a John.
—Tengo un plano del lugar en mi caja fuerte. ¿Se lo puedo traer por la mañana?
—Hoy sería mejor —respondió el hombre con gesto de disculpa—. Comprenda que tenemos que mandar a nuestros obreros a que abran la tumba y lo preparen todo para el servicio de pasado mañana.
Tenía varias citas, una de ellas con el director del banco para hacer una transferencia de fondos; pero esbozó una sonrisa, como si aquello no tuviera importancia. Podría sacar el mapa catastral de la caja cuando fuera al banco.
—Ningún problema. Se lo dejó esta noche cuando pase de camino al hotel.
—Gracias. Eso nos ahorrará molestias.
Tony miró a John.
—Ha hecho un buen trabajo —dijo en voz baja—. Su aspecto es... el de siempre.
El hombre sonrió de oreja a oreja.
Tony miró su reloj.
—Me tengo que marchar. Volveré cuando haya terminado unos recados que tengo que hacer en el centro.
—Sí, señor.
—Si Frank aparece antes de que yo vuelva, dígaselo, ¿de acuerdo?
—Lo haré.
—Gracias.
El director de pompas fúnebres salió de la sala de observación y se paró a hablar con alguien. Tony, que aún contemplaba con tristeza el rostro de su amigo, apenas prestó atención a la conversación.
Oyó unos pasos que se acercaban al féretro y se detenían a su lado. Se volvió y allí estaba ella; la culpable en persona. Aparentaba unos veintiséis años, pero seguía siendo tan poco atractiva como antes, aunque sí le pareció que vestía mejor. Iba con un traje de chaqueta gris, blusa de color rosa claro y un grueso abrigo oscuro. Llevaba moño. Imaginó que usaría lentillas, porque sabía por su madre adoptiva que Millie era miope. Pero con lentillas o con gafas, seguía siendo igual de insulsa. Había que reconocer al menos que tenía la boca bonita y la piel aterciopelada, pero a Tony no lo atraía en absoluto. Sobre todo sabiendo que era la responsable de la muerte de su amigo.
—Lo siento mucho —dijo ella en voz baja.
Miró a John sin emoción alguna.
—No fue mi intención que terminara así.
—¿Ah, no? —Tony volvió la cabeza con las manos en los bolsillos del abrigo y fijó en ella sus ojos negros y penetrantes—. Te pasas años provocándolo, haciéndote la dura, y al final acabas llamando a la policía para denunciarlo por acoso... ¿Y dices que no querías que terminara así?
Millie no supo qué decir. Sabía que él había trabajado en la construcción hacía años, pero desde entonces habían circulado rumores sobre Tony Danzetta; rumores cuando menos confusos. John le había dado a entender que Tony estaba metido en asuntos turbios, que había matado a hombres. Al mirarlo a los ojos lo creyó; no era el mismo hombre que ella había conocido. ¿Qué acababa de decir de provocar a John?
—No te molestes en mentir —le dijo en tono gélido, interrumpiéndola incluso antes de que ella abriera la boca—. John me habló de ti.
Ella arqueó las cejas. ¿Qué era lo que tenía que decirle, salvo que su amigo John casi le había destrozado la vida? Se puso derecha.
—Sí, se le daba muy bien contarle cosas de mí a la gente —empezó.
—Nunca entendí bien lo que vio en ti —continuó él con engañosa amabilidad y mirada asesina—. Físicamente no vales nada. Ni cargada de diamantes te miraría dos veces.
Eso le dolió. Trató de no demostrarlo, pero le dolió. Sólo Dios sabía qué habría dicho John de ella.
—Yo... tengo que irme —balbuceó ella.
No le gustaba discutir. Aquel hombretón buscaba pelea, estaba claro; y ella no tenía manera de enfrentarse a él. Hacía tiempo que le habían sacado el coraje a golpes.
—¿Qué pasa? ¿No tienes ganas de regodearte con tu triunfo? —Tony soltó una risotada hiriente—. Está muerto; tú lo empujaste al suicidio.
Con el corazón encogido, ella se dio la vuelta y lo miró a los ojos.
—Frank y tú no fuisteis capaz de verlo —respondió—; o no queríais verlo. John tenía obsesiones. Fue detenido en muchas otras ocasiones por acosar a varias mujeres...
—Supongo que tú las animarías a denunciarlo —la interrumpió él—. John me contó que lo acusaste de acoso, y que luego te ibas a su apartamento a esperarlo desnuda.
A Millie no le sorprendió el comentario. Pero Tony no sabía que ella estaba acostumbrada a las acusaciones de John; demasiado acostumbrada para beneficio suyo.
Se limitó a encogerse de hombros.
—Intenté convencerlo para que buscara ayuda. Cuando finalmente lo denuncié y lo detuvieron, hablé con el fiscal del distrito y le pedí que le hicieran un examen psiquiátrico. John se negó.
—Por supuesto que se negó. ¡John tenía la cabeza perfectamente! —exclamó Tony—. A no ser que estar obsesionado contigo te parezca un problema psiquiátrico —arqueó las cejas—. ¡Maldita sea, yo lo llamaría así!
—Llámalo como quieras —le respondió ella con evidente cansancio.
Miró una vez más a John y se apartó del féretro.
—No te molestes en venir al funeral —le advirtió él con frialdad—. No serías bienvenida.
—No te preocupes, no era mi intención —respondió.
Tony avanzó un paso hacia ella, echando chispas por los ojos, furioso por su actitud indiferente. Millie chilló asustada mientras se le caía el bolso al suelo, pero no pensó en apartarse de él.
Su reacción sorprendió y frenó a Tony. Muy pálida, Millie se agachó torpemente, se dio la vuelta y salió corriendo de la habitación.
En ese momento se oyeron murmullos fuera de la sala; mientras Tony, acongojado y nervioso, se volvía a mirar John.
—No sabes cuánto lo siento, John —murmuró a su amigo con vehemencia.
Tenía que marcharse. A la puerta vio al director de pompas fúnebres, con aspecto preocupado.
—La joven ha salido muy disgustada —le dijo el hombre con perturbación—. Iba llorando, y estaba muy pálida.
—Está de duelo por la muerte de John —dijo Tony—. Se conocían hacía mucho tiempo.
—Ah, ya comprendo.
Tony caminó hasta el coche, y poco a poco recuperó la calma. Al menos le había arrancado algo de emoción de parte de su amigo. Se sentó al volante de su deportivo de lujo y salió del aparcamiento de la funeraria, pensando ya en la cita en el banco.
Millie Evans estaba sentada, llorando, en su Volkswagen negro; en ese momento observó cómo Tony se marchaba y supo que no volvería a verlo. Su frialdad y su amargura le habían hecho daño. Ella había soportado durante dos años las amenazas y las exageraciones de John. Su carrera profesional había estado a punto de irse a pique por culpa de todas esas mentiras que John había contado a cualquiera lo suficientemente ingenuo como para escucharlas. La había perseguido y atormentado; le había hecho la vida imposible a diario. Y ahora que estaba muerto, Tony quería hacerle pagar por empujar a su «pobre y desconsolado» amigo al suicidio.
Se enjugó las lágrimas con un pañuelo. Pobre amigo... ¡y un cuerno! Si Frank y Tony se hubieran dado cuenta de que John estaba enfermo, podrían haberlo animado a tratarse; y a lo mejor hubiera tenido la oportunidad de enderezar su vida y seguir adelante.
Millie se alegraba infinitamente de que John no hubiera llevado a la práctica la última y furiosa amenaza de acabar con su vida. Le había dicho que no le valdría de nada rechazarlo; que él tenía amigos que no vacilarían en matarla por dinero. Loco de rabia, John le había asegurado que tenía ahorros y que no dudaría en emplearlos en eso. Se aseguraría de que no ella no quedara viva para poder regodearse por haberlo empujado al suicidio.
Esa amenaza le había preocupado mucho. Casi a diario se producían noticias de gente que se había vuelto loca y había matado a otras personas, a quienes culpaban de sus problemas, antes de matarse ellos. Tristemente, era algo que estaba a la orden del día. Uno nunca pensaba que pudiera tocarle algo así; y menos a ella, con lo feúcha y poca cosa que era.
Sí que le habría gustado que Tony en lugar de John se hubiera fijado en ella. Sabía que lo amaba desde hacía tiempo, seguramente desde siempre. Cuando aún vivía su madre adoptiva, Millie le sonsacaba todo lo que podía a la mujer sobre él. Tony era originario de Carolina del Norte. Su hermana y él, ambos cherokees, habían vivido una temporada en Atlanta con su madre y su violento marido, que no era su padre biológico. El hombre bebía en exceso y era violento con los niños. Tony y su hermana estuvieron en varios hogares de acogida en Georgia. Después de morir su hermana, la madre adoptiva de Tony se lo había llevado a San Antonio, donde ella tenía familia, para apartarlo del dolor. Ella trabajaba de archivera en la biblioteca pública de San Antonio, donde Tony acudía con frecuencia; y donde además Millie trabajaba a la salida del instituto, y entre clase y clase cuando iba a la facultad.
A Millie le había fascinado escuchar las historias de Tony de niño, de adolescente, y de soldado. A veces su madre adoptiva solía llevar sus cartas a la biblioteca para enseñárselas a Millie, porque eran como una historia viviente. Tony tenía el don de narrar en papel los episodios de su vida, y los países donde lo destinaban cobraban vida bajo su pluma.
Millie siempre albergaba la esperanza de que Tony pasara por la biblioteca cuando volvía a casa de permiso. Sin embargo, siempre había chicas bonitas a las que invitar a salir. Frank Mariott trabajaba de portero en un club nocturno, y conocía a muchas camareras y artistas. Se las presentaba a Tony, que siempre tenía una noche libre para divertirse.
Millie supuso que una biblioteca no era el sitio más adecuado para ir a ligar. Se miró en el retrovisor y se echó a reír. Vio una mujer normal de cara triste, que no tenía esperanza alguna de atraer a ningún hombre que quisiera cuidarla y amarla toda la vida. Menos mal, se dijo, que había amontonado tantas novelas rosa con las que ocupar sus noches. Si no podía experimentar el amor, al menos podría leer sobre el amor.
Se enjugó las lágrimas de nuevo, cerró el bolso y regresó al trabajo. Había hecho el esfuerzo de ir a ver a John porque se sentía culpable. Pero sólo había conseguido agenciarse un enemigo nuevo y tener que soportar su desprecio. Sabía que no volvería a verlo, e intuía que sería mejor así. Llevaba demasiado tiempo sufriendo por un hombre que ni siquiera reparaba en ella.
Tony hizo la transferencia de fondos, sacó el plano catastral de la caja fuerte, le pidió al banco que le hiciera una copia y dejó el original en su sitio antes de regresar a la funeraria.
Durante todo el trayecto no dejó de pensar en la cara de miedo de Millie cuando había avanzado hacia ella. La reacción de Millie le había extrañado; pero le quedaba claro que ella había temido que le pegara. Tony se lo había notado en la mirada, en la expresión y en toda su postura. Se preguntó qué le habría ocurrido en su vida para dejarla tan atemorizada.
De inmediato, se reprendió por sentir esa falsa compasión por ella, sabiendo como sabía que había matado a John con su frialdad.
Por lo menos le había dicho que no fuera al funeral. La presencia de Millie habría sido la gota que habría colmado el vaso.
Se detuvo delante de la funeraria y cerró el coche. Qué tiempo tan extraño, pensó. Primero hacía un tiempo de verano, y en cuestión de días llegaba el invierno. Así era el tiempo en Texas a finales de noviembre.
Cuando se acercaba a la funeraria vio a algunos familiares de John reunidos en el vestíbulo, hablando. Al entrar, Frank lo vio y fue a saludarlo.
—Sólo tengo que dejar esto —le dijo a Frank, levantando una copia del plano—. Ahora hablamos un momento con la familia de John y luego nos vamos a almorzar.
El director de pompas fúnebres los vio y se acercó a ellos. Se guardó la copia del plano, sonrió a Frank y volvió a su despacho.
—Tal vez te sorprendas —murmuró Frank mientras entraban en la sala de observación.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tony con curiosidad.
John no tenía mucha familia. Sus padres hacía mucho que habían fallecido, y sólo tenía una hermana. Ella estaba allí, sin lágrimas en los ojos e irritable. Echó una mirada a la puerta y sonrió.
—¡Tony! Cuánto me alegro de verte —corrió hasta él y lo abrazó—. ¡Estás estupendo!
—Siento tener que verte aquí —empezó a decir Tony.
—¡Sí, el muy imbécil, qué tontería lo que hizo! —murmuró Ida—. Tenía un seguro de vida por valor de cincuenta mil dólares. Yo le pagaba las cuotas, Jack y yo, y mira lo que hace. Va y se suicida. ¡No cobraremos ni un centavo!
A Tony le sentó como una patada en el estómago.
—Ay, ahí está Merle —continuó Ida, ajena a su bochorno—. Disculpa, cielo, tengo que hablar con ella de las flores. Me va a hacer una rebaja en la corona...
En ese momento Ben, el primo de John, se acercó a saludarlos.
—Menudo lío —les dijo a los hombres con gesto pesaroso—. Yo le pagué la fianza para sacarlo de la cárcel. Ahora creo que voy a perder lo que puse —añadió con pesar—. Dos mil dólares —gruñó—. Me juró que me los devolvería —añadió mientras se apartaba distraídamente, al tiempo que sacudía la cabeza.
Una mujer mayor con el pelo rubio teñido que llevaba un vestido negro horroroso se acercó a Tony y lo miró con curiosidad y una sonrisa en los labios.
—Tú debes de ser ese amigo rico de Johnny —dijo—. Dijo que tiene varias islas en el Atlántico y que ibas a regalarle una, y también un yate para poder ir y venir.
—Eso es, Blanche —dijo Frank sonriendo—. Ahora, si nos disculpas, tenemos una cita. Nos vemos en el funeral, ¿de acuerdo?
—A mí me encantaría ver ese yate —añadió Blanche.
Frank agarró a Tony del brazo y lo empujó por el vestíbulo hacia la salida.
Quince minutos después estaban sentados en un buen restaurante italiano, esperando a que les sirvieran lo que habían pedido.
—No puedo creerlo —dijo Tony con rabia—. ¡Su propia familia! Ninguno de ellos parece triste por su muerte.
—Él no les dio más que problemas —respondió Frank—. No trabajaba, ya lo sabes —añadió, sorprendiendo de nuevo a Tony, que ya se había llevado varias sorpresas ese día—. Les dijo a los inspectores que tenía mal la espalda, y les suministraba alcohol a dos vagabundos que habían firmado bajo juramento sendas declaraciones en donde aseguraban que habían presenciado el accidente que lo había dejado lisiado. Convenció a su médico y también él le hizo un parte, y habló con un abogado para que le dieran una minusvalía parcial —sacudió la cabeza—. Pero no le daba para vivir. No dejaba de pedirles dinero a sus familiares. La última vez que lo detuvieron por acoso sexual, le pidió a Ben que le dejara el dinero para la fianza. Yo le advertí a Ben, pero él me dijo que John le había prometido que su amigo rico le devolvería el dinero.
—Conozco a John desde el instituto —dijo Tony—. Tú también lo conoces desde hace mucho tiempo. Era un buen hombre.
Frank hizo una pausa, dejando que el camarero les sirviera los aperitivos y el agua con hielo, antes de continuar.
—John cambió mucho, Tony —dijo finalmente en voz baja—. Más de lo que tú sabes. Tú sólo lo veías durante las vacaciones, cuando aún vivía tu madre adoptiva, y casi no lo has visto en los últimos dos o tres años. Yo lo veía constantemente.
—Veo que quieres decirme algo —murmuró Tony, mirando a Frank.
Frank jugueteó con la ensalada.
—Hace unos cuantos meses entabló amistad con algunos miembros de una banda —dijo—. A John le pareció muy emocionante poder estar con gente que no le tenía miedo a la ley. Odiaba a la policía, ¿sabes? —añadió—. Desde que lo detuvieron por acosar a...
—Ya lo sé —lo interrumpió Tony—. ¡A ese ser llamado Millie!
—¿Ese ser? —repitió Tony, sorprendido.
Tony empezaba a sentirse incómodo.
—John se ha suicidado por culpa de ella, ¿no lo sabes?
—¿Quién te ha dicho eso?
—John me envió una carta.
Tony se sacó la carta del bolsillo. Le había llegado el día que se había enterado de la muerte de John.
—En la carta dice que ella lo atormentaba... maldita sea, léela tú mismo —la deslizó sobre la mesa.
—Me imagino lo que dice —dijo Frank.
Frank ignoró la carta y terminó de masticar la pinchada de ensalada.
—Acusaba a las mujeres de provocarlo, cuando ellas sólo querían que las dejara en paz. Millie fue más amable con él que ninguna; la pobre no dejaba de perdonarlo. Después, cuando se negó a salir con él, John empezó a contarles mentiras sobre ella a sus compañeros —miró a Tony, que estaba sentado como un palo, totalmente incrédulo—. Tú conoces a Millie. Ahora, dime si te la imaginas esperando a John en su apartamento con un uniforme de sirvienta francesa, una botella de champán en una mano y una copa en la otra.
—Sería difícil de imaginar —tuvo que reconocer Tony—. Aun así, las mujeres de aspecto inofensivo han llegado a hacer locuras.
—Sí, pero Millie no es así —la expresión de Frank se suavizó—. Se quedó con tu madre adoptiva cuando la mujer se estaba muriendo en el hospital, antes de que tú llegaras a casa. Sé que Millie se iba allí con ella todas las noches cuando salía de trabajar.
—Claro, es normal que la defiendas, después de hacer un trío con ella y con John —soltó Tony.
Frank lo miró estupefacto.
—¿Cómo has dicho?
La reacción del otro incomodó aún más a Tony.
—John me lo contó.
—¡Por amor de Dios, Tony! —estalló Frank—. ¡Nunca he hecho un trío en mi vida, y menos con Millie!
—Quizá se equivocó con los nombres —murmuró Tony.
—¡Sí, y a lo mejor se equivocó adrede y te contó un montón de mentiras sobre mí! —respondió Frank enfadado—. Yo daría cualquier cosa porque Millie se fijara en mí. ¿Es que crees que no soy consciente de lo poco que tengo para darle a una mujer con su inteligencia? Ella tiene una licenciatura en biblioteconomía. A mí me costó terminar el instituto. Soy portero de discoteca —añadió con pesar—. Un don nadie.
—¡Basta ya! —dijo Tony de inmediato—. Tú no eres un simple portero; velas por la seguridad de los clientes. Tienes un trabajo muy duro, y hay que tener mucha personalidad para hacerlo.
—Estoy seguro de que en Nueva York habrá tipos que ponen anuncios en el periódico para conseguir un trabajo de portero de discoteca —dijo Frank con sarcasmo—. Aquí en San Antonio no es exactamente el trabajo con el que sueñen muchos hombres.
—Te gusta Millie Evans, y por eso la defiendes.
—Me gusta Millie, es verdad. Si no hubiera tanta competencia, a lo mejor probaría suerte. Eso era lo que le fastidiaba a John; que no soportaba la competencia. Sabía que jamás podría sustituir al hombre de quien Millie lleva seis años enamorada.
—¿Qué hombre?
—Tú.
De repente pareció como si se detuviera el tiempo y todo avanzara a cámara lenta. Tony dejó el tenedor sobre la mesa y miró a Frank como si se hubiera vuelto loco.
—¿Cómo dices?
—¿Tú crees que Millie necesitaba clases de derecho penal para ser bibliotecaria? —le preguntó Frank—. Se apuntó a ese curso porque tu madre adoptiva le dijo que tú ibas a hacerlo, además de las otras clases que dabas en la facultad, para sacarte el título más deprisa. Fue una excusa para estar cerca de ti.
De pronto tenía sentido. Pero en ese momento, Tony no se había cuestionado su presencia en las clases.
—Estupendo —murmuró—. La asesina de mi mejor amigo está loca por mí.
—No le llames asesina. Pero de haberlo matado, ningún jurado la habría condenado —insistió Frank—. La echaron del trabajo, Tony. Él fue a su jefe y le dijo que Millie iba a los bares a acostarse con hombres delante de un público. Les contó eso a tres de las patrocinadoras más ricas de la biblioteca, de las cuales una de ellas formaba parte también de la junta directiva.
Tony miraba a Frank con recelo.
—¿Y cómo sabes que no es verdad?
—Porque fui a ver a un amigo mío en la comisaría del distrito, donde conseguí los antecedentes penales de John, y se los enseñé.
Tony se sintió enfermo.
—¿Antecedentes penales? ¿Es que John tenía antecedentes?
—Sí. Tenía antecedentes por fraude, difamación, pequeños hurtos... —enumeraba Frank—; tres denuncias por acoso sexual, más otra media docena de cargos. Obtuve una declaración de la última mujer a la que acosó, la recepcionista de su dentista. Juró ante el tribunal que John la había amenazado de muerte. Él convenció a un abogado de que ella estaba mintiendo y consiguieron un testigo que dijo que le había oído decir que conseguiría que detuvieran a John.
Tony esperó el resto.
—Los miembros de la banda criminal testificaron a su favor y el caso quedó desestimado. Un par de semanas después, la recepcionista fue violada. No hubo ningún detenido.
Tony se inclinó hacia delante.
—¡No me digas que John estaba metido en eso!
—Él nunca lo reconoció —respondió Frank con gravedad—. Pero yo sé que fue así. Unos meses después, uno de los de la banda fue detenido por violación y no dejaba de presumir delante del oficial que lo arrestó de que saldría sin cargos cada vez que le diera la gana. Dijo que tenía testigos. Resultó que eran otros miembros de su banda. Tristemente para él, cuando ocurrió una segunda violación, el nuevo miembro de la banda del que hablaba llevaba un micrófono. Ahora está cumpliendo condena.
—Pero John no era así —protestó Tony—. Era un buen hombre.
—Era un enfermo, Tony —lo contradijo Frank con rotundidad—. A Millie le ha destrozado la vida totalmente porque ella no quiso estar con él. Incluso los familiares de John se han disculpado con ella por lo que le ha hecho. Aún hay gente que va a esa biblioteca convencida de que Millie tiene orgías en el sótano porque eso fue lo que John dijo que hacía.
—No me lo puedo creer... —se dijo Tony entre dientes.
—Ya lo veo. Tú no conocías al adulto en el que se había convertido John. Seguías viendo al niño que jugaba contigo al béisbol en sexto.
—Yo no sabía que tuviera antecedentes...
—Era un hombre inestable. Y todavía hay algo más. Mi amigo de la comisaría me dijo que cuando registraron la habitación de John, encontraron una libreta de un banco en el salón de su casa. John retiró cinco mil dólares en metálico antes de matarse; parece ser que había vendido todo lo que tenía de valor. Encontraron también los recibos de la casa de empeño, y una nota dirigida a Millie que sólo decía: «Te arrepentirás». La policía aún no se lo ha dicho a Millie, y mi amigo me ha advertido de que no le diga nada. Pero yo tengo miedo por ella.
—¿Qué crees que hizo John con ese dinero? —preguntó Tony.
—No lo sé.
Tony frunció el ceño.
—¿Los miembros de esa banda se han cargado a alguien alguna vez?
—Sí —respondió Frank concisamente—. John tenía una naturaleza bastante vengativa; no me sorprendería que hubiera arreglado algo para hacerle daño a Millie.
El John que Tony había conocido no habría sido capaz de hacer esas cosas. El hombre del que comenzaba a saber cosas bien podría haberlas hecho.
Tony estaba aturdido. Había vuelto a casa con unas ideas claras sobre el hombre bueno y la mujer mala; pero de pronto sus teorías no tenían ya valor. Recordó la expresión trágica de Millie cuando la había acusado de asesinar a su amigo. También se acordó de lo que le había dicho Frank, que Millie llevaba seis años enamorada de él. Seguramente ya no sería así, pensaba con cinismo.
Frank miró su reloj.
—Tengo que volver a la funeraria. Millicent dijo que iba a ir a ver a John. He intentado convencerla para que no vaya, pero ella dice que es algo que tiene que hacer, que se sentía responsable. No comprendo cómo puede sentir lástima por él, después de todo lo que sufrió con John, Tony.
Tony cerró los ojos y gimió para sus adentros. No sabía cómo decirle a su amigo que Millie ya había ido a ver a John; y que había salido huyendo de allí porque él había sido un grosero con ella. No tenía ganas de contárselo.
Frank lo miraba con rostro crispado mientras Tony le confesaba lo que le había dicho a Millie cuando habían coincidido en la funeraria horas antes.
—Madre mía, qué horror —comentó Frank con pesar—. ¡Pobre Millie! ¿Cómo has podido, Tony? —le preguntó en tono de acusación.
Tony hizo una mueca.
—Yo no sabía nada —se defendió—. Sólo tenía la carta que John me había enviado y el recuerdo de cuando venía aquí de visita, cuando él venía a llorarme por lo mal que ella lo trataba. Estaba seguro de que había matado a mi amigo con su frío comportamiento.
Frank suspiró con fuerza.
—Ojalá Millie no hubiera ido a la funeraria tan temprano.
—Sí, ojalá —respondió Tony; que no iba a poder olvidar la escapada de Millie—. Escucha, ¿podrías pedirle a ese amigo que tienes en la comisaría que pregunte si se sabe algo en la calle de que se planee algún asesinato?
—Sí, podría hacerlo —dijo Frank con una sonrisa de oreja a oreja.
—A lo mejor John ha dejado todo ese dinero a una asociación para la protección de animales y la amenazó sólo para asustarla —dijo Tony.
Frank lo miró con fastidio e incredulidad.
Tony levantó las manos.
—Vale, vale, lo siento.
—Da igual lo que averigüe. No podrán asignarle a nadie para protegerla.
—Yo no voy a trabajar hasta Año Nuevo —dijo Tony—. Me puedo ocupar de eso.
Frank pestañeó.
—Después del cálido recibimiento en la funeraria, seguro que le gustará tenerte cerca —dijo Frank con sarcasmo.
Tony hizo una mueca.
—Sí, bueno, tendré que disculparme, supongo.
Frank no dijo nada. En el fondo sabía que a Tony le iba a costar ser lo suficientemente humilde como para convencer a Millie de que lo sentía. Su amigo se había pasado casi toda la vida en un entorno violento, y sus habilidades sociales estaban un poco oxidadas, sobre todo con mujeres como Millie. A Tony le gustaban las mujeres descaradas que conocía en los bares. Millie era refinada y discreta; dos cosas que a un hombre tan duro como Tony le resultarían difíciles de apreciar.
A la mañana siguiente, un Tony arrepentido se juntó con Frank en la funeraria para estar presentes en los últimos ritos de John. Se había juntado un pequeño grupo de personas, sobre todo familia. Un par de hombres de aspecto duro observaban a la comitiva, algo apartados del grupo, sin dejar de mirar a un lado y a otro. Tony se preguntó si serían los amigos criminales de John.
Seguidamente, Tony y Frank fueron al cementerio para participar del breve servicio.
Tony notó que los dos hombres estaban también en el cementerio. Uno de ellos no dejaba de mirarlos, como si su presencia allí le resultara sospechosa.
—Nos están vigilando —le dijo Tony a su amigo de regreso al coche.
—Me he dado cuenta —respondió Frank.
Gracias a su trabajo, Frank había desarrollado un sexto sentido para el peligro. Tony, en su línea de trabajo, también. Fingieron charlar despreocupadamente, como si no hubieran visto a los dos hombres.
Cuando llegaron al coche y se sentaron, Tony miró por el retrovisor y vio que uno de ellos anotaba discretamente el número de matrícula. Se echó a reír a carcajadas mientras arrancaba y salía al camino del cementerio.
—¿De qué te ríes? —le preguntó Frank.
—Son policías —respondió Tony.
—¿Qué?
—Que son policías —repitió Tony—. Si fueran criminales les importaría un pito la matrícula de mi coche. Quieren saber quién soy, y mi relación con John —le echó una mirada a su amigo—. ¿Y si le preguntas a tu contacto en la comisaría lo que quieren saber de mí? Así puedo llamarlos y darles los detalles.
Frank se echó a reír.
—De acuerdo. Cuando llegue a casa lo llamo.
Tony sonrió. Le divertía que lo creyeran sospechoso. Últimamente casi lo era. Trataba de pasar desapercibido, y nunca hablaba de su trabajo.
Dejó a Frank a la puerta de su apartamento, y quedó con él a comer al día siguiente. Después volvió a su hotel.
Al llegar al hotel, se dio cuenta de que todavía lo seguían. Le entregó las llaves del coche al portero encargado del aparcamiento, entró en el vestíbulo y aminoró el paso de camino al ascensor. Aunque estaba de espaldas, notó que lo observaban; pero más que molestarle, la idea de que lo siguieran le hizo gracia.
Se metió en el ascensor y fingió distracción. Uno de los hombres que había anotado su matrícula en el cementerio entró con él y se puso a un lado, fingiendo también estar distraído.
Cuando Tony se bajó en el piso equivocado, notó que el hombre se quedaba atrás y que anotaba algo.
Bajó por las escaleras de vuelta al vestíbulo; cuando el hombre salió del ascensor, él lo estaba esperando. El hombre miró a Tony a los ojos y dio un respingo.
Tony lo miró con aire sofisticado.
—Si quiere saber quién soy y por qué fui al funeral de John, entonces deje que lo invite a una copa en el bar y se lo cuento.
—¿Cómo lo ha adivinado? —le preguntó cuando estuvieron sentados a la barra.
—He trabajado con la policía en varias ocasiones —le dijo Tony—, entre las misiones en el extranjero.
—¿Qué clase de misiones?
Tony se echó a reír, sacó una cartera del bolsillo y le enseñó sus credenciales.
El hombre silbó suavemente.
—En una ocasión pensé en meterme ahí, pero después de sufrir seis meses de vigilancia, interrogatorios, entrevistas, y todo lo demás, claudiqué y me metí en la policía. Pagan fatal, pero en diez años sólo me he visto implicado en un tiroteo —sonrió—. Seguro que usted no podrá decir lo mismo.
—Tiene razón —reconoció Tony—. Llevo tanto plomo encima que podría cargar un revólver. Tengo aún algunos casquillos que no me han podido sacar por estar alojados en sitios peligrosos.
—Conocía al fallecido, imagino.
Él asintió.
—Fue mi mejor amigo desde el instituto —hizo una mueca—. Pero ahora me entero de que no lo conocía de nada. Estaba acosando a una mujer que los dos conocíamos, aunque él me engañó y me hizo pensar que ella mentía al respecto, y que era él la víctima.
El hombre sacó una libreta pequeña.
—Ésa debe de ser la señorita Millicent Evans.
—La misma.
—Ella no mentía —le dijo el detective—. Nos llamó para denunciar un ataque en su domicilio —comentó—. Su amigo la molió a golpes.
Tony se sintió como un gusano al recordar la inesperada reacción de Millie cuando él se había movido con tanta brusquedad.
—Pero cuando llegó el momento de presentar cargos, ella no fue capaz —continuó el detective—. Nos quedamos decepcionados. No nos gustan los hombres que pegan a las mujeres. Ella dijo que él había bebido y que después se disculpó; también que era la primera vez que él la había golpeado.
—¿Y fue la única vez? —preguntó Tony, quería saberlo.
—Creo que sí. Ella no es de las que soportaría esa clase de abuso repetidamente. Esto ocurrió una semana antes del suicidio —se acercó un poco a Tony—. Nos hemos enterado de que el jefe de la mafia local recibió un dinero de John para matar a Millie. Por eso estábamos en el funeral. ¿Tiene usted un amigo que se llama Frank?
—Sí.
—Mi teniente y él son buenos amigos —dijo el hombre—. Nos ha pedido que busquemos a personas que puedan encajar en la descripción de un asesino a sueldo.
Tony se echó a reír.
—¿Y yo encajo?
—He visto a asesinos a sueldo matando en una muchedumbre con la misma pinta que usted —el detective ladeó la cabeza—. Es italiano, ¿no?
Tony sonrió.
—Cherokee —respondió—. El marido de mi madre me adoptó y llevo su apellido; pero no era mi padre.
—Para que vea —dijo el detective— que las apariencias engañan.
—Y que lo diga —respondió Tony con pesar.
Tony se acercó a la biblioteca a la mañana siguiente a disculparse con Millie. Pero en cuanto ella lo vio en el vestíbulo, desapareció por una puerta que decía Sólo empleados. Preguntó por ella en el mostrador de entrada, como si no la hubiera visto meterse en aquel cuarto. La empleada que estaba atendiendo entró donde había entrado Millie, y apareció de nuevo momentos después, algo sofocada y visiblemente nerviosa.
—Lo siento... No la encuentro... —mintió.
Tony sonrió con pesar. Era lógico que Millie le hubiera tomado manía.
—De acuerdo —respondió—. Muchas gracias.
Salió del edificio. Si no encontraba el modo de hablar con ella, iba a tener que protegerla a distancia.
Cuando volvió al hotel la llamó a la biblioteca cuando volvió al hotel; pero en cuanto ella oyó su voz, colgó. Tony suspiró y llamó a Frank.
—Ahora huye de mí —le contó a su amigo—. Lo esperaba. Pero así no voy a poder convencerla de que necesita que alguien la proteja. ¿Se te ocurre alguna idea?
—Sí —respondió Frank—. Iré a su casa y hablaré con ella.
—Gracias. Dile que lo siento. No servirá de mucho, pero lo digo sinceramente.
—Lo sé.
—Invité a uno de los que nos seguían a una cerveza —le dijo Tony—. Me contó que están buscando a un tipo que se ajuste al perfil de un asesino a sueldo. Él cree que yo me ajusto a ese perfil.
Frank se echó a reír.
—El que se pica...
—Muchas gracias —murmuró Tony.
—Venga, te llamo cuando haya visto a Millie —le prometió Frank.
—Muy bien. Estaré aquí.
Frank llamó a la mañana siguiente.
—Está dispuesta a hablar contigo —le dijo a Tony—. Pero me costó mucho convencerla. Y no cree que John fuera capaz de haber hecho algo tan drástico como pagar para que se la cargaran. Te va a costar mucho meterle en la cabeza que necesita protección —añadió Frank.
—Bueno, echaré mano de mi don de gentes —respondió Tony.
Siguió una breve pausa en la conversación.
—Una vez oí decir a un humorista que se consigue más con una sonrisa y una pistola, que sólo con una sonrisa. Ése es más o menos el resumen de tu don de gentes.
Tony se echó a reír.
—La verdad es que no te falta razón —dijo Tony—. Intentaré sonreír y relajarme antes de ir a verla. ¿Sabes algo de tu amigo el teniente?
—Aún no —respondió Frank—. Pero parece que me ha leído el pensamiento —se echó a reír—. Esta mañana ya había encargado a unos hombres que investiguen esa banda de criminales; quieren saber si alguno de ellos se ha puesto en contacto con algún tirador. A lo mejor sacan algo.
—Mientras tanto, haré lo que pueda para proteger a Millie —respondió Tony—. Nos vemos, Frank.
—De acuerdo, adiós, Tony.
Tony se vistió de sport para ir a la biblioteca, esperando pasar desapercibido en el supuesto de que alguien estuviera vigilando a Millie. Tony se puso unos vaqueros, una camisa de algodón y una cazadora de cuero. Parecía uno de esos amantes de la naturaleza, aunque podría haber sido un vaquero sin sombrero. Nunca le había gustado el sombrero texano. Prefería llevar la cabeza descubierta, y su melena larga y ondulada en una cola de caballo. No iba a adoptar un aspecto demasiado conservador, por mucho que lo exigiera el trabajo. Él era un renegado y siempre lo había sido.
Se acercó al mostrador y preguntó por Millie con una sonrisa en los labios. La recepcionista le devolvió la sonrisa, visiblemente interesada en él. Al instante la joven descolgó el teléfono, apretó un botón y le dijo a Millie que tenía una visita en la puerta.
Mientras hablaba con Millie, la chica hojeaba el correo que tenía delante.
—Ha llegado un paquete para ti, Millie —añadió mientras palpaba un abultado sobre marrón con letra picuda.
—¡No toque eso! —dijo Tony repentinamente, mientras sacaba rápidamente el móvil del bolsillo.
Seguidamente llamó a los servicios de urgencia y pidió un coche patrulla y una brigada antibombas.
La recepcionista lo miraba como si se hubiera vuelto loco.
—Haga salir a todo el mundo del edificio —le dijo con autoridad—. ¡Vamos, no pierda el tiempo! —añadió al ver que ella vacilaba—. Ese paquete contiene explosivo suficiente para volar toda la ciudad. ¡Rápido!
La chica se levantó y entró corriendo en la sala justo cuando Millie salía al vestíbulo. Se acercó al mostrador, donde Tony seguía discutiendo con la operadora sobre la brigada antibombas.
—Escuche, trabajo para el gobierno —dijo en tono grave y sereno—. He visto cartas bomba antes, y sé lo que digo. ¿Quiere leer en los periódicos de mañana que una biblioteca ha volado por los aires, sólo porque usted no quiso tomarse en serio una amenaza? Incluso saldrá su nombre... sí, eso es lo que he dicho, la brigada antibombas...
Miró a Millie con expresión severa y ojos brillantes.
—Tenemos que salir de aquí —le dijo mientras se guardaba el teléfono.
—¿Salir? Tengo un paquete...
Él le asió la mano rápidamente al ver que ella iba a retirarlo de la mesa.
—Si te gusta tener dos manos y una cabeza, harás lo que te digo —dijo Tony—. ¡Rápido! —urgió a la recepcionista, que ya instaba a clientes y empleados a salir rápidamente de allí.
—Estás loco —dijo Millie—. ¡No pienso salir...!
—Lo siento —Tony la levantó en brazos en un santiamén y salió con ella del edificio—. No tengo tiempo para discutir.
Llegaron dos coches, un coche patrulla y otro de la brigada antibombas. Tony se acercó al teniente al mando en cuanto éste bajó del coche.
—Es una carta bomba; está en el mostrador de la entrada —informó al hombre—. Trabajé en un caso en Nairobi con una carta exactamente igual que ésa, pero nadie me hizo caso. La explosión mató a dos empleados extranjeros.
El teniente suspiró.
—De acuerdo. Vamos a comprobarlo. Pero si se ha equivocado, se va a meter en un buen lío.
—No me he equivocado —le dijo Tony, y le enseñó sus credenciales.
El teniente no dijo nada más, y pasó directamente a la acción.
Las bibliotecarias se mostraban escépticas, lo mismo que Millie y los clientes. Pero a pesar del frío permanecieron todos esperando pacientemente, mientras los miembros de la brigada antibombas entraban despacio en el edificio en busca del sobre marrón que Tony les había descrito.
El teniente salió al momento, con mala cara.
—No estoy del todo convencido —le dijo a Tony—, pero haremos lo que se debe hacer en estos casos. Sin duda, el paquete parece sospechoso.
El equipo antibombas había llevado un robot que agarraba objetos con la mano y al que enviaron al interior del edificio para retirar el sobre. Tardaba mucho en salir, y cada vez había más curiosos delante de la puerta a ver qué pasaba. Habían llegado dos coches patrulla más, y los policías acordonaron la zona para evitar que la gente se acercara demasiado.
También llegó un equipo de televisión. Algunos curiosos sacaban fotos con la cámara de sus móviles, seguramente para enviárselas después a los medios. Otros se reían, como si aquello fuera una broma. Un cliente de la biblioteca que no dejaba de protestar dijo que iba a pillar un resfriado mientras la policía perdía el tiempo con una carta que acabaría conteniendo un montón de fotos o algo parecido.
En ese momento salió el robot y fue directamente a un contenedor donde se depositaban los paquetes sospechosos. Nada más echarlo, se produjo una tremenda explosión que derribó al robot y ahuyentó al público, que chillaba y echaba a correr.
Tony miró al teniente, que hizo una mueca de pesar. Se volvió hacia Millie.
Ella tenía ganas de vomitar, y sintió que se mareaba. Si Tony no hubiera llegado a tiempo, si ella hubiera abierto esa carta...
Afortunadamente, Tony la sujetó antes de caer al suelo.
Cuando volvió en sí, estaba tumbada en el asiento trasero del coche de alquiler de Tony. Él la sujetaba con un brazo mientras con la otra mano le acercaba una lata de refresco a los labios.
—Vamos, bebe un poco —le dijo en voz baja.
Ella consiguió dar un sorbo de la bebida gaseosa.
—Me he desmayado... Es la primera vez que me pasa...
—Si alguien me enviara una carta bomba, creo que también me desmayaría —dijo Tony con una sonrisa—. Afortunadamente, estás bien, y también los demás. Nadie ha sufrido ningún daño.
Ella lo miró en silencio.
—¿Por qué?
La sonrisa desapareció.
—Algunos hombres son posesivos incluso desde la tumba. Como John no pudo tenerte, quiso asegurarse de que nadie lo hacía. Pagó un montón de dinero a otra persona para hacer esto. Y casi lo consiguió. Ahora tenemos que protegerte hasta que demos con la persona que contrató John.
Ella se incorporó con agitación.
—No creo que vuelvan a intentarlo. Sabrán que la policía está tras ellos.
—La policía no dispone de presupuesto para ofrecerte protección veinticuatro horas al día. El que ha puesto la bomba lo sabe, y volverá a intentarlo.
—Ya tiene el dinero —balbuceó ella.
—No estoy tan seguro de eso. Seguramente John lo planearía de tal modo que el asesino no pueda cobrarlo hasta que no remate la faena —le dijo con rotundidad—. Si el jefe de la banda tiene el dinero, será una cuestión de honor para él... No pongas esa cara; esa gente tiene también un código de honor, por muy extraño que nos parezca. Sobre todo si el jefe era amigo de John y se sentía en deuda con él de algún modo.
—Supiste que era una bomba sin tocarla —dijo ella—. ¿Cómo?
—No es la primera carta bomba que veo —respondió él—. Aprendí mucho observando a otros; el resto fue gracias a un sexto sentido que te da la experiencia.
Ella frunció el ceño.
—¿En el ejército? ¿O trabajando para equipos de construcción?
Él vaciló.
—Trabajo para el gobierno, entre otros trabajos que hago por cuenta propia —respondió Tony—. Soy contratista autónomo.
—¿El qué?
—Un soldado profesional —le dijo—. Estoy especializado en operaciones antiterroristas.
Ella se quedó estupefacta. Sus ojos pálidos buscaron los suyos oscuros con inquietud.
—¿Sabía esto tu madre adoptiva?
Él negó con la cabeza.
—Jamás le habría parecido bien, ¿no crees?
—Entiendo.
Observó con ojos entrecerrados su rostro ladeado.
—A ti tampoco te parece bien, ¿verdad?
Ella no quería mirarlo a los ojos. Se frotó los brazos, muerta de frío.
—Mi opinión no importa.
Millie fue a salir del coche, visiblemente inquieta; pero él la agarró del brazo.
—Tienes que ir a por el abrigo y el bolso y venir conmigo —le dijo—. Tenemos que hablar.
—Pero... —protestó ella.
—No discutas, Millie —la interrumpió—. Si te quedas en la biblioteca ahora pondrás en peligro la vida de tus compañeros.
A Millie no se le había ocurrido eso; y de pronto estaba horrorizada.
—Pero tengo que trabajar —protestó—. Tengo gastos...
—Puedes pedir permiso, ¿no? —insistió él—. No te van a poner en la calle porque faltes unos días.
Lo que Tony decía tenía sentido, y ella lo sabía; pero tenía miedo de pedir unos días y que la echaran del trabajo. La biblioteca había sido su único empleo, y le encantaba su trabajo. Su jefa aún no se había olvidado de esos rumores que había iniciado John cuando había insinuado que Millie tenía una doble vida y que se pasaba las noches de orgía en orgía. Sabía Dios lo que diría cuando se enterara de lo de la bomba.
—Tal vez no tenga ya trabajo cuando mi jefa se entere de lo que ha pasado hoy aquí. Está fuera y no vuelve hasta el lunes próximo —añadió con pesadumbre.
—Vamos, entraré contigo.
La acompañó al edificio e insistió en entrar con ella a ver a su supervisor, a quien le explicó la situación con claridad, añadiendo además que estaba seguro de que sus colegas no querrían arriesgarse a que ocurriera otro incidente parecido, y que podría pasar eso si no insistían en que siguiera yendo a trabajar a la biblioteca mientras el culpable siguiera libre.
—Desde luego que no —respondió inmediatamente Barry Hinson—. Millie, podemos pasar sin ti unos días. Estoy seguro de que la señora Anderson no podrá objeción alguna.
Millie suspiró.
—Supongo que no me queda otra. Lo siento mucho —empezó a decir.