Una misión para dos - Diana Palmer - E-Book
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Una misión para dos E-Book

Diana Palmer

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Beschreibung

Su misión no era seducir a aquel atractivo policía… Rick Márquez, uno de los mejores detectives de policía de San Antonio, jamás se había enfrentado a un caso que no pudiera resolver. Tan sólo le faltaba una mujer con la que pudiera encontrar la felicidad. Pero, muy pronto, aquel atractivo texano iba a conocer a la única mujer que podría encajar con él en cuerpo y alma... Sin embargo, las circunstancias del trabajo de Gwen y la información personal que ella no le había contado no tardaron en poner a prueba su amor...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2011 Diana Palmer. Todos los derechos reservados.

UNA MISIÓN PARA DOS, Nº 1928 - marzo 2012

Título original: True Blue

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Julia son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-561-0

Editor responsable: Luis Pugni

ePub: Publidisa

Capítulo 1

PODRÍAMOS perder el caso —musitó Rick Márquez, sargento detective de San Antonio, mientras observaba a la última detective que se había incorporado a su unidad.

—Lo siento mucho —respondió Gwendolyn Cassaway—. Me he tropezado. Ha sido un accidente.

Rick la observó a través de entornados ojos oscuros y apretó sus sensuales labios.

—Te has tropezado porque necesitas gafas y no las llevas.

Personalmente, no creía que el hecho de no llevar gafas la favoreciera especialmente, si era la estética la razón por la que no se las ponía. La detective Cassaway tenía un rostro agradable y una piel exquisita, pero no se podía decir que fuera una belleza. Su mejor rasgo era una espesa melena de color rubio platino que siempre llevaba recogida en lo alto de la cabeza.

—Las gafas me molestan y jamás las puedo tener lo suficientemente limpias —replicó ella—. Ese recubrimiento que llevan provocan brillos a menos que se utilicen los productos de limpieza adecuados y que yo jamás encuentro —añadió a la defensiva.

Rick contuvo la respiración con cierta exasperación y se apoyó sobre el borde del escritorio que tenía en su despacho. Era un hombre alto, corpulento aunque sin que resultara evidente. Su piel tenía un suave color aceitunado y su cabello, largo y espeso, iba recogido en una coleta. Era muy atractivo, pero no parecía capaz de encontrar una novia en serio. Las mujeres lo encontraban útil como un hombro compasivo sobre el que llorar sobre sus amores verdaderos. Una mujer se negó a salir con él cuando se dio cuenta de que Rick llevaba siempre su pistola aun cuando no estaba de servicio. Él había tratado de explicarle que era necesario, pero no había conseguido hacerle entender. Acudía a la ópera, que le encantarada, completamente solo. Iba solo a todas partes. Tenía casi treinta y un años y estaba más solo que nunca. Este hecho lo convertía en una persona irritable.

Y encima Gwen lo estaba empeorando todo. Estuvo a punto de contaminar la escena del crimen, lo que hubiera podido invalidar la delicada cadena de pruebas que podría conducir a una firme condena en un complejo asesinato.

Una universitaria, rubia y bonita, había sido brutalmente agredida y asesinada. No había sospechoso y había muy pocas pruebas. Gwen había estado a punto de contaminar la escena acercándose demasiado a una mancha de sangre.

Rick no estaba de buen humor. Tenía hambre e iba a llegar tarde a almorzar porque tenía echarle la bronca a aquella mujer. Si él no lo hacía, lo haría el teniente y Cal Hollister era aún más desagradable que Márquez.

—También podrías perder tu trabajo —señaló Márquez—. Eres nueva en el departamento.

—Lo sé —dijo ella encogiéndose de hombros—. Supongo que podría regresar al Departamento de Policía de Atlanta si fuera necesario —añadió con resignación. Observó a Rick con tristeza en los ojos, que eran de un color verde muy claro, casi transparente. Él jamás había visto unos ojos de ese color.

—Tienes que tener más cuidado, Cassaway —le advirtió.

—Sí, señor. Haré todo lo posible.

Rick trató de no mirar la camiseta que ella llevaba puesta bajo una ligera cazadora vaquera a juego con los pantalones que llevaba puestos. Hacía bastante calor para ser noviembre, pero se agradecía tener una cazadora para protegerse del frío de la mañana. Sobre la camiseta, llevaba el dibujo de un pequeño alienígena de color verde con una frase que decía «¿Has visto mi nave espacial?». Rick desvió la mirada y trató de no sonreír.

Ella se cerró un poco más la cazadora.

—Lo siento. No hay reglas referentes a las camisetas que se pueden llevar, ¿verdad?

—Si el teniente ve ésa, lo descubrirás muy pronto —replicó Rick.

Ella suspiró.

—Trataré de adaptarme. Lo que ocurre es que provengo de una familia muy poco común. Mi madre trabajaba para el FBI. Mi padre es militar. Mi hermano es… —se interrumpió. Dudó y tragó saliva—. Mi hermano estaba en la inteligencia militar.

—¿Ha fallecido? —preguntó Rick frunciendo el ceño.

Ella asintió. Aún le costaba hablar al respecto. El dolor era demasiado reciente.

—Lo siento —susurró él.

—Larry murió muy valientemente durante una operación secreta en Oriente Medio. Era mi único hermano. Por eso me resulta difícil asimilar lo ocurrido.

—Lo comprendo —dijo Rick. Se puso de pie y miró el reloj—. Es hora de almorzar.

—Yo… Yo tengo otros planes… —comentó ella rápidamente.

Rick la miró con desaprobación.

—Era simplemente una afirmación, no una invitación. No salgo con compañeras de trabajo —replicó muy secamente.

Gwen se sonrojó profundamente. Entonces, tragó saliva y se irguió.

—Lo siento. Yo estaba… Quería decir que…

A Rick no le interesaban las excusas.

—Ya hablaremos de esto más tarde. Mientras tanto, te ruego que hagas algo con respecto a tu vista. ¡No puedes investigar una escena del crimen si no ves!

—Sí, señor —asintió ella—. Tiene razón.

Rick abrió la puerta y dejó que ella pasara primero. De pasada, notó que la cabeza de ella sólo le llegaba al hombro y que su perfume olía a rosas, como las que su madre criaba en el jardín de la casa de Jacobsville. Era una fragancia sutil, casi imperceptible. Le gustaba. Algunas mujeres que trabajaban en el departamento parecían bañarse en perfume y sufrían de alergias y dolores de cabeza sin que parecieran darse cuenta del porqué. En una ocasión, un detective tuvo un ataque de asma casi mortal después de que una administrativa se le acercara oliendo como si se hubiera puesto un frasco entero de perfume.

Gwendolyn se detuvo de repente, lo que provocó que Rick se chocara con ella. Extendió las manos para agarrarle los hombros y sujetarla antes de que ella pudiera caerse.

—Lo siento —exclamó ella. Había sentido una oleada de placer al experimentar la cálida fuerza de las enormes manos que la sujetaban tan delicadamente.

Rick las retiró inmediatamente.

—¿Qué es lo que ocurre?

Gwen tenía que centrarse en el trabajo. El sargento detective Márquez era un hombre muy sexy y ella se había sentido atraída por él desde que lo vio por primera vez, varias semanas atrás.

—Quería preguntarle si quería si le preguntara a Alice Fowler, del laboratorio criminalístico, sobre la cámara digital que encontramos en el apartamento de la mujer asesinada. Podría ser que ya tuviera algún resultado de huellas o cualquier otra prueba de relevancia.

—Buena idea. Hazlo.

—Me pasaré por allí cuando regrese al departamento después de almorzar —prometió ella con una sonrisa. Era un caso muy importante y Rick Márquez le estaba permitiendo contribuir a su resolución—. Gracias.

Rick asintió. Ya estaba pensando en el delicioso Strogonoff que iba a pedir en la cafetería cercana donde solía almorzar. Llevaba pensando en él toda la semana. Era viernes y podía darse un capricho.

El sábado era su día libre. Iba a pasarlo ayudando a Barbara, su madre, a preparar y a enlatar unos tomates de invernadero que le había dado un amigo que se dedicaba a la jardinería orgánica. Era dueña del Barbara’s Café en Jacobsville y le gustaba utilizar hortalizas, verduras y hierbas orgánicas en las comidas que preparaba para sus clientes. Los tomates que iban a preparar se añadirían a los tomates que habían enlatado hacía unos meses, durante el verano.

Rick le debía mucho a su madre. Se había quedado huérfano al inicio de su adolescencia y Barbara Ferguson, que acababa de perder a su esposo en un accidente y había sufrido un aborto natural, lo había acogido. Su madre biológica había trabajado brevemente para Barbara en el café. Después, sus padres murieron en un accidente de automóvil, dejando solo a Rick en el mundo. Él había sido un adolescente con un comportamiento terrible. Tenía mal carácter, siempre se estaba metiendo en líos y su personalidad era muy cambiante. Había tenido mucho miedo cuando perdió a su madre. No tenía ningún otro pariente con vida que él supiera y no tenía ningún lugar al que ir. Barbara le había dado un hogar. Él la quería lo mismo que había querido a su verdadera madre y se mostraba muy protector con ella. Jamás hablaba de su padrastro. Trataba de no recordarle en modo alguno.

Barbara quería que él se casara, que sentara la cabeza y que tuviera una familia. Siempre le estaba repitiendo lo mismo. Incluso le había presentado a varias chicas solteras. No servía de nada. Rick parecía estar eternamente disponible en el mercado del matrimonio, alguien a quien las mujeres pasaban por alto para escoger ejemplares más interesantes. Se rió por dentro con este pensamiento.

Gwen observó cómo se marchaba y se preguntó por qué se habría reído. Se sentía muy avergonzada por haber pensado que él le había invitado a almorzar. No parecía tener novia y todo el mundo bromeaba sobre la inexistente vida amorosa del sargento. Sin embargo, no se sentía atraído por Gwen de ese modo. No importaba. En realidad, ella no le había gustado nunca a ningún hombre. Era la confidente de todo el mundo, la buena chica que podía dar consejo sobre cómo agradar a otras mujeres con pequeños regalos y detalles. Sin embargo, nadie le pedía a ella nunca una cita.

Sabía que no era bonita. Siempre quedaba en un segundo plano ante mujeres más llamativas, más seguras de sí mismas, más poderosas. Las mujeres que no consideraban que tener relaciones sexuales antes del matrimonio era un pecado. Un hombre se había reído de ella cuando se lo dijo, después de que él esperara acostarse con ella tras invitarla a cenar y llevarla al teatro. Entonces, se había enfadado con ella por haberse gastado tanto dinero sin obtener nada a cambio. La experiencia le había dejado un sabor de boca muy amargo.

—Don Quijote —murmuró en voz baja—. Soy como Don Quijote.

—Sexo equivocado —dijo la sargento Gail Rogers mientras Gwen se detenía al lado de la recién llegada.

Rogers era la madre de unos rancheros muy acaudalados en Comanche Wells, pero seguía trabajando para tener sus propios ingresos. Era una estupenda pacificadora. Gwen la admiraba tremendamente.

—¿A qué viene eso? —le preguntó.

Gwen suspiró y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie podía oír la conversación.

—No me entrego en las citas —susurró—. Por eso, los hombres piensan que estoy loca —añadió encogiéndose de hombros—. Soy como Don Quijote porque trato de restaurar la moralidad y el idealismo en un mundo decadente.

Rogers no se rió. Sonrió muy amablemente.

—A su manera, era muy noble. Un idealista con un sueño.

—Estaba más loco que una cabra —suspiró Gwen.

—Sí, pero hizo que todos los que le rodeaban se sintieran personas importantes, como la prostituta a la que idealizó y convirtió en la gran dama a la que él pretendía —respondió Gail—. Daba sueños a la gente que los había abandonado por la cruda realidad. Todos lo adoraban.

Gwen se echó a reír.

—Sí, supongo que eso no se le daba tan mal.

—La gente debería tener ideales, aunque los demás se rían de ellos —añadió Rogers—. Mantente fiel a tus principios. Toda sociedad tiene sus marginados. Ninguna de las personas que se amoldaron a la rígida cultura de cualquier sociedad consiguieron hacer historia.

Gwen se sintió mucho mejor.

—Eso es cierto. Tú has vivido mucho. Te han disparado…

—Así fue. Y mereció la pena. Reabrimos un caso ya cerrado y atrapamos al asesino.

—Lo sé. Menuda historia.

Rogers sonrió.

—Así es. A Rick Márquez lo dejaron por muerto los mismos delincuentes que me dispararon a mí, pero los dos sobrevivimos —dijo. Entonces, frunció el ceño—. ¿Qué ocurre? ¿Te lo está haciendo pasar mal Márquez?

—Es culpa mía —confesó Gwen—. No puedo ponerme lentes de contacto y odio las gafas. Me tropecé en la escena del crimen y estuve a punto de contaminar una prueba. Es un caso de asesinato, el de esa universitaria que encontraron muerta anoche en su apartamento. La defensa hubiera podido tener algo a lo que agarrarse cuando el asesino sea arrestado y lo lleven a juicio. Y habría sido culpa mía. Me acaban de echar la bronca por ello. Y me lo merezco —añadió rápidamente. No quería que Rogers pensara que Márquez estaba siendo injusto con ella.

Rogers la observó atentamente con sus ojos oscuros.

—Te gusta tu sargento, ¿verdad?

—Lo respeto —dijo Gwen sonrojándose sin poder contenerse.

Rogers la estudió atentamente.

—Es un buen hombre —dijo—. Tiene su genio y corre demasiados riesgos, pero te acostumbrarás a él.

—Estoy intentándolo —afirmó Gwen con una carcajada.

—¿Te gustó Atlanta? —le preguntó Rogers para cambiar de tema mientras se dirigían a la salida.

—¿Cómo has dicho? —quiso saber Gwen, que estaba distraída cuando la otra mujer le hizo la pregunta.

—El departamento de policía de Atlanta. Donde estabas trabajando.

—Ah… ¡Ah! —exclamó Gwen. Tuvo que pensar rápidamente—. Estaba bien. Me gustaba el departamento, pero quería cambiar. Y siempre he querido vivir en Texas.

—Entiendo.

Gwen pensó que Rogers no lo entendía en absoluto y dio las gracias por ello. Gwen guardaba secretos que no se atrevía a divulgar. Mientras caminaban juntas hacia el aparcamiento para dirigirse a sus respectivos vehículos, cambió de tema.

El almuerzo fue una ensalada y medio sándwich de queso a la plancha. Postre y un capuccino. Le encantaba el café. Se lo bebía a pequeños sorbos, con los ojos cerrados y una sonrisa en los labios. El capuccino tenía un aroma que evocaba Italia, la terraza de una pequeña cafetería en Roma, con las ruinas visibles en la distancia.

Inmediatamente abrió los ojos y miró a su alrededor, como si alguien pudiera ver lo que estaba pensando en aquel momento. Debía tener mucho cuidado de no mencionar aquel recuerdo, u otros similares, en una conversación normal. Era una prometedora detective. Debía tenerlo en cuenta. No le vendría nada bien que se le escaparan ciertas cosas en aquel momento tan crucial.

Ese pensamiento la llevó a pensar en el detective Márquez. Cuando llegara el momento de revelar su secreto, sería una confesión muy traumática para él. Mientras tanto, sus órdenes eran observarlo, mantener la cabeza baja y tratar de descubrir cuánto sabía él o su madre adoptiva sobre sus verdaderos orígenes. Gwen no podía decir nada. Aún no.

Se terminó el café, pagó su comida y salió a la calle. Se metió en el coche y se dirigió al laboratorio de criminalística para ver si Alice había encontrado algo en la cámara digital. Así había sido. Había muchas fotografías de personas que eran seguramente amigos. Gwen esperaba poder identificarlos utilizando un programa de reconocimiento facial. Vio que había un hombre de aspecto extraño, a corta distancia y detrás de una pareja, que sonreía a la cámara delante del complejo de apartamentos en el que la víctima había vivido. Interesante y sospechoso. Tendría que comprobar quién era aquel hombre. No parecía la clase de persona que encajaba con aquel lugar. El complejo era un lugar bastante respetable y el hombre tenía un aspecto desaliñado y parecía mirar a la cama con demasiada intencionalidad.

Después, Gwen regresó a su departamento.

No dejaba de pensar en Márquez, en lo que ella sabía y él no. Esperaba que a él no le fuera a resultar difícil asimilar su verdadera historia cuando la verdad viera la luz.

Barbara miró a su hijo.

—¿No puedes pelar el tomate, cariño, sin quitar la mayor parte de la pulpa?

—Lo siento —respondió él mientras agarraba el cuchillo con más cuidado y se disponía a seguir trabajando con los tomates que su madre estaba envasando.

Los tarros brillaban en un enorme barreño de agua, listos para llenarse de fragantes rodajas de tomate para luego hervirse en la enorme olla a presión.

Rick miró la olla con desaprobación.

—Odio esas cosas —musitó—. Incluso la más segura es peligrosa.

—Tonterías —dijo ella—. Dame esos tomates.

Tomó el bol que Rick le daba los metió en una cacerola de agua hirviendo. Los dejó allí durante un par de minutos y los sacó con un colador. Entonces, los colocó en el fregadero, delante de Rick.

—Ahí tienes. Ahora se te pelarán mejor. No hago más que decirte que este modo es más eficaz que tratar de arrancar la piel a tiras, pero no me escuchas, cariño mío.

—Yo prefiero hacerlo así. Así puedo canalizar mi frustración.

—¿Sí? ¿De qué clase de frustración estamos hablando? —le preguntó ella.

—Bueno, tengo una nueva compañera de trabajo —respondió él tristemente.

—Gwen.

Rick dejó caer el cuchillo. Lo recogió inmediatamente para luego mirar a Barbara fijamente.

—Hablas de ella constantemente.

—¿Sí? —preguntó sorprendido. No se había dado cuenta.

Barbara asintió mientras pelaba los tomates.

—Se tropieza con cosas que no ve, contamina las escenas de un crimen, derrama el café, no puede encontrar el teléfono móvil… —comentó ella. Miró a Rick. Él seguía allí, con el cuchillo apoyado contra el tomate—. Venga, venga. Esos tomates no se van a pelar solos.

Rick protestó.

—Sólo tienes que pensar en lo ricos que estarán en uno de mis estofados de carne —sugirió ella—. Sigue pelando.

—¿Por qué no podemos comprar una de esas cosas que saca el aire de las bolsas y congelarlos en vez de todo esto?

—¿Y si la luz se va durante varios días? —replicó Barbara.

—Te iré a comprar veinte bolsas de hielo y varias neveras portátiles.

Barbara se echó a reír.

—Podríamos, pero no es lo mismo. Además, hoy en día se utiliza la electricidad para todo. Imagínate que hubiera un apagón generalizado, con la dependencia que todos tenemos de la electricidad. Todo está conectado a la luz hoy en día. Bancos, empresas de comunicaciones, farmacias, gobierno, ejércitos… La lista es interminable. Incluso el agua y la energía se controlan con ordenadores. Imagínate si no pudiéramos acceder a nuestros ordenadores.

Rick lanzó un silbido.

—Supongo que sería algo terrible. ¿Crees que va a ocurrir?

—Algún día, estoy segura. Por ejemplo, el sol tiene ciclos de once años, ¿sabes? Con un mínimo y un máximo solar. El próximo máximo solar, según algunos científicos, es en el 2012. Si tuviéramos que poner una fecha, yo diría que es entonces cuando va ocurrir.

—¿2012? —preguntó Rick con un gruñido—. Un tipo fue al departamento y nos dijo que teníamos que poner una octavilla.

—¿Sobre qué?

—Sobre el hecho de que el mundo se va a terminar en el 2012 y teníamos que ponernos sombreros de papel de aluminio para protegernos de los pulsos electromagnéticos.

—Ah. En realidad, creo que tendrías que estar metido en algo mucho más grande para estar completamente protegido. Lo mismo ocurriría con los equipos informáticos que quisieras salvar —comentó Barbara—. ¿Sabes que están diseñando armas parecidas a eso? Lo único que hace falta es tener unos pulsos electromagnéticos bien dirigidos para que los ordenadores militares dejen de funcionar.

—¿Dónde te enteras de todas esas cosas?

—En Internet —respondió Barbara. Se sacó un iPod del bolsillo y se lo mostró a Rick—. Tengo Wi-Fi en la casa, ¿lo sabías? Sólo tengo que conectarme a los sitios web apropiados —añadió mientras consultaba el listado de «favoritos»—. Tengo uno para el tiempo en el espacio, tres radares para el tiempo terrestre y unos diez sitios que te cuentan todas las cosas que el gobierno no te quiere contar.

—Mi madre, la teórica de las conspiraciones —protestó él.

—No se escucha este tipo de cosas en las noticias —replicó ella—. Los medios de comunicación están controlados por tres corporaciones principalmente. Ellos deciden lo que vas a escuchar. En mis tiempos, teníamos verdaderas noticias en la televisión. Era local y teníamos reporteros de verdad recogiendo la información. Hoy eso lo sigue haciendo el periódico de Jacobsville —añadió.

—He oído hablar del periódico de Jacobsville — suspiró Rick—. Hemos oído que Cash Grier se pasa la mayor parte de su tiempo tratando de evitar que asesinen a la dueña. Ella conoce todos los puntos de distribución de drogas y el nombre de todos los traficantes más importantes y que los va a imprimir en su periódico —añadió sacudiendo la cabeza—. Un día, esa mujer va a pasar a formar parte de las estadísticas. Ya han asesinado a muchos periodistas y editores de prensa al otro lado de la frontera por mucho menos. Está tentando la suerte.

—Alguien tiene que hacerlo —musitó Barbara mientras echaba otra piel de tomate en una bolsa verde que iba a utilizar para abono en el jardín. Ella jamás desperdiciaba la basura orgánica—. La gente está muriendo para que otra generación, a pesar de todo, siga haciéndose adicta a las drogas.

—No puedo discutir ese punto —dijo Rick—. El problema es que nada de lo que las fuerzas de seguridad están haciendo parece afectar mucho al tráfico de drogas. Si hay demanda, va a haber oferta. Así son las cosas.

—Dicen que Hayes Carson habló al respecto con Minette Raynor.

Eso sí que era una noticia. Minette era la dueña del Jacobsville Times. Tenía dos hermanastros, Shane, de doce años, y Julie de seis. Había querido mucho a su madrastra. Su padre y ella murieron con pocas semanas de diferencia, dejando a una desconsolada Minette con dos niños pequeños de los que ocuparse, un periódico que dirigir y un rancho. Tenía un capataz que se ocupaba del rancho y su tía abuela Sarah vivía con ella y se ocupaba de los niños después del colegio para que Minette pudiera seguir trabajando. Minette tenía veinticinco años y seguía soltera. Hayes Carson y ella no se llevaban bien. Hayes la culpaba, sólo Dios sabía por qué, de que su hermano pequeño hubiera muerto por las drogas incluso después de que Rachel Conley dejara una confesión en la que afirmaba que ella le había dado a Bobby, el hermano de Hayes, las drogas que lo mataron.

Rick se echó a reír.

—Si hay una guerra fronteriza, Minette se pondrá en la calle para señalar con el dedo a Hayes y hacer que los invasores lo maten a él el primero.

—Yo no estoy tan segura. A veces creo que donde hay antagonismo, hay también algo más profundo. He visto personas que se odian y terminan casándose.

—Cash Grier y su Tippy —musitó Rick.

—Sí. Y Stuart York y Ivy Conley.

—Por no mencionar otra media docena. Jacobsville está creciendo a pasos agigantados.

—Lo mismo ocurre en Comanche Wells. Allí también tenemos gente nueva. ¿Te has dado cuenta de que Grange ha comprado un rancho en Comanche Wells, justo al lado de la finca que es propiedad de su jefe?

Rick frunció sus sensuales labios.

—¿Qué jefe?

—¿Qué quieres decir con eso de qué jefe? —le preguntó Barbara perpleja.

—Trabaja como capataz de rancho para Jason Pendleton, pero también trabaja para Eb Scott —dijo él—. No digas que te lo he dicho yo, pero estuvo implicado en el secuestro Pendleton —añadió—. Fue a por Gracie Pendleton cuando fue secuestrada por Emilio Machado, ese dictador sudamericano en el exilio.

—Machado.

—Sí —respondió Rick mientras pelaba lentamente un tomate—. Es un enigma.

—¿Qué quieres decir?

—Sabemos que empezó trabajando en una granja de México a la edad de diez años. Estuvo implicado en las protestas contra los intereses extranjeros incluso cuando era un adolescente. Sin embargo, se cansó de ganarse la vida de ese modo. Sabía tocar la guitarra y cantar, por lo que estuvo un tiempo trabajando en bares y luego, a través de un contacto, consiguió un trabajo como cantante en un crucero. Eso también le aburrió. Se juntó con un grupo de mercenarios y se hizo conocido internacionalmente como cruzado contra la opresión. Después, regresó a América del Sur y se alistó con otro grupo paramilitar que estaba luchando para mantener el modo de vida de los nativos de Barrera, un pequeño país del Amazonas en la frontera con Perú. Ayudó a los paramilitares a liberar a una tribu de nativos de una empresa extranjera que estaba tratando de matarlos para conseguir la tierra en la que vivían porque era muy rica en petróleo. Desarrolló el gusto de defender a los más desfavorecidos y consiguió ascender hasta que se convirtió en general. Parece que era un líder natural porque cuando el presidente del pequeño país murió hace cuatro años, Machado fue elegido por aclamación. ¿Te das cuenta de lo raro que es eso, incluso para una nación tan pequeña?

—Si la gente lo quería tanto, ¿cómo es que está en México secuestrando a la gente para conseguir dinero para retomar su país?

—No fue la gente quien lo echó, sino un oficial malvado y sediento de sangre que sabía cuándo y cómo dar su golpe mientras Machado estaba de viaje a un país vecino para firmar un acuerdo comercial y ofrecerles una alianza contra las empresas extranjeras.

—Eso no lo sabía.

—Es información privilegiada, así que no se la puedes contar a nadie —afirmó Rick—. El oficial mató a todo el personal de Machado y envió a la policía secreta para que cerrara todos los periódicos, las cadenas de televisión y las emisoras de radio. De la noche a la mañana, todas las personas influyentes terminaron en prisión. Educadores, políticos, escritores… Todos los que podían amenazar al nuevo régimen. Ha habido cientos de asesinatos y ahora el subordinado, que se llama Pedro Méndez, se va a aliar con los señores de la droga de un país vecino. Parece que la cocaína se cría muy bien en Barrera y que se está «convenciendo» a los agricultores para que la cultiven en vez de otras cosechas en sus tierras. Méndez también está nacionalizando todas las empresas para tener el control absoluto.

—No es de extrañar que el general esté tratando de recuperar el control —comentó Barbara—. Espero que lo consiga.

—Yo también —repuso Rick—, pero no puedo decirlo en público —añadió—. En este país se lo busca por secuestro. Es un delito muy grave. Si lo atrapan y lo juzgan, podría terminar con una condena a muerte.

—No justifico el modo en el que está consiguiendo el dinero, pero al menos lo va a utilizar para una causa noble.

—Noble —repitió él riendo.

—A mí no me hace ninguna gracia.

—No me río de la palabra, sino de Gwen. Va por ahí murmurando que es Don Quijote.

Barbara se echó a reír a carcajadas.

—¿Cómo dices?