Un guiño del destino - Diana Palmer - E-Book
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Un guiño del destino E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Wolf Patterson y Sara Brandon eran archienemigos desde hacía siglos, pero un giro perverso del destino hizo coincidir al alto ranchero de ojos azules con la belleza morena en los cercanos ranchos de Texas y Wyoming. Al principio saltaron las chispas, pero, a pesar de los infundados prejuicios de Wolf sobre la ofendida Sara, así como de la indignación con que esta reaccionaba a las variadas injusticias de las que él la hacía víctima, una especie de tregua se abrió paso entre ellos. De repente Sara descubrió el rostro de Wolf: un rostro que, si bien no era convencionalmente guapo, la atraía como el de ningún otro hombre. Mientras que Wolf descubrió a su vez el alma vulnerable que Sara ocultaba al resto del mundo. Eran dos apasionados con talento para discutir entre sí. ¿Sería el amor la chispa que necesitaban para crear lo que ambos más deseaban en el mundo: una familia?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2014 Diana Palmer

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un guiño del destino, n.º 238 - 21.3.18

Título original: Wyoming Strong

Publicada originalmente por HQN™ Books

Traducido por Fernando Hernández Holgado

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9170-793-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Si te ha gustado este libro…

 

 

A Becky Hambrick, mujer muy querida que nunca se perdió una firma de libros. Me bordó pequeños estropajos de tela para mi pila, que todavía conservo. Pienso en ella cada vez que los uso.

 

Y a J.L. Smith, que sirvió en Cornelia, Georgia, durante muchos años como agente de policía. James fue al instituto con él. Era un hombre bueno y amable.

Y era nuestro amigo.

Capítulo 1

 

Lo que irritaba a Sara Brandon no era tanto la larga cola como la compañía que la componía. Y no ya la compañía, sino la manera en que la estaba mirando un elemento particular de la misma.

El tipo estaba recostado en el mostrador de la farmacia de Jacobsville, con una actitud risueña a la vez que arrogante, observándola con unos ojos color azul hielo que parecían traspasarla. Como si supiera exactamente lo que ocultaba bajo la ropa. Como si pudiera ver su piel cremosa. Como si…

Se aclaró la garganta y lo fulminó con la mirada. Lo cual pareció divertirlo aún más.

—¿La estoy molestando, señorita Brandon? —murmuró.

Era un hombre impresionante. Físicamente devastador. De caderas estrechas, bronceado, hombros anchos, manos grandes y fuertes. Llevaba muy calado el sombrero Stetson sobre los ojos, de manera que apenas se distinguía su pelo engominado bajo el ala. Al final de sus largas y fuertes piernas, ceñidas por los tejanos de marca, asomaban bajo el dobladillo unas caras botas de piel. El cuello abierto de su camisa de cambray dejaba ver un triángulo de vello negro, espeso, rizado.

El muy animal era consciente de su efecto… estimulante. Era precisamente por eso por lo que se había dejado sin abrochar los botones superiores de la camisa. Ella, por su parte, era incapaz de disimular del todo su reacción, y él lo sabía. Lo cual era algo que la desquiciaba.

—Usted no me molesta, señor Patterson —repuso con una voz un tanto ahogada, debido a sus esfuerzos por mantenerla firme.

Aquellos ojos azules recorrieron su esbelta y elegante silueta, con sus ceñidos pantalones negros y su suéter de cuello alto, del mismo color. Su sonrisa se amplió cuando ella se cerró la cazadora de cuero y se la abrochó, ocultando así el suéter. La larga melena negra le llegaba casi hasta la cintura, enmarcando en ondas su delicioso rostro. Tenía unos labios perfectos, la nariz recta y unos ojos negros y bien separados. Era toda una belleza. Pero no se vanagloriaba de ello. De hecho, detestaba su propio aspecto. Detestaba la atención que suscitaba.

Cruzó los brazos sobre sus senos, encima de su cazadora, y desvió la vista.

—Oh, no sé yo… —masculló él con su voz profunda, de lenta cadencia—. A mí no me parece que esté usted tan tranquila como dice.

—Dígame entonces qué es lo que le parezco.

Se apartó del mostrador para aproximarse a ella. Era alto. Se acercó todavía más, como para obligarla a que levantara la cabeza para mirarlo y tomara así una mayor conciencia de su elevada estatura. Ella retrocedió un paso, nerviosa.

—Me parece más bien una joven potrilla… que estuviera dando sus primeros pasos en un prado —respondió en voz baja.

—Llevo mucho tiempo en los prados, señor Patterson, y no estoy nada nerviosa.

Él se limitó a arquear una ceja y frunció sus sensuales labios.

—Bueno, pues a mí me parece que está nerviosa. Se ha dejado los monos voladores en casa, ¿eh?

Sara se lo quedó mirando boquiabierta.

—¡Oiga usted, yo…! —esbozando una mueca al ver que varias cabezas se volvían hacia ella, se apresuró a bajar la voz—: ¡Yo no tengo… monos voladores en mi casa!

—Oh, eso ya lo sé. Probablemente los tendrá ocultos ahí fuera, en el bosque. Junto con la escoba.

Ella apretó los dientes.

—¿Señorita Brandon? —Bonnie la llamó desde la caja registradora—. Ya tengo su medicamento.

—Gracias —dijo Sara, y se apartó rápidamente de la amenaza que suponía el cuerpo de Wofford Patterson. Lo llamaban «Wolf», lobo, como apodo. Entendía bien por qué. Era un verdadero depredador.

Pagó el importe de su medicamento contra el ardor de estómago, sonrió a Bonnie, fulminó a Wofford Patterson con la mirada y se dirigió hacia la puerta.

—Intente no volar demasiado rápido —le aconsejó él, risueño.

Ella se giró de golpe, sacudiendo su larga melena.

—Si realmente tuviera yo monos voladores, haría que lo alzaran en el aire y lo dejaran caer sobre la balsa de estiércol líquido más grande de todo Texas… ¡y tiraría luego yo misma en ella un fósforo encendido! —le espetó.

Todo el mundo se echó a reír, especialmente Wofford Patterson. Ruborizada, Sara escapó prácticamente a la carrera del edificio.

 

 

—Haría que le disparasen —mascullaba para sí misma mientras se dirigía a su Jaguar blanco—. Y luego haría que lo despedazasen, y que…

—Conque hablando sola. Vaya, vaya…

Lo oyó detrás de ella. La estaba siguiendo.

Se volvió.

—¡Es usted el hombre más odioso, insoportable, aburrido, irritante y mezquino que he conocido nunca! —vociferó.

Él se encogió de hombros.

—Lo dudo. Es usted quien inspira disgusto en la gente.

Sara cerró los puños, estrujando la bolsa de la farmacia que llevaba en una mano.

De repente desvió la mirada y descubrió a Cash Grier, el jefe de policía de Jacobsville, acercándose por la acera.

—¡Quiero que lo arreste! —gritó, señalando a Wofford.

—Pero ¿qué es lo que he hecho yo? —inquirió él—. Simplemente la estaba aconsejando que condujera con cuidado, porque me preocupo por su salud —y esbozó una sonrisa angelical.

Cash se esforzó por disimular una sonrisa.

—Hola, señorita Brandon.

Pero Sara, que estaba temblando de ira, fue ya incapaz de contenerse y le lanzó a Wolf la bolsa con las pastillas. La bolsa rebotó contra su pecho y fue a parar al suelo.

—¡Me acaba de agredir! —exclamó Wolf—. La agresión es un delito, ¿verdad?

—Oh, me encantaría agredirle —masculló Sara por lo bajo.

—Seguro que sería usted capaz de hacerlo, cariño —murmuró él mientras la veía recoger su bolsa del suelo, y sonrió.

Ella hizo amago de soltarle una patada.

—Si le das esa patada, me veré obligado a ejercer de agente de la ley, Sara —le recordó Cash.

Parecía tan exasperada como se sentía.

—¿No podría al menos, eh… bueno, dispararle? —suplicó, lastimera—. ¿Aunque sea un poco?

Cash intentó no reírse y fracasó.

—Si le disparara, tendría que detenerme a mí mismo. E imagínate qué imagen daría.

—Debería marcharse a casa —la aconsejó Wolf con burlona preocupación—. Apuesto a que no ha dado de comer a sus monos voladores en todo el día.

Sara dio un pisotón en el suelo, furiosa.

—¡Cerdo!

—La semana pasada era una serpiente… ¿Estoy subiendo de categoría?

Dio un paso hacia él, pero Cash se interpuso entre ambos.

—Sara, vete a casa. Ahora mismo. Por favor… —añadió.

Apartándose un rizo de la cara con un resoplido, se volvió hacia el Jaguar.

—Debí haberme mudado al infierno. Allí habría disfrutado de una mayor tranquilidad.

—Los monos voladores se habrían sentido como en casa, desde luego —murmuró Wolf.

—Un día, yo… —le amenazó ella, alzando un puño.

—Yo siempre estoy en casa —le informó él con una sonrisa—. Pásese cuando quiera. Seguro que en alguna parte tengo unos guantes de boxeo.

—¿Serán capaces de parar una bala? —le espetó acalorada, y añadió unas cuantas palabras en lengua farsi. De hecho, añadió muchas, y con tono alto y furioso. Incluso dio algunos pisotones en el suelo como para subrayar su significado.

—Su hermano se quedaría consternado si escuchara ese lenguaje en boca de su hermanita pequeña —comentó Wolf con altivez, y se volvió hacia Cash—. Usted habla farsi. ¿No puede arrestarla por insultar a mi familia de esa manera?

Cash pareció vacilar.

—Me voy a casa —informó de pronto Sara, furiosa.

—Ya lo había notado —repuso Wolf, burlón.

Ella le dijo entonces lo que podía hacer con su vida… en farsi.

—Oh, se necesita otra persona para eso —replicó él en la misma lengua.

Sara subió por fin a su coche, arrancó y partió a toda velocidad.

—Algún día… —le dijo Cash a Wolf—, ella te matará. Y yo tendré que declarar en el juicio que fue en defensa propia.

Wolf se limitó a soltar una carcajada.

 

 

Sara se saltó el límite de velocidad. Seguía temblando para cuando aparcó frente a la casa que su hermano, Gabriel, había comprado en Comanche Wells, en las afueras de Jacobsville. Ojalá Michelle hubiera acabado ya sus estudios en la universidad y se encontrara allí de vuelta, con ellos. Michelle la habría escuchado, se habría compadecido de ella. Ella sí que la habría entendido. Sabía mucho más sobre Sara que la gente de la localidad.

Michelle sabía, por ejemplo, que Sara había sido agredida sexualmente por su padrastro. Si no llegó a violarla, fue porque Gabriel tuvo que tirar abajo la puerta de su dormitorio para impedirlo. Sara tuvo que testificar en el juicio que envió a su padrastro a prisión, sentarse en el banco de los demandantes y relatar a unos perfectos desconocidos lo que aquella bestia le había hecho. Y todas las cosas repugnantes que le había dicho mientras lo hacía. No pudo obligarse a sí misma a contarlo todo.

El abogado defensor había presentado una imagen de Sara como una jovencita tentadora que, de alguna forma, había empujado a su padrastro a forzarla. Por absurdo que fuera, estaba segura de que algunos miembros del jurado se habían creído aquella versión.

Su padrastro, al final, había ido a la cárcel. Y había muerto nada más salir. Sara se estremeció con violencia al recordar el episodio y sus circunstancias. Su madre les había echado a ella y a Gabriel de casa una vez que se hizo pública la sentencia, dejando a sus propios hijos en la calle. Uno de los abogados de oficio que estuvo al lado de Sara en el segundo juicio, cuando su padrastro fue abatido por la policía, tenía una tía soltera que acabó por acogerlos, los mimó hasta el extremo y, al morir, les dejó la mayor parte de su cuantioso patrimonio.

Cuando Sara y Gabriel se negaron en principio a aceptar la herencia, el abogado de oficio no quiso escuchar una sola palabra. Todavía pensaban en él como si fuera un familiar de verdad, por lo tremendamente bueno que había sido con ellos cuando el resto del mundo les había dado la espalda.

La madre de los Brandon se había marchado, dolida por la muerte de su segundo marido y negándose en redondo a mantener contacto alguno con sus hijos. Lo cual había resultado devastador, sobre todo para Sara, que se había sentido responsable.

La experiencia la había afectado mucho, convirtiéndola en una especie de ermitaña. A sus veinticuatro años, y bonita como era, Sara estaba completamente sola. No salía con nadie. Nunca.

La manera en que Wolf Patterson la miraba, sin embargo… resultaba tan novedosa como inquietante. A ella… le gustaba. Pero no podía dejárselo saber. Porque, si él la rondaba, y las cosas se calentaban, acabaría descubriendo su secreto. Y ella no podía disimular sus reacciones a cualquier tipo de intimidad física. Lo había intentado una vez, solo una vez, con un chico que le había gustado en el instituto. Aquello había terminado con ella llorando y él marchándose rabioso y llamándola «calentona estúpida». Después de aquello, ya no había vuelto a salir con nadie.

Cerró la puerta a su espalda, arrojó el bolso sobre la mesa y subió las escaleras. Había tomado una comida ligera antes de ir a la farmacia, así que el resto del día era suyo para hacer lo que se le antojara. No tenía que trabajar. Pero no tenía vida social alguna. Al menos, no en el mundo real. En el virtual, sin embargo…

 

 

Encendió su moderno ordenador y entró en la web de World of Warcraft. Sara era una jugadora secreta. A nadie le había hablado de su vicio por los videojuegos. Gabriel era el único que lo sabía. Tenía un personaje propio de Blood Elf Horde, una mujer de cabello rubio platino y ojos azules: el reverso físico de ella misma, tal como le gustaba pensar, riéndose para sus adentros. Y que estaba a un mundo de distancia de la morena de pelo negro que era realmente.

Sacó su personaje, de nombre Casalese, una poderosa guerrera, y entró en el juego. Nada más conectarse, alguien le propuso: ¿Quieres hacer un raid conmigo? Se trataba de un caballero de Blood Elf llamado Rednacht, de nivel 90. Los dos habían coincidido en una fiesta virtual, empezaron a hablar y llevaban cerca de un año siendo amigos on line. No compartían sus identidades, de modo que no tenía la menor idea de quién era él realmente. Ella no quería un amante. Solo quería un amigo. Pero lo cierto era que habían terminado haciendo amistad, usando la identidad genérica de su cuenta, de modo que Sara siempre sabía cuándo se conectaba él, y viceversa. Ambos habían alcanzado el nivel 90 al mismo tiempo. Lo habían celebrado en una taberna virtual con una tarta y un zumo, activando el espectáculo de fuegos artificiales al que habían tenido derecho como ganadores en la campiña del país de Pandaria.

Había sido una noche mágica. Rednacht era divertido. Nunca hacía comentarios personales, aunque de cuando en cuando sí que mencionaba cosas que le pasaban en la vida real. Y ella también, pero solo de una manera genérica. Sara era ferozmente celosa de su intimidad. Debido a la profesión de Gabriel, tenía que poner en ello un cuidado especial.

La mayoría de la gente ignoraba lo que hacía su hermano para ganarse la vida. Era un contratista militar independiente que solía trabajar para Eb Scott. Un mercenario bien entrenado. Sara se preocupaba por él, porque solamente se tenían el uno al otro. Pero entendía que no pudiera renunciar a la excitación que le proporcionaba su trabajo. No de momento, al menos. Se preguntó de qué manera podría cambiar eso cuando Michelle, que se había convertido en su tutelada tras la súbita muerte de su padrastro, terminara de graduarse en la universidad. Pero todavía faltaba algún tiempo para eso.

Me apetece más una batalla, tecleó ella. Una mañana dura.

Él le contestó: LOL, acrónimo de «Lo mismo digo». OK. ¿Despedazamos a la Alianza hasta apagar la sed se nuestras espadas?

Sara se rio por lo bajo. Aquello sonaba muy bien.

 

 

Un par de horas de juego después, se sentía como una mujer nueva. Se despidió de su amigo, apagó el ordenador, se preparó una cena ligera y se fue a la cama. Sabía que se estaba escondiendo de la realidad en su campo de juegos virtual, pero eso, al menos, le reportaba algo de vida social. Porque en el mundo real no tenía ninguna.

 

 

Sara adoraba la ópera. El teatro de la ópera de San Antonio había cerrado hacía poco, aquel mismo año, pese a que se había fundado una nueva compañía. Sin embargo, ella necesitaba su dosis operística. El único teatro que tenía al alcance era el de Houston. Era un viaje largo, pero el Gran Teatro de la Ópera de Houston estaba programando A Little Night Music. Una de las canciones era Que salgan los clowns, su favorita. Era una mujer adulta. Tenía un buen coche. No había razón alguna por la que no pudiera hacer ese viaje.

Así que subió a su Jaguar y se marchó, con antelación suficiente. Ya se preocuparía después de la vuelta a altas horas de la noche.

Le encantaba el arte en general, incluido el teatro, la música clásica y el ballet. Tenía entradas para la Sinfónica y el Ballet de San Antonio, para toda la temporada. Pero esa noche iba a regalarse un espectáculo de lo más especial.

Estaba ya instalada en su butaca, leyendo el programa de mano, cuando sintió un movimiento a su lado. Se volvió cuando un recién llegado se sentó junto a ella… y, al alzar la vista, se encontró con los ojos claros y risueños de su peor enemigo.

«Oh, maldita sea». Eso era lo que habría debido decirle. Pero lo que dijo en realidad fue mucho menos convencional, y en farsi.

—Qué boquita la tuya… —replicó él por lo bajo, en la misma lengua.

Sara apretó los dientes, esperando su siguiente comentario. Habría sido capaz de pisotear sus botazas y marcharse luego corriendo del edificio si se hubiera atrevido a pronunciar una palabra.

Pero lo cierto era que parecía más que entretenido con su atractiva compañera. Al igual que la otra mujer con la que Sara le había visto, en otro espectáculo, por cierto, aquella era una rubia espectacular. No parecían gustarle las morenas, lo cual redundaba ciertamente en ventaja de Sara.

¿Por qué diablos tenía siempre que sentarse a su lado? Casi gruñó en voz alta. Compraba sus entradas con semanas de antelación. Presumiblemente, él también. Pero entonces, ¿cómo se las arreglaban para sentarse siempre juntos, no solo en San Antonio, sino en cualquier evento al que asistían, y en Houston también? Se prometió a sí misma que la próxima vez esperaría a ver dónde se sentaba él antes de ocupar su asiento. Dado que las butacas estaban numeradas, sin embargo, eso podría significar un problema.

La orquesta empezó a afinar sus instrumentos. Minutos después, se alzó el telón. Cuando empezó a sonar la brillante partitura de Stephen Sondheim, y los bailarines comenzaron a ejecutar sus majestuosos valses por el escenario, Sara tuvo la impresión de encontrarse en el paraíso. Recordaba valses como aquellos en una fiesta en la que había participado en Austria. Ella misma había bailado con un caballero mayor de cabello plateado, un conocido de su guía turístico, que bailaba divinamente el vals. Aunque había hecho el viaje sola, había compartido eventos como aquel con otra gente, la mayoría mayor. Sara no viajaba en grupos de solteros, porque no quería tener nada que ver con los hombres. Había viajado mucho, pero con Gabriel o con gente de edad.

Disfrutó con el exquisito tema, cerrando los ojos mientras gozaba con una de las canciones más hermosas jamás compuestas: Que salgan los clowns.

 

 

Llegó el descanso, pero ella no se movió. La compañera de Wolf se marchó, pero él no.

—Te gusta la ópera, ¿verdad? —le preguntó, clavando de repente sus ojos en ella con una especial intensidad, como embebiéndose de su larga melena negra y del vestido del mismo color que se ceñía a su silueta como un guante, con su discreto corpiño y sus mangas japonesas. Tenía la cazadora de cuero colgada del respaldo del asiento, porque hacía calor en el teatro.

—Sí —respondió con los dientes apretados.

—El barítono es bastante bueno —añadió él, cruzando una pierna—. Vino aquí procedente del Metropolitan Opera House. Decía que Nueva York le estaba hartando. Quería vivir en un sitio con menos tráfico.

—Sí, ya lo he leído.

Su mirada estaba fija en sus manos. Sara las tenía recogidas en el regazo, apretando con fuerza su pequeño bolso, con las uñas clavadas en la piel. Aparentaba la mayor indiferencia del mundo, pero por dentro estaba tensa como un cable de acero.

—¿Has venido sola?

Ella se limitó a asentir con la cabeza.

—Houston está lejos, y es de noche.

—Ya lo he notado.

—La última vez, en San Antonio, estabas con tu hermano y tu tutelada —recordó él, y entrecerró los ojos—. Nada de hombres. ¿Nunca?

Ella no respondió. En sus manos, su bolso parecía latir al ritmo de su corazón.

Para su asombro, una mano grande y hermosa, de largos dedos, empezó a acariciar suavemente los suyos.

—¡No!

Sara se mordió el labio inferior y alzó rápidamente la mirada hacia él, desprevenida, con la angustia de los años pasados reflejándose en sus preciosos ojos oscuros.

Él pareció sorprenderse de su reacción.

—¿Qué diablos te pasó para que reacciones así a una simple caricia? —le preguntó en un susurro.

Ella retiró las manos de golpe, se levantó, se puso la cazadora y se dirigió hacia la salida. Para cuando llegó al coche, estaba llorando.

 

 

Era tan injusto… Hacía años que no sufría un pinchazo. Y había sufrido uno precisamente aquella noche, en el oscuro callejón de una desconocida ciudad a muchos kilómetros de distancia de su apartamento de San Antonio. Cuando Gabriel y Michelle se marcharon, a ella no le gustó la idea de quedarse en la pequeña propiedad de Comanche Wells. Estaba aislada, y era peligrosa, si acaso alguno de los enemigos de Gabriel deseaba vengarse. Eso era algo que ya había ocurrido en el pasado. Afortunadamente, Gabriel había estado en casa cuando ocurrió.

Ya había avisado a la grúa, aunque su cuenta bancaria iba bastante justa. Le prometieron que estarían allí en cuestión de minutos. Cortó la comunicación y se sonrió, triste.

Un coche se acercó por la dirección en que se encontraba el teatro, redujo la velocidad y se detuvo justo delante. Un hombre bajó del mismo y se acercó a su ventanilla.

Se quedó helada cuando descubrió quién era. El hombre dio unos golpecitos en el cristal para que bajara la ventanilla.

—Este es un lugar pésimo para sufrir un pinchazo —le espetó Wolf Patterson, lacónico—. Vamos. Te llevo a casa.

—Pero tengo que quedarme aquí, con el coche… Ya he llamado a la grúa, y en unos minutos estarán aquí.

—Esperaremos a la grúa en el mío —repuso él con tono firme—. No me marcharé dejándote aquí sola.

Sara se sintió agradecida. No quería tener que decírselo.

Él se rio por lo bajo cuando descubrió su expresión mientras abría la puerta.

—Aceptar ayuda del enemigo no te producirá urticaria.

—¿Quieres apostar? —replicó ella. Pero, con un suspiro de resignación, subió a su coche.

 

 

Era un Mercedes. Ella nunca había conducido uno, pero conocía a un montón de gente que sí. Era un vehículo prácticamente indestructible, que duraba toda la vida.

Observó con curiosidad las ventanillas. Eran muy extrañas. Y lo mismo las puertas.

Él se dio cuenta.

—Blindado —explicó—. A prueba de balas.

Se lo quedó mirando fijamente.

—¿Te suelen atacar con misiles anticarro?

Wolf se limitó a sonreír.

Aquel hombre la desconcertaba. Hablaba lenguas extrañas y no era muy conocido en la localidad, pese a que llevaba varios años viviendo en el condado de Jacobs. Según los minúsculos retazos de información que había podido recabar sobre él, antaño había trabajado para la selecta Unidad de Rescate de Rehenes del FBI. Pero, aparentemente, había estado involucrado en otras actividades desde entonces, de ninguna de las cuales había soltado prenda.

Gabriel, su hermano, lo encontraba divertido. Lo único que decía de él era que se había trasladado a Jacobsville buscando un poco de paz y tranquilidad. Nada más.

—Mi hermano te conoce.

—Ya.

Lo miró. Estaba concentrado en su teléfono móvil, pasando pantallas como si estuviera enviando correos electrónicos a alguien.

Desvió la vista. Pensó que probablemente estaría comunicándose con su novia, disculpándose quizá por haberle hecho esperar.

Quiso decirle que podía marcharse cuando quisiera, que ya esperaría ella sola a la grúa, que no le importaría. Pero sí que le importaba. Le daba miedo la oscuridad, la gente que pudiera acecharla mientras se encontraba tan indefensa. Detestaba su propio miedo.

Bajó la mirada a sus manos. Estaba retorciendo de nuevo su bolso.

Él se guardó por fin el móvil.

—Yo no muerdo.

Como reacción, Sara dio un salto en el asiento. Tragó saliva.

—Perdona.

Wolf entrecerró los ojos. Era consciente de que llevaba mucho tiempo provocándola, casi desde que ella chocó con su coche y lo acusó luego a él de haber causado el golpe. Se había mostrado siempre muy agresiva. Pero en aquel momento, estando a solas con él, se notaba que le tenía miedo. Mucho miedo. Pensó que era una mujer tan bella como compleja.

—¿Por qué estás tan nerviosa? —le preguntó en voz baja.

—No estoy nerviosa —respondió ella forzando una sonrisa y mirando a su alrededor, a la espera de ver aparecer los faros de la grúa.

Wolf seguía observándola con los ojos entrecerrados.

—Ha habido una colisión múltiple justo en las afueras del centro —le explicó—. Era eso lo que estaba comprobando en mi móvil. Dentro de poco estará aquí la grúa.

Ella asintió.

—Gracias —dijo, tensa.

Él enarcó una ceja.

—¿Realmente te consideras tan atractiva? —le preguntó con tono perfectamente tranquilo.

—¿Perdón? —lo miró asombrada.

Había una frialdad de hielo en su mirada, en su actitud. Aquella mujer le despertaba recuerdos odiosos. Recuerdos de otra bella morena, provocativa, sibilina, manipuladora.

—Parece como si temieras que fuera a saltar sobre ti de un momento a otro —sus sensuales labios se curvaron en una fría sonrisa—. Tendrías suerte si ese fuera el caso —añadió provocativamente—. Soy muy selectivo con las mujeres. No cumplirías ni un solo requisito de los míos.

Sara dejó de retorcer su bolso.

—Pues sí que tengo suerte —respondió con una sonrisa igualmente helada—. ¡Porque no te habría querido ni en bandeja!

A Wolf le brillaron los ojos. Por muchas ganas que tuviera, no podía dejarla allí sola. Aquella mujer lo enervaba.

Ella hizo amago de bajar del coche, pero él activó el seguro de la puerta.

—No irás a ninguna parte hasta que llegue la grúa —y se inclinó bruscamente hacia ella, sin previo aviso.

Sara se apretó contra la puerta, temblando de pronto. Tenía los ojos desorbitados de terror. Su cuerpo estaba tenso como un cable de acero. No hacía otra cosa que mirarlo, estremecida.

Él maldijo por lo bajo.

Ella tragó saliva. Una, dos veces. Ni siquiera se atrevía a mirarlo. Detestaba mostrarse tan vulnerable. La amenaza de agresión física siempre le producía ese efecto. Era incapaz de superarlo.

De repente aparecieron unos faros a su espalda.

—Es la grúa —dijo—. Por favor, déjame bajar —le pidió con voz ahogada.

Él desactivó el seguro. Ella bajó apresurada y corrió hacia el camión grúa.

Wolf bajó también, maldiciéndose a sí mismo por haberle provocado aquella reacción de terror. Ella no le había dado motivo alguno para que la atacara así… nada excepto mostrar aquel miedo. No era propio de él atacar a las mujeres, o amenazarlas. Además, se había quedado consternado por la intensidad de su propia reacción hacia ella.

—Gracias por haberte quedado conmigo —le dijo entonces ella, con tono temeroso—. El técnico me dejará en mi casa y llevará el coche al taller —añadió con voz estrangulada señalando al empleado, un hombre mayor—. Buenas noches.

Dicho eso, corrió hacia el camión grúa y trepó al asiento del pasajero mientras el técnico se ocupaba de cargar el coche en la plataforma.

Wolf seguía allí de pie cuando se alejó el camión. Sara ni siquiera volvió la cabeza.

 

 

Gabriel volvió a casa por unos días. Sara se acercó a Comanche Wells para verlo.

Él advirtió enseguida su gesto abatido.

—¿Qué te pasa, cariño? —le preguntó con tono suave mientras tomaban café en la cocina.

Ella esbozó una mueca.

—Pinché una rueda cuando volvía a casa del Teatro de la Ópera de Houston.

—¿De noche? —inquirió él, sorprendido—. ¿Y cómo es que conducías tú? ¿Por qué no tomaste una limusina?

Sara se mordió el labio inferior.

—Estoy intentando… madurar un poco —dijo, forzando una tímida sonrisa—. O lo estaba intentando, al menos.

—Detesto imaginarte sentada en mitad de la noche esperando a una grúa —comentó él.

—El señor Patterson me vio allí y se detuvo. Me quedé esperando en su coche hasta que llegó el camión grúa.

—¿El señor Patterson? ¿Wolf también estaba en Houston?

—Parece que le gusta la ópera, como a mí, y en estos momentos no hay aquí ninguna compañía —pronunció entre dientes.

—Entiendo.

—Él… él no me hizo nada —le explicó de repente Sara, con expresión atormentada—. Simplemente se quedó en su asiento y se inclinó un poco hacia mí, sin ninguna intención… Pero yo… reaccioné como una histérica.

—Ya hemos tenido esta conversación antes —empezó Gabriel.

—Detesto a los psicólogos —estalló Sara, acalorada—. ¡El último me dijo que lo que yo quería era que la gente me compadeciera, y que probablemente había exagerado mi reacción por lo que ocurrió en el pasado!

—Que él… ¿qué? —exclamó Gabriel—. ¡Eso nunca me lo dijiste!

—Tenía miedo de que fueras a buscar a ese psicólogo y terminaras en la cárcel —repuso ella.

—Y así habría sido —reconoció él con voz ronca.

Sara suspiró profundamente y bebió un sorbo de café.

—Sea como sea, eso no me ayudó —cerró los ojos—. No puedo superarlo. Sencillamente, no puedo.

—Hay hombres buenos en el mundo —le recordó él—. Y algunos viven aquí mismo, en Jacobsville.

Ella esbozó una sonrisa escéptica, como si estuviera cansada del mundo.

—Aun así, eso no supondría diferencia alguna.

Gabriel sabía por lo que había pasado ella. Aunque, en ese entonces, no había sido consciente de que aquel intento de violación no había sido el primero. Ni de que su padrastro se había pasado meses haciéndole comentarios vergonzantes, intentando tocarla, intentando convencerla de que se acostara con él mucho antes de que se decidiera a usar la fuerza con ella. Y eso, combinado con su declaración en el juicio, la había amargado hasta el punto tal que Gabriel sufría y temía por su futuro. Porque, con trece años, lo que había vivido había sido verdaderamente un infierno.

—Tú adoras a los niños —le dijo él en tono suave—. Y te estás condenando a ti misma a pasar el resto de tu vida sola.

—Tengo mis distracciones.

—Vives en un mundo virtual —le echó en cara Gabriel, irritable—. Y eso no puede ser un sustituto de la vida social.

—Yo no puedo tener vida social alguna —replicó ella—. Eso es algo de lo que estoy completamente segura —se levantó y le dio un beso en la frente—. Déjame que te prepare una tarta de manzana.

—Eso es soborno.

Sara se echó a reír.

—Y que lo digas.

 

 

Gabriel se encontraba en el supermercado el viernes siguiente cuando entró Wolf Patterson. El hombre estaba frunciendo el ceño antes siquiera de descubrir a Gabriel.

—¿Está ella contigo? —le preguntó Wolf.

Gabriel supo enseguida a quién se refería. Negó con la cabeza.

—¿Qué le pasa a esa mujer? Te juro por Dios que no hice otra cosa que quedarme sentado a su lado en mi coche, sin tocarla, hasta que llegara la grúa… ¡y ella reaccionó como si yo la hubiera agredido!

—Te estoy agradecido por lo que hiciste —le dijo Gabriel, eludiendo la pregunta—. Debió haber tomado una limusina hasta Houston, para que la llevara y la trajera luego de vuelta. Me aseguraré de que lo haga la próxima vez.

Wolf se tranquilizó, pero solo un poco. Hundió profundamente las manos en los bolsillos de sus tejanos.

—Ella me dio un golpe con el coche, ¿lo sabías? Y luego me echó a mí la culpa. Ahí fue donde empezó todo. Detesto a las mujeres agresivas.

—Tiene reacciones algo exageradas —declaró Gabriel, sin comprometerse.

—A mí ni siquiera me gustan las morenas —comentó Wolf con tono cortante. Le brillaban los ojos claros—. Ella no es mi tipo.

—Y tú tampoco eres el suyo —replicó el joven con una sonrisa.

—¿Qué clase de mujer es? —quiso saber Wolf—. ¿Una de esas locas que van por ahí abrazando árboles?

—A Sara… no le gustan los hombres.

Wolf enarcó una ceja.

—¿Le gustan las mujeres?

—No.

Wolf entrecerró los ojos.

—No me estás diciendo nada.

—Efectivamente —reconoció Gabriel. Frunció los labios—. Pero te diré una cosa. Si alguna vez mi hermana mostrara algún interés por ti, la sacaría del país a la mayor rapidez posible.

Wolf lo fulminó con la mirada.

—Ya sabes a lo que me refiero —añadió Gabriel en voz baja—. No te querría liado con ninguna mujer viva, y mucho menos con mi hermana pequeña. Todavía no has superado tu pasado, después de todo este tiempo.

Wolf estaba rechinando los dientes.

Gabriel le puso una mano en el hombro.

—Wolf, no todas las mujeres son como Ysera.

Se apartó bruscamente. Gabriel sonrió. Sabía bien cuándo su amigo estaba enfadado.

—¿Y bien? ¿Qué tal van tus juegos de guerra?

Era una zanahoria, y Wolf la mordió.

—Ha salido una versión nueva —respondió, y sonrió—. La estoy esperando con ansia, ahora que cuento con una buena pareja de combate.

—Tu misteriosa mujer —Gabriel se rio.

—Supongo que es una mujer —repuso él, encogiéndose de hombros—. En estos juegos, la gente no suele ser lo que parece—. Una vez felicité a una de estas parejas por la madurez de su estilo de juego, y él me informó de que tenía doce años —se rio—. Nunca sabes con quién estás jugando.

—Tu mujer podría ser un hombre. O un niño. O una mujer hecha y derecha.

Wolf asintió.

—Yo no busco relaciones en los videojuegos.

—Sabia actitud —Gabriel no le dijo lo que hacía Sara para entretenerse. Ni cuál era su videojuego favorito. Vacilando, desvió la vista hacia la calle—. Corre un rumor por ahí.

Wolf volvió la cabeza.

—¿Qué rumor?

—Ysera desapareció —le recordó Gabriel—. Nos hemos pasado un año buscándola. Pero ahora uno de los hombres de Eb cree haberla visto, en una pequeña granja de las afueras de Buenos Aires.

La expresión de Wolf se tensó de pronto, casi como si le hubieran descerrajado un tiro.

—¿Alguna pista de por qué está allí?

Gabriel asintió, sombrío.

—Venganza —contestó sin más, y entrecerró los ojos—. Necesitas contratar a un par de hombres más. Ella haría que te rebanaran el cuello si pudiera.

—Y yo le devolvería el favor si pudiera hacerlo legalmente —replicó Wolf con tono venenoso.

Gabriel hundió las manos en los bolsillos de sus tejanos.

—Todos los demás diríamos lo mismo. Pero tú eres el único que está en peligro, si es que realmente ella sigue viva.

A Wolf no le gustaba recordar a aquella mujer, ni las cosas que había hecho por culpa de sus mentiras. Seguía teniendo pesadillas. Su mirada se había vuelto fría, distante.

—Creía que estaba muerta. Lo esperaba, más bien —confesó en voz baja.

—Matar a una serpiente grande siempre es difícil —sentenció Gabriel, rotundo—. Simplemente… ten cuidado.

—Vigila tu propia espalda —replicó Wolf.

—Siempre lo hago —quiso advertirle que se mantuviera alejado de su hermana, para evitar cualquier posible tragedia. Pero su amigo no parecía verdaderamente interesado en Sara, y él era reacio a compartir cualquier detalle íntimo del pasado de su hermana con alguien con quien parecía llevarse tan mal. Esa era una decisión que traería consecuencias, y en aquel momento no podía imaginarse cuántas.

Capítulo 2

 

Gabriel regresó a su trabajo, y Sara pasó unos días con Michelle en el rancho de Wyoming, durante las vacaciones de primavera. Luego Michelle volvió a la universidad y ella hizo un viaje de compras a San Antonio.

Compró primero ropa para la primavera y fue a ver mantillas en el enorme mercado de la ciudad, disfrutando con sus aromas y sonidos. Minutos después, cargada con sus compras, se sentó ante una pequeña mesa en el paseo del río, a ver pasar las barcas. Era abril. El tiempo era seco y templado. Las plantas de las macetas que rodeaban la terraza de la cafetería estaban florecidas. Aquel era uno de sus lugares favoritos.

Dejó las bolsas debajo de la mesa y se recostó en la silla, dejando que la brisa le acariciara el cabello. Llevaba unos pantalones negros, zapatillas deportivas y una blusa de color rosa que resaltaba su silueta. Le brillaban los ojos mientras escuchaba a una animada banda de mariachis.

Tuvo que mover su silla para hacer sitio a los dos hombres que se sentaron de repente detrás de ella. Uno de ellos era Wolf Patterson. El corazón le dio un vuelco en el pecho. Se apresuró a apurar su café, recogió sus bolsas y fue a pagar a la barra.

—¿Huyes? —le preguntó una voz sedosa y brillante a su espalda.

—Ya me he terminado el café —explicó ella con tono tenso, sonriendo y dando las gracias al camarero mientras recibía su cambio.

Cuando se volvió, él le estaba bloqueando la salida. Sus ojos claros brillaban de hostilidad. Parecía como si le hubiese gustado freírla en una parrilla.

Procuró sobreponerse al nerviosismo que la asaltaba cada vez que aquel hombre estaba cerca. Intentó retroceder, pero no tenía espacio. Sus grandes y bellos ojos se desorbitaron de miedo.

—¿Cuándo vuelve tu hermano? —le preguntó él.

—No estoy segura —respondió—. Supongo que quizá para el fin de semana.

—¿De qué tienes miedo? —inquirió Wolf por lo bajo.

—De nada, señor Patterson —replicó ella, utilizando de repente un tono formal para guardar las distancias—. Porque no soy su tipo.

—Tienes toda la razón.

Sara se disponía a pasar de largo delante de él, frustrada más allá de todo punto racional, cuando lo llamó su compañero.

Aprovechando la distracción, se escabulló y abandonó el lugar a todo correr. Ni siquiera le importó que la gente se la quedara mirando.

 

 

Para aquella misma semana estaba programado un espectáculo de ballet. A Sara la encantaba el ballet. Le encantaban los colores, el vestuario, las luces, todo. Había estudiado arte en su infancia. Antaño, había soñado con convertirse en una prima ballerina. Pero los largos años de aprendizaje y los sacrificios que exigía habían sido demasiado para una jovencita que apenas había estado descubriendo la vida.

Aquellos habían sido días felices. Su padre todavía vivía por entonces. Su padre había sido un hombre amable, aunque distante. Evocó con una sonrisa agridulce los felices tiempos que habían compartido juntos. Cuán diferente habría podido ser su vida si su padre no hubiera muerto…

Pero volver la mirada al pasado carecía de sentido, se dijo a sí misma. Tenía que afrontar con su vida tal como era en realidad.

Ocupó una butaca de primera fila, sonriendo mientras ojeaba el programa. La prima ballerina era una conocida suya, una chica dulce que adoraba su trabajo y a la que no le importaban las largas horas de trabajo y el sacrificio que conllevaba. Lisette era bonita, alta y rubia, de grandes ojos castaños.

El ballet era El lago de los cisnes, uno de sus favoritos. El vestuario era llamativo, los bailarines selectos, la música mágica. Volvió a sonreír de emoción mientras esperaba con ansia el delicioso espectáculo.

De repente oyó un movimiento cercano y casi sufrió un infarto cuando vio a Wolf Patterson con otra atractiva rubia acercándose para ocupar sus asientos. A punto estuvo de soltar un gruñido en voz alta.

La mujer se detuvo para hablar con un conocido. Wolf se dejó caer en la butaca contigua a la de Sara y dedicó un breve escrutinio a su discreto vestido negro y a su cazadora de cuero. El feroz ceño con que la miró habría asustado a un toro que hubiera cargado contra él.

—¿Me estás siguiendo?

Sara contó hasta diez. Atenazado entre sus dedos, su programa de mano se estaba convirtiendo en un gigantesco confeti.

—Me refiero a que, hace un par de semanas, estabas en la ópera de Houston y esta noche estás aquí, en el ballet de San Antonio, y sentada precisamente a mi lado —explicó—. Si hubiera sido un hombre vanidoso… —añadió con su voz lenta y vibrante.

Ella lo fulminó con sus ojos negros y le dedicó un comentario en farsi que le puso los pelos de punta. Un comentario al que él replicó en la misma lengua y tono.

—¿Se puede saber qué clase de idioma es ese? —inquirió de repente su rubia acompañante con una carcajada.

Wolf todavía soltó algunas palabras más mientras Sara volvía de nuevo la cabeza para intentar concentrarse en el telón del escenario. La orquesta empezó a afinar sus instrumentos en aquel preciso instante.

—¿No vas a presentarme? —insistió la rubia, asistiendo a la incomodidad de Sara con gesto sinceramente preocupado.

—No —dijo Wolf—. El telón está a punto de levantarse —añadió, cortante.

 

 

Sara quería levantarse de la butaca y marcharse de allí. Estuvo a punto de hacerlo, pero no se resignaba a darle aquella satisfacción. Así que se sumergió en los colores y en la belleza del espectáculo, contemplando con el corazón en la garganta cómo los bailarines secundarios cedían su protagonismo al personaje principal, y Lisette aparecía en escena. La exquisita belleza de su amiga resultaba deslumbrante incluso de lejos. Giraba sobre sí misma y hacía piruetas, ejecutando los pasos con tanta precisión como elegancia. Sara no pudo por menos que envidiar su talento. Años atrás se había imaginado a sí misma encima de un escenario, luciendo un vestido tan bello como el que lucía Lisette en aquel momento.

Por supuesto, la realidad había truncado aquel triste sueño. Ya no podía imaginarse apareciendo ante tanta gente, siendo objeto de todas las miradas. No después del juicio.

Su expresión se tensó cuando evocó el juicio, las pullas del abogado defensor, la furia reflejada en el rostro de su padrastro, la angustia en el de su madre.

No se había dado cuenta de que había estrujado el programa entre sus finos dedos, como tampoco de la trágica expresión de su rostro, que estaba llamando la atención, reacia en un principio, de su vecino de asiento.

Wolf Patterson había visto antes aquella misma expresión, muchas veces, en los frentes de guerra. Era parecida a lo que llamaban «la mirada de los mil metros», muy familiar entre los veteranos de guerra: la cruda y torturada expresión de aquel que recordaba cosas que ningún mortal hubiera debido presenciar. Pero Sara Brandon era una joven mimada, acaudalada, hermosa. ¿Qué razón podía tener una mujer como ella para reaccionar de una forma así?

Se rio para sus adentros, con un leve gesto de desprecio reflejándose en sus duros rasgos. La pequeña y bella Sara tentando a los hombres, humillándolos, poniéndolos de rodillas y luego riéndose de ellos. Riéndose de desdén y de disgusto. Diciendo cosas…

De repente sintió una mano sobre la suya. La rubia que tenía a su lado lo estaba mirando ceñuda.