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Arizona, 1910 Querido diario: hará falta mucho más que amenazas y un vaquero arrogante para alejarme de mi hogar… Cuando heredé esta tierra baldía junto a la frontera con México, sabía que la vida sería dura y peligrosa, muy distinta a la existencia disipada de Louisiana, donde yo era la dulce señorita Trilby Lang. Pero no esperaba que mi vecino, Thorn Vance, me desafiara continuamente. Nunca imaginé que sus modales bruscos y varoniles se volverían una tentación irresistible. Ahora, el fantasma de la guerra planea sobre este desierto y necesito su ayuda. Pero ¿cuánto estoy dispuesta a arriesgar poniéndome en manos de un hombre acostumbrado a conseguir lo que desea? "(…)esta primera parte de la serie me ha parecido muy buena, de hecho, me ha dejado con ganas de mucho más y espero ansiosa la publicación de las próximas ediciones. Rápido, con muchas acción y sobre todo buenos personajes, así que ya fijo que sigo con esta serie, y lo recomiendo para aquellas que quieran pasar un ratito agradable(…)". Autoras en la sombra "Me ha gustado mucho este libro, cada día esta escritora escribe mejor… sabe crear cada vez mejores personajes y buenas tramas. Pero sobre todo sabe manejarlas, contarlas de forma clara, sencilla y muy amena. La evolución de esta escritora va a más cada vez, por lo que no pienso perder ni un solo libro más de ella, porque si son como estos, sin duda acierta". Cazadoras del romance "Foster es una escritora sobresaliente". Library Journal Affair de Coeur
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Seitenzahl: 408
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1992 Susan Kyle. Todos los derechos reservados.
TRILBY, Nº 59 - febrero 2012
Título original: Trilby
Publicado en español en 2008
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Romantic Stars son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-500-9
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Había una nube de polvo sobre el horizonte. Trilby la observaba con mariposas en el estómago. Sólo llevaba unos meses en el rancho, pero unas simples motas de polvo lograban sacarla del aburrimiento en la inmensidad baldía de Arizona. Aquel lugar salvaje no tenía nada que ver con la vorágine social de Nueva Orleans y de Baton Rouge. Octubre casi había llegado a su fin, pero la ola de calor no remitía. En realidad, iba a peor. Para una joven de la alta sociedad del este, las condiciones de vida eran muy duras. Aquella casa de madera situada a la afueras de Douglas, Arizona, no tenía nada que ver con una mansión de Louisiana, y los hombres que habitaban esa tierra sin ley eran tan bárbaros como los pieles rojas, que también abundaban. Un viejo apache y un joven yaqui trabajaban para su padre. No hablaban mucho, pero miraban fijamente, tal y como hacían los vaqueros, polvorientos y sucios.
Trilby pasaba la mayor parte del tiempo en casa, excepto los días de la colada. Una vez a la semana ayudaba a sus padres a lavar la ropa blanca en un caldero con agua hirviendo. El resto de las prendas había que lavarlo a mano, frotando contra una tabla de madera dentro de una pequeña bañera de hojalata.
–¿Es una nube de polvo o de agua? –preguntó su hermano Teddy, sacándola de sus pensamientos.
Ella lo miró por encima del hombro y sonrió.
–Polvo, espero. La temporada de monzones ha pasado y ya hay sequía de nuevo. ¿Qué otra cosa podría ser?
–Bueno, podría ser el coronel Blanco y algunos de los insurrectos. Los rebeldes mexicanos que luchan contra el gobierno de Díaz. Dios, ¿recuerdas el día en que la patrulla de caballería se acercó al rancho y pidió agua? Yo les traje un cubo lleno.
Ted sólo tenía doce años y aquel recuerdo era el más importante de su vida. El rancho de la familia estaba cerca de la frontera con México, y el diez de octubre Porfirio Díaz había sido reelegido como presidente del país. Pero su supremacía estaba bajo la amenaza de Francisco Madero, que también se había presentado a las elecciones y había perdido. Toda la nación estaba inmersa en una crisis de violencia. En ocasiones los rebeldes, que no siempre pertenecían a una banda de insurrectos, atacaban ranchos cercanos y la caballería vigilaba desde el otro lado de la frontera. El país vecino se había convertido en un polvorín.
Había sido un año lleno de acontecimientos nefastos. En mayo el cometa Halley había aterrorizado al mundo y poco después el rey Eduardo había fallecido de forma trágica. Y por si era poco, en los meses siguientes había habido una erupción volcánica en Alaska y un terremoto devastador en Costa Rica.
Los problemas en la frontera le alegraban la vida a Teddy, pero para el resto suponía un gran inconveniente. Todo el mundo conocía a alguien vinculado a las minas de Sonora porque seis de las compañías mineras tenían la sede en Douglas. Además, muchos de los rancheros locales tenían explotaciones mineras al otro lado de la frontera mexicana y ésa era una de las causas por las que crecía la tensión.
Un rato antes había llegado un regimiento de caballería procedente del campamento de Fort Huachuca. Los oficiales iban en un coche de campaña seguidos de las tropas a caballo. Aquellos hombres apuestos iban provocando y Trilby había tenido que reprimir el impulso de saludar y sonreír. Teddy no se había cohibido ni por un instante. Casi se había caído del porche saludando a la comitiva mientras desfilaban por delante de la casa. Por desgracia, no se habían detenido para pedir agua y el chico se había llevado una decepción.
Teddy era tan distinto. Ella tenía el pelo rubio y los ojos grises, mientras que su hermano era pelirrojo con ojos azules.
La joven sonrió al recordar al abuelo del que era el vivo retrato.
–Dos de nuestros vaqueros mexicanos admiran mucho al señor Madero. Dicen que Díaz es un dictador y que debería ser expulsado –le dijo él.
–Espero que lo solucionen antes de que haya una guerra –dijo ella, preocupada–. Espero que no acabemos en medio del conflicto. A mamá también le preocupa, así que no hables mucho del tema. ¿De acuerdo?
–Está bien –dijo él, sin estar muy convencido. Los aviones, el béisbol, la crisis mexicana y las célebres anécdotas de su amigo Mosby Torrance eran lo más importante en ese momento, pero no quería preocupar a Trilby con la gravedad de la situación al otro lado de la frontera con México. Ella no tenía ni idea de lo que hablaban los vaqueros. Teddy tampoco debía de saberlo, pero había escuchado bastante a hurtadillas como para tener miedo y saber que sería mucho peor para su hermana mayor.
A Trilby siempre la habían protegido de las palabras y la gente dura. Vivir en Arizona, rodeada de hombres acostumbrados a sobrevivir en el desierto, la había hecho cambiar. Ya no sonreía tan a menudo como lo hacía en Louisiana, y tampoco era tan traviesa. Teddy echaba de menos a la antigua Trilby. Esa nueva hermana era tan reservada y tranquila que a veces no sabía si estaba en casa.
En ese momento contemplaba aquel paisaje baldío con la mirada perdida en la distancia, absorta en sí misma.
–Espero que Richard haya vuelto de Europa –murmuró–. Ojalá pudiera venir a vernos. Quizá dentro de un mes o dos, cuando se haya establecido en la casa… Será agradable volver a disfrutar de la compañía de un caballero.
Richard Bates había sido el gran amor de Trilby en Louisiana, pero a Teddy nunca le había gustado aquel hombre. Por muy caballero que fuera, parecía anémico y estúpido al lado de aquellos hombres de Arizona.
No obstante, Teddy no dijo lo que pensaba. A pesar de su juventud, ya había aprendido a ser diplomático. No iba a servir de nada llevarle la contraria a Trilby, que ya tenía bastante con intentar adaptarse a ese lugar extremo.
–Me encanta el desierto –dijo Teddy–. ¿No te gusta ni siquiera un poquito?
–Bueno, supongo que me estoy acostumbrando poco a poco –dijo ella suavemente–. Pero sigo sin acostumbrarme a este polvo amarillo tan horrible. Se mete en todo lo que cocino y en la ropa.
–Es mejor hacer cosas de chicas que marcar ganado –dijo su hermano, hablando como su padre–. Toda esa sangre, el polvo, el ruido. Los vaqueros también dicen palabrotas.
Trilby le sonrió.
–Ya me lo imaginaba. Papá también lo hace, pero nunca delante de nosotros. Sólo lo hace de forma accidental.
–Cuando estás marcando ganado ocurren muchos accidentes, Trilby –dijo, imitando a su héroe, Mosby Torrance, un ranger de Texas retirado que llevaba muchos años trabajando en el rancho. Teddy la miró y frunció el ceño–. ¿Trilby, te vas a casar algún día? Ya eres mayor.
–Sólo tengo veinticuatro –dijo ella.
La mayoría de sus amigas de Louisiana ya estaban casadas y tenían niños. Trilby llevaba cinco años esperando una proposición de Richard que no llegaba. Hasta ese momento no era más que un amigo y Trilby estaba impaciente.
Si otros hombres la hubieran cortejado, Trilby podría haberse dejado llevar, pero ella sabía que no era hermosa por fuera, a pesar de tener un corazón noble y un carácter dulce. Ella no tenía el rostro que le aceleraba el pulso a los hombres y en ese rancho aislado no había demasiados solteros apetecibles. De todos modos, Trilby no había conocido a nadie con quien quisiera casarse en Arizona. Los vaqueros eran una pandilla de perezosos alcohólicos y fumadores que nunca se daban un baño.
El corazón de la joven se encogió al recordar a Richard, siempre impecable. Ojalá no se hubieran marchado de Louisiana. Su padre había heredado el rancho de su difunto hermano y había empeñado hasta el último céntimo en él. Toda la familia tenía que trabajar para mantenerlo.
El último año había sido muy seco y a pesar de las inundaciones los rancheros estaban perdiendo ganado al otro lado de la frontera. Tantos problemas… Y Arizona estaba a punto de convertirse en estado. Salvaje.
El desierto suponía un cambio radical para aquéllos acostumbrados a los pantanos y la humedad. Los padres de Trilby provenían de una familia adinerada y ésa era la única razón por la que Jack Lang tenía suficiente para aprovisionar el rancho. No obstante, su economía se había resentido durante los últimos meses y las cosas no iban a mejor. Pero incluso Trilby había logrado adaptarse bastante bien, pese a haber jurado que nunca sería feliz en un rancho en mitad del desierto, donde sólo había dos árboles palo verde bajo los que guarecerse.
–Mira, ¿no es el señor Vance? –preguntó Ted, cubriéndose los ojos para poder ver a un jinete solitario a lomos de un caballo aterciopelado.
Trilby apretó los dientes al verlo. Sí. Era Thornton Vance. No había otro que cabalgara con tanta arrogancia por los alrededores de Blackwater Springs. Aquel sombrero vaquero ligeramente inclinado a un lado era inconfundible.
–Ojalá se le cayera la silla de montar –comentó Trilby con ironía.
–No sé por qué no te cae bien, Trilby –dijo Ted–. Es muy bueno conmigo.
–Supongo que sí, Teddy.
Trilby y Thornton Vance siempre habían sido enemigos. El señor Vance le había tomado antipatía desde el primer momento.
Los Lang habían conocido al señor Vance cuando llevaban tres semanas en Blackwater Springs. Trilby recordaba a su delicada y altiva esposa de una reunión en la iglesia. En aquella ocasión, los fríos ojos de Thornton Vance se habían oscurecido al ver a Trilby.
Ella nunca había entendido por qué le tenía tanta aversión. Su esposa se había comportado de una forma un tanto afectada durante las presentaciones formales. La señora Vance era hermosa y era consciente de ello. Llevaba un caro vestido de diseño a juego con el bolso y los zapatos de cordones. Aquella rubia de ojos azules no se había molestado en esconder su desprecio por la humilde ropa de Trilby.
En Louisiana, Trilby también había tenido buena ropa, pero ya no había dinero para frivolidades y tenía que arreglárselas con lo que tenía. Sin embargo, el desdén de aquellos ojos azules se le había clavado en el corazón.
La joven siempre había sentido miedo de Thornton Vance. Aquel hombre alto, fiero y despiadado siempre decía lo que pensaba y carecía de dones sociales. Era un forajido en una tierra de forajidos y, por mucha riqueza que poseyera, no despertaba ningún interés en Trilby. Era tan distinto de su Richard como el día de la noche. Todavía no era su Richard. Todavía no. Si se hubiera quedado un poco más en Louisiana, si hubiera sido algo mayor… Trilby suspiró para sí, intentando comprender por qué el destino había puesto a Thornton Vance en su camino.
El primo de Vance, Curt, era totalmente distinto y Trilby le había tomado aprecio de inmediato. Curt Vance era un hombre culto y caballeroso, parecido a Richard. Por desgracia no lo veía muy a menudo, pero disfrutaba mucho de su compañía.
Curt también se llevaba bien con la esposa del señor Vance. Sally Vance siempre estaba presente cuando Trilby hablaba con Curt. Entonces agarraba del brazo a su cuñado de forma posesiva y no tenía reparo en demostrar el rechazo que sentía por la joven cada vez que se veían; tanto que Trilby había decidido evitarla a toda costa.
Sally había muerto en un sospechoso accidente dos meses después de la llegada de los Lang. El señor Vance había aceptado el pésame de la familia, pero al ver acercarse a Trilby había dado media vuelta, dejándola con la palabra en la boca. La niña pequeña, de la mano de su padre, había ido tras él.
Trilby nunca se había atrevido a preguntar cómo podía haber ofendido a un hombre al que acababa de conocer. Ni siquiera se atrevía a mirarle a los ojos y él la evitaba continuamente, incluso cuando coincidían en reuniones sociales. La niña le tenía cariño a Trilby, pero su padre le impedía acercarse a ella. Además, parecía incómoda en presencia de su padre, lo cual no era de extrañar. Thornton Vance intimidaba a la gente.
No obstante, se había ablandado un poco en los dos últimos meses y visitaba el rancho con frecuencia. Siempre hablaba de la sequía y de cómo afectaba a sus rebaños. El señor Vance era dueño de una vasta extensión de tierra; miles de hectáreas que llegaban hasta el estado mexicano de Sonora. El rancho de Blackwater Springs estaba en mitad de la única fuente de agua potable de la zona, y Vance lo quería, pero su padre no estaba dispuesto a vender tierras, y tampoco a darle los derechos del agua.
Trilby volvió a la realidad al ver detenerse a Vance justo delante del porche. El vaquero cruzó las muñecas sobre el cuerno del sillín. A pesar de ser un hombre rico, se vestía de forma rústica. Llevaba unos viejos vaqueros y unos zahones de cuero muy gastados. La camisa de cuadros también estaba ajada y el cuero que le recubría los puños mostraba numerosos arañazos. El sombrero no estaba mucho mejor que el polvoriento pañuelo rojo que llevaba alrededor del cuello y las botas se parecían a las que Teddy usaba para trabajar con el ganado; empeine torcido a causa de la humedad y tacones aplastados por el uso. El señor Vance no estaba muy elegante…
Un rictus despreciativo endureció los rasgos de Trilby.
–Buenos días, señor Vance –dijo la joven tranquilamente, haciendo gala de buenos modales.
Él la miró fijamente durante un momento.
–¿Está tu padre en casa?
Ella negó con la cabeza. Tenía una voz tan suave como el terciopelo y profunda como la noche; una voz que cortaba como una fusta…
–¿Y tu madre?
–Se han ido a la tienda con el señor Torrance –dijo Teddy–. Él los llevó en el coche de caballos. Papá dice que el señor Torrance está muy cansado, pero no es cierto, señor Vance. No está cansado. ¿Sabía que era ranger de Texas?
–Sí, lo sabía, Ted –Vance volvió sus oscuros ojos hacia Trilby.
El suyo era un rostro de rasgos fieros, nariz recta y piel bronceada en perfecta armonía con el cabello color azabache.
Trilby se sintió expuesta bajo su mirada, a pesar de llevar un recatado vestido de algodón. Se frotó las manos en el delantal.
–Mejor será que vuelva a la cocina antes de que se me queme el pastel de manzana –dijo, esperando que él captara la indirecta y decidiera irse.
–¿Me está ofreciendo un poco? –le preguntó en cambio.
Una ola de pánico se apoderó de Trilby y Teddy respondió por ella.
–¡Claro! –dijo con entusiasmo–. ¡Trilby hace el mejor pastel del mundo, señor Vance! A mí me gusta con crema, pero nuestra vaca se ha quedado sin leche y hemos tenido que arreglárnoslas.
–Tu padre no me ha dicho lo de la vaca –dijo Vance al tiempo que bajaba del caballo y ataba las riendas al poste del porche.
Avanzó hacia ellos y se detuvo justo delante. Una enorme sombra se cernió sobre los dos hermanos.
Trilby dio media vuelta y echó a andar hacia la casa. Por lo menos llevaba el cabello recogido en un moño en vez de suelto, como solía llevarlo cuando estaba en casa. Si hubiera tenido pimentón de cayena, se lo habría echado al pastel del señor Vance.
Debían de encantarle los pimientos picantes y el arsénico. Trilby esbozó una sonrisa maligna.
–Ayer le compramos otra vaca al señor Barnes –dijo Teddy–. Pero mi hermana ha estado muy ocupada en la cocina y no ha podido ordeñarla. Yo lo haré mientras horneas el pastel, Trilby. Sólo será un momento.
Ella trató de poner objeciones, pero Teddy agarró el jarro de hojalata a toda prisa y salió por la puerta trasera antes de que pudiera abrir la boca. Trilby se quedó a solas con aquel hombre hostil.
Tras marchase Teddy, él dejó de ocultar su desprecio. Se sacó una carterita Bull Durham y un fajo de papelinas del bolsillo, y lió un cigarrillo con movimientos diestros y rápidos.
Trilby trató de mantenerse ocupada vigilando el pastel que estaba en el horno. La cocina de gas de Louisiana le daba miedo, pero había empezado a echarla de menos al tener que usar la de leña; todo lo que se podían permitir. Aprovisionar el rancho había sido muy costoso, pero darle mantenimiento era más duro cada día. Teddy nunca debió mencionar el problema de la vaca.
La masa ya se había tostado y el aroma a canela, azúcar y mantequilla llenaba la habitación. Estaba en su punto. Se puso las manoplas y sacó el pastel del horno. Las manos le temblaban, pero consiguió llegar a la mesa sin tirar el pastel al suelo.
–¿La pongo nerviosa, señorita Lang? –dijo.
Sacó una silla y apoyó los brazos en el respaldo.
–Oh, no, señor Vance –respondió ella con una leve sonrisa–. La hostilidad me encanta.
Él arqueó las cejas y reprimió una sonrisa.
–¿Ah, sí? Le tiemblan las manos.
–No estoy acostumbrada a tratar con hombres que no sean mi padre y mi hermano. Quizá me encuentro un poco incómoda.
Trilby se apartó un mechón dorado de la cara. Sus ojos rezumaban desprecio.
–Pensaba que mi primo le agradaba. No pudo resistirse a sus encantos en la fiesta del mes pasado.
–¿Curt? –ella asintió, esquivando la mirada que centelleó en sus ojos oscuros–. Me agrada mucho. Es muy amable y tiene una bonita sonrisa. Le dio un palito de menta a Teddy –sonrió al recordar el momento–. Mi hermano nunca olvida un detalle como ése –lo miró con ojos serios–. Su primo me recuerda a alguien. Es un buen hombre. Y todo un caballero –añadió con toda intención.
Vance se hubiera echado a reír. Sally le había comentado que los había visto fundiéndose en un efusivo abrazo, pero no había sido la primera en mencionar el tema. Una famosa cotilla de la iglesia había visto a su primo Curt en compañía de una mujer rubia en la fiesta y Sally le había dicho que se trataba de Trilby. Su esposa había sido escueta y rápida, como si no hubiera querido hablar de ello. Thornton recordaba que se había puesto muy pálida.
Aquella revelación había alimentado un profundo odio hacia la joven. Su primo Curt estaba casado, pero a la señorita Lang no le importaba romper las reglas del decoro. ¿Cómo podía comportarse así una mujer tan educada?
Thornton no tardó en encontrar la respuesta a esa pregunta. Él sabía lo bien que las mujeres dominaban el arte de la mentira. Sally había fingido quererle cuando lo único que deseaba era una vida de riquezas y confort.
–Su esposa también lo admira –le dijo adrede.
Como ella no reaccionó, él suspiró ruidosamente y le dio una larga calada al pitillo, sin quitarle ojo de encima.
–La mujer equivocada puede llegar a arruinar la vida de un hombre bueno.
–Yo no me he topado con muchos hombres buenos –dijo ella mientras cortaba el pastel. Las manos le temblaban y Vance sonreía con gesto burlón.
–El desierto no le parece muy caluroso, señorita Lang. Casi todos los del este lo detestan.
–Yo soy del sur, señor Vance. En Louisiana hace calor en verano.
–En Arizona hace calor todo el año, pero no hay demasiados mosquitos. Aquí no tenemos ciénagas.
Ella lo fulminó con la mirada.
–El polvo amarillo las supera con creces.
–¿En serio? –le preguntó él, imitando el acento sureño que sabía a cotillones, bailes de disfraces y mansiones.
Ella se frotó con un paño y dejó a un lado el cuchillo. No podía lanzárselo. No podía hacerlo…
–Supongo –fue a sacar los platos del mueble de la cocina, rogando en silencio para no romper ninguno–. ¿Quiere té helado, señor Vance? Si sólo tengo cicuta…
–Sí, gracias.
Abrió un pequeño congelador y arrancó unos trocitos de hielo con unas pinzas. Volvió a cubrir el bloque de hielo con un paño y cerró la puerta.
–El hielo es maravilloso con este calor. Ojalá tuviera una casa llena de hielo.
Él no respondió. Ella agarró la jarra de té que había preparado para la cena y sirvió tres vasos. Teddy no tardaría en volver. No podía tardar.
Trilby tenía los nervios de punta.
Puso una porción de tarta perfecta en un plato y la dejó sobre la mesa, frente a Thornton Vance. Le había puesto uno de los viejos tenedores de plata que su abuela les había regalado antes de que dejaran Baton Rouge.
Colocó una servilleta de lino junto al plato y puso el vaso de té encima. Los cubitos de hielo repicaron como campanas contra el cristal.
Él extendió el brazo y le agarró la muñeca justo antes de que retirara la mano. Ella contuvo la respiración y lo miró con ojos estupefactos y serios.
Él frunció el ceño al ver su reacción. Entonces la hizo voltear la mano y comenzó a acariciarle la palma con el pulgar.
–Enrojecida e hinchada, pero sigue siendo la mano de una dama. ¿Por qué viniste aquí con tu familia, Trilby?
Oír su propio nombre en aquella voz profunda le aflojó las rodillas. Trilby le miró la mano, encallecida por el trabajo duro. Su piel bronceada resplandecía sobre la pálida tez de la joven.
–No tenía adonde ir. Además, mi madre me necesitaba. No se encuentra muy bien.
–Una mujer frágil, tu madre. Una auténtica dama sureña. Como tú –añadió con desprecio.
Ella levantó la mirada.
–¿Qué quiere decir?
–¿No lo sabes? –respondió él con frialdad–. No encontrarás refinamiento y maneras en el oeste, chica. La vida es dura aquí, y nosotros somos gente dura. Cuando vives al borde del desierto, si no te vuelves duro, estás muerto. Los débiles y delicados no duran mucho aquí. Si la situación política empeora, desearás no haberte ido de Louisiana.
–Yo no tengo nada de débil y delicada –dijo ella, enojada. Su difunta esposa hubiera encajado mejor en ese perfil–. ¿Por qué me desprecia tanto?
La expresión de Vance se tornó seria mientras la observaba fijamente. Hubiera querido dar rienda suelta a todo su odio, pero no se atrevió a decir nada. Un minuto después regresó Teddy con medio cubo de leche.
Thornton Vance soltó la mano de Trilby. Ella se frotó la muñeca instintivamente, anticipando el cardenal que tendría a la mañana siguiente. Tenía una piel suave y él no la había agarrado suavemente.
–Aquí está la leche. ¿Me serviste tarta, Trilby?
–Sí, Teddy. Siéntate. Voy a buscarla.
Teddy fingió no darse cuenta de la inquietud de su hermana. Debía de ser por la presencia del señor Vance…
–Bueno… Estaba deliciosa –dijo Teddy cuando terminaron de comer.
Thornton había engullido su ración con voracidad.
–No estuvo mal –dijo y miró a Trilby–. Creo que tu hermana me encuentra un poco antipático, Ted.
–En absoluto –dijo ella–. Hay que tomarse los dolores de cabeza con calma. Un trago amargo entra mejor de golpe –se levantó de pronto y recogió los platos.
Los llevó al fregadero y bombeó agua hasta llenar un cazo. Entonces echó el agua en la tetera y la puso al fuego.
–La cocina está muy caliente en verano. ¿No es así, señor Vance? –dijo Teddy.
Thornton había reprimido una sonrisa al oír la réplica de Trilby.
–No hay más remedio que acostumbrarse, Ted –dijo. Trilby sintió una punzada de empatía hacia su vecino. Había perdido a su esposa, a la que sin duda debía de haber amado mucho. Thornton Vance no podía evitar ser rudo e incivilizado. Él no había tenido los privilegios de un hombre del este.
–El pastel estaba muy bueno –dijo Vance sin más.
–Gracias –dijo Trilby–. Mi abuela me enseñó a hacerlo cuando era una niña.
–Ya no eres una niña. ¿Verdad?
–Así es –dijo Teddy, sin darse cuenta del tono de burla–. Trilby es vieja. Tiene veinticuatro años.
–¡Ted! –exclamó Trilby.
Thornton la miró durante un momento interminable.
–Pensaba que eras mucho más joven.
Ella se sonrojó.
–Usted no tiene pelos en la lengua, señor Vance –le dijo, molesta–. Y ya que estamos…
Vance le sonrió y sus negros ojos centellearon.
–¿Sí?
–¿Cuántos años tiene usted, señor Vance? –preguntó Teddy.
–Tengo treinta y dos. Supongo que soy como tus abuelos.
Teddy se echó a reír.
–Pronto le hará falta una mecedora –dijo Teddy, entre risas.
Vance también se rió. Se levantó de la mesa y se sacó el reloj del bolsillo de los vaqueros.
–Tengo un invitado esta tarde. Debo irme.
–Vuelve pronto –dijo Teddy.
–Lo haré, cuando tu padre esté en casa –miró a Trilby–. Voy a dar una fiesta el viernes, una pequeña reunión en honor de mi huésped del este. Es pariente de mi esposa. Toda una celebridad en los círculos intelectuales. Es antropólogo. Estáis todos invitados.
–¿Yo también? –preguntó Teddy.
Vance asintió con la cabeza.
–Habrá más jóvenes por allí. Y Curt también irá, con su esposa –añadió, mirando a Trilby.
Trilby no supo qué decir. No había asistido a ninguna fiesta desde su llegada a Arizona. Habían sido invitados en varias ocasiones, pero a su madre no le gustaban las reuniones sociales. Quizá accediera esa vez. No era conveniente ofender a alguien tan poderoso y rico como Thornton Vance, aunque se comportara como un auténtico rufián.
–Se lo diré a mis padres –le dijo.
–Hazlo –agarró el sombrero y caminó hasta la puerta de entrada. Trilby y Teddy fueron tras él.
Thornton Vance montó de un salto y se puso el sombrero, siempre inclinado.
–Gracias por el pastel.
Ella hizo un gesto de asentimiento y sonrió con frialdad.
–Oh, no es nada. Siento no haber podido ofrecerle nata con el pastel.
–¿Ya la tenías montada?
Ella lo fulminó con la mirada.
–No. Debió de cortarse cuando usted llegó.
Él se echó a reír a carcajadas. Se tocó el sombrero, hizo virar al caballo y salió al trote. Trilby y Teddy se quedaron mirando hasta verle desaparecer en la lejanía.
–Le gustas –dijo Teddy, bromeando.
Ella levantó una ceja.
–No soy el tipo de mujer que le interesa.
–¿Por qué no?
–Le gustan las mujeres cuyos cuellos están bajo la suela de su bota.
–¡Oh, Trilby, no seas tonta! ¿Te gusta el señor Vance?
–No. Claro que no –dio media vuelta y fue hacia la casa–. Tengo mucho que hacer, Teddy.
–Si es una indirecta, hermanita, buscaré algo que hacer.
Se fue corriendo por el porche. Algo preocupada, Trilby se detuvo al abrir la puerta exterior y lo vio alejarse. El señor Vance no era agradable con ella. En realidad, ella sospechaba que estaba tramando algo, pero no sabía lo que era.
Cuando llegaron sus padres, Teddy les habló de la visita del señor Vance y ellos también sonrieron con complicidad. Trilby se puso como un tomate.
–No está interesado en mí. Quería veros a vosotros.
–¿Por qué? –preguntó su padre.
–Va a dar una fiesta el próximo viernes –dijo Teddy, emocionado–. Nos invitó a todos y yo también puedo ir. ¿Vamos a ir? Hace tanto tiempo que no vamos a una fiesta –dijo, con la mirada llena de ilusión–. Y no me dejáis ir a ver el espectáculo del señor Cody el jueves por la tarde. Dicen que va a ser su última actuación. ¡Y también está en cartel el Far East Show de Pawnee Bill, con elefantes de verdad!
–Lo siento, Teddy –le dijo su padre–. Me temo que no podemos perder tiempo. Vamos a hacer un envío de ganado a California esta semana, y muchas otras compañías ganaderas nos llevan la delantera.
–El último espectáculo de Buffalo Bill y me lo voy a perder.
–Quizá no se retire después de todo. Además… –dijo Mary Lang con suavidad–. Con toda la publicidad que tienen, seguro que pronto hacen un grupo de esos boy scouts en Douglas. Podrías unirte a ellos.
–Supongo. ¿Podemos ir a la fiesta? Es por la noche. No puedes trabajar de noche.
–Estoy de acuerdo –dijo la señora Lang–. Además, no sería bueno ofender a nuestro vecino.
–Y yo supongo que Thorn no podrá bailar con nadie si nuestra Trilby se pierde la fiesta –el señor Lang le lanzó una furtiva mirada a su hija.
–Trilby lo llama «señor Vance» –señaló Teddy.
–Trilby es muy educada, como debe ser –respondió el señor Lang–. Pero Thorn y yo somos ganaderos y por ello usamos el nombre de pila.
Trilby se dio cuenta de que «Thorn» le iba como anillo al dedo. Vance estaba tan afilado como una espina y podía hacer sangre fácilmente.
–¿Entonces vamos a ir? –preguntó la joven.
–Sí –respondió su madre, sonriente.
La señora Lang era una mujer hermosa. Casi tenía cuarenta años, pero parecía diez años más joven.
–Tienes un vestido muy bonito que no te has puesto desde que llegamos.
–Ojalá tuviera aquel precioso conjunto de seda –contestó Trilby–. Lo perdí en el camino.
–¿Por qué le han puesto un nombre tan estúpido? –preguntó Teddy.
–¡Vaya, vaya! –dijo Trilby, entre risas–. ¿Y no crees que es estúpido llamar «Teddy Roosevelt» a un osito de peluche?
–¡Claro que no! ¡Viva Teddy! –dijo su hermano, riendo–. Su cumpleaños es el jueves, el mismo día de la actuación de Buffalo Bill. Lo leí en el periódico. Va a cumplir cincuenta y dos años. A mí me pusisteis el nombre por él. ¿Verdad, papá?
–Desde luego. Es uno de mis héroes. Ese niño débil y enfermizo logró hacerse a sí mismo y llegó a ser un soldado experimentado, vaquero, político… Supongo que el coronel Teddy Roosevelt lo ha sido todo, incluyendo presidente.
–Siento que no lo hayan reelegido –dijo la señora Lang–. Yo habría votado por él –añadió mirando a su marido–. Si las mujeres pudieran votar.
–Un error que no tardará mucho en ser reparado. Créeme –dijo el señor Lang con cariño al tiempo que ponía el brazo sobre los hombros de su esposa–. Gracias a Dios, el presidente Taft firmó la declaración de Arizona como estado en junio y va a haber muchos cambios mientras preparan la constitución para la ratificación. Pero pase lo que pase, tú seguirás siendo mi chica favorita.
Ella se echó a reír y puso la mejilla sobre el hombro de él.
–Y tú mi chico favorito.
Trilby sonrió y se fue con Teddy. Tras décadas de matrimonio, seguían comportándose como dos recién casados. Ella esperaba ser tan afortunada algún día.
Thorn estaba a medio camino del rancho cuando lo alcanzó una nube de polvo. Al darse la vuelta se encontró con Naki, uno de los apaches que trabajaban para él. El otro hombre era alto y tenía una larga melena negra. Llevaba un faldón taparrabos y mocasines altos de piel vuelta; camisa a cuadros rojos y un pañuelo de algodón a juego alrededor de la frente para que el pelo no se le metiera en los ojos.
–¿Habéis estado de caza? –le preguntó.
El hombre asintió.
–¿Alguna captura?
El apache ni siquiera lo miró. Extendió la mano y le enseñó un grueso libro encuadernado.
–Lo he estado buscando por todas partes.
–¿Habéis cazado algo que se pueda comer? –dijo Thornton.
Naki levantó las cejas.
–¿Yo? ¿Matar algo? –parecía horrorizado–. ¿Matar a un animal indefenso?
–Eres un indio apache –le recordó Thorn, exagerando la paciencia–. Un cazador. Experto arquero.
–Yo no. Yo prefiero un rifle de repetición Remington –dijo en un inglés perfecto.
–Pensaba que nos ibas a traer algo en piel vuelta.
–Y así es –levantó el libro–. Leatherstocking Tales, de James Fenimore Cooper.
–¡Oh, Dios mío! –Thornton gruñó–. ¿Qué clase de apache eres tú?
–Uno educado, por supuesto –dijo Naki–. Vas a tener que hacer algo con el primo de Jorge –añadió en un tono serio al detenerse delante del otro hombre–. Has perdido cinco cabezas de ganado esta mañana, y no ha sido por la sequía o la falta de agua. Ricardo las ha confiscado.
–¡Maldita sea! –masculló Thorn–. ¿Otra vez?
–Otra vez. Está dando de comer a algunos revolucionarios que se esconden en las montañas. Admiro la lealtad a su familia, pero está llevando las cosas al extremo y ha robado carne.
–Yo me ocuparé –miró hacia el horizonte–. Esta maldita guerra se está acercando demasiado.
–No lo discuto –Naki se guardó el libro en las alforjas. Sacó dos conejos con cadenas y se los arrojó a Thorn–. La cena.
–¿Vas a acompañarnos?
–¿Acompañaros? –Naki parecía escandalizado–. ¿Comer conejo? ¡Prefiero morir de hambre!
–¿Y qué tienes en mente, si es que puedo preguntar?
Naki esbozó una sonrisa radiante.
–Cascabel frita.
–Clasista.
Naki se encogió de hombros.
–Un hombre de ascendencia europea nunca estaría a la altura de una cultura tan milenaria y sofisticada como la mía –dijo, bromeando–. Mientras tanto, le seguiré la pista al primo de Jorge y te lo traeré.
–No, por favor, hazle algo horrible.
–¿Yo?
–No te hagas el inocente, si no te importa. ¿No fuiste tú el que ató a ese fanfarrón con cuero húmedo sobre un hormiguero cuando te vendió una medicina falsa para las picaduras de serpiente?
–Un médico debería responsabilizarse de sus medicinas.
–No sabía que eras un estudioso de latín –le recordó Thorn–. Y mucho menos que sabías mucho más que él sobre medicina natural.
–Nunca lo olvidará.
–Supongo que no. Y creo que trató de lincharte después de que…
–Y tú tuviste la gentileza de salvarme –dijo Naki. Aquél había sido el comienzo de una larga amistad que ya duraba muchos, muchos años. Naki había cambiado un poco desde entonces. No mucho.
–Trae la serpiente y le diré a Tiza que la cocine para nosotros.
–Cocina como monta a caballo –murmuró Naki.
–Entonces la cocino yo.
–Traeré a Ricardo directamente.
Hizo virar a su potro pinto y salió al trote.
La semana se esfumó rápidamente. Trilby se vistió para la fiesta con dedos temblorosos. No quería ir a su casa y sentía un miedo hasta entonces desconocido.
El único traje de gala que poseía era un vestido de encaje beis que había sobrevivido al viaje. Una feroz tormenta de arena había destruido la mayor parte de sus pertenencias durante la caminata desde la estación de tren hasta el rancho de Blackwater Springs. Trilby todavía podía sentir la gruesa capa de polvo asfixiante que los había sepultado bajo el desierto al salir de Douglas. Un conocido se había reído al escuchar el relato de su odisea.
«Mejor será que se acostumbren a las tormentas de arena…», les había dicho.
Y ellos habían seguido el consejo. Pero Trilby echaba de menos los frescos pantanos verdes de su juventud, el sonido del cajun patois en las calles, los sábados por la mañana cuando iba a la pastelería a por una bolsa de hojaldres, las tiendas de moda…
Con el monedero lleno, era divertido ir al centro de la ciudad en un modelo T con chófer. Siempre se había llevado bien con sus primos, y nunca faltaban cócteles y picnics a los que asistir.
Y también estaba él… Richard. Pero antes de que pudiera hacer nada más que tomarla de la mano, su tío había muerto, y su padre había decidido mudarse a Arizona.
Trilby había llorado durante días, pero sus padres no habían cambiado de idea. Richard se había ido a Europa con su familia, poco convencido y lleno de promesas, pero hasta la fecha, Trilby había escrito docenas de cartas y sólo había recibido un postal de Richard desde Inglaterra. El mensaje ni siquiera era cariñoso. Sólo se trataba de una nota de cortesía.
A veces Trilby pensaba que nunca llegaría a tener su amor.
La joven ahuyentó esos pensamientos. No tenía sentido mirar atrás. Ésa era su casa en ese momento y tenía que acostumbrarse a la vida en Arizona.
Quizá Richard volviera algún día. Quizá descubriera que sentía algo por ella… Trilby suspiró, absorta en sus fantasías.
Se puso el vestido y sintió añoranza por todas las prendas refinadas que había llevado en otro tiempo. El dinero ya no era abundante.
Hubiera preferido dejarse el pelo suelto, pero sabiendo como era el señor Vance, era mejor parecer digna y conservadora. No podía darle motivos para la burla. A veces la miraba como si en realidad creyera que era una mujer de la calle.
Aquellos ojos crueles la confundían, la herían… Pero él jamás lo sabría.
Se hizo un moño en la coronilla con una cinta azul e hizo una mueca al contemplar su rostro escuálido en el espejo. El calor la había hecho adelgazar mucho y apenas tenía apetito.
Cuando terminó de vestirse, se pellizcó las mejillas y los labios para darles algo de color y se puso el chal de encaje negro que las mexicanas llamaban «mantilla». Su padre se lo había traído de allí la última vez que había ido a comprar ganado.
–Estás radiante, Trilby –le dijo su madre con afecto.
–Y tú también –le dio un abrazo. La señora Lang llevaba un sencillo y elegante vestido negro.
Su padre llevaba un traje negro y su hermano pantalones cortos. Ninguno de los dos parecía muy cómodo, pero estaban a la moda. Subieron al modelo T y el señor Lang tardó un rato en hacerlo arrancar.
Trilby se pasó todo el camino rogando que no tuvieran una avería o pincharan una rueda en aquel terreno abrupto. Estaba lloviznando y sería muy desagradable tener que esperar bajo la lluvia.
Afortunadamente no tuvieron ningún contratiempo. Aparcaron en el largo camino de tierra que llevaba al rancho Los Santos. Era un edificio de adobe de dos pisos con balcones en la planta superior y patios y jardines alrededor del piso bajo. Todas las plantas parecían estar en flor, incluso la esbelta ocotillo que protegía la fachada como una valla natural. Trilby estaba encantada. Era la primera vez que veía algo así. Casi todos los edificios que había visto en Arizona eran de adobe, y eran muy simples y pequeños. Por el contrario, aquella mansión elegante y lujosa parecía sacada de alguna revista de moda del este.
Thornton Vance los estaba esperando en el porche, amplio y fresco. A un lado había una cómoda hamaca y al otro algunas sillas. Chorros de luz se derramaban por las ventanas, proyectando formas caprichosas sobre el patio delantero. Una suave brisa acariciaba la noche cálida y el fantasma de la lluvia humedecía el ambiente. La casa, bonita y agradable, hacía un acusado contraste con el gesto sombrío y taciturno de su dueño. Vestido con un traje oscuro y camisa blanca, Thornton Vance tenía un aspecto demasiado serio. Con el cabello peinado hacia atrás, estaba tan elegante como cualquier caballero de Nueva Orleans. Trilby estaba impresionada. No sabía lo apuesto que podía llegar a ser cuando se arreglaba un poco.
–Has sido muy amable invitándonos, Thorn –dijo el señor Lang con cortesía al tiempo que ayudaba a las damas a salir del coche.
–Es un placer. Ten cuidado, Trilby. Vas directa hacia un charco de barro –dijo abruptamente–. Ted, sujétame esto.
Le dio el vaso que sostenía a Ted y levantó en brazos a la joven, que no daba crédito a lo que ocurría.
Thornton se dio la vuelta y la llevó hasta el porche como si no pesara más que una pluma. No parecía afectarle tenerla tan cerca, pero Trilby sí estaba bastante turbada. Tanto así que apenas podía respirar. El aroma de su colonia era suave y sutil, pero envolvente. En sus brazos fuertes y cálidos Trilby sentía la rigidez del músculo. No respiraba con dificultad. Era como si ella no pesara nada.
–Agárrate –le dijo en un tono ligeramente burlón.
Ella se aferraba a él con tanta fuerza que sentía como si se fuera a romper, y él sabía que apenas respiraba. ¿Cómo podía estar tan nerviosa una mujer con tanto carácter? No había tenido ningún reparo en brazos de Curt.
–La escalera del porche es bastante pendiente –le dijo.
Aquel deje misterioso en su voz era de lo más seductor. Su tono grave y profundo le acariciaba el oído como el terciopelo. Nunca había estado tan cerca de un hombre en toda su vida, y el hierático señor Vance era arrollador incluso de lejos. Aquel comportamiento no era apropiado y Trilby hubiera querido tener algo que objetar, pero sus padres parecían reprocharle su seriedad.
–Relájate, chica –le dijo su padre, riendo–. Thorn no te dejará caer.
Derrotada, Trilby subió los brazos lentamente hasta apoyarlos sobre sus anchos hombros. Él se volvió y sus miradas se encontraron bajo la tenue luz que manaba por las ventanas. El ruido de la música y el jolgorio se desvaneció un instante, y Trilby quedó hechizada por aquella inmensidad oscura.
Thornton la subió con paso seguro, a pesar de no mirar los escalones, y antes de detenerse apretó los brazos muy lentamente hasta comprimir sus pechos turgentes contra su pectoral de acero. Trilby se estremeció al sentir el contacto. Se sentía tan vulnerable que no pudo controlar la reacción de su propio cuerpo ante aquella caricia inesperada.
Él no dijo ni una palabra. Poco a poco le apoyó los pies en el suelo y se inclinó sobre ella para soltarla. Sus labios quedaron a escasos milímetros de la boca de ella. Él buscó su mirada y ella sintió una ola de calor que le recorría las entrañas al ver la expresión de su rostro. Había deseo en aquellos ojos, un propósito firme. Por fin Vance se incorporó y ella se sintió indefensa ante él, incapaz de moverse, de hablar, de actuar…
Thorn la observó con atención. Para ser una mujer de su clase, era asombrosamente sensible al contacto físico. En realidad no era de extrañar que una joven tan puritana y correcta como la señorita Lang sintiera vergüenza al recibir las atenciones de un simple ganadero. Pero Vance intuía que sólo se trataba de apariencias. Ella debía de estar haciendo teatro. ¿Por qué no? Sabía que él era rico.
–¿Te apetece tomar un poco de ponche, Trilby? –le preguntó, mirándole los labios como si estuviera a punto de besarlos.
A la joven no le salían las palabras. Estaba tan nerviosa que estuvo a punto de dejar caer el bolso.
–Sí, gracias –logró decir sin atragantarse.
Trilby sólo deseaba que dejara de mirarle los labios. Aquellos ojos intensos la hacían sentir algo que no comprendía en absoluto. Las piernas no la sostenían y le faltaba el aliento. Los latidos de su corazón sonaban como un trueno contra su pecho…
Él le agarró el brazo, consciente de las sonrisas cómplices de los padres de la chica. Entonces estaban pensando en eso.
Vance sonrió para sí y se alegró de no serle indiferente a Trilby. La encontraba muy atractiva y llevaba mucho tiempo sin estar con una mujer. No se había divertido desde la muerte de su esposa y ya empezaba a notar los efectos de la abstinencia. Sabía lo que era Trilby. No tenía que preocuparse por su reputación.
Y si ella se enamoraba de él un poco, tampoco tendría importancia. Disfrutaría mucho destruyendo sus ilusiones. Ella había hecho lo mismo con el matrimonio de su primo. Las habladurías habían acabado con su felicidad y la esposa de Curt, Lou, había llorado sobre su hombro en más de una ocasión. Ella no sabía la identidad de la amante de su marido, pero sí sabía que la mujer era rubia. Vance no había dudado ni por un instante que se trataba de Trilby. Después de todo, Sally la había visto con él.
Era lamentable que Jack Lang hubiera heredado el rancho. Si los Lang no se hubieran quedado con Blackwater Springs, Thorn lo habría comprado y su ganado no moriría por la sequía. Él tenía agua en las tierras de México, pero se estaba volviendo peligroso cruzar la frontera. Había sufrido un ataque tras otro desde el comienzo de la lucha tras la reelección de Díaz y el agua se estaba acabando en Arizona.
Thorn tenía que encontrar la forma de salvar Los Santos. La tierra era lo primero. Su padre y su abuelo le habían inculcado un gran sentido de la responsabilidad y la tierra era un legado que había de preservar a toda costa.
Un pensamiento fugaz cruzó su mente. Podía resolver todos sus problemas casándose con ella.
Thorn desechó la idea al instante. Ella no era la clase de mujer que quería en su hogar. En realidad no estaba seguro de volver a querer a una mujer en su vida.
Sally le había jurado amor eterno hasta que se había casado con ella. Después se había convertido en un mar de excusas. Ella disfrutaba de una vida de lujos, pero no deseaba a su ardiente marido.
Tras algunas semanas de la más fría indiferencia, Thorn dejó de sentir algo por ella. El embarazo fue el último intento de salvar la relación.
Ella no quería un hijo y nunca había logrado adaptarse a la maternidad. Sin embargo, en los últimos meses antes de su muerte, se había mostrado muy distinta. Había una nueva luz en su mirada, una expresión radiante en su rostro… Pero no cuando su esposo estaba cerca. Ella lo odiaba y nunca perdía la oportunidad de decírselo. Incluso Samantha sufría las consecuencias de su hostilidad. Sally había rechazado a su familia hasta el último momento.
Perdió la vida una noche lluviosa en un accidente. Había ido a visitar a una vecina enferma y Thornton había ido en su busca al ver que no había vuelto a la mañana siguiente. El cuerpo estaba entre los restos del carruaje, al borde de un riachuelo. No obstante, se trataba de un camino secundario, a mucha distancia de la casa de la vecina. Él había supuesto que se había perdido en la oscuridad y aún se arrepentía de haberla dejado ir sola. Entonces ya no quedaba amor en su matrimonio. Su egoísmo y avaricia habían destruido sus sentimientos por ella, pero en el pasado la había querido mucho.
Miró a su hija Samantha, de pie contra la pared. Era tan frágil y tímida… Sin embargo, desde la muerte de su madre estaba más tranquila, pero seguía triste y se ponía muy nerviosa en presencia de Curt y Lou. Él quería a su hija, pero ya no le quedaba amor. ¿Qué era el amor sino una ilusión? Un matrimonio práctico tenía más posibilidades de éxito. Y en cuanto a su cama, había una larga lista de mujeres dispuestas a meterse en ella. No necesitaba una esposa para eso.
Buscó a Trilby con los ojos y recorrió su esbelta y grácil figura con la mirada.
Samantha se acercó a los adultos y esbozó una tímida sonrisa para Trilby.
–Hola.
–Hola. Eres Samantha. ¿No? Estás preciosa –le dijo Trilby con cariño.
Samantha se sorprendió al oír el cumplido.
–Gracias –murmuró–. ¿Puedo irme a la cama, padre?
–Claro –dijo él en un tono seco–. María te acompañará –le hizo señas al ama de llaves, que se acercó, dispuesta a llevarla al dormitorio.
–¿No la arropa por las noches? –preguntó sin pensar.
–No –respondió él, cortante–. ¿Quieres refresco de lima o ponche de frutas?
–Lima, por favor.
Le sirvió una copa y la puso en un platito. A ella le temblaban las manos y él tuvo que agarrárselas para que no se le cayera la bebida. Sus miradas se encontraron una vez más.
–Tienes las manos como dos témpanos de hielo. No tendrás frío.
–¿Y por qué no? –dijo ella a la defensiva–. Soy delgada. Siento el frío más que los demás.
–¿Es eso, Trilby? –le dijo en voz baja, acercándose un poco más.
Extendió las palmas sobre las manos de Trilby.
–¿O es esto? –encontró la húmeda palma de una de sus manos con el pulgar y le hizo una caricia escandalosamente sensual.
Trilby derramó el ponche.
–¡Oh, lo… lo siento! –dijo tartamudeando.
–No pasa nada –le hizo señas a un camarero y la llevó a otro lado.
Sus padres y Ted ya estaban entre la multitud y nadie se había dado cuenta del accidente.
–Yo nunca he sido tan torpe –dijo ella, nerviosa.
Él la hizo retroceder hacia el interior de un pequeño vestíbulo que daba al patio. Las lámparas de papel proyectaban lunas en la oscuridad. Puso las manos sobre las mejillas de la joven y la hizo mirarle a los ojos.
–No creo que haya sido torpeza.
Entonces se inclinó sobre ella y por primera vez en su vida Trilby sintió el roce de unos labios sobre los suyos. Richard jamás había intentado besarla. Eso sólo había ocurrido en sus sueños.
Trilby se puso tensa al ser consciente del atrevimiento y dejó escapar el aliento.
Thorn levantó la cabeza. La expresión de su rostro, de sus ojos, no podía ser fingida. En ellos había auténtica sorpresa, fascinación… Él ya tenía bastante experiencia como para saber lo que estaba sintiendo. Aquello era nuevo para ella. Thornton no daba crédito. Una mujer con tanta experiencia… Tan impresionada… A menos que fuera una farsa…
Volvió a acercarse para asegurarse, pero ella se apartó de él bruscamente y se llevó una mano a la boca. Sus grises ojos estaban llenos de incertidumbre.
Thorn montó en cólera al ver aquel paripé dramático y sus ojos se volvieron fríos; su rostro un témpano de hielo.